La personalidad jurídica de los entes no humanos

Es fácil torcer el gesto la primera vez que se escucha alguna propuesta como otorgar personalidad jurídica a una laguna, o a los robots. No en vano, parece una ruptura evidente de los dogmas elementales que sostienen el sistema jurídico privado. Una idea más próxima al anatema que a la consideración. Y, sin embargo, si se considera la posibilidad de otorgar personalidad jurídica a nuevos entes no humanos, algunas conclusiones pueden sorprender a esa impresión inicial. No sólo porque no sea tan obvia la ruptura con todo el clasicismo civilista, sino porque ya pasamos antes por algo parecido. Vaticinando que poco duraría tal aventura de personificación, ya opinó De Castro en la primera mitad del pasado siglo que «(…) la doctrina no encuentra dificultad en ensanchar el concepto de persona jurídica, para encajar en él a la Sociedad Anónima, pues le bastaba volver a la equivocada y antes desechada idea de que la personalidad consiste sólo en ser sujeto de derechos y obligaciones; lo que le permitía convertir a la persona jurídica en un concepto puramente formal». Y, sin embargo, las sociedades siguen siendo personas jurídicas, sin que parezca haber ahora ni una firme oposición, ni un trastorno evidente del sistema. Convendría revisar si acaso ocurre ahora igual.

La principal premisa de la personalidad, como categoría jurídica, es la propia naturaleza jurídica de la misma. No se trata de una calificación que otorgue ninguna categoría moral o estatus ético, sino de una herramienta con la que atribuir efectos jurídicos a los supuestos de hecho previstos. Un instrumento para solucionar problemas u optimizar resultados. Sin embargo, la elevación de la personalidad a una condición o símbolo de dignidad ha sido, en no pocos casos, más poética que jurídica, y poco útil en la práctica. Ni hace falta atribuir personalidad a entes no humanos de los que se quisiera predicar un valor singular, como podrían ser los animales; ni tampoco la atribución de la misma a entes patrimoniales de posible funcionalidad autónoma habría de suponer dotarles de dignidad alguna. Es probable que estas confusiones sean fruto de una trampa del lenguaje: si en vez de haberse llamado a la categoría “personalidad” se la hubiera nominado como “sujeto jurídico”, acaso no persistirían parte de los problemas y discusiones al respecto, en uno y otro sentido. Y es que, ni todos los seres humanos han sido siempre personas, ni todas las personas han sido siempre humanas.

Sin perjuicio de lo afirmado, cabe reconocer tres extremos que vinculan, de forma estructural, humanidad con personalidad jurídica. En primer lugar, en nuestro sistema jurídico, y en los de nuestro entorno, todo ser humano se considera persona, pues a la personalidad se vinculan efectos hoy esenciales para la configuración jurídica fundamental de los ciudadanos, partiendo de la propia aptitud de tener derechos. En segundo lugar, como autor de todo derecho, el ser humano es la medida y, directa o indirectamente, fin de toda norma. No porque se quiera establecer una primacía de los seres humanos o sus intereses frente a cualquier otra entidad, sino porque no nos es posible a los seres humanos crear un derecho que no sea obra humana. El propio concepto de “interés” es esencialmente humano y, por ello, hasta el interés de acabar con el antropocentrismo sería, en fin, un interés humano también. En tercer lugar, el sistema jurídico privado parte de actos jurídicos en los que la voluntad, inmediata o mediata, cumple una función esencial. Como quiera que el ser humano es el único ente capaz de tomar decisiones voluntarias, tal y como las entendemos, toda persona jurídica necesitará intervención humana, de una u otra forma, para poder desarrollar su función.

A partir de ahí, asumiendo que la ley vigente, y sólo ésta, puede dotar de personalidad jurídica a nuevos entes, que no tienen por qué ser humanos, la cuestión se desplaza a qué significa tal personificación. Esto es: qué efectos jurídicos supone. Porque, si no hubiese ninguno, no habría dimensión jurídica en el mero título de “persona”. Desde ahí cabe plantearse, de una parte, si existe un contenido mínimo que informa el concepto jurídico actual de personalidad jurídica; así como si se trata de un contenido flexible, y hasta dónde puede llegar la configuración del mismo. Ciertamente, la norma que dotara a un ente de personalidad podría concretar las eventuales especificidades de la personalidad que se tratara, ampliando o limitando alguno de los efectos que seguirían a la personificación. Mas, como de hecho ha ocurrido en la Ley 19/2022, para el reconocimiento de personalidad jurídica al Mar Menor, cabe que la norma limite su contenido a una mera declaración genérica de personificación.

Siempre desde una perspectiva limitada a las personas jurídicas privadas, si hubiera que buscar una regulación general y básica de la personalidad jurídica, acaso podría encontrarse en los arts. 28, 35 a 39 y 41 del CC. Algunos preceptos, como el art. 38 CC, son directamente y expresamente aplicables a toda persona jurídica. Otros, entre analógicamente aplicables y demasiado específicos para poder aplicarse con generalidad. En fin, sí es posible deducir un parco régimen general tipificado como punto de partida para todas las personas jurídicas, principalmente determinado por la capacidad jurídica general (arts. 37 y 38), la capacidad especial patrimonial (art. 38) y la finitud de la persona jurídica (art. 39).

Añadiendo a tales preceptos los caracteres comunes a las personas jurídicas hoy existentes, así como el análisis doctrinal y los pronunciamientos judiciales sobre las mismas, cabría deducir unos posibles elementos mínimos de la personalidad que toda persona habría de tener: Primero, identidad e identificabilidad, como condición de individualidad, de concreción jurídica necesaria. Segundo, la existencia de órganos representativos, en los que seres humanos aporten voluntad al ente personificado. Tercero, capacidad jurídica, acaso sinónimo de personalidad en su sentido más básico. Cuarto, patrimonio, y no sólo como expresión primaria en el ámbito del derecho privado de la capacidad jurídica, sino como vehículo necesario para ejercitar los derechos propios, así como para responder de la propia responsabilidad. Quinto, la personificación que se otorgue ha de suponer un interés jurídico relevante. Además, el ente personificado, carente de intereses intrínsecos o de una voluntad caprichosa, necesita que se determine su finalidad y la orientación sus actuaciones de conformidad con el interés jurídico que la informa. De otra forma, los órganos que lo representaran carecerían de instrucciones, directrices o criterios para poder realizar acto alguno.

Además, los elementos anteriores no tienen por qué manifestarse en todas las personas jurídicas de forma absoluta, sino que se trata de elementos flexibles. Podrán concretarse tanto por la naturaleza de la persona de que se trate -así, por ejemplo, no haría falta disposición que limitase el derecho a la vida de entes no vivos-; como por la norma que otorgue personalidad, apta para limitar la capacidad otorgada sólo para algunos ámbitos, como podría ser el patrimonial.

La ley, con un mínimo de estructura y técnica jurídica, y siempre que salve eventuales conflictos de competencia que pudieran afectar al ente a personificar -sobre todo cuando se trate de entes con una base territorial, como los naturales-, puede otorgar personalidad jurídica a entes no humanos. Que pueda hacerlo, empero, no implica que se trate de una buena opción. Hay muchas posibilidades en manos del legislador que no habrían de convertirse en herramientas jurídicas útiles. Al juicio de posibilidad ha de añadirse el más relevante juicio de idoneidad. A tal efecto, lo relevante será determinar qué utilidad aporta la personalidad como institución jurídica; y valorar si tal utilidad habría de concretarse en el ente que se pretenda dotar de personalidad.

No basta la mera intención de “proteger” al ente a personalizar. Por una parte, porque hay muchos bienes jurídicos dignos de protección, efectivamente protegidos, sin necesidad de hacerlos personas. Baste pensar en el patrimonio artístico como ejemplo. Por otra, porque, aunque la personalidad pudiera servir para alcanzar una vía de aparentemente autotutela, a través de sus órganos representativos -de los seres humanos que intervinieran en éstos-; esta protección no tiene por qué ser mejor. No basta la consigna, ni la novedad. Por posible que resulte, para crear un elemento nuevo, inevitablemente disruptor del sistema, hace falta una justificación cabal de una utilidad suficiente que esa novedad pueda aportar. No necesariamente en cuanto a la protección del ente, sino también sobre otros extremos, como una mayor eficiencia en la actividad que el ente pudiese desarrollar -como ocurre con las sociedades personificadas-. En ocasiones, sin embargo, es más fácil encontrar un bienintencionado optimismo respecto a lo nuevo —o un pesimista desengaño frente lo viejo—, antes que un serio planteamiento de lo concreto.

*Este texto resume los argumentos expuestos en “Bases para la personalidad jurídica de los entes nos humanos”, publicado en DPyC, nº43, 2023, https://www.cepc.gob.es/sites/default/files/2023-12/40258rdpyc4301macanas.pdf

La validez de la aportación como prueba de la correspondencia privada entre abogados (II)

Recientemente publiqué un post en este blog de nuestra Fundación en el que abordaba la cuestión relativa a la validez de la aportación como prueba de la correspondencia privada entre abogados y que, de modo muy esquemático, podía resumirse como sigue.

La sentencia de la Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid de 26 de mayo de 2023 (Rec. 1238/2022) vino a refrendar la validez de la aportación como prueba en un procedimiento judicial de una serie de correos electrónicos intercambiados entre los letrados de las partes sin que mediara autorización del letrado no aportante.

Los correos evidenciaban el acuerdo alcanzado entre ambos letrados por el que, a cambio del reconocimiento de improcedencia del despido por parte de la empresa, la trabajadora se comprometía a desistir de un procedimiento de cantidad contra la misma empresa que se tramitaba ante otro juzgado diferente. Sin embargo, la trabajadora no desistió del mismo y, llegado el momento del juicio, el letrado de la empresa reaccionó aportando como prueba documental dichos correos electrónicos, en base a los cuales el juzgado entendió que mediaba un acuerdo enteramente válido en orden al desistimiento y desestimó la demanda de la trabajadora, al apreciar la excepción de satisfacción extraprocesal o carencia sobrevenida de objeto alegada por la empresa demandada.

