El Estado de Derecho en el limbo.

Llegó el gran día y Puigdemont parió un ratón. La declaración de independencia, consecuencia supuestamente inevitable del a su vez supuestamente democrático referéndum, se suspendió a los pocos segundos, propiciando, como la fecunda imaginación y sarcasmo de los españoles ha hecho ya notar, la república más breve de la historia. No es la primera vez: en octubre de 1934 Companys declaró “el Estado catalán dentro de la República federal española” que duró unas cuantas horas.

La maniobra de ayer responde, en definitiva, a una de las posibilidades que sugeríamos en editorial de hace pocos días: la típica de las sectas religiosas, siempre proféticas, que anuncian la irrupción súbita de una figura divina, con una intensa emoción y ansiosa expectativa. Al fallar la profecía, o desapare­ce la secta o se objetiva el mensaje, eliminando la urgencia y convirtiéndolo en rutina. Probablemente Puigdemont no tenía otra posibilidad, ante el choque de sus pretensiones con la realidad, ante la ruptura de la tensión de esa disonancia cognitiva que deriva de la confrontación de las mentiras y falsedades henchidas de emoción e inculcadas en el pueblo con la realidad dramática de la imagen de todas las empresas importantes de Cataluña huyendo de allí, incluidas las dirigidas por pretenciosos independentistas de salón. Y quizá esperaba que declarando la independencia, sí-pero-no, podría haber algún Estado o institución internacional que la reconociese, cosa que no ha ocurrido en absoluto.

El problema es que su actuación es tan surrealista que ni siquiera ha podido respetar su propia legalidad, reduciéndose su presuntamente simbólica declaración a una alocución del Presidente (que según su propia ley de transitoriedad carece de competencias para hacerlo) relativa a la independencia, mientras solicita a su vez al Parlament que suspenda algo que, en realidad, tampoco existe legalmente y que, por cierto, tampoco se vota en ese momento. Es lo que tiene mandar el Estado de Derecho al limbo: cualquier cosa es posible, como llevamos advirtiendo desde hace un mes.  Los atajos fuera de las normas y los procedimientos establecidos llevan a sitios francamente curiosos y en algún caso como el de ayer francamente ridículos.

Dicho eso, desde el punto de vista político -que es el único que interesa a los secesionistas dado que han arrojado el ordenamiento jurídico por la borda- Puigdemont pretende ganar tiempo para presentarse como un gobernante dialogante frente a la cerrazón de “Madrit” e intentar vincular a instancias internacionales a un proceso al estilo esloveno (esta es por ahora la última moda, en el “cherry picking” nacionalista de secesiones a la carta) exigiendo una mediación que, por su propia naturaleza, no puede darse, porque esta no puede existir cuando una de las partes no respeta la reglas del juego. Va a tener el problema de gestionar la frustración que puede producir de sus seguidores más radicales y muy particularmente de la CUP.

No parece que por ahora la comunidad internacional esté por la labor, más bien la falta de seriedad de toda esta pantomima no deja de sorprender a propios y ajenos. Pero haríamos mal en no tomarnos en serio algo que, aunque sea tan chusco, no deja de ser gravísimo.  Sin Estado de Derecho digno de tal nombre hay muchas personas físicas y jurídicas que hoy en Cataluña están sometidas a una inseguridad jurídica, profesional y hasta personal que no es propia de una democracia del siglo XXI y es intolerable en un país  razonablemente próspero de la Unión Europea.

Urge la restauración del Estado de Derecho para devolver la confianza a todos los catalanes -incluidos los independentistas- que cada mañana se despiertan con la zozobra de no saber qué va a ocurrir. Urge también la convocatoria de unas elecciones autonómicas para desbloquear la situación y urge el inicio de un proceso político para revisar el marco político de 1978, para lo que puede ser conveniente un Gobierno de concentración y unas elecciones generales a continuación. El Sr. Rajoy no ha demostrado capacidad ninguna para tomar la iniciativa en este asunto, seguramente porque piensa que forzar unas elecciones autonómicas por la vía del art. 155, más que perjudicar al bando constitucionalista, le perjudica a él personalmente. Veremos cómo se desarrollan los acontecimientos, pero está claro que los interlocutores que ahora tenemos no están en condiciones de liderar este proceso y que deben de dar un paso atrás por el bien de España, de Cataluña y de Europa.

La enseñanza del Derecho constitucional en Cataluña (II)

Lo del respeto al principio de legalidad es presupuesto esencial del Estado democrático. Es lo que se llama el rule of law o el Estado de Derecho. Pero su concreción actual se manifiesta –como expresa de modo determinante la cita que abre este post- en la supremacía de la Constitución. Sin ella, la Ley es el reino de la contingencia: sin garantizar la supremacía de la Constitución, la Ley es la expresión tiránica de una mayoría coyuntural. La historia está plagada de malos ejemplos en esa dirección. Si las leyes fundacionales se aprueban y se derogan por mayorías circunstanciales, la tiranía se impone. Tal como se crearon se tirarán a la basura. Así no hay estabilidad, sino vértigo permanente, muy propio de procesos revolucionarios, cuando la aceleración de los acontecimientos históricos es la regla. Supremacía de la Constitución que también es formal (o de procedimientos). Esta idea es muy sencilla: la Constitución solo puede reformarse o revisarse por los procedimientos en ella establecidos y con mayorías cualificadas que allí se establecen. Si el procedimiento de reforma es difícil o complejo, debe echarse mano del ingenio (soluciones imaginativas) y no blindarse en la letra muerta, que acabará enterrando la propia sociedad que dice regir. Soluciones siempre se pueden buscar, si hay voluntad para ello. Lo demás es quiebra o destrucción del Estado constitucional. No jueguen con las palabras, no tienen otra acepción.

Y, en fin, como cierre de ese principio del Estado de Derecho está la supremacía material de la Constitución que, el juez Marshal (en la ejemplar sentencia Marbury vs. Madison), sin apenas conocimientos jurídicos, supo intuir hace 214 años de forma espléndida. La Constitución es fuente (medida o parámetro) de validez de las normas, por tanto de todas las leyes. Es el legado constitucional que ha llegado hasta nuestros días, aunque ahora se pretenda abandonar abruptamente. El Estado de Derecho requiere asimismo reconocimiento y garantía de los derechos fundamentales. Sin ello, todo es vacuo o incluso mentira. El origen y fundamento del constitucionalismo está en la garantía de la libertad, si bien luego evolucionó y se fue enriqueciendo, pero no cabe perder de vista sus orígenes. Los derechos fundamentales, junto con el Estado Social, es lo que define cualitativamente a las democracias constitucionales europeas del resto de países del mundo. Son nuestras grandes fortalezas. Si perdemos esas señas de identidad, Europa estará muerta. Hay que ser muy exigentes con su cumplimiento. Quien vulnere los derechos (sean individuos o autoridades públicas), debe ser duramente reconvenido o sancionado. Sin garantía y respeto de los derechos fundamentales no hay Constitución, como dijeron sabiamente los revolucionarios franceses. Pero sin Constitución no hay derechos fundamentales, pues quedan al albur de los humores temporales de una Cámara parlamentaria que en los momentos de agitación revolucionaria actúa con despotismo atroz y mancilla todas y cada una de esas libertades, como vivieron en su propia carne los revolucionarios franceses en la época del terror o la ciudadanía europea en la década de los treinta. Por eso hay honda preocupación en las cancillerías europeas sobre la situación en Cataluña y España. Que la historia no se repita.

Y, en fin, nos queda el principio de separación de poderes, también uno de los elementos nucleares del Estado Constitucional de Derecho. Si al poder no se le frena, no cabe duda que abusará de su condición y atropellará los derechos de los ciudadanos, tal como escribió lúcidamente Montesquieu. La naturaleza humana, si no tiene frenos, abraza con facilidad la tiranía. La forma clásica de frenar al poder fue arbitrar el manido (e ignorado, menos aún practicado) principio de separación de poderes. En verdad, el autor francés no menciona la división de poderes, sino su equilibrio, doctrina que dio lugar a la aparición en escena del checks and balances, artificio esencial para garantizar un sistema institucional de “pesos y contrapesos” (o de balance de poderes) que frene recíprocamente los excesos del poder y, a través de la Constitución (como decía Thomas Paine), pongan límites a su ejercicio.

La Revolución francesa partió de unos presupuestos, sin embargo, muy distintos. Enfatizó constitucionalmente el principio de separación de poderes desde una perspectiva puramente formal, pero lo anuló materialmente a través de la entronización de la Ley como “norma más alta” del sistema jurídico. De ahí a la “soberanía” del Parlamento iba un paso. También desde esos postulados a la permanente inestabilidad constitucional solo existía un milímetro. Y así acabó la fiesta revolucionaria, con el imperio de la tiranía o del despotismo, pasando por cuatro ensayos constitucionales en un corto período de diez años. Cuando llegó al poder Napoleón empleó una frase –citada por Rosanvallon- que describía bien porqué accedió a él: “El pueblo francés estaba exhausto de asambleas”, dijo. El redentor entró en escena. Se acabó la comedia.

Sin duda, el lector inteligente encontrará no pocas similitudes. La concentración de poderes en el Parlamento o en el Ejecutivo (especialmente en este último) y la manipulación o posición vicarial del Poder Judicial es un mal endémico en la tradición política española, pero que ha adquirido recientemente tintes grotescos en la suspendida Ley del Parlament de Cataluña, que se autodefine como de “Transitoriedad jurídica” y pretende conformar de forma zafia una suerte de poder constituyente bastardo de naturaleza temporal o puente, hasta que, tras un proceso participativo se cree un nuevo marco constitucional. No hay en la historia político-constitucional (no lo busquen en las democracias occidentales) un producto tan averiado y que haya nacido en peores condiciones: de un proceso así gestionado, nada bueno puede surgir. Al margen de su inviabilidad de encaje constitucional (es una Ley de ruptura, como así reconocen los constitucionalistas del independentismo), se olvida un presupuesto básico de toda Constitución, que no es otra cosa que un arreglo institucional entre visiones diferentes con la finalidad de sentar las bases de una convivencia, no de destruirla. Si las Constituciones no son normas abiertas a través de las cuales puedan gobernar opciones ideológicas diferenciadas, tienen un grave problema de origen o de “patente”. Tampoco en esto andamos nada sobrados aquí, sino todo lo contrario. No estamos para dar lecciones. Pero hay ejemplos y ejemplos. Algunos malos de solemnidad. Algún día la Historia (con mayúsculas) pondrá en su sitio a semejantes emuladores aficionados de Sieyès en la construcción de ese poder creador (constituyente), autodenominados “arquitectos” constitucionales del proceso (más bien “peones” de una causa).

