El derecho a decidir y las comarcas. O por qué en Quebec los independentistas no quieren un referéndum

A la vista del referéndum que las fuerzas independentistas quieren convocar en Cataluña en octubre, son significativas las diferencias entre los argumentos a favor y en contra del mismo. Los primeros parecen más atractivos de entrada. Frente a la razón, más fría y técnica, del necesario respeto a la Ley, los partidarios de la secesión y sus acompañantes habituales en la izquierda aducen otros de sangre más caliente y con mayor carga sentimental: el valor de la voluntad popular, la tolerancia respecto al deseo de construir una nueva nación a partir de un cierto sustrato diferencial, o la idea de la liberación de un poder opresor que impediría por la fuerza la realización de esos legítimos anhelos.

El marco legal actual tiene unos límites claros pero, al margen de los mismos, es preciso no rehuir ese debate. Y para ello los unionistas han de armarse dialécticamente mejor, máxime en un ambiente recalentado por la propaganda y las emociones. Y en este ámbito echo en falta argumentos que cuestionen el “argumento bandera” nacionalista del debido respeto a la voluntad de los catalanes, el presunto y manido “derecho a decidir”.

Los secesionistas utilizan a menudo el ejemplo del Canadá como modelo de lo que un país avanzado ha de hacer con los anhelos separatistas de una parte de su territorio, en su caso la provincia de Quebec, y su encauzamiento a través de posibles consultas plebiscitarias. Pero un mejor análisis de esa concreta situación nos permite comprobar cómo precisamente ese tratamiento ha conseguido, sorprendentemente, unos frutos muy diferentes a los deseados por los nacionalistas. Hasta el punto que éstos, batiéndose en retirada, ya no quieren celebrar hoy allí un referéndum. Ese ejemplo, por lo tanto, más que suponer un respaldo al secesionismo, puede dotar de nuevas armas dialécticas a unos unionistas necesitados de ellas.

Quebec es una provincia de clara mayoría francófona que arrastraba sentimientos de agravio histórico hacia el resto del país, de mayoría anglófona. Cuando los nacionalistas accedieron al Gobierno autónomo su aspiración máxima fue lograr la separación de Canadá a través de un referéndum. Y consiguieron al respecto promover hasta dos consultas de autodeterminación, en 1980 y en 1995. La última de ellas perdida sólo por un muy escueto margen. Dada la evolución de la opinión, parecía que sólo era cuestión de tiempo un nuevo referéndum, esta vez ganado. Pero entonces una nueva circunstancia cambió radicalmente este rumbo: la promulgación de la llamada Ley Federal de Claridad, que regula las bases de la secesión.

Un vistazo a la Historia nos permite entender mejor esta situación, insólita en otros muchos países. Canadá se constituye en 1867, con la denominación entonces de “Dominio del Canadá”, como una confederación de provincias que habían sido hasta entonces colonias británicas. Ni siquiera comprendía originariamente su extensión actual, pues provincias como Columbia Británica o Alberta se incorporaron posteriormente, pactando incluso para ello condiciones especiales. Sometido el Dominio a la autoridad de la Corona británica (vinculación que hoy simbólicamente se mantiene, con la Reina de Inglaterra como Jefe del Estado), el Gobierno federal fue ganando progresivamente un mayor poder e independencia. Ese origen puede explicar que, partiéndose de una unión voluntaria de Provincias, no existan impedimentos constitucionales insuperables para su separación, como ocurre en la inmensa mayoría del resto de los países. Pero esta posibilidad debía ser regulada para que se hiciera, en su caso, de forma ordenada y justa, evitándose el unilateralismo con que hasta entonces habían actuado las autoridades provinciales nacionalistas en Quebec. Esa necesidad es la que llevó a la promulgación de la Ley de Claridad.

El análisis de esa ley está en este post (aquí) de 2012 que, tal vez desafortunadamente, no ha perdido demasiada actualidad. La misma establece los pasos necesarios para lograr ese objetivo de la secesión, referéndum incluido, y sus condiciones que, muy sintéticamente, podemos reducir a tres. Ninguna de las cuales, por cierto, es cumplida en el proceso que impulsan hoy los secesionistas catalanes, por más que sigan queriéndose apoyar en ese precedente.

-El primer requisito es que el proceso comenzaría con una pregunta clara e indubitada en un referéndum sobre el deseo de secesión (y de ahí el nombre de “Ley de Claridad” como se conoce a la norma). Y que el mismo deba ganarse con unos requisitos especiales de participación, pues no se considera razonable que un cambio tan trascendental y de efectos tan generales sea decidido en definitiva por un sector minoritario de la población, como pretenden los impulsores del referéndum catalán y como ocurrió también con el aprobatorio de la última reforma estatutaria que tantos problemas ocasionó.

-El segundo requisito es que ese referéndum ganado sería un mero comienzo, y no un final del proceso de separación. Allí no pierden de vista que ese camino requeriría complejas negociaciones para resolver de forma amistosa todos los enormemente arduos problemas que una secesión trae consigo. Mucho mayores, por ejemplo, que los que ha de resolver el Reino Unido para salir de la Unión Europea, donde aun así se considera asfixiante el plazo legal de dos años para concluir un acuerdo.

-El tercero es que la cesión no ha de darse necesariamente sobre toda la provincia canadiense en la extensión territorial que hoy tiene. En este requisito quiero insistir hoy, pues en gran parte explica el citado y sorprendente giro de los secesionistas.

Conforme a la citada Ley, y como parte de esa negociación, si existen en la provincia consultada ciudades y territorios en los que la proporción de unionistas sea sustancial y claramente mayoritaria, aquélla, para separarse, debe aceptar desprenderse de ellos para que puedan (por ejemplo, formando para ello una nueva provincia) seguir siendo parte de Canadá. Esto parece que tiene una buena justificación. De la misma manera que Canadá adopta una postura abierta respecto a la potencial salida de territorios con una sustancial mayoría de habitantes que no desean seguir siendo canadienses, la Provincia también debe aceptar desprenderse de porciones de la misma por la razón, en este caso simétrica e idéntica, de que una mayoría sustancial de su población sí desee seguir siendo canadiense.

Esto último resulta difícil de aceptar para cualquier nacionalista, que tiende siempre a querer absorber territorios que considera irredentos más que a estar dispuesto a desprenderse de otros sobre los que domine. Si consideramos encuestas y comportamientos electorales recurrentes, la renuncia a Barcelona, a su zona metroplolitana, a buena parte de la costa, además del Valle de Arán y probablemente otras comarcas, para respetar la voluntad claramente mayoritaria de sus habitantes de querer seguir siendo parte de España y de la Unión Europea puede producir un efecto paralizante del impulso hoy desbocado del nacionalismo a la secesión. Como ha ocurrido en Quebec, donde los nacionalistas no están de ninguna manera dispuestos a renunciar a Montreal y a otras zonas trascendentales por su riqueza, cultura y valor simbólico para constituirse como un país más rural, atrasado y reducido de lo que hoy son.

Ahí es, por tanto, donde el argumento del pretendido “derecho a decidir” hace aguas. Porque si un nacionalista no reconoce que los habitantes del resto de España puedan tener influencia en su configuración territorial, tampoco hay que reconocerles a ellos el apriorismo de que sólo lo que decidan el conjunto de los catalanes ha de tener legitimidad.

Lo que subyace en todo ello es que, por mucho que el nacionalismo quiera vender su proceso de secesión como un camino de sonrisas hacia la felicidad, lo cierto es que la Historia nos enseña que cualquier disgregación ha dado lugar a serios problemas, grandes crisis económicas, desplazamientos de población e importantes sufrimientos personales. Y que todo ello no podría evitarse en Cataluña cuando un importante sector de la población (al menos aproximadamente la mitad) desea seguir siendo española.

En el debate es preciso introducir ya este factor. España debe en todo caso empezar a amparar a sus ciudadanos que, en Cataluña, desean seguir siendo españoles y están hartos de sentirse rehenes abandonados al nacionalismo. Y no perderse jugando sólo en su terreno de juego. En este sentido las últimas propuestas de los socialistas de Sánchez e Iceta de promover reformas constitucionales para atribuir aún más poder a unas autoridades regionales que tan mal lo han usado, para garantizar privilegios y hegemonías, para desactivar cualquier mecanismo de control y de protección de la legalidad, y para acentuar la simbólica desaparición de todo vestigio del Estado en Cataluña, resultan, no ya inútiles para frenar a un secesionismo al que las cesiones nunca han apaciguado, sino manifiestamente contraproducentes.

No es eso lo que sirve, ni tampoco el inmovilismo de un Rajoy convencido de que el problema se solucionará dejando que se pudra. En el corto plazo los mecanismos de restablecimiento de la legalidad pueden evitar, tal vez, la celebración del referéndum unilateral. Pero es preciso abordar ya el problema del día después y despojarse para ello de prejuicios y de dogmas. Como han conseguido hacer los canadienses. Dejemos a los nacionalistas, catalanes o españoles, la defensa conceptual de indisolubles unidades territoriales de sus respectivas patrias. Nosotros, los que no lo somos, podemos ir un poco más allá, actuar con inteligencia, promover  con aquélla inspiración unos mejores incentivos y garantizar así una unión y una integración que a todos nos favorece.

Digitalización y futuro: sobre el salario universal y los impuestos a los robots

Uno de los aspectos fascinantes de la revolución industrial se produce cuando la nueva burguesía propietaria de las fábricas entiende que el gran éxito para sus negocios vendría no de que todas las mayores fortunas del mundo comprasen los nuevos tejidos, o los nuevos coches, que eran capaces de producir las renovadas fábricas, sino en que fuesen los obreros de esas mismas fábricas los que pudiesen comprar los nuevos productos.

Como describe Niall Ferguson, en su libro Civilización, hoy nos puede parecer que la sociedad de consumo ha existido siempre, pero lo cierto es que es una innovación reciente, y uno de los elementos que resultaron claves para que la civilización occidental se adelantase al resto de civilizaciones del mundo.

La sociedad de consumo revela el equilibrio, siempre inestable, que existe en los sistemas económicos basados en el capitalismo, donde la búsqueda de eficiencias en los procesos productivos presionan para reducir los costes salariales, al tiempo que son las personas que cobran esos salarios, las que deben convertirse también en los clientes que adquieren esos productos, para lo que requieren unos salarios adecuados.

Expresado en otros términos, el crecimiento de la riqueza que se ha producido en el mundo,  de forma intensa y continuada tras la revolución industrial, y en particular tras el proceso de globalización, si no se traduce en una mejora del bienestar de todos los ciudadanos e incentiva las desigualdades, provoca inestabilidad y contestación social.

Si algo hemos aprendido en estos últimos años, es que las personas que sienten que están siendo marginadas por el modelo económico, no tienen mucha intención de quedarse calladas. El voto a Trump en Estados Unidos, el voto al Brexit en Reino Unido, o el ascenso de los partidos populistas en toda Europa no es sino una expresión del desánimo sobre el futuro. No podemos olvidar que estos acontecimientos se producen en un entorno de gran generación de riqueza agregada. EEUU tiene hoy una renta per cápita media 10 veces mayor que la que tenía en 1960. El PIB per cápita español se ha multiplicado por más de 100 desde la década de los 60. Nunca el mundo ha sido más rico.

