EDITORIAL: «Punto y aparte», ¿hacia dónde?

En su comparecencia de ayer, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, dijo que la misma constituía un «punto y aparte», pues ahora se entrará en una fase de «limpieza, regeneración y juego limpio». Pero no concretó el camino para conseguirlo. Desde Hay Derecho creemos que la actuación del presidente en estos últimos días puede ser, en efecto, un punto de inflexión, pero hacia más populismo y menos Estado de derecho.

Veamos primero cuáles son las cuestiones que han llevado al presidente a su insólita carta y al discurso citado.

La cuestión central de su carta es el gran coste personal de la dedicación a la política. El principal problema sería el acoso a través de las críticas constantes, los ataques personales,  los bulos y la utilización de eslóganes ofensivos, todo ello promovido por los medios, pero con la «colaboración necesaria» de los partidos políticos de la derecha y la extrema derecha. Estos ataques se complementarían con la utilización de las comisiones parlamentarias y la oficina de Conflicto de Intereses. Finalmente, la gota que colma el vaso sería la apertura de unas diligencias previas por un juzgado para investigar a su esposa por sus actividades profesionales, a instancia de una organización de turbio pasado. En su alocución señala además que no se puede privar de cualquier actividad a su esposa por serlo. Es difícil no estar de acuerdo con algunos de estos problemas.

Hemos denunciado a menudo que el enfrentamiento y los ataques personales impiden un diálogo político constructivo. Las redes sociales y una prensa cada vez menos profesional han degradado el nivel del debate y cada vez más se escribe para los partidarios y se exageran o manipulan las informaciones. Las tendencias populistas se han extendido, como dice el presidente, dentro y fuera de nuestras fronteras (aunque no son solo derechas, como pretende). La dialéctica amigo/enemigo y la imposibilidad de llegar a pactos amplios impide resolver los problemas importantes, tanto a corto plazo (renovación CGPJ) como a largo (pensiones, educación, etc.).

Es cierto, también, que como consecuencia de la jurisprudencia del Tribunal Supremo, el juez debe abrir diligencias previas salvo denuncias absolutamente infundadas. Como las inadmisiones a menudo son revocadas por un tribunal superior, los jueces tienden a abrir diligencias y a pedir declaración, con un daño moral muy alto para el acusado, más en el caso de políticos. También lo es que existe una absoluta falta de respeto por la presunción de inocencia por parte de los medios.

Lo que sucede es que la carta y la alocución no ponen remedio a estos problemas. Por el contrario, es un ejemplo de dialéctica amigo-enemigo, y tiene claros elementos populistas, tanto en el fondo como en la forma.

En cuanto al fondo, considera enemigo a todo el que no forme parte de su coalición de Gobierno. No acusa al sindicato Manos Limpias por la discutible denuncia sino que atribuye los ataques a «la coalición de intereses derechistas y ultraderechistas» –lo repite hasta ocho veces– englobando, por tanto, a todos los que no apoyan a su gobierno. Descalifica a la oposición en su conjunto, a la que acusa de «total ausencia de proyecto político más allá del insulto y la desinformación». Hay incluso elementos conspiranoicos, cercanos a los bulos que denuncia, cuando habla de «constelación de cabeceras ultraconservadoras», «galaxia digital ultraderechista», «baterías mediáticas y demoscópicas conservadoras» o «máquina de fango». Desgraciadamente, no es algo nuevo. En su discurso de investidura habló nada menos que 21 veces de la «derecha y la ultraderecha», y de levantar un «muro» frente a ellas. En su alocución considera que la «mayoría social» es la que le ha apoyado en estos días.

Por otra parte, hay un notable personalismo típicamente populista: los ataques a él en realidad lo son a la »opción política progresista». La llamada del PSOE a concentraciones de apoyo, las lacrimógenas adhesiones y el papel de la «empatía» de sus fieles en su decisión de quedarse producen –además de cierta vergüenza ajena– preocupación por la deriva personalista y emotivista. Esto viene agravado por el sistema de comunicación. Un presidente que no es elegido por los ciudadanos sino por el Parlamento se dirige a aquellos en una carta abierta y en una alocución sin prensa ni preguntas. Esta comunicación sin intermediarios refuerza el personalismo y desprecia al Parlamento y a los medios.

En cuanto al abuso del proceso penal, es evidente que la solución no puede ser incluir tácitamente a los jueces en la «constelación de la derecha y la ultraderecha». La consecuencia han sido ataques personales al juez y su familia, y Podemos propone ya la supresión de las mayorías reforzadas para la elección del CGPJ. Es decir, la captura del poder judicial por el político –algo que ya se planteó antes y a lo que la UE se opuso expresamente–. No parece una actuación políticamente responsable, no ya no rendir cuentas, sino no dar ninguna explicación sobre la cuestión de fondo y apelar a los sentimientos como si por ser presidente los suyos estuvieran por encima de los demás ciudadanos que se vean –y se ven habitualmente, quizá durante años– en una situación similar; algunos totalmente desconocidos y otros tan renombrados como la infanta Cristina, que tuvo pasar por una iniciativa judicial de la misma organización, Manos Limpias, por las actividades de su marido, Iñaki Urdangarin y que resultó finalmente absuelta. Sin olvidar que atacar a los familiares del adversario político no ha sido algo de lo que haya renegado el presidente y su partido, como nos es bien conocido a todos.

Por último, el papel del o la consorte del presidente no es un problema de machismo (parece que Sánchez no contempla que la presidenta sea una mujer), sino de control de los conflictos de interés.

La carta, en resumen, señala problemas reales (que por supuesto no afectan solo a Begoña Gómez), pero ahonda en la polarización y en el descrédito de las instituciones, sin cuyo correcto funcionamiento no hay Estado de derecho. Las verdaderas soluciones a estos problemas van en una dirección muy distinta a la que apunta el presidente. Para cambiar la forma de hacer política y rebajar el tono del debate, lo primero que debe hacer el presidente es convocar al principal partido de la oposición, no demonizarlo. Y el PP debe, también, abandonar discursos que refuerzan el enfrentamiento y las simplificaciones absurdas –como la de «derogar el sanchismo»–.

La solución es más compleja para los medios, porque una de sus funciones es el control del poder, por lo que hay que descartar la censura gubernativa. Desde luego hay que exigirles respeto a los derechos y a la presunción de inocencia, y se podría promover un código de conducta en materia, sobre todo, de procedimientos judiciales.

El abuso de las causas penales también se debe combatir, pero sin que ello impida la persecución de los delitos reales ni exima a los políticos de ser investigados. Se debería facilitar la persecución por denuncia falsa, o facultar a los jueces para imponer costas disuasorias en casos de denuncias o querellas cuando se revelen totalmente infundadas.

En cuanto a la actividad del consorte del presidente, también puede haber soluciones: una Oficina de Ética que pudiera controlar las actividades, además de promover un código ético para los políticos y sus familias, como ha señalado Miriam González Durántez en este artículo.

Es con la colaboración de todos, políticos, medios, jueces y ciudadanos –y no con la llamada a los fieles frente al enemigo ni con los ataques a las instituciones– como podremos pasar a otro capítulo, en el que escribamos la historia de una democracia más plena.

La «fijeza» como sanción a las situaciones de interinidad de larga duración en la Administración es de dudosa constitucionalidad

La cláusula 5ª del Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada, que figura como anexo de la Directiva 1999/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, obliga a los Estados miembros a adoptar medidas para prevenir y sancionar los abusos en la utilización de relaciones temporales. Sobre esta cuestión se han pronunciado numerosísimas sentencias por parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). Su último pronunciamiento, no obstante, está siendo especialmente polémico, más que por lo que dice, por cómo se está interpretando, toda vez que cada colectivo lo interpreta según su conveniencia y particular interés.

La STJUE de 22 de febrero de 2024, de su Sala Sexta, ha hecho saltar todas las alarmas acerca de las soluciones jurisprudenciales para los abusos cometidos por la Administración con sus contratos laborales temporales. Los colectivos directamente afectados por este pronunciamiento y los abogados que defienden sus causas han visto en ella -y con razón- un claro varapalo a la Administración y, de paso, a la solución jurisprudencial establecida por nuestros tribunales desde hace más de una veintena de años. Han interpretado que el Tribunal se ha decantado directamente por la declaración de «fijeza» como la única medida que permite realmente sancionar los «abusos» que comete la Administración con la concatenación de contratos laborales temporales y, por extensión, también se tratará de deducir la misma argumentación para los funcionarios interinos de larga duración, buscando su conversión directa en funcionarios de carrera. De hacerlo así, sus consecuencias serían muy perjudiciales para la institución de empleo público y de dudosa constitucionalidad. 

Cuando es una empresa privada la que comete dichas irregularidades, el art. 15.4 del Estatuto de los Trabajadores sanciona al empresario con la conversión del contrato laboral en un contrato fijo. Ahora bien, esta solución no es posible en el ámbito de las Administraciones públicas, ni siquiera para los trabajadores de sus sociedades mercantiles. La solución a este grave problema no se puede buscar «laboralizando» todavía más el empleo público, esto es, aplicando la lógica del Derecho Laboral a la Administración, sencillamente porque la Administración no es un empresario más, sino una institución que juega con dinero público y que está dotada de un especial estatus constitucional. La solución a este problema ha de buscarse sin marginar por completo los valores de lo público.

