La mutación forzada de la naturaleza de los contratos administrativos: de contratos públicos a contratos privados

Quisiera tratar de un asunto muy relacionado con la conocida “huida al Derecho privado” (tema sobre el que sí existe una abundante literatura jurídica) pero bajo una perspectiva novedosa, como es el hecho real de imponer, para contratos administrativos ya celebrados, su transformación en contratos privados mediante la subrogación de una empresa pública con forma mercantil en la posición inicialmente ocupada por una Administración pública. Realmente, en los casos de los que tengo conocimiento, no se impone esta subrogación (con alteración de la naturaleza del contrato) pero se condiciona a la resolución del contrato, lo cual es un medio claro de presión sobre el contratista.|

Esta práctica parece ser consecuencia de la escasez o inexistencia de recursos estrictamente públicos (estamos en el año 2011) para hacer frente a obligaciones contraídas en contratos administrativos, que pretenden transmutarse en contratos privados mediante el simple artificio de subrogar a una Empresa mercantil en la posición inicialmente ocupada por una Administración pública. Artificio que, lógicamente, sólo puede prosperar (como no puede ser de otra manera) mediante el consentimiento previo del contratista a tal subrogación que ante la perspectiva de no poder cobrar se ve abocado a prestar su consentimiento.

Pero no es sobre la corrección o incorrección de estas prácticas que quiero pronunciarme ahora (eso sí, denuncio su existencia) sino sobre los efectos reales que son susceptibles de producir en cuanto a la naturaleza jurídica del contrato al que se refieren. Doy por sentado que se trata de contratos cuyo objeto es típico de la contratación administrativa puesto que consisten en la realización de una obra pública. Así las cosas, la cuestiones que se suscitan son las siguientes: i) ¿Cabe hablar, realmente, de contratos privados cuando tanto su génesis como su objeto son claramente públicos? y ii) ¿Podría recibir tratamiento diferenciado la parte del contrato ya ejecutada como contrato administrativo (sujeto, por tanto, a la Jurisdicción contencioso administrativa?

Por lo que atañe a la primera de las cuestiones planteadas, cabe sostener que la naturaleza del contrato no depende de la voluntad de las partes sino de su propio contenido y esencia (los contratos son lo que son, y no lo que las partes quieren que sean), aunque ello topa con el claro inconveniente práctico de que nuestra jurisdicción Contencioso administrativa permanece anclada en el viejo criterio estamentalista. La presencia de una Administración pública sigue siendo, hoy por hoy, requisito indispensable para residenciar un contrato ante la jurisdicción Contencioso administrativa, aunque he de dejar constancia de la existencia de algunas sentencias de TTSSJ en donde se entra a enjuiciar actuaciones relacionadas con contratos suscritos por empresas públicas mercantiles habida cuenta de que su objeto es claramente público. En todo caso, el problema radica en “provocar” el acto previo de una Administración pública (la que tutele a la Empresa pública) ya que, de otro modo, la cuestión procedimental se antoja complicada. Dejo aquí simplemente apuntada la cuestión que, evidentemente, exige una mayor profundidad de análisis, limitándome a sugerir la necesidad de modificar la LJCA para evitar este tipo de abusos en la contratación.

Respecto de la segunda cuestión, entro en materia polémica, por cuanto incide en la posibilidad de escindir temporalmente un contrato admitiendo que la parte inicial del mismo permanezca en sede pública (a todos los efectos) y, a partir de la subrogación de una Empresa pública –y sólo desde ese momento- tenga la consideración de privado. Realmente, no veo inconvenientes insalvables para admitir esta diferenciación de régimen jurídico, porque la subrogación es, en esencia, una novación subjetiva del contrato que al afectar, también, a su naturaleza jurídica produce una novación objetiva que sólo puede ser llevada a cabo con el consentimiento expreso del contratista. De ello se seguiría que si el contratista condiciona su consentimiento a que todas las cuestiones pendientes (impago de certificaciones, sobrecostes por demora, revisión de precios, etc.) sean reclamadas de la Administración inicialmente contratante, el contrato quedaría escindido en dos: el inicialmente suscrito (de naturaleza administrativa a todos los efectos) y el nuevo como consecuencia de la subrogación condicionada (de naturaleza privada). Evidentemente, y sin perjuicio de que la conclusión expuesta requiere matizar muchos aspectos (como es el relativo a la sucesión de contratos), quedarían por resolver otras cuestiones importantes como puedan ser la adscripción determinados aspectos –sería el caso de la liquidación- a uno u otro contrato. Cuestión que, en una primera aproximación al tema, entiendo que podría ser resuelta mediante una especie de “liquidación parcial” del contrato en la que ambas partes deciden imputar a la fase inicial del mismo (lo cual daría lugar, en caso de desacuerdo sobre las cuantías, a la correspondiente reclamación administrativa) unos determinados aspectos, admitiendo que los restantes sean reconducidos  a un contrato privado. Consiguientemente, otro problema más, simplemente esbozado, que coloco sobre el tapete, para cuyo análisis en profundidad acudo a la conocida frase de Kipling “pero eso es otra historia“…

Por qué fallan los controles autonómicos. Artículo de nuestra editora Elisa de la Nuez en el diario El Mundo

Sospechábamos que estos días de cambio en gran número de Administraciones autonómicas y locales iban a ser interesantes, pero era difícil imaginar hasta qué punto. Hoy mismo leemos en los periódicos que los nuevos gestores de Castilla-La Mancha afirman que la comunidad está “en quiebra total” y que probablemente no puedan pagar ni las nóminas. El dato es interesante y la solución se antoja complicada, por eso no está de más reflexionar sobre cómo hemos llegado a esta sorprendente situación, al menos si queremos evitar que tal cosa se repita. Nuestra coeditora Elisa de la Nuez lo hizo ayer en un artículo publicado en el diario El Mundo.|

Pueden leerlo aquí.

