Novedades en Derecho de Vivienda en Cataluña: la obligación legal de los grandes tenedores de vivienda de ofrecer alquiler social

El pasado 31 de diciembre de 2019 entró en vigor el Decreto Ley catalán 17/2019, de 23 de diciembre, de medidas urgentes para mejorar el acceso a la vivienda. Días más tarde, el 22 de enero, se aprobó una modificación puntual del mismo, mediante el Decreto Ley 1/2020, de 21 de enero, por el que se modifica el DL 17/2019.

El Decreto Ley 17/2019 ha sido convalidado y todo hace pensar que igual suerte correrá el segundo de ellos, a pesar de que fue considerado inconstitucional por el Consell de Garanties Estatutàries de Catalunya en Dictamen 2/2020 de 17 de febrero de 2020 por vulnerar el derecho a la propiedad privada (art. 33 CE) y el principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE)

El Decreto Ley 17/2019 contiene un significativo paquete de medidas de protección del derecho a la vivienda para los ciudadanos en riesgo de exclusión residencial, de promoción de vivienda pública protegida mediante medidas de fomento del parque público y mediante la articulación de un nuevo modelo de vivienda de protección oficial, y para combatir la subida exponencial de los precios del alquiler de viviendas que han sufrido las zonas urbanas más tensionadas de Cataluña.

Estos Decretos Ley forman parte de la batería de leyes que viene aprobando el Parlament de Catalunya en los últimos años para combatir la problemática socioeconómica de acceso a la vivienda que padece el ciudadano en las zonas urbanas más tensionadas de Cataluña – Ley 24/2015, de 29 de julio, de medidas urgentes para afrontar la emergencia en el ámbito de la vivienda y la pobreza energética; Decreto Ley 1/2015, de 24 de marzo, de medidas extraordinarias y urgentes para la movilización de las viviendas provenientes de procesos de ejecución hipotecaria; y Ley 4/2016, de 23 de diciembre, de medidas de protección del derecho a la vivienda de las personas en riesgo de exclusión residencial – reforzando, redefiniendo y ampliando los instrumentos jurídicos que ya contenían dichas normativas. También se reforma la regulación legal de las viviendas de protección oficial, modificando la duración de su calificación, y de los criterios para la determinación de los precios máximos de venta y renta máximos.

La medida legal más significativa de estos Decretos Ley es el agravamiento de la obligación legal de los grandes tenedores de vivienda (entidades bancarias, fondos de inversión, fondos de capital riesgo, fondos de titulización de activos, así como personas físicas y jurídicas titulares de más de 15 viviendas) de ofrecer un contrato del alquiler social a los hogares en riesgo de exclusión residencial (i) antes de adquirir una vivienda resultante de la consecución de acuerdos de compensación o dación en pago de préstamos o créditos hipotecarios sobre la vivienda habitual, o antes de la firma de la compraventa de una vivienda que tenga como causa de la venta la imposibilidad por parte del prestatario de devolver el préstamo hipotecario; (ii) antes de la interposición de una demanda de desahucio, y (iii) antes de la interposición de una demanda de ejecución hipotecaria; todo ello con eficacia retroactiva respecto de los procedimientos que estuvieren en trámite al tiempo de la entrada en vigor de esta normativa legal.

Si bien esta obligación legal no es nueva, pues se encontraba regulada originariamente en la Ley 25/2015 y en la Ley 4/016, se modifican varios aspectos esenciales de ambas regulaciones. Por un lado, se amplía el ámbito subjetivo del sujeto pasivo de la obligación de ofrecer un alquiler social, haciendo pechar con esta obligación también a toda persona física titular de más de 15 viviendas. Por otro lado, se amplía su ámbito objetivo desmesuradamente desbordando la función social del derecho constitucional de propiedad hasta hacer ilusorio el derecho de propiedad privada, tal como ha puesto de manifiesto el Consell de Garanties Estatutàries de Catalunya en el citado Dictamen (no vinculante).

Grosso modo, estas nuevas medidas legales consisten en imponer la obligación a los grandes tendedores de vivienda de legalizar a los ocupantes sin título de viviendas vacías obligándoles a ofrecerles un contrato de alquiler social. Esta nueva obligación legal se configura a modo de sanción por incumplimiento de la función social del derecho de propiedad por tener viviendas ociosas vacías, pero lo sorprendente e incongruente de la norma es que se modifica el concepto legal de vivienda vacía, asimilando a estas las viviendas habitadas por ocupantes sin título y contra la voluntad de su titular, aun cuando se hayan iniciado acciones legales posesorias contra el ocupante, colocando así al propietario en una situación de indefensión cuando es víctima de una ocupación ilegal de vivienda y sancionándole por una acción ajena a su voluntad, derogando de facto el principio de culpabilidad.

Otra de las cuestiones más polémicas de la regulación de esta obligación de ofrecer alquiler social gira en torno a los efectos de su incumplimiento.

Si bien la normativa anuda al incumplimiento de dicha obligación legal una consecuencia jurídica de carácter sancionador en el ámbito administrativo (se prevén sanciones económicas hasta los 90.000 €), existen dudas sobre si además dicho incumplimiento puede tener efectos en el plano procesal, erigiéndose pues en un requisito de procedibilidad o admisibilidad en la interposición de demandas de desahucio, ejecución hipotecaria y otras destinadas al desalojo del ocupante en situación de exclusión residencial.

Recientemente, las Secciones de las Audiencias Provinciales de Barcelona y Gerona han unificado criterios sobre esta espinosa cuestión, determinando que es una norma que no tiene carácter procesal, sino meramente administrativo, y por tanto, las consecuencias jurídicas de la inobservancia de dicha obligación legal deben ceñirse al ámbito estrictamente administrativo, comportando en su caso, la incoación del correspondiente expediente sancionador contra el infractor, pero en ningún caso, debe inadmitirse la demanda, ni su paralización a efectos de subsanación de un supuesto defecto procesal. Si bien esta unificación de criterios no tiene carácter vinculante, es una muestra evidente de cuál es el criterio dominante en los tribunales.

En este sentido, debemos tener en cuenta que reducir el ámbito de actuación de esta normativa al derecho administrativo resta enormemente la eficacia pretendida por los impulsores de esta normativa (ILP), quienes buscaban terminar con los lanzamientos forzosos que afectaran a personas en riesgo de exclusión residencial, más aun si tenemos en cuenta que los graves defectos de técnica legislativa de los que adolece esta normativa se girarán en contra de la administración actuante en el proceso sancionador en virtud de las garantías constitucionales que tiene todo administrado cuando el aparato administrativo ejerce su ius puniendi (art. 25 CE).

A la vista de todo ello, no es de extrañar que en los próximos días los impulsores de esta normativa reclamen una nueva reforma de la misma a los efectos de establecer de forma clara y expresa que es causa de inadmisión de la demanda de desahucio y de ejecución hipotecaria el incumplimiento de la obligación de ofrecer alquiler social, garantizando así su aplicabilidad en el procedimiento civil por jueces y tribunales ordinarios, pero a sabiendas de que se trata de un camino de corto recorrido pues más pronto que tarde el Tribunal Constitucional realizará el pertinente control de legalidad de dicha normativa sumando al mencionado motivo de inconstitucionalidad de posible vulneración del derecho de propiedad privada un nuevo motivo de inconstitucionalidad en materia de distribución competencial, el relativo a la posible vulneración de la competencia exclusiva del Estado en legislación procesal (art. 149.1.6ª CE).

¿Son justos los precios personalizados mediante algoritmos?

Que la nueva tecnología de la información permite a las empresas generar una publicidad personalizada es algo que comprobamos todos los días con solo encender el ordenador o el móvil. Pero hay otro uso discreto de esta tecnología todavía más rentable: la personalización de los precios de bienes y servicios en función de las características individuales del posible comprador (localización geográfica, intereses, necesidades, precio del dispositivo de acceso e incluso nivel de su batería) con la finalidad de obtener de cada uno el máximo precio que esté dispuesto a pagar. No se trata, por tanto, de precios dinámicos que fluctúan para todos al albur de la demanda (como sería el precio de un vehículo Uber o Cabify una tarde de lluvia), sino de precios personalizados y adaptados a cada cliente, fijados exclusivamente en función de su presunta disponibilidad a pagarlos (como cuando Uber carga diferentes precios por carreras idénticas solicitadas en el mismo momento por distintos usuarios).

¿Cabe protestar frente a esta práctica? O, mejor dicho, utilizando al efecto el lenguaje típico del jurista, ¿estos precios son justos? En el último número de El Notario he intentado analizar esta cuestión (aquí). Lo que sigue es un resumen de dicho artículo.

Desde el punto de vista del análisis económico puro es difícil encontrarles una objeción. Es verdad que en determinados supuestos pueden facilitar u ocultar prácticas anticompetitivas, pero lo cierto es que en el ámbito del consumo, salvo excepciones, la personalización de precios no empeora el bienestar general frente al escenario contrario de precios uniformes. Es más, en muchas ocasiones lo mejora, pues incentiva la producción y la innovación y amplía la oferta, por lo que beneficia a un mayor número de consumidores. Así, en un sistema de precios uniformes al productor no le interesar vender por debajo del precio de referencia (X), pero si tiene la posibilidad de discriminar precios por potencial comprador puede convenirle ofrecer a muchos ese bien a un precio inferior (X-1) siempre que pueda compensar cargándoles a otros un precio superior (X+2). De esta manera produce más bienes y hay más consumidores satisfechos.

Ahora bien, lo que es innegable es que se está alterando la distribución de renta frente a la situación de precios uniformes. Por un lado, el vendedor absorbe toda la renta disponible de casi todos sus compradores (al menos si la competencia es escasa) y, por otro, aquellos que pagan precios más altos “subvencionan” a los que pagan menos. Por resumirlo obvio: sale ganando el vendedor y los compradores que pagan menos, y perdiendo los que pagan más.