Nuestra Constitución, efectivamente, ha establecido un verdadero estatuto ineludible en todos los empleados públicos que prestan servicios profesionales para el Estado, cualquiera que sea la naturaleza de su vínculo, claramente deducible de lo establecido en sus artículos 103 (apartados 1 y 3) y 23.2, de modo tal que, las notas principales de este estatuto constitucional son el acceso de acuerdo con los principios de igualdad, mérito y capacidad. Exige a la Administración servir con objetividad al interés general y actuar, entre otros, de acuerdo con el principio de eficacia en su actuación y con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (art. 103.1). Su artículo 9.3 prohíbe sus comportamientos arbitrarios. Sus artículos 14 y 23.2 del requieren el máximo respeto al principio de igualdad en toda su actividad, especialmente cuando recluta a su personal, con independencia de su naturaleza funcionarial o laboral. La igualdad de trato en el acceso a la función pública ha sido consagrada como un derecho fundamental de los ciudadanos que entronca directamente con las bases de nuestro Estado democrático y de Derecho. Dicho principio sería desconocido si directamente se permitiera la conversión del empleado laboral en fijo o del funcionario interino en funcionario de carrera, tal como desde algunos sectores se pretende. 

Desde estas premisas, el mérito y la capacidad son los únicos criterios que le permiten hacer la discriminación o elección entre unos y otros. Aunque el art. 103.3 de la Constitución solo exige expresamente estos criterios para la selección del funcionariado, no es posible jurídicamente prescindir de ellos cuando se trata de seleccionar al personal laboral porque son los únicos que permiten acreditar el principio de eficacia de la actuación administrativa y evitar un eventual comportamiento arbitrario por parte de la Administración. De no ser así, ¿en qué otros criterios podría basarse para contratar a su personal laboral sin incurrir en arbitrariedad? ¿Cómo podría evitarse que la elección se realizara por motivos políticos, clientelares o por puro amiguismo?

Como el legislador es plenamente consciente de ello, desde muy temprano estableció los mismos principios y criterios para la selección de ambos colectivos de personal, que aparecen ahora expresa y detalladamente recogidos en los artículos 55 y siguientes del TREBEP

Es más, la pretendida solución de la «fijeza» que ahora se apunta podría llegar a convertirse  en una puerta falsa que posibilita la entrada en la Administración de personas que no se han sometido a un proceso selectivo respetuoso con los principios de igualdad, mérito y capacidad. Se corre el riesgo de que acabe convirtiéndose en una vía para la «politización» del empleo público o para dar cobertura a eventuales comportamientos clientelares, nepóticos o espurios, toda vez que al político de turno le resultaría muy sencillo causar una irregularidad para provocar conscientemente la fijeza de estas personas en la Administración, ahorrándose el esfuerzo económico y de personal que supone la convocatoria de un proceso selectivo. Tal riesgo no puede ser tolerado por nuestro ordenamiento jurídico, máxime cuando existen otras vías para castigar a la Administración.

La Sala de lo Social de nuestro Tribunal Supremo también se dio cuenta de este riesgo tempranamente y creó la figura del «Personal Indefinido No Fijo» (PINF) en los años noventa. Desde entonces, ha considerado de forma inconcusa que los abusos de la Administración no pueden determinar la adquisición de la fijeza del empleado, pues tal efecto pugna con los principios rectores del acceso al empleo público. Esta creación jurisprudencial, después recogida en la ya derogada disposición adicional decimoquinta del ET, ha permitido hacer compatible estos principios con la sanción que establece el Derecho Laboral para este tipo de irregularidades. Permitía la continuación del empleado en la Administración hasta que ésta procediera a la cobertura reglamentaria del puesto de trabajo a través del oportuno procedimiento selectivo, momento en el que se produciría la extinción de la relación laboral si el trabajador no lo superaba o se decidía la amortización de la plaza. Cualquiera de estas vías constituía causa legítima para la extinción de ese contrato indefinido, previa indemnización de veinte días de salario por año trabajado.

La última STJUE ha dado un paso nuevo en este punto al insinuar que la figura del PINF ya no sería suficiente para cumplir la finalidad establecida en la cláusula 5ª del Acuerdo Marco, apuntando a la «fijeza» como una posible solución.

Sin embargo, esta conclusión no resulta tan clara ni evidente y, en todo caso, sería muy compleja de articular jurídicamente. La Sentencia es compleja por la sutileza de los argumentos jurídicos que emplea y su ejecución de una enorme dificultad dado, por una parte, los miles de procesos de estabilización que ya se están llevando a cabo en todas nuestras Administraciones Públicas y, por otra, por el daño irreversible que produciría en los principios rectores del acceso al empleo público. Tanto es así, que el propio Tribunal Supremo ha anunciado que solicitará aclaración al TJUE y la propia Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, que planteó las tres cuestiones prejudiciales que han dado lugar a este pronunciamiento, ha desestimado finalmente las pretensiones de los empleados recurrentes de ver convertidas sus relaciones temporales o indefinidas en fijas. Ello, sencillamente, no tiene cabida en nuestro marco constitucional. 

La solución puede atribuirse a la forma en que se han planteado al Tribunal estas concretas cuestiones, a las circunstancias concurrentes en cada caso y a la especial interpretación sobre el contenido del Derecho interno que realiza el tribunal remitente. En este caso son especialmente graves los hechos que motivan el pronunciamiento judicial porque en dos de los casos analizados ya se había aplicado previamente la «sanción» que ha previsto nuestro ordenamiento jurídico y los empleados habían sido declarados como personal indefinido no fijo. A pesar de ello, los abusos habían persistido por la inconcebible inactividad de la Administración. Los empleados ya declarados por sentencia judicial firme como PINF habían permanecido en la Administración con este nuevo vínculo durante más de veinte años y, en estas condiciones, cierto es que no existe en nuestro ordenamiento jurídico ninguna otra medida que permita sancionar este doble y persistente «abuso». 

Se entiende así que el TJUE haya deducido que el Derecho español no prevé ninguna medida destinada a evitar la utilización abusiva de contratos indefinidos no fijos en el sentido de la cláusula 5 del Acuerdo Marco y que se apunte a la «fijeza» como una posible  respuesta útil a las cuestiones planteadas. Si la Administración vuelve a cometer estos mismos abusos y no regulariza la situación del PINF resulta evidente que estas medidas no son suficientemente efectivas y disuasorias para garantizar la plena eficacia de dicha cláusula. Tampoco la medida relativa a la posibilidad de exigir responsabilidades a las Administraciones Públicas resultaría útil para sancionar porque su grado de ambigüedad y de abstracción la hacen difícilmente aplicable. La convocatoria de los procedimientos de consolidación prevista en el Derecho español por las leyes de presupuestos generales del Estado de los años 2017 y 2018, que son las que analiza el Tribunal, también plantea problemas cuando dicha convocatoria es independiente de cualquier consideración relativa al carácter abusivo de la utilización de tales contratos de duración determinada. 

En realidad, la sentencia se pronuncia sobre un régimen jurídico que ya no es el vigente y no tiene en cuenta la totalidad de las medidas adoptadas por el ordenamiento español para desarrollar la cláusula 5ª del Acuerdo Marco. El Tribunal no tiene en cuenta los tres procesos extraordinarios de estabilización previstos en las disposiciones adicionales sexta y octava de la Ley 20/2021 ni la segunda oportunidad que el art. 217 del Real Decreto-ley 5/2023, de 28 de junio, da a los interinos que no hayan superado los procesos de consolidación previstos en las leyes de presupuestos generales de 2017 y de 2018. Esta norma prevé un peculiar mecanismo de «repesca» de empleados temporales de larga duración. Les habilita un tercer -y último- proceso excepcional de estabilización, dándoles una segunda oportunidad para adquirir la pretendida fijeza mediante un mero concurso de méritos, sin que tengan que competir ni acreditar ningún conocimiento en una fase de oposición.

Sencillamente, estos procesos extraordinarios y el listado de medidas que adopta la Ley 20/2021 para evitar los abusos y sancionarlos no han sido alegados en su completitud en las cuestiones prejudiciales y, en consecuencia, no han sido valorados suficientemente por el TJUE. Desde esta visión parcial -y ante la gravedad de los hechos analizados- no es de extrañar que declare que, a falta de medidas adecuadas en el Derecho nacional para prevenir y, en su caso, sancionar dichos abusos, «la conversión de esos contratos temporales en contratos fijos puede constituir tal medida», en cuyo caso, «corresponde al tribunal nacional modificar la jurisprudencia nacional consolidada si esta se basa en una interpretación de las disposiciones nacionales, incluso constitucionales, incompatible con los objetivos de la cláusula 5º del Acuerdo Marco».

En todo caso, convendría también recordar el valor que tiene la cláusula 5ª del Acuerdo Marco. A diferencia de lo que ocurre con su cláusula 4ª, carece de efecto directo. Esta cláusula no es condicional ni suficientemente precisa para que un particular pueda invocarla ante un juez nacional. Al no tener efecto directo, no puede invocarse como tal en un litigio sometido al Derecho de la Unión con el fin de excluir la aplicación de una disposición de Derecho nacional que le sea contraria. Significa ello que los jueces y tribunales de lo social no pueden inaplicar los preceptos constitucionales ni los preceptos del TREBEP que exigen superar un proceso selectivo respetuoso con los principios de igualdad, mérito y capacidad para acceder a la condición de fijeza en la Administración. Sencillamente, nuestro actual marco jurídico no lo permitiría. 