Ya toca cerrar este largo post. Ciertamente en España el principio de separación de poderes ha tenido muy poco vigor y menos efectividad. La construcción del Estado primero a través del predominio del Ejecutivo junto con el peso del liberalismo doctrinario (siglo XIX) y después con la fuerte la deriva autoritaria (en buena parte del siglo XX), así como con los efímeros periodos de libertades democráticas reales, no permitió el sosiego necesario para edificar un sólido sistema institucional propio y de control del poder. Todo se falseaba. Y, en cierta medida, se sigue haciendo. La Constitución de 1978 supuso un nuevo marco que, con debilidades consustanciales y decisiones constitucionales aplazadas (como, por ejemplo, en lo concerniente a la organización territorial del Estado; cuyo modelo de “integración” ha fracasado, puesto que ha abierto la puerta de par en par a todo lo contrario, a lo que habrá que buscar urgentes soluciones), homologó a España formalmente con las democracias avanzadas. Representó entonces y las primeras décadas un innegable avance, aunque tras cuarenta años las goteras del edificio (nunca arregladas) amenacen ruina. Pero el problema no es solo de las Constituciones, a las que tanto nos gusta echar las culpas o los remedios, sino particularmente del modo cómo la política actúa en esas instituciones nacidas del texto constitucional y de las leyes (Estatutos de Autonomía incluidos) que lo desarrollan.

Se pueden tener todos los frenos institucionales que se quieran (y añadir muchos más si le ponen empeño), pero si luego tales controles se desactivan mediante su ocupación descarada por los partidos políticos el problema no solo se resuelve, se multiplica. Tenemos un denso y extenso tejido institucional de sistema de controles (de pesos y contrapesos), casi sin parangón en las democracias avanzadas: Tribunal Constitucional, Tribunales de justicia, Consejo General del Poder Judicial, Tribunal de Cuentas, Defensor del Pueblo, Autoridades independientes y organismos reguladores, y un largo etcétera. No funcionan correctamente (más bien funcionan muy mal) y debemos, por tanto, repensar no tanto su diseño institucional (que también), sino la pésima cultura institucional de todos los partidos políticos que impregnan de lodo el normal desarrollo de tales instituciones o, peor aún, las hace ineficientes obturando por intereses espurios su funcionamiento y nombrando reiteradamente a fieles políticos para actuar realmente como “soldados del poder” y no como controladores del mismo. Es la gran tarea pendiente, más aún me atrevo a decir (también más difícil) que la necesaria reforma constitucional, que ya resulta ciertamente inevitable. En efecto, el edificio amenaza ruina. Es una obviedad. Pero es responsabilidad de todos salir de este túnel en el que nos han y nos hemos metido, aunque especialmente grave es la responsabilidad de quien nos ha abocado a este precipicio: una política pigmea y oportunista ejercida por unos más que por otros, pero también por todos.

Explicar Organización Constitucional del Estado en Cataluña en estos complejos momentos requiere volver a los principios, trabajar con esas nuevas generaciones de futuros profesionales o líderes, pero sobre todo ciudadanos, los conceptos básicos que puedan servir de argamasa para construir discursos políticos coherentes que rompan unas formas de actuar basadas, por un lado, en el inmovilismo paradójico de defensa a ultranza de la Constitución por parte de quienes mostraron escaso entusiasmo en su momento fundacional y, por otro, evitar radicalmente la manipulación conceptual que perturba el sentido racional de las cosas y conduce a la quiebra de los principios básicos en los que se asienta la convivencia.

Pero sería una falsa imagen acabar así esta entrada. Un parlamentario independentista catalán decía hace unos días en una entrevista radiofónica que en España no había separación de poderes, solo reparto de poderes. La idea puede ser ingeniosa, siempre que supiera realmente algo de lo que estaba hablando, que conforme evolucionó la entrevista se vio claramente que nada conocía al respecto. Hay algo que sobrevuela en la política catalana y que está impregnando peligrosamente un discurso que ya ha comprado parte de la ciudadanía: un evidente tono de supremacía moral frente a un Estado caduco e incompetente, como sería el español. Se confunde España con sus gobernantes circunstanciales. Un profesor también del Grado PPE (Filosofía, Política y Economía) se expresaba en términos similares hace unos días en una entrevista concedida al diario vasco Gara. Sin comentarios.

Con toda honestidad intelectual, pero también con toda firmeza, creo que todo lo que acabo de decir aplicable a España y a sus instituciones es perfectamente trasladable al sistema institucional catalán, que no es precisamente un recién nacido. Tiene ya casi cuarenta años de vida propia. Y lo que han hecho (y están haciendo) en “la masía” catalana, como también se hizo (y se hace) en “el cortijo” español, es actuar igual (o peor, según los casos) con las instituciones que mal gobiernan. Conozco bien el ámbito público catalán y el funcionamiento de sus instituciones tras haber vivido allí dieciocho años y desarrollar mi actividad profesional en diferentes instituciones públicas y privadas. Por favor, seamos serios, los legados institucionales son –como reconocieron lúcidamente Aicemoglu y Robinson- pesados fardos, que no se evaporan por arte de magia mediante un acto fundacional constituyente, por muy creativo y postmoderno que pretenda ser. El material humano, que decía Schumpeter, sigue siendo el mismo. La podredumbre de la cultura patológica mesetaria del clientelismo está plenamente afincada (con profundas raíces) en ese país llamado Cataluña. Y el denominado soberanismo ha sido incapaz de quitarse de encima esa (que denomina despectivamente) “caspa española”, que por cierto descansa plácidamente en su hombro de forma visible. Guste o no guste las cosas son así.

La cultura, actitudes y comportamientos de quienes regentan las instituciones son, al fin y a la postre, lo que genera confianza pública o la destruye. La confianza pública es un intangible, pero sobre todo un valor aparentemente invisible, que tarda mucho en alcanzarse y se dilapida fácilmente con actuaciones marcadas por la irresponsabilidad o la inmadurez política. Y una vez rota la confianza pública, restaurarla es tarea hercúlea. Lo estamos viendo estos días por ambos lados. Y, si no, que se lo pregunten al dinero y a las empresas. En fin, cuando se rompen las reglas del juego, aunque sea amparados en el siempre recurrente argumento de las circunstancias, comienza el desorden y aparece el pánico. En esos contextos sobrevivir a la hecatombe que se avecina es en no pocos casos un acto heroico. Los peores demonios, de unos y otros, salen del armario. Llamar a la calma en ese escenario es una broma pesada que nadie atiende. Hay calentón y todos airean trapos llamados banderas que encienden su júbilo. Empujados por la fuerza de la pasión y del odio nadie puede detener el tren que, pese a tanto anunciarse, nunca chocará: Nos descarrilaremos todos. Como así ha pasado tantas veces en la historia. De la que nada aprendemos. Crucemos los dedos.

 

La docencia del Derecho Constitucional en Cataluña (I)

 “Está fuera de discusión que o bien la Constitución controla cualquier Ley contraria a ella, o bien el Legislativo puede alterar la Constitución a través de una Ley ordinaria (…) Entre tales alternativas no hay término medio posible: O la Constitución es una Ley superior y suprema, inalterable por medios ordinarios, o se encuentra al mismo nivel que las leyes y, como cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efectos siempre que el Legislativo le plazca (…) Si es cierta la primera alternativa, entonces una Ley contraria a la Constitución no es Ley; si en cambio es verdadera la segunda, entonces las Constituciones escritas son absurdos intentos del pueblo para limitar un poder ilimitado por naturaleza” (Sentencia “Marbury versus Madison” del Tribunal Supremo de Estados Unidos 1803)

 “Nunca prestamos suficiente atención a los primeros síntomas de una tiranía porque una vez que ha crecido hasta cierto punto, ya no se la puede detener” (Madame de Staël, Consideraciones sobre la Revolución francesa, Arpa, Barcelona, 2017, p. 498)

Abundan en estos últimos tiempos convulsos diferentes testimonios sobre la situación en Cataluña y los efectos personales que ese particular contexto genera. Una de las declaraciones que más me han conmovido es la del Magistrado Luís Rodríguez, con el que compartí docencia en la Escuela Judicial de Barcelona hace muchos años, quien, ante el tenor lúgubre de la deriva del proceso independentista y el desamparo, incluso las coacciones que comienza a sufrir el poder judicial, afirmó valientemente al diario El País que no nos dejarán otra opción: “Traición o exilio”.

En esta escueta frase está condensada la (aparente) debilidad del Poder Judicial (de la que hablara Hamilton en El Federalista) que no disponía (según ese autor) ni de la “bolsa” (presupuesto o capacidad de fijar las reglas de juego “de acuerdo a la Constitución”) ni de la “fuerza”. Y que, por tanto, carente de esta última, sus resoluciones se transforman fácilmente en platónicas y la Constitución en una barrera de pergamino. Cuando el Estado es impotente para aplicar sus propias decisiones, la fuerza coactiva legítima del Derecho se desinfla. Y en esas circunstancias el abismo revolucionario (sí, sí, revolucionario) se asoma, por muy postmoderna y de la era de la postverdad que sea la insurrección institucional contra el ordenamiento constitucional que ha tomado cuerpo en ese territorio antes citado.

En esta entrada quiero aportar mi propio testimonio personal, pero limitado solo a mi actividad (residual en estos momentos) de profesor universitario que acude semanalmente a Barcelona desde el País Vasco a impartir una asignatura enunciada como Organización Constitucional del Estado en el Grado de Filosofía, Política y Economía, organizado conjuntamente por las Universidades Pompeu Fabra, Carlos III y Autónoma de Madrid. Para entender bien lo que sigue deben ser ustedes conscientes que el alumnado al que imparto docencia (algo más de 60 estudiantes) procede por mitades de Cataluña y del resto de España. Eso impone prudencia, lo que no debe impedir firmeza argumental. Tampoco equidistancia. Ya no existe, menos en estos temas.

Son estos alumnos personas con muy buenos expedientes académicos en sus estudios de bachillerato y con excelente nota de corte en las pruebas de selectividad, de los que desconozco aún su forma de pensar (solo he tenido con ellos una sesión de dos horas), pero que intuyo (como viejo profesor con algo de olfato y larga experiencia) que proceden de todos los rincones ideológicos del mapa político. Solo con verlos ya me hago una idea. Habrá, sin duda, un buen número que comulgarán o tendrán simpatías con el independentismo catalán, habrá algunos otros catalanes con sentido de pertenencia múltiple (algo que cotiza a la baja en una sociedad dramáticamente dividida), también existirá entre ellos un número importante de estudiantes españoles de ideología liberal, socialdemócrata o izquierdista, así como, por qué no, algunos con posiciones ideológicas más extremas tanto por un lado como por otro. Probablemente ahora (con la que está cayendo y la que se espera) estén más polarizados, pero eso (con mayor o menor intensidad) ha sido el tono común en estos cinco últimos cursos académicos que vengo impartiendo esta asignatura. Y los debates siempre han sido serenos y razonados. Son personas (o, al menos se les presume) educadas y con ganas de aprender. Aunque siempre habrá alguien que rompa el tono.

Como les dije a estos alumnos el primer día de clase (un difícil día 2-O a las 9 de la mañana, tras la compleja jornada del 1-O), explicar Organización Constitucional del Estado en ese contexto y en ese país se había convertido en algo esotérico o, peor aún, surrealista. No hice más referencias directas al problema de fondo. En un grado universitario que pretende formar a profesionales de élite –añadí únicamente- no se puede trabajar con conceptos de bisutería político-constitucional barata (que tanto abundan hoy en día), sino que cabe llevar a cabo esfuerzos (y muchas lecturas) que ayuden a comprender por qué las democracias avanzadas que disponen de sistemas constitucionales asentados y estables han tenido y tienen pleno respeto a sus instituciones, que miman constantemente.

