Nombramientos en la Fiscalía y política criminal del Gobierno

Ha despertado cierto interés un asunto que afecta al funcionamiento del Ministerio Fiscal.   La Fiscal General acaba de reiterar su propuesta dirigida al Gobierno para dirigir la Fiscalía de Menores de la Fiscalía General, en el fiscal Eduardo Esteban.  El Tribunal Supremo, estimando los recursos de otro candidato, el preterido José Miguel de la Rosa y de su asociación profesional, anuló la primera propuesta de la Fiscal General por un defecto en la motivación de la misma.  Consideró el Tribunal Supremo que de los curriculos de los solicitantes y a “la vista del iter profesional y bagaje formativo de ambos candidatos la relación de don Eduardo Esteban Rincón con la materia de menores ha sido esporádica y mínima, mientras que don José Miguel de la Rosa Cortina ha hecho de esa materia el centro de su vida profesional”.   Eduardo Esteban, que es un reconocido fiscal, pertenece a la asociación de Dolores Delgado, la UPF, como la mayoría de los más importantes nombramientos profesionales que ha hecho la FGE en estos últimos dos años.

Ahora, la Fiscal General ha propuesto al Gobierno, nuevamente, el mismo candidato, y lo ha hecho a través de una extensa motivación, que resulta, a mi modo de ver, equivocada desde los principios.  Me explico. Por lo que ella dice y por cómo actúa, la Fiscal General del Estado se adscribe a una concepción “gubernamental” del Ministerio Fiscal que creo que no responde a lo que dice la Constitución ni tampoco el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (que es la ley rectora del funcionamiento de la institución), y sobre la base de esa concepción que ella tiene de las funciones de la Fiscalía (ciertamente extendida en ámbitos políticos: por ejemplo, he escuchado su defensa al exministro de Justicia Juan Carlos Campo, y también hay defensores en la doctrina científica), la FGE considera que tiene unos facultades y atribuciones diferentes de las que en realidad puede ejercer, en mi opinión.

Ocho meses después de tomar posesión como Fiscal General, tras haber sido Ministra de Justicia, Dolores Delgado declaró en una entrevista al Eldiario.es:

“Existen diferentes y variados sistemas de elección de fiscal general del Estado. Hay países, como Francia, donde el ministro de Justicia es quien desarrolla la labor de Fiscal General del Estado. ¿Por qué? Porque hay una cosa que se llama política criminal. La política criminal la determina el Ejecutivo. El Ejecutivo responde a lo que ha querido la soberanía popular a través de unas elecciones. El pueblo soberano ha elegido una conformación de Ejecutivo y le dice que desarrolle unas políticas: la económica, social, sanitaria, educativa, judicial…. Entre ellas está la política criminal. Quien tiene que desarrollar la política criminal es el Ejecutivo. Y designa para ello al fiscal general del Estado.”  Y añadía: “Casi siempre el fiscal general del Estado tiene una vinculación con el Ejecutivo porque es quien desarrolla, repito, la política criminal”.

Comparte, por tanto, Dolores Delgado, la idea de que ella, como Fiscal General, es algo así como una comisionada gubernamental para desarrollar la política  criminal –sea eso lo que sea- que el Gobierno le vaya indicando.  Desde esa concepción, (que recuerda sorprendentemente a la que del Ministerio Fiscal tenía el Estatuto de 1926, de Primo de Rivera: “el Fiscal es el órgano de representación del Gobierno con el Poder Judicial”), se considera lógico que el FGE pueda seleccionar a los fiscales que considere que mejor comparten las líneas de política criminal que le llegan del Gobierno, igual, por ejemplo, que hace el Ministro de Justicia con su equipo.  Y desde esa concepción se indigna la Fiscal General cuando los jueces le piden cuentas sobre nombramientos arbitrarios.  Ella cree que no son arbitrarios, porque considera que tiene autonomía para desarrollar una política criminal que le encarga el Gobierno, aunque quizá debería explicar cuándo y de qué modo se le encarga esa tarea por el ejecutivo.  Esa misión que cree la Fiscal General que tiene, le confiere tranquilidad para conformar “su equipo”, al tiempo que no se siente en la necesidad de reclamar para el Fiscal previsto en la Constitución la autonomía presupuestaria o la potestad reglamentaria, que resultan acordes con un Ministerio Fiscal sin vínculos con el poder ejecutivo, es decir, despolitizado, imparcial también en términos políticos.

Y es que esa concepción del Ministerio Fiscal a la que se adscribe la Fiscal General del Estado, no aparece en la ley ni en la Constitución, de manera que la misión de desarrollar la “política criminal del Gobierno” no figura en ningún texto regulador de la institución.  Ni siquiera el reciente Reglamento del Ministerio Fiscal, que procede de los trabajos realizados cuando Dolores Delgado era Ministra de Justicia, comparte esa concepción de la Fiscalía como albacea gubernamental.

