Ilícitos penales y simples infracciones administrativas: conveniencia de no mezclar churras con merinas

Entiendo que hay temas más importantes (como pueda ser la decisión de quién y cómo va a gobernarnos) pero mientras se dirime este proceso –que parece va para largo- hay cuestiones que no deben ser demoradas. Evidentemente, la corrupción es un problema, pero no tanto porque sea de ahora sino porque es ahora cuando se está destapando una trama tras otra ante la horrorizada mirada de quienes, como ciudadanos, nos preguntamos en manos de quien hemos dejado las cosas públicas.

No voy a tratar de eso ahora – de la corrupción- pero si de algo muy ligado a la misma como es el evidente efecto que esto tiene en nuestras Administraciones públicas. Tanto los funcionarios como quienes ostentan cargos políticos, se muestran reacios y temerosos a tratar con los empresarios por el temor (fundado, creo) a ser anticipadamente juzgados y condenados por la comisión de algún tipo de ilícito penal. Ese temor es real y puede apreciarse en el quehacer diario de nuestras Administraciones que, antes de dar la razón ante cualquier recurso –por muy fundamentado que se encuentre- prefieren optar por el silencio o  por una desestimación del mismo (raramente bien fundada). Hoy por hoy no existe la denominada “eficiencia y servicio a los ciudadanos” que proclama nuestra Ley de Régimen Jurídico y Procedimiento Administrativo Común (LRJ-PAC) sencillamente porque la Administración no actúa. Y no lo hace, en buena parte, ante el temor a que “dar la razón” al particular (cuando la tenga) equivale a estar en connivencia con el mismo y, en consecuencia, a incurrir en alguno de los múltiples delitos que contempla nuestro Código Penal.

Vaya por delante que no soy, ni me considero, experto en Derecho Penal, pero sí conozco bastante, en casi todos sus aspectos, el campo de la contratación administrativa que es donde, en mayor medida, parece estar incidiendo la corrupción y esta confusión entre el ilícito penal y la simple infracción administrativa. Por ello, y ante el temor a una situación de parálisis de nuestras Administraciones en este terreno –absolutamente vital para la economía- entiendo que resulta conveniente y urgente realizar algunas precisiones al respecto. Insisto en que estas precisiones las realizo desde la perspectiva del Derecho Administrativo (esta es mi especialidad) y no bajo la del Derecho Penal y, además, desde una óptica puramente personal en la que no pretendo ni quiero representar a nadie más que a mí mismo.

La contratación administrativa se ha regido secularmente (desde el siglo XIX) por toda una serie de reglas y principios –no escritos pero siempre respetados- que ningún legislador ha llegado a plasmar en toda su integridad. No es éste el foro adecuado para tratar de semejante tema en profundidad, pero sí para dejar constancia de que en la relación Administración-contratista no todo está regido por las normas vigentes en cada momento. Y ello porque, como en otros muchos ámbitos, la norma nunca puede prever todos los posibles comportamientos, ya que  el Derecho no es, ni mucho menos, un sistema cerrado en sí mismo y la parcela de realidad que pretende regular -en este caso, la contratación administrativa- es mucho más proteica que lo que cualquier norma pueda regular. Entiendo que ajustarse a la letra de estas normas y no atender a su finalidad real, llegando incluso a pervertir la misma, es uno de los males endémicos de nuestras Administraciones públicas actuales, que debe ser remediado cuanto antes.

En una obra pública es constante –y necesario- el intercambio de opiniones y criterios entre el empresario que la ejecuta y la Administración, normalmente, a través de su representante en la misma que es la Dirección Facultativa. Y en ese intercambio de opiniones se toman decisiones que unas veces favorecen a la Administración (las más de las veces) y otras al contratista, sin que en ello medie la comisión de ninguna clase de ilícito penal. Es, simplemente, el discurrir diario de una obra que, debido a la posible complejidad que encierra –estoy pensando ahora en la cantidad de túneles en fase de ejecución que existen en la actualidad- requiere de decisiones rápidas no siempre, o casi nunca, exactamente previstas por el legislador o por el contrato. En la norma aplicable pueden encontrarse situaciones asimilables, pero no necesariamente idénticas a las que requieren soluciones eficaces y de esto no ha de seguirse necesariamente, sea cual sea la decisión que se tome, que tras ella se encierre un ilícito penal.

Esto es, por tanto, lo primero sobre lo que quiero poner el acento: la actuación administrativa no debe paralizarse ante el temor (infundado, a mi juicio) de incurrir en posibles delitos, ya que de otro modo podemos caer en un estado de paralización rayano en el encefalograma plano. O sea, la parálisis de uno de los sectores más claves de nuestra economía, como es la contratación pública. Y todo, por ese miedo a actuar que parece estar inundando a nuestras Administraciones públicas a lo que bien podría aplicarse la frase atribuida a Einstein “triste época la nuestra; es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”.