Los jueces deben realizar una interpretación conforme del Derecho nacional que tenga en cuenta todos los principios y normas que rigen en el Derecho interno, aplicando los métodos de interpretación reconocidos por este. La obligación del juez nacional de utilizar como referencia el contenido de una directiva cuando interpreta y aplica las normas pertinentes de su Derecho interno tiene sus límites en los principios generales del Derecho, en particular en los de seguridad jurídica e irretroactividad, y no puede servir de base para una interpretación contra legem del Derecho nacional (sentencia de 19 de marzo de 2020, Sánchez Ruiz y otros, C-103/18 y C-429/18).  

En todo caso, la «fijeza» no debería ser considerada como una sanción a la Administración ante un fraude en la contratación temporal porque, en realidad, tal conversión directa no supondría ningún perjuicio ni coste adicional alguno para la Administración incumplidora, aunque sí para el interés general. No tendría que asumir ni los gastos asociados a un proceso selectivo para la cobertura definitiva de la plaza, ni estaría obligada a indemnizar al trabajador, porque el derecho a la indemnización está actualmente condicionado a la extinción efectiva del vínculo laboral. Sería una vía cómoda para ella pues, tal como se apunta en la STSJ de Canarias de 18 de octubre de 2023, Sala de lo social, Sección 1ª, la pretendida «fijeza», «más que reprimir y prevenir el fraude, lo que puede acabar provocando es el fomento del mismo, incitando a las Administraciones a acudir a contrataciones temporales fraudulentas para cubrir plazas fijas eludiendo no solo los principios constitucionales y legales que rigen el acceso al empleo público, sino los costes de los procesos selectivos que respeten esos principios».

¿Comisiones de investigación o investigaciones a comisión?

El otro día un buen amigo me preguntaba por WhatsApp si Begoña Gómez estaría obligada a comparecer ante una comisión de investigación, si era citada. Le contesté –después de asegurarme, que la memoria es traicionera– que conforme al artículo 76 de la Constitución, «el Congreso y el Senado, y, en su caso, ambas Cámaras conjuntamente, podrán nombrar Comisiones de investigación sobre cualquier asunto de interés público. Sus conclusiones no serán vinculantes para los Tribunales, ni afectarán a las resoluciones judiciales, sin perjuicio de que el resultado de la investigación sea comunicado al Ministerio Fiscal para el ejercicio, cuando proceda, de las acciones oportunas. Será obligatorio comparecer a requerimiento de las Cámaras. La ley regulará las sanciones que puedan imponerse por incumplimiento de esta obligación». O sea, que sí. Por su lado, la Ley Orgánica 5/1984 de 24 de mayo, de comparecencia ante las Comisiones de Investigación del Congreso y Senado o de ambas Cámaras establece en su artículo 1 esa misma obligación. Y la ley, en efecto, regula la no comparecencia como delito de desobediencia en el artículo 502 del Código Penal.

La cuestión que inmediatamente me vino a la cabeza es para qué sirven, en la teoría, estas comisiones parlamentarias y para qué sirven de verdad. Como resulta de la doctrina constitucional, las comisiones sirven para dirimir responsabilidades políticas, que no jurídicas. Como dice el profesor Presno Linera en su blog, las comisiones de investigación forman parte, junto a las interpelaciones y las preguntas parlamentarias, del llamado «control ordinario» del Gobierno, es decir, del conjunto de mecanismos a través de los que se pretende que el Ejecutivo rinda cuentas de su gestión ante las Cámaras sin que ello, en principio, ponga en cuestión la estabilidad gubernamental, algo que sí se pretende cuando se ponen en marcha instrumentos de “control extraordinario” como la moción de censura. Obviamente, para que puedan las comisiones servir de control es necesario que se atribuyan a la oposición facultades reales, permitiendo que las convoquen un número relativamente bajo de diputados o senadores, como ocurre en Alemania (un cuarto de la cámara) o en Portugal (un quinto). Pero en España, el reglamento de ambas Cámaras exige el acuerdo de la mayoría, por lo que si hay mayoría estable es difícil que se constituyan o que se haga en una y no en la otra, como puede ocurrir ahora y ocurrió en el pasado. Además, las comisiones deben reflejar la composición de las fuerzas de la cámara y las decisiones se adoptarán por medio del criterio de voto ponderado. Ya se pueden ustedes ir imaginando a dónde pueden conducir unas «investigaciones», que se supone buscan la verdad de unos hechos, cuando la calificación de si una cosa es verdad o no depende de un voto en el que está incluido (sin que se aprecie al parecer conflicto de intereses) tanto el partido al que afecta el hecho investigado como su adversario.

Por otro lado, ha habido alguna doctrina del Tribunal Constitucional que esclarece la cuestión de los límites de estas comisiones: ATC 664/1984, de 7 de noviembre de 1984, la sentencia 226/2004 de 29 de noviembre, la 226/2004 de 29 de noviembre, la 227/2004 de 29 de noviembre, la 39/2008 de 10 de marzo y la 133/2018 de 13 de diciembre de las cuales se desprende que la actividad parlamentaria es estrictamente política y no jurisdiccional; no es manifestación del ius puniendi del Estado; actúa con criterios de oportunidad y debe estar exenta de cualquier apreciación o imputación de conductas o acciones ilícitas a los sujetos investigados. Por tanto, la actividad de estas comisiones no es en absoluto jurisdiccional, pues esta labor corresponde a los jueces pues, como ha señalado el Tribunal Constitucional, las comisiones de investigación hacen juicios de oportunidad política «que, por muy sólidos y fundados que puedan ser, carecen jurídicamente de idoneidad para suplir la convicción de certeza que sólo el proceso judicial garantiza (STS 46/2002); pero tampoco tienen la potestad administrativa sancionadora del Estado, que exige ciertos procedimientos. Ni pueden llamar a jueces para investigar sobre si ha habido lawfare, según parece haber quedado claro recientemente, y según las noticias más recientes, hasta parece que a los fiscales se les aplica el mismo principio», por lo que tanto el ministro Bolaños como la Fiscalía General han entendido que no debe citárseles.

Sin embargo, las comisiones de investigación, debidamente utilizadas, podrían tener un papel importante en la determinación de ciertas responsabilidades muy importantes y que a veces olvidamos: las responsabilidades políticas. Hasta tal punto las olvidamos que el otro día Baldoví, entrevistado por Alsina tras el sobreseimiento del caso de Oltra, se daba golpes de pecho por el injusto acoso sufrido por aquélla a cargo de los demás partidos; pero cuando le pregunta el periodista si ha aprendido algo de todo ello, y si va a abstenerse de atacar en el caso, por ejemplo, de Ayuso, entonces Baldoví, sin apreciar contradicción ni disonancia cognitiva alguna en sus palabras, dice que eso no tenía nada que ver y que lo de Ayuso era muy grave y que debería dimitir. Lo curioso no es la evidente ley del embudo de Baldoví, sino que Alsina no negara la mayor a Baldoví y le hiciera ver que una cosa es la responsabilidad penal, dotada de estrictas garantías por las gravísimas consecuencias que puede acarrear, y otra muy distinta la política que, seguramente, estaba muy justificada ante el mal funcionamiento de la Consejería que dirigía en el momento del abuso a la menor, unida a la intervención de su exesposo. Decía mi buen amigo y compañero de luchas Rodrigo Tena en su interesante y reciente libro Huida de la responsabilidad que, desgraciadamente, en los últimos tiempos ha triunfado la perniciosa tendencia de confundir la responsabilidad a priori típica del político (la que se asume al aceptar un cargo), en la que solo debería importar el resultado producido, con la responsabilidad a posteriori civil y especialmente penal, que siempre depende de un acto voluntario. La primera debería implicar asumir las consecuencias aunque estas no dependan de un acto imputable directamente a la voluntad (bastando el mal funcionamiento del organismo que diriges). Al político le interesa confundirlas y convencernos de que si no hay delito no hay responsabilidad de ningún tipo, pero realmente son conceptos muy distintos. Pero estas sutiles distinciones cada vez brillan más por su ausencia en una política sectarizada en la que lo único que cuenta es demostrar que la viga en el ojo del otro es más grande que la que está en el nuestro y no intentar remover la viga de su delicado alojamiento: unas investigaciones «a comisión» en la que se intentará obtener un rédito para los nuestros.

Las comisiones de investigación podrían tener un papel importante en un sistema parlamentario para dilucidar esas responsabilidades políticas. Pero es muy difícil que lo tengan en uno como el nuestro, en el que la deliberación parlamentaria se reduce a los dedos que muestre el jefe del grupo parlamentario al votar y en el que, al parecer, a todos y cada uno de los diputados les parecía bien o mal la proposición de ley de amnistía en función del grupo al que pertenecen, sin disidencia alguna. No es ya sólo que no haya cultura política, es que las mismas normas están diseñadas para que ocurra lo que está ocurriendo: un lodazal en el que en la comisión se mezclarán verdaderas responsabilidades políticas con problemas morales o personales, confundirá las políticas con las penales y la verdad con el bulo, para servir sólo como un arma arrojadiza mediática que no acarreará ninguna verdadera responsabilidad si no se dispone de la mayoría adecuada.