Europa durante muchos años pareció encontrar el modelo perfecto, con un sistema capitalista, equilibrado por un estado del bienestar diseñado para no dejar a nadie atrás, y ofrecer a toda la sociedad los beneficios de la riqueza generada por  la economía liberal. Pero hoy ese modelo también afronta una crisis severa.

El gran “chivo expiatorio” de todos los males del mundo en los últimos años, la globalización, está dando paso a un proceso que tiene la capacidad de ser aún más disruptivo: la digitalización. Si la globalización destruyó puestos de trabajo en las sociedades más industrializadas de Estados Unidos y Europa para crearlos en los países emergentes, la digitalización embarcaría a estas sociedades en un proceso de automatización que podría acelerar la destrucción de empleo.

En los últimos meses el debate sobre el impacto de la digitalización ha empezado a asomarse a la agenda política. No la española, siempre ocupada en otros temas tan apasionantes como la secesión catalana, pero si la Europea, y la mundial. Es sintomático que si el Foro de Davos en el año 2016 analizaba en tono optimista el nuevo contexto económico global, en el año 2017, la cuarta revolución industrial y sus implicaciones centraban el debate, con un análisis de los grandes desafíos económicos y sociales que plantea.

El debate en estos momentos de incertidumbre se debe parecer mucho al que se vivió en los inicios de la revolución industrial. Algunos economistas e intelectuales se apuntan a una visión neo-ludita, donde el proceso de automatización impulsado por la digitalización desencadenaría un desempleo masivo, y un empobrecimiento de la mayoría de los ciudadanos, otros vislumbran un futuro en que máquinas y hombres coexistan en un futuro mejor que el actual.

Y lo cierto es que cualquiera de esas dos hipótesis puede ser cierta. Realmente, podríamos afirmar que la digitalización es un proceso que tiene la capacidad de incrementar la generación de riqueza, mejorar la productividad y dar un gran impulso a la calidad de vida. Pero es un proceso que pone en cuestión todo el orden económico y social construido tras la revolución industrial, y muy en particular tras la segunda guerra mundial. Lo que queramos que sea el nuevo orden derivado de la digitalización es algo que se está definiendo ahora.

Manuel Muñiz define con acierto la nueva situación, en un artículo sobre el colapso del orden liberal. El gran desafío que produce la digitalización es que se pueden generar incrementos de productividad, que no se van a traducir en incrementos de rentas salariales. La utilización de la tecnología permite aumentar la productividad sin generar empleo o remunerar mejor el que ya existía.  El trabajo, por encima de cualquier otro mecanismo social ha sido el elemento que en todos los países desarrollados ha garantizado la redistribución de la riqueza. Si este mecanismo deja de funcionar, si se genera riqueza, pero esta no se traduce en más trabajo y mejores salarios, todo el orden liberal entrará en crisis, y podemos esperar que derive desánimo y se abra paso la revolución populista.

Esta situación exige entender que estamos ante algo más que la necesidad de aplicar algunos mínimos ajustes al modelo económico y social actual.  El nuevo orden va a requerir repensarlo todo.

Quizás sea más sencillo entenderlo, al ver cuestionada la arquitectura fiscal que sostiene el estado del bienestar en los países desarrollados: el impuestos sobre beneficios  en la era digital se convierte en un impuesto que acaban pagando las empresas más por responsabilidad social, que por exigencia fiscal. El beneficio es un concepto que si ya era “difícil” en la economía tradicional, en la economía digital se convierte en un concepto etéreo fácil de trasladar a aquel país con una menor presión fiscal. Los esfuerzos de los países desarrollados a través de iniciativas como la acción BEPS de la OCDE, muestran la extraordinaria dificultad de hacer efectivo este impuesto en un mundo globalizado y digital.  Las dudas sobre el futuro del mercado del trabajo cuestionan también el futuro del impuesto sobre las rentas del trabajo, lo que socava los pilares de la fiscalidad en la mayoría de los países.

En este escenario, no es de extrañar que se hayan abierto muchos debates sobre diferentes aspectos que se verán impactados por el proceso de digitalización. Muy en particular sobre el futuro del trabajo. Ideas como la necesidad de que los robots paguen impuestos impulsado por el parlamento europeo, y apoyado por personas como Bill Gates, y cuestionado por muchos otros economistas,  es un magnífico ejemplo de los interrogantes que se están planteando.

El otro concepto que ha centrado las discusiones en los últimos meses ha sido el del salario universal. Este era un debate que tradicionalmente se había afrontado en un eje derecha-izquierda donde la izquierda lo ha defendido como un modo de garantizar una mínima calidad de vida a todas las personas, y la derecha lo veía como un modelo ineficiente, que debía superarse asegurando a todas las personas el acceso a un trabajo. El experimento de Finlandia sobre la renta básica universal abría los ojos a una perspectiva diferente. El debate sobre la renta básica ya no se desarrollaba en el tradicional eje derecha-izquierda, sino en la reflexión sobre como sumarse al imparable proceso de digitalización, aprovechando todas sus ventajas, pero sin dejar a nadie atrás.

Este es un debate que definirá el futuro de nuestra sociedad. No es un solo un debate económico sino en gran medida social. Preferiría la gente recibir una renta y no trabajar, o, como afirman otras doctrinas, entre ellas las de la Iglesia Católica, el trabajo dignifica, y por tanto la solución siempre debería ir encaminada a garantizar un trabajo y no una renta. Si alguien piensa que España es ajena a este debate, quizás viendo algunas convocatorias de empleo público, podría pensarse que nuestros gobiernos hace tiempo decidieron que el trabajo dignifica, y que la administración es un buen mecanismo para paliar la escasez de trabajo con un sueldo digno. Este debate merecerá otro post con un análisis más detallado.

Lo que esta situación pone de manifiesto es que muchos economistas parecen querer aplicar reglas del siglo XX a problemas del siglo XXI, y quizás lo que estos nuevos retos necesitan es una nueva generación de economistas y sociólogos, que afronten estos nuevos retos sin los prejuicios del debate económico en el eje derecha-izquierda que ha marcado el siglo XX.

La sociología, la economía política, la ciencia política, gran parte del Derecho político y constitucional y por supuesto las democracias liberales fueron en gran medida fruto de la revolución industrial. Todos ellos se mostraron como conceptos y ciencias necesarias para entender, estudiar y explicar lo que estaba pasando. Quizás la actual élite económica mundial debería dejar pasar a una nueva generación capaz de entender mejor una situación que poco se parece a las vividas en el pasado. De la capacidad de superar los prejuicios heredados del siglo XX dependerá la capacidad de diseñar un futuro acorde a las posibilidades que ofrece el proceso de digitalización.

 

 

 

 

La Directiva 2014/17 y la reforma del crédito hipotecario.

Como parece ser costumbre, España ha incumplido el plazo de adaptación de la Directiva 2014/17 y parece que el Anteproyecto que pretendía hacerla está paralizado. Esto quizás no sea tan malo si nos permite reflexionar sobre el sentido de esta Directiva, para hacer una reforma que devuelva la seguridad jurídica a este sector de la contratación financiera -y no una faena de aliño para cubrir el expediente-.

Para todo ello es bueno recordar cual ha sido el papel del crédito hipotecario en la grave crisis que hemos sufrido. Como dice el considerado 3 de esa Directiva: “La crisis financiera ha demostrado que el comporta­miento irresponsable de los participantes en el mercado puede socavar los cimientos del sistema financiero, lo que debilita la confianza de todos los interesados, en particu­lar los consumidores, y puede tener graves consecuencias sociales y económicas.”

En efecto, el crédito hipotecario está en el epicentro de la crisis. Por una parte, la concesión y titulización de préstamos hipotecarios que no se podían pagar fueron el desencadenante de la crisis financiera de 2008, que ha modificado todo el sistema financiero mundial y provocado la mayor recesión en muchas décadas. Y no se trata de un contagio de un problema de EE.UU. En España también ha habido  crédito inmobiliario irresponsable,considerable a particulares y descomunal a promotores. Tan descomunal que ha destruido las Cajas y la mayoría de los Bancos (¿será el Popular el último?) provocando una muy preocupante concentración bancaria.

Tan grave como el anterior es el problema de confianza, al que también se refiere la Directiva, muy especialmente en nuestro país. El problema comenzó por el final del proceso, las ejecuciones hipotecarias: cuando estas se multiplicaron a partir de 2009 y se empezaron a producir los lanzamientos de los propietarios, se creó una situación de verdadera alarma social. Los llamados desahucios dieron lugar a un movimiento social de gran importancia, a una Iniciativa Legislativa Popular, y tuvieron una influencia esencial en el mayor cambio del mapa político español de toda la democracia. La crisis de la ejecución fue también jurídica, pues el El Tribunal de Jusiticia Europeo (TJUE) declaró en la Sentencia Aziz que nuestro procedimiento de ejecución era contrario a la Directiva europea, por lo que se tuvo que reformar.

Más adelante, la crisis se manifestó en relación con el contenido de los contratos: los intereses de demora, las condiciones de vencimiento anticipado, las cláusulas suelo, los préstamos multidivisa, se convirtieron en motivo de discusión en nuestros tribunales y en el TJUE. Los efectos en nuestro sistema jurídico han sido enormes. Los jueces y en particular el TS han asumido un papel muy activo en la defensa de los consumidores frente a las cláusulas abusivas, pero sentencias como las que fijan tipos máximos de intereses de demora han planteado la duda de si se excedían en su función. La sentencia de la cláusula suelo de 9 de mayo de 2013 desarrolló la necesidad de la transparencia material, es decir de que el consumidor no debe solo comprender la cláusula sino también poder conocer sus efectos económicos y jurídicos. Pero aplicó ese concepto de manera tan desorbitada que la decisión ha supuesto un verdadero movimiento sísmico en la contratación hipotecaria, son réplicas sucesisvas como la anulación de su irretroactividad por la STJUE de diciembre de 2017, o el reciente y polémico Real Decreto 1/2017 que regula el procedimiento de reclamación. Como efecto colateral de estas resoluciones ha nacido una verdadera industria jurídica de reclamaciones masivas basada la captación comercial de clientes -ahora volcada en una cuestión de tan discutible fundamento e importancia como el pago de los gastos de la hipoteca-.

El legislador tiene ahora la oportunidad de poner orden en este lío, pero a mi juicio la reforma ha de ser más ambiciosa que la que planteaba el Anteproyecto.

En primer lugar, no cabe remitir (como se hacía) la regulación del crédito irresponsable  a una norma de rango inferior, como ha explicado con detalle y acierto Matilde Cuena aquí. Es un tema central para el futuro y tiene que abordarse por Ley y lo antes posible.

Además, el legislador debe intervenir con mucha más decisión en el contenido de los préstamos hipotecarios de consumidores. Pongo algunos ejemplos con propuestas para suscitar la discusión.