El ocaso de la Función Pública en España

En 1995 Iñigo Martinez de Pisón, eligió la frase que ahora utilizo para encabezar este post como título de un estudio sobre las entonces recientes reformas del régimen jurídico de la función pública. Hoy día, tras algunos años de efectividad del nuevo Estatuto Básico del Empleado Público (EBEP), pudiéramos calificar ese título como premonitorio.|

La fuerza de las palabras está en su significado y, por eso, la nueva denominación de la Ley refleja la transformación del modelo que estamos ahora experimentando en el que, primero de hecho y luego de derecho, se esta pasando de un sistema tradicional de función pública, es decir, en el que sus miembros ejercen una función pública vinculados al Estado mediante un régimen de especial sujeción, a un régimen de empleo público, en el que sus miembros son simples trabajadores que prestan sus servicios por cuenta ajena a las diferentes administraciones públicas que les contratan.

La diferencia no es baladí y responde a la configuración actual de cómo se estructura el poder. En el marco de una partitocracia, el político que desempeña cargos de ésta índole no soporta bien la existencia de una burocracia neutral y técnicamente más cualificada que, si bien es un colaborador imprescindible para llevar a cabo los objetivos políticos marcados, sin embargo, al mismo tiempo, también puede constituir un límite en el ejercicio del poder al pretender someterlo a la Ley y al Derecho aplicable en cada momento. Se trata, utilizando la sistemática weberiana, de una manifestación de la tradicional pugna entre un modelo de dominación legal y un modelo de dominación carismática, en el que el rol anteriormente ejercido por la dinastía o la religión, ahora parece desempeñarlo la legitimación otorgada por los procesos de elección democrática.

Esta confrontación constante, en estos momentos y en nuestro país, está terminando por decantarse del lado del poder político, y una de sus manifestaciones se proyecta sobre como se organiza la Administración, de manera que los servidores públicos, progresivamente, van dejando de ser funcionarios públicos que acceden a sus puestos solo después de superar complejas pruebas objetivas y que gozan de gran estabilidad en sus destinos y carreras, para tender a convertirse en empleados vinculados al poder político que gestiona la Administración que los nombra, “relajándose” en extremo la aplicación de los principios de mérito y capacidad en los nuevos procesos de selección e introduciendo, como criterio para la promoción profesional de los funcionarios preexistentes, el criterio de “idoneidad” como un subterfugio para eludir la aplicación de los anteriores.

Según el Registro de Personal del Ministerio de Presidencia en julio de 2010 había unos 2.750.000  empleados públicos. Pues bien, de esa cantidad, casi un 1.100.000 se trata de empleados vinculados en régimen laboral, interinos o eventuales. A estos hay que añadir, según la encuesta de población activa, otros 450.000 trabajadores que prestan servicios en régimen laboral a empresas o entidades que, aún teniendo una personalidad jurídico privada, pertenecen al sector público por ser su capital social o fundacional procedente de alguna administración pública. Tras la aprobación del EBEP ya no solo los puestos de inferior categoría son ocupados por contratados laborales, sino que gracias a los denominados “contratados laborales fuera de convenio” aceptados en los últimos convenios colectivos aprobados, determinados puestos de carácter técnico, tradicionalmente desempeñados por funcionarios públicos, también se están ocupando a través de contratos laborales.

En definitiva, podemos afirmar que en estos momentos, en nuestro país, casi la mitad del personal al servicio de las administraciones públicas ya no tiene la condición de funcionario de carrera. Se está produciendo un proceso de laboralización del empleo público que va en aumento.

Esta dinámica no es exclusiva de nuestro país. Anteriormente se ha vivido en Italia. Allí, como en España, se partió de un modelo de función pública semejante al francés, pero en 1997 se aprobaron leyes que lo laboralizaron, manteniendo el sistema original únicamente para el funcionariado superior, magistrados y asimilados, abogados y procuradores del Estado, personal militar, fuerzas de policía, diplomático y carrera prefectoral. A partir del año 2002, nuevas leyes sobre la función directiva implantaron lo que, a juicio de algunos autores como Parada Vázquez, no es más que un simple spoil system. También en los Estados Unidos, el sistema de provisión de puestos de trabajo públicos ha estado determinado de manera muy relevante por las afinidades políticas o de otro orden, si bien, al menos desde 1978, se ha tendido a introducir mecanismos que garantizan una mayor estabilidad de los gestores que han de desempeñar determinados puestos directivos.

En ese entorno, cada vez será más difícil para las Administraciones públicas atraer a personas brillantes para servir en ellas. Ya en los años 50, C. Wright Mills, al analizar en “Las Elites del Poder”, la organización de la Administración norteamericana señalaba que en una situación de inseguridad política, “no será posible encontrar personal intelectualmente preparado para formar parte de una burocracia auténtica (…) pues así solo se atraen mediocridades que se avienen a una conformidad ciega. No se puede contar con personas moralmente capacitadas si han de trabajar en una atmósfera de desconfianza, endurecida por las sospechas y el miedo”.

En cualquier caso, se trata de un proceso lento y que a mi juicio, aún no es irreversible, pero la sociedad corre el riesgo de que, si no se toman medidas que vuelvan a consolidar los principios de mérito y capacidad como prioritarios a la hora de seleccionar a los servidores públicos, al final de este proceso, nos encontremos con que se ha sustituido una auténtica administración profesional leal al interés general por una pseudo-burocracia formada principalmente por intrusos políticos y asalariados de los partidos políticos cuya objetividad se encuentra viciada por sus lealtades personales o partidarias, en la que el cumplimiento del mandato constitucional del artículo 103 de nuestra Constitución termine siendo meramente nominal y vacío de contenido.

La existencia de una administración eficaz, neutral y preparada constituye un instrumento indispensable para garantizar el mantenimiento de los servicios públicos en una sociedad socialdemócrata como la actual. El ocaso de la una administración de estas características podría comportar también el crepúsculo de nuestro modelo de Estado social.

