La retribución de nuestros altos funcionarios vía Consejos de Administración de empresas públicas

 

A nadie se le escapa que, si queremos una Administración Pública de calidad, servida por funcionarios competentes y, a la vez, lo bastante independientes para poder realmente garantizar el servicio a los intereses generales, hemos de dotar a esos funcionarios de una retribución suficiente.

Si los funcionarios no están retribuidos en proporción a los conocimientos que se espera que tengan y la responsabilidad que se espera que asuman, lo que ocurre, evidentemente, es que sufrirá la calidad pues los más preparados optarán por otros puestos mejor retribuidos.

La retribución de los funcionarios además de suficiente, debe ser predominantemente fija[1] y pública pues, cuanto más se haga depender esa retribución de la decisión de los superiores y menos transparencia haya en torno a su cuantía, mayor será lógicamente el riesgo para la imparcialidad en el desempeño dela función.

Por tanto, como mínimo, son tres los elementos de la retribución funcionarial que a todos nos interesa exigir: suficiencia, fijeza y transparencia.

Frente a lo anterior, no se puede desconocer que, en los últimos años, múltiplesfactores han alejado las retribuciones de nuestros altos funcionarios de esos caracteres ideales a los que se acaba de hacer referencia. La suficiencia se ha visto afectada por las restricciones presupuestarias, lo que ha afectado a todos los funcionarios en general, de todos los niveles.Pero además, en el caso de los altos funcionarios (sobre los que pesa en mayor medida la responsabilidad de velar por el sometimiento dela Administración Pública a los fines que la justifican) se han visto también afectados, la fijeza y la transparencia.

Quizá para evitar que la necesaria subida retributiva a estos funcionarios se haga extensiva a todos los demás (con el consiguiente aumento general del gasto público) o por la vaga idea que pueden tener los políticos de que un aumento retributivo a los altos funcionarios podría verse mal entre amplios sectores depoblación que, al finy al cabo son votantes, o por un poco de todo, lo cierto es que se han buscado salidas para retribuir a los altos funcionarios al margen de los complementos de destino y específicos que constan en las Relaciones de Puertos de Trabajo que obligatoriamente se han depublicar.

Una de la fórmulasretributivasalternativas que se ha venidoutilizando y que el público en general no siempre conoce, es el cobro de dietas por asistencia como vocales a Consejos de Administración de empresas públicas[2]. Estas dietas, pueden suponer para un alto funcionario, una retribución bruta anual de 6.800 a 12.000 euros, adicionales a su sueldo, por cada Consejo del que formen parte[3]. No es pues una retribución despreciable, máxime si se tiene en cuenta que, además se percibe a cambio de una dedicación que, en principio, no es muy exigente, ya que se limita a acudir a once reuniones anuales, cuya duración tampoco es excesiva. Incluso, si no se acude a la reunión, puede cobrarse la dieta ya que basta con enviar una delegación de voto en favor de cualquier otro vocal.

El sistema tiene cobertura legal[4] y se suele justificar argumentando que estos funcionarios representan y defienden los intereses de su ministerio de procedencia en la empresa pública de que se trate. Sin embargo, no hace falta un análisis demasiado sofisticado para comprobar, a partir de las relaciones de consejeros de estas empresas que, en muchas ocasiones, o el ministerio en cuestión no tiene conexión aparente con la actividad de la empresa, o el funcionario designado, dado el puesto que ocupa, no pareceel más idóneo para transmitir o defender ese interés.

El sistema plantea muchos problemas y debiera ser revisado por numerosas razones.

En primer lugar, la fórmula es mala desde el punto de vista de la preservación de la imparcialidad funcionarial. Los puestos en consejos se atribuyen sin criterios objetivos conocidos quedando pues a la decisión de los superiores el determinar qué funcionariospueden acceder a quéconsejos (los cuales, como seha dicho, no se pagan igual en todas las empresas públicas). Esto supone que se dota a los superiores, en cuyas manos está el proponer los nombramientos para estos puestos, de un instrumento importante para premiar o castigar a determinadosfuncionarios.

En segundo lugar, el sistema es nefasto desde el punto de vista dela trasparencia[5]. No se sabe, gracias a este mecanismo, cuánto cobran los altos funcionarios. No siempre se sabe tampoco, cuando se acude a ver los nombres de consejeros delas empresas públicas, cuales son altos funcionarios y cuales no y, en el caso delos primeros, cual es su destino principal. Así, no es extraño enestos casos que, la información facilitada al respecto por las empresas públicas en sus portales de transparencia,sea incompleta[6].

En tercer lugar, el sistema es más que mejorable desde el punto de vista del control de la gestión de las empresas públicas. Muchos altos funcionarios desconocen totalmente (y no tienen por qué conocer) los sectores en los que las empresas públicas delas que son consejeros desarrollan su objeto social y en ocasionesdesconocen también (y, por su formación, no tienen por quéconocer) la normativa contable ymercantil cuyo manejo es imprescindible para desempeñar la labor de consejero. Ello repercute, sin duda, en el correcto funcionamiento de los consejos delas empresas públicas y también en el adecuado control de sus operaciones (como se está viendo recientemente en muchos casos de actualidad). Y, no es solo que los altos funcionarios que se ven formando parte de estos consejos a efectos puramente retributivos, no tengan siempre los conocimientos necesarios. Tampoco tienen tiempo suficiente para dedicarlo a este puesto (que se les ofrece para completar su sueldo sin liberarles de su trabajo habitual) ni tienen conocimientointerno delas empresas a las que acuden una vez al mes, ni delas operaciones que se les pide que aprueben (que conocen solo por la documentación que se les facilita; si tienen tiempo de estudiarla).

El sistema puede ser también desmoralizador para el propio personal de las empresas públicas que ve como sus posibilidades de ascenso en la empresa a los atractivos puestos de consejero, se ven limitadas por la reserva de un amplio porcentaje del Consejo a estos altos funcionarios que, desde su perspectiva, nada saben del negocio.

Finalmente (aunque seguramente haya más inconvenientes que un análisis más extenso y profundo permitiría exponer), el sistema es pésimo para los propios funcionarios. No es solo que sea frustrante y desincentivador desconocer los criterios por los que se adjudican los consejos y ver como se asignan consejos mejores, o simplemente un consejo, a colegas que, en opinión del afectado,tienen menos méritos o menorresponsabilidad. Además, es que los funcionarios asumen como consejeros una serie de obligaciones y posiblesresponsabilidades (incluso penales) queno estádentro de su sueldo asumir[7]; a cambio de una retribución que, vista desde esta perspectiva es, claramente, insuficiente.

Sirvan estas líneas solo para dar a conocer el problema y abrir la puerta a una reflexión sobre su idoneidad desde los distintos puntos de vista. En todo caso, se insiste en que no se defiende aquí una disminución del sueldo de los altos funcionarios. Antes al contrario, lo que se defiende, para garantizar una función pública imparcial y de calidad, es que se integren en su sueldo fijo las cantidades que ahora perciben a partir de fórmulas tan “creativas” como ésta a la que se acaba de hacer referencia.

[1] Cualquier componente variable debería estar, en todo caso, basado en índices objetivos y comprobables.

[2] Se exceptúa de esta retribución a los altos cargos que forman parte de los Consejos (art. 13.2.3 Ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado).

[3]En el mismo art. 13 citado ut supra, se establece un máximo de dos Consejos por funcionario, salvo autorización del Consejo de Ministros.

[4] Arts.173 y 180 Ley 33/2003, de 3 de noviembre, del Patrimonio de las Administraciones Públicas; Art. 28.2 del Real Decreto 462/2002, de 24 de mayo sobre indemnizaciones por razón del servicio.

[5] Ver www.elmundo.es. 29de febrero de 2016. “Las dietas de los consejeros, en el punto de mira del Tribunal de cuentas”.

[6] Por ejemplo,no se identifican en absoluto o solo se identifican como consejeros externos independientes los altos funcionarios en el Consejo de empresas públicas comoAcuaes o Correos. En cambio, otras, como Navantia, Sepides,Enusa o Agencia EFE, hacen constar el puesto ocupado por los altos funcionarios, aunque pocas veces su cuerpo de origen.

[7] El art.115 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, del sector público contempla, como novedad, la asunción de esta responsabilidad por la Administración General del Estado que designa al consejero, sin perjuicio de que esta pueda a su vez, reclamar al funcionario en caso de dolo, culpa o negligencia graves.

Presentación de nuestro libro “Contra el capitalismo clientelar”

Tal y como se puede leer en el cartel adjunto, el próximo lunes a las 19.00 horas en la Fundación Rafael del Pino, calle Rafael Calvo, 39, de Madrid, tendremos el placer de presentar oficialmente el libro que hemos escrito los editores del blog, con participación de los editores de HD Joven, y bajo el nombre colectivo y ampliamente comprensivo y flexible de Sansón Carrasco, nombre que ya nos amparó en el libro anterior, llamado ¿Hay Derecho? y que ahora nos vuelve a servir con la inclusión de nuevos miembros, pero siempre con el mismo espíritu quijotesco de hacer entrar en razón a quienes sufren desvaríos.

Tenemos la intención de que no sea una presentación al uso con tediosos monólogos, sino un diálogo interactivo entre algunos de nosotros y estrellas invitadas como Luis Garicano y Jesús Fernández Villaverde, de sobra conocidos en ámbitos regeneradores e incluso políticos.  Sin duda, nos servirán de contrapunto para perfilar, desde el punto de vista económico en el que son expertos, cuestiones esenciales para entender por qué nuestro país no avanza todo lo que podría si sus instituciones funcionaran con más racionalidad, sentido común, transparencia y rectitud. Contaremos además con la inestimable moderación de Carlos Sebastián, conocido economista y escritor, muy vinculado también a nuestras tareas. Por supuesto, habrá coloquio en el que intervendrán los demás autores y se admitirán preguntas, incluso las que no sean a través de plasma.

Gozaremos además de la sala grande de la mencionada fundación, con gran capacidad, por lo cual no hay que preocuparse por el aforo. Animaos y venid, porque creemos que merecerá la pena.

Aquí al lado podéis ver la ubicación de la Fundación, en pleno centro de Madrid.

Por cierto, quien quiera conocer algo del libro puede ver en este post anterior un capítulo y leer varias entrevistas y artículos que se enlazan. Y aquí añadimos las que hemos conocido o hecho desde entonces: una entrevista en Periodista Digital, una reseña de Joaquín Estefanía en El País, y una reseña en La Vanguardia.

Pero, ¿qué es la compensación por riesgo de tipo de interés?  

Cada vez se están concediendo más hipotecas a un tipo de interés fijo durante toda la vida del préstamo, modalidad que, hasta hace pocos años, era una auténtica rareza. Prácticamente todos los préstamos hipotecarios estaban referenciados a un tipo de interés variable, generalmente el euribor.

