Los directivos públicos «profesionales» en la Administración del Estado: debilidades del (nuevo) marco regulador

Preliminar

La mala institucionalización que de la figura de los directivos públicos «profesionales» se viene haciendo en las leyes de función pública autonómicas, es obvia. Los mimbres del artículo 13 TREBEP eran muy deficientes. Mas no los han mejorado. Por su parte, la Administración del Estado nada había hecho en los últimos 16 años. Por compromisos con Bruselas, se impulsó a finales de 2023 una legislación excepcional de «medidas urgentes» de función pública aplicables solo a la AGE

El Real Decreto-ley 6/2023, en su Libro II, y la Orden TFD/379/2024 trasladan parte de la regulación que sobre los DPP hacía el proyecto de Ley de función pública de 2023, que decayó al final de la anterior Legislatura, pero con la omisión de algunos de sus aspectos. Entre ellos ha desaparecido el principio de igualdad, que en el proyecto de ley se recogía. También se omiten los principios de mérito y capacidad, estos últimos sí recogidos en el artículo 13.2 TREBEP, modelo del cual se aleja la AGE. Ni que decir tiene que el Real Decreto-ley y la Orden han optado por la vía más sencilla y expeditiva: no atar las manos de quien ha de nombrar y no hacer referencia al principio de igualdad, como se constata en la Orden citada. Así se sigue lo establecido en el artículo 80 TREBEP y la rancia jurisprudencia constitucional recaída desde 1991 sobre la libre designación. Continuidad institucional. El temor a una judicialización de estos procesos, se atempera con compromisos laxos. La discrecionalidad política (pues bastante de ello hay en estos casos) de la libre designación tiene, así, menos trabas. La política española no pierde, así, su tradicional control sobre la alta función pública.  

1ª debilidad: un perímetro directivo achatado y modelo dual de gestión

No se olvide que esos puestos directivos «profesionales» se proveen por libre designación y son exclusivamente los reservados a las Subdirecciones Generales y órganos que se puedan asimilar en la Administración periférica del Estado y en el sector público estatal (donde cabe, y solo ahí, la relación laboral especial de alta dirección; otra interpretación colisiona con el RDL).

El perímetro del nivel directivo «profesional» en la AGE es, por tanto, muy chato, alejado de otras reformas en la UE, como fue el caso de la portuguesa, donde los niveles directivos profesionales alcanzan también a las Direcciones Generales, junto a las Subdirecciones, e incluso –con más limitaciones en cuanto a la intervención de la Comisión de Reclutamiento y Selección de la Administración Portuguesa (CRESAP)- a los niveles directivos máximos de las empresas públicas. Es cierto que una normativa de función pública no puede, en principio, ampliar ese perímetro a otros «órganos directivos» sin cambiar la normativa de organización. El modelo directivo «profesional», en cuanto a perímetro, queda muy descafeinado. 

En efecto, el sistema de provisión de puestos directivos es el de libre designación, con algunas peculiaridades procedimentales. Se aleja, como se ha dicho, del patrón del artículo 13 TREBEP y abraza interesadamente el artículo 80 TREBEP. No sé si para este viaje tan corto eran necesarias tantas alforjas. ¿Por qué no se ha regulado un sistema diferenciado de provisión? Intuyo que por comodidad, cálculo interesado e inercia. El encuadramiento del puesto directivo en el Repositorio comporta la definición por el órgano competente de función pública de la información general de esos puestos, «referenciando los requerimientos de competencias y cualificaciones profesionales, entre ellas, la de dirección de personas, la experiencia profesional aplicable y la formación requerida» (artículo 125.3 del RDL 6/2023). La gestión del Repositorio es de Función Pública y la gestión de las convocatorias compete a cada departamento ministerial. Este modelo dual, generará tensiones. Los departamentos retroalimentan el repositorio: ¿pueden realizar cambios en cualquier momento en el perfil de los puestos o en las convocatorias? Si así fuera, los riesgos de que se pudieran «perfilar» puestos directivos a conveniencia, serían altísimos. La CRESAP portuguesa, por ejemplo, terminó concentrando en ella la determinación de los perfiles de puestos directivos, ante los constantes abusos departamentales.