Así, el artículo 2.1 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal dice claramente:

«El Ministerio Fiscal es un órgano de relevancia constitucional con personalidad jurídica propia, integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial, y ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad.»

Es decir, el Ministerio Fiscal tiene autonomía funcional, si, pero la tiene en el Poder Judicial, en el que está integrado, no en el Poder Ejecutivo.  Además, el Ministerio Fiscal tiene como funciones actuar, “en todo caso, conforme a los principios de legalidad e imparcialidad”.  Aquí no se habla para nada de la política criminal del Gobierno, que, me parece a mí, que si hay un sitio donde no debe ejercerse es en los Tribunales a través de la Fiscalía.  El Fiscal constitucional es un órgano integrado en el Poder Judicial, no en el Gobierno. Y al margen de que el Fiscal General dirija la institución (art. 13 EOMF), no hay mención alguna en todo el Estatuto del Ministerio Fiscal a la “política criminal”, ni siquiera en las atribuciones conferidas al Fiscal General, fuera de las derivadas de su carácter de custor legis, de custodio de la ley, como gustaba de decir aquel fiscal inolvidable que fue D. Cándido Conde-Pumpido Ferreiro.

No encontrará el lector ninguna referencia reguladora del Ministerio Fiscal en la Constitución fuera del Título del Poder Judicial;  y si en alguna ocasión, el Gobierno “interesara” (no puede “ordenar” como sería lógico si la Fiscalía fuera un órgano ejecutor de la “política criminal” del ejecutivo), de la Fiscal General que actuara “en defensa del interés público” (y no por otras razones), el art. 8 del EOMF señala que el Fiscal General no podría satisfacer dicha solicitud sino oyendo previamente a la Junta de Fiscales de Sala, y en todo caso, podría rehusar la indicación.  ¿Cómo explicar entonces que el Fiscal General está para ejecutar la “política criminal del Gobierno”, si puede negarse a ejecutarla?  No se puede, pero a la FGE le facilita mucho la vida hacer creer que sí.

Esa concepción “gubernamental” del Ministerio Fiscal, como una suerte de longa manu del Ejecutivo en los Tribunales con una misión específica, le permite a la Fiscal General actuar como lo hace en materia de nombramientos con todo el sentido y coherencia: ¿Cómo se atreve un fiscal o una asociación profesional a cuestionar la configuración de su equipo para llevar a cabo su “modelo”, su “política criminal”?  ¿Cómo pueden los Tribunales negarle el derecho a elegir a quien ella decide para poder llevar a cabo su “misión” de llevar a cabo la política criminal del Gobierno? ¿Quién puede forzarla a ella a nombrar para un puesto a un fiscal que ella cree que no comparte su concepción  de, por ejemplo, la perspectiva de género, aunque acredite muchos más méritos que otros candidatos? Y si ella cree que alguien no comparte la política criminal para cuya ejecución es elegida, ¿Quién tiene autoridad para discutírselo? Uno diría que, si ese es el criterio para los vetos de la Fiscal General, sería conveniente que nos preguntaran uno a uno a todos qué pensamos sobre cada uno de los diferentes aspectos de la “política criminal del Gobierno”, con independencia de nuestra obligación vocacional de reclamar la aplicación de todas las leyes que emanan del Parlamento.

Pero es que, ironías aparte, la concepción de Dolores Delgado de lo que cree que es su misión como Fiscal General, además de no ser acorde con la Constitución ni con la Ley, y ser contraria a los mandatos que llegan de Europa sobre el Estado de Derecho, es una tragedia para la institución.  Se volatilizan con ella las expectativas profesionales de los fiscales, abandonadas al gusto ideológico del Fiscal General; se lamina el mérito y la capacidad, porque le es sencillo, hasta natural, ignorarlos; se difumina la aplicación del principio rector de la institución, que es la imparcialidad; se fomenta la adscripción político partidista de los fiscales y eso es un mal de muy largo recorrido; se ancla el desarrollo del Ministerio Fiscal a una concepción totalitaria del mismo; se desorienta a los fiscales más jóvenes que hoy, más que nunca antes, lo son por no haber podido elegir ser jueces; y, sobre todo, se confunde a los ciudadanos que desconfían de que pueda ser atribuida la investigación de los delitos a una institución que tiene entre sus misiones aplicar la política criminal del Gobierno.