Pues bien, en las hipotecas a tipo fijo, se están incluyendo con cierta frecuencia (no en todos los casos, ni todas las entidades), una comisión que se llama compensación por riesgo de tipo de interés, y que consiste básicamente en una posible comisión en caso de querer pagar anticipadamente parte o toda la hipoteca, que es compatible, y se suma, a la antigua comisión de cancelación.

Introducida como novedad en el artículo 9 de la ley 41/2007, tiene como justificación la siguiente, explicada sin mucho tecnicismo: si la entidad ha prestado un dinero al tipo fijo, por ejemplo, del 3 por ciento, tiene la expectativa de este rendimiento del dinero prestado durante toda la vida del préstamo. Si más adelante el deudor quiere devolver todo o parte de él anticipadamente, pueden darse dos situaciones. Que el mercado esté prestando en ese momento, de media, a un tipo de interés fijo superior al de este préstamo en particular (un 4%), o que por el contrario la media del mercado sea inferior a nuestro préstamo particular (pongamos un 2%).

En el caso de que la media sea superior, el banco puede volver a prestar ese dinero con un rendimiento superior, de modo que nada hay que compensar, y por tanto no ha lugar a compensación.

Pero… si la media es inferior, se da el supuesto de hecho y el deudor que quiera hacer una amortización anticipada, total o parcial, deberá pagar esta segunda comisión (aparte, como he indicado antes, de la antigua comisión de cancelación, ahora llamada compensación por desistimiento, y que tiene un máximo de 0,5 % para consumidores).

Y, ¿de cuánto estamos hablando? Pues hay muchas variaciones en cuanto al tanto por ciento que las entidades financieras establecen para esta comisión. Hay algunas que simplemente no la incorporan. Algunas la fijan en un 1%, pero hay otras que pueden llegar nada menos que al 5 por ciento (y de hecho la ley no fija límite máximo), lo cual es una absoluta barbaridad tanto por la cuantía en sí como por lo que supone de establecer un obstáculo muy importante para evitar que el deudor tenga la tentación de cambiarse de banco, operación que por otra parte ya estaba antes suficientemente obstaculizada por una reforma legal muy a favor de la banca que hizo –oh, vaya- la misma ley 41/2007 que ha creado esta comisión que estamos tratando, y que critiqué en este post y en este otro post.

En todo caso, los bancos que introducen esta comisión en las hipotecas lo hacen estableciendo un porcentaje, como en cualquier otra comisión. No obstante, si se lee atentamente el artículo 9 de la ley 41/2007, nos encontramos una pequeña sorpresa. Dice su párrafo 4º:

 

      El contrato deberá especificar cuál de las dos modalidades siguientes para el cálculo de la compensación por riesgo de tipo de interés será aplicable:

  • Un porcentaje fijo establecido en el contrato, que deberá aplicarse sobre el capital pendiente en el momento de la cancelación.
  • La pérdida, total o parcial, que la cancelación genere a la entidad, calculada de acuerdo al apartado 2. En este caso, el contrato deberá prever que la entidad compense al prestatario de forma simétrica en caso de que la cancelación genere una ganancia de capital para la entidad.

 

Es decir, la ley permite que “se pacte” en el contrato una de las dos modalidades de comisión que prevé. La primera, que es la que se usa siempre por parte de las entidades, y consiste en un porcentaje fijo.  Dada la redacción de esta primera posibilidad, parece que bastaría que hubiera pérdida patrimonial para que el banco cobrara ese porcentaje por completo, es decir, que aunque la pérdida fuera, en términos porcentuales, inferior al porcentaje, el banco cobraría éste de manera íntegra. Algún banco indica que en todo caso la comisión no puede ser superior a la pérdida real, como en este ejemplo, pero en otros esa indicación no existe.

Luego está la segunda posibilidad, que consiste en que el cliente abone todo o parte de la pérdida real, pero con un añadido: que en este caso si el banco tiene ganancias, deba compensar al cliente. Es decir, que si vamos a jugar, juguemos todos en igualdad de condiciones; de modo que en un escenario de ganancia para el banco, el cliente pueda también beneficiarse de ella en régimen de igualdad, cobrando él, y no el banco, esa compensación.  No creo que les sorprenda saber que esta posibilidad tan igualitaria no se pacta nunca en la práctica.

En resumen: la compensación por riesgo de tipo de interés se introduce como novedad en 2007, periodo previo a la crisis, y supone que el banco puede exigir una cantidad en caso de que la devolución anticipada de parte o de todo el préstamo le genere una pérdida de capital. El cálculo de esa pérdida de capital es suficientemente complicado como para que nadie que no sea un experto sea capaz de calcularla por sí mismo, de modo que, en la práctica, habrá que fiarse de lo que diga el banco, en documentos que serán difíciles de entender. Si la comisión se fija por medio de un porcentaje, no tiene límite máximo, de modo que ha llegado a ser tan excesiva como el 5% (aunque parece que se está moderando a la baja en los nuevos contratos). La ley no dice expresamente que, si la pérdida es inferior al porcentaje establecido, solamente haya de cobrarse la pérdida de capital; es verdad que algunos bancos añaden esa limitación, pero otros la han quitado, por lo que cobrarían todo el porcentaje aunque la pérdida real fuera inferior. La segunda posibilidad, no fijar un porcentaje, sino pagar el deudor por la pérdida real o parte de ella, pero cobrar el deudor a la inversa la ganancia o parte de ella si la hubiera, que es más equilibrada para el propio deudor, no se usa nunca porque los bancos no la ponen. Esta comisión es compatible con la compensación por desistimiento, y ambas podrían suponer una barrera importante en algunos casos para que consumidor pudiera trasladar su hipoteca de un banco a otro que le ofrezca mejores condiciones, traslado que ya está bastante trabado por el legislador por otras razones. Y, por último, hay que recordar que los tribunales están especialmente sensibilizados respecto de los contratos bancarios en los temas de transparencia, comprensibilidad real y equilibrio de prestaciones entre las partes.

¿Qué podría salir mal?

 

Reparto de dividendos y art. 348 bis: actuación en la Junta General

Estamos en plena “temporada” de Juntas Generales de sociedades y este año socios y administradores han de plantearse como deben actuar en relación con el resucitado art. 348 bis LSC, que establece un derecho de separación del socio disconforme cuando no se repartan como dividendos un tercio de los beneficios. Como ya tratamos los problemas generales de este artículo (aquí), me limito a las cuestiones que tienen relación con la actuación en la Junta.

Desde el punto de vista del socio, se plantean muchas dudas dada la desafortunada redacción del artículo, que dice: “el socio que hubiera votado a favor de la distribución de los beneficios sociales tendrá derecho de separación en el caso de que la junta general no acordara la distribución como dividendo de, al menos, un tercio de los beneficios”. Interpretada literalmente produce resultados absurdos, como que se pueden separar  los socios  “integrantes de la mayoría que propugnan un reparto de beneficios inferior al legal”, como señala la Sentencia de la AP de Barcelona de  26 de marzo 2015. Lo que sucede es que la norma está presuponiendo una propuesta de reparto superior al tercio y solo en ese caso tiene sentido.

Pero ¿Como debe actuar el socio disconforme cuando la propuesta de reparto no cumple el mínimo legal?. En el caso resuelto por esa sentencia, la sociedad sostenía que los minoritarios debían haber solicitado un suplemento a la convocatoria introduciendo un punto del orden del día con una propuesta de reparto superior al mínimo. La Audiencia lo rechaza y entiende que en ese caso basta “que el socio asistente a la junta muestre en ella su posición favorable a un reparto de dividendos en cifra superior a una tercera parte de los beneficios, de un lado, y que la junta acuerde una distribución distinta (inferior)”.

Por tanto, se pueden dar dos casos:

– Si el reparto propuesto cubre el mínimo legal y es rechazado, los que hayan votado a favor tendrán derecho de separación sin necesidad de ninguna manifestación adicional, pero han de asegurarse que conste el sentido de su voto en el acta de la Junta.

– Si la propuesta es un reparto inferior -o nulo-, el socio debe asegurarse de que en el acta consta su voluntad de que se reparta el dividendo mínimo (no es necesario que exprese en ese momento su voluntad de ejercer el derecho).

Como la ley hace depender el derecho del sentido del voto, parece que no lo tendrán los socios sin derecho a voto. La justificación sería que con arreglo al artículo 99.2 LSC si existen beneficios la sociedad tiene que repartir el dividendo mínimo fijado en los estatutos, por lo que la participación en las ganancias estará ya asegurada por esta vía.

En el caso de usufructo de acciones o participaciones, la regla general es que el voto corresponde al socio, por lo que en principio coincidirá este con el derecho de separación. Sin embargo, en el caso en que por estatutos le corresponda al usufructuario,  el derecho sigue correspondiendo al socio, que es el que va a recibir el valor de sus participaciones (sin perjuicio de la aplicación de las normas de liquidación del usufructo).

Se puede plantear qué sucede cuando existen beneficios en las filiales y estas no han distribuido dividendos a la matriz. ¿Cabe en este caso que los socios de la cabecera de grupo ejerzan el derecho de separación si no reciben como dividendos un tercio de los beneficios totales  del grupo? Aunque entiendo que sí hay identidad de razón, es dudoso que una norma excepcional como el art. 348 bis pueda ser objeto de aplicación analógica. Creo que si la filialización se ha producido con posterioridad a la publicación de la reforma del art. 348 bis, cabría entender que existe fraude de ley. No puedo tratar aquí este tema en profundidad pero  limitándome a la actuación del socio en la Junta, está claro que si pretende ejercer su derecho en este caso también deberá manifestar en la Junta que se debe repartir el dividendo mínimo teniendo en cuenta los beneficios de las filiales.

Hay que destacar que la actuación del socio en el sentido indicado no supone el ejercicio del derecho de separación, sino el inicio del plazo de un mes para ejercitarlo. Es dudoso que para ese ejercicio sea  suficiente la manifestación en la Junta, porque  el art. 348 para ello exige la forma escrita y además el destinatario de ese escrito parece ser el órgano de administración y no la Junta. A efectos de la prueba (no de validez, como señaló la SJM de San Sebastián de 30 de marzo de 2015)  se debe hacer  por un medio  que permita probar la recepción y el contenido de ese escrito (notificación notarial, burofax).

En cuanto a la actuación de los administradores, parece que como regla general deben proponer el reparto del dividendo mínimo legal, para evitar a la sociedad los problemas que puede plantear la separación. Por otra parte, el art 276 de la LSC prevé que en la propuesta se determine el momento del pago del dividendo, lo que el 348 bis no ha modificado. En consecuencia, y para evitar los problemas de liquidez inmediata, parece posible acordar (por mayoría ordinaria) el aplazamiento de pago del dividendo. El límite será el abuso de derecho: es posible aplazarlo, incluso por un periodo largo, pero siempre que se pueda justificar su necesidad en función de la previsión de flujos de caja de la sociedad. Como insisto más adelante, el derecho del socio se debe subordinar a la conservación de la empresa.

