Si no priman los méritos, aparece la desigualdad en la Justicia, por Irene de Noriega y Cecilia de la Serna en ‘Artículo 14’

El techo de cristal no escapa al mundo de la judicaturaEl 56% de los jueces y magistrados en activo en el sistema judicial español son mujeres, según los datos de 2023 del informe sobre la estructura de la carrera judicial elaborado por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Sin embargo, ellas siguen siendo minoría cuando llegamos a la cúpula del poder judicial.

España, un país que ha vivido una gran transformación social y que abandera el movimiento feminista, suspende sin embargo en esta materia: es uno de los estados miembros de la Unión Europea con menor número de mujeres en su Tribunal Supremo –el órgano que se encuentra en la cúspide del sistema judicial–, solo por delante de la República Checa, Dinamarca, y Malta.

Todos estos datos, recogidos en el Informe del Estado de derecho que elabora anualmente la Fundación Hay Derecho y cuya nueva edición se publicará próximamente, ponen de manifiesto una problemática estructural: la de la desigualdad de género, que tiene muchas explicaciones. Una, la más evidente, es la de la discrecionalidad de los nombramientos. Es decir, cuando estos nombramientos se realizan sin atender a requisitos objetivos, concretos y claros.

La discrecionalidad de los nombramientos en la cúpula judicial está directamente relacionada con la brecha de género que prevalece en la misma. Los datos no engañan: cuando las promociones profesionales se realizan con base en criterios objetivos, entonces se produce una distribución más equitativa de los cargos entre hombres y mujeres. Así, por ejemplo, cuando las promociones se realizan por escalafón –antigüedad– para órganos unipersonales, o por elección directa entre otros jueces –para las salas de gobierno de tribunales superiores de justicia y el Tribunal Supremo–, la distribución es casi paritaria: 2475 hombres, 2686 mujeres en las primeras y 65 mujeres, 70 hombres en las segundas. Sin embargo, ahí donde entra la discrecionalidad, el equilibrio se pierde: 50 hombres frente a 15 mujeres en el Tribunal Supremo o 43 hombres frente a 28 mujeres en la Audiencia Nacional.

Por otro lado, la discrecionalidad exige a los jueces y magistrados con aspiraciones de apuntar más alto un esfuerzo en la construcción de una agenda de contactos e influencias. Y, tal y como apuntaban las magistradas María Isabel Llambés Sánchez y Amparo Salom Lucas en el Blog Hay Derecho, «si ya nos resulta muy difícil el conciliar vida familiar y profesional, resulta impensable tener tiempo extra para mantener relaciones y contactos».

Mientras tanto, las mujeres siguen liderando las listas en el acceso a la carrera judicial y fiscal. Desde 2014, más mujeres que hombres superan en cada convocatoria la oposición. A nadie se le escapa que la oposición, con sus promotores y detractores, es un proceso objetivo basado en la capacidad de los aspirantes de superar las duras pruebas y largos años de preparación. En la última convocatoria, 96 mujeres accedieron a la carrera judicial, frente a 42 hombres. ¿Podrán llegar ellas también a lo más alto de la carrera judicial?

La reciente renovación del CGPJ, que termina con más de cinco años de bloqueo institucional, ha sido ampliamente celebrada. Con sus luces y sus sombras, es una buena noticia que se desbloquee el órgano. Pero no bajemos la guardia: la discrecionalidad sigue vigente, y sigue detrás de la desigualdad de género que impera en la cúpula judicial. A falta conocer cómo se van a desarrollar algunas de las medidas anunciadas, será crucial, por ejemplo, que la nueva comisión de calificación del CGPJ establezca criterios objetivos basados en el mérito y la capacidad que permitan, de verdad, que las personas más preparadas accedan a los puestos de responsabilidad. Veremos entonces si hay una distribución más equitativa.

Por el momento, sólo ocho de los 20 nuevos vocales acordados son mujeres. Además, ante el Tribunal Constitucional, el nuevo nombramiento no cambiará las tornas. Resulta paradójico que sólo una mujer, María Emilia Casas, lo haya presidido en sus más de 40 años de historia.

En 2021, la Asamblea General de la Naciones Unidas declaró el 10 de marzo como el Día Internacional de las Juezas (International Day of Women Judges) para promover la representación de las mujeres en el poder judicial. Quedan ocho meses para saber si el próximo 10 de marzo tendremos algo que celebrar.

Artículo originalmente publicado en Artículo 14 (29/06/2024).

​​La renovación del Consejo (y del TC), los cromos y la cosmética del bipartidismo en el régimen del 78, por Germán M. Teruel Lozano en ‘Letras Libres’

Después de varios años de un irresponsable bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial y de uno de los magistrados del Tribunal Constitucional, desde la capital europea hemos visto una fumata que anunció el acuerdo entre nuestros principales partidos. Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Estamos ante una auténtica fumata blanca?

La premisa creo que puede ser compartida por todos: urgía acabar con esta situación de bloqueo. Llevamos ya un lustro largo de devastación institucional consecuencia de una polarización que incapacita para alcanzar consensos con el adversario político, la cual está minando las bases de nuestros regímenes políticos (uso el plural, porque no es un problema solo de España). Las constituciones nacidas de las cenizas de la II Guerra Mundial fueron constituciones de “consenso”, no solo porque en su momento original nacieran con un apoyo político transversal especialmente amplio, sino porque en su propio diseño presuponían una forma de concebir la política que reclama el entendimiento de las principales fuerzas políticas que en el centro-derecha y centro-izquierda aglutinan a una amplia mayoría social, al menos cuando se trata de decidir sobre las reglas del juego democrático y su arquitectura institucional. Bloqueos como el vivido no son más que la muestra de cómo se ha deteriorado esa “empatía” que resulta imprescindible para la supervivencia del régimen político del 78. Si, para colmo, el bloqueo se acompaña de propuestas con aroma indudablemente iliberal (como reformar sin consenso el estatuto de un órgano constitucional capándolo de sus competencias constitucionales o se amenaza con rebajar las mayorías para “colocar” a los propios si no había acuerdo), el resultado es explosivo. En nuestro caso, ha supuesto no ya solo el descrédito político, sino también un hondo deterioro de la confianza en el Poder Judicial.

De ahí que, a mi entender, debamos felicitarnos por el solo hecho de que PP y PSOE hayan alcanzado un acuerdo. Algo que, por cierto, ha sentado bastante mal a aquellos partidos que no pierden oportunidad de entonar su delenda est 78. Por tanto, como primera conclusión, aunque con muchas cautelas porque las dinámicas políticas son las que son, celebremos que ¡todavía hay esperanza para el régimen del 78! Se trata, además, de un acuerdo en el que no hay borrones que lo oscurezcan de forma radical. No estamos, como en la renovación del Constitucional de noviembre de 2021, ante un pacto votado con “la nariz tapada”. Eso sí, a aquellos que deseamos larga vida al régimen del 78 nos deja un sabor agridulce porque sus luces no ocultan sus muchas sombras.

Los borrones

En primer lugar, una cuestión estética pero que afecta a la sustancia: resulta desolador ver a nuestros representantes políticos tutelados por la Comisión Europea para cumplir con una obligación constitucional capital para la vigencia del Estado de Derecho. La imagen deja a nuestra clase política a la altura del betún, pero, sobre todo, ha supuesto un acto de auténtico vilipendio a nuestro Parlamento, relegado a mera comparsa, sin que ninguno de los presidentes de las dos Cámaras haya pestañeado a lo largo de todos estos años. Un proceso que no ha hecho sino constatar que la democracia parlamentaria que nominalmente proclama nuestra Constitución ha sido sustituida por una partidocracia (en realidad fue sustituida, porque viene de lejos).

En segundo lugar, la luz del desbloqueo se ve ensombrecida porque el acuerdo no se extiende al segundo de los grandes problemas que pesaban sobre el Consejo: su forma de nombramiento. Algo en lo que venía insistiendo la Comisión Europea en sus informes anuales sobre la situación del Estado de Derecho en España era en que la preocupación era doble: por un lado, la falta de renovación, pero, por otro, la necesidad de adoptar medidas para adecuar su forma de elección a los estándares europeos. Y sobre esta última cuestión el acuerdo PP-PSOE pega una patada hacia adelante al diferir en el tiempo y en el sujeto la concreción del modelo, encomendando al nuevo Consejo la responsabilidad de aprobar un informe, en el plazo de seis meses, sobre la elección de los vocales judiciales, que deberá contar “con la participación directa de jueces y magistrados que se determine”, y que deberá vestirse de forma que contente a la vigilante Comisión Europea. Un compromiso crítico (y críptico) que, para colmo, el propio Bolaños y Patxi López han descafeinado en declaraciones públicas. Aun así, creo que el margen de maniobra es estrecho, ya que en el marco europeo se ha forjado un estándar ya consolidado que impone que, allí donde hay consejos judiciales, su composición sea mixta, de forma que al menos la mitad de sus miembros sean elegidos por y entre los propios jueces y magistrados. Ese era también el sentido de nuestro diseño constitucional, tal y como quedó reflejado en la primera regulación orgánica, que fue reformada en 1985 para llevarnos al modelo actual que tantos problemas ha dado: que los veinte vocales sean elegidos por el Parlamento. Por tanto, el sentido de nuestra Constitución y los estándares europeos marcan el dictado de la reforma con un signo claro: volver a que los doce vocales judiciales sean elegidos por y entre los jueces y magistrados, siguiendo una lógica de representación corporativa, y los ocho no togados, juristas de reconocido prestigio, sean nombrados por las Cortes. Así que más le vale al PSOE dejar de seguir insistiendo en la idea de que el Consejo tiene que ser elegido democráticamente, porque no es como una “asociación de petanca”. Un mantra que dista de ser así: su legitimidad no está en la elección parlamentaria de sus vocales, sino en lograr la autonomía del órgano, cuya legitimidad se sostiene en la idea de imparcialidad descrita por P. Rosanvallon. Donde sí que habrá que afinar será en el diseño del sistema electoral que se articule para votar a los vocales judiciales, en el cual deberían incluirse cautelas para evitar el predominio de las asociaciones judiciales. Por otro lado, para la elección de los vocales no togados, juristas de reconocida competencia, el gran avance sería exigir que se abriera un concurso público para que se pudieran presentar candidatos y que, antes de la designación política, hubiera una evaluación por una comisión técnica (como se previó para RTVE, por mucho que el sistema se haya terminado pervirtiendo), en lugar de teatrillos en audiencias parlamentarias. Pero nada de esto está en el acuerdo.

Partitocracia

Por lo demás, entrando de lleno en el contenido de lo acordado para el desbloqueo, la lista de los vocales del Consejo y del propio magistrado constitucional también tiene sus propias luces y sombras. La luz, quizá tenue, es que en general se ha rebajado el perfil político de los designados, evitándose que sean muchos los “sapos” a tragarse (Echenique dixit en la renovación de 2021 del Constitucional). Igual que, al menos por pudor, esta vez no se ha confirmado (aunque intuimos que esté pactado), el nombre del futuro (seguramente futura) presidenta del TS y del CGPJ. Ahora bien, estos motivos de “discreta” celebración no deben esconder que la lógica que sigue imperando es la partitocrática de las cuotas para ir colocando afines: el ya “clásico” (y desgraciado) reparto de cromos. Tú pones diez y yo otros diez, el TC para ti y la presidencia del TS para mí… Una lógica que en su día el Tribunal Constitucional, con una cierta dosis de ingenuidad, advirtió que resultaba incompatible con el espíritu de la Constitución.