Al margen de otras consideraciones, la Sala entendió que en tal caso el derecho del letrado de la empresa a utilizar en la mejor defensa de los intereses de su cliente todo medio de prueba, enlazaba con el derecho constitucional a la tutela judicial efectiva, y debía por ello primar sobre cualquier otra consideración no recogida ni tan siquiera en la normativa procesal de aplicación al proceso (Ley Reguladora de la Jurisdicción Social) y sí únicamente en disposiciones de finalidad y carácter meramente deontológico (vgr. Estatuto General de la Abogacía Española). Ello sin perjuicio de que el letrado que había padecido la aportación no autorizada de esos correos se dirigiera al Colegio correspondiente en demanda de sanciones disciplinarias para el letrado aportante.

Ya indicaba en aquel post que, aun pudiendo llegar a compartir la finalidad de desdotar de efectividad procesal al injustificable incumplimiento del acuerdo por parte del letrado de la trabajadora, discrepaba de los razonamientos de la sentencia. Entendía entonces, y sigo entendiendo, que esa aportación no autorizada de los correos electrónicos también afectaba al derecho de defensa del letrado no aportante quien, igualmente en defensa de los intereses legítimos de su cliente, habría de suponer fundadamente que dichos correos no podían ser objeto de aportación. Y argumentaba igualmente que sí había resquicio en la ley procesal (aunque fuera en la de subsidiaria aplicación al caso concreto, como era la Ley de Enjuiciamiento Civil) para inadmitir dicha aportación documental como prueba, dado que su artículo 283, apartado 3 preceptúa que “Nunca se admitirá como prueba cualquier actividad prohibida por la ley”, y acudiendo a un criterio amplio de la expresión “la ley”, entiendo que el Estatuto General de la Abogacía Española (que está recogido en norma legal, Real Decreto 135/2021, de 2 de marzo) entra dentro de ese ámbito y, por tanto, la infracción de la
prohibición que el mismo contiene respecto a la aportación no autorizada de correspondencia entre letrados suponía “una actividad prohibida por la ley” que debía acarrear su no admisión como prueba.

Con todo, finalizaba aquél post reconociendo la complejidad de la cuestión y las posibilidades de interpretación de la misma en un sentido contrario al que allí sostenía. Pues, bien, pocos días después de la publicación de dicho post se publicaba en el Boletín Oficial del Congreso de los Diputados de 2 de febrero de 2024 un proyecto de ley que, de mantenerse finalmente en su actual redacción, entiendo que va a poner fin ya de modo definitivo a la polémica de esta cuestión, y va a impedir que pueda volver a reproducirse en un procedimiento judicial una aportación de documentación privada entre letrados similar a la acaecida en el caso que hemos examinado.

En efecto, se trata del Proyecto de Ley Orgánica del Derecho de Defensa, en el que aparece un artículo 15 bajo el siguiente título “Garantía de confidencialidad de las comunicaciones y secreto profesional”, cuyos apartados 2 y 3 preceptúan lo siguiente: “2. Las comunicaciones mantenidas exclusivamente entre los defensores de las partes con ocasión de un litigio o procedimiento, cualquiera que sea el momento en el que tengan lugar o su finalidad, son confidenciales y no podrán hacerse valer en juicio, ni tendrán valor probatorio, excepto en los casos en los que se hayan obtenido de acuerdo con lo previsto en la Ley de Enjuiciamiento Criminal u otras leyes de aplicación o en que su aportación o revelación haya sido autorizada conforme a la regulación profesional vigente.

3. No se admitirán los documentos, cualquiera que sea su soporte, que contravengan la anterior prohibición, salvo que expresamente sea aceptada su aportación por los profesionales de la abogacía concernidos o las referidas comunicaciones se hayan realizado con la advertencia expresa y explícita de poder ser utilizadas en juicio.”

Esto es, con arreglo a la redacción legal proyectada, esas comunicaciones entre letrados estarán sujetas a obligatoria confidencialidad, y no se admitirá su aportación en juicio como prueba, cualquiera que sea su soporte, salvo en los siguientes supuestos tasados:

1. En los casos en los que se hayan obtenido de acuerdo con lo previsto en la Ley de Enjuiciamiento Criminal u otras leyes de aplicación.
 En cuanto a la posibilidad de previsión en la LECrim (y aun reconociendo mi insuficiencia de conocimientos en el ámbito penal) no acierto a identificar la misma: su artículo 118 contempla la posibilidad de utilización de comunicaciones del abogado cuando existan indicios objetivos de la participación del mismo en el hecho delictivo, pero se está refiriendo a las comunicaciones “entre el investigado encausado y su abogado”, con lo que entiendo que quedaría al margen del supuesto que
examinamos; y su artículo 579 lo que contempla es la posibilidad de que el juez acuerde la utilización de la correspondencia que el investigado remita reciba, con lo cual creo que igualmente queda fuera del ámbito de nuestra concreta cuestión.

2. En los casos en que su aportación o revelación haya sido autorizada conforme a la regulación profesional vigente.
A este respecto, el vigente Estatuto General de la Abogacía Española permite dicha aportación cuando el otro letrado lo autorice expresamente, o bien cuando en dichas comunicaciones el letrado que pretenda su aportación haya hecho constar expresamente que intervenía con mandato representativo de su cliente.

Por su parte, el Código Deontológico de la Abogacía Española, aprobado por el Pleno del Consejo general de la Abogacía española el 6 de marzo de 2019 (que entraría dentro de la previsión del precepto proyectado, habida cuenta del alcance amplio de la expresión “regulación profesional
vigente”) habilita un supuesto adicional en que sería posible dicha aportación, como es el consistente en que, aun no mediando autorización del otro letrado, la Junta de Gobierno del Colegio correspondiente lo haya autorizado discrecionalmente por causa grave y previa resolución motivada con audiencia de los interesados (art. 5.3).

3. En los casos en los que expresamente sea aceptada su aportación por los abogados concernidos, o cuando las comunicaciones se hayan realizado con la advertencia expresa y explícita de poder ser utilizadas en juicio.

Consecuentemente, y de aprobarse finalmente el Proyecto de Ley en esos concretos términos, la imposibilidad de aportación en juicio de la correspondencia privada entre letrados más allá de los supuestos tasados en los que la propia norma la habilita sí estaría ya recogida normativamente, y en norma (Ley Orgánica) que va más allá de lo que serían meras disposiciones deontológicas o incluso leyes rituales procesales, con lo que la argumentación sobre la que asentaron sus pronunciamientos las sentencias que admitieron la aportación en juicio de dichas comunicaciones, entiendo que decaería: su admisión como prueba violentaría el derecho de defensa y en los términos establecidos, insisto, por una Ley orgánica.

Me parece acertado ese posicionamiento: en la dicotomía entre el respeto escrupuloso a la confidencialidad de esas comunicaciones y el combate contra actuaciones desleales, creo que debe primar lo primero; y serán precisamente los deberes deontológicos los que permitirán reaccionar bien es verdad que extraprocesalmente contra aquellos comportamientos desleales de quienes alcanzan acuerdos con compañeros que luego incumplen injustificadamente.

Y para esto último entiendo que no resulta baladí que, al margen de esa previsión concreta afectante de modo directo al específico tema que nos ocupa, en el Proyecto de Ley se pretende también dotar de cobertura legal de rango máximo (ley orgánica) a los deberes deontológicos recogidos en las normas propias del ejercicio de la abogacía, y así, se hace expresa mención a ello en el artículo 18 (deber de actuación con cumplimiento de los deberes deontológicos de lealtad y honestidad “con especial
atención a las normas y directrices establecidas por los Consejos y colegios profesionales correspondientes”) y en el artículo 19 (actuación conforme a deberes deontológico que garanticen su confiabilidad y que “independientemente de su inclusión o tratamiento en otras normas de carácter general o estatal, están regulados en el Estatuto General de la Abogacía y el Código Deontológico de la Abogacía Española, así como en su normativa de aplicación”).

Por otra parte, el Proyecto de Ley prevé la incorporación de una nueva disposición adicional séptima a la Ley 52/1997 de 27 de noviembre, de Asistencia Jurídica al Estado e Instituciones Públicas en la que en lo que aquí nos ocupa se hace una mención expresa a la necesaria adecuación de la asistencia jurídica letrada que presten los Abogados del Estado y los Letrados de la Administración de la Seguridad Social a “los criterios derivados de los principios deontológicos vinculados al ejercicio de la abogacía”.

Entiendo que esta “elevación” de los deberes deontológicos a la categoría de materia expresamente prevista en su regulación por ley orgánica, dotará a los mismos de la suficiente fortaleza normativa como para ser un instrumento verdaderamente útil para combatir comportamientos desleales en el ámbito de nuestro ejercicio profesional.

EDITORIAL: Los peligros de la Ley de amnistía

En este blog nos hemos posicionado reiteradamente en contra de esta Ley de amnistía que empieza ahora su andadura final, tras el acuerdo al que han llegado el PSOE, Junts y ERC para introducir una serie de enmiendas al texto con la finalidad explícita de «blindar» a Carles Puigdemont frente a posibles actuaciones judiciales. Y decimos en contra de esta ley concreta porque si bien es cierto que muchos autores han defendido que ninguna ley de amnistía en abstracto cabe en la CE (por diversos motivos que ahora no vamos a repetir) no lo es menos que otros, entre ellos algunos juristas de Hay Derecho han considerado que una amnistía en abstracto podría ser constitucional si se dieran una serie de requisitos que, lamentablemente, no se producen en el caso específico de la Ley de amnistía que previsiblemente se aprobará en unas semanas. En este sentido, remitimos al debate online que hace unos meses hicimos en Hay Derecho y que se puede encontrar en nuestro canal de YouTube.

En todo caso, desde entonces han pasado muchas cosas que ahondan nuestra firme convicción de que estamos frente a una amnistía no ya inconstitucional sino contraria a los estándares mínimos exigibles en la Unión Europea. En ese sentido, el tan traído y llevado borrador de dictamen de la Comisión de Venecia es muy claro cuando advierte de los riesgos de una amnistía profundamente divisiva, no debatida públicamente a través de los cauces institucionales oportunos, que se adapta como un guante a las necesidades procesales concretas de una persona con nombre y apellidos y que se ha tramitado con urgencia y sin unas mínimas garantías técnico-jurídicas.

