La sentencia del TEDH en el asunto Lorenzo Bragado contra España: Descubriendo las vergüenzas del sistema parlamentario de elección de los vocales judiciales del CGPJ

  1. Introducción

El pasado 22 de junio se hizo pública la decisión del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en el asunto Lorenzo Bragado y otros contra España. El asunto fue iniciado por seis magistrados españoles que, con el aval de la asociación judicial Francisco de Vitoria, se postularon como candidatos para ser elegidos como vocales judiciales del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)  en el proceso de renovación de este órgano que, como sabemos, se inició en 2018 y aún no se ha completado.

Es sabido que el artículo 122 de la Constitución, tal y como fue desarrollado por la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), encomienda al Congreso de los Diputados y al Senado la elección de todos los vocales del CGPJ, tanto los 12 que, según la Constitución, deben ser jueces y magistrados en servicio activo, como los 8 que han de proceder de otras profesiones jurídicas. También dispone nuestra Constitución que la renovación total del CGPJ ha de hacerse cada cinco años.

Como decimos, el actual CGPJ finalizó su mandato en diciembre de 2018 sin que, a día de hoy, el proceso de renovación, iniciado en tiempo y forma, haya concluido. Este es el fondo del asunto planteado por los demandantes y ahora resuelto por el TEDH, que plantea interesantes cuestiones relacionadas con el correcto funcionamiento del sistema judicial, la separación de poderes o la protección de los fundamentos del Estado de Derecho.

  1. Los antecedentes

Cualquier juez en servicio activo puede postularse para ser nombrado vocal judicial del CGPJ con el aval de 25 jueces en activo o de una asociación judicial. Los seis magistrados demandantes en este asunto lo hicieron con el aval de la asociación judicial Francisco de Vitoria, a la que pertenecen. Sus candidaturas, junto con las del resto de jueces y magistrados en activo que obtuvieron los avales necesarios, fueron oportunamente remitidas a las Presidencias del Congreso de los Diputados y el Senado, en tiempo y forma y de acuerdo por las prescripciones legales que regulan el proceso de nombramiento.

En octubre de 2020, ante la inactividad de las Cortes Generales – de cuyas causas ha tenido conocimiento la opinión pública española a través de los medios de comunicación – los seis candidatos y la asociación Francisco de Vitoria interpusieron un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional (TC) alegando, en el caso de los candidatos, la vulneración del derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes (artículo 23.2 de la Constitución); y, en el caso de la asociación, la violación del derecho de asociación del artículo 22 de la misma.

El TC inadmitió a trámite el recurso de amparo en abril de 2021, por extemporáneo. Se solicitó una aclaración al TC respecto al “dies a quo” del plazo de tres meses que, conforme al artículo 42 de la Ley Orgánica del TC (LOTC), estaba considerando el Tribunal. Aunque el TC respondió que no procedía aclaración ninguna, añadió que el recurso era extemporáneo tanto si se consideraba que la vulneración procedía de la falta de convocatoria de los plenos para la votación de los nuevos vocales – en cuyo caso el “dies a quo” sería el 4 de diciembre de 2018, fecha de la finalización del mandato del CGPJ -, como si se entendía que con el inicio de la XIV Legislatura el 4 de diciembre de 2019 se había abierto un nuevo plazo.

Ante esta decisión del TC los seis candidatos (únicos legitimados para ello) decidieron acudir al TEDH, ya que entendían que a la vulneración de sus derechos constitucionales que se estaba produciendo por la continuada omisión de las Cortes en el cumplimiento de su obligación de culminar el proceso de renovación del CGPJ se añadía ahora la denegación de justicia derivada de la decisión de inadmisión de su recurso de amparo por el TC. Ahora, el TEDH les ha dado la razón.

III. La sentencia

Aunque la demanda ante el TEDH se basaba en la vulneración del derecho de acceso a cargos públicos (artículo 3 del Protocolo I del Convenio) y del derecho a la tutela judicial efectiva (artículo 6 del Convenio, derecho a un proceso equitativo), solo fue admitida en cuanto a este último derecho, al que el TEDH, de oficio, añadió la posible vulneración del derecho al respeto a la vida privada del artículo 8 del Convenio. Sin embargo, en la sentencia el TEDH solo se ha pronunciado sobre la violación del artículo 6, descartando entrar a analizar la posible infracción del artículo 8.

El fundamento de la decisión es bastante intuitivo. El TC, que era el único nivel de jurisdicción al que los demandantes podían acudir para la tutela de su derecho, inadmitió a trámite el recurso de amparo basándose en que se había presentado fuera de plazo, pero lo hizo: (i) sin motivación alguna; (ii) sin tener en cuenta que no existía jurisprudencia claramente aplicable a este asunto que hiciera previsible la respuesta del TC en cuanto al cómputo del plazo; y (iii) sin ofrecer respuesta alguna a la cuestión (planteada por los recurrentes) de si el amparo pretendido frente a una continuada omisión del parlamento estaba dentro del ámbito de aplicación del artículo 42 LOTC. De este modo, no resulta fácil entender, según el TEDH, la razón por la cual el “dies a quo” del plazo para la interposición del recurso debería ser cualquiera de los indicados por el TC. De ahí que para el TEDH semejante decisión hubiera requerido una motivación específica sobre las cuestiones indicadas y, al no haber sido ofrecida, se produjo con ello una denegación del derecho de acceso a un tribunal protegido por el artículo 6 del Convenio.

Desde un punto de vista estrictamente jurídico esta argumentación puede parecer poco novedosa. Sin embargo, para llegar a este resultado el TEDH hubo de examinar previamente la concurrencia de los requisitos de aplicabilidad del artículo 6 del Convenio y es en este examen donde encontramos algunos pronunciamientos ciertamente relevantes para el reforzamiento de nuestro Estado de Derecho.

Así, en primer lugar, para que el artículo 6, en su vertiente civil, sea de aplicación es necesario que exista un derecho sobre el que el particular pretende que se pronuncie el tribunal nacional cuya denegación de acceso constituiría la vulneración de aquel precepto. Tras repasar de manera extensa su propia jurisprudencia y atendidas las circunstancias del caso y la legislación nacional relevante (Constitución, LOPJ, LOTC y Reglamentos de Congreso de los Diputados y Senado), concluye el TEDH que:

(i) el ejercicio de la función no legislativa atribuida al Parlamento, consistente en elegir a los miembros del CGPJ, es obligatorio y está sujeto a un calendario preciso (artículos 568 y 569 LOPJ), en particular en lo atinente al desarrollo del procedimiento establecido hasta llegar al momento final de la votación de las candidaturas (apdo. 96);

(ii) dentro de tal función obligatoria encomendada al Parlamento, el examen de las candidaturas de los demandantes, presentadas de acuerdo con el derecho que a tal efecto les otorgaba el artículo 573 LOPJ (vinculado, al menos inicialmente y con argumentos defendibles, con el artículo 23.2 de la Constitución), en el marco temporal legalmente establecido constituía un acto forzoso, concretado en la votación en el pleno de cada Cámara para la elección de los nuevos miembros del CGPJ. Además, mientras dicho procedimiento se desarrollaba, los candidatos estaban obligados a mantenerse en servicio activo para seguir cumpliendo las condiciones de eligibilidad para el cargo legalmente previstas, con lo que la prolongación indebida del proceso les había mantenido en una situación de incertidumbre profesional (apdo. 103); y

(iii) finalmente, la LOTC permitía a los candidatos solicitar el amparo de su derecho (apdo. 104).

 

A partir de lo anterior, concluye el TEDH afirmando que los demandantes tenían el derecho a participar en el procedimiento de elección de miembros del CGPJ y a que sus candidaturas fueran examinadas por el Parlamento en el tiempo determinado por la ley, derecho que, al menos de acuerdo con argumentos defendibles, estaba reconocido por el derecho español (apdo. 108).

 

En segundo lugar, en el curso de su examen sobre la aplicabilidad del artículo 6 del Convenio al presente asunto, analiza el TEDH si el derecho de los demandantes tenía naturaleza “civil” (de acuerdo con los parámetros que la jurisprudencia del TEDH ha fijado al respecto) o política, como alegaba el Gobierno español. En relación con este argumento, señala el TEDH que las pretensiones de los demandantes de ser designados para el CGPJ, como vocales judiciales, no revestía naturaleza política y, de hecho, el núcleo de las funciones del propio CGPJ carecía de tal carácter (apdo. 114). Más aún, en el apartado 115 de la sentencia el TEDH expresamente señala que el TC advirtió en 1986 de los riesgos de la politización del proceso de designación de los vocales del CGPJ, de cuyas consecuencias se han hecho eco adicionalmente diversos organismos internacionales; y que el proceso debía regirse por ciertos criterios objetivos, como los de mérito y capacidad, aplicables generalmente a todos los cargos públicos, por lo que nada de político había en él.

 

Por último, al someter el caso al test Eskelinen (que justificaría la denegación de acceso a la justicia de empleados públicos cuando ello esté previsto en la ley y sea proporcionado por una razón objetiva vinculada con el interés del Estado) advierte el TEDH que el proceso de selección para el CGPJ concierne a la carrera profesional de los candidatos (apdo. 121) y no existe una exclusión del acceso a los tribunales establecida en la legislación española, por lo que el TC podía conocer del asunto (apdo. 128).

 

  1. Algunas conclusiones

 

La sentencia y sus dos votos particulares (uno concurrente y otro discrepante) dan pie a plantear algunas reflexiones interesantes.