De hecho, aunque entre los designados hay algunos perfiles interesantes por su independencia y prestigio profesional, apenas se acerque un poco la lupa a la lista se pueden rastrear con facilidad los vínculos políticos y las filiaciones asociativas de la mayoría de los nominados. Nuevamente, el prestigio profesional palidece ante la afinidad que, en el caso de los judiciales, se traduce en cómo ciertas asociaciones judiciales se garantizan sus cuotas de poder, mientras que se orilla a jueces no asociados o a aquellos afiliados a asociaciones con menos sintonía con los partidos. Además, el nombramiento de José María Macías como magistrado constitucional confirma un cursus honorum en el que el Consejo es un banco de pruebas de la lealtad al partido que acredita para saltar luego al Constitucional. Amén de que, en este caso, optar por una persona que se ha manifestado públicamente muy crítica y ha informado en contra de la ley de amnistía puede suponer un error estratégico del PP, ya que su apariencia de imparcialidad puede ser contestada cuando tenga que resolver los correspondientes recursos.

Responsabilidad histórica

Aun así, creo que el nuevo Consejo merece un voto de confianza y ojalá que sea consciente de la responsabilidad histórica que pesa sobre sus espaldas para recomponer la confianza en el sistema judicial español. Algo que exigirá que sus vocales ejerciten ese “deber de ingratitud” hacia quien les nombró, como nos recuerda siempre Jiménez Asensio, siguiendo al ya mencionado P. Rosanvallon. En especial, su gran desafío será eludir componendas de conciliábulo y dejar de jugar a ese nocivo reparto de cromos político-asociativo, aunque ello suponga que, el día de mañana, tengan que volver con modestia, pero con la cabeza alta a sus correspondientes destinos profesionales, sin el patronazgo ya de los partidos a sus respectivas carreras.

Además, también hay una moderada luz en las medidas de “acompañamiento” que se contemplan en la proposición de ley orgánica de reforma del poder judicial y del estatuto orgánico del ministerio fiscal. Bien está exigir 20 años de experiencia profesional en la carrera judicial para ser nombrado magistrado del Tribunal Supremo y, sobre todo, como veníamos solicitando desde Hay Derecho y otras entidades civiles, que se dificulten las puertas giratorias política-judicatura (el salto a la política ya no se hará con servicios especiales, sino como excedencia voluntaria en la mayoría de los casos) y que se impongan unos periodos de enfriamiento para quienes hayan estado en la política y quieran volver a ejercer como jueces y para pasar a Fiscal General del Estado. Ya no más ministros saltando de inmediato a la cabeza de la Fiscalía. Una pena que no se haya extendido a magistrados constitucionales.

De igual forma, bien está extender la mayoría de 3/5 para nombramientos del Consejo en casos hasta ahora no cubiertos (presidentes de audiencias provinciales y del magistrado del TS que controla al CNI), pero la clave no es tanto la mayoría como la práctica: da igual que se exija una mayoría muy cualificada si luego se hacen “cestas” de cargos en las que se los reparten por cuotas.

Pero, sobre todo, esta ampliación de las mayorías y la creación, también prevista, de una Comisión de Calificación en el seno del CGPJ para informar sobre los nombramientos judiciales no debe distraernos de cuánto más tendría que haberse avanzado en estos ámbitos para garantizar una valoración objetiva del mérito y la capacidad. Por un lado, como propuso el todavía presidente del CGPJ, el sr. Guilarte, tiene sentido estudiar que los cargos gubernativos (presidentes de audiencias, TSJ y salas) sean elegidos directamente por los propios jueces del territorio o sala afectados. Y, por otro lado, habría que ir más allá a la hora de limitar la discrecionalidad del Consejo de magistrados del Tribunal Supremo. Porque, como sabemos, esta es la facultad que hace tan goloso políticamente al Consejo. A este respecto, más que una comisión de calificación integrada solo por vocales del propio Consejo, se tendría que haber apostado por un comité evaluador semejante al que se conforma para un tribunal de oposición, y habrá que ver en qué se traduce esa invocación genérica que incluye la propuesta de que la selección se realizará atendiendo a una “valoración objetiva” de la trayectoria profesional.

Por último, vistas las disparatadas propuestas de alguno de los socios del actual Gobierno sobre las oposiciones judiciales, es un consuelo comprobar que en la proposición de ley presentada por el PP y el PSOE se afirme que “se mantiene el sistema actual de acceso a la carrera judicial y el vigente sistema de formación”. Creo que habría mucho que mejorar en el mismo y siempre he apostado por una lógica tipo MIR para nuestras oposiciones a los altos puestos funcionariales, pero, a la vista de las circunstancias, mejor no remover. Lo que sí que se muestra manifiestamente insuficiente es el anuncio de una provisión anual de 200 plazas al año para jueces y fiscales. Nuestro país es uno de los que menos plantilla de jueces per cápita tiene de Europa y, en general, la Justicia ha sido la hermana pobre de los servicios públicos de nuestro país. Va siendo hora de que nos la tomemos en serio.

Por tanto, fumata gris, si lo que nos preocupa no es ya el bloqueo, sino las causas profundas del mal funcionamiento del Consejo y preservar la independencia del Poder Judicial. De forma más general, toda esta experiencia evidencia la “resiliencia” de nuestro bipartidismo (necesaria para sostener el régimen del 78, aunque no necesariamente con los partidos que ahora la forman –ya en su día el PP sustituyó a la UCD–). Pero, al mismo tiempo, la vocación regeneracionista de los principales partidos cotiza hoy muy a la baja y se muestra puramente cosmética. Cómo insuflar el compromiso con las instituciones a nuestra vida política actual sigue siendo una tarea pendiente para nuestro país.

Artículo originalmente publicado en Letras Libres (28/06/2024).

El reconocimiento de un derecho constitucional a la vivienda como reclamo

La nota publicada por el Tribunal Constitucional el 22 de mayo se titulaba: «El Pleno del TC reconoce como derecho constitucional el derecho a la vivienda y desestima la mayor parte de las quejas dirigidas contra la Ley 12/2023, de 24 de mayo, por el derecho a la vivienda». La lectura de la Sentencia (STC 79/2024, de 21 de mayo), publicada en la página web (aún no en el BOE) casi un mes más tarde, matiza –en mi opinión– la parte más llamativa del titular. No hay un replanteamiento de la naturaleza jurídica del derecho a la vivienda. La Sentencia se remite a su jurisprudencia previa para sostener que el art. 47 CE no reconoce un derecho fundamental a la vivienda, sino que enuncia un mandato o directriz constitucional que ha de informar la actuación de todos los poderes públicos en el ejercicio de sus respectivas competencias.

La Sentencia contiene la siguiente frase: «Los compromisos internacionales de España en materia de derechos humanos refrendan la existencia de un derecho a la vivienda, reconocido también en varios estatutos de autonomía y cuya efectividad es precisamente lo que se encomienda a todos los poderes públicos en el art. 47 CE». Y en varios de sus fundamentos alude a un derecho constitucional a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Pero ese reconocimiento se produce en la vertiente competencial. No hay rastro en la Sentencia de un replanteamiento de la clasificación entre derechos constitucionales y principios rectores que se deduce de los apartados 1º y 3º del artículo 53 CE. Lo único que se afirma en la Sentencia es que el Estado puede basarse en el título competencial del art. 149.1.1 CE para aprobar una ley sobre el derecho a la vivienda. Realmente la calificación de la vivienda como derecho constitucional es innecesario para alcanzar este resultado. La jurisprudencia constitucional previa ya reconoce la posibilidad de que el Estado invoque este título competencial de carácter transversal para promover la eficacia de los principios rectores de la política social y económica. En este sentido, tanto la Sentencia como el voto particular citan como referencia la STC 33/2014, de 27 de febrero (FJ 4).

Me parece que la Sentencia debe examinarse desde la perspectiva del reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas y no desde la teoría de los derechos constitucionales. Desde la vertiente competencial, la Sentencia es continuista en la tendencia a admitir que el Estado intervenga en las competencias de las Comunidades Autónomas, sin importar su calificación como exclusivas en los Estatutos, a través de títulos que merecen la calificación de transversales, como son muy especialmente los previstos en las reglas 1ª y 13ª del artículo 149.1. La capacidad de estos títulos estatales de proyectarse sobre muy diversas políticas públicas compromete la capacidad de las Comunidades para sostener una dirección política verdaderamente autónoma. Se trata de un problema estructural de nuestro modelo territorial, como ya identificaba Mercé Barceló en su monografía Derechos y deberes constitucionales en el Estado Autonómico: un análisis sobre a relación entre la organización territorial del Estado y en regulación de los derechos y deberes constitucionales, Barcelona : Civitas, 1991.

La Sentencia respalda la mayor parte de la legislación estatal. Aplica el canon del exceso de detalle, muy usado en la jurisprudencia constitucional, para declarar la inconstitucionalidad de aquellos apartados de la Ley que establecen una regulación demasiado exhaustiva, que vacía la capacidad normativa autonómica. Se trata de los preceptos que establecen el régimen de la vivienda protegida (el art. 16 y la disposición transitoria primera), el contenido de la información que deben suministrar los grandes tenedores en las zonas de mercado residencial tensionado (el art. 19.3, a partir del inciso «que incluirá, con respecto a las viviendas de titularidad del gran tenedor en la zona de mercado residencial tensionado, al menos, los siguientes datos») y el concepto, finalidad y financiación de los parques públicos de vivienda ( los apartados 1, párrafo tercero, y 3 del art. 27). regulador del por incurrir en un exceso en la determinación de la composición de los parques públicos de vivienda sin encontrar cobertura en el art. 149.1.1 y 13 CE (apartado 1, párrafo tercero), y por resultar contrario al principio de autonomía financiera, al prever la afectación finalista de ingresos procedentes de las sanciones impuestas por el incumplimiento de la función social de la propiedad de la vivienda y de la gestión de los bienes integrantes de los parques públicos de vivienda (apartado 3).

El voto particular propone realizar una interpretación más restrictiva del art. 149.1.1 CE. Adopta como punto de partida la idea de que la expresión «condiciones básicas» que emplea el art. 149.1.1 CE «no es sinónimo de ‘legislación básica’, ‘bases’ o ‘normas básicas’» que aparece en otros títulos competenciales. Sostiene que el art. 149.1.1 CE permite al Estado fijar «las condiciones básicas que garanticen la igualdad se predican de los derechos y deberes constitucionales en sí mismos considerados, no de los sectores materiales en los que estos se insertan». De este modo, el Estado podría regular las «posiciones jurídicas fundamentales (facultades elementales, límites esenciales, deberes fundamentales, prestaciones básicas, ciertas premisas o presupuestos previos…)» de los derechos constitucionales (también de los principios rectores). El art. 149.1.1 CE solo presta cobertura a aquellas condiciones que guarden una estrecha relación, directa e inmediata, con los derechos que la Constitución reconoce. Se apoya en la STC 61/1997, de 20 de marzo. La propuesta que hace el voto particular implica distinguir entre las condiciones básicas que garantizan la igualdad en el ejercicio del derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada y las bases de la política de vivienda. Los posibles límites a la interpretación del art. 149.1.1ª merecen un examen por parte de la doctrina. Finalizaré apuntando que tales límites solo pueden tener un impacto relevante en la descentralización territorial si van acompañados de una lectura también más restrictiva de la competencia del Estado sobre la planificación general de la actividad económica.