Sin embargo, pese a que en un mercado competitivo sea difícil encontrarles una objeción,  gran parte de la población rechaza la práctica de los precios personalizados por considerarla injusta. Los estudios realizados en EEUU y en la UE, según el último informe de la OECD, revelan que casi un 90 % de los consumidores se oponen a ellos. Esto es congruente con lo ya sabido en relación a otros escenarios relativamente semejantes, incluso más amables. En sus estudios sobre el impacto del sentimiento de trato injusto a la hora de tomar decisiones empresariales, los Premios Nobel de Economía Daniel Kahneman y Richard Thaler, junto con Jack Knetsch, citan una serie de casos muy reveladores. Si se pregunta a la gente si tras una gran nevada la tienda del pueblo hace bien en subir el precio de las pocas palas que le quedan, casi el noventa por ciento contesta que no. Una cifra todavía mayor considera injusto que al tiempo de la renovación del alquiler el arrendador suba significativamente la renta tras realizar una pequeña investigación y enterarse de que el inquilino ha encontrado un nuevo trabajo en las proximidades. En un día caluroso de verano la gente está dispuesta a pagar bastante más por una bebida refrescante comprada en un local aparentemente lujoso (cuyos costes de mantenimiento son elevados) que a un vendedor ambulante que probablemente la ha adquirido en un chino. Existe una clara reacción contra la posibilidad de que alguien se aproveche de la capacidad de compra de uno para obtener una ganancia mayor que la derivada de un hipotético precio de referencia “justo”.

Tuvimos ocasión de comprobar su veracidad tras la catástrofe del huracán Katrina que asoló Nueva Orleans en 2005. Unas horas después del paso del huracán se multiplicó exponencialmente el valor de los generadores eléctricos y de las habitaciones de hotel, ante la indignación general de la población. Pese a que algunos economistas se esforzaron en demostrar la racionalidad e incluso conveniencia de esa subida de precios (no solo asigna el bien al que más lo valora sino que supone un llamamiento a otros oferentes para que acudan rápidamente a solucionar el desabastecimiento) los tribunales del Estado encargados de analizarlas con posterioridad anularon sistemáticamente esas transacciones.

La cuestión, entonces, se centra es discutir si estas opiniones mayoritarias no son más que una expresión de sesgos irracionales derivados de nuestra naturaleza, aplicación a escenarios complejos de reacciones aprendidas en una fase primitiva mucho más simple de nuestra evolución como seres humanos, o si, por el contrario, cumplen en la actualidad alguna función racional. Dejemos aparte la cuestión del valor dignidad lesionado como consecuencia de una discriminación por razón de sexo, edad, raza, orientación sexual, nacionalidad o creencias políticas o religiosas. Sin duda una práctica comercial que cargase mayores precios a un grupo especialmente vulnerable-aunque no viniese motivada por el factor de discriminación, sino por la propia situación de vulnerabilidad que permite una más fácil apropiación de la renta disponible- sería claramente injusta. Pero la verdadera cuestión es si también lo sería cuando se carga mayores precios al varón blanco heterosexual porque la plataforma de taxis detecta que es un ejecutivo que reside en una zona lujosa con un dispositivo de acceso caro al que se le está agotando la batería. En este caso el valor que está en entredicho no es tanto la dignidad del ser humano, como el valor de la igualdad. ¿Pero qué es la igualdad y qué peso tiene en todo esto?

Desde tiempos de Aristóteles la justicia se ha resumido en la máxima de tratar de manera igual a los iguales y desigual a los desiguales. El frontispicio del Tribunal Supremo de los EEUU  proclama “EQUAL JUSTICE UNDER LAW”. Pero lo cierto es que la personalización de precios discrimina precisamente en base a diferencias entre los distintos consumidores. Si estas son o no relevantes para justificar el distinto tratamiento, ya es otro tema. Así que si queremos echar mano del valor de la igualdad, tendremos que afinar un poco más.

Una manera de hacerlo es distinguir, dentro del patrón general de la igualdad, entre la justicia distributiva (que por definición es multilateral) y la justicia conmutativa (que es estrictamente bilateral). La primera tiene en cuenta las circunstancias personales de cada uno, porque se trata de distribuir entre muchos en función del mérito o de la necesidad individuales, teniendo en cuenta el interés colectivo, mientras que la segunda no considera para nada esas circunstancias, sino el equilibrio de las prestaciones que se intercambian entre dos sujetos privados. A la justicia conmutativa no le interesa quién es cada uno, sino qué hace o da a cambio de otra cosa. Cuando el hijo de un pobre rompe de un pelotazo el cristal de su vecino rico, el padre debe pagar su íntegro valor objetivo, aunque desde un punto de vista subjetivo y relativo el sacrificio sea desproporcionado. El mantenimiento de la paz social exige respetar ambos tipos de justicia, pero sin mezclarlas.

Pues bien, fijar un precio en función de la renta del comprador, con sus consiguientes efectos distributivos, por muy beneficiosos que parezcan, confunde los dos tipos de justicia. Si realmente perseguimos esos efectos, subamos entonces los impuestos y aumentamos el gasto en beneficio de los más débiles, en base a criterios de interés general, distribuyendo la carga de manera equitativa entre todos. Pero no lo hagamos de manera aleatoria, segmentada e individualizada a través de la fijación de precios privados en función de criterios tan poco relevantes a ese fin como el número de vistas a una página web o el nivel de carga de la batería. Por esa vía vulneraremos tanto la justicia conmutativa como la distributiva, pues tanto en una como en otra infringiremos el principio de igualdad. En la conmutativa, romperemos el equilibrio entre las prestaciones, pero distributivamente no asignaremos los costes de manera equitativa entre todos los miembros de la comunidad. Si el pobre solo paga parte del cristal del vecino rico para incrementar la distribución, el rico puede preguntarse por qué no paga otra parte el que todavía es más rico que él, para que la distribución sea más aún más equitativa/igualitaria. De hecho, un defecto típico del análisis económico del Derecho suele consistir en la confusión entre estos dos tipos de justicia. Tiende a valorar transacciones privadas sobre la base de su impacto en el bienestar colectivo (si lo mejora o empeora), olvidando el aspecto puramente particular de la cuestión.

En el ámbito de los contratos, esta reflexión nos lleva necesariamente a la idea de precio justo, entendido como precio de referencia que respeta el principio de igualdad en la justicia conmutativa. Es un concepto que ha tenido muy mala prensa en los últimos tres siglos, pero por motivos injustificados. Se origina cuando Christian Thomasius en su De aequitate cerebrina (1706) identificó la doctrina con la creencia de que el precio de las cosas deriva de una cualidad intrínseca a las mismas. Todavía en el siglo XX, Ludwig von Mises, con expresa referencia al aristotelismo, critica a aquellos para los cuales “el valor es objetivo, una cualidad intrínseca a las cosas”.

Sin embargo, ni Santo Tomás de Aquino ni ningún autor de la Segunda Escolástica defendió jamás semejante disparate. El aquinense repitió en varios lugares de su Summa que las cosas no se valoran de acuerdo con su dignidad o naturaleza, sino de acuerdo con la necesidad de su uso. Sobra decir que la misma idea es acogida por la Escolástica Española. Pero tampoco resulta exacto ir al otro extremo y sostener que los escolásticos entendían por justo precio el que resulta de un mercado competitivo, como defendía Schumpeter, Baldwin, Roover, Gordon e incluso Chafuen, desde la  misma perspectiva austriaca que Mises. Esta postura está más cercana a la verdad, sin duda, pero desenfoca un tanto el núcleo del problema.

El precio justo no es exactamente el precio de mercado porque los escolásticos españoles no creían en fuerzas impersonales que, al margen de la responsabilidad humana y por la simple vía de perseguir el propio interés, cumplan fines providenciales. Esta última visión está mucho más en línea con el pensamiento nominalista que niega la existencia de ningún orden y para la cual todo precio libremente concertado es por definición justo. Es más, precisamente porque todo precio fijado libremente es justo, podemos encontrar un precio de mercado, no a la inversa. Por lo que, en consecuencia, si defendemos que el precio justo es el precio de mercado, no es lógico criticar la singularización de precios.

Para los escolásticos los precios justos fluctúan con la utilidad, necesidad, coste de producción, escasez y valor de la moneda, de un lugar a otro y de un tiempo a otro. Pero su fijación no queda al margen de la responsabilidad humana por la salud moral, política y económica de la comunidad. Esto implica que los precios que se aparten de la “común estimación”, es decir, de la opinión de personas prudentes y experimentadas en el correspondiente sector del comercio, pueden ser considerados injustos, en función de las circunstancias concurrentes.

Precisamente, una de esas circunstancias que calificarían un precio como injusto, al menos en relación a los objetos de uso necesario y no de mera ostentación, es que se fije en función de las particularidades subjetivas de una determinada transacción. Como sería, por ejemplo, elevarlo cuando el comprador está en una concreta situación de necesidad (se está agotando su batería) o incluso simplemente de conveniencia (como la del inquilino que acaba de encontrar un trabajo en las proximidades de su casa). El precio puede variar, pero debe variar para todos, sin acepción de personas. Discriminar subjetivamente introduce desconfianza y falta de solidaridad en el funcionamiento del sistema; en algunos casos se incentiva el aprovecharse de la debilidad ajena o de su falta de información; en todos ellos se patentiza la ausencia de igualdad entre los ciudadanos y de verdadero sentido de comunidad.

Por tanto, no debemos considerar injusta la singularización de precios simplemente porque lesione nuestro sentido natural de la justicia, generando así los perjudiciales sentimientos sociales de agravio que la utilidad común aconseja evitar, lo que sería una petición de principio, sino porque objetivamente niega la igualdad de la justicia conmutativa y permite el abuso y un trato discriminatorio que es nuestra responsabilidad evitar.

Ahora bien, aun entendiendo que esta práctica puede ser, entonces, injusta, ¿debería solo por eso prohibirla el Derecho positivo?

No debemos olvidar que los escolásticos defendían la existencia de tres círculos de responsabilidad independientes, que en la actualidad hemos perdido completamente de vista. Por un lado está la virtud de la caridad, que aconsejaría no cobrar el pan a un necesitado. Por otro está la virtud de la justicia, que obliga moralmente a restituir cuando el precio se aparta del justo, aunque sea por poco. Y por último está el Derecho positivo, que solo obliga a restituir jurídicamente cuando la desviaciones son muy importantes y/o concurren circunstancias especialmente graves, porque de otra manera –si se quisiera aplicar la justicia de manera rigurosa- se colapsarían los juzgados  y se generarían más conflictos que los  que se pretende combatir.