El acuerdo del dividendo mínimo es compatible con otras actuaciones destinadas a reforzar el capital de la sociedad. Los socios que quieran pueden aportar en un aumento de capital lo recibido como dividendo (o de la cantidad neta después de impuestos si no se quiere obligar a los socios a aportar nuevos fondos).

Como la ley no establece un dividendo obligatorio, es posible que se proponga y apruebe una aplicación del resultado que no cumpla el mínimo legal, exponiéndose al derecho de separación. El socio disconforme puede no ejercerlo o incluso renunciar a hacerlo en la propia Junta, lo que abre una cierta posibilidad de negociación entre mayoría y minoría. Podrían pactar un reparto inferior al mínimo legal y la renuncia simultánea al derecho de separación, o la recompra por los socios o la sociedad de parte de sus acciones o participaciones. Pensemos que esto último es equivalente al reparto de dividendo y posterior aportación por los socios, pero sin el coste fiscal.

Otra cuestión es si la sociedad puede evitar el ejercicio de separación en algún caso.

Entiendo que se podría considerar abusivo el ejercicio del derecho de separación en dos supuestos:

En primer lugar, cuando el socio hubiera firmado previamente un pacto en el cual se acordara la suspensión del dividendo. Es cierto que la jurisprudencia del TS hace prevalecer la normativa societaria y los estatutos frente a los pactos parasociales, incluso unánimes. Sin embargo hay que tener en cuenta que en este caso no se trata de impugnar un acuerdo social contrario a un pacto privado, sino del ejercicio de un derecho concreto por ese socio incumplidor. La STS de 25 de febrero de 2016, en un caso en que por pacto se había concedido el voto a un usufructuario sin modificar los estatutos entendió “cuando el acuerdo social ha dado cumplimiento al pacto parasocial, la intervención del socio en dicho pacto puede servir… como criterio para enjuiciar si la actuación del socio que impugna el acuerdo social respeta las exigencias de la buena fe”. Y por considerar esa actuación abusiva rechazó la impugnación del acuerdo, que sin embargo era contrario a la norma general de que el voto corresponde al socio.

En segundo lugar, cuando el ejercicio del derecho pueda provocar la insolvencia de la sociedad.  La doctrina entiende que el socio tiene un deber de lealtad con la sociedad, y la jurisprudencia que existe un interés general en la conservación de la empresa. Además, el art. 217 LSC establece que se debe “promover la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la sociedad”,  lo que implica que el legítimo interés del socio a obtener lucro a través del dividendo debe estar subordinado a este interés de mantenimiento de la empresa, por lo que si la falta de reparto de dividendos está justificada y el ejercicio del derecho de separación  compromete esa sostenibilidad, la sociedad puede alegar el abuso de ese derecho. Sin embargo, solo estas circunstancias excepcionales justificarían a alegación de abuso: no cabría oponerse, por ejemplo, porque se hubieran repartido dividendos en ejercicios anteriores.

La conclusión es que la norma no impone un reparto obligatorio de dividendos, pero que al haber intervenido el legislador en este conflicto de intereses, la actuación de los administradores debe ser en principio respetuosa del “standard” legal. Eso no impide que se pueda intentar llegar a pactos distintos, y que en todo caso el consentimiento individual del socio y el riesgo de la propia subsistencia de la sociedad actúen como límites al ejercicio del derecho.

Ignacio Echeverría y la razón práctica

Summum crede nefas animam praeferre pudori

et propter vitam vivendi perdere causas.

(Juvenal, Sátira VIII)

 

Ante la grandeza absoluta cualquier palabra que uno intente pronunciar resulta insignificante, superflua y hasta impertinente. Parece mucho mejor permanecer respetuosamente callado. No obstante, aunque estoy seguro de que lo que voy a decir no va a mejorar apenas el silencio, me atrevo a infringir el imperativo de Wittgenstein (“de lo que no se puede hablar hay que callar”). Y ello precisamente porque el asunto al que me voy a referir supone –a mi juicio- una clara muestra del error que subyace a ese imperativo: la idea de que no existe discurso racional más allá de las proposiciones de las ciencias naturales y de la tautología matemática. Una idea que puso en circulación hace ya cerca de un siglo el célebre filósofo vienés y que ha llegado a convertirse en una de las señas de identidad de nuestro tiempo.

La noche del pasado 3 de junio Ignacio Echeverría volvía con dos amigos de patinar en un parque de Londres cuando, al pasar por la zona del Borough Market, se topó con la escena del apuñalamiento indiscriminado de transeuntes por unos terroristas islamistas. En ese momento es de suponer que Ignacio debió de pensar que se trataba de unos delincuentes comunes que habían intentado perpetrar un robo cuya víctima se había resistido. Sobre la marcha decidió acudir en auxilio de la persona agredida en vez de salir corriendo (o más bien pedaleando, porque los tres amigos iban en bici). Y también debió de pensar que el skate que llevaba consigo era un objeto lo suficientemente contundente como para emplearlo como arma con la que enfrentarse con éxito a los agresores.

Analizando este pensamiento de Ignacio -reconstruido de esta forma hipotética- en el breve instante que precedió a su involucración en la acción, podemos constatar que en esos segundos o incluso décimas de segundo realizó tres juicios que implicaban tres usos diferentes de su razón, tres formas de racionalidad perfectamente distinguibles.

El primero de ellos fue un juicio sobre la realidad de los hechos que estaban acaeciendo. Ante la escena que le presentaban sus sentidos, su mente avanzó una interpretación: una persona estaba siendo atacada por otras, y además se trataba de una situación de violencia real. Creo recordar que en las cercanías del Borough Market existe un museo sensacionalista dedicado a los crímenes de Jack el Destripador. Por tanto, bien podía haberse tratado de una performance para los turistas, o también de una confusa reyerta de borrachos. Sin embargo, Ignacio interpretó correctamente los hechos: no como una ficción sino como algo real y donde se podía distinguir una parte agresora y una parte agredida y necesitada de ayuda. Es posible, sin embargo, –como he anticipado e indica el testimonio posterior de uno de los amigos que le acompañaban- que no enjuiciase correctamente el tipo de violencia callejera con el que se habían tropezado, que considerase a los agresores como delincuentes comunes y no como fanáticos terroristas islámicos.

En cualquier caso, este enjuiciamiento de los hechos es algo propio de lo que se conoce como “razón teórica” o “científica”, un uso de la razón cuyo objeto es el conocimiento de la verdad de las cosas y los hechos. También podría ser objeto de este uso de la razón la explicación causal de este acontecimiento: qué causas psicológicas, ideológicas, económicas, sociales, culturales o de cualquier otro tipo fueron las que llevaron a estos individuos a perpetrar semejante tipo de acción (como también la propia acción de Ignacio y la de sus amigos podría intentar ser objeto de una explicación causal o “conductista” semejante, como algo determinado necesariamente por unas concretas causas).

El juicio relativo a la idoneidad de un monopatín como arma y de la probabilidad de éxito de la acción individual iniciada por Ignacio pertenece a un orden de racionalidad diferente: a lo que se conoce como “razón técnica” o “instrumental”. La razón propia del ingeniero. No se trata aquí de conocer y explicar el mundo real, sino de manipularlo con éxito; dado un fin humano cualquiera –cuya bondad no se cuestiona-, el enjuiciamiento de los medios, instrumentos y procedimientos adecuados para alcanzar dicho fin. El objeto de esta razón no es la verdad, sino la eficacia, el éxito de la acción. Un saber de medios, de know-how, relativo a un hacer humano como “facere”.

Pero, en ese brevísimo lapso temporal que precedió a su participación en la lucha, Ignacio realizó un tercer tipo de juicio, que he dejado para el final porque es el más importante de los tres, tanto para él como para nosotros. Este juicio respondió a la pregunta ¿qué debo hacer en esta concreta situación? La cuestión que aquí se planteaba era de una naturaleza completamente diferente de las otras dos. En este caso se trataba de una cuestión de tipo moral o ético: ¿qué curso de acción era el correcto?, ¿permanecer quieto y a distancia?, ¿huir, como harían unos instantes después sus amigos cuando él ya había sido derribado?, ¿o intentar socorrer a la víctima enfrentándose a los agresores con los medios a su alcance?

Es muy difícil saber exactamente lo que sucedió en una situación tan inesperada como rápida y confusa, sobre todo cuando el protagonista ya no nos lo puede explicar. Pero parece razonable pensar que la implicación de Ignacio en la pelea no fue inevitable para él. Los tres amigos llegaron al lugar de los hechos en bicicleta, eran jóvenes, deportistas y se supone que dotados de esa agilidad especial que exige el deporte que venían de practicar. No parece que a Ignacio le hubiera resultado especialmente difícil huir del lugar con su bicicleta. Y sin embargo, hizo lo contrario de huir, se abalanzó blandiendo su skate contra los agresores. Es decir, justo lo contrario de la reacción más natural e instintiva de todo ser animado ante una situación de peligro (parálisis o huida).

Evidentemente, todo debió de ser muy rápido, pero necesariamente hubo un instante, por mínimo que fuera, en que Ignacio se planteó qué hacer en esa situación. Su respuesta a esta cuestión, que era una cuestión ética, un problema moral, se convirtió en la causa de su inmediata acción: su participación en la lucha.

Este juicio, que decidió su acción y su destino, aunque no deja de tener relación con ellos, pertenece a una esfera claramente distinta de aquellas a las que pertenecen los otros dos actos de juicio a que antes me he referido. En este caso, se trata de lo que Kant llamó la “razón práctica”, el uso de la razón que es propio del enjuiciamiento moral de la conducta humana. Aquí no se trata del conocimiento de la verdad de las cosas que suceden en el mundo físico, ni del éxito de nuestra interacción con el mundo, sino simplemente, de lo correcto, de lo que es bueno o malo, honesto o deshonesto, de los valores y de los fines. De lo que hay que hacer, pero no de un hacer como facere, sino como agere, del actuar humano ante las situaciones problemáticas que la vida nos va planteando a cada uno. En definitiva, de cómo conducir bien nuestra vida.

Y es algo intrínseco al ejercicio de esta razón práctica –como pone ejemplarmente de manifiesto este caso- su esencial mundanidad y temporalidad, en el sentido de que se pone en juego precisamente porque vivimos en un mundo, rodeados de circunstancias contingentes que en su mayor parte nos vienen dadas y no podemos elegir (como encontrarse precisamente la noche del 3 de junio en un determinado lugar); y porque exige de nosotros una respuesta en un momento justo, ni antes ni después. De nada sirve discernir lo correcto ex post facto, porque ni la historia general ni la nuestra individual tienen marcha atrás (siendo esta irreversibilidad lo que dota de sentido trágico y de su última relevancia a nuestra vida). La moralidad exige acertar en el tiempo oportuno, en el kairós, que decían los griegos. El caso de Ignacio fue especialmente extremo, porque apenas había tiempo material para decidir, pero la oportunidad o temporalidad en el sentido indicado es algo inherente a esta razón práctica a que me refiero.

