La supresión del delito de sedición y el plato de lentejas
Precisar cuál es el fundamento de la sanción penal nunca ha sido tarea fácil. Pero lo cierto es que ya nos instalemos en las teorías clásicas todavía dominantes de la prevención general y especial, basadas en la disuasión, o transitemos a las más modernas teorías comunicativas del castigo, la supresión del delito de sedición que propone el Gobierno y su sustitución por otro distinto de desórdenes públicos agravados es una pésima idea.
Queremos o no admitirlo, la ley penal, en el fondo, no crea en función de un hipotético pacto previo, sino que declara. Y reconoce y declara porque, al fin y al cabo, el acto que pretende castigar es mala in se, no mala prohibita. Es decir, se castiga porque es malo, no es malo porque se castigue (otra cosa es la salvaguardia de los principios de legalidad y tipicidad por evidentes razones de seguridad jurídica). Por lo menos son mala in se aquellos actos que amenazan los valores fundamentales de la sociedad y que, en mi opinión, son los únicos que deben merecer una sanción penal privativa de libertad.
Pues bien, no se me ocurren actos que amenacen más los valores fundamentales de la sociedad que los que pretenden subvertir el orden jurídico democrático que garantiza la libertad de todos los ciudadanos por la vía de derogar ilegalmente su piedra angular -la Constitución y el Estatuto de Autonomía- en una parte del territorio. El que para ello se utilicen desordenes públicos, o no se utilicen porque no sean necesarios para conseguir el objetivo pretendido, puede agravar o atenuar el delito, pero no nos puede hacer perder de vista cuál es el principal bien jurídico protegido.
Hoy sabemos que las democracias mueren de forma diferente a las que se utilizaron tradicionalmente durante los dos pasados siglos (desde el pronunciamiento a la rebelión, pasando por el golpe de Estado). Hoy las democracias se matan desde dentro, no desde fuera. Se accede al poder, y una vez en él, al amparo institucional y bajo una cierta apariencia de legalidad, se desactivan o desvirtúan los contrapesos o frenos a la simple voluntad de poder para, sin necesidad de ir “de la ley a la ley”, crear una nueva estructura legal iliberal y consumar así lo que tradicionalmente se lograba con el clásico golpe. Todo mucho más limpio y eficiente, sin necesidad de derramar sangre, y pudiendo desplazarse el fin de semana a esquiar o a la playa.
Ante esta amenaza in se nuestro Código Penal estaba muy mal equipado, como nos explicaba Germán Teruel hace solo unos días en este blog (aquí). Seguía pensando en el asesinato externo, no interno, y definía los tipos de rebelión y sedición con arreglo a esos parámetros, en los que la violencia y el tumulto son elementos fundamentales. El Tribunal Supremo en su famosa sentencia del procés pudo encajar la conducta secesionista en el tipo de sedición, seguramente porque los independentistas, todavía anclados sentimentalmente en el siglo XIX, pensaron erróneamente que las movilizaciones tumultuarias podían ser útiles a la causa. Bien, hoy ya saben que no. Ni necesarias ni convenientes.
Aquí es donde se aprecia la absoluta inutilidad de la reforma tanto desde un punto de vista disuasorio como comunicativo. La principal amenaza que ha recibido el orden constitucional español en las últimas décadas se pretende contestar, no definiendo mejor el delito con la finalidad de proteger in se el bien jurídico a proteger, sino eliminando radicalmente la poca disuasión que existía, frustrando la comunicación del verdadero reproche en juego. Se suprime el imperfecto delito de sedición por otro que concentra toda su artillería en el aspecto imperfecto del sistema: el requisito de los desórdenes públicos, y además con una pena reducida. Pensar que con la vigente configuración del delito de desobediencia se puede suplir la enorme laguna que esta reforma nos deja es una auténtica broma.
Los protagonistas del procés han anunciado que lo volverán a hacer. Ya intuían cómo les podía salir gratis, pero esta reforma se lo deja meridianamente claro.
La cuestión más relevante en este momento es conocer por qué el Estado español ha decido desarmarse de esta manera. Pero cualesquiera que sean las explicaciones, las malevolentes y las benevolentes, que dejamos para otro momento, en comparación con lo que se pierde no pueden valer más que el famoso plato de lentejas (Génesis 25:29-34).
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.