Dentro de esta última categoría –la restitución jurídica- no entraría el caso del inquilino afortunado que consigue un trabajo en las proximidades de su casa. El arrendador ha faltado a la caridad y seguramente a la justicia, pero facilitar al inquilino una acción civil en estos casos crearía una enorme incertidumbre, desaconsejable desde el punto de vista práctico. Sí entrarían, sin embargo, los casos del Katrina u otros semejantes. En estas situaciones de emergencia social es cuando más se necesita la solidaridad como cemento básico de la convivencia. Los posibles beneficios materiales no pueden nunca compensar los nocivos efectos espirituales derivados de semejante premio al oportunismo egoísta y al abuso. La decisión de los tribunales de Luisiana fue, en consecuencia, correcta. ¿Pero qué cabe decir de los precios singularizados?

Se ha alegado que la transparencia debería ser un remedio suficiente, sin necesidad de acudir a la prohibición. Precisamente porque existe un general sentimiento de injusticia ante este tipo de prácticas, las empresas incurren en el secretismo actual con la finalidad de evitar la reacción negativa de los consumidores. Obligarles a difundir sus prácticas comerciales y a publicar sus algoritmos puede fomentar la autolimitación, especialmente si existe un mínimo de competencia.

Sin embargo, la competencia no garantiza mucho si las empresas encuentran más rentabilidad en mantener la personalización de precios que en competir por eliminarla. Por otra parte, no tiene mucho sentido en esforzarse en conseguir trabajosamente por vía indirecta lo que fácilmente puede conseguirse de manera directa a través de la prohibición. Efectivamente, a diferencia de otras prácticas injustas, pero cuya eliminación produce efectos colaterales indeseados (pensemos en el citado ejemplo de arrendamiento) no se ve qué inconveniente puede existir en este tipo de contratación en permitir los precios dinámicos pero prohibir los personalizados. Pensemos que en que en el mercado articulado a través de las plataformas, a diferencia de lo que ocurre en el convencional, la personalización no depende del personal ojo clínico del vendedor a la hora de analizar a su individual comprador, tan difícil de probar, sino de un algoritmo general introducido en un software, con mucha mayor facilidad de monitorización y control externo. La responsabilidad principal de ese control residiría, más que en la institución judicial, en los organismos reguladores del mercado.

En conclusión, si, como hemos intentado demostrar, la general intuición de injusticia en el supuesto de personalización de precios a través de la contratación mediante plataformas se corresponde verdaderamente con un fundamento racional, y, además, es posible una solución sencilla, lo congruente es que el Derecho positivo se alinee, en este caso, con la justicia.

 

Breves apuntes sobre los contratos modificados en la Ley de Contratos del Sector Público

Antes de analizar la actual regulación de los contratos modificados, se considera oportuno hacer una sucinta referencia a lo que respecto de éstos establecen las Directivas Comunitarias 2014/23/UE y 2014/24/UE.

Como es sabido, el Derecho de la Unión Europea pivota sobre la idea de la libertad de concurrencia y no discriminación cristalizando en tales Directivas los criterios jurisprudenciales del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. Así, si de lo que se trata es de promover la competencia en el mercado interior de la contratación pública, no basta con establecer normas que aseguren la concurrencia efectiva en la licitación, es necesario, además, evitar que adjudicado el contrato, se introduzcan modificaciones que por su cuantía o naturaleza terminen desvirtuando la licitación primitiva al adjudicarse nuevos contratos sin procedimiento competitivo.

Consecuencia de lo expuesto, las citadas Directivas Comunitarias articulan dos grandes grupos de modificación contractual: las modificaciones previstas en el Pliego que rige la contratación y las que resultan imprevisibles.

Respecto de las primeras, deben estar previstas expresamente en el pliego y ser exhaustivas para que sean susceptibles de control en base a criterios objetivos.

Las segundas, en cambio, tienen que ser de tal naturaleza que no hubieran podido preverse por un poder adjudicador diligente; es decir, que se trate de un hecho extraordinario en la economía del contrato.

En lo que a nuestra Ley de Contratos se refiere, se debe destacar –en primer término- que de conformidad con lo prevenido en los artículos 25 y 26 de dicho cuerpo legal, el régimen jurídico de los modificados resulta de aplicación a los contratos administrativos, a los contratos privados de poderes adjudicadores sujetos a regulación armonizada y, para concluir, a los contratos privados de poderes adjudicadores que no tienen el carácter de Administración Pública.

Por otro lado y siguiendo la agrupación realizada por las Directivas Comunitarias, nuestra Ley de Contratos, también distingue entre las modificaciones previstas en el Pliego de aquellas otras que no lo están dado su carácter imprevisible.

A.- Consecuencia de ello, en primer lugar se hará mención a las modificaciones previstas en el pliego de cláusulas administrativas.

Respecto de éstas, el art. 204 LCSP previene que los contratos podrán modificarse, durante su vigencia, hasta el máximo del 20% del precio inicial; límite que contrasta –en negativo para la legislación española- con el margen que permite la legislación comunitaria del 50 % de cada modificado.

En lo que al límite del 20 % se refiere, se debe destacar que este porcentaje se refiere (ex art. 205.2.a LCSP) al 20 % del precio del contrato por cada modificado; dado que el indicado precepto restringe el límite cuantitativo al 50 % del contrato, aislada o conjuntamente; interpretación a la que se llega resultado de la concordancia de la literalidad del indicado precepto con lo prevenido en el art. 204.1 del mismo cuerpo legal.

Así y de conformidad con lo dispuesto en el art. 204 LCSP, la previsión de la modificación debe ser clara, precisa e inequívoca, debiendo precisar -respecto de su contenido- con detalle suficiente su alcance, límites y naturaleza, así como las condiciones en las que haya de hacerse uso de la misma y el procedimiento que haya de seguirse para realizar la modificación. De igual modo, la cláusula de modificación establecerá que la novación no podrá suponer el establecimiento de precios unitarios no previstos en el contrato.

En la misma línea y siguiendo con la exigencia de la claridad y la precisión, el párrafo segundo, apartado b) del art. 204, exige que la formulación y contenido de la cláusula de la modificación, deberá de ser tal que permita a los candidatos y licitadores comprender su alcance exacto, permitiendo –consecuencia de ello- al órgano de contratación comprobar el cumplimiento por parte de los primeros de las condiciones de aptitud exigidas y valorar correctamente las ofertas presentadas por éstos.

B.- En segundo lugar y respecto de las modificaciones no previstas en el pliego de cláusulas administrativas, se debe distinguir entre las modificaciones sustanciales y las modificaciones no sustanciales.

B.1.- En lo que a las modificaciones sustanciales se refiere, se pueden hacer dos grandes grupos, i) por adición de obras y servicios adicionales y ii) por circunstancias sobrevenidas e imprevisibles.

Respecto de las modificaciones sustanciales por adición de obras y servicios adicionales, estamos en este escenario cuando el cambio del contratista no fuera posible por razones de tipo económico o técnico que obligaran a adquirir obras, servicios o suministros con características técnicas tan distintas que dieran lugar a incompatibilidad o dificultades. En este caso, la modificación no puede alcanzar, aislada o conjuntamente con otras modificaciones, el 50 % del precio inicial (IVA excluido).

En lo que a las modificaciones por circunstancias sobrevenidas e imprevisibles se refiere, en primer término, se considera oportuno advertir que las circunstancias imprevisibles se consideran en relación con lo que una Administración diligente hubiera podido prever.

Al respecto, la Ley recoge dos límites adicionales. Uno sustantivo a que está sujeta toda modificación; que la misma no altere la naturaleza global del contrato, ex art. 205, 2, b), 2º en concordancia con el art. 204.2 que previene que la sustitución de las obras, servicios o suministros por otros o el cambio en el objeto del contrato, afecta per se a la naturaleza global de éste.

Y el de carácter cuantitativo, que exige que no exceda conjunta o separadamente con otras modificaciones del 50 % del precio inicial, ex art. 205.

B.2.- En lo que a las modificaciones no sustanciales se refiere, la Ley realiza una definición inversa; es decir, define lo que se entiende como modificaciones sustanciales, siendo las no sustanciales las que no están incluidas entre las siguientes:

• Cuando el valor de la modificación supere la cuantía del 15 % del precio del contrato si se trata de un contrato de obra, o de uno 10 % cuando se refiera a los demás.
• Cuando supere los umbrales que definen a los contratos sujetos a regulación armonizada.

Respecto de los indicados casos se debe indicar, que se computan todas las modificaciones, incluyendo las que pudieran haberse generado por circunstancias previsibles, ya que el art. 205.2.3º no limita las modificaciones a las causas imprevistas, como sí lo hace el apartado 2.a). 2º del mismo precepto legal.

Como se ha expuesto, la manera en la que el legislador aborda este grupo es mediante una delimitación negativa de la causa habilitante; es decir, indicando cuando se produce una alteración sustancial del contrato para que, cuando no se produzca ésta, quede abierta la modificación contractual.

Grosso modo y de manera concluyente se puede indicar que (ex art. 205.2 c LCSP) son modificaciones sustanciales del contrato aquellas que i) introduzcan condiciones que, de haber existido en el proceso de adjudicación del contrato, hubieran permitido la selección de candidatos distintos del adjudicatario, ii) que la modificación altere el equilibrio económico del contrato de una manera no prevista en el contrato inicial y iii) que la modificación amplié de forma esencial el ámbito contractual.

Con lo narrado en este artículo se pretende esclarecer, junto a opiniones de otros compañeros, los supuestos que permiten modificar los contratos en la nueva legislación de contratos del Sector Público.

Decretos-leyes de gobiernos en minoría. Efectos de la no convalidación del Real Decreto-ley 21/2018 en materia de arrendamientos

Legislar mediante decretos leyes con 84 diputados tiene estas cosas. Recordemos que según la Constitución están reservados únicamente para situaciones de extraordinaria y urgente necesidad, dado que la forma normal de promulgar leyes es a través del procedimiento legislativo ordinario,  lo que tiene indudables ventajas desde el punto de vista democrático, pero también obvios inconvenientes para un Gobierno en minoría. Así que tirando por la calle de en medio este Gobierno ha decidido gobernar mediante decretos-leyes y aquí paz y después gloria.  Ya sabemos que del Tribunal Constitucional se puede decir lo mismo que del infierno por el Don Juan de Tirso de Molina: “cuan largo me lo fíais” y eso suponiendo que se interponga un recurso, que es mucho suponer.

