La importancia de las ciencias de la conducta en la función de los jueces. A propósito del caso de “la Manada”.

El enfoque de Rodrigo Tena en el post publicado en este mismo blog es muy interesante y aclaratorio para los legos en materia jurídica y, más aún, penal, aunque no siempre fácil de seguir, pero me gustaría detenerme en algo que me ha causado sorpresa, aunque ya en otros momentos me había llamado poderosamente la atención: la importancia de las palabras o términos, de las piezas del léxico jurídico recogidas en los diferentes códigos y, cómo de su interpretación en un sentido u otro, puede derivarse un tipo penal u otro, una condena u otra, o incluso la libertad o privación de la misma por larguísimo tiempo.

Antes de citar las palabras o términos a los que me refiero en el caso de la sentencia de La Manada, y que Rodrigo Tena cita al final de su entrada, diré que el lenguaje es a veces (para algunos autores casi por definición) ambiguo, y que esta ambigüedad se puede dar en los distintos niveles – o componentes – del mismo: léxico, oracional y discursivo/conversacional. El factor que permite eliminar la ambiguedad por excelencia en todos estos casos es el contexto. Este es capaz de atribuir un significado preciso a una palabra – oración, fragmento de texto o discurso – que fuera de contexto es ambigua y por tanto difícil de interpretar, o incluso no interpretable. Pero las palabras tienen detrás (por hacer una analogía topológica) conceptos, o, dicho de otra manera, a cada palabra subyace una entidad conceptual o varias. Y los conceptos, según algunas de las teorías actuales de representación conceptual, son borrosos, pues sus límites son borrosos. Hay muy pocos tipos de categorías o conceptos bien definidos, y desde luego no los de tipo psicológico o sociológico.

Por ello, cuando he leído – y oído en algunos medios – que dos de los conceptos fundamentales en este juicio porque determinan un tipo penal más o menos suave son prevalimiento e intimidación, y en función de ellos el consentimiento, todo ello para determinar si hubo abuso sexual o violación, y por tanto un tipo de condena u otro, me ha invadido la perplejidad más absoluta y por qué no decirlo una enorme desazón y miedo.

¿Es que las fronteras o límites conceptuales en las que encajan los términos de prevalimiento e intimidación son claras y están bien definidas? ¿Es que el consentimiento como concepto está bien definido y en circunstancias psicosociológicas tan especiales como las que nos ocupan en cuestión de si hubo o no hubo? ¿Es que, como se ha dicho tantas veces, al tomar el juez la determinación de si estos conceptos se aplican de una manera u otra, con consecuencias tan diferentes, no se está “tirando” de creencias, experiencias propias, conocimiento del mundo, etc.?

Especialmente interesante es el último párrafo y reflexión final, pues Rodrigo Tena pone de manifiesto claramente la necesidad de que el oficio de juez actual… tiene que superar los viejos odres conceptuales, y yo añadiría conocer bastante más psicología cognitiva, emocional y motivacional

Pero vayamos algo más allá, y pasemos de la dificultad del lenguaje jurídico en cuanto a establecer y aplicar unos significados precisos y bien definidos (con la gravedad que ello tiene en la determinación de los tipos penales),  a ciencias actuales de la conducta y la cognición: más en concreto a la neurobiología y psicobiología, y su importancia en la labor actual de los jueces.

El periódico El Español del 1 de Mayo aborda en este artículo el fenómeno de la sideración psíquica, o bloqueo psicológico y apatía, que sufren las víctimas de una violación o ataque sexual al no poder responder adecuadamente a una situación tan traumatizante  y como mecanismo de defensa ante la misma. Las  afectadas  pierden la memoria, al menos parcial, del suceso  debido a un miedo paralizante. Este fenómeno lo explica hoy la Neurociencia – en concreto la neurobiología – como una liberación de hormonas por parte del cerebro que, de alguna manera, anestesian y paralizan- dejan helada- a la víctima. (Como recoge el artículo de A. Saviana en la revista Marianne del 28 de Abril y el de  A. Breteau en la misma revista del 27 de Abril).

En Francia, dada la importancia de entender  este fenómeno para  poder comprender a las víctimas de violación e interpretar adecuadamente sus declaraciones, se celebran desde el año 2013 unos seminarios de 15 días sobre este tema, en la  Escuela Nacional de la Magistratura (ENM). Esto permite a los jueces que han asistido a los mismos interpretar y juzgar con mayor conocimiento de causa  a las mujeres  víctimas de violación. En 5 años han pasado por estos seminarios  la octava parte del cuerpo de magistrados y algunos de los que no han pasado por ellos, parecen haberlo lamentado a la hora de tomar declaración a mujeres violadas.

Por su parte, un psicólogo del Dto. de Psiquiatría de la  Harvard Medical School,  J.W.Hooper, (por cierto muy oportunamente citado por  P. Botín en un twit),  ha abordado más en profundidad este proceso de sideración en este artículo del Washington Post  explicando la existencia de unos circuitos cerebrales del miedo  y el papel de determinadas estructuras cerebrales – la amígdala y el córtex prefrontal- que se ven directamente afectadas en casos traumáticos, no solo de violación, pero obviamente también en estos. Este artículo surgió al parecer debido a la necesidad de interpretar las declaraciones a veces asistemáticas, inconsistentes, aparentemente erráticas  por parte de individuos que habían sufrido   violaciones en los colleges y campus.

Dicho artículo, en el marco de la neurobiología del trauma, es enormemente explicativo de lo que puede suceder a una persona en situaciones muy traumáticas: violaciones, guerras, etc., y dicho autor ha formado en este tema entre otros profesionales  a numerosos jueces.

Como se puede ver no todas las personas,  tienen idénticas reacciones ante episodios de violación, y, en general, traumáticos, y aunque la evolución haya determinado básicamente conductas bien de  huída o bien de lucha ante un peligro inminente, no tienen por qué darse exclusivamente estos dos tipos de respuestas.

Pero ello nos haría entrar en la Psicología de la Personalidad y de las diferencias individuales.

 

Intentando blindar el sector del taxi frente a la competencia, los tribunales y el interés público

Las más relevantes normas jurídicas que en nuestro país disciplinan la actividad del taxi son el fruto de la captura de prácticamente todas las autoridades reguladoras, desde el más modesto Municipio hasta el Gobierno de España, por los operadores establecidos en este sector. Lo cual no debería sorprender a nadie. Se trata de un fenómeno bien estudiado desde el punto de vista teórico y corroborado por abundantes evidencias empíricas. Así ocurre también en otros muchos países. No somos los únicos.

El Real Decreto-ley 3/2018, de 20 de abril, por el que se modifica la Ley de Ordenación de los Transportes Terrestres en materia de arrendamiento de vehículos con conductor, constituye la enésima muestra, no por esperable menos desazonadora y cuestionable.

Esta disposición eleva a rango legal dos normas que ya estaban formalmente vigentes en nuestro ordenamiento jurídico desde que las reintrodujera el Real Decreto 1057/2015, de 20 de noviembre. La primera, la más importante, es la que podríamos llamar ratio 1/30:

«… a fin de mantener el adecuado equilibrio entre la oferta de ambas modalidades de transporte [VTC y taxis], procederá denegar el otorgamiento de nuevas autorizaciones de arrendamiento de [VTC] cuando la proporción entre el número de las existentes en el territorio de la comunidad autónoma en que pretendan domiciliarse y el de las de [taxi] domiciliadas en ese mismo territorio sea superior a una de aquéllas por cada treinta de éstas.

No obstante, aquellas comunidades autónomas que, por delegación del Estado, hubieran asumido competencias en materia de autorizaciones de [VTC], podrán modificar la regla de proporcionalidad señalada en el párrafo anterior, siempre que la que apliquen sea menos restrictiva que esa».

La segunda es la restricción del 20 %:

«Sin perjuicio de que… las autorizaciones de [VTC] habilitan para realizar servicios en todo el territorio nacional, sin limitación alguna por razón del origen o destino del servicio, los vehículos que desarrollen esa actividad deberán ser utilizados habitualmente en la prestación de servicios destinados a atender necesidades relacionadas con el territorio de la comunidad autónoma en que se encuentre domiciliada la autorización en que se amparan.

En todo caso, se entenderá que un vehículo no ha sido utilizado habitualmente en la prestación de servicios destinados a atender necesidades relacionadas con el territorio de la comunidad autónoma en que se encuentra domiciliada la autorización en que se ampara, cuando el veinte por ciento o más de los servicios realizados con ese vehículo dentro de un período de tres meses no haya discurrido, ni siquiera parcialmente, por dicho territorio».

Esta segunda norma viene a ser accesoria de la primera, pues la restricción de la oferta que supone la existencia en una comunidad autónoma de la referida ratio podría quedar significativamente debilitada si se permitiera a los VTC domiciliados en otras Comunidades Autónomas operar aquí con carácter habitual.

El objetivo pretendido, como bien han señalado los medios de comunicación, es tratar de «blindar» ambas restriccionesfrente a la posibilidad de que el Tribunal Supremo, en la inminente Sentencia que ha de dictar sobre la legalidad del Real Decreto 2057/2015,las anule y, seguidamente, pueda entrar en este sector un número potencialmente ilimitado de nuevos competidores. El Gobierno cambia a mitad de partida las reglas del juego con el fin de burlar las consecuencias jurídicas de una decisión judicial que intuye puede serle desfavorable.

No suena muy bien, ciertamente (sobre los problemas de inconstitucionalidad que plantean estas «convalidaciones legislativas», véase la tesis doctoral de Andrés Boix). En esta breve entrada pretendemos poner de relieve que dicho intento de blindaje es un disparate económico y jurídico. Lo primero, porque ningún fallo de mercado, ningún interés legítimo, ninguna razón que tenga que ver con el bienestar del conjunto de la sociedad, justifica establecer restricciones cuantitativas de la oferta en el sector de los taxis y los VTC, con los enormes costes que éstas encierran para los consumidores y las personas que podrían acceder a él para prestar sus servicios.

Ninguno de los argumentos que tradicionalmente se han esgrimido para respaldar dicha restricción cuantitativa es válido a estos efectos (para más detalles, véase el estudio que elaboró la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, así como elque el autor de estas líneas publicó sobre el particular). El de la necesidad de reducir la polución ambiental y la congestión del tráficoes cuestionable por varias razones. La primera es que, si se quiere lograr ambos objetivos, lo que habría que hacer es reducir de alguna manera el número global de turismos privados que circulan por nuestras ciudades –por ejemplo, aplicando un impuesto ambiental–, y no sólo el de taxis o VTC en particular. La segunda es que aquella limitación puede resultar inútil o incluso contraproducente para alcanzar dicha reducción. No está en absoluto claro que una restricción tal de la oferta de éstos vehículos vaya a repercutir positivamente sobre el medio ambiente y la fluidez del tráfico. Es posible que algunos individuos que viajarían en taxi o VTC si la oferta fuese mayor recurran a vehículos privados y que, por ende, la polución y la congestión acaben agravándose.

