La edad para votar

Un aspecto relevante del derecho de sufragio es el relativo a la edad mínima para votar. En algunos Estados es la propia Constitución la que ha establecido esa edad; es lo que sucede en el artículo 38 de la Constitución alemana; el 61 de la de Bélgica, el 57.1 de la de Estonia, el 14.1 de la de Finlandia, el 16.2 de la de Irlanda, el 50 de la de Noruega, el 48.2 de la portuguesa, el 18.3 de la Constitución de la República Checa, y en el artículo 2 del Capítulo III de la de Suecia. En América, por ejemplo, lo hacen el artículo 13 de la Constitución chilena, la Enmienda XXVI de la Constitución de Estados Unidos o el artículo 30 de la Constitución peruana. El artículo 14 de la Constitución brasileña permite el voto a los mayores de 16 años y menores de 18, edad a partir de la que el voto es obligatorio. En otros casos, como sucede en España, es el Legislador electoral el que ha fijado esa edad.
Es también conocido que la exigencia de una edad mínima para el ejercicio del sufragio es coherente con su configuración como instrumento para la participación política de la persona, que requiere la capacidad para autodeterminarse, para intervenir en la formación de las diferentes opciones políticas y para poder pronunciarse sobre ellas, lo que puede hacerse si se cuenta con capacidad suficiente para discernir entre unas y otras propuestas.
En mi opinión, es conveniente que la capacidad plena electoral se sitúe por debajo de los 18 años, como ya ocurre en algunos ordenamientos y como sucede en general con la capacidad para el ejercicio de otros derechos de impronta similar, como los de reunión y manifestación, el derecho de asociación, la libertad de expresión o la elección de los representantes sindicales. Y es que si se garantiza y promueve el ejercicio de estos derechos por los menores de 18 años no parece que existan motivos democráticamente aceptables para excluir al sufragio. No debe olvidarse que la reducción de la edad para la emisión del voto ha sido una constante a lo largo de la historia -en España hasta 1931 la edad electoral eran los 25 años; en 1931 se rebajó a 23 y en 1978 a 18- y sirve para fomentar el desarrollo de la participación política, tanto desde el punto de vista del individuo, como desde la perspectiva de la sociedad política en la que dicho individuo está integrado y a cuya existencia contribuye. En Austria, tras la reforma legal de 1 de julio de 2007, el ejercicio del sufragio en las elecciones legislativas y al Parlamento Europeo se ha situado en los 16 años, edad en la que también lo han establecido varios Cantones suizos y Estados federados alemanes. Por su parte, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa aprobó una resolución para que los Estados estudien la posibilidad» de rebajar la edad de voto a los 16 años en todo tipo de elecciones (23/6/2011).
En España la nueva edad electoral podría establecerse en 16 o 17 años, pues se puede presumir que, en 2011, a esa edad se tiene capacidad de discernimiento suficiente para participar en un proceso electoral. Conviene recordar que, además de ejercer otros derechos políticos, con 16 años se puede trabajar o contraer matrimonio y se tiene responsabilidad penal.
En nuestro país, esta reducción de la edad electoral no requiere, en mi opinión, una reforma constitucional que modifique el artículo 12, donde se prevé que los españoles son mayores de edad a los 18 años. Ese precepto establece la presunción de que por encima de esa edad todos los ciudadanos tienen la capacidad intelectiva necesaria, lo que excluye la posibilidad de que el Legislador que desarrolle el derecho fundamental pueda imponer un sufragio capacitario para intervenir en los asuntos públicos; pero por debajo de esa edad no se debe deducir en general una regla restrictiva de la eficacia de los derechos fundamentales, lo que resulta coherente con la consideración de la minoría de edad como un proceso durante el cual la psicología de la persona se va formando y, con ello, su capacidad de autodeterminación. En término legales, hay mayorías de edad inferiores a la general de 18 años en el ámbito penal, matrimonial, laboral o tributario.

