¿La reforma constitucional de los mercados?

Pido de entrada perdón por el titulo del post, más propio de nuestros medios de comunicación o incluso del movimiento 15M que de un jurista con muchos años de ejercicio, pero no lo he podido evitar. La última sorpresa (por ahora) de este mes de agosto consiste nada más y nada menos que en reformar la Constitución española en 20 días, previo acuerdo de los partidos mayoritarios en los pasillos (es un decir, me imagino que también utilizarán despachos) con opacidad total y sin dar explicaciones a nadie, con algunas reuniones “secretas” de por medio.  Todo un prodigio de transparencia y confianza en las instituciones y en la ciudadanía. Que no les den explicaciones a los diputados, que al fin y al cabo responden a la voz de mando de sus jefes de filas (pese a las últimas noticias sobre “malestar” en las filas socialistas, ya me gustaría a mí ver quien rompe la disciplina de voto a dos minutos de ser incluido o no en las listas electorales) todavía se puede entender, pero que no nos las den a los ciudadanos es realmente muy preocupante. Me hace pensar que si los ciudadanos no confiamos en nuestra clase política, mucho menos confía ella en nosotros. Con bastante menos fundamento, a mi juicio.

Hace unos días publicamos un post con un video del Sr. Fuentes Quintana dirigiéndose por TVE en plena crisis económica de finales de los años70 a los ciudadanos españoles, a los que hablaba como a ciudadanos adultos, responsables y muy capaces de comprender lo que se les estaba diciendo, explicándoles los sacrificios que iba a haber que hacer para salir entre todos de la crisis. Produce nostalgia y una cierta envidia sana ver ahora el video. No se si aquella crisis fue mayor o menor de la que ahora sufrimos, pero la talla de los políticos que dirigían el país era muy distinta. Había de entrada algo tan insólito hoy en día como  políticos dispuestos a dirigirse a los conciudadanos para pedirles su confianza y su apoyo en momentos difíciles, y también sacrificios por el bien de todos, con una honestidad y un rigor que hoy es sencillamente inimaginable. Creo que este último acto de esta apresurada reforma constitucional dictada por carta (suponemos), por los mercados, el BCE o la Sra. Merkel, a cambio de la compra pública de deuda española, marca el punto álgido –esperemos- del declive de nuestras instituciones, y en particular de nuestra clase política. Sinceramente, no creo que se pueda tener un final más penoso para la obra comenzada hace algunas legislaturas con tanta ilusión por la sociedad española, aunque sea imprescindible o inevitable. Entre otras cosas porque España, desgraciadamente, no tiene más proyecto que el europeo. No hay un proyecto de convivencia nacional propio y sin Europa no somos nada.

En ese sentido, vaya por delante que no es mi propósito ni mucho menos discutir las bondades de la regla fiscal ni siquiera de su introducción en la Constitución si con eso conseguimos seguir en el proyecto europeo. En cuanto a la regla fiscal en si misma por lo que he leído hasta ahora, parece una regla de sentido común: algo así como un principio de buena administración, no gastar excesivamente en épocas de bonanza y tener cierto margen para épocas de recesión, cosas que muchas empresas y muchas amas/amos de casa aplican de forma natural sin tenerla que poner en los estatutos de su sociedad o en el felpudo de su casa. En cualquier caso, nuestros admirados amigos de Nada es Gratis llevan varios días publicando unos interesantísimos posts sobre el tema cuya lectura es muy recomendable para formarse un criterio, lo que resulta bastante más difícil leyendo los periódicos y no digo ya oyendo a los políticos o siguiéndoles en las redes sociales.

Pero sobre lo que creo que podemos y debemos opinar como ciudadanos es sobre la conveniencia y la legitimidad de introducir a toda pastilla un cambio constitucional de esta forma, y lo que esto supone de desprecio y de falta de confianza en la sociedad española. Nuestros políticos no se dignan no ya a convocar un referéndum, que obviamente dadas las fechas de las elecciones generales y las prisas ya no hay tiempo de celebrar (por no hablar de las posibilidades de perderlo) sino ni siquiera dar explicaciones a los ciudadanos ni a sus representantes en el Parlamento, por aquello de que sirvan para algo y al menos se ganen el sueldo de vez en cuando como dice la Sra. Rosa Diez.  Explicaciones sobre por qué hay que hacer esta reforma constitucional ahora precisamente y con estas prisas, que ponen en entredicho la legitimidad de todo el proceso y de paso la tan cacareada dificultad de las reformas constitucionales, sobre su contenido, sus consecuencias, en fin, estas explicaciones que se consideran o se consideraban inevitables y necesarias  en las democracias en épocas de crisis. Explicaciones tanto más urgentes cuando hasta hace media hora el partido en el Gobierno sostenía que una regla de este tipo no solo era innecesaria, sino lo que es peor, ineficiente y hasta ridícula.