2ª debilidad: no hay Comisión independiente que gestione estos procesos

El gran déficit institucional del modelo, en verdad, radica en que no se crea ninguna organización especializada con autonomía real y efectiva, alejada de la influencia directa de la política, que lleve a cabo la preselección o criba de los candidatos «idóneos». No hay en la AGE una CRESAP ni se la espera. La reciente Orden TFD/379/2024, deja en manos del órgano convocante (departamento ministerial) demasiadas cosas, mientras que al departamento competente de función pública le asigna otras (gestión repositorio y directorio, fijar las reglas de las especialidades del procedimiento de libre designación de directivos). Pero ese papel estelar de los órganos «de selección» del personal directivo es muy poco preciso, pues si bien se prevé que el órgano competente «actuará asesorado, al menos por dos personas expertas en las materias específicas del puesto o en procesos de selección de directivos públicos que deberán estar presentes en las entrevistas y emitir informe de valoración» (artículo 4.3 Orden), no es menos cierto que es una opción alternativa. Dicho llanamente, como no se exige que sean «externos» al departamento, la fuerza de la tradición –para no perder las riendas de los procesos- se inclinará  habitualmente por incluir como expertos a funcionarios departamentales y que tiendan, por tanto, a barrer para casa. Estos «expertos» valoran los resultados de las entrevistas y ayudan a evaluar las competencias profesionales requeridas de los candidatos. Y, si no, se buscará una salida más fácil: extender el halo de la idoneidad a la inmensa mayoría de los candidatos y la libre designación («el dedo» ministerial) hace el resto. 

3ª debilidad: Evanescente noción de idoneidad y articulación de dos sistemas de medición de competencias (uno rebajado y otro exigente)

Nada se dice, aunque se intuye, que este procedimiento lo único que busca es determinar qué candidatos son idóneos, con lo cuál cabe deducir que también deberá concretar quiénes no lo son. No hubiese estado de más regularlo. El problema radica en los criterios de idoneidad, que pueden ser referidos a requisitos (de muy fácil comprobación) o de competencias profesionales (de valoración mucho más compleja). Sin duda, para objetivar estos sistemas de comprobación de la idoneidad (se orillan también el mérito y la capacidad, sustituidos por las evanescentes nociones de «competencia profesional y experiencia», importadas del sistema de nombramiento de altos cargos) serían muy útiles los instrumentos complementarios, que son potestativos (aplicables en una hipotética «segunda fase»). Los plazos de ejecución de estos procedimientos de idoneidad son tan sumarios, que conducirán casi siempre a la opción más expeditiva o que plantee menos problemas de gestión e impugnación ulterior. Al tiempo. 

Los requisitos para poder tomar parte en tales procesos que son públicos y, en principio, abiertos a funcionarios de carrera del subgrupo A1 de cualquier Administración pública (un signo de apertura formal de la AGE, sin reciprocidad, que puede tener muchas lecturas y veremos en qué se queda), son muy limitados: presentar un CV formalizado, acreditar un tiempo de antigüedad, incorporar un candoroso sistema de (auto)justificación por escrito en la que el candidato dice disponer de las competencias profesionales requeridas, cumplimentar un autocuestionario de evaluación de competencias (idea trasladada del modelo portugués) y realizar una entrevista (sin adjetivos), como exigencia preceptiva. Luego se pueden añadir, en una segunda fase (que no es preceptiva), un arsenal de posibles pruebas, tales como la presentación de un proyecto directivo u otras de medición de los conocimientos y competencias profesionales, que estas sí que medirían el potencial de capacidades que el candidato puede desplegar. Pero esto se deja al albur de lo que determine cada convocatoria. El mínimo exigido para acreditar la idoneidad es muy reducido. Y mucho cabe temer que con solo con esos mimbres la valoración de la idoneidad de los candidatos pueda ser hecha en términos «de aprobado general»; lo que deja el terreno expedito a la designación libre. Además, ni en el RDL 6/2023 ni en la Orden TDF/379/2024, de 26 de abril, nada se dice explícitamente de que la libre designación sobre la que debe recaer el nombramiento se condicione a haber acreditado un listón mínimo de competencias directivas y, menos aún, que deba proyectarse sobre una terna de los mejores perfiles profesionales una vez se hayan evaluado por la comisión correspondiente. Establecer este tipo de exigencias hubiese limitado la discrecionalidad de los nombramientos, y daría al sistema una cierta pátina de profesionalidad. No preverlo así permite que se siga haciendo lo de siempre, pero revestido con un bonito traje formal. El modelo será profesional o no dependiendo sobre todo de cómo se diseñen las convocatorias y cómo se gestionen.