Este artículo es una versión ampliada del publicado en Vozpópuli.

Elecciones a salas de gobierno de los tribunales y voto telemático

Recientemente, el Gabinete Técnico del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) ha elaborado una propuesta de modificación del Reglamento 1/2000, de los Órganos de Gobierno de Tribunales («ROGT») para introducir el voto telemático en las elecciones a sala de gobierno, a iniciativa de las asociaciones judiciales Foro Judicial Independente y Jueces y Juezas para la Democracia. 

Esta propuesta se ha sometido a audiencia de las asociaciones judiciales y salas de gobierno, como obliga la Ley Orgánica del Poder Judicial («LOPJ»). Tanto las asociaciones proponentes como la Asociación Judicial Francisco de Vitoria han informado a favor. La mayoritaria Asociación Profesional de la Magistratura ha informado desfavorablemente. Las salas de gobierno han adoptado posturas diversas.

El argumento contrario a la introducción del voto telemático es que sería necesario modificar previamente la LOPJ para permitir expresamente tal modalidad. Desde luego, la regulación existente, del año 1985 (LOPJ) y 2000 (ROGT) no constituye un alarde de claridad ni de corrección técnica. Veamos.

El artículo 151.1 1º LOPJ establece que la elección se llevará a cabo mediante voto «personal, libre, igual, directo y secreto, admitiéndose el voto por correo».

Por otro lado, el artículo 40 ROGT dice que el sobre electoral «se remitirá por correo ordinario o medio análogo». 

Como se puede apreciar, el reglamento introduce la precisión «correo ordinario» y también «medio análogo», cuando la LOPJ sólo dice «admitiéndose el voto por correo».

¿Podría entenderse comprendido en la expresión «admitiéndose el voto por correo» de la LOPJ el voto telemático a través de un sistema informático que garantizase la correcta identificación del juez y el secreto de su voto?

Desde mi punto de vista, la respuesta es afirmativa

La LOPJ sólo impone que el sistema garantice los principios de voto personal, libre, igual, directo y secreto. 

El inciso final «admitiéndose el voto por correo» puede interpretarse en el sentido de comprender cualquier sistema de votación a distancia. Así lo impone la interpretación de la LOPJ conforme a la realidad social (artículo 3 CC) e incluso podría decirse que la forma en que está redactada la norma solo pretende abrir la puerta a sistemas no presenciales. 

Desde un punto de vista teleológico («atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas [las normas]», artículo 3 CC), la implantación del voto telemático fomentaría la participación de muchos jueces que no pueden desplazarse fácilmente por distancia o por motivos diversos a la sede del tribunal superior de justicia (normalmente en la capital de la comunidad autónoma), donde se constituye la junta electoral. Esta es la finalidad declarada por el propio ROGT del voto por correo: «con el fin de facilitar el ejercicio del derecho de sufragio y garantizar el buen funcionamiento del servicio, la votación en las elecciones a las Salas de Gobierno podrá realizarse por correo» (artículo 39.1 ROGT).

Es más, sólo desde tal interpretación puede sostenerse la legalidad del añadido reglamentario «medio análogo» como yuxtapuesto a «correo ordinario»: si se pretende restringir la previsión de la LOPJ únicamente al voto por correo ordinario, el añadido reglamentario constituiría un exceso carente de habilitación legal y esto nadie se lo plantea. De hecho, la previsión de «medio análogo» se ha utilizado para defender una práctica duramente criticada por las asociaciones judiciales, como se verá.

Ahora bien, no cualquier sistema de voto a distancia sería lícito, sino solo aquel que garantice los principios electorales establecidos en ese mismo artículo: «voto personal, libre, igual, directo y secreto». Cuando una norma dice «por correo» cualquiera podría concluir razonablemente que la realidad social actual permite incluir en esa expresión tanto el correo postal ordinario como el correo electrónico (que además es claramente un «medio análogo» al ordinario, en palabras del reglamento). Sin embargo, el correo electrónico se encuentra con un obstáculo insalvable: no garantiza el secreto del voto, requisito previsto por la ley. Por ello no cabría el voto por correo electrónico, pero sí otro sistema que salvaguarde tales principios electorales.

Dentro del concreto ámbito del poder judicial puede articularse sin problema tal sistema. De hecho, ya se hace así en un ámbito muy diferente. El artículo 7.2 de las Reglas de Organización y Funcionamiento de la Comisión de Ética Judicial, órgano cuyos miembros también se eligen cada cuatro años por sufragio entre todos los jueces y magistrados, también establece los principios de voto «personal» y «secreto». Estas elecciones se desarrollan por voto telemático de cada juez y para votar es suficiente con acceder a la intranet judicial con un simple usuario y contraseña (y esto mismo basta, por cierto, para muchísimas otras actuaciones que requieren una intervención gubernativa, como dirigir una solicitud a las salas de gobierno o al CGPJ sobre permisos, vacaciones, licencias de maternidad, excedencias, concursos de traslado, cursos de formación, compatibilidad con otras actividades…). Ni siquiera se exige la identificación y firma electrónica (que es lo que sí propone el Gabinete Técnico del CGPJ para las elecciones a sala de gobierno). Si el sistema informático actual permite garantizar el voto secreto y personal para tales elecciones, no se comprende qué impide configurar el mismo sistema u otro similar para las elecciones a salas de gobierno, para las cuales el Gabinete Técnico propone incluso sistemas informáticos especialmente garantistas.

No hay, pues, reparos serios de legalidad referidos a la LOPJ para la introducción del voto telemático en el ROGT. 

Es cierto que el propio ROGT prevé en su artículo 18.2 que en todo lo no previsto por la LOPJ y el ROGT «regirá, en cuanto resulte aplicable, la legislación electoral general». Esta supletoriedad es de creación reglamentaria: no consta ni en la LOPJ ni en la LOREG. 

La legislación electoral general, como sabemos, no contempla el voto telemático: únicamente cabe el voto presencial (artículos 84 a 94 LOREG) o el voto por correspondencia a través del servicio de Correos (artículos 72 a 75 LOREG). 

Sin embargo, ¿realmente pretende el ROGT una remisión integral al régimen electoral general de manera supletoria, es decir, a todas las concretas determinaciones de la LOREG?

Al margen de que esta remisión reglamentaria sería igualmente modificable o suprimible por el CGPJ, una respuesta afirmativa llevaría, nuevamente, a una seria duda de legalidad del reglamento. Resultaría cuando menos cuestionable que una norma reglamentaria pudiera determinar qué legislación es supletoria íntegramente en este ámbito. Un reglamento estaría estableciendo la regulación en bloque – aunque fuera supletoria – del derecho fundamental de acceso a funciones y cargos públicos (artículo 23 CE), cuando el artículo 53.1 CE establece una reserva de ley para tal «regulación». Dicha ley deberá ser, además, orgánica si supone un «desarrollo» del derecho (artículo 81 CE). También el artículo 122.1 CE establece una reserva de ley orgánica (la LOPJ) para determinar el gobierno de los juzgados y tribunales. Al fijar qué normativa se aplica supletoriamente y en bloque en caso de insuficiencia o laguna de la LOPJ (y la LOREG), el ROGT estaría invadiendo el ámbito material de la ley, excediendo los límites de la colaboración reglamentaria. Por más que la falta de previsión de régimen supletorio pueda obedecer a un olvido del legislador y que tal remisión pueda parecer razonable, no cabría sustituir a la ley mediante un reglamento.

Con todo, cabe interpretar la remisión de una manera más restringida y adecuada al tenor literal y al límite material del reglamento: el precepto se refiere a los supuestos en los que la propia LOPJ expresamente remite a la normativa electoral (por ejemplo, al recurso contencioso-electoral ex artículo 151.4 LOPJ, también recogida en el artículo 50 ROGT) o, como mucho, a las fases y principios generales que inspiran unas elecciones y al tipo de garantías que deben observarse. 

Además, antes de remitir a la legislación electoral general «en cuanto resulte aplicable», el reglamento precisa que las elecciones a salas de gobierno se efectuarán de conformidad con lo dispuesto «en los artículos 151 y concordantes de la LOPJ y en presente reglamento». Por lo tanto, en todo caso se debe aplicar preferentemente el régimen propio del derecho electoral «judicial», que incluye tanto las normas legales como las reglamentarias de desarrollo. De hecho, en el voto «por correo ordinario», tal y como está regulado actualmente en el ROGT, se prevé que cada juez introduzca dentro de un sobre una fotocopia de su carnet de juez o su DNI y también un sobre cerrado, más pequeño para que quepa dentro del primero, con la papeleta electoral. Esto tampoco sigue exactamente el sistema de la LOREG para el voto por Correo y no se cuestiona.

Por último, es preciso destacar, por su novedad, que las asociaciones judiciales Francisco de Vitoria, Jueces y Juezas por la Democracia y Foro Judicial Independiente han remitido una carta al presidente del CGPJ en la que advierten de algunas deficiencias graves en el sistema de voto por correo ordinario en el pasado, a saber, que la documentación para votar por correo no ha llegado a tiempo a las sedes judiciales o que el voto emitido por correo se ha recibido en la mesa electoral pasadas las elecciones y no se ha computado, con lo que se habría visto vulnerado el derecho de voto de tales jueces. 