 

La primera tiene que ver con el debilitamiento de los mecanismos nacionales de protección del Estado de Derecho. En su voto particular la jueza española María Elósegui señala que en los últimos años el TEDH ha recibido numerosas demandas de jueces buscando protección para sus derechos, lo cual ella relaciona con las advertencias respecto al retroceso en las democracias occidentales en cuestiones básicas relacionadas con el Estado de Derecho y la separación de poderes. En este contexto, la jueza afirma que el presente asunto afecta a la misma esencia de la independencia judicial, teniendo en cuenta, en particular, lo que está sucediendo en España en torno a la renovación paralizada del CGPJ y sus efectos sobre todo el sistema judicial. Es preocupante, en este sentido, que la tutela de equilibrios básicos entre poderes haya tenido que buscarse, en este como en otros casos, fuera de las fronteras nacionales.

 

Esto nos lleva a la segunda reflexión, que tiene que ver con el necesario equilibrio que el TEDH debe mantener al resolver este tipo de asuntos. En su voto particular discrepante, los tres jueces que lo firman manifiestan su preocupación por el alcance excesivo que, a su juicio, se está dando al artículo 6 del Convenio para contrarrestar riesgos sistémicos de vulneraciones del Estado de Derecho, que puede conducir a extralimitaciones del Tribunal de todo punto indeseables, por muy loable que sea su propósito.

 

También la tercera conclusión está vinculada con la primera. En el año 2018 pude escuchar a una de las magistradas demandantes en este asunto, Mónica García Yzaguirre, explicar que su decisión de presentar su candidatura buscaba, entre otras cosas, preparar un eventual recurso ante el TEDH para denunciar las graves irregularidades de nuestro sistema de elección de vocales judiciales del CGPJ, derivadas de la injerencia indebida de los partidos políticos en el proceso y puestas de manifiesto por instituciones como el GRECO o la Comisión Europea. La ineficacia de los remedios internos exige planificar actuaciones a largo plazo que, con carácter estratégico, nos permitan acceder a las vías de tutela existentes en el ámbito supra o internacional. La legitimación es, desde este punto de vista, un factor clave para el buen fin de cualquier iniciativa de este tipo, de ahí que podamos justamente afirmar que el éxito logrado ahora por estos magistrados españoles al obtener esta sentencia del TEDH se empezó a fraguar en el momento en el que decidieron postularse para el CGPJ.

 

La cuarta reflexión tiene que ver con el muy lamentable papel que en este asunto ha jugado el TC. Es este un órgano profundamente desprestigiado y alejado de su función constitucional. ¿Se puede explicar de alguna forma razonable que, tras haber sido señalado como causante de una vulneración de derechos fundamentales por negarse a examinar el fondo de una cuestión de máxima relevancia constitucional y que está produciendo un severo daño a la Administración de Justicia, la reacción de una parte de sus magistrados es que nada pueden hacer para remediar la lesión de derechos de la que son responsables? Desde otro punto de vista, la sentencia del TEDH constata que, pese a su evidente importancia, el recurso de amparo promovido por los magistrados españoles fue despachado por el TC de una manera inaceptable.

 

La quinta y última reflexión se refiere a las consecuencias prácticas de esta sentencia. Será preciso estudiar la viabilidad de actuaciones ante el TC que permitan remediar la vulneración de derechos declarada por el TEDH. La jueza Elósegui, en su voto particular, sugiere a los demandantes que insten la revisión de la decisión de inadmisión del TC conforme al mecanismo introducido en el artículo 5 bis de la LOPJ por la Ley Orgánica 7/2015.

 

Al margen de ello, a partir de esta sentencia ningún órgano del Estado, particularmente las Cámaras Legislativas, puede pretender que la inactividad en el proceso de designación de los vocales judiciales del CGPJ está amparada por la soberanía del Poder Legislativo, porque el TEDH ha declarado de manera rotunda que se trata de un proceso debido que debe desarrollarse conforme a los tiempos legalmente establecidos, sin afectar al núcleo de la función legislativa. Además, en la medida en que se ha declarado la existencia de un derecho subjetivo a que los candidatos presentados vean sus candidaturas examinadas en plazo, podría llegar a establecerse que la negativa a dar el curso debido al proceso constituye una violación dolosa de un derecho fundamental, con las consecuencias jurídicas que de ello podrían llegar a derivarse.

 

Finalmente, sin necesidad de recurrir a vías coactivas de ejecución, un aseado funcionamiento de nuestras instituciones democráticas exigiría que las Cortes Generales y el Tribunal Constitucional (también el Gobierno, que ha interferido de manera permanente en un proceso de designación de vocales en el que no le corresponde ningún papel) tomaran nota de los planteamientos del TEDH sobre esta cuestión, abandonaran posiciones sectarias y partidistas y, pensando en el bien del país, cumplieran sus obligaciones constitucionales.

 

¿Pero de verdad que el Tribunal Constitucional tiene que decidir sobre el aborto?

Este post no va sobre el aborto, cuyo recurso empieza a debatirse hoy en el seno del TC, tras más de doce años de espera, sino sobre el constitucionalismo, una ideología que hemos asumido con total naturalidad.[1] Una de las cosas que más debería llamar la atención, y que apenas lo hace, es que se discuta vehementemente la competencia del TC para paralizar la tramitación de una ley en la que no se han seguido los procedimientos establecidos y, sin embargo, se acepte sin mayor objeción que el mismo Tribunal decida sin apelación sobre el fondo de cuestiones sociales y políticas altamente conflictivas. Si pensamos un momento, veremos que resulta totalmente incongruente.

Cuando el Tribunal decidió paralizar el pasado mes de diciembre la tramitación parlamentaria de los preceptos que modificaban la LOPJ y la LOTC por la introducción de enmiendas por parte de la mayoría a una Proposición de Ley Orgánica que no guardaban conexión de homogeneidad con el texto enmendado, vulnerando así el derecho de los diputados a participar en los asuntos públicos, se armó un gran escándalo por su supuesta intromisión en la competencia del Parlamento, que es donde verdaderamente reside la soberanía popular. Pero nadie discute su legitimidad para decidir la constitucionalidad de la ley de plazos del aborto, impugnada en su día por el PP  (con independencia de que el resultado de la deliberación guste o no, claro, pero ese es otro tema). Y, sin embargo, es verdaderamente en este caso, y no en el otro, donde se pone en cuestión la democracia y la soberanía del pueblo.

En el primer supuesto esa soberanía no solo no se niega, sino que se defiende. Una ley es expresión de la voluntad popular cuando se aprueba conforme a los procedimientos establecidos y no a través de atajos que hurtan el debate y la discusión. La mayoría decide, sí, pero después de haber escuchado a la oposición y de haber debatido en forma. Esa es la esencia de la democracia deliberativa. Y esta debería ser la competencia principal del Tribunal: vigilar el escrupulosos cumplimiento de los procedimientos que permiten la formación de una verdadera voluntad democrática, labor, por cierto, que es la propiamente jurídica. Se supone que un Tribunal Constitucional decide en Derecho y por eso debe estar integrado por “juristas de reconocida competencia”.  Sin embargo, llamar jurídica a la función de dilucidar si la ley de plazos es o no constitucional, es casi un sarcasmo.

En una reciente entrevista a la ex magistrada Encarna Roca publicada hace unas semanas por Hay Derecho (aquí), afirmaba que debemos de tener en cuenta que el Tribunal Constitucional es un Tribunal político. La asunción pacífica de esta condición sin apenas matices –no solo en España sino en prácticamente todas las democracias constitucionales del mundo- es uno de los perversos efectos de la ideología del constitucionalismo. Para comprenderlo adecuadamente deberíamos recordar el famoso debate acaecido hace casi un siglo entre Carl Schmitt y Hans Kelsen sobre quién debe ser el guardián de la Constitución. Kelsen defendía, en contra de la opinión de Schmitt, que el guardián debería ser un Tribunal que resolviese en Derecho, conforme a su teoría (perdonen por la simplificación) de la pirámide normativa. Es decir, todas las normas son expresión de la voluntad popular, desde la Constitución hasta las órdenes ministeriales, pero eso solo es posible siempre que exista una dependencia interna de las inferiores respecto de las superiores. Luego al final del todo debe haber un control jurídico de las leyes aprobadas por el Parlamento respecto de la Constitución.

Kelsen ganó el debate y por eso tenemos hoy decenas de Tribunales Constitucionales por todo el mundo. Pero, como afirma M. Loughlin, los contrargumentos de Schmitt se han demostrado premonitorios con el paso de los años. Alegaba que la construcción de Kelsen podía tener sentido en el Estado típico del siglo XIX: un Estado liberal y neutral que apenas interviene más que para defender los presupuestos de la libre competencia, básicamente del derecho de propiedad. Pero que carecía completamente de sentido en el Estado total del siglo XX, que él ya vislumbraba y que este siglo en el que estamos no ha hecho más que confirmar. En un Estado total, que no solo garantiza derechos formales sino también materiales y que tiene una presencia absoluta en todas las esferas de la vida social, todos los conflictos sociales que se suscitan, tanto horizontales entre ciudadanos como verticales con el Estado, terminan siendo conflictos políticos en los que están en juego los fundamentos del orden social. Máxime si tenemos en cuenta la constitucionalización de esos derechos formales y materiales. Si al final los conflictos terminan remitiéndose a un Tribunal, este no solo acabará colapsado, sino totalmente politizado. No se producirá la juridificación de la política, sino la politización de la correspondiente adjudicación. Los Tribunales Constitucionales terminarán siendo así Tribunales políticos: una tercera cámara legislativa, definitiva e inapelable, situada al margen del control popular directo.