Sorprende, en efecto, que ni el RDL 6/2023 ni la Orden citada hagan referencia alguna a unas reglas elementales de valoración y criterios de acotamiento de la discrecionalidad que, de no limitarse de algún modo, puede seguir siendo (casi) absoluta. Me objetarán, sin duda, que ello dependerá del perfilado definitivo del puesto directivo y de las bases de convocatoria de cada procedimiento de libre designación, pues bien es cierto que, si se tienen voluntad y ganas, así como criterio firme, se podrían articular procedimientos de provisión de directivos «profesionales» de cierto rigor.  Pero el modelo diseñado puede derivar fácilmente en una descarada continuidad en el modo y manera de proveer los puestos por libre designación de tales órganos directivos de la función pública. Cabe, en efecto, que los departamentos ministeriales se lo tomen en serio  o no. Mas la batalla con los departamentos (que no querrán ceder su poder de control sobre estos nombramientos) será cruenta, pues conforme más exigencias generales se recojan en el Repositorio, también relativas a las competencias directivas (en esto el Anexo a la Orden es un buen anclaje), la discrecionalidad en las designaciones debería ser más reducida. De momento, la Orden no se moja. Y aplaza el problema. El peso de la confianza, no se olviden, es determinante, por mucho que los tribunales cándidamente la vistan de «personal» y «profesional»; en este caso, dado el valor estratégico nuclear de tales puestos directivos, es esencialmente política (no solo de alineamiento con el partido que gobierne, sino, como se dice con desparpajo de obediencia debida): la Orden lo deja claro, pues en su preámbulo orilla su «autonomía funcional» para resaltar que ese personal directivo está a las órdenes de quién manda («actúa de acuerdo con los criterios e instrucciones directas de la capa política»). En vez de ir por la senda del alineamiento política-gestión, se ha ido por el atajo de la jerarquía. Pero la clave está –no se pierdan en los detalles- en las pruebas de comprobación de las competencias profesionales. Y aquí hay dos modelos en la Orden: el blando, o preceptivo; y el riguroso, o potestativo. No hace falta ser ningún genio para saber por cuál de ellos se inclinarán la mayoría de ministerios. 

4ª debilidad: donde hay libre designación (y libre cese), no hay dirección pública profesional. Sin institucionalización sólida no habrá nunca directivos profesionales. 

Lo vengo repitiendo hasta la saciedad: donde hay libre designación y libre cese (por pérdida de confianza, aunque se prevea como «excepcional»), no hay ni habrá nunca dirección pública profesional. Ya sabemos cómo se interpretan en este país las cláusulas de excepción. De ser así, el modelo resultante sería una impostura o una operación cosmética. Además, hay que tener en cuenta que el personal directivo es nombrado por un mínimo de 5 años, y puede ser cesado por una evaluación negativa (¿quién evalúa a tales directivos?, ¿las Direcciones generales?: nada se dice). Imagínense que se hace un uso torticero de estos nombramientos por libre designación. Y con voluntad política manifiesta se dejan «colocados» a centenares o miles de directivos estratégicos para el siguiente mandato. ¿El nuevo Gobierno entrante hará uso generalizado de «la excepción» de la pérdida de confianza política, y pondrá en marcha la máquina podadora de cortar cabezas para meter a los suyos? Que lo intentará, seguro. Así funciona secularmente la Administración en España. Y si no hay normas que institucionalicen de forma clara otro sistema, así seguirá funcionando. No pequemos de ingenuos. Lo sabe cualquier persona que conozca la Administración. Los riesgos están claros: politización y judicialización. Todos malos. 

Es cierto, no obstante, que el modelo pergeñado puede evolucionar hacia un sistema más profesional, pero también puede caminar hacia el lado contrario. No basta con multiplicar instrumentos, conceptos y herramientas de innovación, que tanto fascinan hoy en día, sin garantizar previamente una institucionalización efectiva con un marco regulador garantista, pues si no hay institucionalización fuerte tampoco habrá nunca dirección pública profesional

El marco normativo tiene elementos potencialmente positivos, pero estos son potestativos o alternativos, con lo cual no se cierra el círculo de una institucionalización sólida de la Dirección Pública Profesional en la AGE. Tal profesionalización efectiva se deja en el aire, al albur de que el político de turno decida. Mal remedio. En España, las reglas dispositivas abiertas como ventana de transformación nunca han funcionado y seguirán sin funcionar. No le den más vueltas. El modelo tiene todos los ingredientes para que su uso siga marcado por una continuidad impostada con algunos adornos estéticos y procedimentales. Una pena. Mucho ruido para pocas nueces. ¡Qué difícil es en España profesionalizar de verdad la alta Administración! Tarea hercúlea. Tengo la firme convicción de que algunos, que ya frisamos la vejez, nunca lo veremos.