Retirada de un embajador

La primera constatación, para reflexionar sobre qué significa la retirada de un embajador, es que esta medida no aparece mencionada, ni mucho menos regulada, en el Convenio de Viena de 1961 sobre Relaciones Diplomáticas.

Pero esta constatación es escasamente relevante porque tampoco aparece en este Convenio la expresión «convocatoria de un jefe de misión», ni la «llamada a consultas», medidas que, sin embargo, son ampliamente utilizadas en la práctica diplomática, y cuyo significado plantea pocas dudas (aunque, a veces, en los medios de comunicación no se empleen con precisión). 

En un Breve Diccionario Diplomático que publiqué hace ya muchos años (1982), por invitación de Inocencio Arias, entonces director general de la Oficina de Información Diplomática (OID), definí la Convocatoria de un Jefe de Misión como la invitación «que se hace a un Jefe de Misión por el Ministerio de Relaciones Exteriores del Estado receptor para que se presente en éste con objeto de recibir determinada comunicación que le será transmitida verbalmente, o por escrito, o muy frecuentemente de las dos maneras. La convocatoria es el medio más usual de transmitir las Notas de Protesta. Frecuentemente, el hecho de la convocatoria de un Jefe de Misión se hace público para poner de manifiesto la importancia que el Estado receptor concede a un asunto determinado».

En esta misma modesta publicación de 1982 se contiene esta definición de Llamada a consulta de un Jefe de Misión: «Orden que se envía a un Jefe de Misión por el Ministro de Relaciones Exteriores del Estado acreditante para que se persone urgentemente en la capital de éste, con objeto de informar sobre un determinado asunto y recibir instrucciones particulares. Frecuentemente, el hecho de la llamada a consulta no responde a esta necesidad y se hace público con objeto de mostrar al Estado receptor la preocupación o disgusto que produce en el Estado acreditante determinada situación. El regreso del Jefe de Misión al Estado receptor puede demorarse más o menos para subrayar ese disgusto». 

Más relevante que aquella ausencia que mencioné al principio, me parece la constatación de que en los diccionarios diplomáticos que tengo a mano (Diccionario Lid-Diplomacia y Relaciones Internacionales, Madrid, 2005, y Dizionario Giuridico Diplomatico, Milán, 1991), tampoco existe una entrada bajo el lema de «retirada de un embajador» (o «retiro» que, creo, es la palabra que utilizan nuestros hermanos de habla, allende los mares).

Ello se debe, probablemente, a que la retirada de un embajador por el Estado que lo nombró no solo es un hecho excepcionalísimo sino que, además, es una medida que tiene unos perfiles muy poco definidos. Lo más frecuente es que la retirada (o el retiro) sea la situación de facto que se produce cuando un embajador llamado a consultas no es reintegrado a su misión en un plazo razonable sino que aquella jefatura de misión se mantiene indefinidamente en una situación de interinidad, permaneciendo al frente de la misma un Encargado de Negocios a.i. (ad interim). Naturalmente, es una situación anómala, que no tiene por qué ser recíproca, y que trata de manifestar el disgusto y la protesta del Estado que prolonga tal situación. Cierto es que esa anómala situación puede terminar formalizándose si el Estado acreditante decide nombrar al frente de aquella misión no a un embajador sino a un encargado de negocios, que no estará acreditado ante el Jefe del Estado (mediante cartas patentes) sino ante el Ministro de Relaciones Exteriores (mediante cartas de gabinete). 

De todo lo dicho, sin haber podido evitar el empleo de la jerga profesional, emerge, creo, una idea bastante clara: la diplomacia dispone de una gama de herramientas que permiten graduar las respuestas que un Estado puede dar a las actuaciones de otro Estado que considere incorrectas o lesivas para sus intereses.

Aunque el Derecho internacional no obligue a seguir ninguna gradación, de modo que un Estado puede, sin infringir ninguna norma, adoptar inmediatamente la más radical de estas medidas -que es la ruptura de relaciones diplomáticas, excluida, naturalmente, la guerra- el sentido común, la prudencia y, sobre todo, la mejor defensa de los intereses nacionales, parecen aconsejar a los gobernantes reaccionar gradualmente. Me atrevería a decir que la más frecuente, y aconsejable, gradación sería la siguiente: convocar al embajador extranjero al Ministerio de Relaciones Exteriores, con entrega, o sin ella, de una Nota de Protesta; hacer pública esta convocatoria; llamar a consultas al propio embajador en el país extranjero, quedando al frente de la embajada un encargado de negocios a.i.; prolongar la ausencia del embajador de su puesto; declarar públicamente que la ausencia del embajador es indefinida; proponer el nombramiento, como jefe de misión, de un encargado de negocios acreditado ante el Ministro de Relaciones Exteriores; suspender las relaciones diplomáticas… 

Naturalmente, cada una de estas medidas, será, normalmente, respondida con una reacción equivalente, o más grave, por parte del otro Estado que, mientras se mantenga dentro de lo internacionalmente lícito, se califica como medida de retorsión. (Así, por ejemplo, un compañero me recuerda que cuando España llamó a consultas a su embajador en una República Centroamericana y declaró que lo hacía sine die, se encontró con que al querer reintegrarlo a su puesto la República en cuestión exigió que se solicitara, de nuevo, el plácet). 

En las relaciones entre Estados, lo mismo que en las relaciones entre personas, los calentones no son buenos consejeros. Con el agravante de que en las relaciones entre Estados el número y el volumen de las personas e intereses afectados son infinitamente mayores.

El consejo que Talleyrand, dicen, daba a sus diplomáticos parece que hoy deben darlo éstos a sus gobernantes: «Surtout pas trop de zèle». Que, en traducción libre sería: «Celo, el justo». Y en román paladino actual: no sobreactuar sin prever las consecuencias.