Y ya que cito a los griegos, no puedo dejar de decir que, mucho antes que Kant, Aristóteles en su Ética a Nicómaco nos instruyó sobre la existencia de una virtud a un tiempo ética e intelectual, que llamaba frónesis (la prudentia de los latinos), que es precisamente la virtud del hombre que delibera y decide correctamente en las situaciones problemáticas o críticas de la vida humana. Una virtud, como la propia razón práctica, que la modernidad ha ido dejando de lado ante ese predominio de la razón teórica y de la razón instrumental que ha llevado consigo el desarrollo científico y tecnológico, y también como consecuencia del triunfo de una concepción sentimentalista y emotivista de la moral, hoy omnipresente entre nosotros.

Pues bien, ¿fueron acertados los juicios de Ignacio Echeverría en la noche del 3 de junio?

Su juicio teórico, según he indicado, quizá sólo fue correcto parcialmente, por cuanto no debió de percatarse de que se enfrentaba a terroristas fanáticos. Y su juicio de razón instrumental fue claramente desacertado: los cuchillos y el número de los agresores terminaron prevaleciendo sobre la contundencia del skate.

¿Y su juicio de razón práctica? Creo que todos estamos de acuerdo en que en este ámbito acertó de pleno, que hizo exactamente lo correcto. Él no fue la única víctima de esa noche asesina, pero sin duda es quien ha generado una corriente de simpatía y de reconocimiento universal, más allá de la condolencia, la consternación y la repulsa ante una muerte injusta. Inmediatamente que se divulgó la noticia de su acción y cuando todavía no se sabía que le había costado la vida, fue calificado en todos los medios como héroe. Y nada más haber certeza de su fallecimiento, el Gobierno de España se apresuró a anunciar la concesión de una medalla al mérito civil a título póstumo. Y ahora por todas partes se anuncian homenajes, y calles e institutos que se van a rotular con su nombre.

¿Y por qué héroe y mérito civil? Pues porque hizo lo que todos sabemos que es correcto y valioso en una situación completamente límite y con riesgo y sacrificio de su propia vida. E hizo lo correcto porque previamente había juzgado correctamente la situación desde el punto de vista moral, había discernido bien lo que debía hacer, cuando lo natural era que lo extremo de la situación hubiera ofuscado su juicio moral.

Pero más allá de la admiración, el reconocimiento y los homenajes –todos póstumos-, ¿fue realmente racional su conducta? Consideradas todas las cosas y en especial el final del asunto, ¿acertó en su decisión?

Para los que somos creyentes, parece que la respuesta es más sencilla: lo perdió todo, pero con toda seguridad salvó –santo súbito- lo único que importa. Desde la óptica de la “economía de la salvación”, no hay duda de su acierto.

Pero si ponemos entre paréntesis toda noción de trascendencia espiritual y planteamos la cuestión en términos estrictamente seculares, ¿cuál es nuestra respuesta? Sabiendo cómo terminó el episodio, si un hijo nuestro se encontrase en la situación de Ignacio, ¿qué le recomendaríamos que hiciera? ¿Qué huyese y conservase su vida? ¿O que intentase ayudar y muriese? Este es un interrogante que nos interpela a cada uno de nosotros, creyentes y no creyentes, cristianos, agnósticos, ateos, budistas o musulmanes de recto corazón. Un interrogante que tiene que ver con el sentido de la vida humana, con el sentido de la vida de cada uno de nosotros. Y que deberíamos responder con absoluta sinceridad.

Desde la lógica de la moral del éxito, del placer y la satisfacción individual que impera en nuestra sociedad, es difícil dar una respuesta positiva. En definitiva, la vida es un lapso de tiempo -lo más prolongado que sea posible mientras no se vea comprometida su “calidad”- que intentamos rellenar de la mayor cantidad de momentos, experiencias o “vivencias” (palabra ésta que como pocas define al hombre moderno, como nos enseña Gadamer) placenteras, agradables y satisfactorias. Si es así, perder la vida por un acto instantáneo de rectitud no deja de ser algo absurdo, un completo sinsentido.

Salvo que pensemos –pero eso quizá nos exigiría no sólo promover homenajes sino replantearnos muchas cosas- que el sentido de la vida humana no tiene que ver con la acumulación ni de cosas ni de tiempo ni de vivencias. Que, incluso en términos estrictamente humanos, el que realizó o “vivenció” el máximo contenido, el máximo valor de la vida humana fue el propio Ignacio Echeverría, aunque fuera precisamente acortándola. Y nunca más oportuno que aquí el verso de Juvenal: propter vitam vivendi perdere causas, es decir, por el afán de preservar la vida terminar perdiendo las razones por las que merece la pena vivir. Y todo ello aunque lo peculiar y meritorio de su última y decisiva acción hubiera quedado inadvertido para nosotros, incluso si no hubiera habido ningún testigo superviviente para contárnoslo y nada de todo este jaleo y reconocimiento póstumo (que más necesitamos nosotros que él).

Y si es así, quizá nos daríamos cuenta también de que la preterida razón práctica no tiene que ver con un kantiano deber por el deber, la rectitud por la rectitud o el sacrificio por el sacrificio, sino con el sentido de la vida, con la vida buena, con la buena forma de vivir.

¿Y cómo llega una persona a un discernimiento y decisión como los que estamos aquí contemplando?

Podemos pensar que se trató de una reacción impulsiva, temperamental. Que Ignacio, además de ser un hombre de buena pasta, generoso y de gran corazón –que con toda seguridad lo fue-, era, por su carácter, un tipo decidido, echado para adelante, de reacción rápida -seguro que también-. Pero estoy convencido de que había algo más. La virtud, una virtud tan extrema, no parece que pueda ser sólo fruto de un arranque. Volviendo a Aristóteles y a su ética, la virtud no consiste en un acto aislado, sino que es un hábito. Podríamos decir que es el resultado de un entrenamiento en el bien. Algo que termina conformando la personalidad. Sólo eso es lo que –como en el deportista entrenado- permite ejecutar lo difícil, en este caso actuar correctamente, con naturalidad, repentizar una decisión como ésta como si no hubiera necesidad de pensarla. En definitiva, seguro que era una persona excepcional, pero también ha debido de haber detrás mucho de educación, de formación, tanto de educación por otros –su familia, su escuela-, como por él mismo, es decir, de autoformación, de autocultivo. No creo que al respecto sea irrelevante el dato –que ha aparecido en casi todas las notas biográficas que se han ido publicando estos días- de que Ignacio era una persona muy religiosa. Lo cual nos puede llevar a pensar que así como la religión mal entendida puede llevar a la locura más vesánica, la religión bien entendida suele estar detrás de las acciones de mayor excelencia moral. Pero, sea como sea, lo importante de esa trayectoria vital anterior es que dio como resultado eso de lo que ya nadie habla: la formación de una conciencia recta, de una conciencia formada o preparada para discernir lo correcto de lo incorrecto, para distinguir el bien y el mal. Eso que precisamente echamos en falta en tantos muy poco juiciosos protagonistas de nuestra vida política, empresarial, financiera y social en general (y no creo que sea necesario señalar).

También hay quien está interpretando su acción como un acto de amor. Esto creo que requiere también alguna precisión, porque el amor es algo que tenemos también muy mal entendido. Y ello precisamente porque lo confundimos con un sentimiento o con una emoción. Al respecto, es evidente que poco amor en este sentido sentimental podía sentir Ignacio por una persona –la víctima del ataque- a la que no conocía absolutamente de nada y cuyo rostro apenas habría llegado a entrever. Hablar -como alternativa- de amor o simpatía por la humanidad en general, de filantropía, es algo muy abstracto y me parece que ajeno a la verdadera motivación de su intervención. Sí me parece correcta la apreciación si rectificamos nuestro concepto de amor, si entendemos éste no como un simple afecto sino como voluntad, como “querer”, como “bene-volencia”. Así, querer a alguien, amarle realmente, no es tanto sentirse atraído por él y querer poseerlo, como desearle el bien y sobre todo procurárselo en cuanto está a nuestro alcance. En este sentido, por supuesto que el acto de Ignacio fue un acto de amor y del más elevado, porque implicaba el máximo desinterés precisamente por no conocer al beneficiario y por tanto por no estar mezclado con afecto alguno. Y al respecto, sí podemos hablar de un amor por la humanidad, pero no la humanidad abstracta o del concepto, sino esa humanidad concreta que se encarna en ese ser humano desconocido con el que me encuentro en una encrucijada, y al que trato no como ajeno sino como prójimo, es decir, como próximo.

El amor de Ignacio consistió en mirar la situación de una manera que le permitió reconocer al ser humano necesitado de ayuda. Lo que supuso, en definitiva, una forma de inteligencia, porque ese mirar y ver claro en la confusión de una noche de ruido y de furia le hizo discernir lo realmente esencial: esa fraternidad de esencia que le unía con la víctima y esa exigencia moral no de simple no hacer daño, sino de cuidado, de ayuda, de sentirse responsable, a cargo de ese otro que, sólo por ser hombre, no era otro.

Y si es así, lo que terminamos descubriendo en su conducta es un acto de la más profunda racionalidad, o lo que es lo mismo, de la más profunda humanidad.

¿Qué ha cambiado en el artículo 108 LMV (ahora 314 TRLMV)?

Aunque el artículo 108 de la Ley de Mercado de Valores era bien conocido incluso por los juristas que no se dedican al derecho fiscal, no está de más recordar que gravaba como venta de inmuebles las ventas de acciones de sociedades que tuvieran un activo representando en mas del 50% por inmuebles.  También que ha sido sustituido por el artículo 314 del Texto Refundido de dicha Ley ¿En qué ha cambiado el precepto?

La redacción originaria de la ley del mercado de valores, en vigor desde enero de 1989, establecía en su artículo 108 una exención tributaria para las transmisiones de valores, pero exceptuaba de esa exención a las transmisiones de participaciones en sociedades cuyo activo estuviera constituido en un 50% por inmuebles, si como consecuencia de la adquisición de esas participaciones el adquirente tomaba el control de la sociedad. En ese caso la operación quedaba gravada como si de una venta de inmuebles se tratara.  La ley, con esta regulación, pretendía evitar la interposición de sociedades que evitaran la tributación por el impuesto de transmisiones patrimoniales onerosas (TPO).

Sin embargo, desde la entrada en vigor de la Ley del Mercado de Valores en el año 1989 su artículo 108 ha sufrido un total de 6 modificaciones hasta convertirse en el actual artículo 314 del Texto Refundido de la Ley del Marcado de Valores.