El argumento de que la restricción facilita el cumplimiento de la normativa reguladora del sector –ya que las rentas monopolísticas que obtienen los operadores hacen que éstos tengan escasos incentivos económicos para arriesgarse a perder sus licencias por un incumplimiento–tampoco es de recibo. La Administración dispone de otros medios efectivos y menos restrictivos de la competencia para garantizar la observancia de la ley.

Debe tenerse en cuenta, también, que si el número de taxis o VTC queda por debajo del que existiría en un mercado libre, los tiempos de esperade los usuarios serán superiores. La restricción de la competencia resultante minará significativamente los alicientes que los empresarios tienen para mejorar la calidad del servicio. Y la circunstancia de que en el mercado secundario se paguen a sus titulares decenas de miles de euros por las licencias de taxi o VTC –¡que la Administración adjudicó gratuitamente en su día!– indica que los operadores están obteniendo una suerte de rentas monopolísticas, cobrando precios superiores a los que los usuarios pagarían en un mercado donde la oferta no estuviera artificialmente limitada.

De hecho, en algunos países, la referida restricción cuantitativa nunca ha llegado a establecerse o ha sido eliminada, y los resultados pueden considerarse en líneas generales positivos. Pensemos, sin ir más lejos, en lo ocurrido en España. El incremento de la oferta de VTC propiciada por tímida liberalización del sector producida entre 2009 y 2015 no ha supuesto perjuicio alguno para los usuarios, sino más bien lo contrario. Resulta sumamente significativo que los VTC, pensados originariamente como una suerte de «taxis de lujo» o «calidad superior», estén prestando sus servicios a precios en líneas generales inferiores a los que se pagan por los propios taxis. La teoría económica y la experiencia, tanto la propia como la foránea, sugieren que el bienestar de los consumidores y, en general, el de la sociedad en su conjunto podrían incrementarse todavía más si desaparecieran definitivamente de este mercado las restricciones cuantitativas como las aquí analizadas.

Desde el punto de vista jurídico, al Real Decreto-Ley 3/2018 se le pueden poner varias objeciones. La más seria, en mi opinión, es que el Estado carece manifiestamente de competencia para regular este sector. En su disposición final primera dice dictarse «al amparo de lo dispuesto en el artículo 149.1.21.ª de la Constitución, que atribuye al Estado la competencia sobre los transportes terrestres que transcurran por el territorio de más de una comunidad autónoma». En su preámbulo se afirma la necesidad de que a la actividad de los taxis y los VTC se aplique «un régimen único en todo el territorio nacional».

La interpretación que ahí subyace es surrealista. De los artículos 149.1.21.ª y 148.1.5 de la Constitución, así como de todos los Estatutos de autonomía, se desprende claramente que esta materia pertenece a la esfera competencial de las Comunidades Autónomas. De hecho, algunas de ellas ya han legislado sobre el particular (véanse, por ejemplo, el Decreto-Ley catalán 5/2017y la disposición adicional tercera de la Ley valenciana 13/2007, del taxi). Según declaró el Tribunal Constitucional en su Sentencia 118/1996, el Estado no ostenta competencia en materia de transportes para regular, ni siquiera con carácter supletorio, aquellos que transcurren íntegramente por el territorio de una sola Comunidad. Y, como a nadie se le escapa, los transportes realizados mediante taxis o VTC prácticamente nunca discurren por el territorio de dos o más de ellas. El número de carreras intercomunitarias se aproxima mucho a cero. Es más, éste es un mercado esencialmente urbano. La abrumadora mayoría de los trayectos se desarrollan dentro de un mismo término municipal.

La circunstancia de que el Estado permita que los VTC domiciliados en una Comunidad Autónoma operen ocasionalmente en otra no altera las cosas, obviamente. En primer lugar, porque ese permiso no cambia la naturaleza intracomunitaria de los servicios de transporte prestados, que siguen transcurriendo prácticamente siempre por el territorio de una Comunidad. En segundo término, es dudoso que el Estado pueda ampararse en el citado artículo 149.1.21.ª para establecer semejante norma, toda vez que con ella está afectando a transportes intracomunitarios. Nótese, además, que en virtud de un razonamiento semejante el Estado podría convertir en estatal también la competencia para regular otros transportes terrestres, como el del taxi, que nadie discute es autonómica. Bastaría para ello que el Estado permitiera a los taxis domiciliados en una Comunidad operar ocasionalmente en otra.

Resulta sumamente significativo, en fin, que el propio portavoz del grupo político del Gobierno en el Senado reconociese en los debates parlamentarios que precedieron a la Ley 9/2013, por la que se habilitó al Gobierno para regular el mercado de los VTC, que ésta «es una competencia de las Comunidades Autónomas… que no tiene por qué venir directamente regulada desde aquí».Aunque lo cierto es que también en esa ocasión el legislador estatal acabó plegándose a las exigencias del lobbydel taxi, regulando la materia en el sentido de las mismas, sin importarle demasiado lo establecido en la Constitución.

De todos modos, en el caso de que se entendiera que, al amparo del citado artículo 149.1.21.ª, el Estado posee respecto de este mercado alguna competencia, ésta habría de limitarse, obviamente, a aquellos aspectos del mismo que tienen una dimensión intercomunitaria. Pero eso, desde luego, de ninguna manera puede predicarse de la mencionada ratio 1/30, pues ésta es una norma que por definición se refiere estrictamente a la estructura intracomunitaria del sector de los VTC.

Otra objeción de índole jurídica es que ambas restricciones vulneran el artículo 38 de la Constitución por constituir una restricción desproporcionada de la libertad de empresa y la libre competencia, por lo que no pueden ser «convalidadas» simplemente mediante su aprobación por una norma con rango de ley. Ya hemos dejado expuesta nuestra opinión de que ningún interés legítimo justifica dichas limitaciones.

Repárese, finalmente, en que el Real Decreto-Ley 3/2018 constituye un intento poco eficaz de proteger a los operadores establecidos en el sector del taxi y los VTC frente a la entrada en el sector de nuevos competidores. En efecto, si el Tribunal Supremo declarara conforme a Derecho la ratio 1/30 establecida por el Real Decreto 1057/2017, la elevación de rango efectuada por aquél se habría revelado a la postre prácticamente innecesaria.

Si, por el contrario, el Tribunal Supremo estima contraria a Derecho y anula la dicha ratio, el Real Decreto-Ley tampoco servirá de mucho a los efectos de evitar la entrada en el sector de nuevos operadores. La razón es bien sencilla. Como seguidamente vamos a comprobar, esta norma carece de efectos retroactivos, a diferencia de las sentencias que anulan disposiciones reglamentarias, cuya eficacia es ex tunc, sin perjuicio de que no quepa revisar las situaciones nacidas en su aplicación que hayan adquirido firmeza. Lo cual significa que ni la Administración ni los Tribunales podrían esgrimir la restricción establecida en el Real Decreto 1057/2017 para denegar las decenas de miles de licencias de VTC solicitadas por los interesados después de la publicación de esta disposición y antes de la entrada en vigor del Real Decreto-Ley, siempre que los procedimientos correspondientes no hubieran terminado con un acto administrativo o una sentencia firmes.

La falta de retroactividad del Real Decreto-Ley 3/2018 está fuera de toda duda.Así se desprende, por de pronto, de su disposición adicional segunda y de lo establecido en el artículo 2.2 del Código civil. En aquella puede leerse que el mismo «entrará en vigor el día siguiente al de su publicación en el Boletín Oficial del Estado». Y, en el citado artículo, que «las leyes no tendrán efecto retroactivo, si no dispusieren lo contrario». Habida cuenta de que este Real Decreto-Ley no dispone su retroactividad, la conclusión es que carece de ella. Por si esto no hubiera quedado claro, en su preámbulo se deja sentado que con esta norma «se pretende… abordar la situación a que han dado lugar las circunstancias descritas [de “incremento exponencial del número de autorizaciones de VTC”] adoptando medidas que garanticen de forma inmediata y hacia futuro la adecuada coordinación entre las normas de aplicación a dos modalidades de transporte que, inevitablemente, interactúan en un mismo segmento del mercado». La referencia expresa «hacia futuro» constituye una razón más para entender que el autor de la norma no ha querido darle efectos retroactivos.

Además, otorgarle esa eficacia retroactiva supondría –en el caso de que el Tribunal Supremo finalmente anulara la ratio 1/30– que el Gobierno estaría privando a los solicitantes de las autorizaciones que debían haberles sido otorgadas por la Administración a la luz de la normativa inmediatamente anterior. Al margen de la cuestión de si mediante un Decreto-Ley puede efectuarse semejante expropiación, lo que está claro es que esta privación coactiva debería venir acompañada de una justa compensación económica, lo que la disposición cuestionada en ningún momento ha previsto.

Ha de concluirse, por consiguiente, que las «nuevas autorizaciones» de VTC a las que se refiere el Real Decreto-Ley 3/2018 son las que se soliciten después de su entrada en vigor. Es obvio que aplicar esta norma a las autorizaciones solicitadas antes de ese momento supondría darle efectos retroactivos, siquiera en grado mínimo o medio.

Si, por lo demás, el Tribunal Supremo estima que la ratio 1/30 vulnera alguna norma de rango constitucional, como la libertad de empresa, el Real Decreto-Ley 3/2018 tendría una eficacia todavía más limitada, pues entonces habría que poner en marcha los mecanismos pertinentes para que esta restricción ni siquiera se aplique a las solicitudes de autorizaciones de VTC presentadas después de su entrada en vigor. Veremos qué decide el Alto Tribunal.

Los contratistas y subcontratistas satisfechos con la nueva Ley de Contratos del Sector Público

El que fuera alcalde de Barcelona a finales del siglo XIX, Francisco de Paula Rius i Taulet, pronunció una frase lapidaria: “Hágase lo que se deba, y débase lo que se haga”. El motivo de semejante exabrupto fue que el alcalde se encontró con que el ambicioso proyecto de la Exposición Universal se encontraba paralizado por falta de financiación. Los promotores privados responsables de la Exposición habían tirado la toalla porque el plan era demasiado costoso para su capacidad económica y no podían seguir sufragando el proyecto. El primer edil decidió asumir el proyecto con cargo al presupuesto de la ciudad y a contrarreloj impulsó su finalización en mayo de 1888 en un titánico esfuerzo para cumplir los plazos de ejecución de las obras de la Exposición. Ante las reticencias de numerosos concejales y funcionarios municipales provocadas por el colosal gasto que suponía dicho proyecto para las arcas municipales y la falta de fondos para poder financiarlo, a Rius i Taulet se le ocurrió soltar el citado aforismo en relación con la forma de pago que tendría el ayuntamiento de la Ciudad Condal, que además sentó las bases del comportamiento futuro de las Administraciones Públicas y creó escuela entre los políticos.