Cierto es que también hace otras consideraciones que permitirían avalar una amnistía de otras características: de entrada, una que buscase sinceramente una reconciliación o la superación de una crisis política e institucional excepcional. Pero sabemos sencillamente que esto no es verdad porque así lo dicen un día sí y otro también los dirigentes independentistas, con Puigdemont a la cabeza. Esto no va de estabilidad parlamentaria, pactos de legislatura o reconciliación: va de conseguir la impunidad para unos cuantos políticos por unos actos muy graves a cambio de prestar sus votos para un gobierno que no podría existir sin ellos. Es decir, estamos muy cerca del concepto de autoamnistía, otro concepto que se considera rechazable desde el punto de vista de los valores de la Unión Europea por razones obvias: si los políticos pueden declarar su impunidad cuando les convenga ¿Dónde queda el imperio de la ley y el Estado social y democrático de derecho?

Sentado lo anterior, y constatado que la amnistía va a seguir adelante por la enorme inversión —en términos de coste político— para conseguir este acuerdo realizada por el Gobierno en general y por su Presidente en particular (que delegó en su Ministro de Justicia la defensa del acuerdo por lo que cabe preguntarse razonablemente si quería evitarse el descrédito de haber cambiado, una vez más, de opinión) debemos de preguntarnos por las consecuencias.

Pues bien, desde el punto de vista técnico, las enmiendas últimas no modifican sustancialmente lo ya acordado con anterioridad ni impiden, a nuestro juicio, que se planteen con posibilidades de éxito posibles cuestiones de inconstitucionalidad o prejudiciales con respecto a una serie de normas de la ley, desde los delitos incluidos (o excluidos) pasando por el ámbito temporal (que se ha ampliado, por cierto), por el hecho de que se haya cortado un traje a medida para el sr. Puigdemont o trate de una amnistía «a la carta» o por lo dispuesto en el art. 4 respecto del levantamiento de medidas cautelares. Por no hablar de la no mención al Código Penal español y sí a la directiva que éste traspone en materia de terrorismo, como si se pudiera obviar la aplicación de la normativa penal española cuando precisamente se pretenden amnistiar delitos previstos en dicha normativa.

Sentado que los abogados de Junts son conscientes de los problemas técnicos que tiene la norma y que han señalado numerosos juristas, lo que cabe preguntarse es para qué sirve todo esto. Pues a nuestro juicio, como empieza a verse, para asegurar oficialmente —esto ya lo ha hecho el ministro Bolaños— que la amnistía es perfectamente constitucional, cubre a todos los afectados y sobre todo a Puigdemont, es conforme al borrador de dictamen de la Comisión de Venecia —lo que sencillamente no es cierto— y si algo sale mal, la culpa es de los jueces fachas o de la «derecha judicial». Con este discurso, se blanquea que los líderes de Junts siempre más audaces, hayan salido a pregonar que los jueces que no apliquen sin rechistar este engendro técnico-jurídico serán culpables nada más y nada menos que de prevaricación. Suponemos que ya se ocuparán ellos de poner las querellas correspondientes o, mejor aún, de atemorizar e intimidar a los jueces que se atrevan a desobedecerles. No olvidemos que muchos de ellos están en órganos unipersonales en Cataluña, no en el TS ni en la AN, objetivos permanentes —precisamente por eso— de los independentistas catalanes.

Por tanto, no podemos ser muy optimistas con respecto a lo que nos depara el futuro inmediato. Esta ley es un poderoso corrosivo de nuestras instituciones y nuestro Estado social y democrático de Derecho, en la medida en que importa el virus populista iliberal que ya opera en Cataluña desde hace más de una década. No sirve para la reconciliación ni para superar ninguna crisis: por el contrario, abre otra de enormes proporciones. Sus defensores necesitan, además, intimidar a jueces y magistrados y socavar la separación de poderes. Veremos cosas muy preocupantes en los próximos meses, y es importante que los ciudadanos españoles sean conscientes del desafío una vez que su Gobierno ha optado por desentenderse de la defensa de los principios y valores constitucionales por mucho que proclame lo contrario. Pero no por eso hay que desanimarse: cabe emplear las herramientas jurídicas que el propio Estado de Derecho contempla, sin extralimitaciones pero también sin temor.Debemos trasladar a jueces y magistrados que la ciudadanía española confía en ellos. Debemos hacer pedagogía y combatir la desinformación y la mentira, aunque provenga de fuentes oficiales. Debemos confiar también en la Unión Europea. Y, sobre todo, debemos confiar en nosotros mismos: un Estado social y democrático de Derecho resistirá cualquier tipo de virus populista e iliberal si sus ciudadanos así lo deciden.

El dilema del deporte trans: competición justa o derechos humanos

  1. Lia Thomas ganó el campeonato universitario de EE.UU. Nació varón y compitió como nadador, llegando hasta el puesto 65º del ranking en la prueba de 500 yardas estilo libre. Comenzó su terapia hormonal tras la pubertad, pero no se sometió a cirugía de reasignación de sexo. Pasó a ser la nº 1 en la categoría femenina, cuando comenzó a competir como mujer; en las 200 yardas estilo libre, pasó del puesto 554 en hombres, al nº 5 en mujeres. 

Hay muchas historias como la de Lia: mujeres trans que compiten en categorías femeninas destacando inmediatamente y superando a las mejores deportistas. Sobre este aspecto, la Ley 4/2023, la conocida como ley LGTBI, generó grandes expectativas. Fue muy aplaudida porque, por fin -se dijo-, se rompían los moldes sexo-genéricos y los estereotipos patriarcales que obligan a elegir una identidad binaria y a competir en la categoría correspondiente al sexo biológico. Nada más lejos de la realidad. 

  1. La lex sportiva fomenta la competición justa como pilar básico de cualquier evento deportivo. La lucha contra el dopaje es el mejor ejemplo. La participación de las mujeres trans en competiciones deportivas está siendo criticada precisamente por quebrar ese principio. De hecho, no es casual que a las ventajas competitivas de las mujeres trans se las haya llegado a calificar como “dopaje inverso”.

El COI ha venido estableciendo los requisitos para que una persona pueda representar a su país en competiciones internacionales. Se denominan “criterios de elegibilidad”. Los cambios en estos criterios han ido en paralelo a la evolución en la esfera sociopolítica de las reivindicaciones de los colectivos LGTBI.

Las Directrices sobre elegibilidad del COI de 2003 se caracterizaron por, como se diría actualmente, asumir una percepción patológica del fenómeno trans. Exigían tres criterios cumulativos: 1º) Haber completado la cirugía de reasignación de sexo al menos dos años antes; 2º) Tener reconocimiento legal de dicho sexo; y 3º) Haber pasado una terapia hormonal durante un período de tiempo suficiente como para minimizar las ventajas relativas al género en la competición. 

Las reivindicaciones de “despatologización” de las personas trans no tardaron en abrirse camino. El cambio de las Directrices de 2015 fue en esa dirección. Los criterios evolucionaron para respetar la autodeterminación personal -ya no se exigía reconocimiento legal del sexo, sino una declaración personal-. Se eliminó, además, la obligación de sometimiento a una cirugía de reasignación. Sí se mantuvo el sometimiento a una terapia hormonal. Ya no se aludía a periodos de tratamiento, pero sí se fijó un parámetro máximo de testosterona en sangre: menos de 10 nanomoles/litro (nmol/L). En cierto modo, se podía decir que los criterios de elegibilidad pretendían tener un barniz de objetivación basada en datos científicos. Es llamativo que no se tuviera en cuenta que las mujeres biológicas pueden tener una media de 0,12 a 1,79 nmol/L, y que un hombre puede tener entre 7,7 y 29,4 noml/L. Una mujer trans que cumpliera con el estándar oficial por encima de 1,79 nmol/L tendría una ventaja competitiva evidente. La ciencia parece verificar, además, que el hombre biológico que no se somete a un tratamiento hormonal antes de la pubertad mantiene una ventaja de por vida. Hay ventajas como la “memoria muscular” que no se corrigen ni con una hormonación prolongada. Se confirmaría algo intuitivo: los aspectos biológicos son determinantes y el género sentido no elimina las ventajas.

Los criterios de elegibilidad del COI siguieron evolucionando a la par que se fortalecían las demandas del colectivo trans. En 2021 se modificaron de nuevo. Se suprimieron los anteriores criterios y se estableció la competencia de las federaciones internacionales para determinar cuándo una deportista trans puede tener ventajas desproporcionadas sobre otras competidoras. Consecuencia: a partir de 2021 no cabría presumir ventaja competitiva alguna, trasladando la responsabilidad de su identificación a las federaciones deportivas.

La “patata caliente” que el COI deja a las federaciones abre varias alternativas: 1ª) Prohibir a las mujeres trans competir; esto es inaceptable para los colectivos trans, pues significaría dejarles fuera de la competencia deportiva según su género sentido; 2ª) Hacer un análisis deporte a deporte, prueba a prueba, e ir detectando ventajas competitivas; allí donde la fuerza, la potencia y la resistencia sean determinantes y, por ello, los hombres biológicos tuvieran una superioridad objetiva, se podría impedir o condicionar competir a las mujeres trans; el colectivo trans considera que esto les obligaría a tener que cumplir un “test de feminidad” que las degradaría como mujeres; 3ª) Crear nuevas categorías. Podrían ser categorías específicas para personas trans, o bien modificar las categorías tradicionales y organizar el deporte según niveles de testosterona; esto tampoco es aceptable para el colectivo, ya que sería una expresión de transfobia disimulada que entraña una segregación; o 4ª) Dejar que las mujeres trans compitan en la categoría libremente elegida. Ésta es la reivindicación del colectivo. A este respecto hacen algunas consideraciones que merece la pena exponer. Las mujeres trans entienden que esta discusión parte de un agravio comparativo: no se problematiza con hombres y mujeres biológicos con condiciones naturales extraordinarias que les hacen tener ventajas respecto del resto de competidores -ser zurdo en esgrima; tener una gran capacidad pulmonar en ciclismo; etc.- En fin, afirman, el foco sólo se pone en las ventajas de las mujeres trans. Y aquí se acude a otro argumento. Algunas mujeres biológicas, por razones naturales, tienen niveles de testosterona anormalmente altos -el caso de la sudafricana Semenya-, o bien nacen con un cromosoma XY -el caso de la española Patiño-. El colectivo rechaza la estigmatización de estas mujeres cuando son sometidas a las reglas antidopaje. El lema vendría a ser algo así: hay mujeres con condiciones naturales extraordinarias, incluyendo las mujeres biológicas y las mujeres trans con niveles altos de testosterona.