El resultado no es solo que esas cuestiones las decidan un puñado de magistrados, por muy ilustres que sean, sin encomendarse más que a su propia conciencia (en el mejor de lo casos) o a los intereses partitocráticos de su mandante (en el peor), sino que encima lo hacen, supuestamente, interpretando un texto, que en ocasiones puede tener siglos de antigüedad y ser de reforma imposible (al menos en la práctica, cuando no en teoría en los casos de las cláusulas de eternidad). Supuestamente digo, porque los textos a su vez, frutos de compromisos imprecisos, son cualquier cosa menos claros, al margen de referirse a situaciones muchas veces desbordadas por el transcurso del tiempo, por lo que al final no tienen más remedio que decidir como si fueran efectivamente la tercera y definitiva cámara legislativa. ¿A alguien le puede parecer medianamente normal que la legislación democrática sobre el control de armas en EEUU dependa de la interpretación que hacen nueve jueces de una cláusula redactada hace dos siglos y medio en una situación política y social absolutamente diferente?

Es verdad que la propuesta alternativa del Carl Schmitt (un Presidente de la República que solo actuase en casos muy excepcionales cuando el sistema estuviese en peligro) no parece hoy ni adecuada ni factible. Pero lo que sí se podría exigir es que los Tribunales Constitucionales ejerciesen sus funciones con muchísima mayor contención sobre el fondo de los asuntos (insisto, no cuando recaen sobre la forma). Deben asumir que no procede aplicar el razonamiento jurídico del encaje normativo de una ley respecto a la Constitución con la misma intensidad  de la que se predica de una orden ministerial o de un acto administrativo respecto de una ley. Porque en una democracia es la ley es la máxima expresión de la voluntad popular y la llamada a decidir en primer término sobre el conflicto social de fondo. Y asumirlo de verdad, no solo de boquilla.

En el año 2015, en un artículo publicado en prensa con el título “Los jueces filósofos y legisladores” – (aquí) comenté una sentencia del TC resolviendo un recurso de amparo interpuesto por un farmacéutico sevillano contra una sanción confirmada por los tribunales de instancia por no disponer en su farmacia de la píldora del día después (ni tampoco de preservativos) por razones de conciencia. En su sentencia, el Tribunal señala que el derecho a la objeción de conciencia está amparado en nuestro Ordenamiento por la vía del derecho fundamental a la libertad ideológica reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución Española, aunque lo cierto es que la Ley sólo reconoce tal derecho para el personal sanitario con relación a la práctica de la interrupción del embarazo. Pues bien, pese a admitir que las diferencias entre ambos supuestos son muchas (lo que impediría una aplicación analógica) considera que existe una base conflictual semejante, “toda vez que en este caso se plantea, asimismo, una colisión con la concepción que profesa el demandante sobre el derecho a la vida”.

Quizás pueda existir tal conflicto, quién lo duda, pero la valoración de su relevancia para generar un verdadero derecho de objeción de conciencia no puede quedar al arbitrio de los jueces filósofos, sino de los ciudadanos. Y lo cierto es que si después de ponderar los intereses en juego, los ciudadanos han dicho que sólo deben tenerlo los médicos cuando practican abortos, entonces los jueces en esta sentencia están promulgando lo que en su opinión debe ser Derecho (y no limitándose a declarar lo que realmente lo es).

Se trata, sin duda alguna, de una manifestación más de la dolencia del constitucionalismo, que constituye, en el fondo, una indiscutible amenaza para la democracia y, por ello, una de las fuentes principales de deslegitimación del sistema.

 

 

[1] En este sentido resulta muy relevante el libro de M. Loughlin “Against Constitutionalism” que reseñaremos próximamente en el blog, esperemos que acompañado de una entrevista al autor.

La supresión del delito de sedición y el plato de lentejas

Precisar cuál es el fundamento de la sanción penal nunca ha sido tarea fácil. Pero lo cierto es que ya nos instalemos en las teorías clásicas todavía dominantes de la prevención general y especial, basadas en la disuasión, o transitemos a las más modernas teorías comunicativas del castigo, la supresión del delito de sedición que propone el Gobierno y su sustitución por otro distinto de desórdenes públicos agravados es una pésima idea.

Queremos o no admitirlo, la ley penal, en el fondo, no crea en función de un hipotético pacto previo, sino que declara. Y reconoce y declara porque, al fin y al cabo, el acto que pretende castigar es mala in se, no mala prohibita. Es decir, se castiga porque es malo, no es malo porque se castigue (otra cosa es la salvaguardia de los principios de legalidad y tipicidad por evidentes razones de seguridad jurídica). Por lo menos son mala in se aquellos actos que amenazan los valores fundamentales de la sociedad y que, en mi opinión, son los únicos que deben merecer una sanción penal privativa de libertad.

Pues bien, no se me ocurren actos que amenacen más los valores fundamentales de la sociedad que los que pretenden subvertir el orden jurídico democrático que garantiza la libertad de todos los ciudadanos por la vía de derogar ilegalmente su piedra angular -la Constitución y el Estatuto de Autonomía- en una parte del territorio. El que para ello se utilicen desordenes públicos, o no se utilicen porque no sean necesarios para conseguir el objetivo pretendido, puede agravar o atenuar el delito, pero no nos puede hacer perder de vista cuál es el principal bien jurídico protegido.

Hoy sabemos que las democracias mueren de forma diferente a las que se utilizaron tradicionalmente durante los dos pasados siglos (desde el pronunciamiento a la rebelión, pasando por el golpe de Estado). Hoy las democracias se matan desde dentro, no desde fuera. Se accede al poder, y una vez en él, al amparo institucional y bajo una cierta apariencia de legalidad, se desactivan o desvirtúan los contrapesos o frenos a la simple voluntad de poder para, sin necesidad de ir “de la ley a la ley”, crear una nueva estructura legal iliberal y consumar así lo que tradicionalmente se lograba con el clásico golpe. Todo mucho más limpio y eficiente, sin necesidad de derramar sangre, y pudiendo desplazarse el fin de semana a esquiar o a la playa.

Ante esta amenaza in se  nuestro Código Penal estaba muy mal equipado, como nos explicaba Germán Teruel hace solo unos días en este blog (aquí). Seguía pensando en el asesinato externo, no interno, y definía los tipos de rebelión y sedición con arreglo a esos parámetros, en los que la violencia y el tumulto son elementos fundamentales. El Tribunal Supremo en su famosa sentencia del procés pudo encajar la conducta secesionista en el tipo de sedición, seguramente porque los independentistas, todavía anclados sentimentalmente en el siglo XIX, pensaron erróneamente que las movilizaciones tumultuarias podían ser útiles a la causa. Bien, hoy ya saben que no. Ni necesarias ni convenientes.

Aquí es donde se aprecia la absoluta inutilidad de la reforma tanto desde un punto de vista disuasorio como comunicativo. La principal amenaza que ha recibido el orden constitucional español en las últimas décadas se pretende contestar, no definiendo mejor el delito con la finalidad de proteger in se el bien jurídico a proteger, sino eliminando radicalmente la poca disuasión que existía, frustrando la comunicación del verdadero reproche en juego. Se suprime el imperfecto delito de sedición por otro que concentra toda su artillería en el aspecto imperfecto del sistema: el requisito de los desórdenes públicos, y además con una pena reducida. Pensar que con la vigente configuración del delito de desobediencia se puede suplir la enorme laguna que esta reforma nos deja es una auténtica broma.

Los protagonistas del procés han anunciado que lo volverán a hacer. Ya intuían cómo les podía salir gratis, pero esta reforma se lo deja meridianamente claro.

La cuestión más relevante en este momento es conocer por qué el Estado español ha decido desarmarse de esta manera. Pero cualesquiera que sean las explicaciones, las malevolentes y las benevolentes, que dejamos para otro momento, en comparación con lo que se pierde no pueden valer más que el famoso plato de lentejas (Génesis 25:29-34).

Los descuidados peritos del “Catalangate”: el valor del informe de Citizen Lab

 

El informe CatalanGate; Extensive Mercenary Spyware Operation against Catalans Using Pegasus and Candiru publicado por Citizen Lab en la Universidad de Toronto ha causado gran revuelo mediático y político. Este informe ha tenido la virtud de interesar a la opinión pública en el riesgo que tenemos los ciudadanos de ser espiados por gobiernos y corporaciones. También parece haber forzado al gobierno a hacer cierto análisis introspectivo sobre los protocolos y trabajos de vigilancia digital por parte de los servicios de seguridad del Estado, que ha causado el relevo en el puesto de la directora del Centro Nacional de Inteligencia. Es bien conocido como este informe ha sido instrumentalizado en una maniobra de desprestigio contra España por parte del independentismo y de ciertos sectores de la izquierda. Esta campaña de comunicación tuvo como punto de partida un artículo de Ronan Farrow en New Yorker y continuó con un editorial en Washington Post y un sinfín de entrevistas en las televisiones y prensa catalana. A esto se sumó una operación en redes sociales y las típicas comunicaciones y solicitudes de intervención a instituciones supranacionales.

Una parte menos conocida por la opinión pública de este caso es que los autores del informe y miembros de Citizen Lab, no solo aparecen en medios de comunicación nacionales e internacionales, sino que también son invitados a ofrecer opinión experta en comisiones parlamentarias y hasta en procedimientos judiciales. Por ejemplo, varios de los miembros de Citizen Lab han sido ya consultados por Comité de Investigación sobre Pegasus constituido en el Parlamento Europeo el 19 de abril. También el conocido abogado, Gonzalo Boye -una de las presuntas victimas según el informe de Citizen Lab- interpuso el pasado 3 de mayo una querella contra la empresa Q Cyber Technologies Ltd así como contra sus subsidiarias NSO Group Technologies Ltd. y OSY Technologies y algunos de sus directivos y fundadores por el caso de espionaje con el software Pegasus. En esta querella no solo se incluía el estudio de CatalanGate y varios artículos periodísticos en el índice documental, sino que también solicitaba que se tomase declaración en calidad de peritos a siete de los ocho autores del informe, y que se llamase a declarar a uno de ellos Bill Marczak en calidad de testigo.