Hay que hacer notar que la normativa que establece los plazos legales de pago en la Ley de Contratos de las Administraciones ha sufrido muchos cambios en los últimos veinte años. Los legisladores se han dedicado a modificar y refundir los textos legales, de forma que, si no eres un experto, es muy fácil desconocer los intríngulis de la legislación. Un punto de gran trascendencia para determinar el plazo real de pago es el “dies a quo” que tiene una enorme importancia en este caso para saber la fecha a partir de la cual empieza a contarse el plazo legal de pago de la Administración.

La antigua Ley 13/1995, establecía que el sector público tenía la obligación de pagar dentro de los dos meses siguientes a la fecha de la expedición de las certificaciones de obras que acrediten la realización del contrato. La derogada Ley 30/2007, dictaba que la Administración tenía la obligación de abonar el precio dentro de los 60 días siguientes a la fecha de la expedición de los correspondientes documentos que acrediten la realización del contrato, y, cuando no procedía la expedición de certificación de obra y la fecha de recibo de la factura o solicitud de pago equivalente se prestaba a dudas o fuera anterior a la recepción de las mercancías o a la prestación de los servicios, el plazo de 60 días se contaba desde dicha fecha de recepción o prestación.

Con posterioridad, la Ley 15/2010 realizó importantes modificaciones  en la Ley 30/2007 respecto al plazo de pago de la Administración, y se añadió un párrafo que favorecía al contratista ya que establecía que cuando no procediera la expedición de certificación de obra y la fecha de recibo de la factura se prestaba a duda, el plazo de pago de 30 días se contaría desde dicha fecha de recepción o prestación. El Real Decreto Legislativo 3/2011, ratificó la obligación de pagar dentro de los 30 días siguientes a la fecha de la expedición de los correspondientes documentos que acrediten la realización del contrato, como se desprende de la redacción del apartado 4 del artículo 216, relativo al pago del precio: “4. La Administración tendrá la obligación de abonar el precio dentro de los 30 días siguientes a la fecha de la expedición de las certificaciones de obras o de los correspondientes documentos que acrediten la realización total o parcial del contrato (….)”.

 Ahora bien, una reforma que el Gobierno introdujo en el apartado 4 del artículo 216 (pago del precio) de la Ley de Contratos del Sector Público mediante la disposición final 7.1 de la Ley 11/2013, de 26 de julio estableció importantes cambios en la determinación del “dies a quo” para computar el plazo de pago. Estas normas se encontraban en el apartado 4 del artículo 216 de la derogada Ley de Contratos del Sector Público y  provocaron un cambio muy importante en el cómputo de los plazos de pago del sector público. La modificación de la Ley 11/2013, de 26 de julio consistió en añadir al apartado 4 del artículo 216 esta frase: “La Administración tendrá la obligación de abonar el precio dentro de los 30 días siguientes a la fecha de aprobación de las certificaciones de obra o de los documentos que acrediten la conformidad con lo dispuesto en el contrato de los bienes entregados o servicios prestados (….)”. La reforma sustituyó el grupo sintáctico nominal “fecha de la expedición” por el de “fecha de aprobación” lo que dio carta blanca a la Administración para alargar el período real de pago aunque la reforma legislativa estableció que la Administración debería aprobar las certificaciones de obra acreditativas de la conformidad con lo dispuesto en el contrato dentro de los 30 días siguientes a la entrega efectiva de los bienes, salvo acuerdo expreso en contrario establecido en el contrato y en alguno de los documentos que rijan la licitación.

Lo primero que el autor pensó al leer este precepto es que no indicaba cuánto tiempo tenía la Administración como máximo para aprobar las certificaciones y que se iniciase el cómputo del plazo de pago de 30 días: ¿Como máximo un mes, dos meses, tres meses, seis meses? En efecto, el plazo de aprobación podía ser objeto de acuerdo entre la empresa adjudicataria y la Administración pero sin límite temporal lo que permitía a ésta pagar a tropecientos días sin infringir la ley.

Sin embargo, el comportamiento de las Administraciones Públicas así en relación con el plazo de pago  va a experimentar un cambio radical gracias a la entrada en vigor el 9 de marzo de la nueva Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público, por la que se trasponen al ordenamiento jurídico español las Directivas del Parlamento Europeo y del Consejo 2014/23/UE y 2014/24/UE, de 26 de febrero de 2014 y que establece severas medidas contra las Administraciones que quieran retrasar el pago de sus contratas.

En su conjunto, la Directiva 2014/24/UE del Parlamento Europeo y del Consejo de 26 de febrero de 2014 sobre contratación pública y por la que se deroga la Directiva 2004/18/CE persigue tres objetivos principales: simplificación, flexibilidad y seguridad jurídica, a través de un nuevo contexto normativo que garantice un uso eficiente de los recursos públicos, y fomente una mayor participación de las pymes.

Un punto a destacar entre las medidas que la Directiva 2014/24/UE propone para fomentar la transparencia de la subcontratación, es que se permita el pago directo a los subcontratistas por parte de las Administraciones Públicas. Así, en el apartado 3 del artículo 71 de la citada Directiva se establece que: “Los Estados miembros podrán disponer que, a petición del subcontratista y cuando la naturaleza del contrato lo permita, el poder adjudicador transfiera directamente al subcontratista las cantidades que se le adeuden por los servicios prestados, los suministros entregados o las obras realizadas para el operador económico al que se haya adjudicado el contrato público (el contratista principal). Tales disposiciones podrán incluir mecanismos adecuados que permitan al contratista principal oponerse a los pagos indebidos. Las disposiciones relativas a este modo de pago se establecerán en los pliegos de la contratación”.

Asimismo, en el apartado 7 del artículo 71 la Directiva dispone que: Los Estados miembros podrán establecer en su Derecho nacional normas de responsabilidad más estrictas o disposiciones más amplias en materia de pagos directos a los subcontratistas, disponiendo, por ejemplo, el pago directo a los subcontratistas sin necesidad de que estos lo soliciten”. Por consiguiente, la Directiva deja plena libertad a los Estados para que puedan establecer disposiciones más ambiciosas en lo que respecta al pago directo a los subcontratistas.

Después de más de año y medio de retraso, y con tramitación de urgencia, el Pleno del Congreso de los Diputados, en su sesión del día 19 de octubre de 2017, aprobó, el Proyecto de Ley de Contratos del Sector Público, por la que se transponen al ordenamiento jurídico español las dos Directivas del Parlamento Europeo. Norma que tuvo que esperar cuatro meses para su entrada en vigor, contados desde su publicación en el BOE. El plazo de transposición de las Directivas había vencido el 18 de octubre de 2016. No obstante, dado que el Gobierno estuvo en funciones durante diez meses, el anteproyecto de ley estuvo paralizado durante ese periodo puesto que no es posible que estando el Gobierno en funciones pueda presentar proyectos de ley al Congreso de los Diputados.

En cuanto a las condiciones de pago, la nueva Ley de Contratos del Sector Público preceptúa que la Administración deberá pagar como máximo dentro de los 30 días siguientes a la fecha de aprobación de las certificaciones de obra o entrega de los productos adquiridos y deberá aprobar las certificaciones de obra o los documentos que acrediten la entrega de bienes o la prestación de servicios dentro de los 30 días siguientes a la entrega o prestación. Por consiguiente, el plazo de pago de la Administración es como máximo de 60 días. Ahora bien, si las administraciones se demorasen, deberán abonar al contratista, a partir del cumplimiento de dicho plazo de 30 días, los intereses de demora y la indemnización por los costes de cobro en los términos previstos en la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales.

Asimismo, los contratistas deberán pagar a los subcontratistas dentro de los plazos fijados en la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales (como máximo a 60 días) y los plazos se computarán desde la fecha en que tiene lugar la aceptación o verificación de los bienes o servicios por el contratista principal, siempre que el subcontratista o el suministrador hayan entregado la factura en los plazos legalmente establecidos. Además, la aceptación deberá efectuarse en un plazo máximo de 30 días desde la entrega de los bienes o la prestación del servicio. Dentro del mismo plazo deberán formularse, en su caso, los motivos de disconformidad a la misma. En el caso de que no se realizase en dicho plazo, se entenderá que se han aceptado los bienes o verificado de conformidad la prestación de los servicios. El contratista deberá abonar las facturas en el plazo fijado de conformidad con lo que se ha mencionado anteriormente. En caso de demora en el pago, el subcontratista o el suministrador tendrá derecho al cobro de los intereses de demora y la indemnización por los costes de cobro en los términos previstos en la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales.

Igualmente, la gran novedad de la nueva ley es la posibilidad de pago directo de la Administración Pública a los subcontratistas, mecanismo legal que hasta ahora era un tema tabú para el sector público y que jamás había sido contemplado en las anteriores leyes de contratación pública; con solo pensar en la posibilidad de una acción directa del subcontratista contra la Administración, los políticos ya sufrían urticaria colinérgica. Como prueba de esta afirmación, el apartado 8 del artículo 227, Subcontratación, del derogado Real Decreto Legislativo 3/2011, de 14 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público establecía que: “8. Los subcontratistas no tendrán en ningún caso acción directa frente a la Administración contratante por las obligaciones contraídas con ellos por el contratista como consecuencia de la ejecución del contrato principal y de los subcontratos”.

Una historia de filibusterismo parlamentario

Allá por el siglo XVII, tal como recoge la RAE, eran filibusteros los piratas que formaban parte de los grupos que infestaron el mar de las Antillas. Más tarde, comenzó a usarse el término filibusterismo para referirse a determinadas prácticas parlamentarias de dudosa rectitud, particularmente orientadas a dilatar procedimientos o impedir acuerdos aprovechando cualquier resquicio existente en la ley o el reglamento. Los filibusteros de nuestro tiempo, por tanto, son los parlamentarios que disfrutan jugando sobre la línea de cal y aprovechan la más mínima oportunidad para dejar a su rival fuera de juego.

Veamos el último caso. A las 20.00 horas del pasado 3 de abril, vencía el plazo para la presentación de enmiendas al articulado de la Proposición de Ley del Grupo Parlamentario Socialista de reforma de la LEC y de la LJCA, en materia de costas del proceso. Como indica el propio título de la iniciativa parlamentaria y su exposición de motivos (ver aquí), el objeto de la misma se encontraba perfectamente delimitado, y no era otro que la modificación de un aspecto procesal muy concreto: el régimen de imposición de costas. A las 19:45 el Grupo Parlamentario Socialista, y a las 19:58 el Grupo Parlamentario Popular, presentaban un conjunto de enmiendas –80 en total– a fin de introducir, sorpresivamente, una reforma en profundidad del recurso de casación civil.