Cierto es que el abuso del recurso al decreto-ley venía de gobiernos anteriores, pero al menos éstos conseguían convalidarlos porque disponían de la mayoría suficiente, algo es algo. Pero ya no.  Con lo cual no es que sufra la democracia y la técnica legislativa -como hasta ahora- es que directamente laminamos la seguridad jurídica e introducimos un elemento de incertidumbre formidable en las actividades de los ciudadanos y empresas. Por esta vía, parafraseando a Suárez, tarde o temprano se termina elevando a categoría política y jurídica de anormal lo que ya era anormal a nivel de calle.

Recordemos que conforme al artículo 86 de la CE, en el plazo de treinta días desde su promulgación, el Congreso debe pronunciarse expresamente sobre la convalidación o derogación del Decreto-ley.  En consecuencia, tras la votación de ayer, el Real Decreto-ley 21/2018 publicado el 18 de diciembre, debe entenderse derogado, puesto que no obtuvo la mayoría necesaria para ser convalidado. La cuestión candente, como ustedes comprenderán, es en qué situación quedan los numerosos contratos firmados durante su vigencia, especialmente en lo que hace al nada menor tema del plazo del arrendamiento, que el Real Decreto Ley había elevado de tres a cinco o a siete años (dependiendo de si el arrendador era persona física o jurídica). ¿En qué situación queda ahora un contrato, por ejemplo, firmado a principios de enero por una persona jurídica que no ha tenido más remedio que pactarlo por siete años cuando hubiera preferido hacerlo por tres? Recordemos que tres años es el plazo legal mínimo vigente a fecha de hoy, tras la derogación del Real Decreto-Ley.

La primera cuestión, por tanto, es reflexionar sobre los efectos jurídicos de esa “derogación” que resulta de la no convalidación. Si entendemos que la ley no ha existido nunca, (por otra parte algo relativamente razonable, dado que los Gobiernos no están legitimados para promulgar leyes, aunque solo tengan un mes de vigencia), se plantearía una cuestión civil de indudable interés. El arrendador podría alegar que, en realidad, al pactarse por el plazo mínimo, debe jugar el de tres años, pues era el único real al tiempo del contrato. Pero es verdad que el arrendatario, a su vez, podría alegar que si lo hubiera sabido no lo habría suscrito. La solución lógica, entonces, sería defender la anulabilidad por vicio del consentimiento a instancia del arrendador, pues al fin y al cabo ha sido movido a error (es decir, a fijar un plazo superior al legal) por un tercero (el Gobierno jugando con decretos-leyes cuando no debiera) sobre un elemento esencial del contrato (su duración).

No obstante, aunque esta posición de absoluta nulidad de efectos del Decreto ley no convalidado ha sido defendida por algún importante sector de la doctrina constitucionalista, la mayor parte entiende que la derogación no tiene efectos “ex tunc”, sino solo “ex nunc”, por lo que se mantienen la validez de la ley durante su periodo de vigencia y, en consecuencia, de los contratos realizados a su amparo.  (Incidentalmente, es una tesis  bastante interesante para cualquier Gobierno un poco desaprensivo que solo busque un efecto concreto que se agote en treinta días, pero no demos ideas). En cualquier caso, conforme a esta interpretación, no cabría alegar vicio alguno del consentimiento, pues cuando se pactó el plazo de siete años este era efectivamente el plazo mínimo legal aunque haya durado poco. Sin que quepa alegar tampoco que, si se hubiera sospechado la no convalidación, el arrendador hubiera esperado a que transcurriese el plazo pertinente, ni menos aun la discriminación aleatoria que se produce (para arrendadores y arrendatarios) respecto de los contratos que se van a firmar a partir del día de hoy. Este argumento debe decaer, porque en tiempos de un Gobierno en franca minoría, como el que padecemos, el ciudadano diligente debe hacer suya la máxima de Suarez parafraseada al inicio de este breve post, que es, precisamente, lo que queríamos demostrar.

 

Sobre la posibilidad de que una persona con plena capacidad pueda autolimitarse sus facultades de decisión

En el Código Civil catalán existe una figura jurídica que no está permitida en el actual Código Civil español ni tampoco se prevé en el anteproyecto de ley de reforma en materia de discapacidad. Es la llamada “asistencia”, regulada en los artículos 226-1 a 226-7 del citado texto de Cataluña.

Consiste básicamente y en términos sencillos en lo que les explico a continuación. El que puede constituirla es una persona que tiene capacidades físicas y psicológicas perfectamente aceptables, pero siente que se han debilitado, de alguna manera (por edad avanzada, enfermedad, etc). Y voluntariamente quiere limitar sus facultades de administración y disposición de modo que ya no pueda ejercerlas en solitario, sino con el concurso de uno o varios asistentes, los que esa persona decida.

Es por tanto una institución diferente a la tutela o curatela: se trata de personas que no necesitarían propiamente instituciones de protección, pero, por decirlo así “no se fían” de sí mismos, porque puedan tener despistes o firmar algo que no les convenga, pero tampoco quieren que otros decidan por ellos sin más. Así, para las actuaciones jurídicas que incluyan la intervención del asistente nombrado, deberá consentir y firmar no solo el asistente sino el asistido. Los dos.

El caso típico es una madre o padre capaces pero ya mayores que quieren apoyarse en sus hijos para administrar y disponer, pero seguir controlando sus patrimonio. De hecho, una preocupación recurrente entre los hijos de personas mayores, que tienen un deseo de proteger a sus padres y cuidarles en todos los sentidos, es que en algún momento firmen algún contrato civil, producto bancario, de seguros o de lo que sea, que no les convenga, presionados de algún modo por quien se lo ofrece. Y querrían tener la posibilidad de filtrar esos contratos por medio de la necesidad de su propio consentimiento y firma.

Lo cierto es que como cuenta el notario Ángel Serrano de Nicolás en el último número de la revista La Notaría, la institución, en la práctica, ha sido “un absoluto fracaso”, por su falta de utilización. Una de las causas es la forma de constituirla, ya que el CCCat exige que sea el juez el que lo haga. Es muy engorroso el decidirse a entrar en el juzgado para esto. Por mucho que sea un procedimiento de jurisdicción voluntaria, tiene costes económicos y de tiempo que en la mayoría de los casos van a ser muy superiores a los beneficios que pueda reportar la institución. Meterse en el juzgado sin necesidad y estando bien de capacidad es algo que comprensiblemente da mucha pereza.

Adicionalmente, hay otra figura cercana a esta de la asistencia y que ha tenido un éxito muy notable: los poderes preventivos, de los que he hablado en este otro post. Es muy fácil y barato autorizar a otra u otras personas (generalmente un hijo, un cónyuge o un padre) para que aun en caso de carecer de capacidades físicas o psíquicas pueda gestionar todo o parte de nuestros intereses, en la forma además que más nos interese. Basta con otorgar un poder notarial concediendo las facultades –pocas o muchas-  que se tenga por conveniente.

Hay una diferencia no obstante entre ambas figuras, y es que mientras que en los poderes preventivos, si el poderdante tiene capacidad, podrá hacer uso total de todas sus facultades y derechos (y por tanto el riesgo que quiere evitarse con la asistencia sigue existiendo), en la figura de la asistencia precisamente de lo que se trata es de que, estando con capacidades, el asistido se autolimite de modo que no pueda actuar ya en derecho por sí mismo, sino con el consentimiento de otra persona, y sea así precisamente por la voluntad del primero.

Una figura muy parecida a la asistencia y que sí tiene interés y se da en la práctica es la prevista en la Ley 13/2011 de 27 de mayo, de regulación del juego, en la que se prevé que una persona solicite voluntariamente que le sea prohibido el acceso al juego (art. 6.2.b).

Y una modalidad podríamos decir atípica  de esta autolimitación de facultades es la que yo propuse en un post hace tiempo, relacionado con los productos financieros complejos que nos suelen ofertar las entidades bancarias: un  registro de autolimitación del riesgo financiero, por medio del cual los bancos no podrían ni siquiera ofrecer productos que tuvieran una complejidad excesiva. Es decir, se autolimita el consumidor la información que quiere recibir del banco, en beneficio propio.

Como hemos dicho antes, el anteproyecto de reforma en materia de discapacidad no contempla la figura de la asistencia. Podría pensarse en su incorporación, aunque en mi opinión debería tener una configuración diferente a la del CCCcat, para posibilitar que se acabe usando en la práctica. Se trataría de encuadrarlo como una modalidad más del poder preventivo:

El  poderdante nombraría sus apoderados y fijaría las facultades que quiere delegar, como en todos los poderes, pero establecería que, mientras conserve la capacidad mental, ya no pueda actuar solo en lo que se refiere a las facultades delegadas, sino con el propio apoderado. En vez de una voluntad, se necesitaría más de una para otorgar los negocios objeto del poder, la del propio poderdante y la del apoderado, que actuaría como asistente.

El problema de la publicidad de este tipo de decisiones, para que surta efectos frente a terceros, queda solucionado porque estos poderes han de inscribirse en el Registro Civil. Se facilita mucho su constitución porque se evita la siempre engorrosa visita al juzgado, y se reducen mucho los gastos. Aparte de la facilidad de acudir a cualquier notaría para firmar este documento. Finalmente, siendo como es un poder, el que lo concede podría en cualquier momento, si así lo quisiera y conservara suficiente capacidad, revocarlo y recuperar el pleno ejercicio de sus facultades de administración y disposición, que estaban compartidas hasta ese momento.

La necesidad de regular la actividad de las empresas de recobro de impagados

España es el único Estado miembro de la UE sin regulación de las agencias de recobro de impagados

Efectivamente, en 2016, España continúa siendo el único Estado miembro de la UE que no tiene regulada la actividad del recobro extrajudicial de deudas. Bajo mi punto de vista es paradójico que en un Estado tan reglamentista, que suele exigir permisos o licencias por toda actividad empresarial, no exista ninguna normativa que regule a las agencias de recuperación de impagados. En mi opinión, la Administración ha actuado con desidia en relación a este punto, por lo que no se ha preocupado hasta ahora en regular la gestión privada del cobro de deudas.