“Colgar el hierro”, de Javier Gomá

Probablemente el asunto principal de este blog es la defensa del Estado de Derecho y quizá nos ocurra en ocasiones, enfrascados como estamos en debatir cuestiones particulares, que dejemos de percibir la maravilla de la civilización que supone que en un momento muy concreto de la historia, el hombre occidental renuncie voluntariamente a la venganza privada y asuma un procedimiento pacífico para la resolución de los conflictos. El terrorista, así, no solamente es un asesino o cómplice de él, sino que además es una antigualla en el peor sentido de la palabra porque todavía no ha dado ese paso.

Javier Gomá Lanzón, hermano de quien esto les escribe y de otro de los editores, nos recuerda en un muy interesante artículo publicado en El País y titulado “Colgar el hierro” que nos hallamos en presencia de un avance prodigioso, resultado de un doloroso aprendizaje colectivo, y que nos hace elevarnos por encima de nuestras propias pulsiones primitivas. Y que esto ha ocurrido, después de tantos milenios, hace menos de tres siglos.

De vez en cuando hay que dejar los detalles y poner en valor los aspectos fundamentales que tiene nuestra civilización. El artículo lo hace, y puede leerlo aquí.

 

El matrimonio homosexual

El matrimonio ha adoptado muy diversas formas a lo largo de la historia. Para los juristas, que lo estudian entendiéndolo tanto como un “acto” (contrato o negocio) como un “estado” (institución), se haya indisolublemente asociado a la familia y a la sociedad misma. Sin embargo, los caracteres esenciales del mismo, sus contornos, sus elementos definitorios no han permanecido inmutables. Así, en algunas sociedades primitivas, cuando existía un gran desequilibrio en la proporción entre sexos, fue practicada la poligamia, que aparece tanto en El Corán, como en La Biblia, aunque luego fuera no solamente prohibida, sino también moralmente rechazada en la mayoría de los países.

En España, que es un país de Derecho latino y de tradición cristiana, ha sido insoslayable la influencia del Derecho canónico en no pocas materias, siendo claramente una de ellas la regulación jurídica del matrimonio. El matrimonio civil, que es el que nos ocupa, tal y como hoy es entendido, tiene un recorrido histórico que abarca escasamente un siglo y medio de existencia, que arranca con la Ley de matrimonio civil de 1.870, momento a partir del cual el Derecho del Estado comienza a regularlo desligándolo de la normativa eclesiástica, siendo nítida esta desvinculación en el presente. Nuestro Código civil reconoce, no obstante, ex art. 60, efectos civiles al matrimonio canónico, siendo objeto de discusión en la doctrina el sistema matrimonial instaurado en España –por resumir, dejo apuntados las posturas mayoritarias: bien un verdadero sistema de tipo latino (con distintos matrimonios), bien un sistema anglosajón (con pluralidad de formas de celebración).

Por Ley 13/2.005 de 1 de julio se modificó el Código civil en materia de derecho a contraer matrimonio. Su artículo único reforma el párrafo 2º del art. 44, que dispone ahora “El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo” y elimina del código las referencias a “marido y mujer” o “padre y madre”, sustituyéndolas por las fórmulas neutras “los cónyuges” o “los progenitores”.

No hace falta recordar lo controvertido de la reforma. Uno de los puntos polémicos fue si la misma requería la previa revisión del texto constitucional, toda vez que el art. 32 de la Carta Magna dispone que “El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica”. El Partido Popular presentó recurso de inconstitucionalidad contra la ley, si bien el Alto Tribunal no se ha pronunciado hasta la fecha y no se prevé que lo haga, según noticias aparecidas en la prensa, hasta el 2.012. Para cuando se pronuncie, se habrán celebrado en España más de veinte mil matrimonios entre personas del mismo sexo. Si tenemos en cuenta que la declaración de inconstitucionalidad produce efectos “ex tunc”, ya tenemos otro motivo más de descrédito y deslegitimación para tan importante órgano de control.