Cada una de estas modificaciones ha incrementado los requisitos a la definición de lo que hay que entender por activo inmobiliario y al computo del 50%. No obstante, en el año 2012 la redacción del artículo dio un considerable giro con la aprobación de la Ley de Medidas contra el Fraude Fiscal.

Es así que la ley 7/2012, transformó la regulación de la exención fiscal en una norma antielusión tributaria.

Como resultado de la modificación indicada el artículo mantuvo (y mantiene), en términos generales, la exención tributaria en la transmisión de valores. Sin embargo, exceptúa de exención aquellos supuestos en los que el contribuyente, con la venta de acciones, hubiera pretendido eludir el pago de los impuestos que conlleva una transmisión de inmuebles.

De esta manera la “nueva” redacción establece que estarán sujetas a IVA o ITP las transmisiones de valores cuando el contribuyente haya pretendido eludir el impuesto. La diferencia es que la anterior redacción únicamente indicaba qué transmisiones quedaría gravadas por IVA o ITP, sin valorar la posible intención del contribuyente de eludir tributos.

Dicho lo anterior, y con la actual redacción del articulo 314 del TRLMV, se entenderá que se ha actuado con animo de eludir impuestos, y por tanto se gravará la operación conforme a las normas de transmisión de inmuebles, en los siguientes casos:

  • Cuando directa o indirectamente se obtenga el control de la entidad cuyo activo esté formado en un 50% por inmuebles. Los inmuebles deberán estar radicados en España y no afectos a actividades empresariales o profesionales.
  • La misma interpretación se da en el caso de que el adquirente ya tuviera el control y con la nueva adquisición aumente la cuota de participación en la sociedad.
  • Cuando los valores transmitidos hayan sido recibidos por aportaciones de bienes inmuebles. Y ello tanto en constitución de sociedades como por la ampliación de su capital social. Los inmuebles deberán estar radicados en España y no afectos a actividades empresariales o profesionales. Y entre la fecha de aportación y la de transmisión no deberá haber transcurrido un plazo de tres años.

¿Qué ha dicho exactamente el Tribunal Constitucional sobre la amnistía fiscal?

Recientemente el Tribunal Constitucional ha dictado una sentencia (STC 73/2017, de 8 de junio) sobre la popularmente llamada “amnistía fiscal” que ha tenido gran repercusión en la prensa, sobre todo, porque ha sido interpretada como una suerte de “rapapolvo” del Tribunal al actual Gobierno.

La sentencia, sin embargo, más allá de interpretaciones político-mediáticas, realiza un análisis técnico relevante que en estas líneas intentamos resumir para dilucidar qué ha dicho exactamente el Tribunal Constitucional sobre este mecanismo de la amnistía fiscal que tan apasionadas reacciones suscita.

La sentencia explica primero el contenido de la “amnistía fiscal” que fue aprobada a través de la figura del Decreto-Ley, norma con rango de ley que, excepcional y provisionalmente, puede aprobar el Gobierno (puesto que las leyes, en principio, se han de aprobar por las Cortes Generales) en casos de extraordinaria y urgente necesidad. En resumen, la sentencia expone que en virtud de este mecanismo (técnicamente llamado “declaración tributaria especial”) se permitía a los contribuyentes del IRPF, el Impuesto de Sociedades (IS) y el Impuesto sobre la Renta delos No Residentes (IRNR), regularizar su situación tributaria, declarando bienes que no habían declarado antes, ingresando solo el 10 % de su precio de adquisición, sin sanciones, intereses ni recargos.

Tras señalar que el Decreto-Ley fue luego convalidado por el Congreso (como exige la Constitución), la Sentencia aclara que ello no tiene incidencia real sobre el objeto del recurso pues de lo que se trata es de examinar si la potestad de dictar decretos-leyes se utilizó correctamente en este caso.

A fin de dilucidar si el Decreto-Ley se utilizó rectamente o no, la Sentencia parte de la base de que la Constitución (art. 31.3) establece que solo “con arreglo a la Ley”, es decir, por norma de rango legal, se pueden establecer prestaciones personales o patrimoniales de carácter público. Es decir, en lo que ahora interesa, solo por Ley se pueden imponer a los ciudadanos prestaciones tributarias.

Lo anterior no impide que las prestaciones tributarias se establezcan, modifiquen o deroguen por un Decreto-Ley (que, al fin y al cabo, es una norma legal) pero para ello, tienen que concurrir los requisitos que la Constitución impone a esta figura. Uno de ellos, es la extraordinaria y urgente necesidad y, otro, relevante en este caso, es que, según el art. 86.1 del texto constitucional (CE), los decretos-leyes no pueden afectar a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I de la Constitución siendo así que, dentro de este Título, en el art. 31.1 CE, se recoge el deber de todos los ciudadanos de contribuir al sostenimiento delos gastos públicos, de acuerdo con su capacidad económica, mediante un sistema tributario justo, inspirado en los principios de igualdad y progresividad. No obstante, la STC precisa que, cuando el art. 86.1 CE impide a los decretos leyes afectar, en concreto, al deber de todos de contribuir a los gastos públicos, se refiere a una afección relevante o sustancial. Con cita de pronunciamientos anteriores, se razona que, vulnera el art. 86.1 CE en este sentido “cualquier intervención o innovación normativa que, por su entidad cualitativa o cuantitativa, altere sensiblemente la posición del obligado a contribuir según su capacidad económica en el conjunto del sistema tributario”para determinar lo cual, sigue diciendo, se ha de tener en cuenta el tributo de que se trata y la naturaleza y alcance de la regulación controvertida.

En el marco expuesto, la STC examina ya si la amnistía fiscal regulada en el Decreto-Ley recurrido, afecta en el sentido indicado, al deber de todos de contribuir. Para ello, se refiere primero a la naturaleza de los tributos afectados que son, como se ha dicho el IRPF, IS e IRNR.  La Sentencia abunda aquí en la importancia de estos tributos señalando, por ejemplo, que solo el IRPF, según los datos oficiales disponibles, en el año 2010, representó el 41,98 % del total de ingresos tributarios lo que permite afirmar que se trata de una “pieza básica” del sistema tributario. Por eso, dice la STC que: “cualquier alteración sustancial en la configuración de los elementos esenciales del IRPF podría alterar el modo de reparto de la carga tributaria que debe levantar la generalidad de las personas físicas que manifiesten una capacidad económica susceptible de gravamen”.También se razona sobre la importancia, tanto del IS como del IRNR.

A continuación, la STC dice que, para medir el grado de afección al deber de contribuir, se han de valorar los elementos del tributo alterados por la regulación impugnada. Concluye que, al sustituirse los tipos de gravamen, sanciones, intereses etc, normalmente aplicables, por una obligación de pago del 10% del precio de adquisición, se produce una condonación parcial de la obligación tributaria principal y una condonación total de las consecuencias accesorias”.

Finalmente, también para medir la afección al deber de contribuir, se considera el alcance dela regulación,reiterando que ésta permite regularizar las rentas a tipo reducido, sin sanciones ni recargos y, además, convierte las cantidades regularizadas en renta declarada a todos los efectos.

Considerando todo lo dicho, citando el precedente de la STC 189/2005 (referida a modificaciones en el régimen tributario de los incrementos y disminuciones patrimoniales en el IRPF llevadas a cabo también  por un Decreto-Ley) el Tribunal dice que, en este caso, la regulación de la amnistía fiscal “ha incidido directa y sustancialmente en la determinación de la carga tributaria que afecta a toda clase de personas y entidades” por lo que “ha afectado a la esencia misma del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que enuncia el art. 31.1 CE, al haberse alterado el modo de reparto de la carga tributaria que debe levantar la generalidad de los contribuyentes, en unos términos que resultan prohibidos por el art. 86.1 CE”.

Adicionalmente, para contestar a los argumentos del Abogado del Estado, la sentencia precisa que, ni la necesidad de ajustar el déficit público, ni las recomendaciones de la OCDE en relación con la conveniencia de promover declaraciones voluntarias de los que no han cumplido sus obligaciones fiscales, ni las experiencias de otros países, ni amnistías fiscales anteriores, ni algunos supuestos de exoneración de responsabilidad penal invocados, eximen del cumplimiento de los requisitos del art. 86.1 CE, entre ellos, el de no afectación, mediante el instrumento del Decreto-ley, a los deberes de los ciudadanos del Título I de la Constitución. En suma, dice aquí la sentencia, en párrafo copiosamente reproducido: “la adopción de medidas que, en lugar de servir a la lucha contra el fraude fiscal, se aprovechan del mismo so pretexto de la obtención de unos ingresos que se consideran imprescindibles ante un escenario de grave crisis económica, supone la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos (art. 31. l CE). Viene así a legitimar como una opción válida la conducta de quienes, de forma insolidaria, incumplieron su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica, colocándolos finalmente en una situación más favorable que la de aquellos que cumplieron voluntariamente y en plazo su obligación de contribuir. El objetivo de conseguir una recaudación que se considera imprescindible no puede ser, por sí solo, causa suficiente que legitime la quiebra del objetivo de justicia al que debe tender, en todo caso, el sistema tributario, en general, y las concretas medidas que lo integran, en particular”.

El Tribunal considera pues “evidente” que la llamada “amnistía fiscal” no pudo aprobarse por un Decreto-Ley, por impedirlo el art. 86.1 CE lo que, se dice, hace innecesario examinar otras lesiones alegadas como las de los principios de capacidad económica, igualdad y progresividad.

Finalmente, la Sentencia declara “no susceptibles de ser revisadas como consecuencia de la nulidad de la disposición adicional primera del Real Decreto-ley 12/20 12 las situaciones jurídico-tributarias firmes producidas a su amparo, por exigencia del principio constitucional de seguridad jurídica del art. 9 .3 CE (por todas, STC 189/2005, FJ 9)”.

De lo dicho hasta ahora resulta pues que la única razón por la que la STC 73/2017 anula la llamada “amnistía fiscal” es por incumplimiento de uno de los límites materiales que la Constitución impone a los decretos leyes, esto es: el de que no pueden afectar (de forma relevante) a, entre otros, los deberes de los ciudadanos regulados en el Título I de la Constitución que, a su vez, incluyen el deber de contribuir. No se examina siquiera por el Tribunal el cumplimiento de otros límites que el texto constitucional también impone a los decretos leyes y que dan lugar a frecuentes impugnaciones de este tipo denormas, como la concurrencia efectiva o no de la situación de extraordinaria y urgente necesidad.

Por otra parte, en cuanto a la afectación del deber de contribuir, la STC no es original pues aplica una doctrina que ya se había sentado por el Tribunal en sentencias anteriores, entre las que destaca la STC 189/2005, que la STC 73/2017 cita varias veces.  En concreto, esta Sentencia concluía que los preceptos allí impugnados: “han afectado a la esencia del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que enuncia el art. 31.1 CE, pues al modificar el régimen tributario de los incrementos y disminuciones patrimoniales en un tributo que, como el impuesto sobre la renta de las personas físicas constituye una de las piezas básicas de nuestro sistema tributario, se ha alterado el modo de reparto de la carga tributaria que debe levantar la generalidad de los contribuyentes, en unos términos que, conforme a la doctrina de este Tribunal (SSTC 182/1997, 137/2003, y 108/2004, ya citadas), están prohibidos por el art. 86.1 CE”.