La similitud de las enmiendas presentadas por ambos grupos solo puede responder a la existencia de un pacto previo, entre bastidores, para su posterior aprobación en la Comisión de Justicia. Y sin perjuicio de que pueda producirse debate sobre las enmiendas en el trámite de Ponencia, lo cierto es que el resto de grupos parlamentarios se han visto indebidamente privados de su derecho de enmienda respecto de una cuestión de enorme importancia. En términos de procedimiento legislativo, los grupos parlamentarios, no solo no podrán presentar una enmienda la totalidad, planteado un texto completo alternativo con su propio modelo  de casación civil (art. 110.3 RCD), sino que además han visto vedada su derecho a presentar enmiendas al articulado, a fin de plantear modificaciones de aspectos concretos de la propuesta (art. 110.3 RCD). Si se me permite el símil, esto es algo así como cambiar las reglas de juego en el minuto 89 del partido, sustituyendo las porterías por canastas.

No quiero detenerme demasiado en la cuestión de fondo. Muy resumidamente, PP y PSOE pretenden: (i) suprimir el carácter autónomo del recurso extraordinario por infracción procesal, sin perjuicio de que pueda seguir invocándose infracción de normas procesales en sede en sede de recurso de casación; (ii) eliminar el catálogo de motivos casacionales para que únicamente se pueda recurrir en casación cuando concurra interés casacional; (iii) y reformular los criterios que definen el interés casacional, aproximando la casación civil a la contencioso-administrativa (para quien quiera profundizar, dejo aquí el enlace del Boletín Oficial de las Cortes). En estos términos, es muy probable que en los próximos meses haya que publicar en este blog un “réquiem por el recurso de casación”. Y es que ambos grupos parlamentarios suman los votos suficientes para sacar adelante las enmiendas presentadas sin necesidad de negociar su contenido con el reto de grupos.

Cualquier profesional del derecho sabe –o al menos puede intuir– que la materia casacional ostenta la suficiente importancia como para ser merecedora de una iniciativa parlamentaria propia. Plantear una reforma del recurso de casación civil de esta enjundia, por la puerta de atrás, es una auténtica burla a los mecanismos parlamentarios. Creo que no se trata de una cuestión menor que pueda ser ventilada obviando el procedimiento propio una proposición de ley (o proyecto de ley, si es presentado el Gobierno), con la más que recomendable comparecencia de expertos y la posibilidad de presentación de enmiendas por todos los grupos parlamentarios. La desfachatez llega a tal punto que incluso se presenta una enmienda dirigida a modificar el título de la Proposición de Ley, que pasaría a denominarse “Proposición de Ley para la agilización y mejora de los procedimientos en materia civil, contencioso-administrativo y social” (Enmienda núm. 98).

Desafortunadamente, creo que no nos encontramos ante una práctica aislada. El último ejemplo tuvo lugar el pasado 27 de febrero de 2018, a las 20.00 horas (sobre la bocina), cuando el Grupo Parlamentario Popular aprovechaba el trámite de presentación de enmiendas a su propia Proposición de Ley sobre régimen de permisos y licencias de los jueces y magistrados (ver aquí) para presentar 50 enmiendas sobre un sinfín de aspectos de la LOPJ que, por supuesto, no guardaban relación de ningún tipo con el objeto de la iniciativa parlamentaria.

Ante situaciones como esta, me pregunto si sería necesario abordar una reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados a fin de evitar situaciones de este tipo, en línea con la doctrina constitucional sobre los límites del derecho de enmienda de los parlamentarios (por todas: STC 59/2015, RTC 2015, 59). En esencia, la doctrina del Tribunal Constitucional puede resumirse en dos ideas: (i) en primer lugar, que “en el ejercicio del derecho de enmienda al articulado, como forma de incidir en la iniciativa legislativa, debe respetarse una conexión mínima de homogeneidad con el texto enmendado, so pena de afectar, de modo contrario a la Constitución”; (ii) y en segundo lugar, que “los órganos de gobierno de las Cámaras deben contar con un amplio margen de apreciación para determinar la existencia de conexión material entre enmienda y proyecto o proposición de ley objeto de debate, debiendo éstos pronunciarse de forma motivada acerca de la conexión”.

De conformidad con los argumentos expuestos por el Tribunal Constitucional sobre conexidad y homogeneidad de las enmiendas, los órganos de gobierno de las Cámaras –en el caso de las Cortes Generales, la Mesa o el órgano rector de cada Comisión– deben contar con un amplio margen de apreciación para determinar la existencia de conexión material entre enmienda y proyecto o proposición de ley objeto de debate, debiendo rechazar (inadmitir) únicamente aquellas enmiendas que de manera manifiesta y evidente no presenten conexión con el objeto de la iniciativa legislativa. Admitir lo contrario, en palabras del Tribunal Constitucional, “pervertiría la auténtica naturaleza del derecho de enmienda, ya que habría pasado a convertirse en una nueva iniciativa legislativa”.

Los vigentes artículos 109 a 111 del Reglamento de la cámara –sobre la Presentación de enmiendas-  no atribuyen a la Mesa (u órgano rector de la Comisión que corresponda) una función de control de contenido de las enmiendas presentadas por los grupos parlamentarios, previa a su calificación y admisión. Y aquí podríamos discutir sobre si la ausencia de regulación concreta eximiría a la Mesa de realizar ese control o no, teniendo en cuenta que ya contamos con doctrina constitucional aplicable al caso, más aún cuando se producen casos evidentes de desviación entre el objeto de la iniciativa y de la enmienda presentada. Con todo, creo que no estaría de más reformar el Reglamento, a fin de recoger el control preceptivo por parte de la Mesa y prever la inadmisión a limine de todas aquellas enmiendas que de manera manifiesta se aparten de la materia objeto de tramitación parlamentaria.

Más allá de consideraciones jurídicas, creo que es pertinente hacer una reflexión política sobre este tipo de prácticas parlamentarias. Algunos partidos todavía no han entendido la función deliberativa del parlamento. Venimos de una época en que prácticamente todas las cuestiones relevantes se despachaban por la vía del Decreto-Ley, asumiendo el Gobierno un papel preponderante en la función legislativa (en contra del carácter excepcional que el art. 86 CE atribuye a esta figura). Y también era habitual que el partido de gobierno contase con una mayoría parlamentaria clara, bien por ostentar mayoría absoluta, bien por haber transado con los partidos nacionalistas, muchas veces en perjuicio del interés general. En este contexto, puede ser comprensible que a algunos les cueste tanto entender para qué sirve un parlamento y la importancia de respetar los procedimientos legislativos en un sistema de democracia representativa. Resistencia al cambio, nada nuevo bajo el sol.

El Tribunal Supremo aclara el alcance de la reducción en el IRPF de las rentas obtenidas por actividades económicas irregulares


 El IRPF es un impuesto dual en el sentido de que la base se divide en dos tipos: renta general y renta del ahorro. La parte general de la base liquidable está sometida a gravamen a una escala progresiva, lo cual determina que el tipo de gravamen a que efectivamente se someten las rentas del obligado tributario aumenta cuanto mayor es la base liquidable general.

Cuando el sujeto pasivo recibe rentas que han sido generadas a lo largo de los años y de conformidad con la normativa que regula el IRPF deben imputarse en su totalidad al mismo ejercicio y a la parte general de la renta, se produce un aumento en el tipo efectivo de gravamen por el simple hecho de la acumulación de rentas en un único ejercicio. Aumento de la presión fiscal que no se habría producido de haberse distribuido esas rentas a lo largo de los periodos en que han sido generadas.

Para corregir el efecto señalado, la LIRPF prevé que cuando el obligado tributario obtenga rentas irregulares, esto es, generadas en un periodo superior a dos años, o que se califiquen reglamentariamente como obtenidas de manera notoriamente irregular en el tiempo, se practiquen determinadas reducciones.

En el caso concreto de los rendimientos procedentes del desarrollo de actividades económicas, el artículo 32.1 de la LIRPF establece que “los rendimientos netos con un período de generación superior a dos años, así como aquéllos que se califiquen reglamentariamente como obtenidos de forma notoriamente irregular en el tiempo, se reducirán en un 30 por ciento, cuando, en ambos casos, se imputen en un único período impositivo.” La cuantía sobre la que se puede aplicar la referida reducción no puede superar el importe de 300.000 euros anuales.

No obstante lo anterior, el referido artículo 32.1 de la LIRPF señala en el último párrafo que “no resultará de aplicación esta reducción a aquellos rendimientos que, aun cuando individualmente pudieran derivar de actuaciones desarrolladas a lo largo de un período que cumpliera los requisitos anteriormente indicados, procedan del ejercicio de una actividad económica que de forma regular o habitual obtenga este tipo de rendimientos.

La principal duda interpretativa que presenta el último apartado transcrito se refiere a los supuestos sobre los cuales se proyecta la exclusión de la reducción. Por un lado, cabría entender que la limitación o exclusión se refiere a los obligados tributarios, individualmente considerados, que en el desarrollo de su actividad económica obtienen de forma regular o habitual rendimientos irregulares. Por otro lado, podría entenderse que la referida exclusión se refiere, no a los sujetos individualmente considerados, sino a actividades económicas (con independencia de cada situación particular) en las que de forma regular o habitual, se obtenga este tipo de rendimientos.

La Dirección General de Tributos y también la jurisprudencia menor, han venido sosteniendo el segundo criterio señalado. Sin embargo, recientemente, el Tribunal Supremo, en Sentencia 429/2018 de 19 de marzo, pronunciada por la Sala Tercera, de lo Contencioso-administrativo, Sección 2ª, ha defendido con claridad meridiana la primera de las posturas mencionadas.

En efecto, a la hora de determinar si la limitación se refiere a la profesión, actividad o sector a que pertenece el sujeto pasivo o, por el contrario, debe estarse a la índole de los ingresos propios de cada contribuyente, el Tribunal Supremo es meridianamente claro cuando afirma que “la interpretación de tal excepción […] ha de hacerse por referencia a los ingresos obtenidos por el sujeto pasivo, único en quien se manifiestan las notas de regularidad o habitualidad, no atendiendo a lo que, real o supuestamente, sean las características del sector o profesión de que se trate.

Además de lo que se acaba de señalar, el propio Tribunal Supremo advierte en la referida sentencia que, tanto la Administración, como los Tribunales de justicia “habrán de ser especialmente cautos, a fin de evitar que, por una interpretación exacerbada de tales notas de habitualidad o regularidad, queden privados los contribuyentes de un derecho que la ley les reconoce, aun en casos en que no se dé un predominio de los ingresos que participasen de tales características temporales.”