No es la primera vez que los miembros de este centro interdisciplinar son invitados a aportar testimonio en diferentes comisiones parlamentarias o en sede judicial —lo han hecho por ejemplo en Estados Unidos, Polonia y Reino Unido—. Sin embargo, algunos académicos y periodistas hemos ido mostrando en las últimas semanas que la investigación de Citizen Lab contiene demasiadas anomalías como para que el informe CatalanGate o sus autores sean considerados como fuentes periciales neutrales. Resumo a continuación algunas de los problemas más importantes detectados tanto desde el punto de vista metodológico como de deontología. Estos problemas han sido puestos de manifiesto en un documento enviado a la Universidad de Toronto junto a una solicitud para que se abriese una investigación independiente por posibles infracciones del código de integridad profesional de esta institución.

En primer lugar, llama la atención la falta de transparencia en algunas cuestiones metodológicas muy relevantes. Del informe no se puede deducir ni cuando, ni cómo ni dónde, ni por quien fueron llevados a cabo los análisis forenses. Esto es algo curioso no solo porque este tipo de datos se suelen aportar en cualquier artículo o informe científico, sino porque la literatura académica especializada en este tema argumenta que los análisis exclusivamente digitales en remoto presentan limitaciones. Citizen Lab no ha querido detallar los criterios de muestreo usados para seleccionar a los participantes en el estudio,  ni tampoco el número total de casos estudiados y el porcentaje de casos positivos, lo que es relevante para poder sacar conclusiones sobre la incidencia relativa del problema en una población.

El informe no ha sido sometido a una revisión de pares (“peer review”) y no pone a disposición los datos necesarios para poder replicar los resultados. Extrañan más aún las reticencias que Ronald Deibert, el director de Citizen Lab, mostró frente a los Europarlamentarios del Grupo Renew Europe y a la prensa cuando se le solicitaron detalles sobre la investigación. Este rechazo  es llamativo dado que él tiende a criticar los estudios que no son transparentes. Por ejemplo, en una reciente entrevista en El País cuando los entrevistadores le recordaron que “El CNI solo ha reconocido haber espiado a 18 de los 65 casos que ustedes mencionan”. Deiber respondía: “¿Cómo podemos verificar eso? ¿Qué han enseñado en la comisión de secretos oficiales? ¿Lo creen?”. Igualmente, en 2017 el mismo Deibert publicó un artículo en el foro online Just Security donde criticaba un informe del FBI sobre las operaciones de ciberespionaje ruso en Estados Unidos precisamente por la falta de verificación externa, la ausencia de pruebas sólidas en la atribución de la autoría a Rusia y por no aclarar el grado de confianza atribuido a cada indicador utilizado.

Esta crítica, perfectamente lógica y válida, choca frontalmente con la forma de proceder en el informe CatalanGate donde tampoco se pueden verificar los resultados, donde las pruebas para incriminar a España son “circunstanciales” (como el mismo informe admite), donde no se reportan grados de confianza de ningún indicador, ni se consideran falsos positivos o explicaciones alternativas. Es más, en la misma entrevista en El País, Deibert, que es un politólogo de formación, alega que los métodos de Citizen Lab son 100% fiables y que no es posible que haya falsos positivos. Estas afirmaciones contradicen la práctica científica comúnmente aceptada (donde se considera la posibilidad de errores instrumentales) y la opinión de algunos expertos en ciber-espionaje que argumentan que no solo es posible que haya falsos positivos de Pegasus, sino que es posible fabricarlos. Esta tesis es bastante conveniente si como refleja el libro de Roger Torrent Pegasus: L’Estat que ens espía (2021), existía un aparente interés por parte de los autores y participantes en el estudio en maximizar el número de resultados positivos encontrados. Igualmente parece plausible que esta sea una de las razones por las que no parecen haberse establecido controles para evitar la manipulación de la evidencia por parte de las presuntas víctimas, algunas con conocimientos informáticos muy avanzados.

Otro aspecto digno de mención es que ningún conflicto de interés fue reconocido explícitamente, algo que es básico en cualquier investigación científica. Entre ellos quizás el más llamativo es que uno de los autores, Elies Campo, un activista independentista que colaboró en la organización del referéndum de 2017 y que  aparece como victima en el informe fue quien se encargó de coordinar el trabajo de campo en Cataluña. Es también irregular que se le encargase en julio de 2020 una tarea tan importante cuando él no tenía experiencia previa en investigaciones científicas ni tenía titulación académica al efecto. Hasta enero de 2022 no fue nombrado Fellow en Citizen Lab y aunque no dijo la verdad sobre su situación laboral, en teoría trabajaba para Telegram, por lo que no deja de ser sorprendente su participación en un proyecto que supuestamente se había iniciado por un encargo de WhatsApp a Citizen Lab.

No se hace referencia tampoco al interés de Citizen Lab por conseguir “munición” a WhatsApp, Apple y a los independentistas para que tuvieran material sólido que presentar en procesos judiciales, tal y como declaraba Torrent en su libro. Ciertamente existen investigaciones motivadas por intereses corporativos o de otro tipo, pero los protocolos éticos científicos exigen que entonces que estos intereses sean puestos de manifiesto. Torrent llega a referirse a que uno de los autores trabajaba en nombre de Apple, lo que puede tener conexión con que después de los primeros cinco casos supuestamente identificados en la lista de WhatsApp, la investigación se centrase en dispositivos iPhone.

En cualquier caso, resulta curioso que se invite como peritos y testigos a un  procedimiento judicial contra una compañía a unas personas que presuntamente trabajaban para otra compañía que planeaba demandar a la primera.  Efectivamente, Apple acabó demandando a NSO Group en noviembre de 2021 y en la comunicación oficial llegó a mencionar explícitamente el agradecimiento a Citizen Lab y Amnesty  anunciando una contribución de 10 millones de dólares para apoyar a organizaciones que investiguen este tema.

El informe también omite que la Agència de Cibertseguretat trabajó en el análisis de los móviles con Citizen Lab y que los partidos políticos y asociaciones independentistas, jugaron un papel clave en la identificación de potenciales casos sospechosos de infección. Torrent incluso indica que Gonzalo Boye hacía un inventario, ya el 24 de julio de 2020. Es decir, el demandante incluye como prueba un informe que ha ayudado a elaborar. Tampoco se explica el motivo teórico o científico que les hizo ceñirse a analizar solo a personas ligadas al independentismo. La elección como título de “CatalanGate” que era una referencia propagandística que ideo Ernest Maragall y que era el nombre de una web que se había registrado en enero 2022 por la ANC y que pertenece a Omnium también resulta indicador de la falta de neutralidad del informe.

Por otra parte, las contradicciones entre los autores, periodistas y el mismo Torrent en el relato de cómo se inició la investigación en Cataluña resultan  notables. Si Citizen Lab tenía la lista de víctimas de la brecha de seguridad de WhatsApp desde 2019, ¿por qué Torrent se enteró que su teléfono había sido atacado cuando fue contactado por unos periodistas de El País y The Guardian? ¿Por qué habiendo 1400 nombres en la lista, muchos de dictaduras y países con importantes vulneraciones de derechos humanos, decidieron  emprender una investigación sobre el caso de los independentistas, donde el hecho de que hubiese vigilancia policial no podía sorprender demasiado?

Pero quizás lo más llamativo es que el informe no haga ninguna referencia a las precauciones que normalmente se toman cuando una investigación académica presenta riesgos para los intereses de terceros. En este caso Citizen Lab estaba alertando a ciudadanos de que podían estar siendo objeto de vigilancia por alguna agencia gubernamental española. Es preciso recordar que era razonable pensar que muchos de estas  personas estaban siendo investigadas por orden judicial, otras estaban fugadas y algunas incluso encarceladas. Por ejemplo, tres de los espiados se habían reunido con emisarios del Kremlin y seis trabajaban en el área de la tecnología blockchain y criptomonedas y se sospechaba que habían participado en la organización de la plataforma Tsunami Democratic. Como se ha revelado posteriormente los servicios de inteligencia españoles estaban vigilando a 18 líderes independentistas. No sabemos si sus escuchas fueron afectadas por la investigación de Citizen Lab. Ni los autores ni el comité ético de la Universidad de Toronto han dicho cómo se aseguraron de que con su investigación no se interfería el curso de la justicia española.

En definitiva, más allá de las implicaciones que este estudio pueda tener a nivel político y de reputación para el país, lo cierto es que existen una serie de aspectos técnicos que hay que tener muy presentes a la hora de determinar su  auténtico valor tanto como prueba documental en comisiones parlamentarias  como, sobre todo, en sede judicial.  Estas anomalías (y otras ya puestas de relieve en prensa y redes sociales) apuntan a cuestiones e inconsistencias que pueden ser de mucho interés a la hora de tenerlos en cuenta en otros procesos e investigaciones donde los participantes están implicados.

 

Sobre el Anteproyecto de Ley de vivienda

El pasado 1 de febrero de 2022 el Consejo de Ministros aprobó el Anteproyecto de Ley por el Derecho a la Vivienda (ver aquí), que será remitido a las Cortes Generales para su tramitación como proyecto de ley.