En honor a la verdad, esta idea de que el Fiscal está vinculado al Gobierno por razón de que éste hace el nombramiento del Fiscal General está demasiado extendida en el mundo político, y lo está porque hay mucha gente, en muchos casos beneficiaria de la utilización operativa del Ministerio Fiscal en su favor, que lo lleva repitiendo como un mantra desde hace décadas, sin que desde dentro de la institución y de las fuerzas políticas se de la réplica.   Hasta al presidente del Gobierno se le escapó en una ocasión un comentario lastimoso sobre la Fiscalía. Pero al punto al que hemos llegado ahora, creo que no hay precedentes. La Fiscal General hace sufrir a terceros desde el puesto de mando de una de las instituciones claves del Estado (y de la Justicia, no del Gobierno), las consecuencias de una visión equivocada de los fines de la institución.  Y le quedan casi dos años.

 

Asignaturas pendientes: reproducción de la Tribuna en EM de Elisa de la Nuez

 

ASIGNATURAS PENDIENTES

Ya mediado el mes de agosto se acerca el final de las vacaciones y el comienzo del curso político. Y, como les suele suceder a los malos estudiantes y a los profesionales poco responsables, todos los problemas que dejamos aparcados unas semanas nos esperan a la vuelta. Quizás la diferencia es que nuestra clase política hace tiempo que ha renunciado a enfrentarse con ellos; simplemente se trata de aparentar que se va a hacer algo mientras todo sigue exactamente igual. Si, como esperamos, la crisis del coronavirus se va solucionando podremos comprobar hasta qué punto nos encontramos en el punto de partida. Ya se trate de la crisis territorial catalana, de la educación, de la falta de productividad de nuestra economía, del deterioro institucional y del Estado de Derecho, de las pensiones, de la precariedad en el empleo, de la brecha generacional, de la politización y falta de profesionalidad de las Administraciones públicas, o de cualquier otro  que el lector quiera elegir, nuestros problemas estructurales siguen sin tocarse. Lo cierto es que,  una vez pasado el corto impulso reformista que agitó a los nuevos partidos políticos hace no tantos años todo ha vuelto a su cauce. Pero claro, el tiempo no pasa en balde, y la situación va empeorando. Nos adentramos en la tercera década del siglo XXI con unas rémoras muy importantes, algunos de cuyos efectos son ya perfectamente visibles  ya se trate de la incapacidad de nuestras Administraciones Públicas para gestionar el ingreso mínimo vital, de la insostenibilidad de las pensiones o de los contratos precarios de los jóvenes.

Y sin embargo el sistema político sigue funcionando como siempre; los partidos tradicionales siguen rotando con el apoyo de los partidos nacionalistas (ya abiertamente independentistas) y se mantienen en el poder a base de concesiones ya sea lingüísticas, simbólicas o competenciales  cada vez más cuestionables, dado que en realidad queda ya poco que ceder: la reciente polémica sobre la “cesión” del MIR a Cataluña es un buen ejemplo. Los apoyos nunca se condicionan a estas grandes reformas pendientes, sino que responden al cortoplacismo electoralista y, en el caso concreto de los nacionalistas, a la lógica de la construcción de un Estado propio, aunque sea dentro de otro al que se expulsa, se extorsiona o se denigra siempre que se puede. La extrema polarización de nuestra vida pública lo permite, así como la escasa o nula rendición de cuentas por lo que se dice o por lo que se hace puesto que no existe riesgo de que la ciudadanía castigue electoralmente al partido con el que se identifica, dado que los demás son, sencillamente, “invotables”. De esta manera, la coherencia y el rigor -esenciales si se quieren resolver problemas reales- son las primera víctimas; lo que se considera injustificable en el enemigo político resulta perfectamente asumible o defendible cuando lo hacen nuestros Esto obliga a unos volatines ideológicos y verbales asombrosos  pero lo el artista siempre aterriza de pie, entre los aplausos de un público fiel.

La creciente alineación partidista de los medios de comunicación también merece especial mención en la medida en que son esenciales para la construcción de un espacio público de calidad y de una opinión pública informada y exigente. Nuestros medios son cada vez menos neutrales y menos plurales, lo que es un problema nada desdeñable. Los espectadores, lectores u oyentes de unos medios tan polarizados no pueden hacerse una idea razonable de los problemas reales en la medida en que se ocultan o se magnifican, según las conveniencias partidistas, y no suelen analizarse con una mínima solvencia, salvo honradas excepciones. El déficit democrático que esto supone es difícil de exagerar, en la medida en que me parece vital para la existencia de una ciudadanía responsable, activa y exigente, capaz de reclamar de sus responsables políticos algo más que declaraciones, discursos o tuits más o menos ingeniosos. Sin ella, la tendencia natural del ser humano a reconocer sus errores y rehuir sus responsabilidades se retroalimenta hasta extremos realmente sorprendentes, como hemos visto durante la pandemia con la actuación tanto de los líderes políticos nacionales como regionales y con su incapacidad para tratar a los ciudadanos como mayores de edad, quizás precisamente para que no pudieran identificar los errores cometidos y, por tanto, exigir responsabilidades.  Como es sabido, lo más que suelen asumir nuestros políticos son “errores de comunicación”, nunca errores a secas. De esta forma, resulta imposible tanto enmendarlos como evitar cometer otros parecidos, como también han demostrado las sucesivas olas de la pandemia.