Por lo tanto, el criterio señalado por el Tribunal Supremo debiera ser seguido a partir de ahora por la Administración y los Tribunales. Y ello, con independencia de que la sentencia se pronuncie respecto de la normativa anterior a la vigente. Porque en la medida en que la limitación a la aplicación de la reducción se ha mantenido en idénticos términos, la doctrina del Tribunal Supremo es perfectamente trasladable a la legislación actual. Y por lo tanto, tiene plenos efectos para la declaración de IRPF correspondiente al ejercicio 2017 cuyo plazo de presentación acaba de comenzar.

Una democracia consociacional para España

A estas alturas de nuestra vida democrática es un hecho cada vez más reconocido que nuestro sistema político e institucional está demostrando deficiencias que hacen que los resultados del sistema democrático no sean los mejores desde la perspectiva de los ciudadanos. La crisis económica, la crisis catalana, la necesidad de establecimiento de pactos de largo alcance o la propia actividad legislativa en un parlamento fragmentado se están revelando como desafíos difícilmente alcanzables si nuestras instituciones políticas funcionan como lo están haciendo en la actualidad.

Nuestro sistema político, desde la transición democrática, se demostró como un modelo exitoso, no ha sido capaz de evolucionar y de acometer las reformas sobre el funcionamiento que de las propias instituciones  que estableció la Constitución, debido a la incompetencia, desidia o visión partidista y cortoplacista de nuestra clase política. De este modo, tenemos un sistema parlamentario con un sesgo claramente presidencialista, un parlamentarismo limitado por los mecanismos legislativos puestos a disposición del Ejecutivo y los límites a la función de control del Parlamento; un sistema electoral proporcional con una fuerte corrección en sentido mayoritario; un sistema pluripartidista, que por efecto del sistema electoral y de otros factores se ha transformó de hecho en un sistema casi bipartidista, una distribución competencial descentralizada y cuasi federal, pero con carencia de instituciones que vertebren esa descentralización de manera satisfactoria.

La presente legislatura, sin mayoría absoluta, parlamento fragmentado y la presencia significativa de dos nuevos partidos políticos, fue vista por muchos como una oportunidad de revertir esta situación pero no ha sido así, de hecho la legislatura está tan paralizada que parece agotada a mitad de mandato lo que produce una gran decepción.

Pues bien de todas las reformas institucionales necesarias para que nuestro sistema produzca mejores resultados políticos, quiero referirme a una que considero fundamental. La definitiva institucionalización de mecanismos de democracia consociacional frente a los procedimientos e instituciones de democracia mayoritaria. Arendt Lijphardt ha defendido, desde los años setenta, los modelos de democracia de consenso como el mejor sistema para que la democracia funcione en sociedades fuertemente divididas. Según estos modelos, en sociedades fuertemente divididas por criterios ideológicos, nacionales, religiosos o étnicos, la toma de decisiones y la formación de gobiernos no puede basarse en la regla de la mayoría porque, en ese caso, una minoría relativamente grande o significativa puede quedarse fuera de tener la representación que le correspondería con la consiguiente pérdida de legitimidad de todo el sistema político. La idea es que sólo compartiendo el gobierno pueden todas las minorías estar representadas sin imponerse ninguna a la otra por un estrecho margen. Esto requiere sistemas electorales proporcionales, sistemas multipartidistas, instituciones independientes y, en última instancia power sharing o mandatos que vinculen a compartir el gobierno formando gobiernos de coalición.

La formación de gobiernos de coalición ha desarrollado en gran parte de los sistemas parlamentarios europeos una cultura política del pacto, la negociación y el establecimiento de acuerdos políticos de mayor o menor alcance pero que se han mostrado como la única forma posible de formar gobiernos estables y han conseguido los mayores niveles de bienestar y democracia del mundo.

En España, no se ha querido evolucionar, ni siquiera de forma pragmática hacia una cultura política similar, debido a que la clase política siempre ha tenido la errónea percepción de que tenía más incentivos para el enfrentamiento, la falta de acuerdos y estrategias de crispación para alcanzar fines electoralistas. Para Enrique Gil Calvo, es difícil alcanzar consensos porque el planteamiento de la política en España responde a la lucha entre dos bandos que están continuamente ajustándose las cuentas del pasado en una dinámica interminable y que lleva a que la conflictividad política alcance niveles desproporcionados en relación con la conflictividad realmente existente en la sociedad.

A pesar de ello, es un dato incontestable en todos los Barómetros del Centro de Investigaciones Sociológicas, que una mayoría de ciudadanos prefiere gobiernos en minoría que tengan la necesidad de llegar a acuerdos con otras formaciones a  gobiernos con mayoría absoluta o de un solo partido. Además, no son pocos los estudios en ciencia política que han demostrado que no son menos eficaces los gobiernos de coalición que los de un solo partido porque sus decisiones están  más consensuadas y se acercan mucho más a los intereses generales  que las de un gobierno monocolor que tiene una oposición mucho más fuerte.   De este modo, es más probable que expresen intereses generales más que partidistas y que den cabida a demandas de minorías que de otra forma no tendrían cabida. Un sistema pluralista y consociacional lleva a la producción de mejores políticas públicas y a un aumento de la legitimidad de las instituciones democráticas en la medida en que los ciudadanos ven mejor satisfechas sus demandas y resueltos sus problemas.

Es necesario que en España se establezcan mecanismos de cooperación institucional, que se generen dinámicas que lleven a la recuperación y el establecimientos de consensos, y de que se ensayen gobiernos de coalición que conlleven la asunción por parte de sus componentes de un gobierno compartido a todos los efectos, de distribución de competencias, pero de una responsabilidad política compartida o solidaria. Es una necesidad imperiosa que la política deje de funcionar defendiendo exclusivamente intereses partidistas por encima de los generales, llegando a los límites de bloqueo y no resolución de conflictos que hacen imposible progresar a la sociedad española. Es un problema exclusivo de funcionamiento de nuestro sistema político.

Soy consciente de la dificultad de los cambios, pero éstos serán imposibles sin una sociedad civil activa que exija un continuo rendimiento de cuentas y que ponga de manifiesto alternativas contrastadas desde el ámbito académico y profesional.

Los resultados de la democracia se miden por la mejora de vida de los ciudadanos, y éstos hasta ahora no están siendo en absoluto satisfactorios en nuestro país. Si las democracias consociacionales están demostrando que son más eficaces produciendo mejores resultados políticos, económicos y sociales en sociedades con fuerte división, es el momento de ensayar en España este modelo y completar la verdadera vocación de nuestro sistema parlamentario y pluripartidista.

¿De verdad interesa el control parlamentario del gasto público? Sobre la cuenta general del Estado

El presente post dedicado a la Cuenta General del Estado, continúa con el publicado hace ya casi un año, dedicado a la Comisión parlamentaria en la que se estudian y debaten los informes realizados por el Tribunal de Cuentas, esto es, la Comisión Mixta para las relaciones con el Tribunal de Cuentas.

En el mismo hablábamos sobre los orígenes del parlamentarismo moderno, que surge precisamente para controlar al gobierno. De esta idea y siguiendo el modelo inglés donde existe una comisión específica que entiende sobre las cuentas públicas–la célebre comisión Gladstone, primogénita de las comisiones parlamentarias-, casi todos los parlamentos modernos disponen de un órgano similar, donde se estudia y debate los informes técnicos que presentan los respectivos tribunales de cuentas al objeto de ofrecer un análisis objetivo sobre la forma en que se ha dado uso al dinero de los contribuyentes por parte del ejecutivo.

Característica muy común en estas comisiones es que sobre la base de los informes técnicos pueden ser llamados los gestores públicos para rendir cuentas. La particularidad del caso español es que aquí sólo comparece el Presidente del Tribunal de Cuentas para presentar el informe (a veces en sesiones dónde se han visto más de veinte informes) pero sin que se prevea la comparecencia, en su caso, de los protagonistas de los informes, esto es, los gestores públicos al objeto de rendir cuentas de su gestión (art. 199 del Reglamento del Congreso), lo cual revierte en la falta de relevancia de los debates en el seno de dicha Comisión y, consiguientemente, de la función de control.

La actividad de control parlamentario respecto del presupuesto se proyecta tanto en el momento previo de elaboración y aprobación del mismo – particularmente importante es el momento de asignación de los recursos-, como durante su ejecución y posterior rendición de cuentas por parte de los gestores públicos. Teniendo en cuenta el carácter anual (a pesar de lo recurrente del fenómeno de la prórroga presupuestaria) y cíclico del presupuesto y que actualmente se trabaja siempre dentro de escenarios plurianuales, podemos concluir que el control de un presupuesto debe mirar tanto a los anteriores como a los posteriores.

En esta función de control –que reiteramos debe ser exclusivamente de carácter técnico-  la Carta Magna (art. 136) encomienda al Tribunal de Cuentas la remisión a las Cortes, con periodicidad anual, de dos documentos: la Cuenta General del Estado (en adelante, CGE) que viene a ser una certificación de la veracidad y credibilidad de las cuentas del Estado y el informe anual.

Ello no obsta para que el Tribunal de Cuentas pueda realizar fiscalizaciones o auditorías especificas o extraordinarias sobre determinadas entidades o materias, lo cual ha venido realizando desde un primer momento, pero lo que hay que tener claro es que el Tribunal de Cuentas es un órgano constitucionalmente relevante en atención a esos dos documentos, directamente vinculados al control y sostenibilidad del gasto público.

Debido al carácter cíclico del presupuesto del que hemos hablado, el  control ex post resulta especialmente útil, puesto que las observaciones o análisis que se puedan realizar sobre la forma en que se realiza un determinado gasto ode prestar un servicio, los modificados, retrasos o sobrecostes en un contrato (piénsese en las grandes infraestructuras), etc, son relevantes a la hora de discutir en sede parlamentaria el presupuesto del ejercicio siguiente. De ahí la importancia de disponer de la información precisa en el momento oportuno.

La Cuenta General del Estado (en adelante, CGE supone) lo mismo que las cuentas anuales en las sociedades de capital. Es elaborada por la propia Administración y remitida por el Gobierno (en el ámbito privado la formulan los administradores), verificada por el Tribunal de Cuentas (auditor de cuentas) y aprobada por el Parlamento (Junta General). Teóricamente tanto la CGE como el Informe anual (del que adelantamos que ya no se hace)  están llamados a tener un papel esencial a la hora de controlar –en términos económicos- la acción del gobierno. Así fue concebida por los constituyentes siguiendo el ejemplo de otros países de nuestro entorno dónde se presenta en sede parlamentaria y habitualmente en un solo documento (sin distinguir entre CGE e Informe Anual), dentro del año siguiente al periodo al que se refiere y antes de que comience el debate sobre los presupuestos del ejercicio posterior (así, antes de que se debatan los presupuestos del ejercicio 2019 se remitiría a las Cortes la CGE del año 2017).