A ninguna de esas sociedades avanzadas –algunas de ellas reconstituidas tras desgarradoras experiencias históricas anteriores que les condujeron, como decía Kershaw, al descenso a los infiernos- se les ocurre quebrantar unilateralmente las reglas de juego que se dieron con mayor o menor consenso en un determinado momento histórico. En esta idea trasluce una de las cuestiones más apasionantes del proceso constitucional en cualquier país y en cualquier tiempo histórico. Y que no es otra sobre cómo adaptar los textos constitucionales a las exigencias de cada momento histórico y a las diferentes (y razonables) expectativas de las generaciones venideras. Para eso la lectura del libro de Zagrebelsky Historia y Constitución es obligada. Y en todo ello, en lo que afecta a nuestra impotencia como país para adaptar las Constituciones a la realidad del momento, el suspenso que recibimos es clamoroso.

En fin, se trata de discernir si las Constituciones son de los “muertos” o de los “vivos”, simplificando las cosas. O preguntarse en cambio si realmente tienen propietario o no son realmente una preciada herencia que, con las adaptaciones pertinentes y de mayor o menor profundidad, debería preservarse. Las soluciones se dividen en esta encrucijada. Los ricos y profundos debates del primer liberalismo constitucional que se produjeron entre Jefferson y Hamilton o entre Burke y Paine, son (así se lo recomendaré) de necesaria lectura en estos momentos para comprender porqué las Constituciones (como instrumentos vivos, que deben ser) han de adaptarse adecuadamente a cada realidad histórica. Adaptación que debe producirse por sus mecanismos ordinarios de revisión o a través de relecturas contextuales de sus contenidos, a riesgo si no de que la Constitución termine convirtiéndose –como recordó Tocqueville- en una suerte de camisa de fuerza que haga saltar por los aires la sociedad y el sistema institucional constituido. Donde no hay adaptación de los textos constitucionales, surge con fuerza también el adanismo constitucional, siempre presente en las democracias inmaduras que parecen hallar la solución mágica a sus problemas estructurales tejiendo y destejiendo constituciones (de partido o partidos, siempre sectarias o excluyentes) que duran lo que el entusiasmo (emoción precaria donde las haya, como decía Emerson) dure. También es este un país donde las soluciones taumatúrgicas de los adanes constitucionales (que abundan por doquier) se venden en el mercado político de todo a un euro. Y nada es gratis, menos estas cosas.

Sí que les advertí que tendríamos un curso muy complicado, probablemente con muchas interrupciones (por convocatorias de huelga) y no poca tensión en la calle que se trasladaría con facilidad a las aulas universitarias. Cuando las emociones derivan en pasiones irrefrenables, hay que recordar las prevenciones que frente a estas últimas mostraba tanto Spinoza como, más recientemente, Compte-Spontville, seguidor de aquel y del preclaro filósofo Alain, que asimismo conviene leer en estos momentos de zozobra. Decía este autor, por ejemplo, algo muy sensato: “Hay que repetir que todos los abusos son secretos y viven del secreto”. En la (mentirosa) sociedad de la transparencia, los arcana emergen con fuerza política inusitada. Paradojas.

Con el tiempo (si es que lo tenemos o nos dejan las circunstancias) convendrá recordar que los quebrantamientos constitucionales pueden acabar fácilmente en medidas de excepción (están ya en el ambiente), y eso hace saltar por los aires los escasos espacios de entendimiento que en cualquier sociedad puedan existir. La normalidad constitucional es la regla, las medidas de excepción se definen por su propio enunciado. Pero, en no pocos momentos, la excepción se transforma en regla, como advirtió inteligentemente el filósofo Agamben: la excepción debe ser temporal, por definición (“estar fuera y, no obstante, pertenecer; esta es la estructura topológica del estado de excepción”, según ese autor). La defensa de la Constitución no tiene ideados otros medios cuando se ve en riesgo evidente de ser arrumbada, ya sea por atentados terroristas (piénsese en los casos recientes de Estados Unidos o Francia, así como las medidas del Reino Unido tiempo ha en el Ulster) o cuando pueda verse afectada la quiebra del ordenamiento jurídico o la unidad territorial.

Bien es cierto, que en esta era de postmodernidad y de revolución digitalizada hay autores como Buyng-Chul Han que consideran en total desuso esas soluciones excepcionales pretendidamente taumatúrgicas, pues la sutilidad de los medios de coacción (o de alienación) van por otros derroteros (y algo de eso estamos viendo últimamente). En la opinión de este autor, las situaciones de excepción ya no son recetas aplicables. La idea siempre recordada de Carl Schmitt (“soberano es quien decide el estado de excepción”), parece ponerse en entredicho en la sociedad digitalizada, sobre todo en aquellos casos en que el Estado carece de fuerza coactiva (o la ley pierde fuerza; esto es, eficacia y capacidad de obligar) o simplemente no puede ejercerla ante una revolución social o masa ingente que desactiva su uso o que, mal gestionado ese poder de coacción física legítima (Weber), salta a las retinas de miles de millones de ciudadanos a través del poder de las imágenes en la sociedad globalizada de Internet y de las redes sociales. El uso de la fuerza legítima del Estado Constitucional está, hoy en día, sometido a unos test de escrutinio desconocidos (incluso a unas manipulaciones) que no encuentran parangón en otros momentos históricos. No es la transparencia, es más bien la instantaneidad. El poder no puede prescindir de ello, salvo que sea estúpido. Que también lo hay.

Comenté igualmente aquel día que, ante el recelo que una asignatura así denominada levanta entre un alumnado inquieto por la filosofía o por la política o, incluso, por la economía (pues para ninguno de ellos el Derecho resulta inicialmente algo atractivo), era importante que vieran cómo lo que está pasando en estos momentos en nuestro país (o “en el suyo”, depende quien sea el destinatario del mensaje) tiene explicaciones cabales (cuando no reiteraciones) en otros acontecimientos históricos político-constitucionales que se han sido sucediendo a lo largo de los tres últimos siglos. Lo dijo magistralmente Tocqueville, “la historia es una galería de cuadros donde hay pocos originales y muchas copias”.

En esa primera clase, un día tan difícil y en un momento tan complejo, ya dibujé algunos temas que irán saliendo en las sesiones venideras, siempre que la Facultad no se cierre a cal y canto y se interrumpa bruscamente (como exigencia del “contexto”) la transmisión de la arquitectura básica conceptual con la que esos ciudadanos en formación (que son quienes deberán arreglar lo que nuestras generaciones están mostrándose impotentes e incapaces para hacerlo) puedan así reflexionar inteligentemente sobre los temas del presente a la luz de las experiencias del pasado. Sin un marco conceptual sólido previo –subrayé- no hay lenguaje común. Y sin él, no se debate, se vocifera o se atropella. Con eslóganes fáciles se crean alineamientos estériles fuertemente cerrados que nada permean; propios de redes sociales que incrementan los muros e incomunican a la sociedad civil en bandas rivales.

La democracia, en esencia, es pleno respeto a los procedimientos (reglas) y a la deliberación pública. Las formas y la publicidad fueron dos grandes avances de las revoluciones liberales. La dignidad democrática de la Ley no es solo su modo de votación, sino que el Parlamento, de donde nace, es sobre todo un órgano de deliberación pública y transparente. La ley se cualifica por su procedimiento deliberativo y contradictorio, sin esos cauces no pueden nunca democráticamente aprobarse leyes transcendentales para la vida en común, menos aún si son tramitadas como lettres de cachet y sin ningún proceso deliberativo real y efectivo, así como quebrando (escudados en una legitimidad schmittiana) las reglas de la legalidad constitucional/estatutaria. La democracia, como recordó Kelsen (ahora enterrado en cal viva por algunos), también es protección de las minorías. Jefferson lo expuso mucho antes de modo diáfano –también les recordé: “ciento setenta y tres déspotas (los miembros de una asamblea parlamentaria o una mayoría circunstancial) serían tan opresores como uno solo”.

La ventaja que tengo es, sin duda, que esta asignatura se imparte en un grado universitario no jurídico. Y, por tanto, me permite un enfoque heterodoxo que arranca de la construcción del constitucionalismo liberal contemporáneo en lo que son los tres modelos que han terminado por servir de patrón a cualquier otra experiencia constitucional más reciente en el mundo civilizado, así como abordo en grandes rasgos su evolución posterior hasta nuestros días (enfoque que lo apoyo en el libro que publiqué en 2016 Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, Marcial Pons/IVAP). Ese enfoque es perfectamente aplicable a la Constitución española de 1978 (que, dada su tardía aprobación, apenas nada añade a lo que ya había) y, en su caso, a cualquier otra que pueda emerger en el futuro. Les indiqué con claridad que prácticamente todo estaba inventado (una mentira piadosa), sobre todo si se quieren construir o edificar sistemas constitucionales homologables con los existentes en las democracias avanzadas.

Y también cabrá recordarles en un futuro, aunque alguna idea avancé, que todo sistema constitucional democrático se asienta sobre una serie de premisas. Por salir del Derecho, para luego entrar en él más fácilmente, recurrí a un politólogo afamado como es Fukuyama. En su reciente y monumental obra en dos tomos (Los orígenes del orden político y Orden y decadencia de la política, Deusto, 2016), el autor sitúa el foco de atención en la importancia que tienen las instituciones para edificar un Estado democrático, así como en la necesidad de que ese modelo atienda a tres tipos de premisa: a) Estado o Administración impersonal; Principio de legalidad (Rule of Law o Estado de Derecho); y Gobierno responsable (control del poder).

Estas son, en efecto, los tres pilares en los que descansa el Estado Constitucional democrático, pero lo importante es que no se pueden diseccionar o elegir solo uno de ellos. El Estado Constitucional no es un supermercado, donde se eligen los productos que en cada coyuntura interesan. No cabe hacer juegos de manos. La prestidigitación constitucional solo es una manifestación de hacer trampas en el solitario. La arquitectura constitucional democrática es una estructura que no admite elegir solo una de esas premisas en función de conveniencias políticas circunstanciales (democracia o soberanía parlamentaria, por ejemplo), con exclusión de las demás. O el Estado y los poderes públicos suman todas ellas o no supera los estándares de democracia constitucional. Y lo demás es mentira. Se vista como se vista: como soberanía del Parlamento o como democracia de top manta.

La Administración impersonal es una invocación expresa al principio de mérito y una (voluntad firme de) erradicación del clientelismo y la corrupción. Arrumbar el Estado patrimonial no es fácil. Se ha tardado siglos en no pocos países. Tampoco erradicar o controlar la corrupción es tarea fácil, menos aún cuando se está ayuno de valores. Algunas democracias avanzadas tardaron mucho en poner coto a una corrupción galopante (por ejemplo, Estados Unidos). Sin Administración impersonal no hay Estado democrático que se precie. Este estándar es importante, quien no lo acredite muere, no tiene futuro. El principio de mérito, en sus dimensiones meramente formales, no es válido. Sigue siendo trampa. Lo importante es la dimensión material, la efectividad. Si se hace aguas en esto, como así es en España (especialmente en algunas administraciones autonómicas y en buena parte de los gobiernos locales), nada se avanza. Pero más lo es (en términos comparativos), siento decirlo, en el territorio catalán; donde el clientelismo político (y lo conozco de buena fuente) ha sido y es una forma habitual de hacer en el sector público autonómico y local (con excepciones muy singulares). Analicen, si no, cómo se han reclutado la legión de interinos que pueblan algunas “estructuras de Estado” en los años recientes. Y no hablemos de corrupción, puesto que en este caso –salvo algunos territorios del valle del Ebro y del Cantábrico menos afectados por esa lacra, que son la excepción- es un mal endémico de España y también (no lo duden) de Cataluña. Hay una geografía de la corrupción con varios epicentros. Barcelona y Madrid no se escapan como lugares centrales del terremoto.