El Anteproyecto no recoge algunas de las medidas un tanto extremas que Unidas Podemos y otros grupos parlamentarios plantearon en su proposición de ley (obligación de ceder viviendas vacías, supresión del régimen fiscal de las SOCIMI, etc.), pero eso no ha evitado que provoque fuertes críticas por parte de algunos agentes sociales y, sobre todo, del CGPJ, que el pasado 27 de enero aprobó un informe en el que ponía en duda abiertamente la solidez del texto, desde el punto de vista jurídico y económico (el informe del CGPJ se puede consultar aquí).

No es el objetivo de este post analizar, una por una, las medidas que propone el Anteproyecto. Sí poner la lupa sobre aquellas cuestiones que más impacto podrían provocar y/o que más críticas han suscitado.

Lo primero destacable del Anteproyecto es el gran esfuerzo que hace, desde el inicio de la Exposición de Motivos, en justificar que el título competencial sobre el que se promulga es correcto.

La Exposición de Motivos argumenta largamente que se emite para cumplir la obligación que el artículo 47 CE impone a los poderes públicos de promover las condiciones necesarias que garanticen el derecho al disfrute de una vivienda digna y adecuada y, a pesar de que reconoce expresamente que “conforme al artículo 148.3 de la Constitución, todas las Comunidades Autónomas tienen asumida en sus Estatutos de Autonomía, sin excepción, la competencia plena en materia de vivienda”, asegura que existen títulos competenciales que “exigen” y también permiten al Estado central promulgar esta legislación.

A este respecto, el CGPJ reconoce que el Estado cuenta con estos títulos competenciales, si bien critica abiertamente que el texto resulta “de problemático encaje en el orden constitucional de competencias”, dado que “limita y dificulta que, como dijo la STC 152/1988 al referirse al artículo 148.1.3º CE, que atribuye la competencia en materia de vivienda a las Comunidades Autónomas, estas puedan “desarrollar una política propia en dicha materia incluyendo el fomento y promoción de la construcción de viviendas, que es, en buena medida, el tipo de actuaciones públicas mediante las que se concreta aquella política” y por más que esa competencia no sea absoluta y el Estado se encuentre facultado a desarrollar actuaciones en ella (STC 36/2012).”

Tras “superar” el escollo competencia, el Anteproyecto se articula en cinco títulos, 43 artículos, dos disposiciones adicionales, una disposición transitoria, una disposición derogatoria y ocho disposiciones finales; de entre los que destacan los siguientes puntos:

El Anteproyecto recoge un paquete de medidas y directrices de actuación de los poderes públicos que tienen el objetivo de preservar y ampliar la oferta de vivienda dotacional y vivienda social. Entre estas, destacan la regulación de (i) las zonas de mercado tensionado y (ii) el concepto de gran tenedor de vivienda.

La práctica totalidad de las medidas que prevé el Anteproyecto en materia de arrendamiento, determinación de precios, etc. están previstas para las zonas de mercado tensionado, de ahí la importancia de su determinación, que corresponderá a la Administración competente en materia de vivienda, con sujeción a una serie de reglas recogidas en el art. 18.

Serán zonas de mercado tensionado, según el Anteproyecto, aquellas en las que la carga media del coste de la hipoteca o alquiler en el presupuesto de la unidad de convivencia, superen el 30% de los ingresos medios de los hogares; y/o aquellas en las que el precio de compra o alquiler haya experimentado en los cinco años anteriores un crecimiento acumulado un 5% superior al IPC.

Por su parte, tienen la consideración de grandes tenedores las personas físicas o jurídicas que sean titular de más de diez inmuebles urbanos, excluyendo garajes y trasteros, o una superficie construida de más de 1.500 m2; y tal consideración lleva aparejadas una serie de obligaciones distribuidas a lo largo de todo el Anteproyecto, como, incluso, la limitación del importe de la renta en los contratos por ellos suscritos, en determinados casos.

Mecanismos de contención y bajada de los precios de alquiler de vivienda: el Anteproyecto regula la contención y reducción de las rentas, impidiendo los incrementos en algunos casos y planteando medidas fiscales, en otros.

Las medidas de más calado en este sentido son las que afectan a la LAU, que consisten en el establecimiento de prórrogas obligatorias y limitaciones de la renta, en zonas de mercado tensionado, a través de la modificación de su art. 10 de la LAU.

Estas medidas se regulan en la Disposición Final Primera, que es calificada por el CGPJ de farragosa y con alcance limitado, a lo que se le añade el hecho, afirma, de que no se han justificado de forma suficiente la idoneidad y necesidad de las medidas, puesto que no se ha presentado una evaluación de “los beneficios sociales e inconvenientes que se pueden derivar de ellas, sobre la base de un análisis empírico del resultado de medidas similares en los países de nuestro entorno —e incluso en el nuestro— que han cosechado fracasos que resultan evidentes por conocidos”.

Con respecto a las prórrogas, la propuesta de nuevo art. 10 de la LAU prevé que, cuando la vivienda se encuentre en zonas de mercado tensionado, una vez finalice el período de prórroga obligatoria (5 o 7 años, según la LAU actual), el arrendatario podrá solicitar prórrogas adicionales por plazos anuales, hasta un máximo de 3, que el arrendador tendrá la obligación de aceptar, salvo contadas excepciones.

Señala el CGPJ que estas prórrogas serán seguramente ineficientes, y que el hecho de vincularlas con la ubicación del inmueble en una zona de mercado tensionado es “nocivo e innecesario”. El informe recuerda asimismo la prevalencia del “libre juego del mercado arrendaticio y los pactos entre las partes que en estos casos (…) normalmente evitarán muchos de estos problemas, un tanto ficticios pero que la regulación incentivará”.

En cuanto a la renta en viviendas que se encuentran en zonas tensionadas, el Anteproyecto prevé que la renta solo podrá incrementarse en supuestos tasados (vivienda rehabilitada, mejora de accesibilidad o contratos de duración igual o superior a diez años), y nunca más del IPC más un 10% sobre la renta del contrato vigente en los últimos cinco años.

Esto, en el caso de que el arrendador sea persona física. En caso de que el arrendador sea persona jurídica gran tenedor, las limitaciones son aún más estrictas, ya que la renta pactada al inicio del contrato no podrá exceder del límite máximo del precio aplicable conforme al sistema de índices de precios de referencia.

En este sentido, si bien el CGPJ califica la limitación de las rentas para grandes tenedores personas jurídicas de norma efectiva y sencilla, no opina lo mismo del resto de limitaciones, sobre las que vaticina que tendrán una incidencia mínima sobre el mercado de alquileres.

Como ya explicó Sergio Nasarre en este blog, muchos autores han demostrado que un control de las rentas puede resultar ineficiente y provocar efectos contrarios a los deseados, por lo que no es de extrañar las críticas del CGPJ a la falta de consistencia de estas medidas desde el punto de vista económico.

Medidas procesales: modificaciones en los procesos de desahucio. El Anteproyecto eleva a categoría permanente determinadas medidas que fueron introducidas con carácter inicialmente transitorio a causa de la pandemia.

En los casos de desahucios, y cuando se trate de vivienda habitual del inquilino, se introducen modificaciones en el procedimiento que suponen, básicamente, la suspensión del proceso durante plazos de dos o cuatro meses (en función de si el propietario es persona física o jurídica) para que los organismos competentes resuelvan la situación de vulnerabilidad.

A nadie escapa que esta suspensión, en la práctica, conllevará la paralización de los procedimientos de desahucio, a instancias del inquilino y en perjuicio del arrendador, durante más del triple o el cuádruple de tiempo previsto en la norma.

Además, en los procedimientos penales por delito de usurpación de vivienda —esto es, en casos de ocupación—, el Anteproyecto prevé que, cuando “entre quienes ocupen la viviendase encuentren personas dependientes, víctimas de violencia de género o personas menores de edad, las medidas de desalojo estarán condicionadas a que se dé traslado a las Administraciones competentes para que adopten medidas de protección que correspondan; medida que a buen seguro dará lugar a la suspensión, también, de los procedimientos penales.

No es de extrañar que el CGPJ tilde esta propuesta de regulación de “farragosa” y “susceptible de no pocos conflictos a decidir en sede jurisdiccional civil”, con la que “se “carga” al propietario y no a la Administración con el costo de mantener la ocupación, normalmente arrendaticia sin pago de renta alguna, es decir, ahora en precario, durante un largo período”, todo lo cual puede resultar contraproducente en tanto que desincentivará la puesta en el mercado de viviendas de alquiler.

Estas medidas suponen, en definitiva, un paso más en la desprotección de los arrendadores, ya suficientemente agravada con las últimas reformas de la LAU (Matilde Cuena, aquí).

Medidas fiscales: el Anteproyecto anuncia la intención de crear un entorno fiscal favorable para tratar de reducir los precios del alquiler y el incremento de la oferta a un precio asequible.

No obstante, entre estas medidas destacan la rebaja con carácter general, del 60% al 50%, de la reducción del rendimiento neto positivo a efectos del IRPF en casos de arrendamientos de inmuebles destinados a vivienda (estén, o no, en zonas de mercado tensionado); y la habilitación a los ayuntamientos para incrementar el recargo del IBI en viviendas desocupadas, en algunos casos, hasta el 150%.

Resulta evidente que estos incentivos fiscales no compensan adecuadamente la carga patrimonial que imponen las limitaciones a los precios y las medidas procesales, y así lo expone, también, el CGPJ en su informe.