  1. A mi juicio, esta cuestión plantea un dilema entre dos enfoques: 1º) El enfoque de la competición justa y la evitación de ventajas competitivas; y 2º) El enfoque de los derechos humanos y, por tanto, del reconocimiento del derecho a la autodeterminación personal y, en consecuencia, del derecho a competir según el género sentido.

El primer enfoque creo que ya habría quedado claro. El segundo es el que está ganando peso. El TC y el TEDH vienen ampliando progresivamente el derecho fundamental a la autodeterminación personal como un derecho inherente a la dignidad de la persona. No es momento de desarrollar el estado de la cuestión, pero podría decirse que, si se confirmara en toda su extensión ese derecho en relación con las personas trans, sería evidente que podrían alegar discriminación por no poder competir con otras mujeres. Es más, si alguna federación incoara un expediente por incumplimiento de estándares medidos en nmol/L de testosterona en sangre, esa actuación podría ser calificada como denigrante para la dignidad de la mujer trans.

  1. Recordará el lector que toda esta digresión venía a colación de una afirmación que hice sobre la ley LGTBI. Dije entonces que la ley había generado unas expectativas sobre el derecho a competir según el género sentido que no se habrían cumplido. Y, añado ahora, esto se hizo, además, incurriendo en una contradicción jurídicamente reprochable. 

Para comprender esta afirmación es imprescindible poner de relieve que la ley LGTBI asume decididamente el enfoque de los derechos humanos. El objetivo de la ley es desarrollar y garantizar los derechos de las personas de los colectivos LGTBI fundamentados en los arts. 10, 14 y 18.1 de la Constitución: dignidad de la persona, no discriminación e intimidad personal. Si éste es el enfoque general de la ley, no habría motivo para pensar que el legislador no fuera a ser coherente y mantener con todas las consecuencias esa misma determinación, también en el terreno deportivo.

Pues no es así. El art. 26.3 de la ley establece que en las competiciones deportivas “se estará a lo dispuesto en la normativa específica aplicable, nacional, autonómica e internacional, incluidas las normas de lucha contra el dopaje, que, de modo justificado y proporcionado, tengan por objeto evitar ventajas competitivas que puedan ser contrarias al principio de igualdad”. Síntesis: 1º) La ley “se lava las manos”, pues se remite a la normativa aplicable que, en el ámbito competitivo, será la internacional -actualmente habrá que estar a lo que establezcan las distintas federaciones-; 2º) Traiciona al enfoque de derechos humanos y asume el de competición justa con el fin de evitar “ventajas competitivas” contrarias al principio de igualdad; y 3º) Asume que los criterios a emplear para limitar que las mujeres trans compitan con mujeres biológicas deberán estar “justificados y ser proporcionados”; esto significa asumir límites basados en datos objetivos y, por ello, abrir la puerta a recuperar estándares probados científicamente. 

Cabría preguntarse si el legislador podría haber hecho algo más. Partiendo de un enfoque de derechos, podría haber reconocido el derecho a competir de las mujeres trans en competiciones femeninas, al menos, en las competiciones nacionales, como ya pasa en algún país. Esto hubiera sido lo más coherente. Sucede que el legislador era consciente de que esto hubiera significado el fin del deporte femenino. Por ello, el legislador aviva una esperanza que apaga inmediatamente y genera la frustración lógica del colectivo.

Seamos realistas, guste o no, la solución pasa por compatibilizar los dos enfoques: 1º) Mantener la premisa de que nadie tiene derecho a competir; 2º) No sobreponer los derechos de las mujeres trans sobre el principio de competición justa para evitar la discriminación de las mujeres biológicas; 3º) Fijar parámetros validados científicamente que permitan fundamentar la inexistencia de ventajas; y 4º) Establecer mecanismos para que, caso a caso, se pueda demostrar la inexistencia de ventajas competitivas que abran el derecho a competir. 

En fin, se trataría de compaginar el casuismo, según cada prueba deportiva y cada persona, con una validación basada en criterios científicos objetivos. No veo otra manera.

Sobre la prueba del consentimiento en la sentencia que condena a Dani Alves

Pretendo, en esta aportación, realizar una reflexión sobre la prueba del consentimiento en la sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Barcelona el pasado 22 de febrero de 2024 que condenó al futbolista Dani Alves por un delito de agresión sexual.

En primer lugar, el contenido de esta resolución es un buen ejemplo de cómo han de ser motivadas las sentencias en un caso especialmente complejo como es la prueba del consentimiento en las agresiones sexuales.

La sentencia coloca el consentimiento afirmativo en el centro: SOLO SÍ ES SÍ. Dice la sentencia: El consentimiento en las relaciones sexuales debe prestarse siempre antes e incluso durante la práctica del sexo, de tal manera que una persona puede acceder a mantener relaciones hasta cierto punto y no mostrar el consentimiento a seguir, o a no llevar a cabo determinadas conductas sexuales o a hacerlo de acuerdo a unas condiciones y no otras. Es más el consentimiento debe ser prestado para cada una de las variedades de las relaciones sexuales dentro de un encuentro sexual, puesto que alguien puede estar dispuesto a realizar tocamientos sin que ello suponga que accede a la penetración, o sexo oral pero no vaginal.

Por otro lado, entiende la existencia de algunas contradicciones en el testimonio de la víctima. Para analizarlas, considero necesario distinguir los diferentes escenarios en los que se producen los hechos: el del lugar de la agresión sexual y el de los acontecimientos previos.

Dice la sentencia, respecto a estos últimos: contrastando la versión de la denunciante con lo registrado en las cámaras de seguridad podemos concluir que no coinciden ambas versiones. No se aprecia en las cámaras que ésta y sus amigas se encuentren incómodas o no tenga voluntad de seguir la fiesta con las personas que acababan de conocer y de ahí que no parezca razonable la versión de la denunciante, conforme a que acudió a hablar con el acusado a la zona del baño por miedo a que después de la discoteca, estos chicos pudieran seguirles y hacerles algo a ellas y a sus amigas.

Entiendo que si el modelo de consentimiento es el afirmativo, la prueba de su existencia debe ser analizada de manera prevalente y prioritaria en relación con lo acontecido entre las 03:42 y las 04:00 horas del 30 de diciembre de 2022, en el aseo del reservado Suite, al que se accede desde la Mesa 6 de la discoteca Sutton, lugar en el que se produce la agresión sexual. El análisis sobre la verosimilitud de la versión de la víctima en este contexto, el principal, debe operar en un plano muy distinto a la versión que dio de los hechos previos. Estos se producen en un escenario bien diferente y responden a reacciones y comportamientos asociados a una situación, inicialmente lúdica y festiva, compartida con otras personas, que nada tiene que ver con el contexto de intimidad en que se produce la agresión sexual posterior.

Y así lo reconoce la propia sentencia cuando señala que no alberga este Tribunal ninguna duda de que la penetración vaginal de la denunciante se produjo utilizando la violencia, teniendo en cuenta […] su relato de ese momento que se ve corroborado periféricamente por las pruebas que hemos mencionado y dada la reacción de la víctima desde instantes después de producidos los hechos.

Si ello es así, el nivel de exigencia sobre la fiabilidad de la versión de la víctima de lo ocurrido en el aseo debe ser mayor que el relacionado con la coherencia o no de su relato respecto a los hechos previos. Y es el primero, el del lugar donde se produce la agresión sexual, el que debe ser sometido, principalmente, a corroboración con otras pruebas. Pruebas, que de manera detallada y minuciosa describe la sentencia: biológicas, lesiones en la rodilla, el comportamiento de la víctima tras producirse los hechos, las periciales psicológicas y psiquiátricas, las secuelas de la víctima etc.

Equiparar en el mismo nivel, como hace la sentencia, la prueba sobre la verosimilitud de lo versionado por la víctima, antes y después, para concluir la existencia de contradicciones, no es adecuado en el terreno de la razonabilidad probatoria. Incluso la propia sentencia da razón de ello cuando señala: el desajuste entre lo declarado por la víctima y lo registrado por las cámaras antes de la agresión pudo deberse a un mecanismo de evitación de los hechos, de intentar no asumir que ella misma se habría colocado en una situación de riesgo, de no aceptar que habiendo actuado de diferente manera pudiera haber evitado los hechos o para que los destinados a escuchar su declaración no pensaran que esta aproximación con el acusado, supondría que su relato de lo ocurrido posteriormente tendría menos credibilidad.

Si esto es así, no puedo compartir que la sentencia salve este desajuste con el argumento de dar credibilidad a una parte del relato y no a otra, con una justificación que abarcaría a ambos testimonios, a pesar de ser supuestamente contradictorios: su versión se ha mantenido tanto en el tiempo, porque ningún motivo tiene la denunciante para acusar falsamente a quien no conoce y sobre todo porque la reacción de la denunciante tras los hechos es tan coherente con una relación vaginal inconsentida que la misma no se puede llegar a entender si no es desde el convencimiento de que han ocurrido los hechos tal y como vienen relatados en este punto.

Lo que en realidad está haciendo la sentencia – sin expresarlo argumentalmente – es dotar de mayor relevancia la prueba de la falta de consentimiento de lo ocurrido, entre víctima y acusado, en el aseo el 30 de diciembre de 2022, y convirtiendo en circunstancial y accesorio el desajuste sobre la versión dada en los momentos anteriores a la agresión.

En definitiva, el análisis de la prueba sobre la falta de consentimiento de la víctima a la agresión sexual padecida, hubiera requerido el análisis de sus manifestaciones en los diferentes contextos en los que éstas se produjeron. Este enfoque hubiera evitado el cuestionamiento de la veracidad de parte de sus afirmaciones. De tal manera el consentimiento afirmativo del SOLO SI ES SI quedaría enmarcado en su verdadera dimensión.