Las ventas vinculadas de otros servicios (seguros, tarjetas, fondos) con los préstamos deberían prohibirse, pues son una fuente de opacidad en el coste y en consecuencia de falta de competencia. Las comisiones de reembolso anticipado deben reducirse en los préstamos a interés variable y sobre todo hay que poner un límite as las los préstamos a interés fijo. Aquí acertaba el Anteproyecto, aunque con algunos errores técnicos. También era razonable la regulación del vencimiento anticipado, requiriendo que lo impagado representara un determinado porcentaje del importe total del préstamo. En relación con los intereses de demora hay que abandonar el criterio del 114 LH (3 veces el interés legal del dinero) y poner un margen razonable  sobre el interés ordinario -no mayor de 4 puntos-. En relación con los préstamos en divisas, seguramente lo más razonable es prohibirlos salvo que el prestatario acredite que recibe sus ingresos en esa moneda.

Todos estos límites deben establecerse de forma imperativa y aclarando que son normas especiales para los consumidores, de manera que las cláusulas que los cumplan queden fuera del examen de abusividad conforme al art. 1.2 de la Directiva 93/13.

En cuanto a la garantía de la transparencia material, el Anteproyecto introducía un acta que convertía al notario en el centro de la actividad de información precontractual. Creo que el acta puede ser útil para hacer efectiva la libre elección del notario y favorecer un contacto previo entre este y el cliente, con remisión de toda la información necesaria por medios telemáticos y con la posibilidad de consulta física. Pero no se puede pretender blindar el cumplimiento de la transparencia, que es una obligación del acreedor, traspasando su realización al notario. Hay que tener en cuenta también que la preocupación del legislador con este tema quizás sea excesiva y que el blindaje no solo no es posible sino tampoco necesario: el concepto exorbitante de transparencia material de la Sentencia de 9 de mayo de 2013 parece haber sido en parte corregido por la de 9 de marzo de 2017 como han comentado FERNANDEZ BENAVIDES (aquí) y GOMÁ (aquí).

Con la intención de dar luz sobre estos temas, se celebra en los próximos días en Santander un curso (UIMP, 19 al 21 de julio) con la participación de algunos de los protagonistas de la evolución jurisprudencial de estos años (este es el programa). Creo que que para devolver la confianza y la seguridad jurídica al crédito hipotecario hay que superar ciertas ideas. Antes se pensaba eso se conseguía blindando la posición del acreedor: a mayor libertad en la contratación y seguridad en la ejecución, mejores condiciones de crédito para los consumidores. La crisis ha demostrado que eso no es así, y que el desequilibrio de fuerzas favoreció los abusos en el contenido de los contratos, y la falsa seguridad de las garantías alentó la concesión irresponsable de crédito. La nueva regulación debe buscar la simplificación de la contratación y la protección del deudor a través de normas claras que impidan situaciones de falta de transparencia o abusivas. Veremos si Jueces, Bancos, asociaciones de consumidores, registradores y notarios somos capaces de aportar ideas en este sentido.

Bartleby y el artículo 155: “preferiría no aplicarlo”

Estoy seguro que nuestros cultos lectores conocen bien la historia de Bartleby, el escribiente, relatada en un cuento del mismo nombre de Herman Melville. Bartleby es contratado por un abogado de Nueva York que se dedica a propiedades e hipotecas de clientes ricos. Es un buen empleado, pero cuando en una ocasión se le pide que examine un expediente, Bartleby contesta: “Preferiría no hacerlo”. Y no lo hace. Y, partir de entonces, cada vez que se le pide algo contesta lo mismo, aunque sigue con sus ocupaciones normales. Al final resulta que nunca abandona la oficina, ni siquiera cuando es despedido; ni cuando el abogado vende el local, impotente para expulsarlo.

Se han dicho muchas cosas sobre la actitud de Bartleby; desde que es precursora del existencialismo o del nihilismo, hasta que es una muestra de arrogancia, o del deseo de no molestarse por nada. Pero a mí su conducta me ha venido a la cabeza cuando he leído que  Sánchez, tras su reunión con Rajoy, decía que “invocar el artículo 155 lo único que hace es alimentar precisamente al independentismo” a lo que siguieron las declaraciones de Robles en el sentido de que tal aplicación “nunca sería una solución procedente y nunca la apoyaríamos” (aquí). Pero es que Soraya Sáenz de Santamaría también ha venido a declarar que la fuerza de las leyes no necesitan sobreactuación, en contestación a la pregunta de si el gobierno recurriría al artículo 155 (aquí), aunque hace año y medio le parecía una posibilidad perfectamente aceptable (aquí). También Ciudadanos parece entrar en este juego cuando Rivera dice que no se aplicará el art. 155, pero propone “firmeza” para evitar el 1-O y después, actualizar la Constitución; y hace un par de años, parecía más abierto a él, aunque muy cautamente, porque sólo lo preveía para el caso de que se declarara la independencia (aquí)

Sin embargo, hace muy pocos días la prensa nos informaba de una curiosa coincidencia de opinión entre dos dirigentes tan distintos como González y Aznar, “casi en un 95 por ciento”: es preciso aplicar el artículo 155 de la Constitución en relación al asunto catalán. Por supuesto, hay una importante diferencia entre tener responsabilidades políticas y no tenerlas, porque no es lo mismo sufrir las consecuencias de tus decisiones que no sufrirlas; y es verdad que, como decía González, los expresidentes son como los jarrones chinos: no se retiran del mobiliario porque se suponen valiosos, pero estorban siempre.

Por otro lado, también es verdad que en una situación tan políticamente expuesta no es cuestión de revelar nuestra estrategia: quizá existan razones que aconsejen prudencia y quizá la decisión de Rajoy –y demás partidos- de evitar todo aspaviento tenga la sabiduría de sentarse a ver pasar el cadáver de su enemigo que, por cierto, se deteriora paulatinamente con peleas internas que acrecientan la sensación de ridículo nacional e internacional del procès, lo que quizá aconsejara permitir que ultimen su camino hasta que algún niño les diga que el procès está desnudo.

Además, no cabe duda de que el desafío que tiene el gobierno (y el Estado) es grave y de difícil resolución porque es evidente que el soberanismo ha tomado la decisión de huir hacia delante, elevando al máximo –como dice aquí Ignacio Varela- el listón del desafío y de la provocación, para situar a los poderes del Estado ante un dilema perdedor: o represión, o capitulación.

Pero dicho todo eso, ¿es serio decir que no procede aplicar en ningún caso el artículo 155 y que es contraproducente? No lo creo yo así. Las normas no son opcionales y están ahí para ser aplicadas cuando se dé el supuesto de hecho, y parece que podría entenderse que el de este precepto (“si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, …..”) se ha producido hace tiempo, por lo que el problema no es si debería aplicarse en el futuro sino si debería haberse aplicado en el pasado. Y cabe añadir que no es sólo el interés de España el afectado, sino también el  particular de Cataluña, cuya política y cuyos recursos se están dilapidando en luchar contra molinos de viento mientras necesidades acuciantes se dejan de lado.

Lo malo es que, como dice aquí el primer presidente de la Fundación Hay Derecho, Roberto Blanco, este precepto debería aplicarse antes del referéndum, pero como por su lado señala aquí Jorge de Esteban, es probablemente tarde para ello porque la duración de los trámites lo impediría.

Por supuesto, preceptos que contienen conceptos jurídicamente indeterminados están sujetos a una interpretación que puede contener criterios políticos o de conveniencia; pero, en todo caso, la aplicación de la norma no es meramente opcional, ni para los independentista ni para el Estado. No entender esta idea significa olvidar la esencia del Estado de Derecho, enviando a otros posibles incumplidores el mensaje de que la eficacia de la ley depende del número de personas que estén de acuerdo en incumplirla o de la conveniencia política de aquellos que estén obligados a aplicarla, al tiempo de generar en aquellos que sí la cumplen generalmente una sensación de agravio comparativo, porque con ellos, poco poderosos individualmente, no hay clemencia alguna y –por poner un ejemplo- han de pagar sus impuestos con el máximo rigor y sin ninguna presunción de inocencia, con los recargos e intereses correspondientes.

La correcta aplicación, en tiempo y forma, de las normas tiene la función pedagógica y ejemplarizante de hacer saber al infractor las consecuencias de sus actos para disuadirle de repetir el acto y servir de ejemplo a los demás para que eviten la infracción (en Derecho penal se llamaba prevención especial y general) aparte de reforzar el mismo ejercicio del poder con el fortalecimiento de la creencia de que quien ahora lo ostenta es digno de él y ha de temerse su reacción, lo que, en poderes legítimamente constituidos es justo y necesario y no, como parece entenderse todavía en nuestro país, una reacción semifascista o autoritaria. No aplicar las normas en el momento oportuno deteriora la convivencia y al mismo tiempo debilita al propio poder que cada vez será más vulnerable y resistirá peor embates futuros. Por supuesto, ejercer el poder es duro y supone una gran responsabilidad y es cierto que podría generar victimización, pero el “preferiría no aplicarlo” tiene el riesgo superior de generar Estados inoperantes; además la victimización es inevitable para quien quiere sentirse víctima: mejor esperar que vaya al psicólogo que moldearle las normas a su conveniencia. Es más, políticamente, la aplicación del artículo 155 probablemente serviría de llamada de atención a otras Comunidades Autónomas que pudieran rumiar cosas parecidas y permitiría poner sobre la mesa el evidente problema de organización territorial que tiene nuestro país, tanto en su diseño, como en el ejercicio de las competencias atribuidas, preñado de deslealtad y exceso.

Conste que no estoy diciendo ni cómo ni cuándo debe aplicarse este artículo, sino simplemente que no debe descartarse de plano, como no debe descartarse de plano ninguna norma. Ni tampoco digo que en Cataluña no haya un problema, ni que al nacionalismo no le puedan asistir razones; ni siquiera que, con determinadas condiciones, no pudiera ser oportuna una consulta a la canadiense, como quien me haya seguido en este blog sabe perfectamente y puede comprobar buscando. Sólo insisto en que rompiendo la norma no se puede hablar de nada.

Tampoco afirmo que la única solución al desafío del referéndum sea la aplicación de este artículo, pues al parecer se está barajando la posibilidad de aplicar la ley de Seguridad Nacional. O quizá se pueda confiar en que las facultades ejecutivas concedidas al Tribunal Constitucional disuadan del desaguisado o simplemente que el miedo al panorama penal de funcionarios o políticos pueda desactivar un ya bastante mermado proceso.

Ahora bien, tengo para mí que al ciudadano de a pie no le convencerán demasiado afirmaciones tan genéricas como la de que ”el referéndum no se va a celebrar” sin más aclaraciones sobre el método que se va aplicar para impedirlo, sobre todo si recordamos que el intento secesionista anterior es de 9 de noviembre de 2014, con dimisión de Fiscal General incluida, y sin que desde aquella fecha se haya registrado  actuación alguna por parte del ejecutivo, que ha preferido la callada por respuesta mientras que las amenazas y desafíos han ido in crescendo. Tampoco la actitud del  Constitucional, que ha avalado que los rótulos de los comercios en Cataluña sean en catalán, ignorando paladinamente el artículo 2.1 de la Constitución, pueda suscitarnos demasiadas esperanzas.