La Reforma de 1.981 que introdujo el divorcio en la regulación civil del matrimonio supuso dar entrada en la regulación del Derecho del Estado a lo que era una necesidad para muchas parejas casadas que habían decidido poner fin a su convivencia, “a su matrimonio”; era dar una solución a lo que en la práctica llevaba años produciéndose, pero sin cobertura legal, sin derechos ni obligaciones, sin garantías de ningún tipo y con los consiguientes abusos y situaciones indeseables. Paralela situación ha venido a producirse con las parejas de homosexuales. Muchas de ellas no querían casarse ni lo han hecho, pero, para muchas otras, la reforma ha supuesto el amparo legal a verdaderos matrimonios de hecho, que vivían la injusticia de carecer de cualquier vínculo legal reconocido, con los efectos que ello implica en el orden sucesorio, fiscal, laboral, etc. Algunas comunidades autónomas habían legislado sobre uniones de hecho, dando cobijo en las mismas a las uniones homosexuales. No obstante, sólo aquéllas que tenían competencia en materia civil podían establecer medidas de alcance. Pioneras fueron Cataluña, Aragón y Navarra (en esta última se permitía, por primera vez en España, la adopción a las parejas de homosexuales). Por razones de extensión no quiero entrar en el tema de las uniones de hecho, que es muy interesante, máxime hoy, que parece una contradicción de los no contrayentes el reclamar que se les aplique una disciplina jurídica, o, en otro caso, una excesiva injerencia del poder político en la esfera de libertad personal de quienes han decidido no casarse (y al final va dar igual que lo hagan o no porque se les va a aplicar aquello de lo que huían… lo dejaremos para otro post).

Después de los resultados obtenidos en las elecciones municipales parece más que probable que Mariano Rajoy sea el próximo Presidente del Gobierno. A lo largo de este último año, no ha mantenido una postura clara sobre el tema que nos ocupa. Navegando en la red, podemos encontrar declaraciones suyas que van desde la afirmación rotunda de retirar la ley “diga lo que diga el TC”, a otras en que se compromete a “escuchar a la gente”. No podemos saber a qué gente se referirá. Sí sabemos, no obstante, por distintas encuestas publicadas en medios de muy deferente tendencia, que la aprobación de los españoles al matrimonio homosexual es mayoritaria. La Fundación BBVA publicó en julio de 2.007 un estudio, “Retrato social de los españoles”   del que resultaba que la aceptación del matrimonio homosexual superaba el 60% entre los españoles de menos de 55 años, porcentaje que se elevaba por encima del 75% entre los menores de 35 años. Así mismo, el estudio revelaba que la aceptación era superior al 70% entre quienes habían cursado estudios superiores, los no adscritos a una religión y los ideológicamente afines a la izquierda o centro-izquierda. Más revelador resulta aún, el que la aceptación siga siendo mayoritaria (52,8%) entre los que se declaran como católicos. Aunque las mayorías, por sí solas, carecen de la virtud de investir de bondad o legitimidad moral, el dato no deja de ser relevante porque la evolución de los españoles y su opinión sobre este punto nos muestra la evolución misma del concepto “matrimonio civil”, que no es la misma de 1.870 y ni siquiera la de 1.978.

Contra la admisión del matrimonio entre personas del mismo sexo se han esgrimido argumentos de muy diversa índole (recientemente ha sido rechazado en Francia como “derecho”). No obstante, por la relevancia que para mí tienen, sólo voy a citar dos grupos:

1º.- Los de carácter religioso, respecto de los cuales no merece la pena generar polémicas estériles. Las creencias religiosas me merecen el más absoluto respeto y no pueden ser objeto de discusión. No obstante, viviendo en un Estado aconfesional (que no laicista) creo que aquéllas le deber ser indiferentes a la regulación civil del matrimonio.

2º.- Las de tipo antropológico, que han sido esgrimidas por importantes filósofos y antropólogos, que, resumiendo de manera burda, vienen a señalar que el matrimonio es una institución que vertebra la familia y la sociedad, y que considerar matrimonio la unión entre personas del mismo sexo es “contra natura” y pone en peligro la estructura misma de la sociedad y su futuro. Si lo natural es que el matrimonio sea “la unión de un hombre y una mujer para una vida en común, con la finalidad de fundar una familia y perpetuar la especie”, está claro que en la sociedad actual esta definición se nos quedaría muy corta, porque no todos las parejas se unen con los mismos propósitos, intereses e intenciones. Vemos que, a lo largo de muchos años, rasgos que en determinados momentos fueron considerados esenciales al matrimonio, después dejaron de serlo para el matrimonio civil. Así sucedió, por ejemplo, con la indisolubilidad del matrimonio, al admitirse el divorcio, o en su día, con la desaparición del impedimento de impotencia.