Ello sin olvidar que no cualquier modificación tributaria tiene por qué suponer la afección esencial del art. 31 CE proscrita por el art. 86. 1 CE y por tanto extramuros del Decreto Ley. Así, la reciente STC 35/2017, relativa a las tasas judiciales, recordó que “este Tribunal ha declarado por ejemplo que no conculca los límites del art. 86.1 CE, que se establezca por Real Decreto-ley la disminución del tipo de gravamen de un impuesto especial, en cuanto ‘no ha provocado un cambio sustancial de la posición de los ciudadanos en el conjunto del sistema tributario’ (STC 37/2003, de 3 de julio, FJ 7), También respeta esos límites la reducción de la base imponible en el impuesto de sucesiones y donaciones para determinados sujetos pasivos, al no poderse afirmar que ‘repercuta sensiblemente en el criterio de reparto de la carga tributaria entre los contribuyentes’”. Y, por lo mismo, descarta esta Sentencia que la reforma puntual de la ley de tasas judiciales allí examinada, produjera una alteración sustancial del deber de contribuir en el conjunto del sistema tributario.

En todo caso, la novedad esencial de la STC 73/2017 radica en la aplicación de la anterior doctrina a supuestos de amnistía fiscal, o condonación total o parcial de deudas tributarias. Desde este punto de vista, la Sentencia es efectivamente, y sobre todo (puesto que no afecta a las situaciones tributarias firmes creadas a su amparo), un aviso o advertencia a futuros Gobiernos para que se abstengan de acudir a este mecanismo, vía Decreto-ley, en el futuro. Nada dice directamente la Sentencia sobre posible aprobación de amnistías fiscales vía ley ordinaria aunqueresulta difícil ignorar la crítica al mecanismo de la amnistía fiscal como tal, contenida en el párrafo anteriormente reproducido, que parece ir más allá del análisis del concreto requisito dela afección del art. 86.1 CE.En la misma línea, al referirse a amnistías fiscales anteriores aprobadas en nuestro país (como la prevista en la Ley 18/1991, del IRPF) la STC dice, refiriéndose a “cualesquiera clase de regularizaciones” que: “debe insistirse en queunas y otras deben respetar, en todo caso, los límites y exigencias que la Constitución impone,tanto formales (art. 86. l CE) como materiales ( art. 31. l CE)”. Por tanto, no parece demasiado aventurado especular que, si llegara a aprobarse en el futuro, por ley ordinaria, otra amnistía fiscal, el Tribunal, caso de tener que examinarla, la sometería a un intenso escrutinio a la luz del citado art. 31.1 CE.

Las grandes cuestiones jurídicas de la resolución del Banco Popular

El pasado 7 de junio la Junta Única de Resolución (JUR), un novedoso organismo de Derecho Europeo, intervino el Banco Popular a través de la ejecución forzosa de diversas ampliaciones y reducciones de capital, todo ello para acabar transmitiendo finalmente las acciones resultantes de la última ampliación de capital al Banco Santander. Estas decisiones fueron impuestas por la JUR al Banco Popular en uso de unas potestades administrativas que veían la luz por primera vez desde que le fueron atribuidas por el derecho europeo. Los juristas de viejo cuño, es decir, los que nos formamos con la vieja y perseverante Ley de Expropiación Forzosa de 1954 contuvimos el aliento con la noticia de que el Banco Popular había sido vendido por 1 Euro, por la noche, sin previa actuación pública, sin notificación o audiencia a los interesados….

 

La intervención del Banco Popular, llámese resolución en nueva terminología financiera, tuvo lugar al amparo del Reglamento UE 806/2014 (Reglamento). Esta norma, así como la Directiva 2014/59, y en España la Ley 11/2015, tienen su origen en la experiencia adquirida en las crisis bancarias de los últimos años. Este conocimiento acumulado ha llevado a la convicción de que la liquidación por concurso de grandes bancos produce daños irreparables al sistema financiero, de ahí que la nueva tecnología jurídica desarrollada por la Unión Europea se asiente en principios jurídicos distintos a los que presidían las tradicionales formas de intervención. En concreto, en esta nueva normativa ya no se habla de liquidación de la entidad de crédito, sino de su resolución, entendida ésta como la imposición de medidas urgentes de reestructuración y venta del Banco o de sus activos. En segundo lugar, para evitar conflictos de interés tal normativa parte de la separación de las funciones de supervisión, que corresponden al Banco Central Europeo (BCE), y de las funciones resolutorias, que corresponden a la JUR y a las autoridades nacionales de resolución (en España el FROB). En concreto, estas últimas actúan colaborando con la JUR para ejecutar la resolución previamente acordada. En tercer lugar, se asume que es necesario dotar a las entidades de supervisión y resolución de procedimientos que les permitan actuar rápidamente cuando el banco en crisis todavía es solvente. En cuarto y último lugar, para distribuir adecuadamente los riesgos, la nueva regulación dispone que el coste de la resolución deberá ser financiado preferentemente por los accionistas y acreedores del banco.

La resolución del Banco Popular se acuerda por la JUR, previa emisión de los informes de la Comisión Europea y del BCE. A continuación, la JUR decide la resolución al apreciar que sobre el banco concurren las circunstancias siguientes: (i) está en graves dificultades o va a estarlo (según el criterio del BCE), (ii) no existen razonablemente otras alternativas (según el criterio de JUR); y (iii) la resolución es necesaria para el interés público (según el criterio de JUR que puede ser contradicho por la Comisión). Una vez que la JUR toma la decisión de resolución, ésta se ejecuta en España por el FROB. Se produce entonces el uso de las extraordinarias potestades administrativas a las que hemos asistido como son la sustitución de la Junta General del Banco Popular para acordar y ejecutar sucesivas reducciones de capital con amortización de acciones y ampliaciones de capital para capitalizar diversos instrumentos de deuda, así como para vender forzosamente a 1 Euro todas las acciones emitidas en la última ampliación de capital.

Hasta aquí lo que más o menos es sabido por todos. No obstante, a medida que se va disipando la polvareda causada por este meteorito jurídico van surgiendo las preguntas cuya adecuada respuesta nos permitirán valorar adecuadamente la situación creada. Para mi gusto, tales preguntas son las siguientes:

  1. ¿Qué responsabilidad tiene cada Entidad interviniente en la resolución del Banco Popular? La resolución ha sido decidida por la JUR, por lo que este organismo debe ser el responsable de las consecuencias de tal decisión. Así se reconoce en el artículo 87 del Reglamento, que además aclara que las posibles responsabilidades que se deriven de la resolución deberán serle exigidas ante el Tribunal de Justicia de la UE. Por el contrario, en el proceso de resolución, el FROB ha procedido a ejecutar la decisión de la JUR (cuyo texto no literal no ha sido difundido). En este sentido, la resolución del FROB hace referencia a la existencia de instrucciones recibidas de la JUR para amortizar y convertir los instrumentos de deuda, y luego vender el banco intervenido. El FROB por ello no es responsable de la resolución acordada, sino solamente de su ejecución en territorio Español. Por esta razón, se entiende que mientras que el FROB actúe al amparo y en ejecución de lo decidido por la JUR no debería incurrir en responsabilidad específica. Por el contrario, la inobservancia de lo resuelto por los órganos europeos le puede generar responsabilidad propia, que al ser ya inherente a su actuación, parece que en principio sería una cuestión de competencia de los tribunales españoles. En este caso, la JUR no respaldaría al FROB y éste debería asumir los hipotéticos costes de su actuación.
  1. ¿Es revisable la decisión de resolución tomada por JUR? El Reglamento ha regulado la resolución por la JUR de forma que esta decisión tenga un gran respaldo institucional. Al efecto, el Reglamento exige que la resolución se decida por la JUR previa intervención en el expediente del BCE y de la Comisión. No obstante este apoyo institucional, la JUR es el organismo responsable de justificar la resolución sobre la base de la concurrencia de los tres requisitos previstos en el Reglamento: urgencia de la medida, inexistencia de otra solución e interés público. Estos son los presupuestos de hecho cuya concurrencia legitima el uso de la potestad discrecional de la JUR, y lógicamente, en el caso de una impugnación, los mismos constituyen el principal elemento análisis a partir del cual el Tribunal de Justicia valorará la legalidad de resolución acordada y la razonabilidad de las medidas impuestas. En este examen se suscitará el debate sobre las grandes cuestiones de la intervención del Banco Popular, es decir su verdadera situación económico-financiera, la existencia de la urgencia con que se toma la medida, la falta de otras formas de solventar la situación o la razonabilidad del sacrificio que se impone a accionistas y acreedores frente al que habrían supuesto otras formas alternativas de proceder.
  1. ¿Es revisable la valoración aplicada por la JUR? El Reglamento dispone que la valoración se encargue por la JUR a un valorador independiente (no a un órgano administrativo) con la finalidad de que se pronuncie básicamente sobre el activo y pasivo del banco, y el valor que habrían obtenido los accionistas y acreedores en un procedimiento de liquidación concursal. La valoración no sirve solamente para determinar el precio de venta del banco, sino que también determina el valor de las acciones en las sucesivas amortizaciones de acciones y ampliaciones con instrumentos de deuda. El Reglamento permite acordar la resolución cuando todavía la valoración es provisional sin necesidad de esperar a la versión definitiva. El Reglamento no permite impugnar exclusivamente la valoración aplicada en la resolución, aunque sí la misma como parte de una decisión conjunta de la JUR. Lógicamente con la sucesión de valoraciones que han surgido en prensa previamente a la resolución del Popular, y la propia subjetividad de toda valoración (la valoración no es una operación matemática), nos lleva a pensar que cualquier impugnación ante el Tribunal de Justicia llevará aparejada la discusión sobre este aspecto.
  1. ¿Quién debe pagar una posible revisión de las condiciones económicas de la resolución?. El tradicional esquema de expropiante y beneficiario tiende a llevarnos a la idea de que el deep pocket de una hipotética decisión judicial que revisara al alza los derechos económicos de accionistas y acreedores del Banco Popular debería ser el Banco Santander. Sin embargo, esta cuestión no se resuelve con simplificaciones porque los casos no son idénticos. En concreto, en una expropiación se produce la transmisión de un activo al beneficiario, mientras que en el caso que analizamos, con anterioridad a la transmisión de las acciones del Banco Popular, ya se ha producido la “extinción” de derechos de los previos accionistas y de los titulares de instrumentos de deuda. Por otro lado, en la expropiación forzosa rige el principio de venta “sin cargas” del activo expropiado, lo que llevaría a pensar que el que compra acciones en este proceso está libre de ellas. Este es el principio al que parece apuntar la Ley 11/2015 para las resoluciones decididas por el FROB. No obstante, como la venta de las acciones del Banco Popular se realiza por el FROB, en nombre y por cuenta, de los titulares de las acciones, y por medio de un contrato de compraventa, la valoración de esta cuestión estará adicionalmente condicionada por los términos o condiciones en los que haya tenido lugar tal venta.