En definitiva, sólo pido a nuestros gobernantes que tengan en cuenta la máxima de Josep Tarradellas de que en política se puede hacer de todo menos el ridículo. Y todavía que el ridículo lo hagan los políticos puede tener un pase, pero no que se lo hagan pasar a la ciudadanía que, aunque no llegue todavía a hillbilly, no parece conveniente que acumule sentimientos de agravio, con lo que se está viendo por el mundo (léase Trumplandia). Y, por cierto, todavía sería peor que la cosa acabase con un pacto chapucero bajo mano en el que, por evitar el ridículo, se realicen cesiones o cambalaches que acrecienten la disfuncionalidad actual de nuestro Estado y, todavía peor, envíen el mensaje de que para conseguir privilegios hay que apostar fuerte.

Con respeto de las formas se puede hablar de todo; sin él, de nada.

¿Está justificada la desigualdad ante la ley? La experiencia de la Ley de violencia de género

Desde la Revolución francesa, la igualdad ante la ley se ha considerado un requisito indispensable en cualquier régimen democrático. En la actualidad, este principio está recogido en la Declaración Universal de Derechos Humanos (artículo 7[1]) y en la Constitución Española (artículos 1[2] y 14[3])

Sin embargo, la misma Constitución, dentro del título preliminar (artículo 9.2) introduce un matiz muy relevante en el tema que nos ocupa: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.

Es precisamente este párrafo el que ha dado pie a que la llamada “discriminación positiva” se haya hecho hueco en nuestro ordenamiento jurídico. Hay varios ejemplos, pero en este artículo me voy a centrar un caso muy relevante por tratarse de una ley orgánica nada menos: la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género.

No voy a entrar en el detalle de esta polémica ley, que asumo bien conocida por el lector. Me limitaré a resaltar que en su exposición de motivos, se apoya en el mencionado artículo 9.2 para justificar su necesidad, y se plantea con un enfoque “integral y multidisciplinar”, de modo que “abarca tanto los aspectos preventivos, educativos, sociales, asistenciales y de atención posterior a las víctimas”, al tiempo que “aborda con decisión la respuesta punitiva que deben recibir todas las manifestaciones de violencia que esta Ley regula”. Es decir, introduce cambios relevantes en la administración y en la legislación vigente, incluyendo modificaciones muy polémicas al código penal.

El hecho de que el Tribunal Constitucional rechazara el recurso de inconstitucionalidad sobre esta ley no ha silenciado las muchas voces que la consideran claramente discriminatoria. Desde mi punto de vista, considerar como agravante “Si la víctima fuere o hubiere sido esposa, o mujer que estuviere o hubiere estado ligada al autor por una análoga relación de afectividad, aun sin convivencia” no deja mucho lugar a duda: no se habla de “cónyuge” o “persona”, sino de “esposa” y “mujer”, y en el caso en que, durante una pelea, ambos cónyuges se produjeran idéntico daño, la pena a aplicar al marido sería superior a la de la mujer. En el fondo, no creo que a nadie se le escape que estamos ante una discriminación, y es por eso que se le suele añadir el apellido “positiva”, es decir, ES una discriminación, pero es “buena”, es por un buen fin, y ese buen fin justifica el medio, digamos, discutible.

Antes de entrar en si es aceptable que el fin justifique los medios, preguntémonos si al menos se alcanza ese fin: la ley, vigente desde 2004, ¿ha cumplido sus objetivos?, ¿consigue proteger a las mujeres contra la violencia de género? Veamos algunos datos:

Esta es, según datos oficiales, la evolución del número de víctimas mortales por violencia de género entre 1999 y 2015:

Fuente: 1999-2005: Instituto de la Mujer a partir de noticias de prensa y de datos del Ministerio del Interior. A partir de 2006 datos de la Delegación  del Gobierno para la Violencia de Género

A la vista de este resultado, ¿podemos decir que esta ley ha sido un éxito? Yo creo que no: la regresión lineal es prácticamente horizontal, el número de víctimas sube y baja sin que pueda notarse ningún cambio claro de tendencia a partir del 2004. Mirando esta gráfica, se diría que la ley no se promulgó.

Y sin embargo, la ley está en marcha. Si miramos por ejemplo las ayudas concedidas según el artículo 27, muchas de ellas de carácter marcadamente preventivo, vemos que han crecido de forma continuada incluso durante la crisis: de menos de 100 en el 2006 a casi 700 en 2015. No es que las medidas preventivas de la ley no se apliquen, es que o bien no funcionan, o bien hay algún otro factor perverso que las contrarresta.

Fuente: Delegación del Gobierno para la Violencia de Género del Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad

¿Y de cara al agresor? ¿Tiene algún efecto las medidas punitivas recogidas en la ley? Hay una estadística que nos puede sorprender: el índice de suicidio de los agresores

Fuente: Delegación del Gobierno para la Violencia de Género (Ministerio de Sanidad, Servicios Sociales e Igualdad) desde 2006. Los datos anteriores proceden del Instituto de la Mujer a partir de información de prensa y del Ministerio del Interior

 

El porcentaje de tentativas y suicidios consumados es claramente creciente, pero ya crecía antes de 2004. Este efecto merecería un análisis más detallado (ignoro si se ha realizado ya). Tal vez el perfil del agresor haya cambiado, o tal vez se trate de un cambio social o cultural más amplio, pero en cualquier caso el eventual efecto de la ley no es evidente.

Abundan en los medios y las redes sociales las críticas por efectos colaterales de esta ley, normalmente difíciles de demostrar: denuncias falsas, pérdidas injustas de custodia sobre los hijos, suicidios motivados por la indefensión… Son acusaciones controvertidas, pero no deben resultarnos sorprendentes: la desigualdad ante la ley crea este tipo de efectos colaterales.

En resumen, podemos decir que la ley de violencia de género, tras trece años en vigor, no ha cumplido sus objetivos, pero sí ha generado una serie de efectos colaterales perniciosos, difíciles de medir. Visto lo visto, ¿está planteándose el legislativo una rectificación? Nada más lejos.

Podemos decir que la discriminación positiva ha venido para quedarse: recientemente la Comunidad de Madrid ha promulgado una Ley contra la LGTBifobia y la Discriminación por Razón de Orientación e Identidad Sexual de características similares. ¿Cabe esperar resultados distintos? Me cuesta creerlo.

Mi conclusión es que las leyes de “discriminación positiva” y los “delitos de odio” consagran formalmente la desigualdad ante la ley. Hemos caído en la trampa porque nos han colado como necesidad legislativa lo que en realidad es una carencia del poder ejecutivo. Me explico: si muchos hombres agreden a mujeres, la respuesta no son nuevas leyes para proteger a las mujeres, porque la ley ya protege a cualquier persona de que otra la agreda. Lo que hace falta es que el ejecutivo dote de más o mejores medios a las fuerzas de seguridad para que protejan a un colectivo que resulta más vulnerable, al tiempo que establece las medidas preventivas necesarias para que, con el tiempo, ese colectivo deje de ser vulnerable. En vez de eso, se promulgan leyes que discriminan a favor del colectivo vulnerable, lo que crea desigualdad ante la ley PERO no ayuda en absoluto a la defensa práctica del colectivo, que sigue sufriendo las mismas agresiones.

El resultado: la desigualdad ante la ley va creando situaciones más y más injustas, mientras las mujeres siguen muriendo a manos de sus parejas. La respuesta de los políticos y muchos activistas es exigir más leyes que incrementen aún más la desigualdad sin resolver el problema. Y mientras tanto, el concepto de “discriminación positiva” se va extendiendo a otros ámbitos, a pesar de sus pésimos resultados.

 

[1]Todos son iguales ante la ley y tienen, sin distinción, derecho a igual protección de la ley. Todos tienen derecho a igual protección contra toda discriminación que infrinja esta Declaración y contra toda provocación a tal discriminación.

[2] “…valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político

[3] “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.”

Banco Popular: un enfoque cuántico

I know what some readers are thinking. What about all those lawyers? They will be out of a job. Well, inside each lawyer there’s a poet or an actor or a writer or a painter or a sculptor or a playwright or a singer squirming to come out. Let it.

Ya se oyen tambores en el sentido de que Banco Santander puede ofrecer un arreglo a los accionistas de Popular, si bien solo a los que suscribieron las ampliaciones de capital. Creo que una transacción tendría todo el sentido en este caso, aunque en términos más generosos que los descritos y no sólo con cargo a Santander sino también con dinero del Fondo Único de Resolución. Veamos por qué.

Conforme a mi experiencia, en esto de las transacciones, la premisa fundamental a transmitir al cliente es que tiene razón, por supuesto (uno siempre tiene razón…). Ahora bien, si uno puede dar lo que no le cuesta, ¿por qué no hacerlo y conseguir el llamado “win-win”? Y eso es fácil para Santander, quien puede ofrecer productos financieros o simplemente dinero a cambio de fidelidad como cliente. El segundo paso es advertir que el pleito ofrece incertidumbre y hay un cierto riesgo de perderlo todo. Y, por fin, se trata de ponerse en la piel del otro y comprender que tampoco es del todo injusto lo que mantiene.  Luego se trata de convencer a la otra parte de lo mismo: tiene derecho a creer que tiene razón, aunque pueden no dársela y en todo caso se le pide un sacrificio razonable.

Precisamente el otro día leía una forma ingeniosa de referirse a este enfoque que admite que las cosas no son ni blanco ni negro (tampoco gris), sino lo uno y lo otro a la vez: “pensamiento cuántico”. Ya saben, lo del gato de Schrödinger, encerrado en una caja: cuando un átomo decae (para lo cual hay una probabilidad del 50%), un mecanismo libera un gas venenoso; en tanto no se mide u observa (se abre la caja), el gato se encuentra en una “superposición de estados”, vivo y muerto a la vez. A los profanos nos cuesta asimilar la idea, pero lo cierto es que ese paradójico estado nos es familiar a los juristas: antes de que el Juez dicte sentencia, los acusados son a la vez culpables e inocentes y, en nuestro caso, la Junta Única de Resolución (JUR) y Santander son simultáneamente héroes y villanos… El truco de la transacción consiste en evitar la fatídica medición (¡el colapso de la función de onda! ) y (ahora ya sí) alumbrar un estado intermedio que no contenta nadie, pero ahorra mucho esfuerzo y gasto innecesario…

Partimos del mantra que se viene repitiendo en los medios: cuando una empresa quiebra, los accionistas son los últimos en cobrar (los titulares de deuda subordinada, los penúltimos) y no pasa nada, son las reglas de juego del mercado.  Lo cual es muy cierto, pero los inversores de Popular aducirán que una de dos: (A) si Popular está ahora en quiebra, lo estaría también cuando (no hace tanto tiempo) invertimos / mantuvimos nuestra inversión, fiados de la información financiera que publicaba la entidad y validaban los reguladores o (B) no nos lo creemos, pues Popular tiene un valor que se nos ha hurtado.