En definitiva, es cada vez menos frecuente ver, escuchar o leer en los grandes medios de comunicación análisis o debates sosegados e informados sobre nuestros problemas estructurales. La sociedad civil, de forma muy meritoria, intenta cubrir estas lagunas pero es obvio que carece de los recursos y la capacidad de llegar a amplias capas de la población. Y sin embargo estos debates sobre las soluciones para cuestiones políticas complejas entre expertos de perfiles diferentes en base a datos o a argumentos racionales serían más necesarios que nunca, máxime si se tiene en cuenta que los diagnósticos suelen estar hechos al menos por los expertos –no en vano llevamos muchos años conviviendo con los mismos problemas- y que lo que falta es poner, de una vez, manos a la obra teniendo en cuenta las posibilidades políticas realmente existentes y las resistencias que pueden encontrarse. Pero  por el contrario, lo que nos venden los medios es la emoción y, sobre todo, la indignación que es lo que más nos atrae, como bien demuestran los “trending topic” en las redes sociales. En estas cámaras de eco que nuestros medios nos ofrecen se puede vivir muy cómodamente dado que nadie cuestiona nuestras ideas, nuestras preferencias y nuestros prejuicios, y, lo que es mejor, nos proporcionan una falsa sensación de superioridad intelectual y moral. Pero, lamentablemente, nos aíslan de nuestros conciudadanos y, sobre todo, nos alejan de la realidad. En el caso de los profesionales de la información es sencillamente suicida.

Y es que la solución de los grandes problemas comunes exige, inevitablemente, dos cosas esenciales: acertar con el diagnóstico -lo que requiere analizar correctamente la realidad- y buscar soluciones que, además de estar basadas en evidencias y no en ocurrencias, no sean “de partido”, en la medida en que se necesitan acuerdos transversales y estables para afrontarlos. Esto último, a su vez, requiere tratar a los ciudadanos como mayores de edad, explicando bien la situación y los posibles conflictos entre los beneficiarios del “statu quo” y los intereses del resto. Ya hablemos de las pensiones o de la educación o del mercado de trabajo o de la brecha generacional sencillamente no es viable ni que el diagnóstico ni que las soluciones puedan venir sólo de una parte de la sociedad o/y de una parte de sus representantes políticos, ignorando o despreciando lo que pueden aportar los demás. Y no es viable porque son problemas muy enquistados y muy complejos, que requieren de mucho conocimiento técnico pero sobre todo de consensos muy amplios no sólo para evitar que el adversario los utilice como arma política sino también porque requieren estabilidad en el tiempo para poder dar sus frutos. El ejemplo de las leyes partidarias de educación, que se modifican con cada cambio de partido en el Gobierno no puede ser más demoledor, puesto que en España tenemos un problema importante en este terreno, ampliamente diagnosticado y evaluado. Así, sencillamente, no hay manera de avanzar.

Lo peor de todo, quizás, es que parece que a nuestra clase política no es ya que esta tarea les venga grande sino que parece que no le preocupa o no le interesa demasiado. Incluso que cuando se empiezan a abordar reformas ya inevitables (como las de las Administraciones Públicas a la vista de la jubilación masiva de funcionarios en los próximos años) los ministros responsables son sustituidos por razones de política partidista, sin ninguna consideración no ya por ellos sino por las tareas que estaban desarrollando. La impresión que produce este continuo tejer y destejer es de una enorme frivolidad e inconsistencia y de una ausencia total de visión de futuro que tiende a suplirse con grandilocuentes discursos y declaraciones enfáticas ya que las soluciones reales no llegan. Estos mismos reproches de falta de seriedad y de rigor pueden hacerse a los partidos de la oposición, empezando por el PP. Se trata de una actitud cómoda, infantil y también irresponsable porque los que tienen la capacidad real de transformar la realidad para mejorar la vida de sus conciudadanos parecen haber renunciado a este cometido esencial que va asociado siempre al ejercicio del poder democrático y que, en último término, lo justifica.

Conviene ser conscientes de que si no reconocemos y abordamos de una vez estos problemas estructurales que están condicionando nuestra capacidad como sociedad para enfrentarnos a los enormes retos que nos esperan estamos condenados a una decadencia cierta. Lo más preocupante es que la sociedad española, muy por delante de su clase política, no sea capaz de exigir de una vez que se aborden las asignaturas pendientes.