Los daños irreparables producidos por la falta de renovación del CGPJ

El Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) lleva en funciones desde el 4 de diciembre de 2018, es decir, desde hace cinco años y tres meses. Durante este tiempo se han producido varios intentos fallidos de renovación, todos ellos abortados por el Partido Popular, quien, pese a pregonar públicamente su intención de reformar la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) para devolver a los jueces y magistrados la potestad de elegir a doce de sus veinte miembros, no quiere perder su posición hegemónica en el órgano de gobierno de los jueces.

Después de 39 años de sistema de elección parlamentaria, el Partido Popular ha tenido oportunidades gloriosas de cambiar la ley, puesto que ha gozado de mayorías absolutas que así lo posibilitaban. La última de esas mayorías, la obtenida en 2011, puso a Mariano Rajoy en el gobierno con la promesa electoral de cambiar la LOPJ en este sentido y, sin embargo, de la mano de uno de los, en mi opinión, más dañinos Ministros de Justicia de la democracia (Alberto Ruiz Gallardón) se modificó la ley para consagrar el sistema actual y, de paso, permitir una mayor acumulación de poder en la Comisión Permanente y el Presidente del órgano, entre otras lindezas. Con estos antecedentes, es normal mostrar escepticismo y dudar de que el Partido Popular quiera en realidad la pregonada reforma legislativa.

Es paradójico que un partido se autodenomine constitucionalista y defensor de las instituciones cuando está bloqueando la renovación del órgano conforme a la ley actual, que es la que tenemos y la que regula el proceso, nos guste o no. Es poco serio que se cambien las excusas para no renovar el CGPJ en función de la actualidad política, mezclando la velocidad con el tocino. Pero es aún peor que, tras las elecciones generales de verano, el PP haya propuesto someterse a la mediación de Europa para la renovación del órgano. Fruto de esa ocurrencia, PP y PSOE se han puesto bajo la supervisión del Comisario Reynders para que medie en el conflicto, dando una imagen de España de país menor de edad y sin madurez democrática. Es curioso que los mismos que ponen el grito en el cielo porque determinados líderes independentistas exijan la intervención de árbitros internacionales, condicionen esta negociación con el gobierno a la presencia de un árbitro internacional.

Mientras el órgano de gobierno de los jueces es manoseado como instrumento de presión política, el CGPJ languidece (dos dimisiones, un fallecimiento y dos jubilaciones han reducido el órgano de 21 miembros a 16). Además, con la Ley Orgánica 4/2021, de 29 de marzo, por la que se modificó la LOPJ para el establecimiento del régimen jurídico aplicable al Consejo General del Poder Judicial en funciones, se pretendió presionar al PP para que accediese a la renovación, al impedir que el CGPJ pudiera seguir nombrando cargos discrecionales mientras estuviera en funciones. Con esta ley, que ha sido avalada por el Tribunal Constitucional en cuanto a su constitucionalidad, se buscaba que el CGPJ, de mayoría “conservadora” ­–entendido esta etiqueta como mayoría de vocales propuestos por el PP en 2013­– cesara en los nombramientos, supuestamente del mismo tinte conservador. Se ha justificado dicha ley afirmando que no tendría sentido que un CGPJ que no representa a las cámaras legislativas del momento, siguiera actuando como si no hubiera habido elecciones. En política siempre hay excusas para convalidar cualquier decisión y ensalzar sus bondades, aunque la medida solo sea un parche para ocultar las vergüenzas de una clase política que no ha sido capaz de abandonar sus intereses partidistas para favorecer el bien común. La reforma legal no solo no ha servido para presionar a nadie, sino que ha causado un daño irreparable para nuestro sistema judicial y cuyas consecuencias vamos a padecer durante muchos años.

En febrero de 2024 hay 93 vacantes judiciales sin cubrir. Según datos ofrecidos por el medio especializado Confilegal, el 30,3 % de las plazas de magistrado del Tribunal Supremo están vacantes (24), siendo dicha situación especialmente preocupante en la Sala Tercera (11 vacantes de las 33 plazas existentes) y en la Sala Cuarta (7 vacantes de las 13 plazas existentes). Dado que el tiempo sigue pasando, en 2024 se prevé la jubilación de la magistrada Celsa Pico de la Sala Tercera y del magistrado Francisco Marín, presidente de la Sala Primera y del Tribunal Supremo, por lo que la situación no puede sino seguir empeorando.

La falta de provisión de plazas judiciales discrecionales trae consigo consecuencias inmediatas terribles, pero, la mala noticia es que, aunque se alzase la prohibición de nombrar cargos de libre elección o se renovase el CGPJ mañana, el daño ya está hecho y tiene difícil solución.

En primer lugar, tanto la Sala Cuarta como algunas secciones de la Sala Tercera se han quedado en ocasiones sin quorum suficiente para “formar sala”, obligando a magistrados de otras secciones y de otras Salas, como la Quinta, a reforzar a los vecinos para alcanzar un quorum que permita deliberar, decidir y votar. Acudir a la teoría de los vasos comunicantes judiciales en el Alto Tribunal aporta una solución temporal e inestable, porque llegará un momento en el que los magistrados supervivientes a esta debacle se vean en la obligación de asumir el trabajo de varias Salas, subvirtiendo el orden natural de las cosas. Así, nos estamos encontrando ya con magistrados que han sido nombrados por sus específicos conocimientos y experiencia en una determinada materia llamados a resolver asuntos de diferente jurisdicción. Nombrar magistrados de refuerzo de fuera del Tribunal Supremo para apoyar la decisión no deja de ir contra la naturaleza del órgano, creado para que un grupo específico y cerrado de magistrados resolviesen asuntos de especial importancia y sentasen jurisprudencia orientativa para el resto de juzgados y audiencias.

En segundo lugar, la falta de renovación de las plazas vacantes del Tribunal Supremo conlleva la necesaria ralentización de la decisión, por cuanto un 30 % menos de magistrados se ve en la obligación de asumir la misma carga de trabajo (o incluso mayor). La función desarrollada por los magistrados del Tribunal Supremo no es baladí, ya que en sus manos está la interpretación de las leyes y la forma en la que deben ser aplicadas, además de revisar las sentencias dictadas por órganos inferiores en determinados asuntos o ver en primera instancia materias relacionadas con aforados. Estamos hablando, por tanto, de un trabajo eminentemente técnico jurídico y de indudable relevancia jurídica y social. La falta de efectivos está llevando a que la decisión en casación se dilate en el tiempo hasta mucho más allá de lo debido, provocando daños directos en las personas implicadas y afectando al normal funcionamiento de la justicia.

En tercer lugar, la crisis provocada por el bloqueo en la renovación del órgano va a traer como consecuencia un enorme desajuste en las Salas, ya que los órganos colegiados, en general, pueden asumir la variación vegetativa ordinaria de sus componentes, pero no la entrada de seis u once magistrados de golpe. En el normal desarrollo de las cosas, si un magistrado se jubila, fallece o pasa a situación de excedencia o servicios especiales, es sustituido por un nuevo compañero designado por el CGPJ, quien comparte Sala con los antiguos compañeros del cesante y, por tanto, con una limitada capacidad de influir en la jurisprudencia de la Sala o sección. La renovación masiva traerá consigo la irrupción en el mismo órgano de demasiados magistrados a la vez como para poder ajustar serenamente el funcionamiento interno de este. Además, se pueden producir vuelcos jurisprudenciales derivados precisamente de esta falta de ajustes. Para evitar esto, sería imprescindible realizar renovaciones escaladas y, en última instancia, prorrogar la edad de jubilación voluntaria de los magistrados del Tribunal Supremo hasta los 74 años con el fin de contener la sangría de jubilaciones y amortiguar el problema.

En cuarto y último lugar, con la paralización de los nombramientos discrecionales operada por la ley se conculcan los derechos laborales de todos los magistrados de España. En la Carrera Judicial existen tres categorías: juez, magistrado y magistrado del Tribunal Supremo. Aunque únicamente puede llegar a ascender a la categoría de magistrado del Tribunal Supremo aproximadamente un 2 % de la Carrera Judicial, aquellos magistrados que hubieran podido tener la oportunidad de ser nombrados tras la pertinente postulación durante estos cinco años, han visto cercenado su legítimo derecho de ascenso y promoción profesional, con las consecuencias económicas y honoríficas que ello conlleva.

En otro orden de cosas, además de las vacantes en el Tribunal Supremo, existen 30 presidencias de Audiencias Provinciales sin cubrir de un total de 50, 7 de 17 presidencias de Tribunales Superiores de Justicia vacantes a las que hay que sumar 31 presidencias de Sala de un total de 34, y una presidencia de la Audiencia Nacional. 93 vacantes en total (y las que nos quedan). En el caso de renovarse inminentemente el CGPJ, solo en el proceso de selección de cada una de las vacantes (los vocales de la Comisión Permanente son los que son, no pueden multiplicarse) se tardará más de un año, periodo durante el cual seguirán produciéndose vacantes al no poder asumir las renovaciones de forma ágil.

A mayor tiempo de interinidad, mayor acumulación de vacantes y peor pronóstico de solución.

Finalmente, el CGPJ que resulte de la hipotética renovación mediada por Reynders hipotecará el destino de la Carrera Judicial durante más de una década. Si bien las presidencias de los Tribunales Superiores de Justicia, Audiencias Provinciales y Audiencia Nacional tienen una duración de cinco años y, por ello, se permitiría su cambio con un nuevo CGPJ entrante posterior, los magistrados del Tribunal Supremo son designados hasta su jubilación. Corremos el hipotético riesgo de americanizar a nuestro Alto Tribunal con la designación de magistrados jóvenes para las Salas estratégicas. Es tentador para nuestros políticos designar vocales lo suficientemente afines al partido como para obtener mayorías en el CGPJ renovado que puedan situar magistrados en las Salas para el resto de sus vidas profesionales, superando legislaturas, nuevos CGPJ y nuevos gobiernos. Teniendo en cuenta que los magistrados del Tribunal Supremo se jubilan con 72 años si lo desean, la designación de magistrados en la cincuentena con determinado sesgo ideológico garantizaría mantener el predominio de determinadas fuerzas parlamentarias en el Tribunal Supremo.