El peculiar funcionamiento “por objetivos” de determinadas oficinas de la Administración

Voy a contarles a todos ustedes un curioso caso que me planteó el otro día un sorprendido y preocupado cliente, al que los hechos y el trato dispensado en su peculiar peripecia tributaria no le dejaban salir de su asombro. Resulta que el buen hombre compró en el mes de febrero del año 2005, en mi notaría, junto con su mujer, la vivienda que constituye su residencia habitual. Recogida en su día la escritura, la liquidó de los impuestos de transmisiones patrimoniales y plusvalía municipal en los plazos legales, la inscribió debidamente en el registro de la propiedad y, cumplimentados todos esos trámites, la guardó tranquilamente en su casa. En definitiva,  procedió como procede la inmensa mayoría de la gente o, más exactamente, como procede la mayoría de la gente diligente.|

Pues bien, transcurridos más de seis años de todo ello, a finales de marzo de 2011, ha recibido una carta de un recaudador tributario, que tiene cedida por la Comunidad Autónoma la recaudación de determinados tributos, en la que  -amenazándole con el  embargo inmediato de su vivienda- se le reclama el pago del Impuesto de Bienes Inmuebles (IBI) correspondiente al año 2005. Ese fue el año en el que compró su vivienda aunque,  según la vigente legislación de Haciendas Locales, es sujeto pasivo de ese impuesto -y por tanto obligado principal al pago- quien era propietario de la vivienda el día 1 de enero de ese año, o sea -en su caso concreto- la persona que se la vendió. Pero el hecho de que el vendedor ya ha fallecido en la actualidad, unido a que el artículo 73 de la Ley General Tributaria establece una vinculación legal que afecta al adquirente del bien en lo que se refiere a determinados tributos relativos al año natural en que se ejercita la acción administrativa de cobro y al inmediato anterior, ha causado que, con una argumentación enrevesada e ininteligible para el ciudadano corriente, el peculiar recaudador le reclame subsidiariamente a él -reconociendo no haber podido localizar al vendedor fallecido- el pago del IBI de hace seis años.

Por supuesto, en un amenazador escrito de varios folios con abundantes sellos y membretes, nadie le informa de que ese precepto invocado por el recaudador no ofrece cobertura legal a la reclamación de un impuesto de hace tantos años, ni tampoco de que todos los tributos en general,  la reclamación de sus pagos, y la imposición de sanciones, prescriben por el transcurso del plazo de cuatro años, según disponen con meridiana claridad dos leyes hoy plenamente vigentes: la Ley General Tributaria (en su art. 64) y la Ley de Derechos y Garantías de los Contribuyentes (en su art. 24). Y eso que, en puridad, parecería lógico que fuera la propia Administración la que debiera apreciar todo ello de oficio. “Iura novit curia” decían nuestros maestros romanos, expresión que constituye principio indiscutible en cualquier reclamación formulada ante los Tribunales de Justicia.

Pero lo mejor viene a continuación. El pobre señor, lógicamente preocupado, solicita explicaciones en la oficina de recaudación, explicaciones que son despachadas de mala gana exhibiéndole un formulario de reclamación e intimándole a no perder el tiempo presentando recurso alguno, ya que va a perderlo seguro –así le dicen- corriendo el riesgo inmediato de que en “tres días” –literalmente- le embarguen su casa. En resumen que, si no quiere verse en la mismísima calle, a pagar inmediatamente sin rechistar. Aterrado ante tal posibilidad, al agobiado contribuyente se le ocurre ir a visitar y pedir consejo al notario que autorizó su escritura, quien le explica todo lo que antecede y le dice que no dude en presentar el recurso, y que la Ley –por duplicado- está de su parte. El buen hombre, desconcertado ante tal kafkiana situación, vuelve por tercera vez en la misma mañana a la oficina de recaudación y solicita rellenar un formulario de recurso, adjuntando al mismo, una vez cumplimentado con las instrucciones recibidas en la notaría, las fotocopias de los textos legales vigentes que el notario le acaba de entregar.  Al ir a sellarlo al registro de entrada, una empleada de recaudación, quizás enternecida por su cara de profunda angustia, o víctima repentina de un ataque de sinceridad, le dice textualmente que se tranquilice, que probablemente tenga razón, pero que comprenda que ellos tienen que “cumplir objetivos”. “¿Qué objetivos?” le pregunta verdaderamente alucinado nuestro  protagonista. “Pues objetivos de recaudación…”, recibe por respuesta. “Nosotros tenemos que recaudar unas cantidades determinadas que nos ponen como objetivo….”. “Pero… ¿ y si la actividad económica, como en todas partes actualmente, no da para tanto?”. “Pues nos buscamos la vida….”.

Pues sí, amigos lectores, “por objetivos” funcionan determinadas oficinas de recaudación, como también “por objetivos” funcionan las multas de la ORA, y también- según se ha publicado- parecen haberle impuesto “objetivos” hasta a la sufrida Guardia Civil de Tráfico. Y me comentan que también la Agencia Tributaria está actualmente funcionando “por objetivos”. Tal vez yo esté pecando de ingenuidad pero, en mi opinión,  las diferentes Administraciones, en cualquier tiempo y bajo cualquier circunstancia, deberían recaudar por impuestos, tasas, multas o infracciones  lo que tengan que recaudar en un estricto y respetuosísimo cumplimiento de la Ley. Y punto pelota. ¿Qué es eso tan malsonante de los “objetivos de recaudación”?  La Administración debería ser ejemplar en el respeto a la Ley y en su justa interpretación, si luego pretende exigir –y lo hace- que los ciudadanos también lo sean. Y si tiene que acomodar a sus ingresos su nivel de gastos que lo haga de una vez.  Me resulta difícil imaginar a la Hacienda sueca, por poner un ejemplo, reclamando a sus ciudadanos, bajo toda clase de amenazas, impuestos claramente prescritos. Qué quieren que les diga, pero cualquier otro planteamiento, en tiempo de galopante crisis económica, y visto lo aquí narrado, resulta francamente preocupante…. ¿no creen?.

Gastar mucho o gastar bien ¿Es el gasto el único indicador de evaluación de las políticas públicas en España?

El pasado 24 de Febrero el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, compareció en el Congreso de los Diputados para defender la política social realizada por el Partido Socialista en los últimos años. Bajo el lema de “El Gobierno socialista, siempre con las políticas sociales”, Zapatero desgranó, dato a dato, el avance en las políticas sociales en el período 2004 a 2011.|

Sin duda, su discurso y su presentación son un perfecto reflejo de los males que aquejan a España, y los males que nos han llevado a la actual situación de crisis económica e incierto futuro. El discurso se centró en repasar los avances en política social realizada bajo el período de gobierno socialista, desde las pensiones, a la ley de dependencia, pasando por la educación o la sanidad. Todo ello sobre una única línea argumental… la evolución del gasto. La gráfica de evolución del gasto es el centro y el pivote del discurso del Presidente, en el que no deja de mostrar un sentimiento de orgullo por los datos, que no duda en calificar de “concluyentes”.