Dicho documento, además de certificar la fiabilidad de las cuentas informa de forma global y lo más pronto posible acerca de la ejecución del presupuesto, permite detectar las ineficiencias o dificultades encontradas en la ejecución presupuestaria y en definitiva constituye un documento esencial para el control del gasto público.

En el ámbito del derecho comparado y mirando a nuestros vecinos, tanto en Italia, Alemania,como en Francia sus respectivos Tribunales de Cuentas elaboran informes certificando la regularidad de las cuentas públicas, siendo dichos informes especialmente relevantes, tanto para los parlamentarios como para los medios de información y público interesado.

Asi, por ejemplo, en Francia, tras la promulgación de su nueva Ley de Finanzas, se encomienda a la Cour des Comptes  “que certifique sobre la regularidad, fidelidad y sinceridad de las Cuentas del Estado”. El documento en el que se plasma dicho examen se presenta junto con el proyecto de ley de presupuestos del año siguiente al que se refiera (esto es, antes del 30 de junio, al igual que en Italia).

Una característica propia de nuestro sistema jurídico-político actual es el todavía escaso interés real (al margen de soflamas y declaraciones políticas) por el control del gasto público, particularmente en su vertiente de rendición de por los gestores respecto de su gestión,  lo que se conoce con el término de accountability, concepto no plenamente interiorizado o asentado en nuestro país y que debe ser entendido al margen de toda consideración negativa o de forma análoga a la exculpatoria de una presunta gestión ineficaz.

Reflejo de ese escaso interés, es que en España todo lo que tiene que ver con la Cuenta General del Estado apenas acapara la atención de parlamentarios, especialistas y mucho menos la del público. Y como muestra de lo que hablamos podemos traer a colación lo acaecido respecto de la última Cuenta General rendida al Parlamento, que refleja una tendencia consolidada durante años, probablemente porque no se le da toda la relevancia a la función de certificar la veracidad de las cuentas que se le atribuye en otros países vecinos.

La CGE correspondiente al ejercicio 2015 se debatió en el Pleno del Parlamento en noviembre de 2017 en una sesión maratoniana, con  turnos tasados de intervención de no más de diez minutos por cada grupo parlamentario,en la que figuraba dentro del orden del día después de asuntos tan dispares como las proposiciones de ley presentadas para declarar la nulidad e ilegitimidad de los tribunales constituidos durante la Guerra Civil y el franquismo, o para reformar las costas en el procedimiento contencioso-administrativo[1].

Tal y como se comprueba en el Diario de Sesiones del Congreso, una vez comenzado el debate sobre la CGE y durantela primera intervención se informó por la Presidenta que apenas quedaba media hora de debate, por lo que el tiempo dedicado por el Pleno del  Congreso a la aprobación de la CGE (los gastos no financieros superaron los 400.000 millones de euros) apenas sobrepasó los cuarenta minutos, con una ratio de más de 10.000 millones de euros por minuto, tal y como alguna vez se ha llamado la atención.

Es cierto que previamente al debate en el Pleno la Declaración sobre la CGE fue debatida en la Comisión parlamentaria competente en otra sesión maratoniana en la que además se vieron, en apenas tres horas, otros catorce informes presentados por el Tribunal de Cuentas, una proposición no de ley, siete solicitudes de fiscalización de las Cortes y una Moción aprobada por el propio Tribunal[2]

El escaso tiempo dedicado al examen y debate, afeado por los Diputados de la oposición, contrasta con lo relevante de su contenido tal y pusieron de manifiesto los parlamentarios en el breve debate tanto en Comisión como en Pleno. Así, a título de ejemplo: que en el Estado (no en el sector público local o autonómico)  no rindieron cuentas seis entidades obligadas a ello; que las previsiones de ingresos tanto de cotizaciones a la Seguridad Social como tributarios reflejadas en el presupuesto son irreales (el representante socialista las calificó de falsas directamente) lo cual se reitera desde 2011; que no existe inventario completo de parte importante del inmovilizado material de los bienes estatales (o sea que no se sabe los bienes que hay); que se recurre a la figura del crédito extraordinario para financiar programas de adquisición de armamento, práctica declarada inconstitucional, etc, etc.

Como consecuencia del debate las Cortes suelen hacer recomendaciones tanto al Gobierno (asumiendo normalmente las que hace el Tribunal), sobre aspectos a mejorar en la gestión económica, e incluso al Tribunal de Cuentas a tener en cuenta en la fiscalización. El panorama resulta igualmente desolador; si vemos la última Declaración resulta un alto grado de incumplimiento de las recomendaciones que año tras año se hacen al Gobierno.

Las causas de que la Declaración sobre la CGE y el debate sobre la misma pasen tan inadvertidos y suscite tan poco interés, son variadas. Desde luego que el carácter excesivamente técnico del documento no ayuda, por lo que quizás sería bueno un esfuerzo en presentar un análisis de la misma que pueda ser entendido por extraños en la materia.

En todo caso señalamos los siguientes aspectos a considerar:

  • el enorme lapso de tiempo que transcurre en relación al ejercicio al que se refiere. En este aspecto hemos de agradecer a la Fundación Hay Derecho que en su estudio “Análisis del Funcionamiento del Tribunal de Cuentas. Comparativa europea” (2015) propusiera que la Declaración sobre la Cuenta General del Estado se publique en el ejercicio siguiente al que va referido, tal y como sucede en Francia, Italia y Alemania (en realidad en casi todos los países avanzados) analizando también los incumplimientos e irregularidades observadas a fin de ofrecer información adecuada al Parlamento.

En este sentido el Tribunal de Cuentas aprobó el pasado 21 de diciembre de 2017 una Moción recogiendo estas ideas, esto es, apoyándose en la experiencia de los países citados (junto con Portugal y Reino Unido) se propuso que por Ley se estableciera la obligación de que el Tribunal  emitiera la Declaración en el año siguiente al ejercicio económico al que se refiera[3].

Siendo éste un paso importante, a nuestro juicio le sigue faltando el elemento de interiorización y unión con el ciclo presupuestario. No se trata sólo de acortar plazos, sino que el documento sea útil al Parlamento y ello sólo se consigue tal y como demuestra la experiencia de los tres países citados, si el Parlamento conoce cómo se ejecutó el Presupuesto previamente a la aprobación del presupuesto del ejercicio siguiente.

  • la forma en que está concebido el debate sobre la Declaración de la Cuenta General del Estado, en el que se ignora al actor principal, esto es, el Gobierno. Citando a Martínez Lago, el debate sobre la cuenta y «la aprobación se sitúa en un plano de relaciones casi intraparlamentarias, con el órgano que realiza funciones de control externo por delegación de las Cámaras y suprime el posible resto de interés que pudiera quedar en las mismas por este acto de control». Particularmente interesante sería para los parlamentarios conocer, al menos en Comisión y de boca de los responsables de los gestores, las causas por las que no rindieron cuentas o que dieron lugar a reparos por el Tribunal, las causas de inejecución de los programas presupuestarios, etc.

Si bien se podrían añadir algunas otras propuestas de mejora, estas dos resultan innegociables si realmente se quiere dotar al Parlamento de un instrumento idóneo de control del gasto público.

[1]http://www.congreso.es/portal/page/portal/Congreso/PopUpCGI?CMD=VERLST&BASE=pu12&FMT=PUWTXDTS.fmt&DOCS=1-1&QUERY=%28DSCD-12-PL-89.CODI.%29#(Página61)

 

[2]http://www.congreso.es/portal/page/portal/Congreso/PopUpCGI?CMD=VERDOC&CONF=BRSPUB.cnf&BASE=PU12&PIECE=PUWD&DOCS=1-1&FMT=PUWTXDTS.fmt&OPDEF=Y&QUERY=%28D%29.PUBL.+%26+%28CORTES%29.SECC.+%26+%28COMISION-MIXTA-PARA-LAS-RELACIONES-CON-EL-TRIBUNAL-DE-CUENTAS%29.ORSE.+Y+DSCG-12-CM-56.CODI.#1

 

[3]https://hayderecho.expansion.com/wp-content/uploads/2016/09/FHD-AnalisisTribunalCuentas-VF.pdf, páginas 56-60

Sobre la monarquía

¿Qué sentido tiene la monarquía en una sociedad democrática como la nuestra?

La pregunta me la dirigió mi hijo adolescente mientras yo conducía el coche de camino a una reunión familiar entre el espeso tráfico de un viernes a la salida de Madrid.

Es una cuestión bastante difícil de responder… -comencé, con la idea de ganar un poco de tiempo, porque el chico no abandona fácilmente una pregunta-.

La verdad es que, en principio, no parece tener mucho sentido. Lo mires como lo mires, una monarquía hereditaria en el contexto de una sociedad democrática avanzada no puede dejar de ser un cuerpo extraño. La monarquía es la quintaesencia del principio aristocrático: una prerrogativa vinculada exclusivamente al nacimiento, a la cuna. Nada más contrario a las ideas de igualdad, de promoción basada en el mérito y de elección de las magistraturas por consenso mayoritario, que definen una democracia. Desde su mismo origen y en sus manifestaciones más puras, el ideal democrático ha estado ligado a la república. Así, en la Atenas clásica desde el derrocamiento de los tiranos hasta la derrota de Queronea; en la Roma republicana, donde la máxima preocupación era evitar que algún caudillo pretendiera proclamarse rey –preocupación que le costó la vida a Julio César-; en la Florencia que a principios del siglo XVI pugnó brevemente por liberarse del yugo de los Médici; hasta las revoluciones norteamericana y francesa de finales del siglo XVIII, que dieron lugar a las dos repúblicas con las que comienza la democracia moderna. También los ingleses –ese caso tan especial- tuvieron su interregno republicano a mediados del siglo XVII tras el primer choque cruento entre la dinastía Estuardo y el Parlamento, con decapitación de monarca incluida.

Ya, pero una monarquía ajena al ejercicio del poder político, reducida a mero símbolo, como esa monarquía parlamentaria –peculiar compromiso entre el principio monárquico y el democrático- con la que se terminó resolviendo la aludida crisis institucional británica y luego han imitado las pocas monarquías que subsisten en la Europa Occidental, ¿tiene todavía alguna justificación racional?