Medidas ‘contra legem’ y contratación temporal: a propósito de la sentencia del TJUE de 13 de junio de 2024

Dentro del laberinto jurídico y judicial en el que se están viendo perdidas decenas de miles de personas que reclaman contra las diferentes Administraciones Públicas por lo que se denomina «abuso de la contratación temporal» o, en su caso, «fraude en la contratación temporal», la sentencia del TJUE de 13 de junio de 2024 se esperaba con ansia y esperanza por el colectivo de afectados, al considerar que la misma sería ser una vía en el callejón sin salida en el que estaban metidos. Como si de una «tormenta perfecta» se tratase, se han unido durante muchos años diversos factores, los cuales han determinado que este importante grupo de empleados públicos temporales se hayan visto sometido primero a la precariedad laboral y luego al abandono por parte del Derecho interno de nuestro Estado. Entre esos factores: la grave irresponsabilidad de las autoridades políticas españolas que siguen sin transponer al ordenamiento jurídico español la Directiva 1999/70/CE; y las pugnas interpretativas entre jueces y magistrados sobre qué hacer con un aluvión de reclamaciones y demandas que hay que resolver aplicando por un lado las normas y la jurisprudencia comunitaria, así como las normas y la jurisprudencia interna, que no van acompasadas ni orientadas al mismo objetivo. 

Pese a que todavía existe una incomprensible resistencia por parte de algunos pocos tribunales internos a aceptar la figura del «abuso de la contratación temporal» en el sector público, negando categóricamente que se pueda dar en la función pública española, lo cierto es que mayoritariamente ya se acepta que la práctica de perpetuar nombramientos temporales para cubrir necesidades de las Administraciones Públicas que son en realidad permanentes y estructurales, es contraria a Derecho. La principal lucha ahora se centra en concretar las consecuencias de dicha ilegalidad

Desde las instituciones políticas se ha pretendido dar respuesta al problema con la Ley 20/2021, de 28 de diciembre, de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público y, desde el Poder Judicial, las sentencias se limitaban a establecer la permanencia de los trabajadores temporales en sus puestos hasta su definitiva cobertura cuando la Administración en cuestión tuviese a bien ofertar la plaza con un proceso selectivo abierto y competitivo. 

Ambas soluciones son claramente inaceptables. Por lo que se refiere a los procesos selectivos de la Ley 20/2021, tanto la sentencia del TJUE del 22 de febrero de 2024, como la más reciente de 13 de junio, han reiterado de forma contundente que no sirven para sancionar y compensar la precariedad asociada al abuso de la temporalidad como exige la Unión Europea. No se trata de una interpretación más o menos forzada, literalmente el tribunal comunitario sentencia con rotundidad que la convocatoria de los procesos selectivos que se contempla a nivel nacional o en la Ley 20/2021 no resulta adecuada para sancionar debidamente la utilización abusiva de sucesivos contratos o relaciones de empleo de duración determinada ni, por tanto, para eliminar las consecuencias del incumplimiento del Derecho de la Unión (apartado 77 de la sentencia de 13 de junio de 2024).

Por lo que se refiere a la supuesta solución judicial, es decir, prolongar la temporalidad declarada ilegal hasta que las Administración, a su criterio y de forma discrecional, decidan ofertar y convocar las plazas ocupadas por los temporales en procesos selectivos competitivos y abiertos, la solución no puede ser más paradójica, dado que al mismo tiempo que se censura el abuso de la temporalidad se decreta que se prolongue en el tiempo, llegando hasta ahí la condena a la Administración. 

Ahora mismo nos encontramos en un punto muerto, en una especie de eterno bucle sin salida, en el que está claro quién incumple (las Administraciones que no transponen la directiva y utilizan abusivamente la contratación temporal para cubrir sus necesidades de personal permanentes) y quién paga las consecuencias (los empleados temporales que perpetúan la precariedad laboral que implica esa eterna temporalidad), mientras que los tribunales son llamados a condenar, sancionar y compensar por esas prácticas se limitan a buscar en el ordenamiento jurídico interno qué hacer y, al no encontrar respuesta, desestiman cualquier tipo de sanción o compensación pese a estar obligados a ello. Prolongándose este problema ya durante varias décadas, parece que más que solucionar el problema, están esperando a que se pudra solo y desaparezca. 

En este panorama muchos miembros del colectivo de empleados públicos temporales en esta situación esperaban que el TJUE, en su sentencia del 13 de junio de 2024, ordenase como sanción y compensación la denominada «fijeza», es decir, la conversión automática de la temporalidad en una relación permanente. La respuesta dada por el tribunal de la Unión, si bien de forma clara establece que esa medida de fijeza es posible, recuerda que es el órgano judicial interno el encargado de elegir y aplicar la sanción y compensación adecuada. Sin embargo, tras validar la opción de la «fijeza» añade al final de su frase la coletilla «siempre que esa conversión no implique una interpretación contra legem del Derecho nacional», lo cual ha venido a considerarse, por parte de muchos que, como tal conversión automática está prohibida por nuestra Constitución Española, en el fondo la respuesta que da el TJUE es realmente negativa, que los tribunales no adoptarán esa solución y que continuaremos con la idea de que el problema se pudra en lugar de que el problema se solucione. 

Por tanto, la pregunta es: ¿va en contra de la Constitución que un órgano judicial nacional sancione, ante una situación de abuso de la contratación temporal, decretando la conversión de esa temporalidad en una relación laboral permanente con esa Administración que contrata o nombra a ese trabajador?

Para responder afirmativamente se sacan a colación los artículos 103.3 y 23.2 de la Constitución, artículos que hablan de la igualdad en el acceso al empleo público y que proclaman los principios de mérito y capacidad en dicho acceso. Esa versión se puede ver con claridad en el Auto del Tribunal Supremo 6188/2024, de 30 de mayo, de la Sala de lo Social que, pese a la sentencia del TJUE de 22 de febrero de 2024, afirma que todavía alberga dudas acerca del modo de aplicar dicha resolución y sobre la aplicación de dicha «fijeza» en España, afirmando literalmente que «el acceso al empleo público español de carácter fijo debe respetar los principios de igualdad, mérito y capacidad».

Sin embargo, en mi opinión, esa afirmación de nuestro Tribunal Supremo contiene un error palmario y manifiesto. En ningún momento nuestra Constitución reserva los principios de igualdad, mérito y capacidad para el empleo público de carácter fijo. Lo hace de forma genérica refiriéndose al acceso a la función pública, tanto temporal como fija. La literalidad del 103.3 de nuestra Constitución es la siguiente: «La ley regulará (…) el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad». Como se puede ver, la Constitución no lo limita esos principios para el supuesto de que dicho acceso sea de forma fija o permanente. De hecho, son decenas de miles los temporales que, o bien pasaron un proceso selectivo convocado por la Administración para acceder como temporales a esa función pública, o bien aprobaron los procesos selectivos ordinarios pero se quedaron sin plaza, siendo posteriormente llamados para cubrir plazas temporales. No puede negarse que ese concreto colectivo ha acreditado en procesos selectivos abiertos y concurrentes su mérito y su capacidad. 

Lo anterior, unido a la clara exigencia que viene por un lado de la jurisprudencia del TJUE, y por otro del artículo 4 bis de la Ley Orgánica del Poder Judicial que obliga a aplicar dicha jurisprudencia, nos permite concluir que, al menos a esa parte del colectivo, no se les puede negar su acreditación del mérito y de su capacitación como excusa para negar esa conversión de la temporalidad en fijeza. Las palabras del TJUE son claras y no admiten rebuscadas interpretaciones: En el supuesto de que un juzgado o tribunal interno considere que el ordenamiento jurídico interno español no contiene, en el sector público, ninguna medida efectiva para evitar y, en su caso, sancionar la utilización abusiva de sucesivos contratos o relaciones de empleo de duración determinada, la conversión de estos contratos o relaciones en una relación de empleo por tiempo indefinido puede constituir tal medida (apartado 109 de la sentencia de 13 de junio). La coletilla «siempre que esa conversión no implique una interpretación «contra legem» del Derecho nacional» no es obstáculo, dado que lo que se alega para ello (los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad) no se conculcan y se pueden declarar por acreditados, máxime cuando para ello el TJUE exige que al aplicar el Derecho interno, los órganos jurisdiccionales nacionales están obligados a interpretarlo en la medida de lo posible a la luz de la letra y de la finalidad de la Directiva para alcanzar el resultado que esta persigue, siendo esta obligación de interpretación conforme aplicable al conjunto de las disposiciones del Derecho nacional, tanto anteriores como posteriores a dicha Directiva (apartado 102 de la sentencia de 13 de junio de 2024).

Con ello podemos llegar a solucionar este enrevesado problema jurídico para una buena parte de los empleados públicos temporales en situación de abuso de la contratación temporal, pero no de la totalidad, dado que, en ocasiones, el acceso a ese empleo público sí es cierto que se ha producido sin prueba selectiva alguna, por lo que el anterior razonamiento, no nos valdría. 

Con relación al resto de este colectivo, procede reflexionar sobre quién es el responsable del incumplimiento, tanto a nivel constitucional como comunitario, y quién sufre las perniciosas consecuencias del mismo, así como la entidad de los diversos intereses y derechos en conflicto, para efectuar una correcta ponderación de los mismos y adoptar la decisión de cuál debe prevalecer y, por lo tanto, amparar jurídicamente. Quiero decir con esto que no es inusual que en una controversia jurídica las dos partes aleguen derechos o principios constitucionalmente proclamados que colisionan, o que defienden ambos intereses constitucionalmente relevantes que deben ponderarse para finalmente dar la razón a uno u otro. 

En cualquier caso, se debe reconocer que, en el supuesto de que durante lustros o décadas unos empleados públicos temporales han actuado como empleados públicos temporales sin ningún tipo de acreditación de sus méritos o capacidades, semejante inconstitucionalidad sería imputable desde el origen a la Administración que lo consintió, no al empleado que desempeña las funciones públicas. Es decir, la inconstitucionalidad derivaría de su acceso a la función pública sin cumplir los requisitos, siendo responsable de ello la Administración que ha procedido de esa manera. Lo que aquí se pretende es que la consecuencia de esa vulneración de principios constitucionales no recaiga sobre quién la comete, sino que sirva de pretexto para denegar la pretensión de estabilidad y terminación de la precariedad laboral de quien la sufre. Así, la Administración incumpliría pero pagaría las consecuencias el trabajador. 