 Haber incrementado el gasto en una cantidad sin duda muy significativa, se vende como un gran logro. Sin duda, de logro en logro, y de incremento, en incremento hemos llegado a la situación actual. Antes de recibir una avalancha de improperios por criticar los avances en la política social y malinterpretar el objeto de este post, quiero aclarar que la crítica no viene de estos avances, sino de la sorpresa que produce que en todo el discurso, no aparece ni una palabra sobre la evaluación y el diagnóstico de este gasto. Ni una referencia al diagnóstico y a a la evaluación de unos objetivos que toda política pública debería perseguir. Parece que el gasto es bueno de “por sí”, independientemente de si se han producido los resultados esperados, o si habría sido posible hacer lo mismo con un menor gasto. La “evaluación” y el “diagnóstico” parecen palabras ajenas a la política española, y la comparecencia del presidente Zapatero en el Congreso es un digno colofón a esta forma de hacer política, que ha llevado a este país a una situación de fuerte endeudamiento y futuro incierto.

No importa si el gasto ha sido útil … quizás podríamos recordar en este punto el Plan E, para el estímulo de la economía y el empleo, destinado a los ayuntamientos españoles.  No importa si los destinatarios de ese gasto están contentos… podríamos encargar una encuesta sobre el gran avance del gasto en educación, y el tremendo retroceso en la calidad. No importa si ese gasto era realmente necesario, o si realmente había una forma más eficiente de hacerlo. Lo que importa es gastar.

Presumir de haber incrementado el gasto en educación un 86% respecto a la cifra gastada en el año 2004 sería sin duda un motivo de orgullo, si el informe PISA, no se encargase de recordarnos periódicamente que ese gasto no parece que haya sido demasiado efectivo, sino más bien al contrario, podría calificarse de auténtico fiasco si tuviéramos que atenernos a los resultados obtenidos. No parece que esta valoración haya encontrado hueco en el discurso del Presidente. El avance en el gasto en pensiones debe ser sin duda un motivo de orgullo, si viniera acompañado de una muestra de la evolución demográfica, y algún diagnóstico de cómo podrá sostenerse este gasto en el futuro.

Algunos ciudadanos aún estamos esperando la evaluación de un Plan tan anunciado como el Plan E, donde sin duda merecen especial comentario aquellos proyectos, no escasos, donde el cartel que publicitaba el proyecto, a mayor gloria del gobierno, había costado más que el propio gasto del proyecto en no pocos municipios españoles. Villaespasa  en Burgos, Valtablado del Río en Guadalajara, Villarmentero de Campos en Palencia o Aldehuela de Periáñez en Soria podrían hablarnos del tremendo beneficio que sin duda ha supuesto el cartel publicitario que anunciaba el gasto realizado en esos municipios. Gasto sin duda imprescindible en medio de la situación de crisis que asolaba a nuestro país. Sin duda, un gasto efectivo y eficiente que habrá redundado en los “hoy evidentes avances en la competitividad del país”, o en el abundante abono de los “hoy evidentes brotes verdes”.

No es de extrañar que el principal indicador de la eficiencia en la administración pública española sea el nivel de gasto. Si un departamento ha conseguido ejecutar el 100% de su presupuesto se le considera un departamento modelo. Si se ha quedado en un 80% significa que sus funcionarios no han “trabajado adecuadamente”. Las políticas de evaluación de si ese gasto ha producido algún resultado útil, si ha servido para algo, si se han alcanzado los objetivos planteados, o simplemente se ha malgastado el dinero de los sufridos contribuyentes no tienen cabida en la actual administración, sea cual sea su color, su territorio, o su tamaño. Ni siquiera nos atrevemos a plantear la posibilidad de comparar políticas para valorar cuál es la forma más eficiente de alcanzar los objetivos perseguidos, no ya entre administraciones de diferentes países, sino más modestamente entre diferentes autonomías, o ayuntamientos españoles.

Mientras el gasto sea el indicador que mide el éxito de una política pública, mientras la evaluación de la eficiencia, la eficacia y la calidad no tengan cabida en la política española, poco podemos esperar del aprovechamiento del dinero de nuestros impuestos, y poco podemos esperar de la transparencia en la política española. Si la comparecencia de Zapatero pretendía transmitir un mensaje de compromiso con la sociedad y el estado del bienestar, una evaluación con un mínimo rigor, solo puedo sacar una conclusión… despilfarro y escaso interés sobre los resultados alcanzados.

El año en que el presidente de nuestro gobierno se presente ante el parlamento para presentar sus políticas sociales y su discurso no se centre en el gasto, sino en los resultados, y en la eficacia de las políticas aplicadas, y sus datos no muestran una tendencia desbocada en la evolución del gasto, sino una comparativa de cómo los niveles de eficiencia y eficacia alcanzados con el dinero empleado pueden compararse con los mejores del mundo, ese día querrá decir que este país y sus políticos realmente han cambiado. Pero no parece que ese día se encuentre próximo. Quizás si algo podemos encontrar de positivo en una situación de crisis como la que vive nuestro país es que una nueva generación de políticos que surja de esta crisis tendrá que explicar a los ciudadanos españoles con mayor cuidado en qué emplea el dinero público, y no resulte ya suficiente con mostrar unos datos en que ese dinero, cada vez más escaso, se ha gastado, sin una mínima evaluación y diagnóstico de los resultados obtenidos.

Cuando el moroso es tu Administración

El otro día, en una reunión con empresas privadas, sus representantes se maravillaban de los plazos de pago que manejan las Administraciones Públicas con sus proveedores, eso con suerte, porque ya hay algunas, sobre todo Ayuntamientos y Comunidades Autónomas, que hace mucho que no pagan en plazo., o que antes de pagar imponen “quitas” (es decir, rebajas en contratos adjudicados y ejecutados) o amablemente pasan la bola a sus cajas de ahorros para que descuesten (gracias a la intercesión del político de turno) a los sufridos contratistas sus facturas contra las Administraciones Públicas para que al menos las pueden cobrar en un plazo cierto|.