Quizá no. Pero la cuestión es que no somos solo pura racionalidad. Nos movemos también por emociones, por sentimientos, que es lo que consiguen concitar ciertos símbolos –banderas, himnos, edificios, imágenes, relatos-. El hombre no solo es un animal racional, sino también y precisamente por eso, el único animal simbólico, el único que escoge y crea libremente sus símbolos. Y los sentimientos de pertenencia, de comunidad, de empatía -en definitiva, de superación del egoísmo individual- que suscitan y consolidan determinados símbolos son imprescindibles para la existencia y desarrollo de cualquier sociedad humana, también las de régimen estrictamente republicano. Pero el caso es que la monarquía ha tenido y conserva todavía una gran potencia simbólica, con la que apenas lograr rivalizar el más abstracto, intelectual y frío ideal cívico republicano. Y no solo por lo que este símbolo tiene de “familiar”, de relato de noviazgos, bodas, nacimientos, crianzas, muertes y herederos, que suscita fácilmente el sentimentalismo popular –no olvidemos que fue la visión de cómo se llevaban en una carroza a unos infantes de la familia real lo que incendió los ánimos del pueblo madrileño en un día de mayo de 1808 que terminó cambiando el destino de las guerras napoleónicas-; sino también, en un plano más elevado, porque la monarquía ha sabido asociarse en el subconsciente colectivo a ciertos mitos fundacionales de la comunidad política: el rey como superador de la discordia civil y último garante de la justicia y el derecho. Desde el legendario Rey Arturo, elevado providencialmente al trono para poner fin al caos social en una Inglaterra asolada por las correrías y pillajes, hasta el rey de nuestro teatro clásico, deus ex machina que aparece al final del drama para restaurar la justicia violentada por la prepotencia del noble que ha atropellado al villano o villana. Incluso se puede hablar de la monarquía como factor de igualación social, porque del rey abajo, ninguno: superpuesto claramente el monarca a sus rivales nobiliarios, resulta más fácil el reconocimiento de la dignidad de los súbditos.

Hoy, una magistratura suprema determinada precisamente por el nacimiento y no por el sufragio –y por ello ajena a la lucha e intereses de partido- vendría a ser un elemento de imparcialidad, y por tanto de objetividad, que puede representar de forma apropiada la estabilidad, la continuidad y la unidad del Estado.

Ahora bien, tanto entonces como ahora, por una razón estructural o de esencia, la clave de la legitimidad monárquica, de ese ser un elemento estable por encima de las luchas políticas, viene determinada por la sangre, por la estirpe. De ahí la trascendencia de ostentar o no la condición de “rey legítimo”, de encontrarse en la línea correcta de legitimidad dinástica. Por ello, en la lógica peculiar de esta institución –como no sucede en una república- la genealogía lo es todo, y las cuestiones de alcoba, sexo y procreación se convierten en cuestiones de Estado, de interés general.

Algunas de las monarquías que todavía subsisten, como la británica, han tenido el acierto o la suerte de vincularse históricamente a episodios claves en la formación de la identidad de su nación (la resistencia con éxito a la Armada española, a las ambiciones napoleónicas o a la vesania nazi) –y muy bien que nos lo recuerdan constantemente en su cine-. En nuestro caso, el nacimiento de nuestra nación está vinculado a ese avatar dinástico que fue el matrimonio de una reina de Castilla con un rey de la Corona Aragonesa. Pero, desde ese mismo origen, la propia institución monárquica se ha visto envuelta de forma muy intensa en la tormentosa relación de nuestra nación con el desarrollo de la modernidad, aparentemente –o al menos así nos lo han contado y lo hemos creído-, siempre del lado equivocado, del lado de las fuerzas regresivas. De manera que, cuando hemos querido ponernos a la altura de los tiempos y recuperar apresuradamente el tiempo perdido, siempre nos ha sobrado la corona, como también otros símbolos de nuestra atormentada identidad.

Sin embargo, en la época de la Transición tuvo lugar la peculiar circunstancia de que el impulso decisivo para la reconducción del régimen diseñado por el dictador hacia una democracia homologable vino precisamente del monarca, que dirigió el feliz esfuerzo colectivo de superación de una historia de enfrentamiento secular para conseguir la reconciliación de las dos Españas, de la vencedora y la vencida en la guerra.

Este logro histórico junto al papel jugado en la intentona de regresión golpista del año 1981 han sido la novedosa fuente de legitimación que consolidó la institución restaurada incluso para aquellos que ideológicamente no eran afines a ella (una legitimación, por cierto, lo suficientemente sólida como para hacer disculpar ciertas ligerezas de la vida privada de su titular).

Hasta tal punto está ligada la peculiar ecuación política salida de la Transición a la institución monárquica que la impulsó, que aquellos que cuestionan el resultado de esa ecuación, tanto las facciones periféricas para las que la solución autonómica no satisface sus aspiraciones de autogobierno, como los que quieren poner el reloj a cero otra vez en febrero de 1936 y no dejar atrás por la vía de la reconciliación sino revertir el resultado de la Guerra Civil, han puesto en su punto de mira a la monarquía y a su nuevo joven titular. Y aún más a partir del momento en que, muy consciente –quizá el único- de la posición exacta de las fichas en el tablero, nos recordó oportunamente a todos lo que realmente estaba en juego en el cuestionamiento del orden constitucional. De manera que esa guerra de símbolos a la que llevamos años asistiendo -las bochornosas pitadas al himno nacional y al propio monarca en las finales de Copa- se ha recrudecido en los últimos tiempos, con banderas antagónicas ondeando por todas partes y retratos que desaparecen, se cuelgan invertidos o se queman públicamente.

Y en este momento en que todo el arsenal simbólico de unos y otros está entrando en liza, es cuando más se exige de la institución, también en el plano simbólico. Y al respecto, no podemos desconocer que la mayor fuerza de la monarquía como símbolo, el tratarse de un símbolo personal, encarnado en una persona determinada –y en su familia más inmediata-, susceptible de suscitar nuestra adhesión pesonal, es al mismo tiempo su mayor debilidad. Una bandera es un trozo de tela coloreado, que puede ser más o menos bonito, grande o pequeño, pero que, en sí mismo, no nos puede fallar. Sin embargo, una persona-símbolo, en cuanto ser humano, es susceptible de lo mejor, pero también de lo peor, de fallarnos estrepitosamente.

Quizá en otros tiempos ser rey era más fácil. Los súbditos te contemplaban a distancia y los gruesos muros de palacio y los extensos jardines que rodeaban las mansiones reales podían asegurar amplios ámbitos de privacidad. En el fondo, salvo para el reducido grupo de la corte, el monarca era un gran desconocido para su pueblo. Hoy, en una sociedad ultramediática, la capacidad de influencia social del monarca es mayor que nunca (una palabra bien dicha o un gesto de simpatía oportuno llegan al instante a todos los rincones del país), pero al mismo tiempo la exposición al escrutinio público es extrema, y por tanto, la exigencia de excelencia, de ejemplaridad, se ha convertido también en extrema.

Y en relación con esta ejemplaridad, eso que al final todos valoramos y que suscita la adhesión a una persona y a la causa que ésta representa no es otra cosa que la virtud, o lo que es lo mismo, la bondad.

Y lo relevante de todo este asunto es que lo que está en juego no es una simple cuestión personal, de proyecto de felicidad individual, sino una cuestión colectiva, de importancia capital, en una situación en la que no estamos precisamente sobrados de símbolos que nos ayuden a no acabar otra vez a garrotazos hundidos en el fango como en el célebre fresco de Goya.

En fin, no sé si mi hijo quedó muy convencido.

Un ministro irresponsable

Una de las razones por las cuales preservar la salud de las instituciones es fundamental en un sistema democrático es porque ayudan a crear un sentido de comunidad. Gracias a ellas aceptamos que las decisiones que nos afectan como colectividad no están impuestas por “ellos”, sino que, en el fondo, son decisiones tomadas por nosotros. No se imponen por una parte de la sociedad a otra, sino que se trata de decisiones colectivas, que unas veces te gustan y otras no, como es lógico y natural, pero que aceptas porque formas parte de la comunidad de la que emanan. Tras la grave crisis que estamos padeciendo en Cataluña, si alguien lo debería tener claro es el Gobierno de la nación. Pero para asombro y depresión general, parece evidente que no es así.

El ministro de Justicia, ya reprobado por el Parlamento hace un año por su injerencia para obstaculizar la acción de la Justicia en las causas judiciales por delitos relacionados con la corrupción en las que resultaban investigados cargos del PP, así como por impulsar nombramientos en la Fiscalía para favorecer los intereses de los investigados, parece ahora empeñado, con ocasión de la sentencia de “la manada”, en culminar su triste obra de desprestigio institucional. Probablemente por los mismos motivos.

Por un lado,  insta al Consejo General del Poder Judicial a realizar algo que este no puede hacer ni evidentemente va a hacer, como inmiscuirse en la función jurisdiccional de un magistrado, y para colmo, ha insinuado que el mismo Consejo podía haber apartado a este magistrado de la causa por no se sabe qué razones personales y así ahorrarnos a todos el triste espectáculo de su voto particular (porque trascendencia real no ha tenido). En realidad -no nos engañemos- lo que ha hecho es muy sencillo: a los manifestantes que se agolparon protestando por la sentencia el jueves por la tarde en la calle San Bernardo, sede de su ministerio, les está diciendo clara y llanamente que ese no es el lugar que deben asaltar, sino la sede del CGPJ sita en la Plaza de la Villa de París. Así que vayan circulando.

En cualquier país serio este ministro  habría sido automáticamente cesado por semejante barbaridad. Es difícil imaginar mayor muestra de irresponsabilidad en todos los sentidos del término. En vez de calmar los ánimos y apuntar que la institución judicial está funcionando correctamente y que el proceso todavía no ha acabado, pretende disfrazarse de indignado (por fin en algo que no toca al PP directamente) y saltar a la calle a ver si por una vez no le confunden con uno de los malos. Por supuesto, al precio de incrementar la tensión social y fomentar la desafección derivada del descrito institucional. Y si además así escurrimos el bulto de que la principal razón de este fallo judicial obedece a un diseño bastante complejo de los tipos penales, mejor todavía, no vaya a ser que la responsabilidad de la crítica pueda llegar a afectarle por otra vía.

Claro que quizá sea una operación orquestada por el Gobierno en su conjunto por entender el PP que no puede perder un voto más y hay que hacer lo que sea para conservarlo, incluso poner a Catalá a la cabeza de la manifestación para deslegitimar la institución cuyo nombre lleva su ministerio. Y en otros casos no, pero Margarita Robles (juez-política o política-juez) a este concreto de decirle al CGPJ lo que tiene que hacer, sí que se apunta. Qué casualidad. Miedo da pensar en lo que pueden inventarse ahora los políticos togados del CGPJ para ponerse ellos también al frente de la manifestación.