Conviene recordar que en la sentencia del Tribunal Constitucional 22/1981 se establece que «el derecho al trabajo no se agota en la libertad de trabajar; supone también el derecho a un puesto de trabajo y como tal presenta un doble aspecto: individual y colectivo, ambos reconocidos en los arts. 35.1 y 40.1 de nuestra Constitución, respectivamente. En su aspecto individual, se concreta en el igual derecho de todos a un determinado puesto de trabajo si se cumplen los requisitos necesarios de capacitación, y en el derecho a la continuidad o estabilidad en el empleo». Ni siquiera en este caso sería tan sencillo desestimar la pretensión de fijeza alegando para ello un incumplimiento del que no es responsable el trabajador, cuando dicha pretensión está vinculada con la erradicación de la precariedad laboral y de la estabilidad en el trabajo que tanto nuestra Constitución como el ordenamiento de la Unión Europea defiende. 

Por todo ello, no procede concluir apriorísticamente que la conversión judicial de una vinculación temporal en indefinida dentro de la función pública, en supuesto de abuso de la contratación temporal y con la normativa y jurisprudencia comunitaria existente, vaya en contra de nuestro Derecho Constitucional. Es más, los que consideran esa opción una manifiesta inconstitucionalidad deberían preguntarse el motivo por el que nadie se cuestiona el artículo 87 de la  Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, en el que literalmente se dice, cuando se regulan las transformaciones de las entidades integrantes del sector público institucional estatal, que «la integración de quienes hasta ese momento vinieran ejerciendo funciones reservadas a funcionarios públicos sin serlo podrá realizarse con la condición de «a extinguir»». Esa opción contemplada ya en la ley española para estos supuestos (prolongar hasta la jubilación, fallecimiento o renuncia la relación laboral para luego valorar extinguir esos puestos), es la que reclaman para sí cientos de miles de empleados temporales. No entiendo como puede afirmarse que se solicita una palmaria inconstitucionalidad cuando por esta vía contemplada legalmente se está produciendo el mismo efecto que el solicitado por los interinos en situación de «abuso de la contratación temporal».

Por eso, yo me atrevo a concluir que la coletilla «siempre que esa conversión no implique una interpretación contra legem del Derecho nacional» de la sentencia del 13 de junio de 2024 del TJUE no es un impedimento para valorar con rigor y con sometimiento al Derecho la conversión judicial de una vinculación temporal en indefinida dentro de la función pública. La Constitución no es el problema, y no deberían usarla de excusa ni los que buscar eludir su verdadera responsabilidad, ni los que pretenden ignorar las sentencias que nos llegan desde fuera de nuestras fronteras.

La delincuencia organizada y la necesaria atribución de la materia a la Audiencia Nacional

«La moderna sociedad industrial, cuyas características ha incorporado España (…) sufre la proliferación de nuevos modos de delincuencia, de extensión e intensidad desconocidas hasta hace poco tiempo. El tráfico organizado de moneda, drogas y estupefacientes, la existencia de grupos que, bajo apariencias de seriedad empresarial, defraudan a una pluralidad de personas, los supuestos especialmente nocivos de fraudes alimenticios o de sustancias farmacéuticas o medicinales con efectos lesivos dispersos en diversas zonas del territorio nacional, son ejemplos bien expresivos, entre otros posibles, de modalidades delictivas para cuya investigación y enjuiciamiento resulta inadecuada una Administración de Justicia organizada en Juzgados y Audiencias de competencia territorial limitada».

Estas palabras que, a pesar del largo tiempo transcurrido no han perdido, sino todo lo contrario, su vigencia, aparecen recogidas en la exposición de motivos del Real Decreto Ley 1/1977 de 4 de enero, por el que se creaba la Audiencia Nacional, y reflejan fielmente el espíritu original que guió su creación.

Con ella, se buscaba ofrecer tutela judicial efectiva a la ciudadanía, lo que pronto se convirtió en piedra angular del Estado de Derecho al configurarse aquella como derecho fundamental en nuestra vigente Constitución promulgada en 1978. La creación de un órgano que pudiera dedicarse a la investigación y conocimiento de este tipo de delitos buscaba superar las limitaciones en la investigación, las dificultades de actuación, la acumulación de asuntos y los retrasos que devenían inevitables.

Para ello, se optó por atribuir a la Audiencia Nacional competencia para conocer de dichos delitos cuando afectaran a territorios de distintas Audiencias Provinciales, o dicho de otro modo, cuando sus efectos se extendieran a dos o más provincias.

Casi 50 años han transcurrido ya, y las circunstancias y tiempos actuales, exigen una revisión de las atribuciones asignadas a la misma. Urge una modificación de esas competencias que ya tiene atribuidas si queremos preservar la finalidad que inspiró su creación.

En los últimos meses, al hilo de la incesante actualidad informativa que, día tras día, hora tras hora, inunda nuestros canales de información, ha saltado al debate nacional la problemática del narcotráfico que pudiera estar desarrollándose a lo largo del litoral andaluz. Analizar la situación de los juzgados que, ubicados en dicho territorio, se encargan de la investigación de estos delitos, nos permitirá dimensionar adecuadamente el problema al que, como sociedad, nos enfrentamos. Y, no nos engañemos, no permitamos que la pretendida realidad mediática oculte la verdadera realidad, porque la problemática del litoral andaluz es extrapolable a otras zonas del litoral español.

Son juzgados de Primera Instancia e Instrucción, es decir, juzgados mixtos que conocen tanto de asuntos civiles como penales a cuyo frente se encuentra una sola persona. 

Implica que pueden confluir, al mismo tiempo, la tramitación de causas de carácter urgente de uno y otro ámbito. En estos órganos, baste un solo ejemplo, hay que resolver de manera urgente tanto sobre la adopción de medidas provisionales en el seno de un procedimiento de familia en el que hay menores de edad, cuyo interés es prevalente, como sobre la situación de los detenidos puestos a disposición judicial, decidiendo sobre su libertad o prisión provisional en apenas unas horas. Son causas que no admiten demora en la respuesta judicial.

Junto a estas causas preferentes, centenares de expedientes pueblan la mesa del juez, está el despacho ordinario de asuntos, la celebración de vistas civiles y de delitos leves, la investigación de todo tipo de delitos – desde el hurto a pequeña escala en un supermercado hasta los delitos más graves como los delitos sexuales -, la resolución de los recursos interpuestos contra las decisiones judiciales que se adoptan, tanto en materia civil como penal, y así un larguísimo etc de todo tipo de expedientes que, a modo de cajón desastre, corresponden al conocido, en el argot judicial, como Juzgado de trinchera.

Estos juzgados están dotados, infradotados sería más preciso decir, normalmente de una plantilla de ocho funcionarios, ya sean titulares o interinos. De ellos, lo habitual es que cuatro funcionarios se dediquen a la tramitación de los asuntos civiles y otros cuatro a la de los asuntos penales.

Fijémonos, a continuación, en los números que reflejan muy bien la realidad de estos órganos y nos permiten tener un mayor y mejor conocimiento de la situación. Veamos tan solo dos ejemplos absolutamente ilustrativos de la situación a la que hemos llegado, tras lustros de desidia institucional, y en la que nos encontramos actualmente: en juzgados como los de Barbate en Cádiz, terminaron el año 2023 con una media de 767,00 asuntos civiles y 1.021,00 asuntos penales. En los juzgados de Ayamonte, en Huelva, terminaron con una media de 1.335,50 asuntos civiles y 902,83 asuntos penales. Todos estos datos son extraídos de la propia estadística del Consejo General del Poder Judicial.

En la realidad práctica, esto implica que tan solo cuatro funcionarios, junto con el letrado de la Administración de Justicia y el juez al frente, tramitan prácticamente 1.000 asuntos del orden penal. Y eso, en lo que respecta al letrado de la Administración de Justicia y al juez, sin contar con los asuntos civiles. Una única persona decidiendo, una impulsando y cuatro tramitando, son a todas luces insuficientes, y a nadie escapa que las dificultades en la instrucción, así como los retrasos son inevitables y se ponen de manifiesto.

A esta insuficiencia de plantilla, se une la insuficiencia de medios. Muchas de las causas ligadas al narcotráfico organizado son complejas, comportan una pluralidad de investigados, en ocasiones son decenas, con múltiples y continuadas peticiones de libertad en el caso de que se haya acordado la prisión provisional de todos o de algunos de ellos. 

Son también causas complejas porque comportan diligencias de investigación sensibles y de mayor dificultad técnica que las ordinarias, ya que afectan a derechos fundamentales, como entradas y registros e intervenciones telefónicas cuyo control y seguimiento tiene que llevarse a cabo por el juez. Iniciada la investigación, cuando una prórroga de una intervención ya acordada entra en el juzgado, el juez paraliza lo que esté resolviendo en ese momento para dar respuesta de manera urgente a la petición. Las pruebas periciales que se acuerdan, como análisis de las sustancias intervenidas o análisis de los terminales móviles incautados pueden tardar meses en llegar al juzgado –una vez más, no hay medios personales suficientes para elaborar los correspondientes dictámenes en un tiempo razonable–.

Centrémonos en otros aspectos no menos importantes. Son órganos que radican en localidades costeras con una evidente menor dotación tanto de personal funcionarial como de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (FFCCSS) del Estado, que la que podemos encontrar en Madrid, donde radica la Audiencia Nacional. Y estas FFCCSS a su vez, disponen de menos medios que los que puede haber en la capital.

Radican en localidades donde es más fácil llevar a cabo una presión social sobre el juez titular del órgano porque es más sencillo que sea conocido. Sobre jueces que tienen menos experiencia, que no hay que confundir con menos profesionalidad, y que pueden verse intimidados en mayor medida. 

Estamos ante una verdadera tormenta perfecta que sería muy difícil, si no imposible, que aconteciera en Madrid.

Esta conjunción de factores determina que este tipo de Juzgados acostumbren ser el primer destino de los titulares que los sirven, porque son juzgados en los que no existe una mínima estabilidad debido a la evidente sobrecarga de trabajo que llega a afectar a la salud laboral de los mismos pudiendo culminar incluso con un periodo de incapacidad temporal por ansiedad o estrés. Cumplido el año obligatorio que tienen que permanecer en el destino, los titulares concursan dejando vacante un órgano que raramente se cubre de manera voluntaria. Medidas como dotar al juzgado de un juez así como un funcionario de refuerzo mediante la oportuna comisión de servicios, o bien mediante un sustituto/interino, que es la solución por la que se ha optado con carácter general, puede paliar el problema pero no lo soluciona: es como poner una tirita a una herida que precisa puntos de sutura, nunca se cerrará adecuadamente.

Todo este conjunto de circunstancias es el que determina la necesidad de que se modifique la competencia de la Audiencia Nacional de manera que ésta conozca de aquellos delitos de narcotráfico, blanqueo de capitales y similares que se cometan por organizaciones y grupos criminales independientemente del ámbito en que que se desplieguen los efectos del delito, afecte a una o a varias provincias.