Todos los intentos por establecer una normativa para regular a las agencias de recobro de deudas han fracasado. La última iniciativa para promulgar una normativa sobre la gestión privada de deudas tuvo lugar en enero de 2010 cuando el Grupo Socialista en el Congreso quiso que el Gobierno de Rodríguez Zapatero abordase la regulación de las empresas de gestión de cobro. La propuesta pretendía establecer un sistema de garantías a empresas y ciudadanos, que impidiera que cualquiera se pudiera dedicar al recobro de deudas con el riesgo de actitudes irresponsables como la divulgación de datos privados y la ostentación pública de la situación económica que sufre una persona o familia, llegando a extremos de maltrato y coacción a los morosos.

La Eurocámara no promulgó una regulación de las agencias de recobro para la UE

El Parlamento Europeo en el año 1998 intentó regular y homogeneizar la industria del recobro de impagados en Europa, puesto que cada país tiene su propia regulación de las agencias de cobro. La Eurocámara, a través de una Enmienda en la Directiva 2000/35/CE de medidas de lucha contra la morosidad, pretendía crear una normativa básica para impedir las malas prácticas de algunas agencias de cobros, consistentes en abusos contra los deudores. La proliferación de empresas de recuperación de impagados que utilizan “métodos expeditivos” en algunos países y que acosan a los morosos, fue la motivación que indujo a la Eurocámara a introducir unas normas mínimas de obligado cumplimiento para todas las empresas que se dediquen al cobro de deudas en Europa. La obligatoriedad de contar con licencias para la actividad de cobro y que las empresas estuvieran bajo la supervisión de un organismo público eran puntos esenciales para evitar la actuación de empresas al margen de la legalidad. Asimismo el asegurarse que los directivos de las empresas de recobro carecieran de antecedentes penales y tuviera una formación mínima eran garantías para evitar las amenazas y coacciones a los deudores. Es una lástima que esta enmienda no fuera incluida en la Directiva 2000/35/CE, ya que hubiera impedido en el seno de la UE bochornosas situaciones de ausencia de regulación legal.

La doctrina del Tribunal Supremo sobre determinadas actuaciones para reclamar deudas impagadas

Sin embargo, en los últimos años se ha construido una doctrina jurisprudencial sólida, tanto por parte del Tribunal Supremo como de las Audiencias Provinciales, aplicable a la ilicitud de prácticas de recobro que suponen una intromisión ilegítima en el derecho del honor del deudor. Los tribunales suelen fallar a favor del moroso cuando éste efectúa una solicitud de tutela judicial del derecho al honor y a la imagen; por ejemplo, cuando la agencia de recobros utiliza misivas difamatorias para reclamar el pago. Bajo mi punto de vista, la sentencia más importante dictada hasta ahora sobre la reclamación extrajudicial de deudas y ciertas actuaciones que suponen una intromisión ilegítima en el honor del deudor, es la sentencia del Supremo número 306/2001, de 2 de abril, “Derecho al Honor. Conductas coactivas para el cobro de créditos”. En esta trascendental sentencia, el Supremo se pronunció sobre las actuaciones ilícitas de una conocida agencia de cobradores disfrazados que enviaba a sus cobradores al restaurante de un deudor. Los cobradores acudían al lugar en el vehículo de la empresa que llevaba estampado en las puertas el llamativo logotipo de la misma y lo aparcaban delante del restaurante. Asimismo los cobradores entraron en diversas ocasiones en el restaurante reclamando la presencia del restaurador en voz alta y en presencia de los clientes le exigían el pago de la deuda.

El Supremo reprochó este tipo de conductas vejatorias señalando que la condición de deudor de una persona no obliga a admitirlas, y lo procedente es acudir a los Tribunales, en lugar de a estos mecanismos recaudatorios de carácter coactivo. La sentencia dice: “El vejamen o acción denegatoria que medios como los descritos entrañan, atentan contra la dignidad de la persona humana y lastiman y lesionan el honor del sujeto afectado. Por explicables que resulten conductas similares ante la lentitud y carestía de la Justicia que obligan a los Poderes Públicos a repensar sobre la proliferación de estos instrumentos coactivos y la necesidad de establecer remedios, no cabe desconocer el componente coercitivo de las mismas, fuera de los cauces legalmente establecidos por las leyes procesales, ya que la situación de hecho que las origina, aun admitiendo la morosidad del destinatario sólo cabe resolverla mediante el ejercicio de las acciones correspondientes ante los Juzgados y Tribunales”.

El Tribunal Supremo limita la actuación de las empresas de recobro

Asimismo, la sentencia manifiesta literalmente que “Por muy deseable que sea la existencia de medios extrajudiciales para la efectividad de los derechos de crédito que se ostenten frente a terceros, ello no permite sustituir la fuerza coactiva de los Poderes Públicos por actuaciones privadas que atenten a la dignidad de las personas o invadan su intimidad. En el caso, es evidente el ánimo coactivo que presidió la actuación de los empleados de la recurrente, tendente a que las personas que se encontraban presentes en el establecimiento y los vecinos de los demandantes tuvieran conocimiento de la presunta morosidad de los recurridos. No pueden quedar justificadas por los usos sociales y menos aún por la ley, conductas como las descritas que tienen un evidente carácter intimidante o vejatorio

El Tribunal Supremo califica de ilegítimas las acciones de recobro que hagan pública la morosidad de una persona

En consecuencia la citada sentencia del Tribunal Supremo califica de ilegítimo el procedimiento para cobrar cuentas pendientes consistente en hacer público en el entorno del moroso que debe dinero y reclama a los Poderes Públicos la necesidad de remediar estas situaciones. En esta sentencia el Tribunal Supremo reitera la doctrina que ya había mantenido en otras ocasiones de que no pueden quedar justificadas por usos sociales y menos aún por la Ley, conductas que tienen un evidente carácter intimidante o vejatorio. La proliferación de la morosidad y la lentitud y, en cierto modo, la inoperancia de la justicia para ponerle fin, han hecho proliferar las empresas que se dedican a la recuperación de impagados con medios cuya legalidad ya se había puesto en entredicho. De nuevo el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de pronunciarse acerca de la legalidad de estos medios en la Sentencia que ahora veremos. Tal y como especifica el Tribunal no se discute en este recurso la licitud de la actividad comercial que desarrollan estas empresas, ni la formación de archivos de datos con la finalidad de ejercer esa actividad mercantil sometida a la correspondiente normativa, sino que lo que está en cuestión es la actuación de los empleados de estas empresas para exigir el pago de las deudas.

Diversos intentos de controlar la actividad de agencias de recobro que utilizan métodos expeditivos

En febrero de 2012 una noticia saltó a todos los medios de comunicación: “El TSJA investigará las prácticas de empresas en el cobro de morosos”. La información periodística recogía el hecho de que la Fiscalía del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA) había abierto diligencias informativas tras la petición del Defensor del Pueblo Andaluz, José Chamizo, para que interviniera a fin de “frenar las prácticas abusivas de las empresas de cobro de morosos”, según había informado la oficina del Defensor Andaluz. En el escrito remitido por José Chamizo al fiscal del TSJA, el Defensor del Pueblo Andaluz indicaba que esta Institución “viene recibiendo cada vez con más frecuencias quejas ciudadanas denunciando la actuación de determinadas empresas de cobros de morosos cuyas prácticas parecen superar los límites de lo aceptable rayando en algunos casos en lo que podrían considerarse comportamientos delictivos“.

El Defensor del Pueblo Andaluz recordó que, cuando la situación de morosidad se prolonga en el tiempo, “suele ser frecuente que las empresas acreedoras encomienden la gestión de los cobros a empresas dedicadas específicamente a esta actividad, que han proliferado enormemente con la presente crisis”. Aunque su actividad es legal, “últimamente, quizás por la mayor competencia entre estas empresas o por las mayores dificultades para el cobro derivadas de la dureza de la crisis, se ha producido un notorio endurecimiento en las prácticas de estas empresas que en bastantes ocasiones llegan hasta límites que pudieran considerarse como delictivos“.

Asimismo, José Chamizo explicó en su escrito al fiscal del TSJA que “las personas nos denuncian que sufren la recepción de llamadas incesantes requiriendo el pago de las deudas, que no sólo se producen durante el día sino que, en muchos casos se extienden a la noche“. Dichas llamadas “incluyen con frecuencia todo tipo de amenazas e insultos y no toman en consideración si la persona que contesta es el deudor u otra persona distinta“. El Defensor del Pueblo agregó que “también han sido varios los casos en que se denuncian llamadas o visitas a terceras personas sin relación con la deuda que se pretende cobrar, especialmente vecinos y parientes del deudor, a los que se informa de las deudas existentes, vulnerando la normativa de protección de datos, y se les conmina a realizar gestiones ante su vecino o pariente para que haga efectivo el pago“.

El señor Chamizo también manifestó que “en ocasiones, estas llamadas y visitas a terceras personas se repiten una y otra vez, incluso en horario nocturno, advirtiendo que las mismas seguirán hasta tanto no se efectúe el pago de la deuda“. El Defensor del Pueblo Andaluz reveló que “son bastantes los casos en que las personas promotoras de las quejas nos refieren la escasa efectividad de las denuncias presentadas, ante la dificultad probatoria que presentan estos casos, siendo frecuente que dichas denuncias queden archivadas sin que las prácticas intimidatorias cesen“. Chamizo aseguró que la intervención de la Agencia de Protección de Datos “resulta de escasa eficacia, puesto que la intervención sancionadora de la misma exigiría demostrar previamente que se ha producido la puesta a disposición de terceros de los datos de carácter personal que han sido cedidos legítimamente a las empresas de cobros de morosos, algo que igualmente presenta grandes dificultades probatorias“. Por todos estos motivos, el Defensor del Pueblo Andaluz decidió dirigirse a la Fiscalía del TSJA a fin de someter a su consideración “la posibilidad de iniciar una investigación de oficio sobre las prácticas de estas empresas de cobro de morosos“. No obstante después de un año de esta petición, no tenemos una respuesta oficial de la Fiscalía ni del Gobierno.

La Defensora del Pueblo reclama la regulación de las agencias de recobro

La Defensora del Pueblo, Soledad Becerril, ha recomendado recientemente al Ministerio de Economía que regule la actividad de las empresas de recobro para proteger los derechos de los deudores y evitar que estas compañías utilicen métodos de cobro expeditivos. También ha señalado que la actividad de recobro de deudas no está regulada en el ordenamiento jurídico español y no se necesita ninguna autorización administrativa para su ejercicio.