Verdaderamente, sobra hasta pedir su dimisión (o dimisiones). El panorama que tenemos por delante es muy preocupante.

El caso de “La Manada” y el problema del consentimiento

Que el problema del consentimiento es hoy el tema estrella en todas las ramas del Derecho, admite pocas dudas. Responde a la larga evolución que ha conducido a la Modernidad, en la que confluyen creencias religiosas e ideologías secularizadas de la más variada índole, pero que han terminado convirtiendo a la voluntad humana en la reina absoluta de la fiesta, arrumbando completamente otros factores (no siempre para bien) como la moralidad, la causa material, el orden público, la forma ritual, etc. En cualquier caso sus manifestaciones en el ámbito del Derecho son evidentes, aunque cueste todavía asumirlas de una manera coherente.

Así, en el Derecho privado, conseguir un consentimiento informado al contenido del negocio a través de un buen sistema de transparencia material es hoy el caballo de batalla en la contratación en masa, especialmente la bancaria. En el Derecho constitucional, basta pensar en  nuestra reciente obsesión por combatir el populismo derivado de las fake news y de los círculos de complacencia en las redes sociales a través de instrumentos que permitan a los electores generar una voluntad informada y expresarla de manera adecuada, sin llevarse al sistema democrático por delante. Pero, como acabamos de ver en el caso de “La Manada”, lo mismo ocurre en el Derecho penal. La clave para descifrar la tipicidad o no de muchas conductas controvertidas descansa en el consentimiento de la víctima, especialmente en el ámbito de los delitos sexuales.

Lo prueba sin asomo de duda el hecho de que en la ya famosa sentencia del jueves pasado luchan encarnizadamente tres interpretaciones en torno al consentimiento de la víctima: (i) no se prueba que no hubiese consentimiento de la (supuesta) víctima, luego por el juego de la presunción de inocencia no hay tipicidad y procede la absolución (voto particular); (ii) se prueba que no hubo consentimiento de la víctima, pero no queda demostrado que el grado de intimidación para forzar esa voluntad excediese de una  “atmósfera coactiva” hasta alcanzar el de amenaza de un daño inmediato, luego no hay tipicidad de agresión sexual  y solo de abusos sexuales (sentencia de la Audiencia);  (iii) no hubo consentimiento  en absoluto de la víctima, por concurrir la intimidación del tipo más grave, por lo que procedía haberse condenado por agresión sexual (posición de los que se han manifestado públicamente en contra de la sentencia).

No puede extrañar la polémica, porque en el momento en el que el consentimiento es el único pistolero en la ciudad, su apreciación necesariamente subjetiva, en base a hechos pretéritos a veces de prueba complicada, produce efectos jurídicos extraordinariamente transcendentes y radicalmente diversos en función de su resultado. El sentido común y la experiencia personal del juzgador, cuando no sus sesgos particulares, amenazan con asumir una preponderancia excesiva. Pero incluso concurriendo la máxima ecuanimidad, resulta muy complicado combinar adecuadamente la complejidad de los tipos codificados, con los nuevos descubrimientos científicos de carácter cognitivo o la nueva sensibilidad social, y todo ello con doctrinas jurídicas o con líneas jurisprudenciales asentadas. Y uno tiene la impresión de que conseguir cierta seguridad objetiva en este ámbito es simplemente un desiderátum, lo que garantiza mantener constante, o nuestro alto nivel de indignación crónica, o nuestra desbocada carrera punitiva.

Precisamente la enorme complejidad y maleabilidad de los grados de la voluntad llevó a Aristóteles a considerar que solo la violencia (causa exterior) o el error (concreto) podían viciarla, y en ningún caso la intimidación (causa interior), porque, al fin y al cabo, no hay voluntad que no se encuentre mediatizada de algún modo. Consideraba que entrar en esas complicadísimas disquisiciones tenía el riesgo de conducirnos a la asunción práctica de la tesis socrática de que nadie es verdaderamente culpable de sus actos malévolos, y decidió cortar por la vía de en medio. Pero si su teoría pudo acogerse (con matizaciones) por el Derecho Intermedio y la Escolástica sin atentar al sentido de la Justicia, fue porque entonces existían otros mecanismos, morales, sociales y jurídicos, para resolver los problemas. Hoy, que no tenemos ya ninguno otro aparte de la voluntad, necesitamos tener en cuenta la intimidación en todos los ámbitos jurídicos, y paradójicamente -quizás porque hasta hace relativamente poco no lo hemos necesitado con esta urgencia- carecemos de criterios seguros para apreciarla. ¿Qué hacer entonces?

Quizás nos puede proporcionar una pista la famosa sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos DH, KA Y AD contra Bélgica, de 17 de febrero de 2005, que tuve la oportunidad de comentar con relación a otro asunto en un artículo de El Notario del Siglo XXI (aquí). En este caso los demandantes ante el TEDH habían sido condenados penalmente por los tribunales belgas como consecuencia de los golpes y heridas infligidas a otras personas en el transcurso de prácticas sadomasoquistas extremadamente violentas en locales habilitados al efecto. Pues bien, en su decisión, el Tribunal reconoció la posibilidad de que las personas renuncien a la protección de su integridad física, en aras a su derecho a la autonomía personal. Es necesario abandonar cualquier consideración paternalista en este punto, amparando todas las actividades sexuales, por mucho que puedan provocar rechazo, herir la sensibilidad o resultar inquietantes. Eso sí, siempre que se desarrollen entre adultos que han dado su consentimiento. Y en ese caso concreto -siendo éste el elemento determinante a la hora de emitir el fallo- las sesiones se habían desarrollado en condiciones que no permitían garantizar el consentimiento de las víctimas, lo que llevó a rechazar el recurso y ratificar así la condena penal.

De esta sentencia cabría deducir, entonces, dos principios básicos. En primer lugar que, como decíamos antes, la voluntad es la reina absoluta de la fiesta. Hemos acabado con cualquier otro control, moral o de otro tipo. Pero, en segundo lugar, precisamente porque esto es así, resulta imprescindible ser mucho más rigurosos de lo que lo hemos sido hasta ahora y cerciorarnos de una manera firme y segura de que esa voluntad concurre, lo que conlleva a su vez dos consecuencias que paso a aclarar: (i) no cabe imponer toda la carga de la prueba en contra de la víctima que consiente, y (ii) el vicio de la voluntad deben anular siempre el consentimiento con efectos idénticos para el resto de casos.

(i) No cabe imponer toda la carga de la prueba en contra de la víctima que consiente, por lo que, en consecuencia, cuando nos encontremos en una situación de riesgo de posible ausencia del consentimiento, resulta razonable limitar el alcance de la prueba a realizar por la acusación a la hora de determinar los efectos jurídicos pertinentes: probada una determinada situación de riesgo evidente, es al masoquista que quiere evitar ir a la cárcel por infligir daño a otro el que tiene que demostrar de manera convincente que el consentimiento concurría, o al menos que podía negarse en condiciones razonables, no a la inversa. Lo que, por otra parte, no tiene por qué poner en entredicho ningún principio fundamental del Derecho Penal, especialmente el de presunción de inocencia.

Aplicado a nuestro caso, se trataría de convertir los agravantes del art. 180 CP, concretamente el número dos (“Cuando los hechos se cometan por la actuación conjunta de dos o más personas”), el tres (“Cuando la víctima sea especialmente vulnerable, por razón de su edad, enfermedad, discapacidad o situación) y el cuatro (relación de superioridad o parentesco), en elementos del tipo que, debidamente adaptados a su nueva función y una vez probados, obliguen a su vez al actor a demostrar de manera convincente que el consentimiento concurría o que podía negarse en condiciones de razonable libertad, si la otra parte lo niega. A los indicados casos de “riesgo” podrían añadirse otros semejantes por las circunstancias concurrentes.  Como ocurre en otros muchos supuestos (y ya lo hemos comentado en este blog) se trata de esquemas punitivos que, bien configurados, podrían ser admisibles, en los que la víctima tiene la carga de probar el hecho (sexo en grupo en determinadas condiciones improvisadas, daños supuestamente masoquistas, relaciones en estado de enfermedad, escasa edad, parentesco, etc.) y a partir de ese momento la prueba de la concurrencia del consentimiento o de la posibilidad razonable de negarlo se desplaza a la otra parte, si la supuesta víctima lo negase.

(ii) Pero esto no es suficiente, evidentemente. Para todos los casos, incluidos aquellos en que no concurran las circunstancias de riesgo, es imprescindible suprimir la diferencia de tipos penales por intensidad de la intimidación tendente a anular el consentimiento. En este momento la intimidación se trata peor que la violencia porque en alguna de sus modalidades (cuando no es la de sufrir un daño inmediato) la pena es inferior. Pero esto solo puede obedecer a dos prejuicios, hoy insostenibles. Uno, que lo más relevante no es que la víctima no consienta, sino si uno ha sido un bruto al anularla, porque si se consigue de manera un poco más sutil y malévola la pena es inferior. Dos, que en el fondo, si no hay intimidación grave, cabe sospechar –siguiendo la tradición aristotélica- que la víctima ha querido al menos “un poquito”.

Si la voluntad de la víctima es la única reina de la fiesta cualquiera de estas dos interpretaciones es lamentable. Por eso, si en contra el principio aristotélico estamos hoy obligados a admitir que la intimidación vicia siempre la voluntad de idéntica manera, entonces debemos ser consecuentes. Si no hay consentimiento, da igual que la causa sea la violencia, o la intimidación de sufrir un daño inmediato, o una “atmósfera coactiva”. No tiene sentido entonces diferenciar, como ocurre ahora, entre los tipos de agresión y de abuso sexual por la sutil distinción entre prevalimiento e intimidación. Si no concurre el consentimiento, no concurre, y el tipo penal debería ser el mismo, sin perjuicio de que la violencia física en la agresión pueda constituir un agravante.

Todo esto nos debe conducir a una reflexión final. El oficio de juez en un Estado Democrático de Derecho es extraordinariamente complicado (no así el juez del Cadí o los tribunales populares, que siempre lo tienen mucho más fácil). El juez penal de un Estado de Derecho está sujeto a múltiples restricciones: la presunción de inocencia, el respeto escrupuloso a la ley penal y al principio de legalidad, la sujeción a los criterios de interpretación jurisprudenciales, a la prueba admisible, al principio acusatorio, etc. Si queremos ayudarles en su difícil pero valiosísimo trabajo debemos hacerlo no atacándoles personalmente, sino reflexionando sobre cómo encajar la nueva sensibilidad jurídica y social (no solo derivada del género, sino de la preponderancia de la libertad) en nuestros viejos odres conceptuales. El que el ataque personal pueda proceder del mismo Ministro de Justicia es verdaderamente inquietante.