Las ventajas son innegables y hasta casi diríamos que incontestables. Sería un órgano especializado el que conocería de estos delitos (frente a los mixtos cuya sobrecarga no permite esta especialización), se agilizaría la instrucción e investigación de los mismos debido a la mayor dotación de medios y plantilla de la Audiencia Nacional, aliviaría la sobrecarga de trabajo de los juzgados mixtos que pueden verse colapsados y paralizados en su actividad por la entrada de estas causas complejas cuidando así la salud laboral de nuestros jueces, permitiría una actuación unitaria, más completa, directa y adecuada en este tipo de entramados criminales por cuanto sería un órgano el que conocería de este tipo de delitos cometidos a lo largo de todo el litoral. La atribución de la instrucción a distintos juzgados mixtos, no conectados entre sí, que desconocen lo que se está investigando en otro órgano, hace que la visión sobre el conjunto se pierda. Los árboles, actualmente. no permiten ver el bosque.

El espíritu del 77, que permitió la creación de la Audiencia Nacional, debe iluminarnos hoy como ayer y guiarnos también para que ésta no pierda su finalidad. Se necesita amplitud de miras, visión sobre el conjunto y valentía para acometer las reformas que son imprescindibles e inaplazables. Sólo así tendremos una Administración de Justicia independiente, técnicamente objetivada y funcionalmente adecuada para asegurar un proceso pleno de garantías y una decisión judicial pronta y justa. Exactamente los fines que inspiraron la Audiencia Nacional. Y por eso, tiene que ser ella quien recoja el testigo del pasado y siga hacia adelante. Porque nosotros, la ciudadanía, nos lo merecemos.

Falta profesionalidad en la dirección de las empresas públicas, por Safira Cantos en ‘El Español’

Se busca directivo de empresa pública. Volumen de negocio: 1.000 millones de euros; empleados a cargo: 5.000; salario: 158.000 euros anuales. Requisitos: Formación: la que tenga. Experiencia de gestión: la que se pueda. Experiencia en el sector: ninguna. 

Parece broma, pero no lo es. ¿Cómo es posible que en las empresas públicas no haya requisitos y procedimientos de selección de sus máximos directivos? Estamos ante responsabilidades de primera división de gestión pública, y no hay un sistema que asegure que los responsables a quienes se pone al frente tengan un perfil acorde a esa responsabilidad. No son puestos subalternos en los que se pueda admitir una experiencia cualquiera, porque alguien espabilado y con empuje se pueda poner al día pronto.

No, dirigir una empresa pública no puede ser ni un cómodo retiro ni una oportunidad singular de aprendizaje y contactos para quien ocupa el cargo. Porque es una oportunidad para el país. Esa oportunidad es de los ciudadanos, que merecemos que la gestión pública empresarial esté en las mejores manos posibles. Y que no sea así tiene un enorme coste de oportunidad para sectores estratégicos en los que se ha reservado la forma pública precisamente por la función de interés general a la que deben servir.

La igualdad ante la ley, y su correlativo de igualdad en el acceso a la función pública (art. 23 de la Constitución) no significa que cualquiera vaya a cualquier puesto de responsabilidad. No hay mayor perversión y allanamiento a la tropelía que concebir la igualdad de oportunidades como supresión de requisitos. Por el contrario, con ello se asegura que la desigualdad regirá, pues el acceso queda al albur del servicio al partido de turno.

Cuando una acción impacta de manera individualizada sobre nosotros lo tenemos claro: no nos dejaríamos operar por alguien sin formación en medicina y cirugía, o no queremos que nuestros hijos en su etapa escolar estén en manos de personas sin conocimiento en la materia o sin competencias pedagógicas. ¿Y qué sucede cuando trasladamos esta obviedad al terreno de la gestión pública general?

Entonces, ¿por qué la discrecionalidad propia del liderazgo político de lo público puede ser utilizada en contra del propio interés público? Una cosa es tener margen de confianza en quien se nombra y otra, bien distinta, asaltar los entes públicos como espacio cainita de poder en el que colocar a los afines, poniendo recursos públicos al servicio de intereses partidistas. ¿Se puede generalizar? No. Ni sería ni justo ni conveniente.  Por eso es de sumo interés analizar en detalle y medir lo que está pasando. Es lo que hemos hecho en la Fundación Hay Derecho con El Dedómetro: un estudio que mide el mérito y la capacidad de los máximos responsables de entidades públicas. 

La muestra es de 40 entidades, entre las que hay empresas públicas (Correos, Adif, Renfe, Loterías del Estado o Paradores son algunas), museos, autoridades independientes y organismos reguladores (la AEPD, la CNMV o el Banco de España, entre otros). El periodo incluido es de 20 años, abarca ocho legislaturas, con gobiernos de diferente color político, tanto de partido único como en coalición. El total de directivos examinados: 215.

En la investigación se evalúan la formación, la experiencia profesional general, la experiencia de gestión y la específica en el sector; sobre ello se pondera un factor de vinculación política. En la foto resultante, solamente 39 de los 215 directivos alcanzan el 8 sobre 10, que sería una calificación deseable para cargos de esta envergadura. Pero hay otros datos mucho más relevantes: la politización de los perfiles nombrados es una tendencia en aumento y la rotación se ha disparado. La mitad de los máximos dirigentes de estas entidades públicas no alcanza los tres años de permanencia al frente de las mismas. Y hay algún ejemplo de escándalo: la Entidad Pública Empresarial del Suelo (SEPES), que ha tenido ocho responsables distintos en solo 15 años. ¿Cómo va a ser posible llevar a cabo un plan estratégico mínimamente cabal en estas circunstancias?

También se han evidenciado casos en los que se elige a sus responsables por su solvencia técnica. Son ejemplo positivo la AIReF (Autoridad independiente de responsabilidad fiscal) o –hasta ahora– el Banco de España. En general, los entes regulados como “autoridades independientes” son más exigentes en el perfil y también más estables al tener un mandato con duración preestablecida. En cambio, entre las empresas públicas nos encontramos con un grupo que tiene en común estar presididas una y otra vez por personas no idóneas para el puesto, como si se tratase de retiros políticos. Otro grupo de empresas, el más numeroso, lo mismo tiene al frente a una persona cualificada que a otra que nada tiene que ver con la materia que va a dirigir. Y esto es lo más preocupante: que sea posible cualquier cosa al frente de las empresas públicas. Esta falta de profesionalidad en la dirección pública empresarial no tiene parangón en nuestro entorno comparado, pero sí tiene solución. 

La primera es no asumir desde la ciudadanía que las empresas públicas dependan del mangoneo político de turno, exigir convocatorias públicas y abiertas, con procedimientos selectivos transparentes con base en requisitos objetivos previamente definidos. Es común que en empresas privadas haya procesos de selección competitivos. ¿Por qué, sin embargo, para dirigir las empresas públicas no puede generalizarse este flujo de talento?

El Estatuto Básico del Empleado Público habla de mérito y capacidad, criterios de idoneidad, procedimientos de publicidad y concurrencia, así como evaluación de acuerdo con criterios de eficacia y eficiencia, responsabilidad de gestión y control de resultados. Suena bien, luego, ¿por qué las empresas públicas están excluidas de esto?

El mejor incentivo que podría tener un directivo público profesional es saber que va a ser valorado por su gestión, no por su docilidad para satisfacer intereses ajenos a la misión de la entidad que dirige.

Y el mejor incentivo social es tener acceso a una rendición de cuentas de la gestión pública con absoluta transparencia.

La investigación y todos sus datos se encuentran accesibles en https://www.hayderecho.com/dedometro-2024/.

Artículo originalmente publicado en El Español (23/06/2024).

Amnistía, responsabilidades civil y contable e intereses financieros no estatales

Una de las peculiaridades de la ley de amnistía que acaba de ser aprobada en nuestro país es la extensión de su ámbito objetivo a los actos determinantes de cualquier género de responsabilidad penal, administrativa o contable, e incluso civil, salvo que el perjudicado sea un particular. En otras palabras: para las infracciones realizadas en el marco del procés catalán se renuncia no sólo al castigo, sino también a la reparación, a la restitución o la indemnización por los daños y perjuicios causados a un ente público, incluido el menoscabo de los caudales públicos por alcance o malversación de fondos públicos. 

Por ejemplo, si en el curso de unos desórdenes públicos se destrozó un coche de policía, el amnistiado no sólo no será sancionado, sino que la administración titular de ese coche tampoco podrá exigir que se le indemnice por los daños sufridos. De igual forma, si un funcionario distrajo fondos públicos para destinarlos a una finalidad ilícita, como la organización de un referéndum ilegal, no sólo no recibirá pena alguna, sino que tampoco se le podrá demandar para que restituya el dinero malversado. 

A este respecto, debemos recordar que la responsabilidad civil extracontractual es aquella que impone que «el que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño» (art. 1902 Cc.), con independencia de que el perjudicado sea particular o un ente público. La responsabilidad contable, por su parte, es una subespecie de la responsabilidad civil, que «tiene como finalidad básica conseguir reparar los daños causados a los bienes, caudales y efectos públicos» (STCu 15/20074, de 24 de julio). En este mismo sentido ha insistido el Tribunal Constitucional: «la responsabilidad contable es una especie de responsabilidad civil, no de la penal. Así se desprende inequívocamente de la legislación en vigor y en este sentido la entiende el Tribunal de Cuentas» (ATC 371/1993, de 16 de diciembre).

Pues bien, vaya por delante lo inédito de una amnistía con unos efectos tan amplios, que van mucho más allá de su espacio natural circunscrito al ámbito penal o, como mucho, sancionador administrativo. Como ha constatado la Comisión de Venecia: «La amnistía supone una excepción a la aplicación de la ley penal en vigor justificada en criterios substantivos abstractos. Exime (total o parcialmente) la responsabilidad penal de los autores. Ciertos actos pasan a ser considerados -retrospectivamente- no castigables. Lo sucedido no tiene consecuencias criminales». En efecto, si uno analiza los antecedentes históricos de las amnistías concedidas en nuestro país, no encuentra que las mismas extendieran sus efectos a la responsabilidad civil. Como mucho, a infracciones de índole laboral o sindical, como preveía la de 1977. Tampoco en el ámbito del Derecho comparado. Tomando como referencia las más recientes, la Ley 38-A/2023 de 2 de agosto portuguesa contempla expresamente que no se extingue la responsabilidad civil derivada de los actos amnistiados, o la Ley francesa n. 2002-1062, de agosto establece que la amnistía no podrá afectar a derechos de terceros.

Por tanto, hay que ser muy cauteloso a la hora de extender los efectos de la amnistía más allá de la exención de las responsabilidades de tipo sancionador, por mucho que nuestro Tribunal Constitucional haya ofrecido una definición amplia de este instrumento, como un «fenómeno» que no es lineal y que, como «operación excepcional», permite «eliminar, en el presente, las consecuencias de la aplicación de una determinada normativa -en sentido amplio- que se rechaza hoy por contraria a los principios inspiradores de un nuevo orden político». Y es que, en los supuestos de la responsabilidad civil o contable, no se trata de eliminar las consecuencias de una norma que reprochaba o castigaba una conducta, sino que, lo que está en juego, es la reparación o indemnización por los daños patrimoniales ocasionados.