El final del silencio

La manifestación convocada hoy por Societat Civil Catalana en Barcelona ha sido un rotundo éxito. Nuestro coeditor Segismundo Alvarez viajó hasta allí y nos ha dejado una crónica de urgencia que deja también un sabor agridulce. Mucha gente, sí, muchos de fuera y muchos también de allí. Allí son muchos pueblos y ciudades pequeñas de Cataluña donde la gente no se atreve a salir a manifestarse porque al día siguiente tu vida profesional y afectiva se puede resentir si te ven en una manifestación “unionista”. Aunque sea una manifestación tan tranquila y sensata que hasta a los más sectarios -empezando por la impagable TV3, convertida ya en el símbolo de la ocupación partidista de la televisión pública de todos y mira que hay competencia- les ha costado encontrar la bandera con el aguilucho que tanto deseaban.  No, la manifestación  de hoy no era de fachas ni de fascistas ni de nacionalistas españoles, ni de constitucionalistas ni de federalistas sino de gente normal y corriente reinvindicando sensatez. Los de hoy, afortunadamente, no eran un “sol poble” .

Se trata de un paso adelante cuya fuerza simbólica no puede desconocerse, aunque mañana toque a unos y a otros volver a la realidad de todos los días. Es verdad que los catalanes no pueden seguir callados pero nosotros como conciudadanos suyos debemos ponérselo lo más fácil posible, especialmente a los que viven en los pueblos y las ciudades pequeñas donde la presión social nacionalista es mayor.  Tienen que sentir que no les vamos a dejar solos, y que cuando ellos no puedan  o no se atrevan a decir algo en voz alta lo haremos nosotros en su lugar, como hoy lo ha hecho el gran Josep Borrell  nada menos que en cuatro idiomas. También han empezado a hacerlo los líderes de una Unión Europea que se juega mucho en el envite. Y además tienen que poderse sentirse orgullosos de ser catalanes, españoles y europeos.  Porque tanto España como Europa son sociedades abiertas, tolerantes y democráticas.

Desde Hay Derecho en estos días tan difíciles para todos queremos, una vez más, ofrecer nuestra voz a los que quieran  hablar desde Cataluña en defensa de la convivencia y del Estado de Derecho, cualquiera que sea su ideología. Cuando nacimos hace casi 7 años no podíamos imaginar que llegaría el día donde sería tan importante y tan emocionante defender el Estado de Derecho. Y, sin embargo, este día ha llegado y ha sido hoy, 8 de octubre de 2017. Un día importantísimo porque  se ha demostrado que no hay un único relato emocional posible, con la ventaja de que el de hoy sí es compatible con la realidad. Y la realidad es que nuestra sociedad es plural y que la gente piensa de forma distinta pero que eso, lejos de ser un problema, es un gran valor democrático. Sabemos también que tardaremos mucho en recuperar la normalidad y que todos tendremos algo que perder pero que  el camino de regreso que hoy empieza merece la pena. Y es que, como siempre repetimos, la fuerza que tenga el Estado de Derecho solo depende de nosotros.

Por supuesto, el problema no ha acabado, y no tiene aspecto de resolverse a corto plazo. El tren separatista ha ido cogiendo carrerilla desde hace tiempo y no es concebible que no tuviera consciencia de las consecuencias de sus actos, por lo que no parece que pueda haber una simple marcha atrás, a pesar del claro discurso del Rey, de las huidas de las más significativas empresas radicadas en Cataluña y del despertar popular a favor de la unidad de España que ha significado esta manifestación de Barcelona. No ha armado la que ha armado para irse ahora con el rabo entre las piernas, porque la gran cantidad de gente, hay que reconocerlo, que ha movilizado no se lo permitiría. Otra cosa es si declarará una precaria independencia o si más bien hará como los líderes de esas sectas religiosas que anuncian el advenimiento del profeta o de alguna catástrofe pero cuando se aproxima la fecha prevista conceden un cómodo aplazamiento que les permite seguir manteniendo la llama encendida un tiempo más. Por otro lado, la actitud dontancredista de Rajoy, más próxima a la legalidad formal -como si estuviera calificando un documento en su antigua profesión de registrador y esperara que se subsanara en el “mundo extregistral”- que a la sustancia real de los problemas de fondo subyacentes, tampoco parece augurar que la situación no quede estancada con carácter indefinido.

Mañana veremos qué pasa. Nosotros seguiremos con la defensa del Estado de Derecho, del Estado a secas, y de España y su Constitución en general.

Crónica de urgencia de la manifestación de Barcelona

Estación de Atocha 7:00 AM. Mucha gente, casi todos con banderas. La mayoría entre 40 y 60 años, algunos con sus hijos mayores. No hay ninguna bandera catalana, pero no es tan fácil comprarla en Madrid. Hablo con alguna persona que piensa hacerlo en Barcelona para llevar las dos.

Esto es un AVE,  y predomina gente de aspecto más que acomodado -pero también los lectores de El País. Yo he comprado la Vanguardia, y leo el editorial que suplica al President que no haga la DUI, porque se ha descubierto que la independencia low cost no es posible.

Los anuncios de megafonia de RENFE  son todos en castellano, catalán e inglés.

Llego al bar y el ambiente es festivo -demasiado para mi gusto-: la gente habla muy alto y hay momentos que empiezan con los cánticos. Hablan por supuesto  de lo único: sobre la información que da La Vanguardia respecto de las manifestaciones, la preocupación por la posible violencia, la entrevista de Rajoy…

Yo también me pregunto qué es lo que va a pasar hoy. A pesar de los anuncios sobre las contramanifestaciones, me preocupa más el éxito de la convocatoria que la seguridad. Ayer estuve hablando con catalanes (de nacimiento o adopción) y no parece que haya que ser muy optimista: algunos no irán por desidia y otros por miedo. El miedo no es físico sino de exclusión. De hecho, la propia manifestación ha sido ya ha sido un motivo más de tensión. Unos amigos llamaron a sus “hermanos” catalanes para ir juntos y la conversación terminó tan mal que no vendrán ni unos ni otros. Otros llamaron a sus primos de Barcelona, no independentistas, que también escurrieron el bulto diciendo que se iba a filmar y que no querían ser señalados. Otros que me encuentro en el tren me cuentan que cuando llamaron a sus amigos de Barcelona para decirles que venían, estos se sorprendieron, porque apenas les sonaba la convocatoria y no les parecía significativa. Aunque son de origen alicantino y no independentistas, estaban tan saturados y desanimados que costó convercerles (irán).

También yo me pregunto si tiene sentido venir desde Madrid a esta manifestación: lo hacemos para apoyar a los catalanes que se sienten españoles y son tachados de malos catalanes (o de no catalanes) y por mi admiración poe Sociedad Civil Catalana, los convocantes, pero aún así tengo mis dudas.

Caminamos hacia el teórico inicio de la manifestación pero es imposible acercarse. Está todo colapsado por la gente, pasamos más de dos horas sin movernos. Los gritos: “Viva España” y “Visca Cataluña” son quizás los que más se han repetido. Hay muchos otros: “Que vote España”, y saltan; “Mossos sí, Trapero no”; “Puigdemont a prisión”;  ahora este: “Oe, oé, oé, oé, oé, oé”. Me empiezo a cansar del gentío, esto de las manifestaciones no es lo mío (y es agotador  estar de pie sin moverse).

Lo bueno de estar quieto es que puedes hablar con los de alrededor. Un chico joven, muy fuerte y moreno, que vive en Sant Feliu de Guíxols, me dice que allí la gran mayoría no son nacionalistas, que lo que se dice de Gerona es falso, pero también que la gente no dice nada para no crearse problemas.

Una señora dice que su hija es Mosso d’Esquadra y que hace 4 días que no se habla con ella porque tuvieron una discusión sobre la intervención policial del 1-O. Dice que su hija no es independentista. Hay más historias parecidas: no se manifiestan contra el independentismo porque saben que su trabajo y sus relaciones sociales podrían sufrir. Muchos habrían salido si estuvieran en su propia ciudad. Algunos han nacido en Cataluña, otros vinieron de otras zonas de España pero llevan muchos años aquí. Unas señoras de Barcelona se sorprenden de que haya venido gente de fuera, y hasta se emocionan y nos dan las gracias, lo que nos produce vergüenza. Esto no es el AVE: predomina gente de clase media, y los hay de todas las edades. Eso  sí, niños ni uno, y a mi me parece que los jóvenes – que los hay- están infra representados.

Agotados tras el madrugón y la ultra lenta procesión decidimos abandonar. Pasamos por el excéntrico Palau de la Música: el edificio es genial, precioso y de una extravagancia  casi humorística.  Pero también es hoy un monumento a la corrupción, un recuerdo más del sistema clientelar que nos ha llevado a todo esto.

Salimos por una calle trasera. En esa calle estrecha, ya solos, me doy cuenta de lo que va a ser el día de mañana. No son muchas, pero todas las banderas que cuelgan de los balcones son  esteladas. No resulta difícil de imaginar lo duro que va a ser volver a la rutina habitual para los que hoy están aquí tan animados, sonriendo y cantando. Volver a las relaciones difíciles con mucha buena gente, y a temer el matonismo de algunos malvados. En la soledad de esta calle estrecha y oscura, sin el apoyo de la masa, todo cambia y es fácil sentir incomodidad o miedo. Yo esta tarde estaré en Madrid pero a los que se quedan, no sé si el recuerdo de hoy les producirá satisfacción o amargura.

Por esas calles sin gente llegamos, pero tarde, a los discursos, que leo en el móvil mientras comemos un wok: de Vargas Llosa me gusta que recuerde que la opción de Cataluña no es ser cabez de ratón o cola de león, sino lo mejor de un gran país. De Borrell me gusta todo mucho, y especialmente su intransigencia con la manipulación informativa de los poderes públicos y su poca afición a la demagogia: nada de halagar las bajas pasiones de los manifestantes, sino todo lo contrario.

Unos amigos han quedado a comer con unos catalanes (por los cuatro costados) que conocieron trabajando en el extranjero, y también el subidón de la manifestación se disipa. Han dudado mucho si ir a la manifestación por la seguridad de los niños y se han quedado en sus afueras. No creen que la situación vaya a mejorar y se están planteando, también, irse de Cataluña. Dicen, por ejemplo,  que en los días pasados nadie ha comentado ni en el trabajo ni con los amigos nada sobre la manifestación, y que mañana tampoco se hablará de ello. En un momento dado se quejan de la balanza fiscal y de las autopistas de peaje. Me parece increíble es que estas dos cuestiones, necesitadas de estudio serio y seguramente de reforma, se hayan podido convertir en un “casus belli” en sentido literal, porque no hay que engañarse, la  situación es casi prebélica.

