13 de septiembre | Presentación del Informe del Estado de derecho 2024

En una nueva edición de nuestro Club de Debate, estaremos conversando con Rafael Jiménez Asensio sobre su libro El legado de Galdós, una obra que indaga en la idea que Benito Pérez Galdós tiene de España, de su política y sus actores principales.

Venezuela pide cambio a grito pelado

Muchas de las noticias que están llegando estos días de Venezuela no constituyen en absoluto una novedad. A nadie deberían sorprender las estrategias de ingeniería electoral destinadas a forzar la victoria de un candidato (entre otras, los llamados “puntos rojos”) o el hecho de que 7,7 millones de venezolanos emigrantes se vean privados de su derecho de sufragio. Tampoco es novedad el uso desmedido de la fuerza para reprimir las manifestaciones. Ni la violación de derechos humanos, incluyendo asesinatos, detenciones arbitrarias, torturas y otras formas de persecución (ahí están las causas pendientes ante la Corte Penal Internacional). Desafortunadamente, nada de esto es novedad.

En este contexto, es evidente que cualquier proceso electoral termina contaminado, por muy pulcro que sea desde un punto de vista formal, y el resultado, en mayor o menor medida, se ve adulterado. Con todo esto conviven los venezolanos desde hace muchos años y, por ello, es posible afirmar que Venezuela hace tiempo que dejó de ser una democracia en sentido material, para convertirse en una democracia meramente formal, o autocracia. Los ciudadanos votan y eligen a sus representantes, sí, pero lo hacen bajo una serie de condicionantes que alejan por completo a aquel país de los estándares democráticos internacionales.

Desde luego, no constituye novedad alguna que se ponga en cuestión la limpieza de un proceso electoral. Baste como ejemplo significativo el resultado de las elecciones presidenciales de 2013 (convocadas inmediatamente después de la muerte de Hugo Chávez), en las que Nicolás Maduro se impuso a Enrique Capriles por un estrechísimo margen de poco más de doscientos mil votos. El resultado de esos comicios, que supusieron la inauguración de una nueva etapa política (con el paso de una “autocracia competitiva” a una “autocracia cerrada”), siempre ha sido puesto en duda, por la existencia de sospechas fundadas de fraude.

Como tantas veces se ha repetido en este blog, sin Estado de derecho no existe democracia. Y eso que llamamos “Estado de Derecho”, como bien sabe el lector, implica mucho más que el hecho de que los ciudadanos vayan a votar de tarde en tarde. Salvo para aquellos que hayan vivido con los ojos tapados ante la ignominia, por desconocimiento o interés (en España tenemos algunos ejemplos “ilustres”), es bien sabido que los venezolanos llevan mucho tiempo añorando algo que pueda parecerse, siquiera de manera remota, a una democracia plena.

¿Qué hay de nuevo entonces en lo sucedido el pasado 28 de julio? ¿por qué el resultado de estas elecciones presidenciales está siendo puesto en duda por innumerables actores políticos, tanto dentro de Venezuela como en el resto del mundo?, ¿por qué la oposición no está dispuesta a aceptar la victoria anunciada por el Centro Nacional Electoral (CNE) y se siente con la fuerza suficiente para proclamar vencedor a Edmundo González?

En nuestra opinión, la diferencia estriba en una cuestión de grado. En esta ocasión, nos encontramos quizás ante la manipulación electoral más burda y grotesca de cuantas han tenido lugar. Kiko Llaneras analizaba el estado de la cuestión hace unos días en El País (“¿Quién ganó en Venezuela? Los datos de la oposición son más verificables que los oficiales”, 2/8/2024), concluyendo que los datos ofrecidos por la oposición son mucho más fiables que los datos oficiales aportados por el CNE.

De hecho, como señala Llaneras, las cifras de voto oficiales son “extrañamente redondas” (Maduro 51,20000% Edmundo 44,20000% y Otros 4,60000), lo que hace pensar que el número de votos que ofreció el CNE fue calculado a partir de porcentajes, o dicho de otro modo, que el resultado fue “fabricado” sobre la base de un número total de votos y su posterior distribución entre candidatos con base en porcentajes establecidos a capricho.

Más allá de la sospecha fundada de que los datos publicados en la noche electoral fueron creados ad hoc, lo cierto es que, habiendo transcurrido 9 días desde que se celebraron las elecciones, el CNE no ha exhibido un solo documento que respalde las cifras anunciadas. Nos referimos a las actas de escrutinio, un documento completamente necesario para garantizar la integridad de cualquier proceso electoral. Pero no solo no se han publicado esas actas (que sería el escenario óptimo) sino que, en este momento, ni tan siquiera hemos podido conocer los datos desagregados por centros, municipios y regiones.

Sin datos desagregados y actas electorales que sustenten esos datos, ¿cómo confiar entonces en que los resultados anunciados por el CNE se corresponden con los votos emitidos por los venezolanos en las elecciones del 28 de julio? Sencillamente, no es posible. La mentira es de tal tamaño que es imposible obviarla.

Se está hablando mucho sobre los documentos publicados por los opositores que, haciendo un esfuerzo colectivo formidable, han conseguido recopilar y publicar un porcentaje muy relevante (superior al 80%) de las actas electorales. Incluso, contamos con varios análisis efectuados a partir de la base de datos creada por la oposición y publicada en la web  www.resultadosconvzla.com (v.g. “Los resultados en Venezuela según la oposición: por Estado, parroquia y mesa a mesa”, El País, 4/8/2024). Sin duda, esto es muy relevante y no hace sino reforzar la tesis de la existencia de fraude, pero hay que tener en cuenta que, en esta materia, el orden de los factores si puede alterar el producto, en contra del famoso axioma.

El enfoque de partida, a mi juicio, debe ser otro. En términos de normalidad democrática, es la institución electoral (y no la oposición) quién debe garantizar en primera instancia la limpieza del escrutinio, haciendo un ejercicio de transparencia y publicando los datos necesarios a tal fin. Una vez se hayan publicado por el CNE los datos oficiales y las actas, estaremos en disposición de analizar la validez del resultado. Pero mientras esos datos oficiales consistan en seis números (tres cifras de votos y tres porcentajes), es absolutamente imposible efectuar comprobación alguna.

Para concluir, conviene que volvamos a la realidad, muy a mi pesar. Porque como tantas veces se ha dicho, la política es el arte de lo posible. Ciertamente, es impensable que se vaya a producir una auditoría externa e independiente de los resultados de las lecciones del 28 de julio. ¿Publicará el CNE las actas algún día? Probablemente, no. A todo lo dicho hay que sumar que la independencia judicial en Venezuela es una quimera y, por tanto, el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), como árbitro completamente parcial, resolverá lo que convenga al régimen en cada momento.

La idea de que Nicolás Maduro entregue las llaves de Miraflores y se abra un proceso pacífico de transición democrática es altamente improbable. Nadie sabe realmente la forma en que podría desbloquearse esta situación. La puerta de salida no está clara y menos aún dónde pueda estar la llave. Sin obviar todas las dificultades e incógnitas que hay sobre el futuro de Venezuela, hoy debemos situarnos en el lado bueno de la historia. Con este propósito, con total independencia de cual vaya a ser el desenlace de este conflicto político, hoy, las evidencias llevan a reconocer una verdad: que el día 28 de julio de 2024, Edmundo González Urrutia ganó las elecciones presidenciales por una amplísima mayoría. Ahora falta que esa verdad logre imponerse sobre la barbarie.