En cuanto a la opción A, la opinión general es que la misma protege al menos a los accionistas  que suscribieron en las recientes ampliaciones de capital, fiados de los correspondientes folletos de emisión. Esa fue la solución dada para la salida a Bolsa de Bankia, donde el TS acogió acciones de anulación del contrato de suscripción por vicio del consentimiento, que tienen un plazo de caducidad de 4 años. Algunos autores como el prof. Alfaro critican esta vía, porque chocaría con el principio de integridad del capital que rige en Derecho Societario (argumento ex art. 56 LSC, véase aquí). Pero en todo caso es pacífico admitir una acción indemnizatoria por falsedades u omisiones del folleto que cabe dirigir -entre otros- contra el propio emisor (Popular, ahora filial de Santander) durante 3 años, al amparo del art. 38 de la LMV, conforme al régimen que se detalla en este post. ¿Y por qué estos accionistas no serían los últimos de la cola y tendrían el trato de acreedores ordinarios? Porque cuando adquirieron no eran socios, sino terceros, a los que se habría endosado un producto defectuoso. ¿Quid en cambio del accionista que adquiere en el mercado secundario un mes antes o después de la ampliación, pero confiaba en la información financiera y los hechos relevantes que publicaba la Sociedad? Hay diversidad de opiniones, pero la mayoritaria parece ser ésta: o no tienen acción contra la Compañía (solo contra sus administradores) o si la tienen, es en calidad de accionistas y por tanto están subordinados a los acreedores ordinarios.

Para estos últimos accionistas, solo quedaría acogerse a la opción B: aducir que la entidad ha sido infravalorada por la JUR y vale bastante más de 1 €, reclamando en consecuencia el justiprecio, ya sea de la JUR o del “beneficiario”, Banco Santander.

Algunos despachan esta posibilidad alegando que no estamos ante una expropiación: la autoridad europea se habría limitado a certificar un fallecimiento y encontrar un valiente (Santander) para que recicle las cenizas. Ello sobre la base de un “informe médico” inapelable, la valoración (aún provisional y no publicada) de Deloitte, la cual atribuye a Popular un patrimonio negativo de entre 2 y 8.000 millones de euros.

Para mí este rechazo de plano es insostenible. Por lo pronto, la propia JUR es ella misma responsable del suceso: no cabe duda de que las filtraciones sobre la intervención generaron una espiral de retirada de depósitos y desplome bursátil. Pero es que tampoco hay ese deceso del que se habla: precisamente el efecto de la resolución es evitar la “muerte natural” del Banco (por concurso),  mediante el expediente de cambiar la propiedad de los títulos de forma coactiva, por una razón de interés público (estabilidad financiera). Ciertamente, el procedimiento es excepcional y novedoso, pero la esencia es la misma que en cualquier expropiación. Por tanto, si lo expropiado tuviera un valor, habría que compensarlo.

Cuestión distinta es si existe o no ese valor. El tema se puede plantear en dos niveles. Desde luego la normativa europea y la española prohíben que los inversores sufran “pérdidas superiores a las que habrían soportado si la entidad fuera liquidada en el marco de un procedimiento concursal”. Así pues los demandantes podrían defender que habría existido un remanente en caso de liquidación. Pero también que Popular no estaba abocado a la destrucción de valor que toda  liquidación comporta, sino que podría haberse vendido a quien valorara y pagara su fondo de comercio. [Para hacer valer lo primero, puede bastar ejercer una acción de responsabilidad por daños en el plazo de 5 años; para lo segundo, parece preciso impugnar las resoluciones (de la JUR y/o del FROB) dentro de los breves plazos de caducidad administrativos.]

Ciertamente, el informe de Deloitte mantiene que ni lo uno ni lo otro. Y es cierto que (véase aquí) el TJUE tiende a endosar la opinión técnica de la Administración y su experto; en cuanto a los Tribunales españoles, es probable que admitan los recursos, pero no los resuelvan, defiriendo el caso al TJUE.  Pese a todo, muchos todavía creemos lo que nos enseñaron los maestros del Derecho Administrativo: el informe (una vez definitivo) deberá ser publicado y ofrecer una motivación cumplida; en cualquier caso, no hay zonas exentas del control jurisdiccional y todo criterio técnico puede ser rebatido conforme a las reglas de la sana crítica.

Last but not least, no era necesario que nos obligaran a hacer tantas cábalas. Seguro que Deloitte describe el deterioro de los activos de Popular con excelentes argumentos (y otros tantos caveats y disclaimers que los matizan), pero frente a la mejor predicción hay una antídoto que nunca falla: el wait and see. Por lo menos eso es lo que se hace todos los días en las operaciones de venta de empresas: el vendedor da una garantía de pasivos ocultos y activos ficticios, pero también a menudo se reserva el derecho a cobrar los pasivos ficticios y activos ocultos. Por cierto, la normativa que nos ocupa contiene un instrumento que se podría haber utilizado a tal efecto: segregar determinados activos y aportarlos a una sociedad de gestión (un “Banco malo”), cuyos ingresos  –de existir – podrían haber quedado  a beneficio de los accionistas expropiados. ¿Por qué no hizo la JUR algo semejante?

En cuanto a la responsabilidad de Santander, por un lado podría ser más difícil de deducir pero por otro lado más fácil. Santander quizá se defienda -como se apunta aquí– con un argumento formal (no es técnicamente un “beneficiario de expropiación”), pues los derechos de los expropiados primero se extinguen y lo que se transmite es otra cosa de nueva creación. (Para comprender este argumento, véase la resolución del FROB que describe el iter jurídico de la reestructuración.) Pero, aunque no fuera responsable administrativo, Santander podría serlo civil, por el principio que prohíbe el enriquecimiento sin causa, frente al cual la valoración ex ante no sirve de escudo, ya que de lo que se trataría es de ver qué fruto dan a la postre los activos tóxicos. Si yo fuera Santander, respondería que mi enriquecimiento sí tiene causa, un contrato como un piano, aunque sea uno aleatorio: ganará o perderá pero asume un riesgo. Mas ¿quid de la cuota de mercado de Popular, cuyo disfrute actual el adquirente ya está anunciando a bombo y platillo…?

Hasta aquí la incertidumbre técnica. Acto seguido habría que hacer lo que siempre hacen los mejores Jueces cuando juzgan y los litigantes cuando transan: ante la duda, buscar un arreglo que le parece a uno más o menos equitativo. A estos efectos, volvería a usar el gato como argumento. Dado que la JUR ha “resuelto” Popular y lo ha hecho como lo ha hecho, ya nunca sabremos cuál era su verdadero valor, nos hemos quedado instalados en la superposición de estados: todos sabíamos que la entidad estaba un poco “muerta”, por eso fallaron los supervisores y fallaron los inversores que asumieron ese riesgo (también los que suscribieron en el mercado primario); pero a la vez está “viva” y por eso merecen alguna compensación todos sus inversores, también los del mercado secundario; lo primero, el fallo de los supervisores (y de la propia JUR en el manejo del proceso) justifica un desembolso con el dinero del Fondo Único de Resolución (¡que para eso está!); lo segundo, un esfuerzo inteligente a cargo de Santander, que extienda la transacción a todos los inversores que se conviertan en o se fidelicen como clientes suyos. Lo propio sería que ambos hablaran y diseñaran una oferta conjunta (o de uno con el apoyo del otro). Seguro que un tropel de afectados (con el permiso, remunerado, de sus abogados) lo aceptaban. ¡Y así se cumpliría un poco el lema de este artículo!

¿Cual debe ser el objetivo de los administradores? La creación de valor para el accionista y su crisis.

Durante los años 80 y 90, la idea de que el objetivo de los administradores debía ser la creación del valor para el accionista se convirtió en un dogma inatacable. La idea procedía de economistas anglo-sajones (Stern, Rappaport) y consistía en que el objetivo de la sociedad era maximizar el beneficio económico del accionista, lo que en las  cotizadas se traducía  en maximizar el valor de su acción. Esto parecía tanto por el derecho de estos países, tanto en la ley como en la jurisprudencia. En el famoso caso Dodge v. Ford, y frente a la alegación del mismísimo Henry Ford de que prefería emplear los recursos de la empresa en “construir coches mejores y más baratos y pagar mejores sueldos”, la corte de Michigan dio la razón a los accionistas minoritarios, que defendían que se debía dar prioridad a los  intereses de sus socios. Aunque en los derechos continentales, y en particular en Alemania, la tradición jurídica tendía a considerar la necesidad de tener otros intereses, especialmente los de los trabajadores, esto se consideró una concepción superada.

Sin embargo, casos como Enron o Worldcom y la crisis financiera de 2008 revelaron que esa doctrina, o más concretamente la obsesión por el valor de la acción había llevado al cortoplacismo, el sobre endeudamiento, la reducción de la inversión, y la manipulación de la contabilidad. La necesidad de revisar el modelo se imponía y podemos distinguir dos tendencias básicas.

Por una parte están las teorías pluralistas o institucionalistas, que impugnan directamente la doctrina anterior. Entienden que el interés económico del accionista no es el único objetivo de la empresa, sino que ésta tiene que atender a los de diversos interesados (“stakeholders”) en la misma. Los argumentos son de tipo ético pero sobre todo económico (aquíaquí), pues se considera que la mayor eficiencia global se logra si los administradores tienen en cuenta no sólo el interés del accionista sino también el de las demás personas relacionadas con la empresa (clientes, trabajadores, proveedores, pero también el de la sociedad en general).

Llevar a la práctica estas teorías, sin embargo, plantea problemas: los intereses de todos esos grupos a menudo entran en conflicto, sin que estas teorías ofrezcan instrumentos claros para determinar cual debe prevalecer en cada caso (un problema, por cierto que ya en 1995 Terceiro advirtió que padecían las Cajas de Ahorro). La consecuencia es que no es posible saber cuando los administradores actúan correcta o incorrectamente ni exigirles responsabilidad. La idea de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) parecería poder encuadrarse en estas teorías, al defender que las empresas actúen favoreciendo los intereses de la sociedad en su conjunto, pero en la práctica  no queda claro si esto esto es lo que debe guiar a los administradores o es solo un elemento accesorio para mejorar la imagen de la empresa –o de maquillarla…-.

El segundo grupo de autores  mantienen el interés del accionista como elemento central a tener en cuenta por los administradores, pero rechazando que esto se traduzca solo en perseguir el mayor del valor de la acción durante su mandato. Señalan que hay que es ampliar el plazo y los elementos a tener en cuenta por los administradores. El reflejo legislativo de esta postura es la normativa británica: la reforma de la Companies Act en 2006 estableció (artículo 172) que los administradores deben actuar en beneficio de sus socios (“promote the success of the company for the benefit of its members as a whole) pero también que “al hacerlo deben tener en cuenta las consecuencias probables de cualquier decisión a largo plazo” y también los intereses de empleados, las relaciones con proveedores, clientes y otros, el impacto medio ambiental y la reputación de la sociedad. No se trata de una visión pluralista pues el objetivo es el interés de los socios y los demás solo han de “tenerse en cuenta”. Lo que la ley británica advierte es que la protección de ese interés requiere una visión más amplia, pues a medio plazo no se puede sostener la rentabilidad si no se tienen en cuenta los otros intereses: por ejemplo, la falta de cuidado de los empleados provocará la pérdida de los mejores, o los efectos medio ambientales negativos darán lugar a daño reputacional o a sanciones, aunque sean dentro de mucho tiempo. Esta teoría reformada es lo que se denomina “Enlightened Shareholder Value” (ESV), que podría traducirse como un valor para el accionista bien entendido o “ilustrado”.