Después de comer paseamos hasta la playa de la Barceloneta: hace un día precioso,  con viento para que los veleros alegren el mar, y sol para que miles de personas disfruten de la playa. Nos sentamos en un banco: al lado, un matrimonio joven charla y de vez en cuando sus dos hijos menores de 10 años se acercan con sus patinetes o con su pelota de fútbol, descalzos. Aunque los  padres parecen extranjeros, viven aquí a juzgar por el uso que tiene la pelota. Al cabo de un rato nos preguntan si hemos estado en la manifestación y si ha habido mucha gente. Les decimos que sí, que según las fuentes de 350.000 a un millón. El es francés y ella habla un español perfecto, con un acento que localizo. Me dicen que no han ido a la manifestación porque tenían miedo por los niños, pero que nos agradece mucho que hayamos ido, sienten que les hemos sustituido. Llevan 11 años viviendo en Barcelona: para ellos es su ciudad, pero desde el referendum están pensando en que no se quieren quedar aquí.

De vuelta paramos en una panadería y tomamos un estupendo café con croissant. Cuando vamos a pagar una señora que estaba al lado charlando con el que despacha nos pregunta de donde somos y nos agradece que hayamos venido. De camino a la estación el taxista nos comenta que la ciudad está llena de gente,  y decimos que seguramente es por la manifestación. Dice que más gente aún tenía que haber venido, que era muy imporante, y que tenemos que venir a la próxima. Le comento que los que tienen que salir son ellos , los que viven aquí y me da la razón. Pregunto de donde es originalmente y me dice que es de Colombia, y que los latinos quieren ser españoles pero no todos, que una pequeña parte son ya independentistas.

Me alegro de haber venido, pero no me voy alegre. A pesar del éxito inesperado de asistencia, va a ser difícil que esto sea un punto de inflexión. O los callados se organizan y mantienen el pulso o revertirán a los mismo, y los planes de huida (las personas físicas tardan más que las jurídicas) se mantendrán.

Hablemos de baloncesto: el ejemplo de Gasol. Reproducción artículo en ABC de Segismundo Alvarez

Uno de mis mejores amigos me cuenta que su sobrino de 17 años, que ha nacido y vivido siempre en Barcelona, se viene a vivir con él a Madrid. El mismo lunes 2 de octubre ha recibido amenazas en su teléfono y ha sido abordado por un profesor –en un patio del colegio– que le ha dicho que se vaya de Cataluña, que le asegura que allí no va a aprobar 2º de Bachillerato. Gran deportista y buen estudiante, dice que no aguanta la presión y se separa de sus padres, que se quedan en Barcelona. La misma mañana un compañero que veranea en Gerona me cuenta que un amigo catalán de una hija suya la ha bloqueado en todas las redes sociales esa misma mañana porque ha considerado ofensivo algo publicado por su padre.

Parecería que el camino a Dinamarca que anuncian los independentistas pasa por Berlín (años 30), y ante historias como esta, es difícil evitar que la indignación nos ponga al mismo nivel, pasando del sentirnos víctimas a fantasear con posibles represalias (boicots, etc.).

Sin embargo, cuando leo las noticias de los insultos a Piqué y veo cómo aún me repugnan esas actitudes grupales y cobardes, pienso que quizás todavía haya esperanza para esta sociedad. Quizás podamos parar la escalada de sinrazón que se adueña de los ciudadanos cuando son adecuadamente manipulados.

Como todos estamos cansados de frases grandilocuentes e incluso de la insistencia en la –por supuesto necesaria– defensa del Estado de Derecho, hablemos de deporte.

El deporte tiene dos ventajas: tiene un elemento simbólico, en particular en los deportes de equipo, y además es objetivo y meritocrático: Messi no es quién es por tener mejores relaciones sociales en el mundo del deporte, ni España –que se sepa– compra los árbitros de la FIBA. Como el fútbol también parece contaminado, prefiero hablar de mi deporte de equipo favorito, el baloncesto.

Tras el reciente Eurobasket, más de un nacionalista habrá fantaseado con sentirse como los eslovenos, un país pequeño que fue el primero en «independizarse» de la desmembrada Yugoslavia y que ahora ha ganado un campeonato de Europa, derrotando a los otros dos mejores equipos del campeonato (España y Letonia) y después a Serbia, centro del ex Estado yugoslavo. Esa fantasía no es además gratuita pues buena parte de los jugadores de la selección española son catalanes, y en particular los hermanos Gasol son estrellas de nivel mundial.

Sin embargo, si miramos con un poco más de atención y sobre todo de perspectiva, la lección es más bien otra. Eslovenia es un Estado independiente desde 1993 pero nunca se ha clasificado para unos juegos olímpicos de baloncesto. Ha participado en tres mundiales donde nunca ha pasado de un (muy meritorio) 7º puesto. Y esta medalla es la primera que consigue en sus trece participaciones en los campeonatos europeos. Y no será fácil que se repita: el MVP de este campeonato, Dragic, ha anunciado su retirada de la selección.

En el mismo periodo España ha ganado tres medallas olímpicas, un campeonato mundial y diez medallas en campeonatos europeos, tres de ellas de oro. En los últimos diez Eurobaskets, solo una vez no ha subido al podio.

No cabe duda que a este impresionante palmarés ha contribuido de manera esencial la presencia de Pau Gasol, uno de los mejores deportistas españoles de todos los tiempos, y también otros históricos jugadores del mismo origen como Juan Carlos Navarro (sí, navarro), que acaba de retirarse. No me cabe duda de que Gasol podía haber llevado a un equipo menos armado que el español a ganar alguna medalla. Pero tampoco de que sin la contribución de los jugadores de toda España, sus éxitos como jugador no hubieran sido los mismos. Pau Gasol ha hecho grande a España, y España le ha ayudado a hacer historia como jugador: ya es el mayor anotador y medallista (en esto empatado con otros) de toda la historia de los Europeos.

Es solo un ejemplo, pero nos debería hacer reflexionar. España no será España sin Cataluña, pero Cataluña nadie sabe tampoco lo que es sin España. En su libro Sapiens, Harari explica cómo la evolución a lo largo de los últimos setenta mil años es hacia una mayor integración de los grupos humanos, y que por tanto las reacciones contrarias, como los nacionalismos identitarios, están condenados al fracaso. El problema es que Harari habla con una perspectiva de muchos milenios y nosotros solo vamos a vivir unas décadas. Parece absurdo desperdiciarlas en unas luchas condenadas al fracaso y que, como mínimo, nos empobrecerán enormemente. Más vale trabajar en equipo: los catalanes, como Pau Gasol, pueden ser los líderes de un gran país.

Paisaje después de la batalla: reproducción de la tribuna en EM de Elisa de la Nuez

SEQUEIROS

Transcurrida la jornada del 1-O que pone el sello definitivo a la Transición iniciada con la Constitución de 1978 urge realizar una primera evaluación de los daños, que son cuantiosos. Como suele ocurrir, para que este enorme fracaso político tenga alguna utilidad es preciso que, como ciudadanos, saquemos lecciones para el futuro. El principal legado del 1-O es una enorme fractura -especialmente emocional- dentro de la sociedad catalana, pero también mucha confusión e incertidumbre para el resto de los españoles. ¿Es el Estado español todavía viable? ¿Cómo compaginar la vigencia del Estado de derecho con los necesarios acuerdos políticos para recuperar la convivencia? ¿Cómo conseguir que una clase política demasiado acomodada y cortoplacista reaccione con la altura de miras y la necesaria serenidad? ¿Cómo integrar en el discurso político una reflexión intelectual rigurosa sobre el futuro de los españoles? ¿Cuál debe de ser el papel de la sociedad civil, muy en especial de la catalana? Son muchas y muy complicadas cuestiones que no se van a resolver en un día y menos bajo los efectos traumáticos del 1-O. Por eso conviene reflexionar con serenidad.

Lo primero que conviene recordar es que esta escalada ha empezado con el desafío del Gobierno autonómico independentista con una muy precaria mayoría nacida de las elecciones del año 2015 que ha ido escalando su apuesta a partir sobre todo de la convocatoria del referéndum y del golpe al Estado de derecho que supuso la aprobación los días 6 y 7 de septiembre de sendas leyes que finiquitaban tanto la vigencia de la Constitución como del Estatuto de autonomía en Cataluña. A partir de ahí, ya todo era posible puesto que el propio Govern y la mayoría del Parlament catalán se situaban al margen del Estado de derecho y del ordenamiento jurídico vigente. Por tanto, la imprevisibilidad de su actuación desde un punto de vista jurídico es absoluta, porque la ley y el procedimiento ha sido sustituida por la voluntad política y la vía de hecho. Sin embargo, el impulso logrado el 1-O les permite -veremos por cuanto tiempo- mantener la única condición capaz de unir a la frágil mayoría independentista: empujar a la democracia española en general y al Gobierno del PP en particular a una reacción lo más agresiva posible. De esta forma se consigue el fortalecimiento de la imagen del enemigo exterior que es indispensable para todo nacionalismo, muy especialmente para los que no cuentan con una mayoría social clara y no disponen de elementos objetivos suficientemente diferenciadores (étnicos, religiosos, culturales, etc.) de suficiente entidad para generar la cohesión interna. La Historia está llena de ejemplos.

En este sentido, el independentismo ha logrado su objetivo con creces, aunque haya utilizado mensajes demagógicos equiparando urnas a “democracia” o fuerzas y cuerpos de seguridad actuando como policía judicial a “franquismo”. Es cierto que puede resultar imprescindible el uso de la fuerza en determinadas ocasiones para mantener el imperio de la ley cuando las normas se incumplen, pero la pregunta obvia es la de si no había otros instrumentos en el Estado de derecho para evitar lo ocurrido el 1-O. En todo caso, la lección que debemos aprender es la de que lo que finalmente garantiza el cumplimiento del derecho no es otra cosa que el monopolio legítimo de la fuerza que detenta el Estado en un territorio. Es una realidad incómoda que a veces preferimos olvidar en nuestras modernas sociedades pero que las imágenes del 1-O nos han trasmitido con claridad.

En segundo lugar, la reacción del Gobierno del PP ha sido -una vez más- la de refugiarse en la vía judicial y la Fiscalía y no utilizar otras herramientas jurídicas que tenía a su alcance para evitar el indudable coste político que su utilización le podía suponer. Lo que puede ser comprensible con un Gobierno en minoría y sobre todo con un presidente cuya legitimidad está lastrada desde años por los escándalos de corrupción de su partido en la época en que él lo dirigía y que incluso le han llevado a tener que declarar como testigo en un caso de corrupción. Pero el que sea comprensible no quiere decir que no haya sido un enorme error político. Seguramente Rajoy confiaba excesivamente en su capacidad de desmontar la logística de un referéndum que, realizado con una mínima seriedad, resulta bastante compleja. Pero una vez que el Govern se sitúa voluntariamente al margen de la ley el recurso a la vía judicial se convierte en una carrera imposible de ganar, por la sencilla razón de que las ilegalidades se multiplican y siempre se reacciona después. Los tiempos judiciales y los tiempos políticos son distintos y judicializar los problemas políticos equivale a renunciar a la previsión y al manejo de los tiempos que son la esencia de la política. Por tanto, política y Estado de derecho tienen que ir siempre de la mano porque se necesitan mutuamente, la primera para dotarse de legitimidad democrática y el segundo para dotarse de la necesaria estrategia.