En conclusión, sin perjuicio del trámite de enmiendas —del que cabe no esperar mucho—, el Anteproyecto es un texto al que su vocación jurídico-pública parece hacerle incurrir en un intervencionismo más voluntarista que riguroso, del que salen algunas medidas que podrían ser útiles pero que no compensan la falta de solidez jurídica ni los desajustes y confusiones competenciales que ha advertido el CGPJ en su extenso informe; defectos que con toda probabilidad harán que el texto, de aprobarse así, acabe en manos del Tribunal Constitucional.

 

Catalán, escuelas y cohesión social. Sobre el acuerdo de la Generalitat de 4 de enero de 2022

El día 5 de enero de 2022 se publicaba en el Diario Oficial de la Generalitat de Cataluña (DOGC), el acuerdo del Gobierno de la Generalitat de 4 de enero sobre la defensa del catalán, de las escuelas y de la cohesión social (ver aquí). Se trata de un acuerdo que no puede ser entendido al margen de la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña de 16 de diciembre de 2020 que establece la necesidad de que al menos un 25% de la docencia se imparta en castellano a todos los alumnos del sistema educativo catalán, y de la que me ocupaba en un artículo de hace unos meses (ver aquí). Una vez firme esa resolución
judicial al haber inadmitido el Tribunal Supremo el recurso de casación planteado contra la misma, la Generalitat hizo expresa su voluntad de desobediencia y en este sentido dirigió un correo a los equipos directivos de los centros escolares catalanes conminándoles a continuar aplicando los proyectos lingüísticos existentes, sin modificarlos como consecuencia de la mencionada sentencia. Me ocupaba de ello en el artículo que acabo de indicar.

Ante esta voluntad expresa de desobediencia, varias organizaciones que llevaban años defendiendo los derechos lingüísticos de los ciudadanos catalanes y consiguiendo que los tribunales reconocieran que el castellano no podía ser excluido como lengua de aprendizaje, iniciaron una campaña destinada a conseguir la ejecución forzosa de esa sentencia y a denunciar su incumplimiento.

La respuesta de la Generalitat es el Acuerdo de 4 de enero de 2022, un Acuerdo que, como veremos, es significativo.

El Acuerdo tiene tres concreciones: reafirma el compromiso del Gobierno de la Generalitat en la defensa del catalán, anuncia que pondrá al servicio de los equipos directivos de los centros educativos los servicios de asesoramiento, representación y defensa jurídica de la Generalitat y exige responsabilidades a las personas o entidades que ataquen “injustamente” a personas o colectivos por la defensa y uso del catalán o por el ejercicio de sus funciones.

A mi juicio es un Acuerdo que atenta gravemente contra principios democráticos básicos y contra el Estado de Derecho, tal como intentaré mostrar a continuación.

En primer lugar, el Acuerdo supone una deslegitimación radical de las decisiones judiciales que establecen la necesidad de que el castellano sea lengua vehicular en las escuelas catalanas. En dicho Acuerdo se lee que la enseñanza en catalán es la que se deriva tanto del Estatuto de Autonomía de Cataluña como de la Ley de Educación y de textos internacionales suscritos por España, para añadir que “Pese a ello, últimamente, varias actuaciones políticas y judiciales han puesto en cuestión el modelo de enseñanza en catalán, legalmente establecido, al margen de la comunidad educativa, de la ciudadanía y de los poderes públicos elegidos democráticamente”.

La afirmación de que las decisiones judiciales han puesto en cuestión el sistema de enseñanza “legalmente establecido” no puede ser interpretado más que como la acusación de que las sentencias a las que se refiere no se han ajustado a Derecho. Se trata de una afirmación que es perfectamente legítima en un particular o en un político, pero que no puede ser introducida en un texto normativo publicado en un Diario Oficial sin poner en cuestión las bases mismas del Estado de Derecho, que exigen que los poderes públicos acaten las decisiones judiciales. Una deslegitimación como la que se acaba de describir, en el marco de un Acuerdo formal del gobierno autonómico supone una vulneración grave de elementos nucleares del Estado de Derecho, que debería tener consecuencias no solamente internas, sino también internacionales, especialmente en el marco de la UE, pues no podemos olvidar que ésta es especialmente vigilante del respeto por parte del poder ejecutivo de las decisiones judiciales, como se ha podido comprobar en los casos abiertos en relación a Polonia y a Hungría.

La deslegitimación, sin embargo, va más allá; pues, tal y como se acaba de indicar, el acuerdo publicado en el DOGC indica que las decisiones judiciales se han producido al margen de la comunidad educativa, la ciudadanía y los poderes públicos elegidos democráticamente. Esto es, existe un reproche implícito, pero claro, a quienes recurren a los tribunales para obtener la garantía de sus derechos en contra de los criterios del poder ejecutivo, a los que éste suma la comunidad educativa (en buena medida, configurada por este mismo poder ejecutivo) y la ciudadanía, de la que parece excluir a quienes optan por presentar sus alegaciones ante los tribunales.

Una crítica de esta entidad al recurso a los jueces es completamente inadmisible a partir de estándares democráticos elementales. El hecho de que un texto oficial cuestione que se acuda a los mecanismos jurisdiccionales para la obtención de la tutela judicial supone una enmienda a los pilares de la democracia liberal que se ha construido en Europa desde el fin de la II Guerra Mundial y que constituye el núcleo del ordenamiento jurídico de la UE y de sus estados miembros.

Pero aún hay más. Tal como se ha adelantado, el acuerdo incluye la exigencia de responsabilidades tanto políticas como penales, administrativas “o de otra naturaleza” a las personas o entidades que “ataquen injustamente a personas o colectivos por la defensa y el uso del catalán o por el ejercicio de sus funciones”. Se trata de una decisión especialmente perturbadora, porque en el contexto en el que se adopta el acuerdo es claro que tales personas o entidades son aquellas que han exigido ante los tribunales la enseñanza bilingüe y que han denunciado por otras vías los incumplimientos de la Generalitat. Esta amenaza de exigencia de responsabilidades, no solamente jurídicas para el caso de que se hubiera actuado ilegalmente, sino también políticas “o de otra naturaleza” parece buscar el amedrentamiento de la sociedad civil que cuestiona las actuaciones del poder público y es, por tanto, también otra quiebra significativa de elementos básicos del Estado de Derecho. Los ciudadanos no pueden ser coaccionados por el poder público para que dejen de exigir la garantía de sus derechos ante los tribunales de justicia o por los medios legales que consideren oportunos. Aquí es necesario llamar la atención sobre el hecho de que el Acuerdo de 4 de enero no limita la exigencia de responsabilidades a los casos de actuaciones “ilegales”, sino que lo extiende a las que el gobierno considere “injustas”, lo que supone dotar a ese gobierno de un margen de discrecionalidad en la apreciación de las actuaciones que han de ser perseguidas que carece de fundamento legítimo.

La exigencia de responsabilidades se extiende también a los “ataques” a quienes ejerzan sus funciones. De nuevo el contexto nos aporta la explicación de a qué se refiere este extremo.

Tal como hemos indicado, ya en noviembre el Gobierno de la Generalitat, a través de su Consejero de Educación, trasladó instrucciones a los equipos directivos de los centros educativos para que no modificaran sus proyectos lingüísticos; esto es, para que siguieran excluyendo el castellano como lengua vehicular. Ante esta situación, las entidades defensoras del bilingüismo han anunciado que pondrán en marcha las actuaciones judiciales que consideren necesarias para conseguir la plena efectividad de la Sentencia de 16 de diciembre de 2020. La advertencia contenida en el Acuerdo de 4 de enero parece dirigida a informar que esas actuaciones podrán ser consideradas como “ataques” injustos que podrían dar lugar a la exigencia de responsabilidades “políticas, penales, administrativas o de otra naturaleza”. De nuevo el intento de amedrentar a la disidencia dentro de Cataluña.

A esto se une el segundo de los Acuerdo adoptados, en relación a la puesta a disposición de los equipos directivos de los centros educativos de los servicios jurídicos de la Generalitat. No entraré ahora en ello, pero es necesario apuntar que el auxilio a los funcionarios por parte de la Administración en los casos en que estos funcionarios actúen en el ejercicio de sus funciones no alcanza a liberar a estos de su responsabilidad cuando de forma dolosa o por culpa grave incumplan una obligación legal, lo que incluye la necesidad de acatar las decisiones judiciales.

Seguramente habrá ocasión de volver sobre este punto más adelante, así como sobre el régimen lingüístico en las escuelas catalanas. Ahora interesa sobre todo destacar que el Acuerdo de 4 de enero, publicado en el DOGC del 5 de enero supone un cuestionamiento inasumible de las decisiones judiciales y del recurso a los tribunales en contra del criterio del poder público, así como una indisimulada amenaza a las personas y entidades que han cuestionado la enseñanza monolingüe en catalán. Se trata de hechos graves que atacan frontalmente elementos esenciales del Estado de Derecho, por lo que no deberíamos permanecer indiferentes ante ellos.

Leyes pro cannabis (reproducción de la tribuna del editor Segismundo Alvarez en ABC)

Las adicciones son, por definición, difíciles de controlar. Así lo demuestra una vez más la actual crisis de los opiáceos en EE.UU. Hacia el año 2000, varias farmacéuticas de Este país propagaron la teoría de que el dolor crónico se debía tratar con opiáceos, y gracias a ella consiguieron vender, legalmente, miles de millones de esas medicinas. Varios años se hicieron más de 80 recetas de opiáceos por cada 100 habitantes. Pero el precio que está pagando por ello la sociedad americana es incalculable: solo en 2020 murieron 93.000 personas por sobredosis de opiáceos. Los intentos de controlar esta plaga han fracasado y los millones de adictos creados acuden cada vez más a drogas ilegales como la heroína o el fentanil. Las estremecedoras imágenes de personas vagando como zombis por las calles de Filadelfia han dado la vuelta al mundo.