Cierro este post con el desideratum de que el Tribunal Constitucional dictamine en Derecho y de que se asuma, sin hipocresías de “denominaciones equivalentes no ofensivas”, el derecho que, a mi entender, nos debe asistir a todos a unirnos en matrimonio civil (insisto) con la persona a la que amamos.

 

Alternativas a la autorización judicial para la disposición de bienes inmuebles de los menores.

Los padres titulares de la patria potestad, o siendo aun más políticamente correctos, los progenitores A y B titulares de la misma, precisan la previa autorización del Juez del domicilio para enajenar o gravar bienes inmuebles de sus hijos menores de edad, ex artículo 166 del Código civil, que exige causas justificadas de utilidad o necesidad y audiencia del Ministerio Fiscal.

Todos convendremos que la protección del interés de los hijos menores exige cautelas especiales y una prudencia extremada cuando se trata de la realización de actos que pueden implicar la disminución del patrimonio del menor o comprometerlo seriamente, y que las cortapisas establecidas por la ley cumplen su verdadera función tuitiva si efectivamente nos encontramos ante actos que, en potencia, pueden ser dolosa o negligentemente dañinos para el menor representado. Por fortuna, no siempre es así y, es más, en la mayoría de las ocasiones, los padres persiguen todo lo contrario, pero la posibilidad de que así no fuera motiva la existencia de esta normativa, que hace de la salvaguarda del menor y de la protección del interés superior de éste su santo y seña. No obstante, esta prudencia supone poner en marcha, en todo caso, nuestra pesadísima maquinaria judicial, lenta y costosa para los sufridos interesados y en definitiva para todos nosotros (A la espera de la Ley de Jurisdicción Voluntaria, prevista en la L.E.C. de 7 de enero de 2.000, siguen vigentes los artículos 2.011 a 2.030 de la vieja L.E.C. de 1.881).

El propio artículo 166, en su párrafo tercero, prevé una alternativa a la necesidad de autorización judicial: el consentimiento, en documento público, del menor que ya hubiera cumplido los dieciséis años. Sin embargo, a mi juicio, la regulación del Código civil se queda corta y, en ocasiones, la espera a la preceptiva resolución judicial puede resultar angustiosa para todos los afectados, incluidos los operadores jurídicos implicados en el asunto.

Sin ánimo de que este post suponga un contrapunto al vagabundeo por la floresta autonómica, iniciado a finales del año pasado por la editora de este blog Elisa de la Nuez Sánchez-Cascado, sí quisiera poner de manifiesto las ventajas de la regulación catalana, frente a la común, en este asunto concreto.

El artículo 236-27.1.a) del Código civil catalán (contenido en el Libro II, que ha entrado en vigor el pasado uno de enero y que difiere poco de la regulación original del Código de Familia del 98) exige también la autorización judicial para la enajenación o gravamen de los bienes inmuebles de los menores, pero además:

– El art. 236-27.2 dispone expresamente, zanjándose polémicas, que no es precisa si los bienes fueron donados al menor o adquiridos por éste por título sucesorio, y el donante o el causante la han excluido expresamente.

– En el art. 236-30 se prevén como autorizaciones alternativas, que, en todo caso, habrán de constar en escritura pública, el consentimiento del hijo mayor de dieciséis años o de los dos parientes más próximos del hijo, uno por cada línea, paterna y materna, con preferencia, dentro del mismo grado, del de mayor edad. En este precepto, frente al documento público en general, se opta por la escritura pública, confiriéndose valor añadido, por tanto, a la intervención notarial, por el genérico control de legalidad y por los especiales deberes de asesoramiento y prestación de asistencia especial a los más necesitados de ella. Destaca aquí la segunda de las posibilidades, la autorización de los parientes, específica del Derecho catalán, a la que se recurre con frecuencia y que en la práctica, a mi entender, viene a conjugar de manera razonable y eficaz, la protección de los intereses del menor y la celeridad del tráfico, cuestión esta última nada baladí en el presente escenario de crisis económica en el que nos desenvolvemos.