También denuncian que se venga aceptando un sistema de voto pretendidamente «por correo» que, a su juicio, sería ilegal: un compañero recoge los sobres electorales de otros jueces, los traslada y los introduce en la urna electoral. Para estas asociaciones, esta práctica no garantiza que el voto sea libre ni secreto, ni que lo que se entrega al compañero efectivamente llegue a la mesa electoral, que no se altere su contenido o que el sistema legalmente previsto como de voto «personal» se convierta en uno de voto «delegado». Por todo ello, advierten de la posibilidad de impugnar las elecciones en las no quede garantizada la emisión personal, libre, igual, directa y secreta del voto.

Veremos en qué queda este jueves, en que el CGPJ se reúne para debatir la cuestión del voto telemático.

En cualquier caso, bueno sería que el CGPJ, a quien según el artículo 151.3 LOPJ corresponde «convocar las elecciones y dictar las instrucciones necesarias para su organización y, en general, para la correcta realización del proceso electoral», dictase instrucciones para aclarar la situación y proporcionar seguridad jurídica.

7 de mayo | Webinar «Comisiones de investigación: regulación jurídica y práctica política»

En una nueva edición de nuestro Club de Debate, estaremos conversando con Rafael Jiménez Asensio sobre su libro El legado de Galdós, una obra que indaga en la idea que Benito Pérez Galdós tiene de España, de su política y sus actores principales.

Las salas de gobierno de tribunales: unas grandes desconocidas

Cuando hablamos de «gobierno del poder judicial», el ciudadano ilustrado y también el común de los juristas piensa inmediatamente en el Consejo General del Poder Judicial. Sin embargo, el gobierno del poder judicial se estructura en varios niveles, previstos en la Ley Orgánica del Poder Judicial («LOPJ») y desarrollados en el Reglamento 1/2000, de los Órganos de Gobierno de Tribunales («ROGT»). 

El CGPJ, órgano constitucional, se sitúa en la cúspide de la pirámide gubernativa del poder judicial. Además del CGPJ, la LOPJ contempla la existencia de otros órganos de gobierno propios en el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional y en cada tribunal superior de justicia: las «salas de gobierno». Los presidentes de dichos tribunales y los presidentes de las audiencias provinciales también son órganos de gobierno en sí mismos, pues asumen funciones gubernativas específicas. Por último, también son órganos de gobierno del poder judicial las juntas de jueces de los diferentes partidos e incluso cada juez dentro de su juzgado. 

Este artículo pretende exponer la singular relevancia de las salas de gobierno dentro del entramado gubernativo del poder judicial y profundizar un poco en la posibilidad, que estas semanas se viene discutiendo y del que se han hecho eco algunos medios de comunicación, de instaurar el voto telemático en las elecciones a estos órganos.

Las salas de gobierno tienen una composición mixta. Me centraré en las de los tribunales superiores de justicia, cuyas funciones gubernativas afectan a los órganos judiciales situados en el territorio de la comunidad autónoma respectiva, si bien todo lo que se dirá también es aplicable a las salas de gobierno del Tribunal Supremo y de la Audiencia Nacional con alguna adaptación. 

Por un lado, forman parte de la sala de gobierno como «miembros natos» el presidente del tribunal superior de justicia de la comunidad autónoma, los presidentes de las diversas salas jurisdiccionales de dicho tribunal superior de justicia (presidente de la sala de lo contencioso-administrativo y de lo social) y los presidentes de las audiencias provinciales del territorio. Estos miembros natos son nombrados discrecionalmente por el CGPJ. Como la Ley Orgánica 4/2021 ha privado al CGPJ de su competencia para efectuar nombramientos discrecionales hasta que no se renueve dicho órgano constitucional, muchos miembros natos de las salas de gobierno están, en realidad, en situación de anómala prórroga de su mandato o, en caso de jubilación, vienen siendo sustituidos por otros magistrados que actúan en funciones como sustituto legal. Como puede observarse, el desastre institucional de la falta de renovación del CGPJ también tiene consecuencias reflejas en otros planos gubernativos. 

Por otro lado, las salas de gobierno se integran, en número igual al de miembros natos, por otros miembros del poder judicial del territorio autonómico en cuestión, elegidos cada cinco años por todos los jueces y magistrados en activo en el territorio mediante voto «personal, libre, igual, directo y secreto» en un sistema de listas abiertas de candidatos: son los llamados «miembros electos» de las salas de gobierno. Los jueces decanos totalmente liberados de funciones jurisdiccionales también se integran en las salas de gobierno, con la consideración de miembros electos.

La elección de los miembros electos es de las pocas ocasiones en que los jueces pueden participar en la composición de su órgano de gobierno más inmediato (esta música debería resultar familiar) junto con las elecciones a decano en aquellos partidos judiciales en que el decano es electivo.

Las funciones de las salas de gobierno son muy relevantes para el correcto funcionamiento del poder judicial en el ámbito de la comunidad autónoma. 

Entre las que más afectan al Estado de derecho por su incidencia sobre el estatuto profesional de jueces y magistrados y el funcionamiento general del poder judicial destacan: i) aprobar las normas de reparto entre las secciones de las salas del tribunal superior de justicia, secciones de las audiencias provinciales y juzgados de un mismo partido, así como la liberación total o parcial de reparto a una sección o juez determinado, los planes de sustitución entre titulares; ii) establecer los turnos de composición de salas y secciones del tribunal superior y audiencias provinciales y la asignación de ponencias a los magistrados, así como completar provisionalmente la composición de las salas cuando fuera necesario; iii) ponderar si los órganos jurisdiccionales vacantes del territorio pueden ser servidos adecuadamente mediante sustitución, prórrogas de jurisdicción o comisiones de servicio y proponer al CGPJ la medida correspondiente y después al juez o magistrado comisionado; iv) proponer al CGPJ las listas de jueces sustitutos y magistrados suplentes tras desarrollar el proceso selectivo correspondiente y elaborar los criterios para su llamamiento; v) proponer la realización de visitas de inspección de tribunales; vi) ejercer las facultades disciplinarias que la ley atribuye a las salas de gobierno sobre jueces y magistrados (básicamente, instrucción y resolución de expedientes disciplinarios por infracciones que lleven aparejada sanción de multa o de advertencia y multa por faltas leves);  vii) promover e informar expedientes de jubilación por incapacidad de jueces y magistrados; o viii) resolver recursos de alzada contra los acuerdos gubernativos de imposición de sanciones a testigos, peritos, abogados y procuradores.

Merece la pena detenerse brevemente en una de las que más afecta en la práctica desde un punto de vista personal y profesional a los miembros de la carrera judicial y, también, al Estado de derecho: las decisiones sobre comisiones de servicio. 

Como se ha mencionado, las salas de gobierno proponen al CGPJ el régimen de cobertura de una determinada plaza vacante temporal. En lo que aquí interesa, si proveerla nombrando a un juez sustituto (externo, es decir, que no pertenece a la carrera judicial) o mediante las codiciadas comisiones de servicio entre jueces de carrera, con o sin relevación de funciones, por plazos de seis meses o un año, prorrogables o no según los casos. También detallan los criterios concretos para la selección y proponen al CGPJ al comisionado. 

¿Por qué son tan importantes para la carrera judicial las comisiones de servicio? 

Las comisiones de servicio sin relevación de funciones (en las que el juez asume un trabajo adicional) permiten al juez ganar un sobresueldo, ya que saca su trabajo ordinario y parte del que corresponde a otro. 

Las comisiones de servicio con relevación de funciones (normalmente por ausencia de un titular que se prevé de larga duración, como una enfermedad prolongada o una excedencia voluntaria) permiten a un juez, en la práctica, cambiar de destino accediendo a puestos a los que difícilmente llegaría por el sistema de provisión ordinario de estricta antigüedad escalafonal (por ejemplo, entrar en una audiencia provincial o tribunal superior de justicia) o llegar a territorios por donde es difícil obtener destino por su alta demanda o limitadas plazas y al que por razones familiares o personales se está deseando llegar. 

Además, el tiempo en comisión de servicios computa como tiempo servido en el orden jurisdiccional en el que se desarrolla la comisión, lo que a su vez tiene otras implicaciones profesionales que no es dado desarrollar ahora

El problema, largamente denunciado en el seno de la carrera judicial, es que los criterios aplicados tanto para decidir si proveer una ausencia mediante comisión de servicios como para su adjudicación a un concreto solicitante son o prácticamente inexistentes o bien tan genéricos que hacen que la sala de gobierno goce de una amplia discrecionalidad – que arriesga tornar en arbitrariedad – a la hora de establecer los requisitos y criterios de valoración y proponer a un candidato. 

El artículo 216 bis 3 LOPJ únicamente obliga a valorar, cuando se trata de una comisión de servicio como mecanismo de apoyo a un juzgado o tribunal sobrecargado, la pertenencia del solicitante al mismo orden jurisdiccional, el lugar y distancia del destino del peticionario, la situación del órgano del que es titular o el conocimiento de la lengua o derecho foral autonómico. Para otros supuestos en general, el artículo 177 del Reglamento de la Carrera Judicial se limita a contemplarlas «siempre que el prevalente interés del servicio y las necesidades de la Administración de justicia lo permitan». 