Por otra parte, también ese temor ante el posible ilícito penal está teniendo lugar una desestimación sin precedentes de reclamaciones administrativas en materia contractual, bajo la premisa subyacente –entiendo- de que quien deniega algo (por muy fundamentado que esté) no tiene responsabilidad alguna, pero no así quien acepta lo reclamado por el particular. Triste error y temor que conduce a una proliferación creciente de recursos en vía judicial con el consiguiente doble perjuicio, ya que i) de un lado se obliga al particular a recorrer la lenta e incierta ruta de la vía judicial (con el consiguiente coste en términos de tesorería) y de otro ii) si el particular obtiene una sentencia favorable, la Administración tendrá que abonar los correspondientes intereses además de aquello que se reclama. Es decir, “pan para hoy y hambre para mañana” lo cual no parece ser un lema muy adecuado ni para la economía de la nación ni para los intereses públicos (los que debían de haber sido tenidos en cuenta cuando se forzó a acudir a la vía judicial). O sea, todo un despropósito.

Por último, tanto funcionarios como autoridades, a todos los niveles, deberían tener claro que una cosa es la infracción de una norma (civil o administrativa) y otra muy diferente la comisión de un ilícito penal. De otro modo quien pierde un proceso contencioso administrativo (en donde siempre ha de estar presente la Administración) por infracción de cualquier clase de precepto debería ser objeto, cuando menos, de investigación criminal. Evidentemente, las cosas no discurren así y la infracción meramente administrativa no implica, de suyo, la comisión de ninguna clase de delito. Sin embargo, bajo la simplista convicción de que “dar la razón al contratista”, aunque la tenga, constituye algo reprochable, lo que está teniendo lugar –y esto no es de ahora- es todo un rosario de infracciones a la norma por parte de las Administraciones públicas que también debe ser denunciado.

Me limitaré a citar uno de los supuestos sobre los cuales se han vertido más ríos de tinta como es el caso de los denominados “modificados”. Una expresión que parece aludir, en sí misma, a alguna clase de “enjuague” entre Administración y contratista para los profanos en la materia pero que en modo alguno es eso. La modificación del contrato (o de su objeto) es una institución secular que se encuentra reconocida en todas las regulaciones sobre contratación pública hasta la actual y en las correspondientes Directivas de la Unión Europea. En consecuencia, nada hay de malo (ni mucho menos de ilícito) en modificar un contrato cuando esta modificación resulta necesaria para el buen fin de la obra. Porque esto es en definitiva –el buen fin de la obra- el objetivo primigenio de todo contrato de obra y no el ahorro de caudales públicos cuando ello redunda en perjuicio de ese objetivo primigenio.

Sucede, además, que las diferentes Administraciones públicas tienen a gala la disminución de los modificados en sus contratos cuando esto no es ni mucho menos indicativo de la buena marcha de estos contratos. Y es que si se ordena al contratista realizar obras no previstas o realizarlas de forma diferente a lo pactado debe tramitarse y aprobarse el correspondiente modificado (siempre que se cumplan las limitaciones y requisitos impuestos por la legislación aplicable). Lo que no es de recibo –y lamentablemente es muy corriente- es que cumpliéndose estas limitaciones y requisitos las Administraciones se nieguen de forma sistemática a aprobar el correspondiente modificado. Un comportamiento que se traduce en unos perjuicios y mayores costes para el contratista que reclamará cuando finalice la obra, con lo cual el abono de estos mayores costes le corresponderá a quien se encuentre al frente de esa Administración en ese momento. O sea, “patada a seguir” para el lucimiento personal de quien deniega el modificado, pero el pan para hoy se traducirá en “hambre para mañana” con este tipo de actuaciones.

Es decir, se perjudica conscientemente al contratista bajo la falsa creencia de que cuanto más oposición se preste al mismo mejor se defienden los intereses públicos. Creencia a la que está contribuyendo el clima mediático desatado por el descubrimiento incesante de enormes casos de corrupción que obligan a los responsables del poder, y a quienes tratan con los mismos, a ser escrupulosos. Sin embargo, esto es una cosa y otra muy diferente confundir la honestidad con el ataque frontal y sistemático a los contratistas de la Administración. Son casos y cosas diferentes, como las churras y las merinas o, dicho de forma más elegante como la esperpéntica confusión del pobre Quijote entre los gigantes y los molinos. Pues eso  ….