De hecho, como también tuvo ocasión de declarar el Tribunal Constitucional: «La amnistía extingue la punibilidad y los efectos penales que el delito o infracción produce como hecho penal o sancionable, pero no los efectos que el delito o infracción produce como hecho simple» (STC 122/1984, de 14 de diciembre, FJ. 3). Por lo que son escindibles el reproche jurídico-sancionador del deber de reparación o de indemnización que nace del «hecho simple» que ha causado un daño.

En este sentido, puede sostenerse con solvencia que los deberes de reparación y de indemnización, especialmente cuando los perjudicados sean particulares, se erigen como un límite infranqueable a la posibilidad de extender los efectos de una amnistía. Así se puede deducir analógicamente del art. 15.1º de la Ley de 18 de junio de 1870, que establece que «[s]erán condiciones tácitas de todo indulto: 1º Que no cause perjuicio a tercera persona o no lastime sus derechos». En consecuencia, aunque se extinga por completo la responsabilidad criminal del penado, subsiste la responsabilidad civil para los indultos. Además, la Comisión de Venecia, siguiendo a la Corte Iberoamericana de Derechos Humanos, ha reconocido que sería contrario a los derechos de las víctimas que una amnistía obstaculizara la exigencia de responsabilidad civil por los daños causados. Trasladado esto a nuestra lógica constitucional, podríamos decir que, si una ley de amnistía impidiera a particulares exigir la compensación por los daños sufridos, estaríamos ante una medida de naturaleza expropiatoria que, entre otros, violaría los arts. 33 y también el 24 CE que amparan las pretensiones indemnizatorias de los particulares. Por ello, debe entenderse como una cláusula obligada constitucionalmente la exclusión del ámbito de aplicación de la ley de amnistía de la responsabilidad civil cuando los afectados sean particulares, como hace el art. 8.2 de la Ley de amnistía.

Pero, ¿qué ocurre con la responsabilidad civil cuando el perjudicado sea un ente público o con la responsabilidad contable? Podría alegarse que, entre las exigencias de justicia restaurativa y entre las medidas adicionales para la asunción de las responsabilidades que ha recomendado la propia Comisión de Venecia, se debería incluir el deber de reparación de los daños al Erario Público. 

Ahora bien, es cierto que, a contrario, siempre podría invocarse que quien puede lo más (extinguir responsabilidades de tipo sancionador), puede lo menos (renunciar a los derechos de cobro extinguiendo las correspondientes responsabilidades civiles o contables). Pero también aquí encontramos un límite: lo que el legislador no puede hacer es disponer de los créditos ni de los derechos de otros entes públicos. Es decir: por mucho que se conceda que la amnistía sea en abstracto un instrumento constitucional, y concediendo que el legislador orgánico puede regular que la amnistía sea una causa de exención de la responsabilidad civil y contable (ambas premisas son muy discutibles), lo que no puede admitirse es que una ley estatal de amnistía perjudique los intereses financieros y, en particular, los derechos de resarcimiento de otros entes públicos no estatales. Porque, al final, la extinción de la responsabilidad civil por perjuicios causados a entes públicos, y de la responsabilidad contable como un subtipo de la misma, declarada en una Ley de amnistía supone la extinción legal de los derechos de naturaleza pública de la correspondiente Hacienda Pública y, si la responsabilidad hubiera sido ya establecida, estaríamos ante una suerte de «condonación» legal, que implica un acto de disposición del crédito de la Hacienda Pública por los perjuicios irrogados por la comisión de una infracción patrimonial, entendida como «hecho simple» diferenciado de la correspondiente infracción penal o administrativa-sancionadora, según lo dicho. 

Llegamos así al núcleo de la cuestión, como ha advertido la magistrada García de Yzaguirre (aquí): «¿Puede el Estado, a través de una Ley Orgánica, disponer la extinción de créditos de titularidad de las comunidades autónomas o de los municipios y provincias frente a terceros, sin el consentimiento de dichos sujetos públicos? ¿No estaría invadiendo el Estado las competencias que la Constitución y los Estatutos de Autonomía atribuyen a las Comunidades Autónomas sobre su patrimonio?. Porque, «El coste de reparación de tales daños se tendrá que afrontar, consecuentemente, de forma íntegra por cada entidad pública perjudicada, a través de la asignación de partidas con este fin dentro de los respectivos presupuestos, al no responder de los mismos los sujetos que los hayan causado. Y, en definitiva, se repercutirá en la sociedad en general, al nutrirse el activo presupuestario principalmente de los ingresos derivados de los tributos, es decir, de la contribución de los ciudadanos al sostenimiento de las cargas públicas».

De esta guisa, siguiendo con la reflexión de esta magistrada, podemos responder concluyendo que resulta inconstitucional que el poder legislativo del Estado amnistíe responsabilidades civiles y contables «en relaciones jurídicas de las que no forma parte como acreedor a través de un acto de imperio», ni puede disponer de los derechos de crédito de titularidad de las comunidades autónomas o de las entidades locales. Ya que  «el ámbito de los sujetos públicos perjudicados por las conductas que son titulares de los derechos de crédito que quedan vacíos de contenido al extinguirse por la norma la responsabilidad de los deudores; y la posible invasión de las competencias, cuando menos, de las Comunidades Autónomas (más específicamente de la Comunidad Autónoma de Cataluña) al imponer la norma una extinción del contenido de sus derechos de crédito por responsabilidad civil (y contable), sin su audiencia ni anuencia».

En consecuencia, la única interpretación constitucionalmente admisible de la redacción dada al art. 39.3 LOTCu exige entender que la ley que aprobara la correspondiente amnistía sólo podrá proyectar sus efectos a los daños y perjuicios causados a los entes públicos dentro de su ámbito, pero no a los de otros entes públicos fuera del mismo, menos aún cuando estos tienen garantizada constitucionalmente su autonomía financiera. En concreto, una ley de amnistía estatal no podrá extender sus efectos a los derechos de reparación e indemnización de las Comunidades Autónomas, ni de los entes locales, ni tampoco de la Unión Europea, según lo ya dicho. Por su parte, la remisión del art. 136 CE a que el legislador orgánico desarrollará las funciones del Tribunal de Cuentas no podrá entenderse nunca como una habilitación que permita la desnaturalización y el vaciamiento de contenido de la jurisdicción contable que este órgano debe desarrollar en todo el territorio nacional, que es lo que ocurriría si se le priva a los distintos entes públicos de cauces para poder resarcirse por los daños sufridos que afecten a sus caudales públicos.

Además, en relación con los intereses financieros de la Unión Europea, debe señalarse que la ley de amnistía sólo excluye de su ámbito «Los actos tipificados como delitos que afectaran a los intereses financieros de la Unión Europea» (art. 2.e). Por su parte, la jurisprudencia del TJUE ha hecho una interpretación amplia del concepto de «protección de los intereses financieros de la UE» comprendiendo así cualesquiera delitos, actividades ilegales o actuaciones financiadas con patrimonio público. Por tanto, de acuerdo con la literalidad de la ley, quedarán amnistiadas las infracciones contables no tipificadas penalmente, aunque afecten a los intereses financieros de la Unión, algo que debe reputarse contrario al Derecho comunitario. Todo ello sin perjuicio de que la amnistía podría suponer, a su vez, una vulneración de los principios de igualdad y de no discriminación, reconocidos como principios generales del Derecho de la UE. 

Así las cosas, a la luz de los argumentos presentados, y más allá de muchas otras razones sustantivas que cuestionan la constitucionalidad de esta ley, encontramos aquí razones para atacar la validez de la misma, tanto a nivel constitucional como por contravención del Derecho europeo, en la medida que sus efectos pretenden extenderse a responsabilidades civiles y contables afectando a intereses financieros no estatales.

Jueces imparciales

Creo no equivocarme al afirmar que la recusación judicial no es un asunto que suscite el interés del público. De tanto en tanto los medios de comunicación dan cuenta de la recusación de jueces en algún asunto de interés para la prensa. Lo hemos visto últimamente en dos ocasiones. Una, en el conocido como «caso Barbate», en el que se investiga el asesinato de dos Guardias Civiles al ser embestidos por una embarcación destinada al transporte de droga, cuando un investigado recusó a la jueza instructora por portar durante un interrogatorio una pulsera de la Guardia Civil. Otra, al recusar el Fiscal General del Estado a los magistrados del Tribunal Supremo que deben resolver el recurso interpuesto por una asociación de fiscales (APIF) contra su nombramiento para el cargo, basada en que los recusados estaban «contaminados» por haber dictado sentencia en un asunto anterior en la que, al anular un nombramiento efectuado por el Fiscal General,  atribuían a este haber incurrido en desviación de poder. En ambos casos se cuestionó la imparcialidad de los magistrados, pero ninguna de las noticias ha abierto un verdadero debate acerca de la importancia que la imparcialidad judicial tiene para el correcto funcionamiento del Estado de Derecho. 

Igualmente, es frecuente que desde el ámbito judicial se alcen voces que, al alertar sobre los riesgos que afronta actualmente el Estado de derecho, insistan en la defensa de la independencia judicial, pero rara vez mencionan la imparcialidad. Sin embargo, es ella el verdadero elemento vertebrador del sistema de justicia en cuanto instrumento de resolución pacífica de conflictos.

Es cierto que el artículo 117 de nuestra Constitución, a diferencia de los convenios internacionales más relevantes en la materia, no incluye la imparcialidad entre los atributos de los jueces y magistrados a quienes encomienda en exclusiva el ejercicio de la potestad jurisdiccional – y sí lo hace con la independencia -. Sin embargo, el  Tribunal Constitucional (TC) ha entendido que la exigencia de que el juez sea imparcial está implícita en el derecho a un proceso con todas las garantías consagrado en su artículo 24.2 (STC 113/1987, de 3 de julio; STC 145/1988, de 12 de julio).

La independencia judicial consiste, en esencia, en que el juez, en el ejercicio de su función, no está sometido a ningún tipo de orden, mandato o injerencia, de hecho o de derecho, en particular procedente de cualquier poder del Estado, incluido el judicial. Ahora bien, no basta con ser independiente, porque se puede gozar de independencia y, sin embargo, incurrir en parcialidad al resolver un determinado asunto (por ejemplo, porque se tenga un fuerte interés particular en el mismo). La independencia es requisito o condición de la imparcialidad, porque difícilmente podrá el juez mantenerse neutral y generar en el ciudadano la confianza en que lo es mientras esté sujeto a órdenes o injerencias de terceros. Pero no es suficiente.

El juez independiente tiene que ser, además, imparcial. Y es la imparcialidad la que permite que los ciudadanos puedan confiar razonablemente en que la solución dada a su caso será «justa» (esto es, basada exclusivamente en la ley y no en otras razones ajenas a ella), puesto que tal confianza reposa en la certeza de que el sistema garantiza suficientemente que el juez que decide es, en efecto, juez y no parte – es decir, que no actúa para favorecer a alguna de las partes enfrentadas en el pleito -. Si la ley es igual para todos, el juez que la aplica tiene que permanecer neutral en el litigio.