El caso del Banco Popular es un supuesto de entrada en vigor de un nuevo paradigma de actuación de las autoridades financieras, nacionales y europeas, al que habrá que estar atento, porque generará relevantes decisiones y precedentes jurídicos. Vemos estos días por las noticias que la litigiosidad sobre la resolución se empieza a enfocar a la española, es decir con querellas y, nos imaginamos, con su posterior y machacona filtración a la prensa. Sin embargo, las cuestiones aquí suscitadas son mucho más sutiles y trascendentes, nos enfrentamos a unas circunstancias, a un proceso de intervención y a una impugnación de la decisión de resolución que constituyen un punto nodal en la evolución del derecho público económico y del ejercicio del poder público en el sector financiero.

La incomprensible preferencia del convenio a la liquidación como solución del concurso

Tal y como hemos puesto de manifiesto en una reciente propuesta de reforma de la Ley Concursal, una de las principales fuentes de ineficiencia existente en el Derecho concursal español se deriva del hecho de que, probablemente, por no entender los fundamentos económicos del concurso de acreedores, el legislador español (basándose en los trabajos y/o propuestas recibidas de la Comisión General de Codificación), ha otorgado una clara preferencia al convenio sobre la liquidación como solución del concurso. En nuestra opinión, esta preferencia de política legislativa, evidenciada en diversos preceptos de la Ley Concursal (inexistencia de la apertura de la sección de calificación en determinados supuestos de convenio, inexistencia de responsabilidad concursal si el deudor no acaba en liquidación, etc.), e incluso en la propia Exposición de Motivos de la Ley (donde se enuncia que el convenio es la solución “normal” del concurso, por lo que, sensu contrario, se tilda de “anormal” la liquidación), genera una reticencia natural de los deudores a solicitar la apertura de la fase de liquidación, aunque se trate de empresas inviables o, en su caso, empresas viables gestionadas por las personas inadecuadas.

En nuestra opinión, el legislador español no parece ser consciente de que el convenio sólo tiene sentido cuando una empresa sea viable y, además, los acreedores confíen en la honestidad, eficacia y eficiencia de los socios/administradores. Si la empresa fuera inviable, el escenario más deseable para el sistema sería la liquidación. Y si la empresa (o alguna de sus unidades productivas) fuera viable pero el problema son los socios y/o administradores, el escenario más deseable para el sistema sería igualmente la liquidación, al objeto de que se iniciara un proceso de “subasta” que permitiera al mejor candidato (incluidos, en su caso, los antiguos socios/administradores) hacerse con la empresa insolvente. De esta manera, no sólo se conseguiría promover, de mejor manera, la maximización del grado de satisfacción de los acreedores, sino que también se facilitaría la conservación de posibles empresas viables mal gestionadas.

En España, sin embargo, la Ley no incentiva que empresas inviables o, lo que es peor, empresas viables mal gestionadas (que podrían salvarse mediante una rápida venta a terceros) soliciten voluntariamente la liquidación. Tal y como está diseñada la Ley Concursal, este tipo de empresas tienen incentivos para: (i) pedir el concurso sin solicitar la liquidación anticipada; (ii) atravesar la fase común sin prisa alguna; (ii) iniciar y, en la medida de lo posible, dilatar hasta el último momento la fase de convenio; y (iii)  sólo en el caso de que el acuerdo con los acreedores no sea posible (que difícilmente lo será en empresas inviables o empresas gestionadas por administradores deshonestos, ineficientes o irresponsables), abrir la fase de liquidación, ahora sí, por imperativo legal.

Esta conducta oportunista realizada de manera natural por los deudores españoles (no porque sean “peores personas” que en otros países de nuestro entorno, sino porque es lo que, inexplicablemente, incentiva el legislador español) resulta agravada, además, por el hecho de que, hasta el momento de votar el posible convenio, los acreedores españoles no tienen ningún tipo de poder para forzar la liquidación de la empresa, incluso en supuestos en que los accionistas se encuentren out of the money (esto es, hayan pedido la totalidad de su inversión), la empresa sea inviable (esto es, la empresa tenga un valor en funcionamiento negativo o su valor en liquidación resulte superior a su valor en funcionamiento), o la empresa hubiera cesado íntegramente en su actividad (en cuyo caso, sólo el administrador concursal podría decir algo, y este “algo” ni siquiera incluye el deber de solicitar la liquidación).

El legislador español no parece ser consciente de que, durante este lapso de tiempo, el valor de la empresa resulta notablemente disminuido, tanto por los gastos y deudas de la masa, como por los costes indirectos generados por el concurso (e.g., pérdida reputacional, reticencia de clientes y proveedores a contratar con la empresa, pérdida de personal clave de la empresa, etc.). Por tanto, este retraso oportunista (aunque racional) de la liquidación contribuye a minimizar el grado de satisfacción de los acreedores, y, además, impide que, en ocasiones, puedan salvarse empresas viables mal gestionadas.

En nuestra opinión, existen varios factores que motivan este diseño del Derecho concursal en España. En primer lugar, parece existir una creencia de que el Derecho concursal debe salvar empresarios (individuales o sociales). Esta creencia es falsa. El Derecho concursal no debe salvar empresarios (que, en el ámbito de las sociedades mercantiles, sería la “sociedad”). El Derecho concursal debe ayudar a salvar empresas (que es un concepto distinto), y sólo cuando sean viables. En segundo lugar, el legislador parece creer que la única forma de salvar una empresa es el convenio. Error. De hecho, es posible que la liquidación permita incrementar las posibilidades de salvación de la empresa, ya que se abre la posibilidad de que numerosos candidatos (y no sólo los antiguos dueños, que es lo que se promueve con el convenio) puedan concurrir al proceso de compraventa de la empresa. En tercer lugar, el legislador también parece creer que una empresa tiene un mayor valor en funcionamiento que en liquidación. Error. En ocasiones, empresas en funcionamiento tienen incluso un valor negativo (piénsese, por ejemplo, en un restaurante que ofrece una comida muy mala y, por este motivo, genera flujos de caja negativos) y, sin embargo, tienen cierto valor en liquidación, al poder obtener algún valor de la venta individual de sus activos (e.g. inmuebles, maquinaria, etc.). Incentivar el mantenimiento de este tipo de empresas, tal y como incentiva el legislador español, no sólo generará un coste para quienes financien la empresa (que, en situaciones de desbalance, serán íntegramente los acreedores) sino que también generará un coste de oportunidad para la sociedad en su conjunto, al impedir que, por ejemplo, un tercero adquiera el inmueble de este restaurante y abra una tienda de ropa que, quizás, sea todo un éxito, y hasta permita triplicar el tamaño de la empresa.

En nuestra opinión, el legislador debería reformar la normativa concursal para abolir, de manera inmediata, esta inexplicable preferencia del convenio sobre la liquidación. De hecho, aunque el legislador no se posicionara en favor de una u otra solución del concurso (convenio o liquidación),  algunos autores han señalado que sería natural que existiera cierto “sesgo” a la continuación de la empresa por parte de los deudores (sobre todo, cuando los socios/administradores sean, al mismo tiempo, los fundadores de la empresa), aunque se trate de empresas inviables y/o mal gestionadas.

En este sentido, son varias las medidas que el legislador español podría tomar para promover la solución eficiente de la insolvencia. Por un lado, y de manera esencial, no debe imponer consecuencias más desfavorables en supuestos de liquidación que en supuestos de convenio. Por tanto, en la línea que hemos señalado en nuestra propuesta de reforma concursal, debería suprimir la calificación del concurso, y, simplemente, sancionar a quien haya hecho algo malo, con independencia de la solución alcanzada en el concurso. Alternativamente, y en caso de mantener el arcaico y difamatorio sistema de etiquetado de deudores existente en el Derecho español, debería abrir la sección de calificación en todos los procedimientos concursales, e imponer las mismas consecuencias asociadas a la calificación culpable, con independencia de cuál fuera la solución del concurso (convenio o liquidación).

En segundo  lugar, el legislador español debería implementar la cláusula del best interest of creditors test, consistente en que los acreedores tengan el poder de forzar la liquidación de la empresa cuando prueben que obtendrían un mayor grado de satisfacción de sus créditos con la liquidación. De esta manera, no sólo se incentivará la solución eficiente de la insolvencia, sino que también se incentivará que disminuyan posibles prácticas fraudulentas (como el posible pago “bajo cuerda” a algunos acreedores estratégicos con la finalidad exclusiva de que voten a favor del convenio), que, además, serán normalmente utilizadas por los socios/administradores más irresponsables y deshonestos (que serán quienes tengan un miedo mayor a la apertura de la sección de calificación).

En tercer lugar, el legislador debería prestar una mayor atención el valor de la empresa, que resultaría de comparar su valor en funcionamiento con su valor en liquidación. Hasta 2015, este dato ni siquiera se aportaba al procedimiento (en la actualidad, se exige como dato del informe de la administración concursal). En nuestra opinión, el legislador español confunde el concepto de “empresa viable” o de “solución eficiente de la insolvencia”, que debería entenderse que existe cuando el valor de la empresa en funcionamiento resulte superior a su valor en liquidación (que es lo que, en Estados Unidos, se garantiza a través de la cláusula del best interest of creditors test), con otro concepto relacionado, como es la capacidad (o viabilidad) del deudor para repagar su deuda y no devenir nuevamente insolvente (que es lo que, en Estados Unidos, se garantiza a través del feasibility test). Y prueba de ello es que ni en sede de convenio ni en sede de homologación judicial de acuerdos de refinanciación se exige que el deudor sea “viable”, sino, simplemente, que el deudor tenga capacidad (o “viabilidad”) para repagar su deuda. Repagar la deuda no convierte a una compañía en viable, eficiente o competitiva. Tampoco garantiza la maximización del grado de satisfacción de los acreedores. Este “test”  sólo garantiza que una empresa no devendrá insolvente, normalmente, en un breve lapso de tiempo. Por tanto, el elemento clave para determinar si una empresa debería se reorganizada o liquidada en el concurso no debería su capacidad para no devenir insolvente sino la comparación del valor de la empresa en liquidación y el valor de la empresa en funcionamiento, y verificar que este último importe resulte superior. En nuestra opinión, este dato debería facilitarse a la mayor brevedad posible, sobre todo, en el caso de empresas viables. De lo contrario, los acreedores tendrán motivos razonables para pensar que el deudor es inviable.