Un juez de Granada pidió la ilegalización de los cobradores de morosos que emplean métodos expeditivos

 En mayo de 1999 un juez de Granada pidió formalmente al fiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (TSJA), Luis Portero, que promoviera la ilegalización de las empresas dedicadas al cobro de morosos mediante amenazas, debido a las reiteradas y unánimes condenas que impone la justicia a los Cobradores del Disfraz. En una sentencia que condenaba a un empleado de una empresa de cobro a una multa de 200.000 pesetas y a indemnizar con 100.000 pesetas a la persona amenazada, el titular del juzgado de instrucción 6 de Granada, Don Miguel Angel del Arco, acordó remitir la resolución a la Fiscalía del TSJA pidiendo que instara si lo estima oportuno, la aplicación del artículo 129 del Código Penal que establece la disolución o suspensión judicial de sociedades o actividades que incurran constantemente en comportamientos ilegales. En la sentencia, el juez sugería esta vía ante la aparente ineficacia de las actuaciones judiciales. En su reflexión, el juez Del Arco se mostraba perplejo por el hecho de que las empresas de cobro de morosos estaban legalmente constituidas y que luego en su actividad social incurrían en conductas que obviaban el sistema judicial y cualquier forma de arbitraje. Esta petición no prosperó.

Una “lege ferenda” que ponga coto a los abusos de las agencias de recobro de deudas

Con la entrada en vigor de la Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal, a la anterior redacción del artículo 173.1 del Código Penal se añaden, dos nuevos párrafos, los cuales en su párrafo segundo tipifican la conducta del acoso laboral –vulgarmente denominado mobbing– y en el tercero criminalizan el acoso inmobiliario, castigando al culpable, en caso de la comisión del delito, con la misma pena de prisión de seis meses a dos años que ya señalaba el apartado 1 originario.

La reforma tipifica el delito de “mobbing”, que es un continuado y deliberado maltrato verbal o modal que recibe un trabajador de otro con el objeto de excluirlo o destruirlo psicológicamente. Desafortunadamente el legislador no aprovechó la oportunidad de la promulgación de la Ley Orgánica 5/2010 para tipificar también el “mobbing” a los morosos, o, como se denomina en inglés: el “dunning harrasment”; con lo que se hubiera otorgado una mayor protección a los deudores que sufren el acoso de ciertas agencias de recobro que emplean métodos ilícitos, pero que difícilmente son castigadas al no estar tipificados los actos que cometen en el actual Código Penal.

Aunque la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, ha introducido un nuevo tipo penal, el delito de acoso tipificado en el artículo 172 ter, que en determinados casos podría proteger a los deudores que sufren la persecución de los cobradores, tendremos que esperar un cierto tiempo para ver si los tribunales aplican este nueva norma penal.

Sin embargo, lege ferenda sería deseable en la próxima reforma del Código Penal que el legislador añadiese un párrafo nuevo al art. Artículo 173-1 CP que dijera algo así: “Con la misma pena serán castigados los que, en el ámbito de la gestión extrajudicial de cobro de deudas, de forma reiterada o esporádica, lleven a cabo acciones vejatorias, hostiles, humillantes, o denigratorias, utilizando o no disfraces, para ridiculizar, humillar públicamente o poner en evidencia al presunto deudor y que sin llegar a constituir trato degradante, supongan grave acoso contra la víctima con el objetivo de forzar su voluntad para que realice el pago de una deuda, aunque dicho pago consistiere en una conducta debida”.

¿Pero va a responder alguien del despilfarro en la contratación pública?

Recientemente un informe de la Comisión Nacional del Mercado y la Competencia cifraba en 48.000 millones de euros el sobrecoste de las contrataciones públicas por prácticas poco eficientes en el control del gasto público. Una cifra que supondría un 25% aproximadamente del total de licitaciones públicas anuales y un 4,5% del PIB y que supondría la resolución de los desequilibrios presupuestarios existentes.

Curiosamente, estos datos procedentes de un órgano oficial supervisor, parecen haber pasado sin pena ni gloria por el mundo de la política o del gobierno. Ni el Parlamento parece haber registrado ninguna iniciativa parlamentaria requiriendo de inmediato una comisión de investigación, ni el Gobierno parece estar buscando responsabilidades sobre este abultado déficit con la misma fruición con que se investigan a los ciudadanos, ni por supuesto los medios han insistido demasiado en el tema que provocó un titular como: “La CNMC fija en 48.000 millones la factura de la corrupción en la contratación pública” (“El Confidencial).

Según éste medio “ ….el CNMC pone el dedo en la llaga de las principales deficiencias que caracterizan la licitación, al tiempo que lanza claras recomendaciones para poner coto a las prácticas entre los oferentes de servicios públicos. Los pactos secretos de no competencia para el mismo servicio, los célebres cárteles económicos, están en el punto de mira…. “  No es ya por tanto una mera cuestión especulativa como demuestra la sanción impuesta al llamado “cártel de la basura” formado por importantes empresas para apropiarse y repartirse la contratación de este servicio en ayuntamientos de toda España que, asimismo, recoge también “El Confidencial”.

Nos encontramos de nuevo ante un panorama desolador en la gestión del dinero público orientado por la recaudación asfixiante impositiva a los ciudadanos “normales” (según el PP), mientras van destapándose las distintas tramas de corrupción, nepotismo, mala gestión, arbitrariedades y demás irregularidades de lo que se dice “estabilidad” y “gobernabilidad”. Es decir, la posibilidad desde las mayorías de ejercer el clientelismo político confundiendo y tratando de confundir a los ciudadanos de cara a las próximas elecciones.

Desgraciadamente tenemos un sistema que se ancló en una sociedad que, como el avestruz, prefería esconder la cabeza y no enterarse mientras las cosas no la afectaran directamente. Ha tenido que ser una crisis como la actual la que ha hecho sonar las campanas de alerta para encontrarse con que, tanto desde los espacios públicos (via impuestos) como desde determinadas entidades que funcionan en régimen de oligopolios, se ha estado “saqueando” las ya de por sí precarias economías privadas.

Ahora se pronostica un cataclismo político cuando emergen nuevos partidos que pueden hacer peligrar ciertos privilegios de una “casta” política, económica y social que se había adueñado del Estado con los resultados conocidos y, lo que es peor, lo que queda por conocer. La punta de “iceberg” sólo está mostrando una parte (aún pequeña en nuestra opinión) de todo lo que puede haber sumergido. Han sido muchos años de rodillos políticos y caciquiles que se prestaban a éstas malas prácticas que la cosmética Ley19/2013 de “transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno” no parece facilitar en cuanto a su conocimiento con un sólo párrafo del artº 14.1: “El derecho de acceso podrá ser limitado cuando el acceder a la información suponga un perjuicio para: k) la garantía de la confidencialidad o el secreto requerido en procesos de toma de decisión” . Es tanto como decir “cuando no nos parezca oportuno”.

El endeudamiento público se ha hecho a costa de prácticas como las descritas por el CNMC para las contrataciones públicas. Todas ellas tienen unos responsables políticos que se han cuidado mucho de blindarse frente a posibles rendiciones de cuentas. Los compromisos adquiridos en el espacio de tiempo de una convocatoria electoral a la siguiente han servido para hipotecar a los sucesores y éstos, a su vez, por una especie de acuerdo no explicitado entre ellos, no han empezado su andadura con una auditoría real de la situación encontrada.

Por ello las alarmas mediáticas sobre un verdadero cambio político (sin acuerdos de “omertá” implícitos)  que pueda seguir destapando, aclarando y pidiendo responsabilidades (al menos políticas ya que las otras son “legales”), a quienes desde hace muchos años, demasiados, tomaron lo público por lo propio y para ello desmontaron o se deshicieron de controles reales a sus actos y decisiones, al amparo de haber sido “elegidos” por el pueblo para gobernar.

Las “trampas” existentes en el sector de las contrataciones públicas son tan conocidas como las de recalificación de suelos y otras ligadas a la corrupción política y pública. Los “reformados” que mutiplican los presupuestos iniciales y que suponen el verdadero compromiso económico, sirven para demostrar que o bien los técnicos públicos que valoran, supervisan y siguen el proyecto son unos incompetentes o que, por encima de ellos, hay una voluntad superior que decide finalmente (eso sí, sin constancia escrita de tal decisión). Por si acaso, más vale claudicar para permanecer en el puesto y en la carrera que rechazar una colaboración con estas prácticas dado que las denuncias formuladas,no suelen ir a ninguna parte: las formalidades se suelen cumplir.

Finalmente, las llamadas “puertas giratorias” permiten que la responsabilidad política (en el caso improbable de exigirse) tengan el paliativo del puesto-chollo que sirva de consuelo a la pérdida del cargo. Cientos de empresas y entidades públicas, semipúblicas, mercantiles y privadas tienen suficientes huecos en sus filas de consejeros y directivos que ofrecer. Hay casos suficientes para seguir el hilo de la madeja que nos lleven a aclarar muchos de los casos aún hoy en la sombra de la “legalidad”.

Acciones de Bankia: cómo reclamar

Comoquiera que estoy estudiando el tema para reclamar en nombre de mi suegro, comparto unas reflexiones sobre cómo pedir la devolución del dinero desembolsado con ocasión de la suscripción de acciones de Bankia. Por favor, permítaseme el disclaimer: no lean esto como  un manual de instrucciones, sino como mero pensar en alto, con el ánimo de suscitar críticas y consejos de otros más entendidos.

Hay dos caminos básicos: o pedir la nulidad del negocio de suscripción o exigir responsabilidad por daños y perjuicios.

La nulidad del negocio sería, en particular, nulidad relativa o anulabilidad por vicio del consentimiento, debido a dolo o (simplemente) error del suscriptor. Podría alegarse también nulidad radical o absoluta por vulneración de normas imperativas, pero no parece que sea necesario. Ciertamente, la acción de nulidad radical no está sujeta a plazo mientras que la de anulabilidad lo tiene de 4 años. Pero estamos dentro de este plazo, el cual a tenor del art. 1301 del Código Civil, comienza a correr (en los casos de error o dolo) desde “la consumación del contrato”, la cual habría tenido lugar en la fecha de adjudicación de las acciones (19 de julio de 2011). Bueno, alguna sentencia (en materia de participaciones preferentes) es más flexible y coloca el dies a quo en las fechas en la que se conoce el motivo de anulabilidad, porque salta a la luz el agujero financiero de Bankia (mayo de 2012); también es discutible (véase aquí) si el plazo es de caducidad o prescripción (y por tanto, en este último caso, admite interrupción por reclamación extrajudicial)…; pero yo no me fiaría ni de lo uno ni de lo otro y presentaría la demanda antes del 20 de julio de 2015.