Supongo que habrá quienes rebatan mis palabras afirmando que la independencia se lleva dentro y que es una cualidad de cada juez individual, por lo que los magistrados designados serán independientes. No les quito razón. La ideología no tiene por qué influir en nuestro trabajo y, de hecho, así sucede con la inmensa mayoría de los jueces de este país, incluidos los de libre designación. Pero es obvio, salvo que la bisoñez y el adanismo nos embarguen, que no nos encontraríamos como nos encontramos si los políticos no contaran con la colaboración eficiente de miembros de la Carrera Judicial sumisos con el poder, quiero creer que los menos.

Por tanto, la politización de la Justicia y la inmisión de los otros poderes en el Poder Judicial ha sido un pastel que se ha ido cocinando a fuego lento durante cuarenta años. Ahora es muy difícil revertir esta tendencia y, lo que es más cierto, no parece que quieran revertirla. Sería demasiado arriesgado para unos y otros soltar el control del CGPJ.

El sistema de elección parlamentaria de todos los vocales del CGPJ ha colapsado y ha demostrado ser inútil e ineficiente. Nadie nos garantiza que el actual bloqueo no vaya a volver a repetirse. Sin embargo, la visión cortoplacista de los políticos cuyo futuro no comprende el más allá de los años que quedan hasta las próximas elecciones, les impide buscar una solución al problema a largo plazo, lo que lleva al PSOE a negarse a reformar la ley. Por otra parte, como ya dije al inicio, al PP no le interesa en estos momentos que se reforme la ley ni que se renueve el CGPJ. Quizá estén esperando un golpe de suerte electoral que les dé una mayoría parlamentaria suficiente para renovar el CGPJ con sus vocales afines.

Poca solución tiene el problema.

EDITORIAL: Koldo y las malas costumbres

No vamos a tratar en este editorial de los presuntos delitos de Koldo García, pues es competencia de los tribunales determinar si se produjeron. Tampoco nos vamos a referir a las responsabilidades políticas derivadas de esas actuaciones por parte de quien le encumbró a los puestos públicos que le permitieron el acceso a los organismos decisores en materia de contratación pública. En todo caso, desde Hay Derecho hemos repetido muchas veces que la responsabilidad política no se limita o se reduce a la responsabilidad penal, como pretenden habitualmente nuestros políticos. 

No obstante, existe otra cuestión sobre el exasesor (y/o guardaespaldas) del exministro José Luis Ábalos que nos parece gravísima y que parece pasar más desapercibida en los medios. Quizás porque forma parte de las costumbres patrias. Nos referimos al nombramiento de Koldo García primero como asesor del ministro Ábalos, y después como Consejero de la sociedad Renfe Mercancías SA y miembro del Consejo Rector de de Puertos del Estado cuando Ábalos era ministro de Transportes. 

Pues bien, la Fundación Hay Derecho considera que este tipo de nombramientos se encuadra en lo que puede considerarse como corrupción institucional normalizada, es decir, una corrupción que se admite o se tolera no ya políticamente, sino socialmente. La Constitución española establece claramente el principio de mérito y capacidad para el acceso al empleo público y así lo desarrollan normas como el Estatuto Básico del Empleado público, que proclama en su artículo 1 que estos principios son los que deben presidir el acceso y la carrera profesional de los empleados públicos. También para el personal eventual (asesores). Se podrá decir que en esta norma no se incluye específicamente al personal directivo de las empresas públicas con forma mercantil, pero esto no es serio: no pueden exigirse más requisitos objetivos y más mérito y capacidad para ser cartero que para presidir Correos.

Por eso hemos realizado una serie de investigaciones en torno a los principios de mérito y capacidad en el sector público estatal y autonómico, con rigor, a través de investigaciones serias basadas en datos objetivos. Estas investigaciones buscan medir el nivel de politización y el amiguismo en el nombramiento de dirigentes de entidades públicas y se conoce popularmente como el Dedómetro

En el último informe, de 2023, calificamos a 101 directivos de 43 entidades públicas de las comunidades de Madrid y Valenciana de acuerdo con los siguientes criterios: formación, experiencia profesional, experiencia profesional en la materia, experiencia en gestión, permanencia en el puesto e independencia política. Les recomendamos la consulta del informe (pueden ver ahí los baremos concretos), pero les adelantamos los resultados, que no les sorprenderán: la nota media es inferior al 5 en ambas comunidades autónomas y con gobiernos de distinto signo. Es interesante destacar que hay una enorme dispersión, existiendo algunos casos de 10 y de 0 y poca concentración en las notas intermedias. Pues bien, si aplicamos este baremo a Koldo García —con poco margen de error a pesar de que no hemos encontrado un currículum oficial— su puntuación total sería 0 (no está solo: en nuestro Dedómetro, cuatro de los 101 evaluados tienen un 0). Quizás se podría argumentar que no es dirigente de la empresa y que no habría que pedirle tanto, pero teniendo en cuenta que Renfe Mercancías factura más de 200 millones de euros anuales (y pierde casi 40), está claro que no le vendría mal tener consejeros con formación y experiencia. 

El simple nombramiento de un colaborador cercano del ministro sin ninguna preparación profesional para el cargo demuestra un absoluto desprecio por la buena gestión y una concepción patrimonial y clientelar del poder político incompatible con un Estado democrático de derecho. Aunque no hay información pública de lo que cobró en estos puestos en esos años, las dietas en Puertos del Estado ascendieron a un total de 160.000 (hay 15 consejeros) euros y de 50.000 en Renfe Mercancías (a repartir entre siete consejeros). Es reveladora la evolución de dietas en esta última de 2018 a 2022: nada, es decir 0 en 2018, pero después, 27.000, 50.000, 58.000, 60.000. Esto es, simplemente, otra forma de corrupción. Significa que hay mucha gente viviendo de nuestros impuestos sin tener la más mínima formación y experiencia profesional para el cargo. Pero el coste de las dietas es lo de menos: lo de más, como estamos viendo, es el coste que supone esa incompetencia en la toma de decisiones.

Pero lo que es más revelador es que Ábalos defendió públicamente ese nombramiento, como pueden ver en este vídeo. Una diputada de Vox preguntó al ministro sobre la cualificación de Koldo García para ser consejero. Su contestación describe perfectamente el tipo de política que no queremos. Primero dice que el nombramiento se realizó de acuerdo con la legalidad vigente. Cuando le vuelven a preguntar con más detalle sobre el pasado y actividades de Koldo, la contestación comienza con un «y tú más» en relación con otros dirigentes de Vox. Después de ese ataque acude al victimismo, señalando que el Sr. García no se puede defender y que acaba de ser padre, cuando evidentemente el que se tiene que defender es el ministro que ha hecho el nombramiento, no el nombrado. Finalmente, alude a los méritos de Koldo en la lucha contra ETA, como si eso fuera una cualificación para ser consejero de una empresa ferroviaria, dando por hecho que las empresas públicas están para devolver favores. Quizás lo peor es que los aplausos espontáneos interrumpen al ministro en ese momento. El problema no es solo Ábalos, sino que los diputados consideren digno de aplauso premiar a los fieles con puestos en empresas públicas, tengan o no cualificación. Esto recuerda la desafortunada frase de Carmen Calvo de hace unos días, cuando dijo que nombrar para cargos institucionales a exministros  «forma parte de los usos y costumbres aquí y en cualquier democracia». Para colmo, puso como ejemplo que Kennedy nombrara a su hermano fiscal general, ligando el nombramiento por conexiones políticas con el nepotismo («hermanismo», en este caso).

No es verdad que estos sean los usos de cualquier democracia, pero sí es, por desgracia, el caso de España. El Dedómetro revela que las deficiencias son semejantes en Madrid y en la Comunidad Valenciana, con gobiernos de distinto signo. Lo mismo nos dijo el Dedómetro estatal en 2020, cuya actualización estamos elaborando. Pero también es cierto que unas entidades funcionan mucho mejor que otras, particularmente cuando existen requisitos legales para acceder a puestos de responsabilidad o/y procesos de selección transparentes, con concurrencia, fijación a priori de criterios y procedimientos de selección, etc…) que pueden mejorar la calidad de los dirigentes. Las costumbres, cuando son malas, no se deben aplaudir, sino cambiar. 

España repite puntuación en el informe sobre la democracia de ‘The Economist’

Recientemente se ha hecho público el Democracy Index 2023 que ofrece una imagen sobre el estado de la democracia en 165 países. Se trata de un estudio que realiza anualmente el medio británico The Economist y que se ha consolidado como uno de los indicadores sobre calidad democrática de mayor prestigio.

Este año España repite la puntuación obtenida el año anterior (8,08 sobre 10), situándose en el puesto nº 24 dentro de la categoría de democracias plenas. En 2022, España recuperó dicha categoría (que había perdido en 2021) gracias a la finalización de medidas que habían vulnerado las libertades de los ciudadanos en 2020-21. Este año España ocupa el último puesto dentro de la categoría de democracias plenas, compartiendo puntuación con Francia. Es importante tener en cuenta que las oscilaciones se producen también en vista del comportamiento de otros países, y en ese sentido ocupar el último puesto dentro de las democracias plenas puede suponer que fácilmente oscilaciones internas, o de otros países, supongan la bajada (o subida) de España en próximas ediciones.

El índice categoriza a los 165 países en democracias plenas, democracias defectuosas, regímenes híbridos, y regímenes autoritarios. Los resultados globales apuntan a un contexto en el que aún se notan lo coletazos del covid-19 que, como menciona el informe, provocó un retroceso de las libertades en todo el mundo. Este “malestar democrático” es observable en tanto en cuanto solo una minoría de países han conseguido mejorar la puntuación respecto al año anterior, habiendo obtenido la misma puntuación 67 países, y habiendo registrado un descenso 68.