La experiencia demuestra que las decisiones sobre el sistema de cobertura de vacantes temporales y la elección de un juez frente a otro para una comisión de servicio son en muchas ocasiones poco transparentes. Ello lleva consigo el riesgo y la sospecha (fundada o no) de que pueda tenderse a beneficiar, en este tipo de decisiones (y en cualquier otra) a jueces pertenecientes a la asociación profesional cuyos miembros, a su vez, predominen en la sala de gobierno, frente a jueces de otras asociaciones o no asociados.

Además de las repercusiones para la vida profesional y personal del juez, son evidentes los riesgos de la (nula) regulación actual para el Estado de derecho en general, porque con las comisiones de servicio se incide de manera directa en la composición de los juzgados y tribunales. 

Un sistema de adjudicación opaco también genera incentivos perversos (asociarse o no a una determinada asociación judicial, adopción o no de decisiones o posturas que por beligerantes o incómodas puedan influir en que la comisión no se renueve, etc.). 

En definitiva, mientras el sistema no mejore normativamente hablando, estableciendo requisitos objetivos y predecibles que tiendan a lo reglado más que a lo discrecional, la composición de las salas de gobierno seguirá siendo especialmente relevante.

La trampa del péndulo: las cosas empeorarán si no lo evitamos

Presencié hace unos días un debate sobre un proyecto de ley en el que participaban siete representantes del Congreso. Ley ligeramente política, pero ya en fase técnica de enmiendas. El público lo formaban representantes de empresas interesados en conocer el posicionamiento de aquéllos sobre determinadas políticas públicas con impacto en su negocio. Mientras los dos grandes partidos centraron sus intervenciones en el intercambio cruzado de acusaciones sobre la negativa del otro a impulsar la iniciativa, Bildu y Junts se distinguieron por su capacidad de propuesta y moderación. Me dio que pensar.

En los últimos años, en España los grupos políticos se han polarizado al ritmo que los debates públicos se han recrudecido, la mentira ha logrado acomodo, el adversario ha promocionado a enemigo y los escrúpulos morales se han rebajado para con el otro.

Es evidente que los partidos, a lo largo y ancho de Occidente, han auspiciado ese clima de agotamiento y polarización del que parecen mostrar síntomas las democracias occidentales. Se trata de una polarización que es primero instrumental y pretende servirse de determinados recursos para alcanzar el poder: indignación, hipersensibilidad, victimización patológica, banalización de las formas y los medios y deshumanización del adversario (a esto último se refería el coautor de Cómo mueren las democracias, en una reciente entrevista). El riesgo es que, a base de practicarla, la polarización toma asiento y control.

Cuando uno se para a pensarlo, es asombrosa la rapidez con la que hemos pasado de hablar de reformas a volar por los aires todos los puentes para el entendimiento, precisamente cuando las circunstancias presentaban mayor oportunidad para ello: la ausencia de mayorías absolutas o cuasi absolutas. Una vez celebradas las elecciones y hechos unos breves cálculos sobre las alternativas para formar gobierno, el ciudadano descreído aparta la mirada de la política. Es consciente de que, neutralizada la posibilidad de grandes pactos, sus representantes ya sólo pugnarán por la atención mediática. Poco a poco, el debate sobre políticas públicas queda arrinconado y la conversación pública se envilece hasta asemejarse a un plató televisivo donde se busca el efectismo y la movilización de las emociones del electorado. 

Si es evidente lo anterior, menos evidente es que la ciudadanía también ha ido contagiándose de ese juego peligroso que es la polarización. La movilización constante de emociones en el debate público termina por funcionar, y sin que nos demos cuenta, debido a que se produce de forma gradual. Es lo que se conoce como el ‘síndrome de la rana hervida’, idea que conocí en el nuevo libro de Natalia Velilla, La crisis de la autoridad. La metáfora es sencilla: si se introduce una rana en una olla con agua hirviendo, la rana saltará, pero, si al introducirla el agua está tibia y se lleva a ebullición lentamente, no percibirá el peligro y se cocerá hasta la muerte. 

Hablando de tibios, son cada vez menos los que hoy se esfuerzan por dar un paso atrás y favorecer la concordia, y a menudo son tachados de tales cuando lo hacen (como si fuera algo reprochable), un poco al estilo del Apocalipsis: «Pero por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca». La mayoría se ha contagiado lentamente de esa polarización, pero o bien no se percibe ni acepta ser víctima de ella o bien le resta importancia y confía en que otros resuelvan el problema.

A este respecto, una de las ideas que más cunden últimamente puede resumirse en la manida metáfora del péndulo. Hace unos días la escuché de un tertuliano: «Es el péndulo. Estamos yendo hacia un extremo, pero pronto se creará una reacción», dando a entender que en algún momento se haría el movimiento de vuelta a la normalidad. No importa quién fuese el tertuliano ni a qué se refería. Podría ser cualquier cosa, porque se trata de una idea transversal, de diversos usos y asentada en la sociedad.

De esta idea, lo que más me preocupa es eso último: su aceptación. Si se trata de un lugar común, no es porque ocurra comúnmente, sino porque es útil. Proporciona una tranquilidad anímica a los que la pronuncian y la oyen. Actúa como un bálsamo, un lugar seguro en el que no se piden responsabilidades y al que acudir cuando todo parece desmoronarse: «Tranquilo, es una fase. Las cosas volverán al redil; es cuestión de tiempo», como el novio que no se ha dado cuenta de que ya forma parte del pasado del otro. 

Esta inmadurez –la incapacidad para asumir responsabilidad por los actos propios– en la gestión personal de los asuntos públicos es una grave desventaja que entorpece la autocrítica y reflexión necesarias para tomar en consideración la degradación cívica que hemos permitido. Las pequeñas renuncias al interés general que hacemos diariamente terminan por ser graves en conjunto, son responsabilidad de cada uno y allanan poco a poco la peligrosa senda hacia el autoritarismo, como la rana que bulle lentamente en su olla. 

Por ello me gustaría compartir dos observaciones. La primera: que las cosas no tienen por qué volver al sitio original (ya dijo Heráclito que no te puedes bañar dos veces en el mismo río) o incluso mejorar, sino que pueden muy bien empeorar y por largo tiempo. 

De lo anterior se colige la segunda observación: si confiamos en el simple paso del tiempo para que las cosas no caigan por la pendiente resbaladiza a la que las empujamos, comprobaremos sin duda que no existe tal péndulo mágico. Es por tanto desaconsejable aferrarse a ese apotegma anestesiante que nos invita bien a la banalización o bien a la inacción, y a confiar ingenuamente en que las cosas se resolverán solas. 

Ignoro si los asistentes al debate parlamentario quedaron satisfechos o no, pero me lo puedo imaginar porque de políticas públicas apenas se habló. Objetará por eso el lector que los primeros que tienen que mostrar ejemplo y responsabilidad son los políticos. Estoy de acuerdo. Pero, a falta de ello, no nos queda otra que darlo nosotros mismos.

 

Un modelo de gobierno profesional para RTVE

El modo en que se ha producido el reciente cambio en la presidencia interina de RTVE (Concepción Cascajosa por Elena Sánchez) y la contratación de David Broncano constituyen la enésima evidencia de que la colonización, ya sea gubernamental o partidista, de los medios públicos no hace más que degradarlos y dar argumentos a quienes abogan por su supresión.

El politólogo británico Peter Humphreys elaboró una tipología de sistemas de gobierno de los medios públicos atendiendo a los criterios que priman a la hora de designar a los miembros de sus principales órganos de decisión. Se trata de los modelos gubernamental (cuando los nombramientos se realizan desde el Poder Ejecutivo), parlamentario (cuando dependen de las cámaras legislativas), profesional (cuando se priman los méritos curriculares) y cívico o corporativo (cuando intervienen en los procesos de designación partidos, sindicatos y otros colectivos sociales o profesionales). 

En España, RTVE, desde la aprobación del Estatuto de 1980, ha contado con un modelo gubernamental hasta 2006 (el entonces director general de nuestra radiotelevisión pública, dotado de amplios poderes, era nombrado por el Gobierno por un periodo que coincidía con la legislatura); un modelo parlamentario, de 2006 a 2012 (la reforma impulsada por el Ejecutivo de Zapatero estableció una mayoría cualificada de 2/3 para la elección del Consejo de Administración y el Presidente, y un mandato para ambos de seis años); un modelo que implica un giro regubernamentalizador, de 2012 a 2017 (el Ejecutivo de Rajoy reformó por decreto-ley el sistema de gobierno anterior, permitiendo la elección de los referidos cargos por mayoría absoluta en segunda votación); y finalmente, un modelo que combinaba elementos del profesional y el parlamentario, al contemplar un concurso público seguido del nombramiento de los consejeros y el presidente de RTVE por una mayoría cualificada de Congreso y Senado (previsto en la Ley 5/2017, que contó con un amplísimo apoyo parlamentario, en buena parte por la presión de Podemos y Ciudadanos).