¿Y qué sucede en nuestro derecho? A primera vista, nada de esto aparece en nuestra Ley de Sociedades de Capital (LSC). El artículo 225 LSC no dice qué tienen que perseguir los administradores sino solo cómo (con diligencia y dedicación) y el art. 226 parece ampliar su discrecionalidad al incorporar la llamada “business judgement rule” a nuestro derecho. Algunos autores dicen incluso que el artículo 348 bis vuelve a poner el ánimo de lucro de los socios como objetivo central de la sociedad al “obligar” a repartir dividendos (MARINA, aquí).

Sin embargo, la misma idea de la norma inglesa aparece en nuestra ley -en un lugar sorprendente- cuando el artículo  217 LSC establece que “el sistema de remuneración establecido deberá estar orientado a promover la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la sociedad”. Aunque el artículo se refiere al sistema de remuneración y no a una obligación de los administradores, es evidente que si ese sistema debe perseguir ese objetivo es porque ese debe ser también el de los administradores.  El legislador está modalizando el ánimo de lucro como único fin de la sociedad: no lo niega, pues la rentabilidad puede identificarse con él, pero introduce el concepto de sostenibilidad a largo plazo, que introduce dos elementos nuevos, también presenes en la ley inglesa.

Por una parte el elemento temporal, pues no se trata de obtener unos beneficios o un aumento de valor inmediato sino a largo plazo. Aunque no lo define, es evidente que no se refiere a un plazo financiero sino empresarial – no a meses o uno o dos años, sino lustros-. Por otra parte, el concepto de “sostenibilidad” va más allá de la simple permanencia e implica que se han de tener en cuenta los factores que hacen a la empresa viable desde un punto de vista social y ecológico, lo que implica tener en cuenta los intereses de trabajadores, proveedores, clientes y comunidad.

Lo que no está claro es qué consecuencias tiene esta norma en la práctica. En el derecho inglés la doctrina duda que los interesados (“stakeholders”) distintos de los socios puedan ejercer ninguna acción contra los administradores basándose en el criterio legal. Aún más difícil será admitir esto en nuestro derecho en el que la obligación de tener en cuenta esos intereses se establece de forma indirecta. No obstante, puede servir a los administradores para defender determinadas políticas frente a los socios: por volver al ejemplo de Ford, es evidente que su estrategia fidelizaba a clientes y trabajadores y contribuía a la sostenibilidad a largo plazo de la empresa. En relación con el art. 348 bis, puede fundamentar una oposición al derecho de separación por parte de los accionistas si los administradores demuestran que la falta de reparto de dividendos era necesaria para mantener la viabilidad de la empresa.

A pesar de las limitaciones de esta doctrina “ilustrada” de la creación de valor, no parece que el  legislador pueda obligar a los administradores a una defensa más  concreta de esos otros intereses sin que aparezcan los problemas de las teorías pluralistas. Quizás la solución sea una vía intermedia entre contractualistas e institucionalistas. En  este reciente artículo de la Harvard Business Review de RAPPAPORT ( uno de los padres la doctrina de creación de valor)  se dice que deben ser los propios socios los que definan esos objetivos. Los estatutos podrían definir qué es el largo plazo, qué otros intereses deben tenerse en cuenta y cómo resolver los conflictos entre ellos. La transparencia en estas cuestiones tendría una doble utilidad. Por una parte permitiría a los terceros saber a qué atenerse en sus relaciones con la sociedad, a los socios si les interesa o no invertir en ella, y facilitaría el proceso de decisión de los administradores y la determinación de sus responsabilidades. Por otra, promovería la moralización de la administración, pues es poco probable que nadie quiera mostrarse como cortoplacista o indiferente a los daños medioambientales. Como no siempre lo harán voluntariamente, el legislador podría obligar a las sociedades que por su tamaño tienen una mayor influencia sobre otros intereses a explicitar esos criterios.

El debate está abierto, y las soluciones no son sencillas ni tienen que ser las mismas para todo tipo de sociedades. Pero está claro que se trata de otro caso – uno más – en que criterios puramente económicos -que prescinden de criterios éticos y de justicia- resultan ser erróneos y  llevan a resultados económicos y sociales desastrosos. El mercado es la mejor forma de asignar recursos, pero el propio Adam Smith comprendía que esa mano invisible solo puede funcionar si, aún siguiendo su propio interés, todos los actores actúan con respecto a los valores éticos de la comunidad.

 

 

Reflexiones sobre el “fracaso del Proceso” en Hay Derecho

13 Marzo, 2017 en 09:52

Creo que es un momento oportuno para que el independentismo haga una autocrítica y aproveche esta ocasión para hacer una regeneración interna sustituyendo a las personas que tanto daño le han hecho. Hay que partir de la base que el movimiento prometió a la población que Cataluña sería como Dinamarca o Austria después del proceso, que son países que están en los primeros lugares en cuanto a transparencia, ausencia de corrupción, eficiencia en la gestión pública y en el sistema económico y en respeto a los derechos y libertades de los ciudadanos y al cumplimiento de las leyes. Es muy importante que el independentismo, además de los corruptos, incompetentes y despilfarradores de los que nos hemos venido ocupando anteriormente, se libere de los políticos que sueñan en un régimen sin libertades para los ciudadanos que no opinan como ellos. Hay que recordarles que el autobús de la independencia, según nos han prometido, tiene su destino en Copenhague, no en Caracas, en La Habana o en otra capital de un estado totalitario.

14 Marzo, 2017 en 11:38

En un artículo publicado en El País ayer 13 de marzo, “Cuidado con desear el fin de Europa. Podemos lograrlo” Jorge Marirrodriga hace una exposición de los riesgos de no estar en la Unión Europea en países muy próximos. Os hago un resumen de los acontecimientos con la recomendación de que lo leáis totalmente. . “ El pasado mes de octubre hubo un intento de golpe de Estado en Montenegro…; la guerra civil ucraniana ya ha podido alcanzar la cifra- no oficial- de 50.000 muertos..el Gobierno de Kiev vive en completo desamparo ante la invasión rusa y la anexión-léase robo-de la península de Crimea.;.la O.N.U. le ha exigido al presidente de Macedonia que respete la Constitución y le encargue formar Gobierno al líder de la oposición que ha conseguido la mayoría necesaria en el Parlamento…en Bielorrusia la Ley de Actos Multitudinarios , que prohíbe toda reunión o protesta , sigue vigente..” No conozco las promesas que les hicieron a sus pueblos en las celebraciones de su independencia, pero hoy están en esta situación. Ningún político suele explicar los riesgos y costes de sus decisiones, son sus ciudadanos los que los sufrirán posteriormente, cuando no hay remedio . A la vista de que en la elaboración de la “constitución catalana” no he constatado ni participación ni control de expertos juristas en derecho de la unión, me choca la despreocupación de los dirigentes políticos independentistas catalanes en relación a la homologación de sus instituciones y de sus leyes al sistema legislativo de la U.E. Es como si no tuvieran prisa, una vez fuera de la Unión, en entrar nuevamente.

17 Marzo, 2017 en 12:55

El origen de buena parte de nuestros graves problemas creo que se debe al desconocimiento y por lo tanto, a la falta de preparación, ante el enorme reto que nos planteaba este proceso de unificación europea, que ha permitido que la situación se deteriore hasta extremos inimaginables.
No hubo una segunda transición que cambiara la cultura política popular, reconvirtiera los programas de los partidos políticos, ajustara el marco legal y mejorara la competitividad de nuestro sector productivo, única manera que fuera viable nuestro ingreso en la Unión Europea.
Mientras los grandes países europeos pasaban a convertirse en una especie de provincias de un nuevo Estado, para asegurar el futuro económico y social de sus pueblos, nuestro país continuó un proceso contradictorio con las obligaciones que había asumido como socio de un proceso de integración política y económica generando, en paralelo a la creación de nuevos órganos y funciones supranacionales con sus costes correspondientes, una estructura territorial inadecuada e inviable económicamente y desarrollando una fragmentación legal contraria a los fundamentos económicos y al régimen constitucional comunitario.
Los partidarios de la independencia dentro del territorio comunitario no tienen un problema sólo con sus constituciones, estados o gobiernos sino, especialmente, con la Unión Europea y hasta con sus propios votantes.
Si les están prometiendo que su región se convertirá en un nuevo Estado dentro de la Unión les están engañando, no sólo porque el régimen legal comunitario lo impide sino porque es incompatible con el proceso de cesión general de soberanía ¿Como la Unión constituida para lograr un espacio económico y social sin fronteras y en un marco de legalidad, democracia, solidaridad y armonía entre pueblos tan diversos, va a permitir que en un pequeño territorio funcione un Estado,” como los de antes “, ajeno al espíritu general y al margen del cumplimiento de las normas comunes?.DIF

24 Marzo, 2017 en 10:58

Un día escribimos lo siguiente sobre el extraño comportamiento del Barça:
Está prestando un apoyo tan explícito que el Camp Nou se ha convertido en uno de los altavoces más resonantes del fervor independentista.
Me da la impresión de que, si Cataluña iniciara el camino irreversible hacia la independencia, sus grandes jugadores e ídolos pronto dejarían el club, a pesar de que algunos participan en los actos multitudinarios.
Dudo que unos deportistas cuyos representantes están chantajeando a su club y vampirizando sus recursos hasta alcanzar cantidades astronómicas y que habiendo firmado contratos con vigencia durante varios años a los pocos meses ya están intentando revisarlos, se queden en una nueva liga menor, sin interés internacional, con unos presupuestos drásticamente reducidos, y dentro un clima de inseguridad financiera y hasta monetaria.
Pero el tema plantea otros problemas en el deporte catalán ¿Y el resto de clubes de fútbol y de deportes que tienen unos presupuestos y unas plantillas para todo el territorio español donde los fines de semana les esperan sus contrincantes tradicionales?
Y el periodismo deportivo, tan entusiasta con el proceso y que sobrevive a duras penas gracias a este tipo de rivalidades ¿será viable en esta nueva situación?
Sin embargo la directiva continúa, sin ningún tipo de prevención, en la construcción de un nuevo campo, fichando jugadores, renovando y ampliando sus retribuciones a los que más cobran y con ello, gravando el futuro de la entidad con unos costes astronómicos y firmando contratos a largo plazo con los patrocinadores. Pero si el Barça empequeñece sus ingresos ¿sus dirigentes cuentan con patrimonio para hacer frente a los costes del ajuste y a la resolución de todos contratos (no sólo de los jugadores)?.Por eso, al final, tengo dudas de si se trata de una gestión insensata o todo es una comedia ya que están seguros de que nada va a cambiar. Lo que pasa es que son todavía pocos los que lo dicen