En esto consiste, en efecto, la imparcialidad: en la ausencia por parte del juez de cualquier prejuicio, sesgo o interés de cualquier clase capaz de influir en su decisión, inclinándole a tomar a priori una posición determinada en relación con las partes o con el asunto. El juez es imparcial cuando permanece ajeno a las partes y a la propia cuestión debatida, a la que se enfrenta sometido en exclusiva a la ley y con una absoluta libertad de criterio, la cual debe ser incluso preservada frente a sus propias simpatías, antipatías, convicciones o prejuicios (STC 8/2024, de 16 de enero).

No se trata, como es obvio, de que el juez no tenga criterio propio sobre un asunto (personal, político, ideológico, religioso, etc), sino de que ello no interfiera en el proceso de escucha activa de los argumentos de las partes, valoración racional de la prueba y aplicación técnica y razonada conforme al estándar constitucional del Derecho que configuran la esencia de su función.

El sistema legal procura preservar la imparcialidad del juez mediante la abstención y la recusación. La Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) enumera en su artículo 219 hasta 16 causas que obligan al juez a abstenerse y permiten a las partes recusarle si no lo hace. Además, ignorar conscientemente una causa de abstención da lugar a responsabilidad disciplinaria (artículo 417.8 LOPJ).

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), al que ha seguido nuestro TC, distingue en su jurisprudencia (por todas, sentencia de 15 de octubre de 2009, Micallef c. Malta) dos planos de análisis que no están completamente separados: uno subjetivo, basado en la existencia de convicciones y comportamientos personales del juez que le inclinan a tomar partido previamente; y otro objetivo, que se centra en establecer si el tribunal (por su composición, por factores de naturaleza gubernativa u orgánica o por las relaciones de cierto tipo existentes entre los jueces y otros actores en los procedimientos) ofrece suficientes garantías para excluir cualquier duda legítima sobre su imparcialidad. Mientras que la imparcialidad subjetiva del juez se presume – por lo que quien la cuestiona tiene que aportar una prueba en contrario -, la objetiva proporciona una garantía adicional al ciudadano, ya que le permite acreditar que se dan circunstancias objetivas y verificables, que, al margen de lo que sucede en el fuero interno del juez, justifican desde el punto de vista de un observador externo sus dudas sobre la parcialidad del tribunal.

Al regular las causas de abstención y recusación, la LOPJ identifica aquellas circunstancias verificables que, de forma tasada, caracterizan supuestos en los que no es esperable que el juez mantenga la neutralidad debida o, cuando menos, son susceptibles de generar una duda legítima en el ciudadano acerca de su parcialidad (parentesco con alguna de las partes, enemistad manifiesta, amistad íntima, interés en el asunto, haber tomado decisiones relevantes sobre dicho asunto anteriormente, etc). La existencia de este marco legal es un dato relevante, aunque no definitivo, en la jurisprudencia del TEDH. Pero el contexto actual obliga a los jueces, en mi opinión, a ir más allá del mismo, por más que el plano de la legalidad sea obviamente el más importante.

Debe quedar claro, ante todo, que la recusación de un juez no pone en entredicho su profesionalidad. Constituye, por el contrario, una garantía en beneficio de la legitimidad del sistema. Como dice el TEDH (sentencia citada, 98) «la justicia no solo debe realizarse, también debe verse que se realiza», ya que lo «que está en juego es la confianza que debe inspirar en el público un tribunal en una sociedad democrática».

Si lo que está en juego es la credibilidad de nuestra justicia y ello atañe a una esfera que pertenece a nuestro quehacer profesional, los jueces deberíamos plantearnos hasta qué punto el contexto actual afecta al modo en el que debemos afrontar el cumplimiento del deber de imparcialidad.

Más allá de respetar, como es obvio, el régimen legal de la abstención y la recusación, si desde un punto de vista subjetivo la parcialidad tiene que ver con  prejuicios y preferencias que interfieren en la decisión neutral del juez, será inevitable que este mantenga un esfuerzo activo y continuo para preservar su propia libertad de criterio. Este es el campo propio de actuación de la ética profesional, que debe identificar y reforzar las reglas éticas esenciales para evitar el riesgo de parcialidad.

Desde un punto de vista objetivo, el juez debe actuar dentro y fuera del proceso de modo que evite que recaigan sobre él dudas o sospechas de parcialidad. Como hemos dicho, tales dudas no determinarán su deber de abstención a menos que vengan respaldadas por algún dato objetivo que las convierta en razonables para un observador externo. Pero cuando surjan de un contexto general de desconfianza hacia los tribunales, como sucede en muchos casos hoy en día, su mera formulación contribuirá a su vez a reforzar aquella percepción general sobre el sistema judicial. Para cerrar el círculo, la percepción que la sociedad tenga del sistema influirá en la valoración que, a propósito del examen de la imparcialidad objetiva, se haga en cada caso acerca de la legitimidad de la duda expresada.

Vivimos tiempos caracterizados por un indisimulado ataque al poder judicial. En este contexto, los jueces debemos reforzar nuestro compromiso con la preservación de nuestra imparcialidad. Más allá del deber de abstención y de la posibilidad de que seamos recusados, es imprescindible que reafirmemos nuestro compromiso ético para mantenernos imparciales. Desde el rigor y la reflexión, hemos de ser críticos con los comportamientos incompatibles con ese compromiso. Y, especialmente, debemos ser exquisitos en nuestro comportamiento dentro y fuera del proceso, porque, como señala el TEDH, en esta materia incluso las apariencias importan. Solo así lograremos salvaguardar la confianza de los ciudadanos en nuestro trabajo.

El enfoque multidisciplinar de la ley de protección de menores: modificaciones en el Código Penal, la intervención de atención primaria y un control parental obligatorio en dispositivos

El entorno digital consiste, en la actualidad, en un espacio vital para el desarrollo de todos los ciudadanos, incluidos los más pequeños, permitiendo enriquecer su conocimiento, habilidades y relaciones sociales. Sin embargo, en la otra cara de la moneda, puede observarse que no está exento de riesgos.

El pasado martes día 4 de junio, el Consejo de Ministros aprobó el anteproyecto de Ley Orgánica para la protección de los menores de edad en los entornos digitales, a los efectos previstos en el artículo 26.4 de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno. Con el mismo se obliga a los poderes públicos a elaborar una estrategia nacional sobre la protección a la infancia y adolescencia en el entorno digital, la cuál deberá ser revisada cada tres años. Esta estrategia prevé incluir medidas de prevención y formación en competencias digitales para los menores, sus familias y los profesionales que trabajan con NNA. Además, se llevarán a cabo campañas de sensibilización sobre sus derechos en el ámbito digital, con especial atención a las amenazas del consumo de material pornográfico.

En el camino a su entrada a vigor

Los siguientes pasos a seguir antes de su entrada en vigor, consisten en primer lugar, en la presentación del informe elaborado por el comité de expertos. Se trata de un comité creado por el Ministerio de Juventud e infancia, ya anunciado en diciembre, con el propósito de realizar un diagnóstico, así como plantear un plan de acción para proteger a los menores de esta exposición, que hoy en día se ha vuelto tan constante. Con este diagnóstico se muestran datos como la edad media de tener el primer móvil o los principales usos que los menores hacen del entorno digital.

 Avisan que dicho informe se presentará el 20 de junio en el plenario, para posteriormente poder ser publicado para la elaboración de la Estrategia. Con ello, se reflejan los primeros pasos hacía la recomendación elaborada por la Organización Mundial de la Salud (OMS), en su plan de acción 2013-2030, de reorganizar los entornos que influyen a la salud mental.

Posteriormente, el texto se enviará al Congreso de los Diputados y al Senado, donde se llevará a cabo su revisión y discusión, asimismo los parlamentarios podrán presentar enmiendas. Se requiere que el texto sea aprobado por ambas cámaras para poder ser sancionado por su majestad el Rey y publicado posteriormente en el Boletín Oficial del Estado (BOE) para su entrada en vigor, permitiendo su implementación.

En busca de la salvaguarda de los derechos fundamentales

Con la citada ley, se busca la protección de una serie de derechos fundamentales de los menores, entre ellos, el derecho a la intimidad, honor y a la propia imagen, contemplado por nuestra Constitución Española (CE) en su artículo 18, así como el derecho a la protección de sus datos personales

El anteproyecto en el artículo 2, consagra estos derechos, preservando el derecho de los menores a ser protegidos de contenidos digitales que puedan perjudicar su desarrollo, a recibir información adecuada sobre el uso de las tecnologías en un lenguaje apropiado para su edad, y a ser informados sobre sus derechos y los riesgos asociados al entorno digital. A mayores, reconoce el derecho de los menores a la información, a ser escuchados, a la libertad de expresión y al acceso equitativo y efectivo a dispositivos, conexión y formación sobre el uso de herramientas digitales.

En esta búsqueda por alejar a los menores de los peligros de internet, la pretendida ley prevé la incorporación de medidas de diversa índole; entre las que se regulan medidas para el sector público y para las empresas tecnológicas, introduciendo reformas legales en el Código Penal.

A nivel sanitario propone incluir medidas para la detección precoz, prevención y atención especializada a menores con patologías asociadas al uso inadecuado de la tecnología, ello se llevará a cabo mediante la incorporación de test durante las revisiones pediátricas rutinarias para poder identificarlo. Asimismo, se garantizará la formación de los profesionales sanitarios en trastornos adictivos relacionados con estos dispositivos. Estas medidas, como hemos adelantado, buscan su alineación con las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud para reorganizar los entornos que influyen en la salud mental de los menores, abordando así los riesgos asociados al uso excesivo o inapropiado de dispositivos electrónicos.

Asimismo, entre las principales líneas de actuación se incorporarán medidas educativas de ciudadanía digital y alfabetización mediática desde edades tempranas, con contenido transversal en asignaturas como educación afectivo sexual, para fomentar la autonomía de los menores y brindarles herramientas para combatir los bulos.

Por otro lado, se prevé otorgar a los centros educativos la potestad para regular el uso de móviles y dispositivos tanto en aulas como en actividades extraescolares, conforme a las disposiciones de las administraciones educativas y en el marco de lo establecido en la Ley Orgánica de Educación.

El objetivo de proporcionar a los menores herramientas y autonomía con los dispositivos tecnológicos para contrarrestar la desinformación, conlleva promover educación sobre privacidad, protección intelectual y riesgos asociados al uso de RRSS.  Para ello se desarrollarán actividades específicas para cada etapa educativa y planes de formación para el personal educativo.

Rol esencial de padres y tutores

Colaborando con las autoridades y las instituciones educativas en la promoción de un entorno digital seguro y saludable para los menores, padres y tutores deberán proporcionar orientación y educación sobre el uso adecuado de Internet y dispositivos electrónicos, es decir, deben estar atentos a esos posibles riesgos y asegurarse de que sus hijos menores accedan a contenidos apropiados para su edad. Como refuerzo a esta labor, el anteproyecto prevé el imperativo a los fabricantes, de que todos sus dispositivos tecnológicos incluyan un control parental gratuito y accesible.  La activación de esta funcionalidad debe realizarse por defecto desde el momento de la configuración inicial, pudiendo ser configurado por padres y tutores de manera clara y sencilla.