En términos regionales, Europa occidental es la única región que mejora ligeramente (tan solo un 0,01) recuperando la puntuación prepandemia. Sin embargo, como recoge el informe, sigue presentando peores resultados (8,37 de media) que la puntuación máxima alcanzada en 2008 (8,61). El informe denota una falta de satisfacción en la población con políticos e instituciones que hace sugerir que contar con instituciones democráticas formales no es suficiente para mantener el apoyo público. Añade que las instituciones democráticas y los partidos políticos se han vuelto insensibles y poco representativos, incluso en las democracias con mejores resultados.

Sin que pueda suscitar sorpresas este índice es encabezado por los países nórdicos, que obtienen altas puntuaciones en las categorías de proceso electoral, pluralismo, cultura política y participación política. Noruega repite el primer puesto y Nueva Zelanda consigue el segundo puesto, en este top 10 con carácter nórdico en el que Islandia, Suecia, Finlandia y Dinamarca obtienen los siguientes puestos.

España salva la papeleta al mantenerse dentro de las democracias plenas, siendo que países de nuestro entorno como Estonia, Portugal, Italia o Bélgica son considerados por este informe como democracias defectuosas por peores puntuaciones en participación y cultura política, funcionamiento del gobierno y libertades civiles. Algunos especialistas miran este informe con cautela al ser opaco en el análisis país por país que lleva a la puntuación final. En todo caso, será importante analizar la situación en vista de los próximos resultados, con la situación covid-19 más lejana e incluyendo acontecimientos recientes que no se han podido tener en cuenta por el marco temporal del informe.

La espuria figura de los asesores

Los asesores, esa figura espuria que se mueve entre bambalinas del poder, parece haber adquirido un desorbitado interés mediático. No es para menos. Lo que hemos leído y oído estos últimos días sorprende a muchos, indigna a otros y a los menos, como es mi caso, no nos dice nada nuevo que ya no supiéramos. Intentaré explicar brevemente quiénes son y a qué se dedican tan ignorados transeúntes de las nóminas públicas. Aunque ya les anticipo que no es fácil, pues son dúctiles y muy variopintos, aunque haya algunos rasgos que los identifiquen. Veamos.

1.- Si nos paramos un momento a reflexionar, parece obvio que carece de sentido que esta figura se regule, con carácter general, en la legislación de función pública, cuando se trata de una figura esencialmente política. Y, sin embargo, así se viene haciendo desde la LFCE de 1964. Primera paradoja. No son funcionarios realmente (sirven al partido no a la ciudadanía); pero dada esa cobertura legal, se pueden llegar a confundir con ellos, y la opinión pública se puede montar un pequeño lío. Atinado estuvo en su día el profesor Severiano Fernández Ramos calificando a esos funcionarios eventuales como los falsos empleados públicos.

2.- La normativa de función pública cuando regula esa figura del personal eventual remite a aquellos que desempeñan tareas que son de confianza y asesoramiento especial (realmente político). Cuál sea exactamente el alcance de esos dos conceptos, no resulta fácil de delimitar y permite, por tanto, que a veces desborden sus contornos e interfieran en ámbitos técnicos, de gestión o, incluso, directivos o políticos. Es lo que tienen las acotaciones tan genéricas, más aún cuando tampoco se exigen requisitos específicos para ser nombrado.

3.- Como juegan en el patio de la política y no de la función pública profesional, al margen de que algunos de ellos procedan de esta, su nombramiento y cese es libre, y la discrecionalidad actúa allí sin límite alguno. Ya pueden pensar lo que puede pasar en un país como este, cuando la manga ancha es tan amplia. Eso sí, se vinculan umbilicalmente a la persona que les nombró, cuando esta cesa ellos se van con ella también. De ahí su naturaleza “eventual”.

4.- Ciertamente, esas exigencias normativas son magras, y admiten muchas soluciones, algunas “ad hoc”. Impera en tales nombramientos y ceses lo que el profesor Francisco Longo denominara como “la metafísica de la confianza”, tan frecuentada por una política que hace del clientelismo su seña de identidad. Así lo fue en el siglo XIX (cuando no se habían descubierto aún las enormes bondades de esta figura), y así lo sigue siendo en el siglo XXI. España es así.

5.- Pero, si ese marco regulatorio es malo de solemnidad, lleno de agujeros intencionados, lo que casi permite cualquier cosa, peor aún es la práctica política que se ha ido adoptando (y agravando) desde 1978 hasta nuestros días. La política pronto descubrió, en efecto, que tan espuria figura de los asesores admitía, entre otras funcionalidades, que también las tiene, ser una máquina engrasada de repartir turrones entre los amigos políticos y otros afines. Y se puso a funcionar, primero con cierta contención, luego a pleno rendimiento.

6.- Sorprenderá al lector ingenuo que esto pase, pues obvio resulta que, para ejercer una función asesora, sea esta cual fuere, se requiere una premisa básica: disponer de juicio y criterio experto en tales lides. Pero, no se olviden que este es un oficio “auxiliar” de la política. Alguien con mala leche les llamó en su día “fontaneros”. La política es un oficio de contornos difusos. Y realmente ahí es donde el personal eventual sirve para un roto o para un descosido.

7.- No cabe duda de que un político serio y responsable procurará rodearse, siempre que su partido se lo permita, de un equipo de asesores; una suerte de estado mayor, que le provea de discurso, estrategias y refuerce las competencias de liderazgo de quien le nombra. Así se hace en las democracias avanzadas, cuyos gobiernos tienen también personal asesor, pero extraído de la alta función pública, de las universidades o de profesionales cualificados.

8.- En España proliferan por doquier los asesores de comunicación o, incluso, de imagen, que pervierten y reducen la política a un necio y perverso juego de buenos y malos, por lo común de una pobreza discursiva supina y de una simplicidad maniquea. Los gabinetes de los políticos en este país, y hay ejemplos claros en algunos ámbitos, se han convertido en máquinas propagandistas de producir relato interesado y sectario. Esto es lo que más parece gustar hoy en día a unos políticos enfermos de imagen, sin nada que contar realmente, solo consignas de papagayo aprendidas y, eso sí, demostrando tener siempre una cara de hormigón.

9.- También hay innumerables asesores de grupos políticos locales, grupos parlamentarios, o de gabinetes de presidentes, ministros, consejeros, alcaldes o presidentes de gobiernos locales intermedios. Se cuentan por miles en todo España. Y en ese saco hay de todo, buenos profesionales, malos y también quienes son asesores sin tener realmente nada de qué asesorar. O personas muy jóvenes que acceden a su primera nómina gracias al partido. Siempre me ha llamado la atención que personas de perfil junior, por mucho que atesoren un máster o doctorado, se dediquen a asesorar en una actividad tan compleja como la política, que requiere mucha experiencia práctica.  Y podría contarles un sinfín de anécdotas vividas.

10.- Dentro de ese “cajón de sastre” del personal eventual cabe de todo, aunque con algunas limitaciones puestas por la doctrina jurisprudencial, pretendiendo vanamente poner puertas al frenético oleaje de la política clientelar. Ciertamente, no cabe negar que en esa “selecta nómina” de asesores hay personas con muy buenas credenciales profesionales y con largo trazado en el ámbito de lo público (he conocido y conozco varias). Eso honra al político que les nombra y probablemente mejorará los resultados de sus propias políticas.

11.- Pero en este reinado absoluto de la confianza política, o en esta España de los favores, lo normal se pervierte fácilmente en excepcional. Y, en verdad, esta espuria figura permite que, por ejemplo, si los partidos han de premiar a alguien, se ha de colocar a un amigo, un militante, un familiar, o cuando se quiere regalar una bufanda económica para que quien deja los primeros puestos de la política no pase frío, se le nombra asesor. Seguro de vida, al menos para cuatro años. Los partidos son ya entidades de beneficencia de sus cargos públicos.

12.- Es verdad que el legislador, empujado por las políticas de contención fiscal y no por voluntad propia, estableció algunos límites en cuanto al número que pueden nombrar los políticos con facultad de hacerlo (ministros, secretarios de estado, consejeros, alcaldes, etc.). Pero también lo es que, en otros niveles, tales como las presidencias del Gobierno, esos límites no suelen existir. Y allí se inflan las estructuras hasta la obesidad mórbida. Además, se ha buscado otra solución imaginativa: asimilarles en algunos casos a órganos directivos (incluso a órganos superiores), con lo cual quienes asesoran tienen así la espalda cubierta con retribuciones más sustanciosas. Los órganos staff se visten formalmente de estructuras en línea. Hay vestidos para todo en la política española.

13.- En realidad, ese mundo espurio del personal eventual es un cuarto oscuro de la política que la tan cacareada era de la transparencia apenas ha conseguido iluminar. No disponemos de datos de conjunto de la presencia del personal eventual en totalidad de las Administraciones Públicas. Tarea hercúlea en esta España de taifas autonómicas y de miles de entidades locales. Un buen reto para los investigadores, también de los medios, si los hay.

14.- No creo que haya que insistir mucho en que, con el paso del tiempo, esta figura espuria del personal asesor ha ido creciendo y desbordando sus contornos sin que su utilidad funcional, que la tiene, apenas haya sido respetada. Eso es responsabilidad de unos partidos políticos que cada vez más se han convertido en agencias de colocación de sus propios militantes y allegados en cargos públicos y figuras afines. Con el paso del tiempo, los partidos han ido mostrando mayor voracidad a la hora de atender sus propias necesidades endógenas, pervirtiendo las instituciones, también en esta pequeña escala de esa figura “angelical” de los asesores, hasta convertirla a veces en mera caricatura. Premiar al militante que “todo lo ha dado por el partido” exige disponer también de estas soluciones dúctiles que todo lo permiten.

15.- En fin, nada que no se sepa. No hay por qué alarmarse. Llegados hasta aquí, les he de confesar que no tengo ni la más mínima esperanza de que esto cambie. La regulación actual deja manga ancha a los partidos políticos. Y los únicos que la pueden cambiar son los propios partidos. No lo harán, porque en esto actúan como un cártel, según expusieron lúcidamente Katz y Mair, y tienen también sus espurios intereses: proteger frente “al paro y la indigencia” a sus huestes y a la creciente manada de paniaguados que pretende abrevar eternamente en el comedero público.