Mientras tanto, en España, varios partidos políticos proponen regulaciones que favorecen el consumo de otra droga extraordinariamente adictiva y perjudicial. Aunque el cannabis no produce la muerte por sobredosis, sus efectos son también demoledores. Hasta un 30% de los usuarios se convierten en dependientes o adictos (aquí). El consumo habitual de cannabis multiplica por 4 el riesgo de sufrir brotes psicóticos, por 3 los intentos de suicidio, y aumenta en un 30% el riesgo de depresión. Además, reduce gravemente las capacidades cognitivas y afecta a los receptores de dopamina, debilitando la motivación y la capacidad de aprender. A todo esto hay que añadir unos efectos cancerígenos y pulmonares similares a los del tabaco. Si fumar mata, -como por ley indican las cajetillas- fumar cannabis hacer descarrilar tu vida -y mata- (referencias a artículos científicos aquí).

Es cierto, como dice la proposición de Más País, que la estrategia de prohibición no ha impedido la proliferación de su uso. Por eso solo hace más necesaria una gran campaña para concienciar a todos de sus riesgos. Un enorme esfuerzo previo en ese sentido quizás permitiría plantear su legalización, pero la propuesta de este partido va en sentido contrario: no solo legaliza el cannabis sino que lo promueve. La exposición de motivos, que sería cómica si la cuestión no fuera tan grave, dice que durante milenios “el cannabis ha formado parte de nuestro paisaje rural … llegando a ser un cultivo de gran importancia económica y cultural”. Peor es  el artículo 1 que “declara y reconoce el valor y carácter universal, cultural, sociológico, lúdico, recreativo, medicinal, comercial e industrial de la planta ¨Cannabis Sativa L”. El resto del texto, como es lógico tras esta declaración de principios, da un trato de favor al cannabis frente a otras drogas legales como el alcohol y el tabaco: permite su cultivo para uso propio; presume este uso salvo que se excedan unas cantidades considerables; reconoce y promueve los “clubes y asociaciones de cultivo y consumo compartido”; prohíbe la sanción por su consumo en espacios públicos; limita la posibilidad de sancionar por conducir bajo sus efectos (exigiendo una prueba conductual además de la química); establece normas de etiquetado mucho menos estrictas que para el tabaco; y limita los impuestos que se le pueden imponer al 35%, muy inferior al que se aplica al tabaco. (La proposición de Podemos también va en esta línea: persigue la “desestigmatización” del consumo de cannabis y rebaja la gravedad de sus efectos declarando reiteradamente que sus efectos son menos que los del alcohol. Aunque fuera verdad, que no está claro, es un mensaje contraproducente. La de ERC es la única que plantea los problemas de la adicción y el abuso, pero apenas tienen reflejo en el articulado).

En resumen, las propuestas valoran positivamente esta droga y le otorgan privilegios que favorecen su consumo, en contra de lo que dictan la ciencia y la experiencia. El oportunismo político y los intereses de un mercado legal superior a 20 mil millones de dólares anuales quizás expliquen esta posición. Pero esta regulación, combinada con el aumento de su uso entre los jóvenes, la creciente concentración de su elemento activo (el THC), y las nuevas formas de consumo (vapeo, comida) puede que nos lleven, dentro de unos años, a un paisaje casi tan desolador como el los opiáceos en EE.UU, con parte de generaciones perdidas en la adicción, la desmotivación o la psicosis.

Este artículo es una adaptación del publicado el 17 de octubre de 2021 en el diario ABC (https://www.abc.es/opinion/abci-segismundo-alvarez-royo-vilanova-leyes-procannabis-202110170007_noticia.html#vca=amp-rrss-inducido&vmc=abc-es&vso=wh&vli=noticia.foto)

 

Sobre la posibilidad de reclamar daños por el estado de alarma (I): responsabilidad del Estado

Los efectos de la declaración del estado de alarma en España han arrasado con gran parte del entramado de negocios que componen nuestro tejido laboral y económico; baste de ejemplo que según el anuario hostelero 2020, la hostelería (bares, restaurantes, alojamientos), la 3ª industria nacional, ha sufrido una pérdida de 67.000 millones de euros en el 2020, 85.000 negocios cerrados, un 50% de facturación y 680.000 puestos de trabajo en el aire, a expensas de la prórroga de los Ertes. Al margen de medidas generales, ayudas, subvenciones, reducciones fiscales, etc., se plantea por el sector de negocio de éste país la posibilidad efectiva y jurídica de un resarcimiento individualizado al amparo de lo previsto en el art. 3.2 de la Ley Orgánica 4/1981 de 1 de junio que regula los estados de alarma, excepción y sitio, que es la Ley aplicada por el Gobierno en Reales Decretos 463/2020 de 14 de marzo, y posterior 465/2020 de 27 de marzo y que a la postre ha supuesto el cierre de las actividades no esenciales y la gran pérdida económica del sector.

“Quienes como consecuencia de la aplicación de los actos y disposiciones adoptadas durante la vigencia de estos estados sufran, de forma directa, o en su persona, derechos o bienes, daños o perjuicios por actos que no les sean imputables, tendrán derecho a ser indemnizados de acuerdo con lo dispuesto en las leyes”.

No son pocos los colectivos que ya han acudido a la vía administrativa, previa a la jurisdicción contenciosa, para reclamar el anunciado derecho a ser resarcidos contra la Administración Estatal, (también autonómicas, Decretos posteriores), en aplicación de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, de Procedimiento Administrativo Común (arts. 65, 67, 81, 91, 92 y 96.4). Sin embargo, esta vía aparentemente cómoda, tiene escollos que salvar. Quienes se aferren al carácter objetivo y automático de la declaración del estado de alarma y la consecuencia indemnizatoria se ampararán en la responsabilidad patrimonial de configuración legal, autónoma y específica del precepto, desvinculándola de la RP general directamente pretendida en el art. 106.2 de la Constitución Española de responsabilidad de la administraciones públicas y 121 CE sobre errores judiciales, que excluyen literal y expresamente los supuestos de fuerza mayor, ente ellos la pandemia (1.1105 CCivil). Ser indemnizados conforme a lo dispuesto en las leyes implicaría que en casos de fuerza mayor (pandemia) no hubiese lugar al resarcimiento. De otra forma y en menor medida también buscarán sustento en resoluciones que ya han considerado que la pandemia no es una situación de fuerza mayor (sentencia n°60/2020, de 3 de junio de 2020, del Juzgado de lo Social Único de Teruel, FJ 4. 3º) (sentencia 166/21 de 21-7-2020 de Instancia 14 de Granada sobre aseguramiento del lucro cesante).

Resortes como el código napoleónico estarán presentes en estas reclamaciones, el Gobierno no es culpable de la pandemia, pero los negocios tampoco dado que si limita o quita una cosa ha de restituirla. Y así entroncamos con el principio y más sólido argumento del resarcimiento basado en que hay que indemnizar el “daño sacrificial”, admitido en distintas sentencias, (sobre declaración de libertad después de prisión, orden público, incendios o expropiaciones), como un daño de una minoría a favor del interés general, algo así como un daño consciente, previsto, necesario y resarcible, (STC 85/2019, de 19 de junio sobre el art. 294 de la LOPJ).

Profundizando en el carácter indemnizable de situaciones que se imponen por decreto a los ciudadanos para evitar males mayores y la búsqueda de soluciones que satisfagan la dimensión social de la Constitución (Estado Social y de Derecho) sin merma alguna de la consideración del individuo a través del equilibrio resarcitorio o coste del bien común. La base es evidente. De no ser objeto de resarcimiento ese sacrificio extraordinario o excepcional para una parte de la población, en nuestro sistema jurídico valdrían menos los derechos, -fundamentales o no-, y -las libertades públicas-, de los que sí han soportado un sacrificio especial en aras del interés general, que los derechos y libertades de los beneficiarios, del resto de ciudadanos. Es palmaria la reducción de contagios y el beneficio a la salud del decretado confinamiento (bien general y mayoritario), pero a costa de un sacrificial perjuicio evidente de sectores concretos (transportes, líneas aéreas, agencias de viajes, hostelería, ocio nocturno, comercio etc..). Los tribunales deberán pronunciarse. La obligación indemnizatoria no se buscará con fundamento en la culpa, -que rige casi todo el sistema restitutivo de nuestro ordenamiento jurídico-, sino en el “sacrificio”, y para ello es necesario que el perjudicado no haya contribuido con su conducta al daño (no habría sacrificio) y que además no haya sido compensado por las administraciones (a tener en cuenta en la valoración del lucro cesante ayudas, ertes, subvenciones, reducciones de impuestos, etc…).

Dejando al margen la culpabilidad o no de las entidades bancarias, ¿El rescate bancario español no fue la compensación económica del Estado a un daño sacrificial del sector bancario (arrastrados por la quiebra de Lehman Brothers) para el bien financiero común del país? ¿Vale menos el derecho de los comerciantes a ser indemnizados por el Estado a causa de la pandemia que el de los habitantes de la Palma afectados por la erupción del volcán Cumbre Vieja? ¿No son ambos una catástrofe?