Muchos acogimos con entusiasmo esta última reforma, que parecía recuperar el acierto de apelar a los grandes consensos parlamentarios (incorporado en la Ley 17/2006, a partir de las recomendaciones del denominado Comité de Sabios, y que dio lugar al periodo más exitoso de RTVE), añadiéndole un componente de mérito y capacidad, de modo que no serían los partidos políticos los que seleccionasen directamente (en función de su peso parlamentario) a los consejeros y al presidente, sino que su poder decisorio quedaría limitado por un concurso público al que concurrirían espontáneamente los candidatos que, reuniendo los requisitos, tuvieran interés en implicarse en el gobierno de la radiotelevisión pública nacional.

Tuve el privilegio de formar parte del Comité de Expertos para el concurso público para la selección de los miembros del Consejo de Administración de la Corporación RTVE y de su Presidente, designado por la Comisión Mixta de Control Parlamentario de la Corporación RTVE y sus Sociedades, en julio de 2018. El Comité evaluó durante aproximadamente cinco meses el currículum y el proyecto de gestión de 95 candidatos, librando al Parlamento, en diciembre, un listado con los 20 mejor puntuados para que, tal como establecía la referida Ley 5/2017, las cámaras procediesen a nombrar, entre ellos, a los 10 consejeros (seis el Congreso y cuatro el Senado) y, a continuación, entre esos 10, al presidente. 

El proceso se dilató inexplicablemente más de dos años, desentendiéndose finalmente los grupos parlamentarios (aunque no todos) del trabajo de un Comité de Expertos nombrado por ellos mismos y cuyas evaluaciones siguieron los criterios fijados también por ellos mismos. El argumento utilizado fue que, con los candidatos preseleccionados (ya 19 por el fallecimiento de Alicia Gómez Montano, que había obtenido la calificación más alta), no se podía garantizar la paridad de género, al quedar solo tres mujeres. Una paridad que en absoluto se respetó al configurar el Comité de Expertos (siendo entonces igualmente exigible y mucho más fácil de articular) y que tiene muy mal encaje con el concurso público, como bien deberían saber los legisladores.

Así las cosas, la referida Comisión Mixta de Control de RTVE optó por convocar ante las comisiones de nombramientos de Congreso y Senado a los 95 candidatos, filtrándose a los medios, ¡antes de que se realizasen las comparecencias en el Senado!, el acuerdo entre PSOE, PP, Unidas Podemos y PNV por el que se repartían, con el tradicional sistema de cuotas, las sillas del Consejo de Administración (incluida la del Presidente). Entre los elegidos (ya en marzo de 2021), solo tres de los 20 seleccionados por el Comité de Expertos y un candidato con cero puntos en su proyecto de gestión.

Transcurrido un año y medio, en septiembre de 2022, dimitía el presidente, José Manuel Pérez Tornero, siendo nombrada presidenta interina, por el propio Consejo de Administración, la consejera Elena Sánchez (cuota PSOE en el citado acuerdo). Inmediatamente después, el Gobierno, por acuerdo del Consejo de Ministros de 4 de octubre, modificó los Estatutos Sociales de RTVE para ampliar las competencias de la Presidenta interina, algo que contrasta llamativamente con lo ocurrido con los vocales (en funciones) del Consejo General del Poder Judicial.

Ahora, Elena Sánchez ha sido cesada por el mismo Consejo de Administración que, en su lugar, ha nombrado a Concepción Cascajosa, también cuota PSOE y declarada militante del partido. La nueva Presidenta interina, pese a su meritoria trayectoria académica, ocupó el puesto 86 en la evaluación de los expertos, siendo curiosamente la mujer con menos puntuación de todas las candidatas que concurrieron.

Nos encontramos, pues, con un Consejo de Administración de nueve miembros (por la dimisión de Pérez Tornero) del que sigue formando parte (aunque no asista a las reuniones) Elena Sánchez y que cuenta ya con cinco consejeros en funciones, pues este organismo se ha de renovar por mitades cada tres años. Y lo que es peor, con una imagen pública de foro de batallas partidistas, como lo muestra el alineamiento (salvo en el caso de la Presidenta cesada) de los consejeros propuestos por los partidos que dan apoyo al Gobierno para la designación de Cascajosa.

Para desencallar esta situación, desaparecido el concurso público (recogido en una transitoria de la reforma realizada en 2017 de la Ley 7/2006), se requiere una mayoría de dos tercios de Congreso y Senado, que se vislumbra imposible de alcanzar en el corto plazo. ¡Solo nos faltaría una modificación por decreto-ley que redujese las mayorías requeridas para cubrir las seis vacantes existentes por el momento y para ratificar a la Presienta interina! 

En este contexto, soy claramente partidaria de recuperar el concurso público, corrigiendo, eso sí, las múltiples fallas del anterior. Urge implementar un sistema de gobierno que descanse sobre la cualificación profesional y que prevea un mecanismo (por ejemplo, el sorteo) para evitar bloqueos como el que vivimos

El drama es que esa apremiante reforma debería ser aprobada por quienes tanto han faltado al respeto a candidatos y expertos y, tras todo lo ocurrido, siguen hablando sin ningún rubor de la imprescindible independencia de los medios públicos. No deja de ser paradójico que el mencionado reparto de sillas del Consejo de Administración de RTVE sea uno de los pocos asuntos en los que se recuerda un entendimiento entre los que se presuponen dos grandes partidos de Estado.

El divorcio entre el derecho civil y el derecho fiscal. A propósito de la «expropiatoria» regulación de la extinción del derecho de usufructo

El Derecho de sucesiones facilita la existencia de usufructos vitalicios. La legítima del cónyuge viudo es en usufructo y no es infrecuente que en matrimonios bien avenidos se establezca en testamento usufructo universal a favor del cónyuge (la denominada Cautela Socini).  El objetivo es que el cónyuge sobreviviente mantenga el mismo nivel de vida del que gozaba viviendo el fallecido.

Si esto sucede, los hijos del matrimonio -si los hay- como legitimarios adquieren la nuda propiedad de los bienes del progenitor fallecido y sólo cuando muere el segundo, adquieren la propiedad plena de los bienes del que primero falleció. Así, por ejemplo, si el padre muere en el año 2000, la esposa adquiere el usufructo y los hijos la nuda propiedad. Si la madre fallece, por ejemplo, en el año 2024, los hijos consolidarán el usufructo en esa fecha y se convertirán en propietarios plenos de los bienes que adquirieron tras la muerte de su padre, al extinguirse el usufructo de la madre con su fallecimiento. Y, por supuesto, adquirirán también los bienes propios que, en su caso, les correspondan por la sucesión de su madre. Por lo tanto, con el fallecimiento de la madre se producen consecuencias en dos sucesiones: se abre la sucesión de la madre y se produce la extinción del usufructo de los bienes de la sucesión del padre. Hasta aquí el Derecho civil.

Pues bien, tal situación – bastante cotidiana en la práctica-, tiene implicaciones fiscales. Cuando falleció el padre los hijos debieron tributar por impuesto de sucesiones por la nuda propiedad de los bienes y la esposa y madre tributó por la adquisición del usufructo de los bienes de su esposo. Hasta aquí todo correcto. Los problemas surgen cuando fallece la madre. En tal caso, es claro que los hijos tributarán por impuesto de sucesiones los bienes que adquieran de su madre. Pero, a su vez, al extinguirse por muerte el usufructo de la esposa sobre los bienes del esposo fallecido, los hijos deberán tributar por la extinción del usufructo de los bienes de la sucesión de su padre y es aquí donde aparecen los problemas.

La consolidación del usufructo por muerte del usufructuario no tributa por el impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF), sino que lo hace por el impuesto de sucesiones. El apartado c) del art. 26 de la Ley 29/1987, de 18 de diciembre del Impuesto de sucesiones y donaciones (en adelante, LSD) dispone que “en la extinción del usufructo se exigirá el impuesto según el título de constitución, aplicando el tipo medio efectivo de gravamen correspondiente a la desmembración del dominio”.

Como se puede apreciar, aunque la consolidación del usufructo se produzca en 2024, la norma pareceestablecer una retroacción a fecha de “desmembración del dominio”, es decir, a la fecha del fallecimiento del testador que dio lugar al nacimiento del usufructo.

Fiscalmente se parte de la idea de que quien adquiere primero la nuda propiedad y más tarde consolida el dominio por extinción del usufructo no realiza una primera adquisición y, posteriormente, una segunda cuando recupera la facultad de uso y disfrute, sino que realiza una sola adquisición tomando como referencia la fecha de fallecimiento del testador que generó el usufructo.  La operación está gravada fiscalmente en dos fases distintas: se paga por impuesto de sucesiones cuando se adquiere la nuda propiedad y se paga de nuevo por impuesto de sucesiones cuando se consolida el dominio.

Nada que objetar a que la consolidación del dominio por extinción del usufructo esté sujeta a pago de impuesto, pero sí es discutible que el legislador haya establecido esta retroacción de forma que el usufructuario cuando consolida el dominio tributa por impuesto de sucesiones teniendo en cuenta el valor del bien en el momento del desmembramiento del dominio por la constitución del usufructo sobre el porcentaje que no se liquidó en el momento de adquirirse la nuda propiedad por carecer de las facultades de uso y disfrute que se concedieron al usufructuario. Y todo ello de acuerdo con la normativa existente en el momento del fallecimiento del testador que genera el usufructo, es decir, con las bonificaciones y reducciones aplicables en dicho momento y no en el de la consolidación del dominio[1].