En relación con los influencers y RRSS

Los influencers, como prestadores del servicio de comunicación audiovisual estarán sujetos al deber de advertir sobre los contenidos que pudieren resultar potencialmente perjudiciales para los menores. Asimismo, se limitarán sus publicaciones a un horario cuando estas pudieran resultar no recomendadas para los mismos.

El anteproyecto también eleva la edad mínima para ofrecer el consentimiento de datos en redes sociales de 14 a 16 años, considerando que antes de esta edad los menores no disponen de la madurez necesaria para su uso, a diferencia de la regulación que recogía la Ley de protección de Datos. Para abordar la verificación de la edad, el Ministerio para la Transformación Digital y de la Función Pública elaborará guías técnicas para que los proveedores de contenidos implementen sistemas efectivos de verificación, en coordinación con la Agencia Española de Protección de Datos (AEPD) y la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre.

Obligaciones para las empresas del sector tecnológico

Entre ellas, la obligación consistente en el etiquetado informativo, donde se deberán incluir advertencias sobre la idoneidad de los contenidos. Para ello, deberán emplear en su redacción un lenguaje comprensible tanto para menores como personas con discapacidad, permitiendo tomar decisiones informadas sobre su acceso.

La norma también pretende la prohibición -en su artículo 5- de “Loot Boxes” o cajas botín. Se trata de aquellos mecanismos de recompensa, ya que pueden considerarse un riesgo para los menores, que fomenta las conductas de consumo compulsivas y patológicas, facilitando la aparición de riesgos económicos y afectivos. Por ello, los proveedores deberán operar con sistemas de verificación digital que permitan acreditar la edad de los usuarios.

Por último, se regula la esfera de las plataformas de intercambio de vídeos, imponiendo que las mismas cuenten con un enlace directo y visible al canal de denuncias. Su propósito es facilitar a los usuarios la realización de denuncias cobre contenido inapropiado o dañino, y garantizar un acceso sencillo y directo a los mecanismos de protección de menores.

Adaptación del marco legal frente a nuevas modalidades delictivas

La futura ley modificará el Código Penal (CP), tipificando delitos como las utrasificaciones o “deepfakes”, incorporando el “grooming” como circunstancia agravante e introduciendo la orden de alejamiento virtual.

Los “deepfakes” son imágenes, videos o audios manipulados tecnológicamente a través de la IA y extremadamente realistas. Para su tipificación en nuestro Código Penal se incluiría el nuevo artículo 173 bis, en consecuencia, quienes difundan, exhiban o cedan imágenes o audios generados de forma artificial sin su previo consentimiento y con el fin de menoscabar la integridad moral de otra persona, simulando situaciones de contenido sexual o gravemente vejatorias, se enfrentará a la pena de prisión de 1 a 2 años.

Por otro lado, se incorpora como agravante el “Grooming”, entendiendo el término como aquella conducta en que adultos infractores ganan la confianza de un menor sirviéndose de identidades falsas, ficticias o imaginarias, para involucrarlo en actividades sexuales.

En la búsqueda de fortalecer la protección de los menores frente a este tipo de delitos en el entorno digital, sería necesaria la modificación de artículos que tipifican la libertad sexual de los menores, tales como la agresión sexual del artículo 178 CP, el abuso sexual recogido en el artículo 181 CP, la corrupción de menores tipificado en el artículo 183 CP.

Por último, esta ley sorprende con la incorporación de las novedosas órdenes de alejamiento virtual, consistentes en la prohibición de acceso o comunicación a través de las RRSS, foros, espacios virtuales y plataformas de comunicación para los agresores condenados.

Estas órdenes desempeñan un papel fundamental en la previsión del delito y protección de las víctimas. En esta ocasión también nos encontraríamos con diversas modificaciones del articulado legal, artículos como el 33, 39, 40, 45, 48, 56, 70 y 83, se verían afectados.

De la mano del anteproyecto de Ley orgánica de protección a menores en el entrono digital, camina un avance significativo en la protección de los menores en este entorno, abordando desafíos y riesgos planteados por las nuevas tecnologías.

La implementación efectiva de estas medidas dependerá de la colaboración entre el sector público, las empresas del sector tecnológico y la sociedad en conjunto, buscando ese equilibrio entre la evolución y el avance tecnológico y la protección de los menores.

La verdad sobre la corrupción: necesitamos vigilancia y códigos éticos

En la obra teatral Huis Clos, de Jean-Paul Sartre, el protagonista descubría al cabo del rato que se encontraba en el infierno, y que «el infierno son los otros». Los políticos de ambos bandos nos quieren convencer de que, en España, la corrupción son, también, los otros. Basta con ver las declaraciones en que se acusa al otro partido de ser poco menos que una organización criminal. De creer a unos, los políticos del PP son todos comisionistas, con un insaciable apetito por los coches y relojes caros. Si damos crédito a los otros, el PSOE (y su sindicato) es lo mismo, pero con inclinación más por el marisco y la prostitución. Cuando ocasionalmente se acumulan las pruebas contra un miembro del partido propio y no basta el «y tú más» se acude a otra teoría, la de la «manzana podrida»: se trata de un caso excepcional, del único fruto  agusanado en una cesta inmaculada de sacrificados servidores de la cosa pública.. 

La realidad demuestra que ambos relatos son falsos.

Es falso que la corrupción esté alineada con una ideología determinada. Los estudios empíricos no encuentran una correlación entre partidos de izquierda o de derecha. Tampoco hay diferencia entre los votantes: un reciente estudio en EEUU muestra que aunque demócratas y republicanos valoran de manera distinta las cualidades del líder, están de acuerdo en considerar la honestidad la más importante. 

También es falso que la corrupción sean casos aislados en los partidos. Por el contrario, lo más frecuente es que sean tramas complejas que incluyen a numerosos miembros del partido con personas cercanas a estos, sobre todo familiares. Es evidente que la podredumbre, igual que en el cesto de las manzanas, se extiende. Lo que desde luego no existe es una cesta de manzanas puras y otra de podridas, como nos quieren hacer ver. 

Lo cierto es que casi todas las personas, y en consecuencia todas las organizaciones,  se pueden corromper. Los estudios de muchos científicos sociales, como Dan Ariely o Daniel Kahneman,  muestran cuales son los mecanismos que favorecen la honestidad. Sugiero a los políticos gastar menos tiempo en acusar a los demás y más en aplicar estas enseñanzas.

La primera es que la vigilancia o supervisión favorece la honestidad. En su libro Thinking fast and slow, Kahneman refiere el siguiente experimento: los miembros del departamento universitario británico habían pagado el café que tomaban en la oficina depositando la cantidad de dinero fijada en un cartel en una «caja de honradez» (una simple hucha sin control humano ni mecánico). Un día se colocó un póster justo encima de la máquina de café, sin ninguna advertencia ni explicación. Durante diez semanas se alternaban imágenes de flores o de ojos que parecían mirar directamente al que se servía el café. Nadie comentó nada pero la recaudación se multiplicó por tres cuando la imagen era de unos ojos. La primera conclusión del experimento es una confirmación de lo que sabíamos.. Ya a principios del XIX decía el filósofo utilitarista Bentham que «cuanto más te observo, mejor te comportas». Lo que aporta el experimento es que basta la sensación inconsciente de sentirme observado para que me porte mejor. La segunda conclusión sorprenderá a los Rosseaunianos: no todo el mundo es bueno. Al contrario, más del 80% de los empleados del departamento no pagaban la cantidad fijada. Estos altos porcentajes se confirman en los experimentos de Ariely y en otros estudios realizados en colegios y universidades de EEUU.

Otro de los experimentos de Ariely consistía en hacer un test en el que se pagaba en función de las respuestas acertadas, siendo los correctores los propios examinandos. En uno de los grupos se leía antes un código de honor, en otro los 10 mandamientos y en un tercero nada. El fraude era generalizado en este último y casi inexistente en los primeros. Finalmente se ha comprobado también el efecto del conflicto de intereses en las decisiones. En una de las pruebas, se revelaba que las personas eran más proclives a recetar tratamientos más caros si eso les beneficiaba económicamente, aunque fueran menos beneficiosos para el paciente.. 

Estas realidades nos pueden resultar más o menos deprimentes, pero como decía Serrat, «nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio». O quizás hay que enfocarlo de otra manera más positiva: los seres humanos somos frágiles moralmente, pero podemos mejorar si establecemos los sistemas adecuados. 

Lo primero que necesitamos, como hemos visto, es que nos vigilen. Por eso son necesarias normas sobre  transparencia y protección de denunciantes de corrupción, y también órganos independientes y especializados de control. Muchas de esas herramientas ya existen. Sin embargo, los políticos de manera sistemática tratan de anularlas o debilitarlas. El informe del Estado de Derecho de la Fundación Hay Derecho, por ejemplo, revela la creciente reticencia -y rebeldía- de las instituciones a dar la información como les obliga la Ley.  Hay además una tendencia negativa en cuanto a órganos de control. Es preocupante la nueva ley del Gobierno PP-Vox de Baleares, que reduce la transparencia y cierra la Agencia Antifraude. En Madrid se ha reformado el Consejo de Transparencia en una línea que parece debilitarlo, como se ha señalado aquí y aquí.   En  Valencia el nuevo Gobierno ha reducido las obligaciones de transparencia (aquí), aunque al menos se mantiene la agencia antifraude, que había sido puesta como ejemplo a nivel europeo. Tampoco el Gobierno nacional parece tener mucho interés en este control: hace más de un año que se aprobó la ley de protección del denunciante de corrupción y el Gobierno sigue sin constituir la Autoridad Independiente de Protección al Denunciante que la ley prevé y la Directiva europea exige (a punto de publicar de esto post ha aparecido un proyecto de Real Decreto sobre el estatuto de esta autoridad, dando un plazo para alegaciones de… siete días hábiles).

Por otra parte, son útiles también instrumentos que nos recuerden nuestras obligaciones morales. Por eso tiene sentido la creación de códigos éticos. Por eso Hay Derecho va a colaborar con España Mejor para la elaboración de un código ético para los políticos españoles, a cuyo cumplimiento trataremos de comprometer a los políticos.

Muy relacionado con el tema anterior está la cuestión de los conflictos de interés. Aunque ya existe una Oficina de conflictos de intereses, el caso reciente de la esposa del Presidente demuestra que o bien no tiene las competencias adecuadas o no funciona.  Es necesario una nueva regulación y una actividad muchos más intensa y rigurosa de este organismo, como ha señalado recientemente Miriam González Durantez en el Financial Times.

Todo esto no solo es importante, sino también urgente. Los estudios citados advierten que la  deshonestidad es contagiosa y crea tolerancia. Es decir, que si las personas de alrededor son corruptas, será más fácil que nosotros caigamos en lo mismo; y que una vez que se cometen pequeños actos deshonestos, se tiende a cometer otros más graves. Atajar la corrupción desde el principio es por tanto la única forma de evitar su generalización. Esperamos –y debemos exigir– que los políticos abandonen los discursos falaces y hagan lo que se demuestra que es eficaz.