Poderes y superpoderes

Es relativamente frecuente que una persona, ya en el otoño de su vida, quiera delegar en otras, generalmente su cónyuge o hijos, lo relativo a la administración de su patrimonio, para lo cual otorgará un apoderamiento en escritura pública notarial. El contenido del poder puede ser muy variado: quizá se limite a cuestiones de mera administración diaria o quizá permita al apoderado administrar y disponer prácticamente sin trabas en nombre del concedente, en lo que constituye un poder general. Pero aún es posible una mayor intensidad en la delegación de facultades, puesto que cabe establecer en el documento que el apoderado pueda utilizar el apoderamiento concedido incluso en el caso que exista autocontrato o contraposición de intereses entre él y el poderdante en el negocio concreto que se quiere celebrar; por ejemplo, que uno de los dos sea el vendedor y el otro el comprador.

 

Corresponde al otorgante decidir – y al notario explicar y aconsejar con carácter previo- qué nivel de intensidad en la delegación es el que más le interesa. Como si se tratara de una tarifa de teléfono móvil, puede optar por un nivel básico (solamente para administrar), por otro, que en tono jocoso -que no se diga que los juristas somos aburridos- podríamos denominar nivel premium (apoderamiento total, menos de aquello que no es delegable, como otorgar testamento), o, en la cúspide, por el premium gold (que el apoderado pueda hacer lo que quiera, incluso aunque sea juez y parte en el negocio); y desde luego cabe elegir un poder a la carta, que incluya las facultades de administrar y/o disponer que el otorgante desee conceder, y no otras.

 

En todo caso, cualquiera de estos poderes se extingue, aparte por supuesto de por la muerte del poderdante, por caer éste en un estado de incapacidad mental que le impida declarar su voluntad de revocarlos. Podría decirse que los poderes existen solamente en la medida en que existe la voluntad consciente de su creador -que tiene la facultad de anularlos en cualquier momento- y “dejan de ser” cuando esa consciencia desaparece, por fallecimiento o insania de aquél (esto a mi entender plantea interesantes paralelismos con la propia condición humana en relación con su posible Creador, que no son del caso traer aquí a colación por no ser yo filósofo ni esto un blog dedicado a tales menesteres). Son, por tanto y en definitiva, poderes mortales.

 

Sin embargo, hace unos años ya que el artículo 1732 del Código Civil permite al otorgante del poder ordenar su subsistencia aún en el caso de que caiga en incapacidad mental, es decir, que aunque deje de existir voluntad consciente en el concedente el apoderamiento siga vigente. E incluso contempla otra modalidad: que el apoderado pueda actuar únicamente en el supuesto de que el poderdante carezca de voluntad, y no mientras conserve sus plenas facultades. Son, qué duda cabe, superpoderes, y como cualquier otro superpoder tienen una gran utilidad pero deben ser manejados con precaución. Es un dato conocido que la inmensa mayoría de las personas que deberían estar sujetas a un régimen legal de tutela, por carecer de la capacidad mental suficiente, no lo están ni lo estarán nunca. Por ello, la posibilidad de delegar en personas de confianza –hijos, cónyuge, hermanos- para el caso de incapacidad se ofrece como un instrumento extremadamente valioso: cuando mayor es la indefensión del poderdante, hay una persona con los instrumentos jurídicos suficientes para cuidar de ella y velar por sus intereses; pero, por la misma razón, será imprescindible reflexionar adecuadamente a quién se concede esta delegación, puesto que el poderdante no podrá controlar su ejercicio. Así, si se trata de hijos, una buena fórmula es apoderar a todos ellos para que actúen conjuntamente, o al menos dos o tres a la vez.

 

Si el poderdante erró en la elección, sólo a sí mismo podrá culparse. O, como dice un antiguo aforismo germánico, “busca tu confianza donde la dejaste”.