Esta retroacción puede producir efectos perniciosos y no es real desde el punto de vista del Derecho civilporque como he dicho, la consolidación se produce con la muerte de la esposa y madre de los nudos propietarios que, en nuestro ejemplo, se produce en 2024.

¿Qué consecuencias tiene el hecho de que la extinción del usufructo se retrotraiga fiscalmente a la muerte del testador cuya sucesión originó el usufructo?

Primera.- Si se tiene en cuenta la norma fiscal aplicable a la fecha del fallecimiento del testador y no a la fecha de fallecimiento del usufructuario que es el que provoca la consolidación del dominio, puede suceder que no se apliquen bonificaciones fiscales existentes en el momento de la consolidación y que no existían en el momento de la muerte del testador. Así, por ejemplo, en la Comunidad de Madrid no existía bonificación en el impuesto de sucesiones de padres a hijos en el año 2000. De tal forma que, aunque la consolidación se produzca en 2024, fecha en la que tales bonificaciones sí existen, los nudos propietarios no podrían verse beneficiados por las mismas.

Esto se ve claramente con un ejemplo. Imaginemos que en el año 2000 se produce la muerte del testador que constituye el usufructo. En tal año no existen bonificaciones en el impuesto de sucesiones y por tal usufructo habría que abonar, por ejemplo, 3.000 euros. Con fecha 2024 fallece el usufructuario y los nudos propietarios consolidan la propiedad plena. Es en esa fecha realmente cuando los nudos propietarios recuperan sus facultades de uso y disfrute. Si se tuviera en cuenta la fecha de consolidación (2024) la extinción del condominio supondría pagar 300 euros de impuesto de sucesiones porque en tal fecha existen bonificaciones en la sucesión de hijos a padres.

Pues bien, a pesar de que civilmente, la consolidación se produce en 2024, fiscalmente se entiende producida en el momento de la muerte del causante que genera el usufructo (año 2000), de manera que -injustamente- con esa ficción los nudos propietarios tributan por una facultad de uso y disfrute de la que NO han gozado en el momento de la muerte del testador. Se supone además que el usufructuario debe saber la valoración del bien en el momento de la muerte del testador, la normativa aplicable etc… Las posibilidades de error en una autoliquidación son importantes. El sistema no puede ser más demencial fruto de esta absurda separación que del Derecho civil se hace en el Derecho tributario convirtiéndolo en contraintuitivo y absurdamente complejo.

Segunda.- Retrotraer fiscalmente la fecha de extinción del usufructo a la fecha del fallecimiento del testador que origina el usufructo provoca una injusta doble imposición de la facultad de uso y disfrute, es decir,  se tributa dos veces por lo mismo.

Efectivamente, siguiendo nuestro ejemplo, fallecido el testador, la usufructuaria universal debe declarar y tributar por el usufructo en el impuesto de sucesiones. El propio art. 26 de la LSD establece cómo debe tributar el usufructuario[2] y parece lógico que así sea pues es el usufructuario el que va a disfrutar de los bienes. Por eso, fallecida la usufructuaria y consolidado el dominio por los nudos propietarios no tiene justificación ninguna que tributen retroactivamente desde la muerte del testador que dio origen al usufructo por una facultad de uso y disfrute que no han tenido.

Estas ficciones legales que prescinden del Derecho civil y generan inseguridad jurídica porque se aplica una normativa que puede no estar vigente cuando se produce la extinción del usufructo y ello al margen de que esa normativa nos sea o no más favorable. En el ejemplo que he puesto, aplicar la normativa fiscal vigente en el momento del fallecimiento del testador que genera el usufructo era más perjudicial porque en tal momento no había bonificaciones, pero puede suceder la situación inversa y es que la normativa sea más beneficiosa, tal y como sucedió en los hechos que enjuicia la sentencia del TS de 16 de febrero de 2024 a la que en breve me refiero.

Esta cuestión ha sido abordada recientemente por el  Tribunal Supremo en la sentencia de 16 de febrero de 2024 (Sala de los contencioso administrativo, recurso 8674/2022) precisamente con ocasión con la normativa tributaria aplicable a la extinción del usufructo. El TS confirma la retroactividad al momento del fallecimiento del testador que origina el usufructo:

“La normativa tributaria aplicable en el momento en que el heredero adquiere la plena propiedad del bien por la extinción del derecho de usufructo que limitaba el dominio, es la aplicable al fallecimiento del causante, esto es, en el momento de la desmembración de la titularidad dominical, sin que los cambios normativos posteriores al momento del desmembramiento de la titularidad, referentes a las posibles bonificaciones o deducciones sobre la cuota tributarias por la consolidación del dominio, producida por el fallecimiento del usufructuario, deban ser tenidos en cuenta a la hora de la tributación definitiva de dicha consolidación del dominio. Por lo demás, la previsión que hace la LISD de aplicar el «tipo medio efectivo de gravamen correspondiente a la desmembración del dominio», no afecta a la aplicación de los beneficios fiscales aplicables a la cuota tributaria resultante”.

El usufructo no se transmite al fallecimiento del testador, sino que se extingue con la muerte de la usufructuaria. Por ello, no se puede decir que el nudo propietario adquiera la facultad de uso y disfrute retroactivamente desde la muerte del testador porque sencillamente no es verdad.

Tercera.- Particularmente curiosos son los supuestos en los que el contribuyente que adquirió la nuda propiedad al fallecimiento del causante, y que años después consolida el dominio, no hubiera presentado en aquel primer momento la declaración del Impuesto de Sucesiones y Donaciones, habiendo prescrito el derecho de la Administración a regularizar su situación tributaria y a dictar liquidación por tal adquisición de la nuda propiedad (artículo 66.a, de la Ley 58/2003 General Tributaria).

Y es que teniendo en cuenta que en estos casos, como ha declarado el Tribunal Supremo en la sentencia de 16-2-2024 referida, “ni hay dos hechos imponibles, ni hay dos devengos, sino un solo hecho imponible y un solo devengo”, podría pensarse que estando prescrita la obligación de tributar por la adquisición de la nuda propiedad, habría prescrito también la obligación de presentar autoliquidación por la extinción del condominio. Pues bien, eso no es así porque, aunque estemos ante un único devengo y hecho imponible, hay una parte de la deuda (la correspondiente al usufructo que se adquiere al fallecimiento del usufructuario) que queda diferida o aplazada hasta dicho momento. Y por ello no se puede considerar prescrita. En este punto, hay que tener en cuenta que la prescripción tributaria no pivota sobre el devengo del impuesto por la realización del hecho imponible (que según el Tribunal Supremo es único, y tuvo lugar con el fallecimiento del testador), sino sobre la exigibilidad del impuesto, que sólo se produce cuando se extingue el usufructo, se consolida el dominio, y se inicia el plazo para presentar la autoliquidación del impuesto.

Considerado lo anterior, la prescripción del derecho de la Administración a exigir la tributación por la consolidación del dominio sólo se iniciará una vez haya expirado el plazo para presentar tal autoliquidación por la consolidación del dominio.

Por otro lado,  la obligación de aplicar al que consolida el dominio la normativa que estaba vigente muchos años antes, cuando falleció el testador y se constituyó el usufructo, también afecta al principio de capacidad económica previsto en el artículo 31 de la Constitución. Y es que ello supone la imposición al contribuyente de una normativa vigente en un momento en el que no se había extinguido el usufructo ni se había consolidado el dominio, y en el que por tanto no había capacidad alguna a gravar. En paralelo, se niega al contribuyente el disfrute de los beneficios fiscales que sí están vigentes al tiempo en que se manifiesta dicha capacidad económica, que es cuando fallece el usufructuario y consolida el dominio.

Por ello, y aunque es lógico que, al constituir el usufructo (año 2000, según el ejemplo antes indicado), y existir por tanto capacidad económica, dicha capacidad se grave con la normativa vigente en ese momento, no lo es que esa misma normativa ya derogada se utilice para gravar una capacidad económica puesta de manifiesto en 2024 que es cuando se consolida el dominio. Se impide la aplicación de los beneficios fiscales que sí están vigentes en el momento en que se ha puesto de manifiesto dicha capacidad económica, y obligando al contribuyente a pagar una cuota superior a la procedente en el momento temporal en que se consolida el dominio.

En suma, se confirma el despropósito y el auténtico divorcio entre el Derecho civil y el fiscal que genera una injusta doble tributación de la facultad de uso y disfrute y también la vulneración del principio de capacidadeconómica al obligar al que consolida el dominio a prescindir de la normativa que existe en el momento de la consolidación.

Si bien en la sucesión mortis causa lo normal es la retroacción de efectos a la muerte del causante, cuando se ha adquirido un bien gravado con usufructo lo único que el heredero adquiere retroactivamente es la nuda propiedad. Y nos guste o no, por las razones apuntadas no parece razonable que el Derecho fiscal prescinda del civil a la hora de configurar el hecho imponible de la extinción del usufructo.

[1] Consulta vinculante de la Dirección General de Tributos número V0655/2018 de la DGT, entre otras.

[2] En los usufructos vitalicios se estimará que el valor es igual al 70 por 100 del valor total de los bienes cuando el usufructuario cuente menos de veinte años, minorando a medida que aumenta la edad, en la proporción de un 1 por 100 menos por cada año más, con el límite mínimo del 10 por 100 del valor total.

 

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