Desmontar a base de resoluciones judiciales la logística de un referéndum ilegal sin garantías, ni censo, ni sindicatura electoral solo puede ser una victoria temporal. Permite cumplir la ley pero te deja en el mismo punto de partida porque no permite avanzar políticamente y porque las ilegalidades se van a seguir sucediendo. Pero es que además una vez que se apela al poble para llenar las calles con gente haciendo colas para votar el problema ya es básicamente de orden público. Con el agravante de que son los ciudadanos y no los dirigentes que los han invitado a rodear los colegios electorales los que sufren la fuerza que se aplica para impedírselo, con lo que eso supone.

La realidad es que la vía judicial del Gobierno de Rajoy ha cosechado un sonoro fracaso, puesto que ni ha impedido que haya algún tipo de votación, con lo que demuestra su incompetencia, y porque las cargas policiales facilitan el discurso independentista tanto dentro como fuera de España, eliminando los aspectos reaccionarios y xenófobos y poniendo el acento en la buena gente a la que se le prohíbe votar a golpes. Con el problema añadido de que el coste político lo paga la democracia española, dada la identificación del Gobierno del PP con el Estado español realizada torticeramente por los independentistas, con la colaboración de una parte de la izquierda que oscila entre ingenua y aprovechada. Todo esto perjudica gravemente la imagen de nuestro Estado democrático de derecho que si bien es mejorable no es comparable ni con el Estado franquista ni con otros Estados de la Unión Europea en plena deriva autoritaria, como el polaco o el húngaro y mucho menos con el de países de fuera de la Unión Europea, como el turco. En ese sentido, las comparaciones son odiosas y profundamente injustas.

En tercer lugar, ni el Gobierno, ni los partidos constitucionalistas tampoco han sabido desmontar el relato independentista no ya durante este último mes -lo que sí se ha hecho desde la sociedad civil y desde los medios de comunicación con la colaboración de algunos políticos ya retirados- sino durante los años anteriores. Esto llama poderosamente la atención, dado que el cúmulo de falsedades y de inexactitudes acumulado por el independentismo, además de su carácter profundamente reaccionario, es bastante impresionante y, por tanto, debería resultar tan sencillo de desmontar como las mentiras del Bréxit o las de Trump. El silencio resulta difícil de entender y quizás la única explicación sea -de nuevo- un cálculo político erróneo o electoralista sobre la conveniencia de mantener un perfil bajo frente al desafío independentista. Cierto es que la responsabilidad es compartida entre los dos grandes partidos que han tenido que contar con apoyo nacionalista para gobernar en Madrid, lo que les ha llevado a cerrar muchas veces los ojos ante realidades poco presentables como la progresiva ocupación de todas y cada una de las instituciones por los nacionalistas y la utilización de tácticas populistas de movilización social, empezando por la tradicional de la propaganda a través de los medios públicos. Quizás porque también ellos han encontrado muy interesante la ocupación y uso partidista de las instituciones durante muchos años.

Dicho lo anterior, y aunque estos días resulta un tanto difícil decirlo hay que mantener la calma y empezar a reconstruir los puentes, tarea siempre más difícil y más lenta que la de volarlos. Con serenidad, con generosidad, con empatía y con imaginación habrá que buscar soluciones y aprender de este fracaso colectivo. Fracaso político, pero también fracaso de la sociedad española que teniendo de sobra los recursos necesarios para superar esta crisis sólo ha dado un paso al frente en los últimos días ante la inminencia de una catástrofe anunciada. Han sido numerosos y acertados los análisis, reflexiones, artículos, manifiestos y convocatorias que hemos realizado estos días; pero reconozcamos que hemos tardado un poco en darnos cuenta de lo que se nos venía encima, con especial mención para los catalanes no independentistas. Todos hemos sido un poco como Mariano Rajoy; hemos preferido mirar para otro lado. Ahora ya no se puede.

Toca comenzar un nuevo ciclo aprendiendo de nuestros errores, como hacen las sociedades mayores de edad y poner las bases de un futuro mejor para todos. Conviene, además, que como los ciudadanos maduros en los que nos toca convertirnos no esperemos a que nuestros problemas nos los resuelvan desde arriba los mismos que nos han traído hasta aquí. Aportemos nuestro talento, experiencia, paciencia y sensatez para construir juntos un nuevo marco de convivencia que sin llegar a ser el ideal para nadie sea suficiente para todos. Ese es el enorme reto al que nos enfrentamos.

¿Huelga de trabajadores o huelga insurreccional?

La huelga es una eficaz arma de lucha social. Desde que se utilizara en 1839 en el Reino Unido por el Cartismo a partir de los postulados de WILLIAM BENBOW, se ha manifestado como un instrumento de presión muy importante para el movimiento obrero en su pugna por las conquistas sociales verificada a lo largo de los siglos XIX y XX. Desde su origen, el recurso a la huelga tenía por objeto presionar para conseguir arrancar del poder constituido determinadas pretensiones sociales y  políticas, como por ejemplo, la reivindicación del sufragio universal. Sin embargo, pronto se convirtió preferentemente en un recurso para obtener mejoras en las condiciones laborales y sociales del proletariado.

Pese a su inicial proscripción normativa, las huelgas basadas en motivos laborales o económicos fueron progresivamente aceptadas como instrumento de presión en el ámbito laboral, alcanzando de manera generalizada en el mundo occidental durante el siglo XX, el carácter de derecho de los trabajadores, tanto en el ámbito europeo (art. 6.4 Carta social Europea), como en el español (art. 28.2 CE) e incluso internacional, al ser una libertad reconocida por la OIT en diversos documentos desde la Resolución de 1957, sobre la abolición de la legislación antisindical.

Se trata, sin embargo, de un derecho peculiar pues su ejercicio causa, inevitablemente, perjuicios tanto a la contraparte –los empresarios- ya que “produce una perturbación mayor o menor, en la actividad empresarial a la que afecta”; como, potencialmente, ocasionar importantes perjuicios a los ciudadanos y a los usuarios de ciertos servicios públicos.

Por otra parte, la huelga -en particular la huelga general indefinida o de duración sostenida en el tiempo- también ha sido utilizada durante el inicio del convulso siglo pasado para intentar subvertir el orden establecido. El gran éxito de la violencia proletaria surgida de una huelga general lo constituye sin duda alguna la revolución soviética de 1917, que tuvo como punto de partida las huelgas generales de febrero de  ese año.

El fenómeno de la huelga general como instrumento revolucionario fue en un principio estudiada por el fundador del sindicalismo revolucionario, el francés George Sorel, en una serie de artículos recogidos en su obra “Reflexiones sobre la violencia”, y por Rosa de Luxemburgo en su artículo “Huelga de masas, partido y sindicato”, ambos inspirados en el desarrollo de la primera revolución rusa de 1905”.

Para Sorel la “Huelga General”, como huelga de masas, se constituye como el único medio capaz que poseen los trabajadores para imponerse por sí solos y derrocar a un régimen burgués. En este sentido Sorel admite y considera legítima la aparición de la violencia proletaria durante una “Huelga General” la cual siempre tendrá una finalidad política que es el derrocamiento del régimen burgués imperante por lo que nunca se podrá identificar “Huelga General” con los paros totales de duración predeterminada pues la “Huelga General”, en la concepción de Sorel, es una acción de guerra que solo puede concluir con la victoria, esto es, con la caída del régimen político existente.

En este sentido, es importante la distinción que realiza entre los conceptos de “fuerza” y “violencia”. Así, mientras la “fuerza” serían todos aquellos medios coactivos que posee un Estado constituido para controlar y someter a la sociedad a la legalidad burguesa, la “violencia” es el medio que los trabajadores pueden emplear para contrarrestar y enfrentarse a esa fuerza de los estados burgueses y derrotarla. El fin de la “violencia” proletaria es obtener la victoria sobre la “fuerza” del Estado con lo que esa “violencia” pasaría a constituirse en “fuerza” y a quedar legitimada por el nuevo derecho que de esa “fuerza” surgiría. Es importante destacar que no es preciso que la violencia sea desatada e incontrolada, pues aun en el caso de no manifestarse la “violencia” proletaria o de hacerlo de una forma mínima, Sorel sostiene que sirve de medio coactivo ya que las grandes concesiones realizadas por el capitalismo a la clase trabajadora siempre han sido logradas a causa del miedo de la burguesía a los actos de “violencia proletaria”.

De esta manera la mayor o menor coerción vendrá determinada por el tamaño de la masa. Cuanto mayor sea la masa aglutinada en una huelga general, menos necesaria será manifestar una auténtica violencia pues la coerción subyacente se encuentra implícita en la propia amenaza de la masa, en particular cuando adopta la forma de masa de acoso (ELIAS CANETTI, “Masa y Poder”).

Hoy en día, al menos en las democracias occidentales, ya no es necesario un despliegue de “violencia” equiparable al que era preciso en las huelgas generales de inicios del siglo XX, pues a diferencia de aquellos días, la represión susceptible de ser desplegada por la “fuerza” se encuentra sumamente limitada por la Ley, la cual protege los derechos fundamentales de las personas que integran la masa.  Así pues, cuanta menos capacidad de acción tenga la “fuerza” a la que se oponga, menos “violencia” es necesaria para conseguir el efecto de coerción deseado sobre la población o el Gobierno que se pretende derribar.

En este orden de cosas, se alcanza a entender la auténtica dimensión de la manipulación de la verdad realizada por los independentistas con ocasión del falso referendum del 1-O en Cataluña,  con la que los líderes sediciosos, al acusar de “violencia” a las fuerzas del orden público del Estado cuando tan solo realizaban un uso proporcionado de la “fuerza” frente a la agresiva pasividad de los que impedían llevar a cabo el mandato judicial, pretendían deslegitimar incluso en lo dialéctico la actuación del Estado al que se pretenden desplazar.

En una sociedad avanzada y libre como la europea actual, donde se ha demostrado que es factible alcanzar conquistas sociales y favorecer la evolución del modelos por los conductos previstos en el propio sistema, este tipo de actuaciones no tienen justificación alguna y suelen obedecer a intereses mucho más oscuros que las soflamas que aparentemente proclaman. Por ello, no todas la huelgas tienen por qué ser licitas pues como indicó en su día nuestro Tribunal Constitucional, en su STC 11/1981, “el reconocimiento del derecho de huelga no tiene por qué entrañar necesariamente el de todas las formas y modalidades, el de todas las posibles finalidades pretendidas y menos aún el de todas las clases de acción directa de los trabajadores”; pues “…ningún derecho constitucional, (…) es un derecho ilimitado. Como todos, el de huelga ha de tener los suyos, que derivan, como más arriba se dijo, no sólo de su posible conexión con otros derechos constitucionales, sino también con otros bienes constitucionalmente protegidos. Puede el legislador introducir limitaciones o condiciones de ejercicio del derecho siempre que con ello no rebase su contenido esencial.”