24 Marzo, 2017 en 13:48

LOS ILUMINADOS Y SUS DEFENSORES: En cuanto a los políticos catalanes y su falta de respeto por la legalidad vigente ya que afirman que su única obligación es con el pueblo catalán deberían recordar que Mas en las elecciones catalanas de 2010 consiguió con CIU 1.202.830 de votos , un 38,43% y que en las últimas generales en la provincia de Barcelona el PP le sacó más de 33.000 votos. ¿En serio Homs y Mas hacen caso al pueblo catalán que les votó el 2010? Actualmente ¿a quien representan?¿ O es que son unos “iluminados” como manifestaba Francesc de Carreras en otro de sus brillantes artículos en La Vanguardia el 13/10/2012?*¿ Que tipo de democracia tienen en la cabeza?¿ De verdad , si les seguimos en su trayecto acabaremos teniendo un sistema democrático como Dinamarca? Si a esto añadimos los regeneracionistas admiradores del régimen de Maduro y Fidel, lo tenemos claro. Como decía Muns ¿Como puede funcionar una democracia sin demócratas?
* “Pensaba que era un tipo racional, educado en el Liceo Francés , un hombre estudioso , preparado ,frío, analítico. Todo menos aventurero..
Me equivoqué. El racionalista se ha transformado en un visionario decidido a que su país emprenda caminos “duros, muy duros”, a permanecer aislado del ruido mediático, es decir, de la opinión pública, a estar dispuesto cual mártir a “ asumir el sufrimiento”, a tener esperanza basándose sobre todo en la fe. ¡Madre mía! De la prudencia a la mística, del realismo a la lírica y sobre todo en estos tiempos de tribulación, a algo peor, a la épica ¡Vaya peligro es Artur Mas!
..la ineluctable transición de Catalunya a la independencia resultará fácil: nunca saldremos de la UE aunque seamos un Estado soberano; que la caja esté vacía o llena importa poco, precisamente porque estamos económicamente mal es el momento de arriesgar ; no habrá problemas para tener indistintamente la nacionalidad catalana y española ; las pensiones se pagarán aunque los trabajadores disminuyan y los jubilados aumenten”

29 Marzo, 2017 en 09:22

En un comentario anterior publicamos un texto que había escrito sobre el extraño comportamiento del Barça en relación a la independencia de Cataluña. No casaban las decisiones de sus dirigentes en relación a sus proyectos deportivos futuros con su apoyo tan explícito al procés, de manera que el Camp Nou se había convertido en uno de los altavoces más resonantes del fervor independentista y concluíamos que: “por eso, al final, tengo dudas de si se trata de una gestión insensata o todo es una comedia ya que están seguros de que nada va a cambiar. Lo que pasa es que son todavía pocos los que lo dicen.”
Esto es lo que me está pasando con los dirigentes independentistas, Hace unos días La Vanguardia publicaba un artículo con el siguiente titular” Vetan que Junqueras cuente al Parlament un informe a inversores que omite la independencia y extiende el FLA hasta 2026”, con los votos de JxSI y la CUP.
Por si necesitaran más muestras , en El Confidencial del pasado 2 de marzo, Agustín Marco publicaba un artículo con el siguiente titular ”Homs se sincera con las multinacionales y augura el fracaso del procés” En el se recogen estas confesiones” la realización de un referéndum para separar Cataluña de España sería un fracaso porque los nacionalistas no cuentan con el apoyo social necesario” aunque” el procés no puede ser parado por los actuales líderes políticos del PDeCat debido al compromiso alcanzado con sus militantes”.” No se preocupen que no habrá ruptura de España, les tranquilizó el diputado a las multinacionales ( Google, Nissan, Endesa, Visa y bancos de inversión internacionales).
A la vista de estos “datos” harían bien los simpatizantes del procés en acentuar su prudencia y pedir explicaciones a sus líderes en beneficio de su imagen personal porque no hay nada que produzca tanto regocijo a la gente que la exhibición de la ignorancia en los momentos de traición.

Segunda oportunidad, crédito público y ayudas de Estado. El Tribunal de Justicia de la UE se pronuncia.

Ya he comentado en este blog en muchas ocasiones (aquí, aquí) la trascendencia económica que tiene el que los empresarios que fracasan tengan una segunda oportunidad para reiniciar otra actividad y crear puestos de trabajo. La propia UE se ha hecho eco de la importancia de esta cuestión abordando en la Propuesta de Directiva sobre marcos de reestructuración preventiva, segunda oportunidad y medidas para aumentar la eficacia de los procedimientos de condonación, insolvencia y reestructuración, (en adelante PDSop) que se publicó el 22 de noviembre de 2016 a la que me referí aquí y que actualmente está tramitándose.

En los arts. 19-23 se ocupa de la segunda oportunidad de los empresarios persona física y, aunque no va dirigida a los consumidores, recomienda a los Estados que se aplique también a éstos.

Como se señala en la Exposición de Motivos de la PDSop “en muchos Estados miembros, los empresarios honrados que se encuentran en concurso de acreedores necesitan más de tres años para obtener una condonación de sus deudas y empezar de nuevo. La existencia de unos marcos ineficientes de segunda oportunidad supone que los empresarios queden atrapados en sus deudas o se vean empujados a la economía sumergida, o tengan que trasladarse a otras jurisdicciones para acceder a sistemas más favorables”.

Este es el caso de España que tiene una Ley de Segunda Oportunidad (LSOp) de las más restrictivas de Europa, en donde el empresario insolvente tiene que esperar 5 años para obtener la extinción del pasivo pendiente y, además, tiene que pagar durante ese periodo de tiempo todas las deudas que no se exoneran y ello tras la liquidación de su patrimonio. Planteamiento perverso que carece de antecedentes en los ordenamientos europeos.

Una de las deudas que no se exoneran es precisamente todo el crédito público. En ningún caso podrá liberarse de él, el deudor se acoge al plan de pagos.

Si el deudor no se acoge a un plan de pagos porque tiene liquidez suficiente para abonar los umbrales de deuda a que se refiere el art. 178bis.3.4º de la Ley Concursal (LC)[1], no se exonera el crédito público privilegiado y contra la masa. Sí podrán exonerarse del crédito público ordinario y subordinado. Como ya he denunciado, esta diferencia de régimen no tiene justificación. No se entiende muy bien por qué se le brinda un tratamiento más perjudicial al deudor que se encuentra en mayores dificultades y no le queda otra que sujetarse a un plan de pagos.

Al margen de esta deficiencia, es bien sabido que cuando el deudor es empresario, el peso de las deudas con la Administración tributaria y la Seguridad Social es importante, tal y como se destaca en este estudio. No exonerar al empresario de este tipo de deudas dificulta sobremanera su recuperación, desincentiva la iniciativa empresarial y favorece la economía sumergida. Por querer cobrar el Estado estas deudas, probablemente dejará de percibir muchos ingresos y aumentará el gasto en prestaciones de desempleo. No olvidemos que cuando un empresario cierra, los empleados se van a la calle.

Por esta y otras razones,  el Banco Mundial se ha mostrado favorable a la inclusión de las deudas públicas en la exoneración del pasivo pendiente: “excluir de la exoneración al crédito público socava todo el sistema de tratamiento de la insolvencia porque priva a los deudores, a los acreedores y a la sociedad de muchos beneficios del sistema. El Estado debe soportar el mismo tratamiento que los demás acreedores para así apoyar el sistema de tratamiento de la insolvencia”.

Pero en España no hacemos mucho caso a esto. Probablemente el legislador quiera mantener esos créditos incobrables en su balance cuando tiene que justificar sus cifras de déficit público en la UE. Pero la protección de los “balances del Estado”, al final nos sale más caro a todos los españoles.

No parece razonable que la propia Administración Pública aboque a la insolvencia a muchos empresarios fruto de la morosidad en el pago a sus proveedores y, por el contrario, haya nula flexibilidad en el proceso concursal para la exoneración del crédito público. El 80% de las Administraciones no cumple los plazos de pago previstos en la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales.

Pues bien, una de las excusas frecuentemente alegadas para que no se exoneren las deudas con las Administraciones públicas es que una legislación que permitiera eso podría contravenir la normativa europea en materia de ayudas de Estado[2]. El objetivo de esta regulación europea es evitar el riesgo de que se puedan provocar distorsiones a la competencia y el mercado interior.  Si unos empresarios pueden dejar de abonar las deudas públicas, podría pensarse que ello supone un trato de favor que perjudique a los competidores del empresario afectado.

La sentencia del TJUE de 16 de marzo de 2017 entra de lleno en este tema, con ocasión de la exoneración de deudas por IVA a un empresario italiano. La Ley de insolvencia italiana no excluye de la exoneración las deudas públicas. En el caso planteado, al empresario se le habían exonerado de deudas por IVA. La Administración tributaria italiana se opuso alegando que ello contravenía el Derecho de la UE en materia de ayudas de Estado y a la normativa europea reguladora del IVA[3]. El litigio llega al TS italiano que plantea una cuestión prejudicial ante el TJUE centrada en dos aspectos:

  1. ¿Supone la exoneración de deudas derivadas de este impuesto una infracción del principio de neutralidad fiscal?

El TJUE analiza los requisitos que se exigen en la Ley de insolvencia italiana[4] para obtener la segunda oportunidad. Se trata, a juicio del tribunal, de un procedimiento que garantiza un adecuado control de la conducta del deudor merecedor de la exoneración. Existen requisitos estrictos que ofrecen garantías y, por lo tanto, su aplicación a los créditos púbicos “no constituye una renuncia general e indiscriminada a la percepción del IVA y no es contrario a la obligación de los Estados miembros de garantizar la percepción íntegra del IVA devengado en su territorio, así como la recaudación”.

  1. La segunda cuestión que plantea en tribunal italiano ante el TJUE es la compatibilidad de la exoneración del crédito público con el régimen de ayudas de Estado cuyo objetivo es evitar el riesgo de que puedan provocar distorsiones a la competencia y el mercado interior.

Si unos empresarios pueden dejar de abonar las deudas públicas, podría pensarse que ello supone un trato de favor que perjudique a los competidores del empresario afectado. Es claro que una ayuda de Estado puede producirse bien mediante la transmisión de los fondos públicos, como sucede en una subvención, o bien mediante la abstención en el cobro de impuestos, que es lo que se planteaba en el caso con la exoneración del crédito público.

Para apreciar si una medida estatal constituye una ayuda prohibida, debe determinarse si la empresa beneficiaria recibe una ventaja económica que no habría obtenido en condiciones normales de mercado. Es el denominado “test del inversor privado” o “prueba de un operador en una economía de mercado” que permite comprobar si el receptor de la ayuda pública habría obtenido las mismas prestaciones de una entidad privada bajo condiciones de mercado. En caso afirmativo, y si la Administración pública hubiera actuado como un acreedor privado, la ventaja no será considerada ayuda de Estado.

Cuando se trata de la exoneración del pasivo pendiente, hay que tener en cuenta que precisamente son los acreedores privados los que la padecen, por lo que, desde este punto de vista, no podría considerarse ayuda de Estado, pues éste sufriría en la misma medida que lo hacen los acreedores privados

El perceptor de la ayuda debe obtener una “ventaja selectiva”, lo que significa que solo la perciben algunas empresas.

La selectividad de la medida consiste en comprobar si ésta introduce entre los operadores que se encuentran en una situación fáctica y jurídica comparable, una discriminación no justificada.  No basta, pues, que exista una diferencia de trato, ni que tal medida afecte a determinados sujetos, sino que es preciso que esa diferencia de trato no se encuentre justificada.