Como lo que está pasando en el circo de la política española es realmente muy serio, pero tampoco es nuevo ni mucho menos, la única intención de estas líneas ha sido pretender aportar algo de luz a una figura poco conocida y analizada. Al menos por quienes no son especialistas. Nuestra tendencia innata a pervertir el sentido y finalidad de las instituciones, en ese afán desmedido y antidemocrático de la política por controlarlo todo y hacer un uso desviado de sus propios fines, se muestra también en este rincón oscuro de las estructurales gubernamentales, al que le convendría una mejor regulación, más profesionalidad, mucha transparencia y dosis innegables de integridad institucional. Un pío deseo.

 

Presentación de “Huida de la responsabilidad”, de Rodrigo Tena

El pasado miércoles 21 de febrero se presentó, en la Fundación Tatiana (a quien agradecemos vivamente su amabilidad),  el libro “Huida de la responsabilidad”, del patrono de la Fundación Hay Derecho y coeditor del blog Rodrigo Tena. Participaron en la presentación Safira Cantos, como moderadora, Fernando Vallespín, catedrático de Ciencia Política en la UAM, y yo mismo. Lo que viene a continuación son mis palabras introductorias al debate sobre el libro:

“Si de lo que se trata en una presentación es de dar a conocer la publicación del libro de Rodrigo e incitar a su lectura, voy a procurar que mi modo de hacerlo no sea hablar extensamente de mis conocimientos sobre la materia, que son limitados, pues uno es solo un jurista de irreconocible prestigio, al menos irreconocible a simple vista; tampoco hacer unos elogios desmesurados y excéntricos (aunque eso es lo que le dije a Rodrigo que iba a hacer), porque leí que La Rochefoucault decía que “no se elogia, en general, sino para ser elogiado”, y me he cohibido ante la posibilidad de incurrir en un posible delito de narcisismo inverso. Pero como tampoco quiero huir de mi responsabilidad como presentador del libro, haré los elogios justos y necesarios.

Porque esto es justo y necesario. Ya lo hice el 22 de febrero del pasado año cuando, aceptando la deferencia que Rodrigo me hacía, leí las pruebas del libro en su versión extensa y le escribí para decirle que me parecía asombroso el nivel de erudición de lo que estaba leyendo, el recorrido transversal que hacía por diversas disciplinas y la sugerente propuesta explicativa de las consecuencias éticas de la huida de la responsabilidad.

Pero, ¿qué es esto de la huida de la responsabilidad? ¿Por qué escribe de eso Rodrigo? Quien lea el libro se apercibirá pronto de que es el fruto de la preocupación del autor por la situación política, ética y social de nuestra época, como nos ocurre a todos los que nos encontramos en la órbita de Hay Derecho, que somos unos esforzados reformistas o, si prefieren unos ilusos regeneracionistas decimonónicos o, aún peor, los quiméricos arbitristas de los siglos XVI y XVII, que elevaban memoriales al rey o a las Cortes con propuestas para resolver problemas de la Hacienda y del Estado, aunque ahora con nuestros posts e informes. Pero es que, como decía Mark Twain, la historia no se repite, pero rima.

Esto es algo que es necesario hacer, y Rodrigo lo lleva haciendo no sólo por medio de la escritura -del que este libro es en parte decantación- sino que ha tenido la valentía de defender sus ideas regeneradoras en la vanguardia de la batalla política lo que, como suele ocurrirle a las personas honradas, le ha supuesto más disgustos que alegrías. A Rodrigo no le pasa como a Ignatieff, ese politólogo de Harvard metido a candidato a la presidencia canadiense y estrellado en la política, que, como él mismo confiesa, “había leído a Maquiavelo, pero no lo había entendido”. Rodrigo sabe cómo funcionan las cosas pues las ha sufrido en carne propia.

Pero este libro, aunque tiene que ver con la política, la excede. Es, como decía antes, un libro transversal que se encuentra en esos límites entre la Política, la Ética y el Derecho, ese punto neurálgico del pensamiento social, pues según combinemos las tres materias obtendremos productos sociales muy diferentes: desde el nazismo (Ética totalmente separada del Derecho y de la Política) al iusnaturalismo (con una integración absoluta y absolutista en círculos concéntricos de la ética y el Derecho) pasando por integraciones relativas (como la de los círculos secantes de Dworkin) o la separación relativa de Hart (con la ética en la cumbre de la pirámide). Sin duda, esta esto es un tema clave en Huida de la Responsabilidad: si todo es moralidad, el derecho no tiene autonomía alguna (piénsese tanto en las teocracias como en modas como la corrección política). Si moralidad y derecho van por caminos diferentes, toda ley es correcta si sigue los procedimientos formales e importa poco la moralidad mayor o menor de su contenido.

Todo esto, como digo, es una preocupación antigua de Rodrigo que, aparte de notario, articulista y ensayista, ha tenido el atrevimiento de dar cursos de ética a colectivos de lo más diversos con un servidor. Y de todas estas incursiones ha surgido siempre una pregunta: ¿qué es más importante para que los países triunfen: la ética o las instituciones?; ¿qué es más esencial para tomar buenas decisiones: la moral o el Derecho? En Hay Derecho, cuyo origen es jurídico, tenemos una cierta pulsión institucionalista, es decir, tendemos a pensar que los países progresan si las reglas están bien diseñadas y son aplicadas adecuadamente. En su día, fuimos acérrimos lectores de Acemoglu y Robinson que en su famoso libro Por qué fracasan los países llegaban a la conclusión de que la diferencia entre unos y otros no está en la genética, el clima, la historia o la religión, sino en las normas, formales o informales, que conforman una sociedad, porque modelan las conductas, como ya había adelantado Douglas North en los años 90.

Pero hoy sabemos que eso no es suficiente: unas instituciones regidas por gente sin conciencia son papel mojado, por mucho que Kant considerase que hasta un país de demonios llegaría a firmar el contrato social si tiene sentido común. Si fuera así, bastaría con fotocopiar las leyes de los países más avanzados.  Y lo que está transitando ahora por nuestra política nos da claras pruebas de que las instituciones no bastan, porque tenemos las mismas que hace 40 años y ahora, al parecer, no funcionan. Por eso decía Tocqueville que los valores democráticos, que llamó mores, esa “suma de ideas que dan forma a los hábitos mentales”, son incluso más importantes que las leyes para establecer una democracia viable, porque éstas son inestables cuando carecen del respaldo de unos hábitos institucionalizados de conducta.

Rodrigo entra en todas estas cuestiones por el expediente de lo que, tan originalmente, llama “delegación de la responsabilidad”. Y lo hace sin demasiadas concesiones a la literatura o a las técnicas anglosajonas de los ejemplitos y los rodeos. Aquí hay pensamiento ético y político sin anestesia. Su tesis es que la aversión al riesgo individual y la tendencia a la delegación de la responsabilidad en el sistema –el Estado, la norma, o el mercado- es un signo de nuestro tiempo desde la transición a la modernidad y que se debe más a las ideas dominantes que al progreso material. Esa delegación de responsabilidad se produce por varias causas entre las que están la compartimentalización de los ámbitos; el providencialismo, el determinismo, el pesimismo antropológico, y la vinculación de la responsabilidad a la voluntad, separándola del orden natural de las cosas.

Así, parte de la antigua dicotomía entre virtud e instituciones, haciendo notar que mientras la cultura clásica apostó por la virtud, la Ilustración se inclinó por las instituciones, dejando la virtud personal subordinada al diseño institucional, que presupone que las personas son racionalmente egoístas pero cumplidoras. Y tanto las posteriores corrientes liberal (o de derechas) o la comunitarista (o de izquierdas), siguen el esquema fomentando la delegación de la responsabilidad individual en terceros, las instituciones, ya sea, en el primer caso, un mercado perfecto que como mano invisible libra al individuo de la tiranía del Estado; o, en otro caso, un Estado providencia que a través de la regulación reduce las desigualdades  eliminando los condicionamientos sociales o incluso biológicos. Ambas presentan el pesimismo antropológico característico de nuestra época, que atribuye a la virtud personal o al carácter un papel nimio frente al poder de las normas y los incentivos y el mismo punto de partida individualista.

A eso se añade hoy, y esto es de mi cosecha, una segunda cuestión: en las últimas décadas, como apunta  Gilles Lipovetski, la sociedad posmoderna ha transformado la lógica de las instituciones de la modernidad, que consistía en sumergir al individuo en reglas uniformes, eliminar en lo posible las expresiones singulares que se ahogan en una ley universal, sea la “voluntad general”, las convenciones sociales, el imperativo moral, las reglas fijas y estandarizadas. En esta sociedad posmoderna desaparece el rigor racional y se da paso a los valores del libre despliegue de la personalidad íntima, la legitimación del placer, el reconocimiento de las peticiones singulares, abandonando esa subordinación de lo individual a las reglas racionales colectivas. La conclusión, para mí, es que quizá hoy no cuenta la virtud, pero tampoco las instituciones que, en el fondo, se consideran corsés de nuestra expresividad más íntima, que es lo que importa. Rodrigo apuesta por la vuelta a la virtud aristotélica, y me recuerda –quizá él no esté de acuerdo- las propuestas de Alasdair Macintyre en After Virtue, en que rechaza las propuestas de la filosofía moral de la modernidad porque ha desembocado en una comprensión emotivista de la ética al conceder a las reglas y normas más importancia que a la virtud aristotélica, que MacIntyre reivindica.

Rodrigo trata todos estos temas con perspectiva y con profundidad. En la parte primera, más de la mitad del libro, nos explica los antecedentes que han propiciado el modo de pensar de la delegación de la responsabilidad y es la decantación de todas sus lecturas de los clásicos. En la segunda parte, que escudriña los síntomas de la delegación de la responsabilidad en la economía, en el derecho, en el Estado, en la política y en la ciudadanía  se puede apreciar la doctrina emanada por Rodrigo en todos sus posts y publicaciones en Hay Derecho sobre temas de actualidad.

Un lujo, no dejen de leerlo. Pero también es una obligación hacerlo porque, como el mismo Rodrigo dice en la parte final del libro, que llama “tratamiento”, es preciso escuchar la verdad, decir la verdad (al poder), decirse la verdad a uno mismo, actuar en función de esa verdad y participar de lo público, concienciarse y actuar”.