En tercer lugar, los acreedores deberían tener la posibilidad de forzar la liquidación de la sociedad cuando, durante la tramitación del procedimiento, se ponga de manifiesto la inviabilidad del deudor. En cuarto lugar, la administración concursal debería tener el explícito deber de solicitar la liquidación cuando la sociedad hubiera cesado en su actividad empresarial. Finalmente, los acreedores deberían tener la posibilidad de forzar la venta de activos durante la fase común, especialmente, cuando los accionistas se encuentren out of the money y, por tanto, hayan perdido la totalidad de su inversión. En nuestra opinión, si los socios se encontraran out of the money, no deberían tener prácticamente poder alguno en el procedimiento concursal (ni para decidir sobre la venta de activos, ni para aprobar cuentas anuales), sobre todo, cuando se trate de decidir sobre la venta de bienes que sean susceptibles de ser notablemente deteriorados durante el concurso (melting ice cubes).

En nuestra opinión, el legislador español debería dejar de centrar sus esfuerzos de reforma concursal en aspectos meramente formales (como sería la promulgación de un texto refundido), y debería centrarse en resolver los problemas esenciales del Derecho concursal español. Entre estos problemas se encuentra la inexplicable preferencia del convenio a la liquidación, que constituye una de las principales fuentes de ineficiencia de la Ley Concursal. De no producirse este tipo de reformas tendentes a promover la solución eficiente de la insolvencia, el legislador español no sólo estará castigando, sin fundamento alguno, a los acreedores de cualquier tipo de empresa y a los trabajadores de empresas viables mal gestionadas, sino que, desde una perspectiva ex ante, también perjudicará a todos los ciudadanos, el incentivar que, como consecuencia de este castigo (o resultado ineficiente) generado en un hipotético escenario de concurso, los acreedores puedan responder con un incremento generalizado del coste de la deuda y/o, en su caso, con una contracción del crédito.

Elecciones británicas: Buenas noticias para Europa

Se han extraído ya muchas lecturas de las elecciones generales celebradas el pasado 8 de junio en Reino Unido. La mayoría de ellas son relativas a las figuras de la por ahora Primera Ministra Theresa May, y del líder de la oposición, Jeremy Corbyn. También se ha hablado hasta la saciedad de la incertidumbre que conlleva la nueva composición del parlamento a la hora de las negociaciones de la salida del Reino Unido de la Unión Europea (Brexit).

Pero yo quiero resaltar aquí una conclusión que aunque pueda parecer obvia, no lo debe ser tanto, por lo que se ve y se lee. Sigo leyendo en la prensa no británica, especialmente en la española, y lo he leído después de las elecciones generales, que los ciudadanos de Reino Unido son en su mayoría contrarios al Brexit. Después del referéndum sobre la permanencia del Reino Unido en la Unión Europea, ocurrido hace justo un año, y cuyo resultado ciertamente fue ajustado a favor de la salida, Europa entera se rasgó las vestiduras. Se analizaron las diferencias entre los votos de Londres/resto de Reino Unido, jóvenes/mayores  y otras divisiones para concluir que el voto que había dado la victoria a la opción salida era el voto del mundo rural de los mayores, que había seguido las consignas populistas y xenófobas del partido independentista UKIP, de Nigel Farage. Pero los acontecimientos transcurridos en el último año en Reino Unido y especialmente las elecciones del 8 de junio, nos pueden hacer llegar a otra conclusión. Lo cierto es que a los pocos días de haber tenido lugar el referéndum en junio de 2016, la nueva Primera Ministra, Theresa May, que aunque de perfil, había formado parte de los que habían hecho campaña por la permanencia, hizo un giro de 180º, y comenzó a hablar con un convencimiento apabullante, no ya del Brexit sino de su intención de perseguir un  “hard Brexit” (salida del mercado único y control de la circulación de personas), mostrando que estaría dispuesta a levantarse de las negociaciones con Bruselas sin acuerdo.

Por otra parte, cuando a raíz del fallo del Tribunal Supremo que obligaba a ello, se discutió en el Parlamento la autorización al gobierno para invocar el artículo 50 del Tratado de Roma, los Miembros del Parlamento, que tuvieron la opción de votar en contra, no sólo no votaron según lo que la ciudadanía había votado en sus jurisdicciones sino que votaron en más de un 80 % a favor de la invocación del artículo. Sólo uno de los Miembros del Parlamento del partido conservador votó en contra. En el partido laborista hubo algunos más disidentes pero Corbyn amenazó con sanciones al que votara en contra. Si en la calle, el Brexit había tenido un respaldo del 52%, en el Parlamento el respaldo superaba el 80%. Y sólo un Miembro del Parlamento pertenecía al partido de corte populista UKIP.

Asimismo, algunos partidos políticos, como los Liberal demócratas, intentaron forzar la celebración de un segundo referéndum, a partir de las peticiones recibidas en el Parlamento de parte de los ciudadanos, y subsidiariamente, intentaron en vano que May se comprometiera a volver a hacer un referéndum sobre el acuerdo final obtenido de la negociación con Bruselas.

Me dirán que esto se debe al altísimo sentido democrático del que hace gala continuamente Reino Unido. O que se debe a un sentido práctico del que también les gusta presumir. Una vez elegida la opción Brexit, lo democrático y/o lo práctico sería ir a fondo con la opción elegida y tratar de obtener la mejor negociación posible en Bruselas.

Pero también puede haber otra explicación. Y estas elecciones pueden ilustrarnos al respecto. Lo cierto es que el 8 de junio de 2017, un año después del referéndum, casi un 85% han votado por partidos políticos que llevaban en su programa la culminación del Brexit, duro (partido conservador) o blando (partido laborista). Incluso los jóvenes, que hace un año eran contrarios a la salida, han respaldado mayoritariamente al partido laborista, partidario de un Brexit blando, pero Brexit al fin y al cabo.  Por supuesto que han votado a Corbyn por otras razones también, como las políticas sociales, pero la cuestión del Brexit es suficientemente importante como para que si hubieran querido intentar al menos poner en tela de juicio el resultado del referéndum, hubieran votado por otras opciones. Al fin y al cabo, las negociaciones ni siquiera han empezado. La realidad es que la opción más beligerante contra la salida de la Unión Europea eran la de los liberal demócratas, y han tenido sólo un 4% más de apoyo que en 2015.  No deja de ser significativo que su anterior líder,  Nick Clegg, implicado especialmente en la iniciativa de un segundo referéndum, haya perdido su escaño.

La explicación puede estar en que el euroescepticismo en Reino Unido es muy superior al que se le conocía. La verdad es que los líderes británicos que, como Major, se han confesado eurófilos, han sido la excepción. El euroescepticismo británico es muy anterior a que Reino Unido entrara en la Comunidad Económica Europea en 1973. Incluso es anterior a la propia creación de ésta. Después de la Segunda Guerra Mundial, Churchill era partidario de una Europa unida en un Consejo de Europa pero dejó claro que estaba pensando en un foro de discusión europeo al modo del que efectivamente hoy es el Consejo de Europa, en ningún caso una institución con poderes ejecutivo, legislativo y judicial.

Posteriormente, la entrada de Reino Unido fue muy complicada, con muchas idas y venidas, muchos problemas de una parte y de otra, el veto de De Gaulle entre otros. En 1973, encontrándose en una situación de crisis económica brutal y estando intervenida por el Fondo Monetario Internacional, Reino Unido se unió a la CCE. Aún en la década de los 70 se celebraba ya fallidamente un referéndum de salida, en el que, por cierto, Corbyn hizo ya campaña a favor de aquélla.  Resulta memorable asimismo el discurso antieuropeo de Margaret Thatcher en Brujas en 1988. Pero incluso Cameron, que nunca fue muy explícito en su opinión de la Unión Europea, y que, teniendo mayoría absoluta, convocó el referéndum un año antes de lo que había prometido, apoyando formalmente la opción de la permanencia, ha confesado este último mes de marzo que siempre  fue euroescéptico y que nunca le gustaron la bandera ni el Parlamento europeos, según The Times de 30 de marzo de 2017.

En definitiva, podríamos decir que el sentimiento anti Unión Europea británico es histórico, intrínseco, profundo y estructural. Es un sentimiento, entre otras cosas, contra la pérdida de soberanía nacional que conlleva, contra la burocracia europea, contra los criterios con que se maneja la Política Agraria Común, contra la idea misma de pertenecer al área más proteccionista del globo, frente a un mundo cada vez más globalizado. Hay una gran diferencia con el euroescepticismo que ha surgido estos últimos años en la Unión Europea de los restantes 27 miembros (UE-27). En ésta, el sentimiento anti Unión Europea es en su mayor parte coyuntural, y se ha debido fundamentalmente a la falta de confianza que han provocado las crisis de la Eurozona y del espacio Schengen, lo que ha sido aprovechado por partidos populistas, oportunistas y anti-élite, tipo el Frente Nacional en Francia. Reino Unido  no forma parte ni de la Eurozona ni del espacio Schengen, aunque haya firmado el acuerdo. Por eso, los sentimientos en relación a la Unión Europea son distintos. Y por eso también creo que, en contra de lo que se dice habitualmente, los votos del Brexit no estaban siguiendo, en su mayoría, los sloganes populistas y xenófobos del UKIP, que ya ni existe en el Parlamento. UKIP había sido fundamental con anterioridad, contribuyendo al clima de presión que desembocó en la celebración del referéndum. También hay que atribuirle el ‘mérito’ de ayudar a los partidarios del Brexit de los dos partidos tradicionales (fundamentalmente del conservador, donde Cameron dio libertad de actuación) a realizar una campaña agresiva, con sloganes que ellos no se hubieran  atrevido a pronunciar, dando ‘un empujoncito’ a los votantes a los que un cambio tan decisivo en un país como es la salida de la Unión Europea pudiera aterrar. Una vez que se votó por el Brexit parece que ese miedo se desvaneció, al no ocurrir, al menos de momento, la hecatombe que se esperaba.

Y ¿cuáles son las buenas noticias entonces? Pues creo que el que Reino Unido haya optado por la salida y ahora lo respalde en su mayoría no debe hacer temer a la Unión Europea por un efecto contagio porque, como he explicado, se trata de circunstancias muy distintas. En la UE-27, si se enderezan las crisis de la Eurozona y de Schengen, no habría por qué no pensar que la Unión Europea, sobre todo después de los resultados favorables en las elecciones de Holanda y Francia, puede seguir avanzando hacia ‘una unión cada vez más estrecha’, como propiciaba el Tratado de Roma, lo que hubiera sido imposible con Reino Unido dentro.

En fin, aceptemos ya que, nos guste o no, la salida de la Unión Europea es la opción dominante en Reino Unido. Quizá sea una opción win win, en la que a la larga las dos partes ganen. De cómo quede finalmente el Parlamento británico constituido dependerá si se negocia un Brexit duro o blando, siendo a mi juicio esta última la mejor opción para todos. La victoria-derrota de May puede propiciar que así sea