En análisis no menos relevante para la Justicia, la Sentencia 148/2021, de 14 de julio de 2021 que declara la inconstitucionalidad parcial del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declaraba el estado de alarma, y la declaración expresa sobre la imposibilidad de resarcimientos individuales contra la administración con causa en esta inconstitucionalidad, es decir, con causa en la negligencia del ejecutivo en la gestión de la Covid19. Los Tribunales además tendrán que valorar si un desastre pandémico es una “catástrofe natural”, al amparo de la Ley 17/2015, de 9 de julio, del Sistema Nacional de Protección Civil que prevé la declaración de zonas catastróficas: -afectadas gravemente por una emergencia de protección civil-, por causas naturales, y si la pandemia es más natural o menos que un tsunami, una erupción volcánica, un terremoto o una inundación. ¿No debió constituir el gobierno un sistema reparador para las zonas más afectadas de una pandemia? Si los organismos competentes, esto es, Organización Mundial de la Salud, la Oficina de las Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios (OCHA), o el Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias del Ministerio de Sanidad en España (CCAES) tenían estudios sobre “previsibilidad” pandémica, y si además los Gobiernos han generado un orden de vida urbano y globalizado proclive a estas crisis sanitarias, no debieron actuar preventivamente?, y detrás de todo ello, la reflexión sobre si los propios estados debieran hacerse cargo de forma individualizada de los sacrificios de cada sector, al considerarse la pandemia asimismo una catástrofe. Es hora de que los tribunales se pronuncien. Es hora de una tutela judicial que se nos antoja difícil y complicada, pero que sí evidencia la falta de una estrategia administrativa resarcitoria para este tipo de situaciones.

Este artículo continúa en una parte II, pinchando aquí.

La libertad de llevar mascarilla

“El triunfo del despotismo es forzar a los esclavos a que se declaren libres”.

(I. Berlin, “Dos conceptos de libertad”, Sobre la libertad, Alianza, 2004, p. 248)

Tal vez, después de tanto tiempo en que algunas de nuestras libertades  se han visto afectadas por prolongados estados de alarma discontinuos, con división de opiniones sobre su procedencia para limitar derechos fundamentales con la intensidad que lo han sido (no entraré en este debate, a punto de resolverse por el Tribunal Constitucional, con una fractura, al parecer, más que evidente en su seno), llegó por fin el día ansiado por tantas personas para prescindir de la mascarilla en espacios públicos, siempre que se den las condiciones exigidas por la norma, complejas, en algunos casos, de determinar de modo claro y contundente. Dentro y fuera son representaciones espaciales sencillas de percibir; pero, a veces, no fáciles de delimitar. Y de lo de “medir” la distancia, mejor no hablemos.

Ciertamente, tiempo habrá de constatar qué impactos reales  se han producido durante estos casi dieciséis meses de anormalidad institucional y constitucional en lo que a la erosión y afectación a nuestro patrimonio de libertades reconocido constitucionalmente respecta. La situación era absolutamente excepcional, y las medidas adoptadas también lo han sido. Seguidas con mayor o menor entusiasmo, y con mayor o menor celo, por la inmensa mayoría de la ciudadanía, con las consabidas y siempre presentes excepciones. No sólo con la convicción o la disuasión, sino también con la coacción se combatió a la pandemia. Hay ciudadanía responsable, pero también la hay “sorda” a tales mensajes.

Este fin de semana pasearse por nuestras ciudades ofrecía una estampa dispar. Había quienes, por fin, mostraban su rostro (dejemos de lado la estupidez de la sonrisa), y también estaban aquellas otras personas que, prudentemente, seguían optando por continuar usando la mascarilla en los espacios públicos, donde muchas veces es imposible materialmente mantener las consabidas distancias o saber a ciencia cierta si estas existen. Tales actitudes, representan dos modos de ejercicio de la libertad, con todos los matices que se quieran: quienes se sentían liberados, y quienes aún pensaban que era temprano para desprenderse de tan incómoda prenda. Probablemente, con el transcurso de los días (y siempre con el permiso de la variante delta y su versión plus) quienes abandonen las máscaras serán cada vez más, y menos quienes se inclinen por seguir con su uso. Un tema de elección personal, donde pueden entrar en juego muchas circunstancias a ponderar; aunque en la mayor parte de la población esa reflexión ni se suscita: ya no es obligatoria; por lo tanto, fuera. Libres de esa obligación.

En efecto, la prohibición generalizada ya no existe en el espacio público, aunque siga perviviendo un espacio borroso para poder determinar con precisión en qué circunstancias debe utilizarse tal protección (propia y para terceros) y en qué otros casos no. Acostumbrados, como estamos, a que en estos últimos tiempos la libertad nos la module con cuentagotas el poder político, y, asimismo, a que la responsabilidad ciudadana sea objeto de innumerables decretos y órdenes de procedencia dispar, sin apenas darnos cuenta se ha impuesto entre nosotros una concepción de la libertad individual positiva, parafraseando a Isaiah Berlin, que en esencia comporta (más aún en situaciones excepcionales) una delimitación por parte del poder público de qué podemos y qué no podemos hacer, así como el momento de hacerlo y las circunstancias de llevarlo a cabo. Dejando ahora de lado las restricciones fuertes al derecho de libertad (desplazamiento, toque de queda, etc.), es el poder quien nos dice cuándo debemos o no debemos llevar mascarilla o, como se ha producido recientemente, nos invita con fuerte carga mediática y alarde benefactor a desprendernos de tan molesto accesorio.

Obviamente, en un contexto de pandemia y una vez que los riesgos ya son aparentemente mínimos (algo que, todo hay que decirlo, una buena parte de los epidemiólogos no lo comparte), se objetará con razón, es tarea del poder público remover los obstáculos que impiden ejercer la tan demandada libertad de no llevar mascarilla. Hay también razones económicas (turismo). Un poder público responsable debe ponderar, y, si realmente se producen las circunstancias adecuadas, levantar esa medida claramente preventiva. Y, en efecto, así es; siempre que se haga de forma cabal y no se juegue a la ruleta rusa con la vida y salud de la ciudadanía, nada cabe oponer. Pero en esta pandemia, como hemos podido comprobar, las verdades absolutas no existen. Ayer se dice una cosa, y hoy otra. O, al menos, los matices, son innumerables. Y el desconcierto, en ocasiones, se apodera de la ciudadanía.

En cualquier caso, no es propio de un poder público responsable ejercer sus atribuciones dando prioridad a la oportunidad frente a la prudencia o precaución, que son las premisas que deben conducir el ejercicio de sus competencias cuando hay en juego aspectos de tanta importancia. Doy por seguro que han realizado una ponderación. Aunque tampoco se han exteriorizado las razones, más allá de que la vacunación “va como un tiro”. Pero, en el peculiar contexto en el que se ha adoptado esa medida de levantamiento, existe la percepción de que, en este caso, tal vez han existido algunas dosis de oportunismo político y otras (menos aireadas) de paternalismo, vendiendo lo bien que todos nos íbamos a encontrar tras la magnánima decisión gubernamental, mostrando ya nuestra cara de felicidad. Ya lo dijo Kant, como recoge el propio Berlin, “el paternalismo es el mayor despotismo imaginable, y no porque sea más opresivo que la tiranía desnuda, brutal y zafia”, sino “porque es una afrenta a mi propia concepción como ser humano, determinado a conducir mi vida de acuerdo con mis propios fines”. Una cosa es levantar una obligación preventiva por cambio de contexto, y otra muy distinta –cuando hay aún muchas posiciones críticas en la comunidad científica- invitar al ejercicio de esa pretendida libertad graciosamente otorgada por el poder a la ciudadanía.

Probablemente, la decisión tomada habrá sido mayoritariamente aplaudida, porque elimina o suprime una restricción a la libertad, y en ese sentido  cabe constatar que el hartazgo de la ciudadanía a la tortura veraniega de portar esa tela, habrá recibido un asentimiento generalizado. Pero, esa liberación subjetiva también nos plantea una duda: ¿puedo ejercer plenamente, por razón de mis convicciones personales o de simple prudencia, mi libertad negativa a no seguir las pautas establecidas que me liberan de tal carga? Evidentemente que sí, contestará cualquiera. Y, en efecto, así es. No obstante, que nadie se extrañe de que, en determinados ámbitos y por ciertas personas, se le tache a quien siga usándola de extravagante (¿lo son, como los hay, los mayores de 60 años, o incluso de menor edad, que aún no han recibido la segunda toma?, ¿o quien no ha recibido ninguna?).

Lo que quizás se conoce menos es que, tal como defendiera magistralmente el propio Berlin, el pluralismo que implica la libertad negativa de no seguir (siempre que ello sea posible normativamente) las directrices generales, de acuerdo con la conciencia de cada cual y su visión de las cosas, aparte de su prevención para no ser contagiado o, en su caso, de la prudencia y del compromiso social de no contagiar a los demás, es –según concluye este autor- “un ideal más verdadero y más humano de los fines de aquellos que buscan en las grandes estructuras disciplinarias y autoritarias el ideal de autocontrol ‘positivo’”. Más aún en tiempos tan vidriosos como una pandemia. Como recordara Schumpeter, en cita también del propio Berlin, “darse cuenta de la validez relativa de las convicciones propias y, no obstante, defenderlas resueltamente, es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro”.

La libertad de elección debiera haber sido el mensaje. No lo ha sido. Era la única forma de trasladar a la ciudadanía el ejercicio de su libertad, una vez informada de los hipotéticos riesgos. Esa concepción propia de nuestros días de que la libertad también es una suerte de prestación graciable del poder público, aunque preñada por el contexto pandémico, representa una idea perturbadora de lo que es el Estado Constitucional. Y no diré nada más, por ser prudente. Pero si leen o releen el conocido opúsculo de Berlin, lo descubrirán.