Y en esto alguno de los presentes dijo: “pero eso no es posible ¿no hay una ley que lo prohíbe? Si, hombre, una ley muy reciente. La ley contra la morosidad o algo así”.

Ante tanta ingenuidad, impropia de gente que vive en España en estos años,  tuve que intervenir para explicar que sí, claro, hay una ”Ley contra la morosidad” que se vendió hace unos meses a bombo y platillo como una las panaceas de la crisis: ahora las Administraciones Públicas van a pagar en plazo y todo solucionado.

Pero como saben ya los sufridos lectores de este blog, y los todavía más sufridos editores, una cosa es escribir una norma, hacerse una foto y conseguir un titular y otra cosa es conseguir que la norma se cumpla. Claro que nuestra clase política está bastante más interesada en la primera parte del programa que en la segunda.

Efectivamente, hay una Ley 3/2004 que (trasponiendo una Directiva comunitaria) recogía, en los fantásticos tiempos de la burbuja, una serie de medidas de lucha contra la morosidad de las operaciones comerciales. Reconozco mi ignorancia acerca del grado de cumplimiento que alcanzó en esos años, quiero esperar que alta, pero en cualquier caso estamos hablando de una etapa que ahora nos parece remota y fantástical.

En cualquier caso, esta Ley se modifica ya en plena crisis, por Ley 15/2010 de 5 de julio, entre otras cosas para intentar poner coto a la morosidad creciente y muy en particular a la de las Administraciones Públicas, que ya se estaba manifestando en todo su esplendor. Básicamente, como sabe cualquier proveedor de la Administración, ésta paga cuando quiere, pese a que por supuesto está sujeta a una normativa compleja que regula, como no podía de ser menos, los plazos de pago de los contratos públicos. Nos referimos a la ley 30/2007 de Contratos del Sector Público. Con esto quiero decir que las Administraciones Públicas siempre han estado sujetas a plazos de pago, también antes de la Ley 15/2010,  como los jueces están sujetos a plazos para dictar autos, sentencias, providencias y demás resoluciones judiciales, aunque no lo parezca.

El ámbito de aplicación de esta Ley, tras la reforma introducida por la Ley 15/2010, es “todos los pagos efectuados como contraprestación en las operaciones comerciales realizadas entre empresas, o entre empresas y la Administración, de conformidad con lo dispuesto en la Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público, así como las realizadas entre los contratistas principales y sus proveedores y subcontratistas”

¿Y qué plazos de pago fija? Pues aquí están, en el artículo 200.4 de la Ley 30/2007 también reformado por Ley 15/2010.

“La Administración tendrá la obligación de abonar el precio dentro de los treinta días siguientes a la fecha de la expedición de las certificaciones de obras o de los correspondientes documentos que acrediten la realización total o parcial del contrato, sin perjuicio del plazo especial establecido en el artículo 205.4, y, si se demorase, deberá abonar al contratista, a partir del cumplimiento de dicho plazo de treinta días, los intereses de demora y la indemnización por los costes de cobro en los términos previstos en la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales. Cuando no proceda la expedición de certificación de obra y la fecha de recibo de la factura o solicitud de pago equivalente se preste a duda o sea anterior a la recepción de las mercancías o a la prestación de los servicios, el plazo de treinta días se contará desde dicha fecha de recepción o prestación.”

Reconozco que yo misma me he sorprendido al releer el artículo. Por la sencilla razón de que no se cumplen nunca, o casi nunca, por lo menos ahora. Es más ningún proveedor de las Administraciones (salvo quizá algún ingenuo o algún novato) espera que se cumplan. Es más sabe que si se cumplen habrá tenido mucha suerte.

¿Y por qué pasa esto, pese a las enfáticas declaraciones mediáticas relativas a la aprobación de la Ley, que todo lo iba a solucionar? Pues por la sencilla razón de que, como ocurre tantas veces, no hay ningún incentivo ni positivo ni negativo para que se cumplan. Las “buenas” Administraciones que cumplan con esos plazos no se van a ver beneficiadas, ni ellas ni sus funcionarios, de manera alguna. Las “malas” que incumplan y sean morosas no van a padecer ninguna consecuencia negativa. Es más, al mantener su (escaso) dinero en la caja tienen muchas más posibilidades de tener menos problemas de tesorería y hasta de renegociar con sus proveedores quitas y bajadas que estos aceptarán, por muy ilegales que sean, con tal de que les paguen.   

Si, es cierto, pueden pedirse intereses de demora dice la Ley. Vale, y habrá que reclamarlos lo mismo que la deuda principal. Esto hablando de proveedores de Administraciones que no pagan en plazo, y con las que el proveedor quiere estar a bien, precisamente porque todavía no le han pagado. Por tanto, si un proveedor se lanza a reclamar intereses de demora es que realmente está perdiendo la esperanza de cobrar. Por cierto, también se tiene derecho a indemnización por los costes de cobro. Porque para cobrar, no sobra recordarlo, se incurre en muchos costes.

Pero no hay problema, todo previsto. En el art. 200 bis de la Ley 30/2007 también introducido por la benemérita Ley 15/2010.

 Procedimiento para hacer efectivas las deudas de las Administraciones Públicas. 

Transcurrido el plazo a que se refiere el artículo 200.4 de esta Ley, los contratistas podrán reclamar por escrito a la Administración contratante el cumplimiento de la obligación de pago y, en su caso, de los intereses de demora. Si, transcurrido el plazo de un mes, la Administración no hubiera contestado, se entenderá reconocido el vencimiento del plazo de pago y los interesados podrán formular recurso contencioso-administrativo contra la inactividad de la Administración, pudiendo solicitar como medida cautelar el pago inmediato de la deuda. El órgano judicial adoptará la medida cautelar, salvo que la Administración acredite que no concurren las circunstancias que justifican el pago o que la cuantía reclamada no corresponde a la que es exigible, en cuyo caso la medida cautelar se limitará a esta última. La sentencia condenará en costas a la Administración demandada en el caso de estimación total de la pretensión de cobro.”