En el derecho español, Real Decreto-ley 17/1977, de 4 de marzo, sobre relaciones de trabajo, tras superar el filtro de constitucionalidad por la mencionada sentencia 11/1981, es el que regula su ejercicio. Según su artículo 1, son ilegales, las huelgas que se inicien o se sostengan por motivos políticos o con cualquier otra finalidad ajena al interés profesional de los trabajadores afectado; las de solidaridad o apoyo, salvo que afecten directamente al interés profesional de quienes la promuevan; y las que vayan en contra de un convenio colectivo vigente.

Pero, ¿cuándo puede calificarse una huelga como política a los efectos de determinar su ilegalidad?. La cuestión no resulta sencilla, pues las lindes entre lo social y lo político son difusas y la distinción jurídicamente resulta muy sutil. La OIT considera que se encuentran amparadas por este derecho las huelgas que tienen por objeto manifestar una protesta ante los efectos sociales o económicos de determinadas políticas o decisiones del gobierno, de manera que estas reivindicaciones también pueden englobar la búsqueda de soluciones de política económica y social, lo cual ha sido admitido en nuestro derecho por el Tribunal Constitucional (SSTC 36/1993),  pues como indicaba la mencionada sentencia “una huelga por la política social llevada a cabo por el Gobierno no es ajena a los intereses de los trabajadores”, refiriéndose a la huelga general del 14 de diciembre de 1988. Debemos partir pues de un concepto amplio de los motivos sociales que justificarían una huelga legal y entender como un concepto restrictivo el carácter político de la huelga a los efectos de determinar su ilicitud.

En la práctica, la relativa estabilidad política y social en la que ha vivido nuestra Nación durante los últimos 40 años, hace que exista nula jurisprudencia y escasa doctrina en los Tribunales Superiores de Justicia que haya interpretado este concepto para estimar el carácter ilegal de una convocatoria de huelga. Apenas unas pocas resoluciones.

Así, el TSJ de Andalucía en sentencia de 13 de febrero de 2007 considera ilegal una huelga convocada en el seno de una Administración municipal, “pues no se está ante una huelga de corta duración cuya finalidad es protestar contra decisiones de los poderes públicos que afectan directamente al interés profesional de los trabajadores, sino ante una verdadera injerencia en cuestiones propias del debate político que exceden del ámbito laboral y afectan al conjunto de la ciudadanía”. Y en posterior sentencia de 21 de diciembre de 2007, tomando como base los informes de la OIT en la materia, ese mismo Tribunal considera el derecho de huelga en nuestro ordenamiento jurídico no ampara la huelga insurreccional.

El TSJ de Navarra, en sendas sentencias de 22 de diciembre de 2006 y 27 de abril de 2009, considera que la interpretación jurisprudencial del artículo 11 del Real Decreto-Ley 17/1977, “limita la ilegalidad al supuesto de huelgas insurreccionales o subversivas, que pretenden alterar el régimen político existente, con lo que nos hallaríamos ante el delito de sedición tipificado en el art. 544 Código Penal (relativo al delito de sedición)”.

Atendiendo a lo anterior, podemos afirmar que el límite en nuestro derecho a la huelga política se encuentra en las denominadas huelgas insurreccionales, aquellas que pretendan subvertir el orden constitucional, o que supongan una injerencia en cuestiones propias del debate político que exceden del ámbito laboral y afectan al conjunto de la ciudadanía. También la duración de la misma puede tener incidencia en su calificación.

La determinación del carácter insurreccional o subversivo de una huelga, también constituye un concepto jurídico indeterminado al que durante las últimas décadas hemos estado poco acostumbrados a tener que hacer frente y, cuando así ha sido, la amenaza ha sido tan leve que el sistema judicial ha tendido a tratarlo con benevolencia, haciendo prevalecer derechos como la libertad de expresión, de manifestación, etc…, sobre consideraciones de orden público.

Por otra parte, no es infrecuente el recurso al fraude de ley, utilizando en la convocatoria alguna genérica reivindicación de contenido social como cobertura para lo que no es sino una huelga meramente política. Un ejemplo de ello, podemos verlo en la convocatoria realizada por la CGT de la huelga general en Cataluña del pasado 3 de octubre que tenía por objeto:

“1. Detener la suspensión general de derechos civiles experimentada estos últimos días (con registros, cierre de páginas web, violación de la correspondencia, prohibición de actos colectivos, etc…), unos derechos que las últimas reformas del código penal y la “ley mordaza” ya habían dejado muy dañados. Este recorte de derechos erosiona la capacidad de defensa de la clase trabajadora en todos los ámbitos y, específicamente, en el laboral.

2. Rechazar la presencia de cuerpos policiales y militares en muchos puestos de trabajo, como hemos estado sufriendo, imprentas, escuelas, empresas de mensajería, etc., las últimas semanas.

3. Derogar las reformas laborales de los años 2010 y 2012.”

En realidad, como ha quedado comprobado por los hechos, lo que se pretendía era manifestar un rechazo por el orden constitucional de 1978, reclamar la proclamación de la independencia catalana y la “salida de las fuerzas de ocupación” y acosar a los partidos políticos que no sostienen su posición.

Es por ello que, ante este nuevo fenómeno, para su mejor calificación jurídica como huelga legal o ilegal, debamos atenernos al contexto en el que son convocadas, los objetivos últimos perseguidos por las organizaciones convocantes, las circunstancias en las que se comienzan a desarrollar y los precedentes de otras convocatorias realizadas por las organizaciones convocantes.

Lo hechos constatados el pasado 3 de octubre en Barcelona y otras capitales catalanas adveran que el espíritu que subyacía en la huelga convocada por la CGT y otros sindicatos, no era una motivación profesional o laboral incluso entendida en su sentido más amplio, sino que subyacía un ánimo subversivo e insurrecto en el que se pretende negar al Estado español su autoridad en el territorio de esa Comunidad Autónoma, pretendiendo provocar perversas dinámicas de acción/reacción que se retroalimenten y multipliquen el propio carácter insurrecto y sedicioso que las anima.

Dichas actuaciones en absoluto pueden quedar protegidas por el derecho constitucional al ejercicio de la huelga consagrado en el artículo 28.2 de la Constitución que pretenden combatir. Salen fuera del ámbito laboral que la regula y, sin duda, incurren en los diversos tipos penales que están contenidos en los Títulos XXI y XXII del Código penal.

 

El Decreto-ley 15/2017 de 6 de octubre para facilitar el cambio de domicilio social a las empresas

El artículo 285 de la Ley de Sociedades de Capital, en su texto refundido de 2 de julio de 2010, decía esto en relación a cómo cambiar el domicilio de las sociedades:

Artículo 285. Competencia orgánica.

  1. Cualquier modificación de los estatutos será competencia de la junta general.
  2. Por excepción a lo establecido en el apartado anterior, salvo disposición contraria de los estatutos, el órgano de administración será competente para cambiar el domicilio social dentro del mismo término municipal.

Cambiar el domicilio, pero mantenerlo en la misma ciudad, lo podía hacer el órgano de administración, salvo que se hubiera previsto estatutariamente otra cosa. De modo que un simple administrador único, por ejemplo, podría, si lo estima conveniente, alterar la sede cambiándola de una calle a otra calle.  En cambio, sacar esa sede social de la ciudad en la que está era competencia reservada e indelegable de la junta general.

Este reparto de competencias era el tradicional en la legislación española, porque la ley de Sociedades Anónimas de 1989 ya lo preveía así, también en su artículo 285.

En 2015 se produce un pequeño cambio de redacción, en apariencia inocuo, casi como de pasada, en la disposición final 1.1 de la Ley 9/2015, de 25 de mayo. Esta ley lo que hacía era adoptar medidas urgentes en materia concursal, que no tiene que ver con esta cuestión, pero en esa disposición final primera altera el artículo 285 que queda redactado así:

 

Artículo 285. Competencia orgánica.

  1. Cualquier modificación de los estatutos será competencia de la junta general.
  2. Por excepción a lo establecido en el apartado anterior, salvo disposición contraria de los estatutos, el órgano de administración será competente para cambiar el domicilio social dentro del territorio nacional.

 

Se cambiaba simplemente la expresión “dentro del mismo término municipal” por “dentro de territorio nacional”, y ni siquiera se hacía mención del cambio en el preámbulo de la ley, pero tiene mucho más calado del que parece. En artículos de la época como éste, se preguntaban cuál había sido el motivo para este cambio legislativo, y sospechaban que, a falta de explicaciones claras, debía andar una sociedad cotizada por detrás.

El motivo más probable en mi opinión, no es jurídico sino netamente político y , cómo no, relacionado con el tema del separatismo catalán: en el año 2014 se produjo el 9-N en Cataluña, el primer intento de referéndum para la secesión. Y el Gobierno español, a instancia propia o de empresas importantes que veían un claro peligro en toda la deriva política que se estaba produciendo, abrió la puerta a un cambio express de sede social de una ciudad a otra, sin pasar por el fielato de una junta general.

Ha sido por medio de este sistema simplificado por el que empresas importantísimas como Banco Sabadell o Gas Natural, por un mero acuerdo del Consejo de Administración, han cambiado sus sedes a Alicante y Madrid, respectivamente.  Pero no solamente esas, sino muchísimas otras: la biotecnológica Oryzon, Banco Mediolanum, Service Point, Arquia Banca, Criteria, el holding de la Caixa… y multitud de empresas no conocidas por el gran público. Las cifras reales se sabrán en semanas a través de los registro mercantiles, pero tienen todo el aspecto de ser enormes, según me comentan muchas notarías situadas en Cataluña.

Estas empresas tratan de protegerse en la medida de lo posible del tsunami que representa el proceso separatista, pero sus decisiones tienen un evidente y muy importante efecto político. Y resulta fácil de suponer que hubieran sido mucho más difíciles –y, en algunos casos, imposibles- si hubieran tenido que decidir el cambio en una junta general. Las presiones del poder político de la Generalitat y sus terminales sociales y de los medios de comunicación a su servicio durante todos los días previos a la junta, que requiere de una convocatoria y unos plazos legales;  y las más que probables presiones en la calle en forma de escraches, manifestaciones, amenazas y acciones similares antes y durante la junta, hubieran complicado enormemente la adopción del acuerdo.

El Gobierno español aprobó ayer por Decreto Ley 15/2017  una nueva modificación del artículo 285, que ha entrado en vigor hoy mismo, ya publicada en el BOE. Ahora el párrafo 2 del artículo 285 dice:

«2. Por excepción a lo establecido en el apartado anterior el órgano de administración será competente para cambiar el domicilio social dentro del territorio nacional, salvo disposición contraria de los estatutos. Se considerará que hay disposición contraria de los estatutos solo cuando los mismos establezcan expresamente que el órgano de administración no ostenta esta competencia.»

En definitiva, a partir de hoy, y salvo que los estatutos digan claramente lo contrario, el órgano de administración puede cambiar el domicilio a cualquier lugar de España.

Se añade una disposición transitoria que dice:

A los efectos previstos en el artículo 285.2 del texto refundido de la Ley de Sociedades de Capital, en la redacción dada por este real decreto-ley, se entenderá que hay disposición contraria de los estatutos solo cuando con posterioridad a la entrada en vigor de este real decreto-ley se hubiera aprobado una modificación estatutaria que expresamente declare que el órgano de administración no ostenta la competencia para cambiar el domicilio social dentro del territorio nacional.