A su vez, el dolo o error podría intentarse imputar a la deficiente información proporcionada por la comercializadora de los valores (a menudo la propia Bankia) o por la emisora de los mismos (Bankia, naturalmente).

El primer argumento remite al estándar de información que debe recibir un inversor, con arreglo a la normativa MiDIF (art. 79 bis Ley del Mercado de Valores). Yo no lo voy a utilizar, porque es dudoso, amén de engorroso.

Alguna Sentencia dictamina que, no siendo la renta variable (unas simples acciones) un producto complejo, el test de conveniencia (que mide los conocimientos y experiencia del inversor) y el de idoneidad de la inversión (que compara las características del producto con los objetivos del inversionista) no resultarían ni siquiera preceptivos.

Quizá se podría combatir esa apreciación y aducir que lo determinante no era la naturaleza del producto, sino si existió una recomendación personalizada de inversión. Sin embargo, esa alegación abre un debate sobre múltiples cuestiones fácticas, con el consiguiente engorro probatorio, que no es preciso soportar, porque el segundo argumento es más simple y está prosperando en las Audiencias.

En efecto, la información que en todo caso, sin ninguna duda, debía servir de orientación al adquirente de renta variable era el Folleto de emisión de las acciones, cuya exactitud era responsabilidad de la propia Bankia. Pues bien, varias Audiencias han admitido que es un hecho notorio (el cual ni siquiera necesita prueba, a tenor del art. 281.4 de la LEC) que dicho documento era engañoso. Motivos: el Folleto se basó en unas Cuentas de 2011 pro forma, que vendían beneficios y solvencia; ante los sucesivas noticias que ponen en duda su salud financiera, Bankia reacciona con comunicados donde proclama con rotundidad que es solvente; todavía a principios de mayo de 2012, Bankia presenta a la CNMV unas Cuentas de 2011, sin auditar, que arrojan un beneficio de 300 M€; pero entonces se produce el cambio de gestión y Bankia presenta unos nuevos estados contables, en los que reconoce unas pérdidas de casi 3000 M€; a la vez se solicita del FROB una inyección para BAF, la matriz, de 19.000 M€ (de los cuales 12.000 € eran para Bankia). Como consecuencia de ello, la acción Bankia sufre un vertiginoso deterioro, hasta perder casi todo su valor.

De los anteriores hechos se desprende que el Folleto estaba ocultando precisamente aquel agujero patrimonial y por consiguiente indujo a los suscriptores a un error (por supuesto excusable) sobre aquello que era, cabalmente, el motivo por el que invertían, su fe en la solvencia y capacidad de la empresa para generar beneficios y dividendos. Ergo, el negocio de suscripción de acciones es anulable.

En este sentido,  se han pronunciado ya numerosos Juzgados de Primera Instancia y al menos, que yo sepa, las Audiencias Provinciales de Valencia (1/12/2014 y 7/1/2015), Ávila (9/2/2015) y Oviedo (23/3/2015).

Ante esta alegación, Bankia se defiende alegando prejudicialidad penal. Existe un procedimiento penal en curso, debido a la querella presentada por el partido UPyD contra los administradores de Bankia por supuestos delitos de falsedad en las cuentas, administración desleal y otros. Y Bankia aduce que los procedimientos civiles deberían suspenderse hasta que se resuelva el penal, pues lo que se determine en este último (en especial, en punto a la falsedad de un documento que se suele aportar en las causas civiles, las Cuentas utilizadas para la salida a Bolsa) tendría “influencia decisiva” sobre lo que se pueda fallar en los primeros (cfr. arts. 10 LOPJ, 114 LECr y sobre todo el 40 LEC).

Sin embargo, el Auto de la Audiencia Provincial de Valencia de fecha 1 de diciembre de 2014 ha sido pionero a la hora de rechazar ese argumento. Comienza destacando que la prejudicialidad debe ser objeto de interpretación restrictiva. También apunta que el pleito civil se resuelve sobre la base de un error o dolo civil (que no tiene por qué coincidir con el penal), el cual se demuestra sin necesidad de acudir siquiera a la falsedad de las Cuentas, pues basta constatar la notoria discordancia entre la imagen de solvencia proyectada en el momento de la Oferta de Suscripción y la nefasta realidad económica de la Compañía, reconocida  por la propia Bankia y las autoridades. Concluye que sería contrario a la realidad social admitir la suspensión de los juicios, frustrando de esta manera el resarcimiento de los numerosos afectados.

La consecuencia de la anulación del negocio de suscripción sería la devolución: por parte del suscriptor, de las acciones suscritas (con sus frutos, que no los ha habido) y por parte de Bankia, del importe desembolsado más el interés legal devengado desde la fecha de suscripción.

Por cierto que, como advierte la Audiencia Provincial de Valencia, esta es una solución legítima, de las que puede establecer el Derecho interno como reacción frente a la inexactitud de un Folleto de emisión (así lo declaró Sentencia del TJ de la UE de 19/12/2013). La otra vía de reclamación es la responsabilidad por daños y perjuicios. Algunos la están exigiendo a los administradores, personándose al efecto en la causa penal. Creo que es más sencillo y rápido optar por vía civil y exigir la responsabilidad al propio emisor, quizá como petición subsidiaria de la de anulación o (en el caso de los que vendieron las acciones suscritas o las compraron antes de que se destapara el agujero patrimonial, en mayo de 2012) como petición única. No obstante, para esta acción ya queda poco tiempo. Según el art. 28.3 de la Ley de Mercado de Valores, la acción prescribe a los tres años desde que el reclamante hubiera podido tener conocimiento de la falsedad o de las omisiones en relación al contenido del folleto. Ese conocimiento se podría presumir a partir del 25 de mayo de 2012 (fecha en la que Bankia comunica a la CNMV las nuevas Cuentas de 2011, ya auditadas y con pérdidas).

HD Joven: El lado oscuro del fútbol

“En las calles de Europa sobreviven unos 20.000 jóvenes africanos traídos por agentes persiguiendo su sueño de jugar al fútbol”.

Con esta afirmación termina la película-documental “Diamantes Negros”, que plasma fielmente la realidad que asola al fútbol mundial. Realidad que poco tiene que ver con el halo de triunfo que siempre parece acompañar al deporte rey. Realidad que nos muestra su cara oculta y que año tras año conlleva la emigración de miles de niños de sus países natales en busca de un futuro, en las principales ciudades de Europa, ligado con su pasión. Futuro que, en la mayoría de ocasiones, se ve truncado y convertido en mendicidad, drogadicción o prostitución.

Por desgracia, este tráfico por parte de agentes, no es el único abuso que se comete con los niños en el mundo del fútbol. No son pocos los grandes clubes que fichan a multitud de menores todas las temporadas con la esperanza de que en el día de mañana se conviertan en los próximos Balones de Oro, sin importar si en el camino se han obviado algunas normas cometiendo sucesivas irregularidades. La “jugada” en ocasiones es positiva, ejemplo claro de Cesc Fábregas, que con tan solo 16 años los cazatalentos del Arsenal se lo llevaron a la capital inglesa y en menos de un año ya estaba debutando con el primer equipo. Pero en infinidad de casos, la “jugada” no sale como se esperaba, o es el propio club el que no puede hacerse cargo del futuro del jugador, provocando las consecuencias que fácilmente nos podemos imaginar. El último capítulo lo ha protagonizado el joven noruego Martin Odegaard que, a sus 16 años, fichó por el Real Madrid, pasando a cobrar unos desorbitantes cien mil euros semanales. ¿Saldrá cara la moneda esta vez?

Esta práctica, de sobra conocida por todos aquellos que se dedican a este deporte, parece que por fin ha tenido la repercusión mediática que se merece. La FIFA (máxima institución que gobierna las federaciones de fútbol de todo el mundo) en su lucha contra la vulneración de los derechos de los niños -tema que consideran de suprema importancia- sancionó, el pasado 2013, al todopoderoso F.C. Barcelona, así como, a la Federación española y a la catalana de fútbol, por supuestas irregularidades en la transferencia, inscripción y participación en competiciones de 31 jugadores menores de edad. Acontecimientos que se prolongaron entre los años 2004 a 2013. (Amplio resumen de la sanción de la FIFA, publicado en Iusport.es)

La sanción, impuesta por la Comisión disciplinaria de la FIFA, consistió en una multa económica y la imposibilidad de incorporar jugadores nuevos a la plantilla, durante dos de los periodos habilitados por el calendario (hasta enero de 2016). Esta sanción, ratificada por el TAD (Tribunal Administrativo del Deporte), se basa en la violación de varios de los artículos recogidos en el Reglamento sobre el Estatuto y Transferencia de Jugadores (RETJ). Amén de dichas infracciones, la que nos interesa y entramos a valorar aquí es la del propio artículo 19, relativo a la protección de los menores, que en resumen viene a decir que las transferencias internacionales se permitirán únicamente cuando el jugador tenga 18 años o más, permitiendo, ante dicha regla, tres excepciones: cambio del domicilio de los padres al país donde reside el nuevo club por razones ajenas al fútbol, transferencia dentro de la UE o el EEE y que el jugador tenga entre 16 y 18 años, cumpliendo el nuevo club unas obligaciones mínimas necesarias para realizar la transferencia y, por último, que la distancia máxima entre el domicilio del jugador y el club sea de cien kilómetros. En este punto, es de suma importancia destacar, por la función que desempeña, la Comisión del Estatuto del Jugador, que a través del sistema TMS (Transfer Matching System) se encarga de controlar cualquier transferencia o inscripción que se quiera llevar a cabo de un jugador menor de edad. En el caso del Barcelona se obvió esta Comisión a la hora de realizar algunas de las 31 operaciones.

Nos encontramos así un sistema con el que se intenta cercar o regular el número de traspasos de jugadores menores de edad, sobre todo en el espacio internacional. No olvidemos que es la propia FIFA la que al definir el sistema de correlación de transferencias (TMS), en el Anexo 3 de dicho Reglamento, advierte que el mismo se creó para garantizar una mayor credibilidad y transparencia en las transferencias internacionales de jugadores, así como, para salvaguardar la protección de los menores de edad.