En fín, es dudoso que una Administración que no ha pagado en plazo vaya a pagar en vía administrativa los intereses de demora y todo lo demás. Para este viaje ya se espera a la vía judicial, porque recuerden además quienes pagan todos estos intereses y costes: si, exactamente, nosotros.

Todo este viaje legal y tanta declaración pomposa terminará, como es habitual, en una reclamación judicial, donde tampoco se cumplirán los plazos previstos aunque estén previstas unas medidas cautelares (ya se ve que el legislador por lo menos no se engaña respecto a los plazos de los recursos contencioso-administrativos) y tampoco habrá ninguna consecuencia negativa por incumplirlos. Bueno, una condena en costas que de nuevo pagarán los contribuyentes, y tampoco es que eso vaya a ser mañana, si no cuando se dicte sentencia.

Por dar un toque de optimismo, siendo el tenor literal de la Ley tan clarito, y una vez demostrado que se tiene un contrato ejecutado con la Administración y que ésta no ha pagado en plazo, y que se ha emitido la factura (otra triquiñuela frecuente es que pidan que los proveedores no emitan las facturas todavía por trabajos ya concluidos)  etc, etc, parece que los tribunales entenderán que se tiene derecho a los  intereses de demora mas costes de cobro. Pero para entonces puede haber muchos proveedores que se hayan dejado la piel por el camino, especialmente si son pymes. Con las empresas grandes y poderosas es más fácil llegar acuerdos o se las compensa por otras vías, aunque esto da para otro post. Es verdad que los ricos también lloran, pero menos.

Ah, y eso si la Administración morosa tiene dinero. ¿Y que pasa si no lo tiene? Pues que los bienes y derechos  de las Administraciones Públicas son inembargables, inalienables e imprescriptibles, salvo que se trate de bienes patrimoniales (es decir, de propiedad privada, que no se trate de bienes o derechos de dominio público, afectos al uso general o al servicio públicos. Es decir, que no se pueden ni embargar ni vender para pagar al acreedor. Ah, y las Administraciones tampoco van a concurso de acreedores.

Reconozco que a mis amigos de las empresas privadas no les di tantas explicaciones. Simplemente les dije que esta ley, como tantas otras, no servía para nada porque sencillamente se incumplía y no pasaba nada.

Estrategia de reducción del déficit público ¿ilusión o realidad?

De todos es sabido que estamos ante una difícil situación de déficit público donde se han adoptado medidas como recortar sueldos a empleados públicos, congelar pensiones o cancelar algunas inversiones públicas productivas. Sin embargo, en este contexto de austeridad llaman la atención algunas medidas organizativas, de personal y de política de subvenciones, que podrían ir en dirección contraria|: 

1.- Es cierto que el Ejecutivo adoptó un Acuerdo de Consejo de Ministros de 30 de abril de 2010 de racionalización del sector público empresarial. Sin embargo, fijaba el 31 de julio del mismo año como fecha tope para aplicar varias de sus medidas (por ejemplo reducir el número de consejeros en entidades públicas empresariales) que a estas alturas siguen en gran parte incumplidas, algunas por cierto relativas a organismos dependientes del Ministerio de Economía y Hacienda, que es quien está llamado a dar ejemplo en esta materia. 

2.- En dicho Acuerdo el Gobierno optó por fusionar algunas entidades y eliminar otras (y lo mismo ha instado a hacer las Comunidades Autónomas). Y sin embargo, una lectura atenta al BOE permite detectar que se siguen paralelamente creando nuevos órganos: así, Orden CIN/1507/2010, de 27 de mayo, por la que se regula la Comisión Asesora de Política Científica (BOE, 11 de junio de 2010), Real Decreto 822/2010, de 25 de junio, por el que se aprueba el Reglamento de desarrollo de la Ley 10/2009, de 20 de octubre, de creación de órganos consultivos del Estado en el ámbito agroalimentario (BOE, 15 de julio de 2010). Y recientemente, la prensa ha destacado (ver, ABC, 28 de febrero de 2011, pág. 24) que el Anteproyecto de la Ley de Igualdad plantea crear un Alta Autoridad con competencias redundantes con las que se supone ya ejerce el Defensor del pueblo (a su vez ya duplicado por varias Comunidades autónomas). No es que estas funciones no demanden alguien que las desempeñe, pero la pregunta que cabe plantearse es por qué en lugar de extender las funciones de órganos ya existentes, se opta muy alegremente por crear nuevas entidades. Parece que cuando no se sabe muy bien qué hacer para resolver un problema (tanto si ya existía o si se ha creado natural o artificialmente) se recurre a crear un nuevo organismo como medida “fácil y milagrosa”, cuando lo cierto es que tal inflación de órganos y comisiones multiplica las reuniones (además del coste), muy similares (y a veces inútiles) con casi los mismos miembros, complicando así la gestión. 

3.- Paralelamente, cabría pensar que las distintas subvenciones experimentarían al menos una reducción semejante al sueldo de los empleados públicos (esto es en torno a un 5%) y que las no esenciales incluso se eliminarían. Sin embargo, no parece que esto esté siendo así. Por ejemplo, la Resolución de 16 de febrero de 2011 del ICAA (dependiente del Ministerio de Cultura) informa de 73 subvenciones a distintas productoras de cine concedidas durante el año 2010 para asistir festivales “internacionales”. La lista no tiene desperdicio, variando mucho las ayudas concedidas (ver BOE de 2 de marzo de 2011), incluyendo por ejemplo 60.000 euros a una productora para acudir al festival de S. Sebastián mientras que otras dos reciben conjuntamente 16.667,50 por acudir a Toronto. 