La expresión clave de esta disposición es “cuando con posterioridad a la entrada en vigor de este real decreto-ley”. Lo que viene a decir es: a partir de hoy, y digan lo que digan los estatutos, sea cual sea su redacción, la competencia para trasladar el domicilio social a cualquier parte de España es del órgano de administración. Si una sociedad quiere que esa competencia sea de la junta general, tendrá que acordar en el futuro una modificación estatutaria expresa en tal sentido.

Esta doble modificación normativa del real decreto-ley está claro que no era necesaria para todas las empresas que anteriormente al día de hoy han cambiado su domicilio social de una ciudad a otra. Pero Caixabank tiene unos estatutos que no le permitían hacer ese cambio.  Con la nueva redacción del artículo 285.2 y la disposición transitoria, mucho más pro-órgano de administración, ha sido posible: ayer, aprobó su traslado a Valencia, pendiente precisamente de la publicación en el BOE del Decreto-Ley.  Por cierto, que según me comentan fuentes generalmente bien informadas, Rajoy, en su línea de no hacer nada, no era partidario de aprobar el cambio normativo. Y ha tenido que ser Luis de Guindos el que lo impulsara. No sé si es verdad, pero verosímil lo es, sin duda alguna.

Las empresas que han decidido trasladarse fuera de Cataluña podrán después decidir con la misma facilidad su regreso, aunque los antecedentes similares no van por ese camino. En Canadá, los bancos que se fueron de Quebec durante la época de máxima tensión independentista, no volvieron.

 

La sentencia del TJUE sobre los préstamos multidivisa: quedan muchas dudas.

La sentencia del TJUE de 20 de septiembre de 2017 (aquí) es el último episodio de nuestro baquetedo mercado hipotecario. Algunos la han celebrado como un nuevo varapalo a los Bancos, pero a mi juicio aclara más bien poco, por lo que lo importante será lo que diga nuestro  Tribunal Supremo en su esperada y al parecer inminente sentencia sobre estos préstamos -pero que tendrá que tener en cuenta esta que a continuación examinamos-.

La primera cuestión que se plantea el TJUE es si la cláusula multidivisa forma parte del objeto principal del contrato, pues en ese caso no puede ser objeto de examen de abusividad (art. 4.2 de la Directiva 13/93). La conclusión es que sí forma parte del objeto principal, dado que esta cláusula regula una prestación esencial que caracteriza dicho contrato. Por consiguiente, esta cláusula no puede considerarse abusiva, siempre que esté redactada de forma clara y comprensible” . Esta conclusión parece que se impone a los Tribunales nacionales, pues el TJUE dice (nº 34) que lo que forma parte del objeto principal del contrato ha de ser de ser objeto de interpretación estricta, pero también “autónoma y uniforme”.

Pero esto no implica que no pueda ser objeto del examen de transparencia, que es la segunda cuestión que se plantea. El tribunal rumano pregunta en concreto:

  • Si la cláusula, aparte de regular el funcionamiento básico (la entrega del préstamo en divisa y su devolución en la misma) debe establecer todas las consecuencias que puede tener para el consumidor, como el riesgo de tipo de cambio.
  • Si la obligación de la entidad bancaria de informar al prestatario en el momento de conceder el crédito se refiere solo a los intereses, comisiones y garantías o también a la posibilidad de apreciación o de depreciación de una moneda extranjera.

El TJUE reitera la doctrina expuesta en los casos RWE VERTRIEB, Kasler Kaslerne y Bucura: la transparencia ha de exigirse también en lo referente al objeto principal del contrato (art. 4.2 Directiva) y ha de interpretarse de manera extensiva. Esto supone, primero, que no se refiere solo a la comprensibilidad gramatical sino  también a sus consecuencias económicas, de manera que le permitan evaluar el coste de la operación (nº 47); y segundo, que el contratante debe disponer de la información que le permita hacer esa evaluación antes de la celebración del contrato (nº 48).

El tribunal no responde a la primera pregunta que se refiere al contenido de la cláusula. En el nº 51 de la sentencia dice:  “la exigencia de que una cláusula contractual debe redactarse de manera clara y comprensible supone que, en el caso de los contratos de crédito, las instituciones financieras deben facilitar a los prestatarios la información suficiente para que éstos puedan tomar decisiones fundadas y prudentes.” Como vemos, responde a la cuestión de la redacción de la cláusula pasando al segundo tema, que es el de la información precontractual.

En cuanto a esta, señala que debe permitir al consumidor no solo “conocer la posibilidad de apreciación o de depreciación de la divisa extranjera … sino también valorar las consecuencias económicas, potencialmente significativas, de dicha cláusula sobre sus obligaciones financieras.” Y termina remitiendo este examen a los tribunales nacionales.

La tercera cuestión planteada era si la apreciación de la abusividad debe realizarse en relación con el momento de la celebración del contrato o teniendo en cuenta la situación producida posteriormente. Como es lógico opta por lo primero, pero teniendo en cuenta el conjunto de circunstancias que el profesional podía conocer en ese momento.

En resumen, la Sentencia deja claro que la obligación de repago en divisa forma parte del objeto principal, pero que aún así puede ser objeto de control de transparencia formal y material.

Lo que no está nada claro es como determinar si existe transparencia en estos casos. La sentencia no exige que la cláusula en sí deba hacer referencia a todas sus posibles consecuencias económicas sino que remite el problema a la información que debe proporcionarse antes de celebrar el contrato. Parece que en principio el contrato cumpliría incluyendo con claridad la necesidad de devolver el préstamo en la moneda en que se otorga. Hay que tener en cuenta que además ya la Orden de 5/5/94 exigía al notario la advertencia especial sobre el riesgo del tipo de cambio y que la Ley 1/ 2013 exige la expresión manuscrita por parte del prestatario.

Pero esta validez prima facie de la cláusula no garantiza la transparencia, que dependerá si del conjunto de circunstancias del caso concreto se puede concluir que el consumidor conoce la cláusula y sus efectos. En particular el TJUE exige que conozca no solo que puede variar el tipo de cambio sino también “sus consecuencias potencialmente significativas sobre sus obligaciones”. Pero ¿En qué consiste conocer esas consecuencias? Podríamos entender -en la línea de la STS de 9 de marzo de 2013- que se piensa en que el Banco haya proporcionado simulaciones de escenarios diversos relacionados con el comportamiento razonablemente previsible” de los tipos de cambio y los intereses. No creo que esto sea así: primero porque lo “razonablemente previsible” en un plazo de 30 años respecto de distintas monedas y tipos variables aplicables a las mismas es prácticamente cualquier cosa; y segundo, porque si soy consciente que el tipo de cambio puede variar, puedo concluir sin una preparación especial cuales son sus consecuencias: si el franco suizo sube un 10%, deberé un 10 % más, y eso me va a subir la cuota un 10% (y lo mismo con un 20, o un 50%…)

El propio TS, en sentencia de 9 de marzo de 2017 -también relativa a la cláusula suelo- ha abandonado esa exigencia  de información exhaustiva. Dice que en el caso de cláusulas que afecten al objeto principal “el control de transparencia a la postre supone la valoración de cómo una cláusula contractual ha podido afectar al precio y a su relación con la contraprestación de una manera que pase inadvertida al consumidor en el momento de prestar su consentimiento”. Como vemos el acento no se pone ya en mostrar todos los posibles riesgos económicos sino sobre la sorpresividad de la propia cláusula o de su efecto; o como dice Alfaro, en que lo contratado no responda a las expectativas razonables en ese tipo de contrato. Una cláusula sobre la prestación esencial no será transparente cuando pueda pasar desapercibida su existencia o su efecto sobre el precio.

Esto habrá de determinarse caso por caso. Por una parte, parece que en general los préstamos multidivisa se han comercializado bajo ese nombre y además iban asociados a un interés, -el Libor de la divisa- que era más bajo que el Euribor. Pero por otra, no parecen préstamos adecuados para una compra ordinaria de vivienda. Ninguna consumidor razonable contrae la deuda más importante de su vida en una moneda en la que no tiene activos ni cobra ingresos, y ningún Banco responsable debería ofrecérselo. La STS de 30 de junio de 2015 consideró que estos préstamos constituían una oferta de productos financieros derivados y que debían estar sometidos a las reglas de estos (MIFID). Aunque esta interpretación ha sido rechazada por la STJUE 3 de diciembre de 2015, a mi juicio acierta al apuntar que la cuestión de la comprensión material está relacionada con el perfil del cliente.

En consecuencia, para determinar si existía la adecuada transparencia los tribunales tendrán que tener en cuenta en caso una multitud de factores y particularmente:

  • La publicidad: no es lo mismo anunciar un préstamo al 0,5% en grande y poner que es en divisa en pequeño que no realizar ninguna publicidad del producto.
  • La negociación individualizada: habrá que ver si fue el prestatario el que solicitó este tipo de préstamo o si el Banco lo ofrecía de manera general  a todo tipo de clientes.
  • La información que se ofreció al cliente concreto, y en particular las advertencias sobre el riesgo de tipo de cambio en la documentación entregada.
  • El perfil del cliente: si era alguien que tenía ingresos o patrimonio en divisas, evidentemente no se plantea ninguna duda de la plena validez del préstamo. Si tenía conocimientos profundos del mundo financiero parece que su comprensión sustancial también ha de presumirse. A mi juicio también es muy relevante el nivel económico del prestatario: una persona con ingresos o patrimonio importantes puede razonablemente “jugar” con el tipo de cambio porque no afectará a su capacidad de repago. Pero si el cliente no tiene un patrimonio significativo y dedica una parte importante de sus ingresos al pago de la hipoteca, es un indicio de que no entendió el riesgo de la operación (y aunque lo entendiera el Banco no debía haberla concedido).
  • La redacción de la cláusula y el resto del contrato: especialmente si permitía el cambio a euro en cualquier momento parece menos justificado reclamar, pues al ver subir su cuota el prestatario debía haber advertido el problema y solicitado el cambio.

La sentencia tampoco aclara cual es el efecto de la falta de transparencia, cuestión muy discutida en la doctrina (aquí). El examen de la tercera cuestión parece indicar que si no es transparente hay que examinar si es abusiva, y en ese caso procedería aplicar la nulidad total – en contra del parecer del informe del Abogado General-. A mi juicio la posición acertada (Alfaro, Perez Benitez y Pantaleón) es que la falta de transparencia vicia el contrato y no procede hacer este análisis de abusividad: el efecto ha de ser el de la aplicación de las normas de los vicios del consentimiento, en la línea de algunas sentencias comentadas por Alfaro aquí.

En cualquier caso, este es un filón más para las “máquinas de demandar” en que se han convertido determinados despachos, con grave perjuicio de nuestro sistema judicial. Hace poco les decía yo a unos señores que iban a demandar al Banco por un préstamo en francos suizos que eran instrumentos de alto riesgo que a mi juicio no se debían comercializar a particulares. Me dijeron que sí, pero que claro, el que habían tenido en yenes en los 90 “nos había ido tan bien”… De cara al futuro quizás habría que pensar en prohibir este tipo de préstamos para adquisición de vivienda salvo que se acredite la percepción de ingresos en esa divisa. El que quiera jugar, que se vaya al FOREX –o al casino- y deje a nuestros Tribunales en paz.