Desde mi punto de vista, y siendo consciente de lo complicado que es regular un tema tan difícil, considero que se está avanzando ampliamente en la materia y haciendo grandes esfuerzos por regular esta situación. Recientemente la FIFA ha desarrollado un nuevo sistema –FIFA Connect– que recoge el registro de todos los futbolistas y “partes interesadas”. Este mismo organismo, a partir del 1 de marzo de 2015, pasó a exigir el certificado de transferencia internacional (CTI) para los traspasos de futbolistas a partir de diez años, y no a partir de los doce años como estaba regulado hasta ahora, buscando así reducir el incremento de traspasos de menores producido en estas edades en los últimos años. La Federación Española de Fútbol también se ha puesto a trabajar en esta misma dirección, instaurando un nuevo sistema telemático de tramitación de solicitudes de autorización previa a la inscripción de futbolistas extranjeros o españoles no de origen, menores de diez años, negando y considerando nula de pleno derecho cualquier inscripción de futbolistas con dichas características que no cuenten con la autorización previa de la RFEF.

No obstante, dicho sistema, y en especial el art. 19 está generando mucha controversia, y más aún a raíz de la suspensión al FC Barcelona, la Real Federación Española de Fútbol y la Federación Catalana de Fútbol, que ha provocado que las Federaciones hayan endurecido sensiblemente sus procesos de inscripción de jugadores para la obtención de la correspondiente licencia.

Esta situación ha llevado, por ejemplo, a que a equipos “humildes” se les imposibilite inscribir a jugadores que tienen dificultades en demostrar o cumplir con algunos de los apartados del artículo 19, o a que se produzcan casos como el que se recoge en una resolución del SINDIC (Defensor de las personas en Cataluña), donde se negó la posibilidad de federar a dos menores tutelados por la Administración y residentes en un centro de acogida para que jugasen al fútbol, o que simplemente no se permita federar a miles de niños a los que les resulta imposible demostrar que han emigrado a un país como consecuencia de la búsqueda de empleo por parte de sus padres.

Asimismo, son muchos los que critican que las restricciones impuestas por la FIFA pueden estar provocando la vulneración de otros derechos fundamentales del niño. Como bien indica el SINDIC, este Reglamento podría suponer un obstáculo al derecho de los niños al juego y a la práctica deportiva, recogido en el art. 31 de la Convención de las Naciones Unidas de los derechos de los niños. No olvidemos que el bien jurídico que se intenta proteger es la integridad del desarrollo del menor, incluyendo su salud física y mental. ¿Se está pues protegiendo el desarrollo de un menor al que no se le permite inscribirse porque simplemente está tutelado por la propia Administración o por una persona diferente a sus padres, y no por estos mismos? ¿No conseguirán estas medidas sino perjudicar la propia evolución de un gran número de menores, menores que en muchas ocasiones encuentran en el fútbol una forma de integración social o incluso un aliciente en sus ganas de progreso y futuro?. Y es que, a mi modo de ver, la propia normativa incurre en su regulación en una cierta discriminación. ¿No sería una medida prudente volver a revisar la norma?

Ampliando el concepto de “padres” (recogido en el art.19.2a) a otros tutores físicos o jurídicos, exigiendo parte de la partida presupuestaria a la ampliación, por parte de los clubes, de las conocidas escuelas futbolísticas, o incluso extendiendo los efectos del propio artículo 19.2 b a todos los menores internacionales entre 16 y 18 años, y no solo a los de la UE o EEE, exigiendo -eso sí- esas obligaciones mínimas entre las que se encuentran garantizar al jugador una formación escolar, asistencia sanitaria, o condiciones óptimas de vivienda, estaríamos acercándonos al fin que deseamos alcanzar.

Como hemos visto a lo largo del artículo, el fútbol, ese enorme mercado capaz de movilizar Estados enteros, capaz incluso de apaciguar a dos bandos bélicos enfrentados -todos recordamos la “Tregua de Navidad” entre soldados ingleses y alemanes durante la Primera Guerra Mundial-, tiene otra cara menos amable que pasa por estimular el dramático tráfico de menores. Este lastre que año tras año arrastra el deporte más practicado del mundo debe erradicarse, pero no se conseguirá apartando de su práctica a los propios menores que, libres de pecado, solo quieren jugar al deporte que aman.

La corrupción en la contratación pública en España es de libro

El Consejo de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC), en su reunión de 5 de febrero de 2015, aprobó suInforme sobre el Análisis de la Contratación Pública en España: Oportunidades de mejora desde el punto de vista de la Competencia. El informe se publicó el 23 de febrero en la web del organismo, si bien sus principales conclusiones aparecieron antes en los medios.

La CNMC en su análisis identifica cinco áreas de mejora en la contratación pública:

  1. Necesidad de mayor acceso, transparencia y publicidad.
  2. Falta de evaluación de la eficiencia económica y de la competencia efectiva.
  3. Escaso aprovechamiento de las últimas tecnologías de la información.
  4. Déficit de cooperación administrativa.
  5. Necesidad de simplificación de los procedimientos de contratación pública.

Comparto plenamente el análisis del regulador y las deficiencias que ha puesto de manifiesto, sin embargo lo que más me ha llamado la atención de su informe es una cifra a la queel propio organismo no ha querido dar mucha visibilidad (ni rastro en la nota de prensa, ni en el post del  blog de la CNMC…). Me refiero a lo siguiente: Se estima que en ausencia de presión concurrencial se pueden originar desviaciones medias, al alza, del 25% del presupuesto de la contratación pública. En España, a nivel agregado, esto podría implicar hasta un 4,6% del PIB anual, aproximadamente 47.500 millones de euros/año.

La afirmación del regulador desde luego es impactante: nos podemos ahorrar al año 47.500 millones de los 194.000 que mueve la contratación pública en nuestro país. Se pone de manifiesto que muchos de los recortes que hemos estado sufriendo como consecuencia de la crisis se podrían haber evitado si no tuviésemos esa “desviación al alza” en la contratación pública…¿Cómo llega la CNMC a esa cifra?. La única explicación es una nota al pie que aparece en el informe: Por ejemplo, Transparencia Internacional estima en este porcentaje el daño derivado de la presencia de casos de corrupción en la contratación pública, en los que por definición, la competencia queda descartada.

Es curioso que la CNMC, para justificar una afirmación de tanto calado como es la existencia de ese 25% de sobrecoste en la contratación pública por fallos en la competencia, se limite a citar un manual de Transparencia Internacional (publicado en febrero de 2006) con recomendaciones para frenar la corrupciónen la contratación pública… Y ese manual ni siquiera da una cifra en concreto, lo que recoge es que el daño estimado de la corrupción en la contratación pública oscila entre el 10 y el 25%, y en algunos casos alcanza entre el 40 y el 50% del valor del contrato (la CNMC se ha quedado con el 25% para España).

La ausencia de competencia efectiva no está ligada necesariamente a la corrupción de los dirigentes públicos, pero la CNMC establece implícitamente esa conexión al referirse en su informe a ese manual de Transparencia Internacional.Ya puestosel reguladorpodría haberestablecido esa relación de forma explícita, sin embargo no menciona en su análisis ninguna de las prácticas corruptas que están apareciendo en los medios de comunicación alrededor de la contratación pública en nuestro país (en todos los niveles: central, autonómico y local).

Y es que la lectura del manual de Transparencia Internacional al que el regulador hace referencia,nos confirma que la corrupciónque estamos viviendo en nuestro país en la contratación pública es precisamente “de manual” (o de libro como prefieran).

El manual comienza con una definición de la corrupción ligada a la contratación pública: se trata de un mal uso del poder público para obtener ganancias privadas, entendiendo por privado no solo la ganancia personal, sino también la de familiares /amigos o la del propio partido político. Es decir, que como estamos viendo en España,  el corrupto no tiene por qué actuar siempre en beneficio propio, lo puede hacer en beneficio del partido en el que milita o simplemente para favorecer intereses de familiares o amigos (cualquier combinación de estas variantes es válida igualmente).

Transparencia Internacional continúa su informe detallando cómo afecta la corrupción de manera diferente a cada una de las fases del ciclo de la contratación pública. Por ejemplo, en la fase inicial de detección de necesidades, la principal forma de corrupción es iniciar una licitación pública sin que sea necesaria para los ciudadanos, es decir, se trata de casos donde la inversión pública no tiene una justificación ni desde un punto de vista social ni económico. Según leía estas frases, recordaba lostramos de AVE que se han tenido que cerrar o tapiar porque el trazado diseñado era inviable, estaciones de tren desiertas, aeropuertos fantasmas, etc, etc.

En la fase de adjudicación del contrato (selección de la oferta ganadora), la principal forma de corrupción se produce cuando el responsable público no es imparcial por la existencia de sobornos, comisiones, conflictos de intereses u otros motivos. Inevitable acordarse de los casos de comisiones por adjudicaciones públicas que están viendo la luz en los últimos meses en diferentes Comunidades Autónomas.Ni que decir tiene que un factor que contribuye a aumentar la corrupción en esta fase es el nivel de politización y enchufismo /amiguismo que tenemos en nuestras administraciones públicas (aconsejable la lectura de este artículo de Elisa de la Nuez).

En la fase de ejecución del contrato, el manual señala que la corrupción se manifiesta de muchas formas, por ejemplo que el adjudicatario realice los trabajos con una calidad inferior a la requerida, se modifiquen las especificaciones contratadas, se produzcan cambios sustanciales en el objeto del contrato, prórrogas injustificadas, etc, etc. El abanico de opciones es muy amplio y los sobrecostes que se generan durante la ejecución de muchos contratos públicos alcanzan unas cuantías muy relevantes. Aquí es inevitable acordarnos por ejemplo del sobrecoste en la línea del AVE a Barcelona que alcanzó los 1.732 millones, un 31,4% más de lo previsto.

Visto lo visto, a lo mejor Transparencia Internacional nos dedica un capítulo cuando actualice su manual sobre la corrupción en la contratación pública. Incluso a lo mejor la CNMC en su próximo informe nos da los detalles de cómo han calculado los 47.500 millones de euros que se podrían ahorrar cada año si se resuelven las deficiencias existentes en la contratación pública de nuestro país. Quién sabe.