4.- Por último, se ha anunciado que se está reduciendo el número de empleados públicos por la vía de limitar la nueva Oferta de Empleo Público al 10% de la tasa de reposición (jubilados). No entramos en la bondad de la medida sino en la contradicción que supone que paralelamente hayan comenzado a florecer las convocatorias de plazas de becarios. Sabemos por Sentencia del TS de 22 de marzo de 2005 (rj 2005/10049) de la Sala de lo Social (entre otras) que el becario debe limitarse a formarse para su propio interés y no de la institución que la recibe. Sin embargo, de nuevo, una atenta lectura del BOE permite plantearse si esto está siendo así o si por el contrario se está acudiendo a becarios como personal barato para impedir convocar nuevas plazas. 

Y todo esto se aplica a la Administración General del Estado, que es la que lo está haciendo mejor en términos de reducción del déficit. Cabe fácilmente imaginar el resultado de analizar la estrategia seguida en algunas Comunidades Autónomas o Ayuntamientos a este respecto.

Beneficios de los altos cargos: ¿un privilegio?

Es curioso constatar como nuestro país a veces en lugar de avanzar parece que se retrotraiga en el tiempo. No sólo porque ahora padezca una crisis que recuerda mucho a la de los años setenta del siglo pasado, con sus burbujas pinchadas y sus similares medidas de ahorro energético. Sino también porque se mantienen o se adoptan medidas que alejan a la clase política de la ciudadanía, rompiéndose con el impulso regenerador del inicio de nuestra democracia. Un buen ejemplo son las pensiones y demás beneficios de los ex presidentes del Gobierno y las comunidades autónomas, los ex ministros y otras altas autoridades del Estado.

Poca gente sabe que su origen se encuentra en la regulación aprobada por el Decreto 1120/1966 y la Ley 4/1974 en pleno periodo franquista. En esa normativa, se establecía a favor de los exministros y altas autoridades del Estado el derecho a una pensión vitalicia del 80% del salario del cargo desde el día siguiente de su cese, simplemente por haber jurado. Que además, era compatible con todo tipo de remuneraciones públicas y privadas. Al inicio de la democracia se consideró que estos beneficios eran excesivos. Y en las leyes de presupuestos 42/1979 y 74/1980 se procedió a recortarlos. Así, se fijó que los ex ministros y otros altos cargos como presidentes de las Cortes Generales, Presidente del Consejo de Estado y Tribunal de Cuentas en lugar del derecho a una pensión vitalicia tienen derecho a cobrar una indemnización del 80% de las retribuciones asignadas al cargo del que cesaban divididas en doce mensualidades. Que se cobra por el mismo número de meses en que se hubiera ocupado ese puesto, con un máximo de 24 mensualidades. Eso sí, como hasta entonces, compatible con otras remuneraciones públicas o privadas que pudieran percibir simultáneamente tras su cese. Asimismo, se fijó su derecho a una pensión de jubilación equivalente al 80 del salario mencionado a recibir desde la edad en la que los funcionarios acceden a la jubilación, con la sólo incompatibilidad de las pensiones que provengan del régimen de clases pasivas.

Una vez pasado ese esperanzador comienzo regenerador, en lugar de ir reduciendo los privilegios, se fueron extendiendo, desde mediados de los ochenta del siglo pasado, por diversas normas –Ley 21/1986, Ley 31/1992, Ley 13/1996- a las nuevas altas autoridades del Estado: Fiscal General del Estado, Defensor del Pueblo, Presidente del Tribunal Constitucional, Presidente del CGPJ y Jefe de la Casa de su Majestad el Rey, así como a los Secretarios de Estado y asimilados. Todos los cuales pasaron a gozar de similares ventajas que los ex ministros y altas autoridades ya reconocidas desde el franquismo.

Por otra parte, teniendo en cuenta que en España había ya dos ex presidentes de la democracia, en el año 1983 se aprobó una norma para regular el Estatuto de los ex presidentes del Gobierno. Que fue sustituida por el RD 405/1992. Por el cual, disfrutan desde su cese del tratamiento de “Presidente”, apoyo de la representación diplomática en el extranjero, una dotación para gastos de oficina, alquiler de inmuebles, la adscripción de dos puestos de trabajo, coche oficial, seguridad pública, libre pase en las compañías de transporte del Estado y la indemnización prevista para los ex ministros. Beneficios, todos ellos compatibles con las remuneraciones que obtengan de su actividad pública o privada. Que la experiencia nos dice que suele ser ejercida habitualmente por los ex presidentes y bien remunerada. Igualmente tienen derecho a la misma pensión prevista para los ex ministros a partir de los 65 años. Sin olvidar que últimamente han añadido, tras la Ley Orgánica 3/2004, la posibilidad de ser miembros del Consejo de Estado con la condición de consejeros natos vitalicios. Lo que ni Aznar, ni González han aceptado. Entre otras cosas porque este cargo si es incompatible con la actividad privada.

Ahora bien, esto no queda aquí. Como vivimos en un Estado Autonómico, en el que las comunidades pretenden emular al Estado, la mayoría de ellas han establecido privilegios similares para sus ex presidentes y altos cargos. De forma que el pecado original de esos privilegios franquistas se ha incrustado en las autonomías. La madrugadora en ese reconocimiento fue el País Vasco -Ley de Gobierno en el año 1981- para posteriormente irse extendiendo a otras; sobre todo desde la década pasada. Las comunidades que han determinado mayores ventajas para sus ex presidentes son el País Vasco, Cataluña, Andalucía, Extremadura y Galicia. En ésta última se llega a decir, lo que casi parece de chiste, que los ex presidentes tendrán el apoyo de la Casa de Galicia en Madrid y de las delegaciones de la Xunta en el exterior. Las otras comunidades suelen regular para sus ex presidentes medios materiales y personales y la condición de consejero del consejo consultivo autonómico correspondiente. Un ejemplo es Madrid donde recientemente en la Ley 26/2008, que creó su consejo consultivo, se ha fijado la condición de consejeros natos vitalicios de los ex presidentes. Aunque siempre hay excepciones. Para ser precisos hay que resaltar que cuatro comunidades: Cantabria, Aragón, Baleares y Canarias no tienen ninguna regulación especial.

En este post, no vamos a entrar en cómo podría ser un régimen distinto, más acorde con los valores de nuestro sistema democrático. Pero no quiero terminar sin decir que sería razonable que los ex presidentes de las comunidades y la mayoría de los altos cargos no tuvieran beneficio alguno. Y que los de los ex presidentes del Gobierno fueran incompatibles con cualquier actividad privada. Sin perjuicio de reconocerles la importante función que han realizad para el país. En otro post tratará más extensamente sobre ello y las regulaciones de otros países.