Pues bien, a juicio del TJUE en sentencia que comento, “basta señalar que, en el marco de las disposiciones de la Ley concursal que regulan el procedimiento de liberación de las deudas, las personas a las que no se permite acogerse a ese procedimiento, ya sea porque no están comprendidas en el ámbito de aplicación de ese procedimiento o porque no se cumplen los requisitos previstos en el artículo 142 de dicha Ley, no se encuentran en una situación fáctica y jurídica comparable a la de las personas a las que se concede ese beneficio habida cuenta del objetivo perseguido por esas disposiciones, que es, (…) permitir a una persona física declarada en concurso, deudor de buena fe, reanudar una actividad empresarial habiendo quedado descargado de las deudas que, al término del procedimiento concursal del que ha sido objeto esa persona, no han sido satisfechas”.

Es decir, no hay discriminación no justificada entre los deudores que pueden acogerse al procedimiento concursal y los que no pueden hacerlo pues entiende que ambos tipos de deudores no se encuentran en situación fáctica y jurídica comparable. Por eso, entiende la sentencia comentada que “una liberación de deudas “no puede calificarse como ayuda de Estado”.

En definitiva, la excusa de que la exoneración del crédito público podría suponer una vulneración de la normativa europea NO VALE.

La Propuesta de Directiva de Segunda Oportunidad no prohíbe la exoneración del crédito público, dejando en manos de legislador de cada Estado miembro la decisión de permitir la exoneración o no. Por lo tanto, la pelota está en el tejado del legislador español.

La Propuesta de Directiva europea obligará a cambiar nuestra regulación en materia de segunda oportunidad porque nuestra ley es abiertamente contraria a la regulación europea. El cambio será a mejor, sin duda. No hace falta esperar a la aprobación del texto europeo. Podemos cambiar ya la ley haciéndola más atractiva para empresarios siguiendo los criterios de la propuesta. Como se aprecia en el cuadro adjunto, son pocos los deudores (y menos los empresarios) que se están acogiendo a ella. No llegamos ni al 20% de concursos de persona física cuando en países como Portugal, el porcentaje es del 70%.

La ley de SOp ha fracasado y lo ha hecho porque cuando se promulgó no se quería rescatar personas, sino votos. Esta reforma concursal es urgente y esperemos que en este punto haya acuerdo entre los partidos políticos y no dejen que, de nuevo, la banca imponga su criterio.

 

 

  Concursos totales Consumidores Empresarios persona física Porcentaje concursos de persona física
2013 9.937 794 240 10,4%
2014 7.280 716 182 12,3%
2015 5.746 674 208 15,3%
2016 4.754 649 182 17,4%

 

[1] Es decir, todo el crédito privilegiado, el crédito contra la masa y, si no intenta un acuerdo extrajudicial de pagos, también el 25% del pasivo ordinario (art. 178 bis.3.4º LC).

[2] Dispone el art. 107.1 Tratado de Funcionamiento de la UE que “salvo que los Tratados dispongan otra cosa, serán incompatibles con el mercado interior, en la medida en que afecten a los intercambios comerciales entre Estados miembros, las ayudas otorgadas por los Estados o mediante fondos estatales, bajo cualquier forma, que falseen o amenacen falsear la competencia, favoreciendo a determinadas empresas o producciones”.

[3] Sexta Directiva 77/388 CEE del Consejo, de 17 de mayo de 1977, materia de armonización de las legislaciones de los Estados miembros relativas a los impuestos sobre el volumen de los negocios

[4] Art. 142 Legge Fallimentare

Despilfarro público

En la encuesta Executive Opinion Survey que el World Economic Forum hace a una muestra de ejecutivos empresariales de gran número de países, los españoles califican  con una pésima nota el despilfarro del gasto público: está a la cola de su valoración de 85 diferentes aspectos del entorno empresarial, junto a la confianza en los políticos y las pesadas cargas que les impone la Administración. La persistencia de esta opinión a lo largo de varios años,  me hizo pensar que podía tener una base ideológica, hasta que la entusiasta periodista Ana Alonso, en sus intervenciones en el programa la Ventana de la SER, llamó mi atención sobre la cantidad de casos de flagrante despilfarro que se producían en inversiones realizadas por los tres niveles de las administraciones públicas y me acercó, además, a la Web despilfarropublico.com. Bien es verdad que algunos empresarios son beneficiarios de esa política irresponsable y que, como apuntaremos luego, en algunos casos son corresponsables de su ocurrencia, pero viendo esos datos sorprende menos la pésima nota otorgada a ese aspecto del marco institucional.

Los detalles de los 142 casos que he obtenido de la citada Web, completada con los reportajes de Ana Alonso, proporciona una imagen desoladora de como se ha malgastado el dinero del contribuyente. De esas 142 inversiones, 110 no se terminaron o no se utilizan. El resto son excesos injustificados que, además, en muchos casos, generan gastos corrientes (piénsese en la Caja Mágica de Madrid o en muchos de los aeropuertos que surgieron por doquier). El monto total de esas inversiones superan los 35.000 millones de euros, que se reducirían a 19.000 millones si excluyéramos las líneas 9 y 10 del metro de Barcelona, que alcanza los 16.000 millones, realizada por la Generalitat de Cataluña. Pero no vemos motivos para realizar esta exclusión.

En junio 2002 Artur Mas inauguró las obras de la línea 9 y 10 que iban a costar 2.000 millones de euros y estarían en marcha en el 2007. Hoy, con una inversión total de más de 16.000 millones, las líneas están muy incompletas y no tienen viso de terminarse. Quedan todavía 4 kilómetros por perforar y 16 estaciones por poner en servicio, entre los cuales se encuentran el tramo central de la L9, que debería transcurrir entre Zona Universitaria y La Sagrera. Precisamente, esta es la zona que más demanda podría acoger, ya que cruza los barrios del norte de Barcelona, donde viven aproximadamente 700.000 personas, pero sus obras parecen definitivamente abandonadas.

Es muy notable el despilfarro que se ha producido en torno al proyecto de extender el AVE. Sin entrar en la lógica económica de una red muy extensa de alta velocidad, las obras emprendidas han generado gastos que son auténticos despilfarros, por un monto de casi 4.500 millones. Y no me refiero a obras que entrarían en la calificación de “excesos”, como estaciones que apenas nadie usa, sino  a inversiones contrarias a cualquier análisis técnico riguroso, como los túneles bajo Pajares que han sido abandonados por las graves filtraciones tras haber enterrado 3.500 millones de euros. O tramos del AVE nunca terminados en las provincias de Almería y de Málaga.

Es bien conocido el gusto de los responsable políticos territoriales por los aeropuertos (Huesca, Albacete, Ciudad Real, Castellón, Burgos, Logroño, Lleida, Corvera en Murcia), que apenas han sido usados y que, en ocasiones, su escaso uso ha sido incentivado con subvenciones a compañías aéreas – de forma que el contribuyente paga dos veces el exceso. Los déficits corrientes que generan, como pone de manifiesto que no es infrecuente que el número de empleados supere el número de pasajeros, sería una tercera vía por el que los excesos podrían recaer sobre los contribuyentes.

Autopistas, autovías y otras infraestructuras para el tráfico rodado han dado lugar a enormes despilfarros, consecuencia de la ausencia de una planificación racional. Ausencia que muchas veces se explica por ser una respuesta precipitada e irresponsable a las presiones de empresas constructoras. Van desde las autopistas radiales de Madrid (y otras de peaje en Catilla La Mancha) que van a acabar incidiendo en los presupuestos del Estado en unos 4.000 millones, a túneles no terminados (como el de la A-68 en Zaragoza), o a tramos de autovía nunca usados (como la AG-51 en Vigo). Sin olvidar los 83 millones de euros invertidos en Talavera de la Reina en un puente –el segundo mayor de Europa, dicen- que ningún vehículo ha transitado… porque era parte de una circunvalación que nunca se hizo.

Los transportes urbanos tienen, lógicamente, mucho atractivo para los municipios, pero en muchos casos los proyectos emprendidos han sido un auténtico despilfarro. Además del citado en Barcelona, hay seis de ellos, tres de tranvías y tres de metro, que han supuesto una inversión conjunta de 557 millones que nunca han entrado en funcionamiento, porque no se han terminado o porque, terminados, no han entrado en uso. Eso sí, los 120 millones gastados en el tranvía de Jaén han permitido ampliar el aparcamiento público, sobre las vías.

Otras grandes infraestructuras, como el nuevo puerto de Coruña que lleva invertidos más de 1.000 millones de euros tienen dudosa racionalidad. Otras de mayor justificación, como dos plantas desaladoras en Baleares y una en Torrevieja (Alicante), que han costado en su conjunto 460 millones de euros no se usan por deficiente diseño del proyecto o por no querer asumir el coste de la electricidad necesaria para el funcionamiento de la planta.

Más de 50 proyectos culturales, recreativos, y deportivos, cuya inversión en su conjunto supera los 2.400 millones de euros están, en el mejor de los casos, manifiestamente infrautilizados, cuando no en estado de abandono. De hecho hay 22 de ellos que no han sido terminados, entre los que sobresalen la Ciudad de la Cultura de Galicia que supuso una inversión de 300 millones y la Ciudad del Medio Ambiente de Soria que ocasionó un gasto de 93 millones para no terminar el proyecto y, asómbrense, hacer un importante destrozo medioambiental. Y diez de ellos fueron terminados pero no se usan, entre los que sobresale el Palacio de las Artes de Valencia con una inversión de casi 500 millones. Entre los muchos que han tenido algún uso pero representan un proyecto a todas luces excesivo, sobresalen la Caja Mágica de Madrid y el Estadio Olímpico de la Cartuja en Sevilla. Pero hay muchos más. En Extremadura hay 5 Palacios de Congresos (uno de ellos aún no terminado): 3 en la provincia de Badajoz y 2 en la de Cáceres.

La imagen que proporciona esta amplia muestra de casos es la de una gestión pública irresponsable, aunque existan proyectos de inversión pública bien gestionados. En muchos casos la mala gestión no es inocente. Corresponde a unos intereses concretos que han operado para generar ese despilfarro. Fijándonos, por ejemplo, en el puente de Talavera de La Reina, una empresa ganó un concurso, realizó esa obra que no tiene ninguna utilidad y ganó su margen. La ley de Transparencia, bastante cicatera en su planteamiento, no funciona ni en sus términos restrictivos y no podemos acceder a la información sobre ese proceso administrativo, ni sobre tantos otros. Pero merecería la pena poder hacerlo. Igualmente, ¿es simplemente un descuido de mal gestor no tener los informes técnicos que hubieran desechado la opción de esos túneles bajo Pajares que gastaron 3.500 millones de los contribuyentes sin ninguna utilidad? De nuevo, una empresa fue adjudicataria de esas obras y ganó su margen. Uno tiene la impresión de que no pocas obras obedecen al interés de unas empresas en hacerlas, empresas que luego resultan ser las adjudicatarias.

Evitar estos casos no requiere establecer complejos requisitos ex ante. Esta vía ya se ha seguido con el único resultado de aumentar la burocracia. Sería necesario avanzar en, al menos, tres frentes: la programación de las inversiones públicas, con un control cualificado e independiente en la definición de los proyectos  (quienes den el visto bueno  deben ser profesionales cualificados que no dependan del responsable del proyecto); una elevada transparencia en el proceso de adjudicación de las obras, que podría ser supervisado ex post por una autoridad independiente; y un mejor funcionamiento de la ley de Transparencia, para que la sociedad civil pueda ejercer su control.