La sombra de una duda o el deber de inhibición o abstención. Caso Chaves

Una vez más es noticia el lamentable doble rasero que nuestros políticos se aplican a sí mismos en relación con lo que se les exige a los ciudadanos, al menos a los ciudadanos de a pie. Lo digo porque al parecer las sentencias condenatorias del Tribunal Supremo son firmes para todo el mundo menos para los políticos…y los banqueros. Aunque eso merece otro post.

Empezando por el título de nuestro post, recientemente el TSJ de Andalucía ha dicho algo obvio: que el ex Presidente de la Junta y actual Ministro de Organización Territorial, Sr. Chaves, tenía el deber de abstenerse en el procedimiento de concesión de una subvención de la que se benefició una empresa en la que su hija figuraba como apoderada. En tal condición, lógicamente, firmó la solicitud de subvención y recibió la notificación de concesión. El tenor de la Ley 3(2005 de 8 de abril de Incompatibilidades de Altos Cargos de la Junta de Andalucía no deja mucho lugar para la interpretación cuando señala en su artículo 7.1 que:

“Los titulares de altos cargos están obligados a inhibirse del conocimiento de los asuntos en cuyo despacho hubieran intervenido o que interesen a empresas, entidades o sociedades en cuya dirección, asesoramiento o administración hubiesen tenido alguna parte ellos, su cónyuge, pareja de hecho inscrita en el correspondiente Registro o persona de su familia dentro del segundo grado civil.”

Sentado que la apoderada y asesora jurídica de la empresa es hija del Sr. Chaves y que éste conocía esta circunstancia (la de que era apoderada de la empresa beneficiaria de la subvención) no hay nada más que decir, hay que abstenerse (o inhibirse en terminología de la ley de la Junta) y ya está. Es más, a mi juicio ni siquiera es necesario el conocimiento por parte del alto cargo de esta circunstancia, puesto que la ley no lo exige, aunque si no lo hubiere (que no es el caso como señala el TSJ, el sr. Chaves sabía perfectamente que su hija era la apoderada y asesora jurídica de la empresa) quizá podría no apreciarse la existencia de culpabilidad en cuanto a la imposición de la sanción disciplinaria que merece el sr. Chaves por este incumplimiento.

La misma Ley citada señala en su art.15 lo siguiente:

“ 1. A efectos de esta Ley, se consideran infracciones muy graves:

a. El incumplimiento, por los titulares de altos cargos, de las normas sobre incompatibilidades, y sobre abstención e inhibición a que se refieren los artículos 3 y 6, y 7, respectivamente, de la presente Ley, cuando se haya producido daño manifiesto a la Administración de la Junta de Andalucía.”

Y si no se hubiera producido ese daño manifiesto, tenemos que:

2. Se consideran infracciones graves:

a. El incumplimiento, por los titulares de altos cargos, de las normas sobre incompatibilidades, y sobre abstención e inhibición a que se refieren los artículos 3 y 6, y 7, respectivamente, de la presente Ley, y no constituyan infracción muy grave de las previstas en la letra a del apartado anterior.”

Es decir si hay daño manifiesto a la Administración de la Junta (a mi entender si la subvención no se debió haber concedido) la infracción es muy grave, pero ojo que aunque la subvención estuviera bien concedida la infracción seguiría siendo grave. No hay escapatoria.

Por tanto, si el sr. Chaves no se abstuvo y con independencia de si la subvención estuvo bien o mal concedida, que esto es otro tema, tenía que haberse iniciado por la Junta de Andalucía el correspondiente procedimiento sancionador, dado que no abstenerse cuando hay deber de hacerlo es una conducta susceptible de sanción administrativa, muy grave o grave.

No solo esto, la sanción que conlleva esta infracción es bastante importante para un cargo público. sigue diciendo el art.17 de la misma Ley:

“1. Quienes hubieran sido sancionados por la comisión de una infracción muy grave de las tipificadas en esta Ley serán, en su caso, cesados y no podrán ser nombrados para ocupar cargos de los relacionados en el artículo 2, por un período de entre tres y diez años.

2. Quienes hubieran sido sancionados por la comisión de una infracción grave de las tipificadas en esta Ley serán, en su caso, cesados y no podrán ser nombrados para ocupar cargos de los relacionados en el artículo 2, por un período de hasta tres años.

3. En la graduación de las medidas previstas en este artículo se valorará la existencia de perjuicios para el interés público si no se hubiera tenido en cuenta para tipificar la infracción, el tiempo transcurrido en situación de incompatibilidad, la repercusión de la conducta en los administrados y, en su caso, la percepción indebida de cantidades por el desempeño de actividades públicas incompatibles.”

Parece muy claro. Y lo es. El deber de abstención o inhibición que configura nuestro Derecho, en particular el Derecho administrativo pero no exclusivamente, dado que la figura lógicamente tiene aplicaciones en otros ámbitos (como el de la Administración de Justicia donde por cierto el tema es bastante sensible y da lugar a las famosas recusaciones) tiene por finalidad apartar de la toma de una decisión, la duda de que esta decisión se haya visto influenciada por una relación previa de cualquier tipo (positiva o negativa, valga la expresión) entre quien está llamado a adoptarla y quien va a ser beneficiado o perjudicado por ella. El concepto es pues sencillo, se trata de conseguir que quien está en situación de decidir y tiene relación de amistad o enemistad (ya sea familiar, afectiva, profesional, etc) con las personas a las que esta decisión puede beneficiar o perjudicar se aparte voluntariamente (y transitoriamente) de ese procedimiento y se abstenga, es decir, no tome la decisión, dejando paso a que decida en su lugar otra persona (suele estar previsto quien debe de ser) en el que no recaiga “la sombra de una duda” por utilizar el título de una estupenda película de Hitchcock.

Por cierto, como saben todos los cinéfilos, en “La sombra de una duda” el protagonista resultaba ser culpable, así que de sombra nada.