No solo eso, incluso partiendo de que la situación de la deuda española y la falta de confianza que inspiran nuestros gobernantes dentro y fuera de nuestras fronteras haga imprescindible colocar en el frontispicio de la Carta Magna una declaración de intenciones en el sentido de que a partir de ahora vamos a ser menos derrochadores y más serios, se me ocurre que hay otras muchas reformas constitucionales que pueden ser igual de urgentes y bastante más efectivas. Más que nada, por intentar conseguir la efectividad de la propia regla fiscal, que si no puede tener el mismo futuro que aquella declaración tan simpática de la Constituciónde 1812 sobre que “los españoles deberán ser justos y benéficos”. Porque parece que introducir la regla fiscal en la Constitución no garantiza sin más su cumplimiento, puesto que no hay sanción jurídica alguna capaz de imponerlo, más allá de que no se deje emitir deuda a los incumplidores, y ya sabemos como funcionan en nuestro país estas cosas con varias CCAA en “rebeldía fiscal”, otras en quiebra y otras responsabilizando como siempre a Madrid de sus problemas o solicitando el mismo trato privilegiado que las Comunidades de Derecho foral. Eso sin contar con que, a la misma velocidad con que se ha introducido esta regla fiscal, y con la misma alegría, se puede sacar de la Constitución si los partidos mayoritarios se ponen de acuerdo. Por ejemplo,  porque así no se puede gobernar (se pierden las elecciones)  o porque los nacionalistas que tradicionalmente condicionan los gobiernos sin mayoría absoluta exigen su supresión por aquello de atentar a su sacrosanta soberanía, ya lo ha dicho Mas Collel, si lo dice el Parlament vale, si lo dice la Constitución española no.

Lo que sí podría tener una cierta efectividad, y dar mayor confianza, por lo menos a los ciudadanos (no se si a los acreedores y al Banco Central Europeo que probablemente no conocen suficiente los asuntos domésticos como para exigirlo, pobres) son las reformas constitucionales estructurales tendentes a introducir mecanismos que permitan hacer que la regla fiscal tenga alguna posibilidad de cumplirse, más allá de la buena voluntad y la capacidad de nuestros gobernantes de turno para respetarla. Me refiero, en particular, a la maltrecha estructura territorial del Estado, en particular a la autonómica, pero también a la local y a la restauración del sistema original de “checks and balances”, hoy tan maltrecho que permite que los partidos políticos fagociten todas las instituciones y el país en la práctica sea ingobernable (si, aquí “país” equivale a España). Qué buen momento para plantearse cosas, como suprimir las diputaciones provinciales de las que hablábamos hace un par de días, para hacer la reforma municipal de una vez por todas, para repensar la estructura autonómica y el reparto de competencias, dado que es económicamente inviable y responsable de una gran parte de las disfunciones que padecemos. Y podemos seguir hablando de la independencia del Poder Judicial, del Tribunal Constitucional, del Ministerio Fiscal, de la desaparición del nefasto Consejo General del Poder Judicial, de la organización interna de los partidos políticos, del funcionamiento de los sindicatos, de los funcionarios…. tantas y tantas cosas que a estas alturas sería conveniente debatir y muy probablemente reformar. Probablemente algunos de estos temas ni siquiera exigen una reforma constitucional. Y la regla fiscal tampoco, pero parece que es preciso llevarla a la Constitución para infundir confianza a los mercados y a los acreedores. ¿Por qué no aprovechar entonces para recuperar un poco la confianza de los ciudadanos y abrir de una vez un debate con altura de miras y con generosidad sobre estos temas? De verdad pienso que la sociedad española está preparada.

¿Ciencia ficción? Puede ser, pero prefiero ser optimista. Aprovechemos la oportunidad y aunque sea con la excusa de que el proyecto europeo lo exige, abordemos de una vez estas cuestiones. Ya hemos visto que se puede hacer. A lo mejor merece la pena escribir una carta de los ciudadanos españoles al Banco Central Europeo para que la próxima vez que haya que comprar deuda española tengan claro lo que tienen que pedirle a los responsables políticos.

La insufrible sed de (falsa) justicia

Tratemos de ser justos. Y lo primero de todo para ello será que actuemos guiados por la razón. Porque no hay justicia si no es bajo la perspectiva de la racionalidad, y si me apuran, de la frialdad que la razón comporta, que es requisito imprescindible para que la razón pueda estar alejada de la mente calenturienta y de los sentimientos del corazón que tan nefastas consecuencias suelen deparar en el ámbito de la justicia cuando se actúa guiados exclusivamente por ellos.  No cabe otra, pues si así no fuere, lo que habrá en todo caso será venganza, linchamiento moral o físico y condena sin derecho a la defensa legítima, es decir, pura y dura injusticia. Es uno de los pilares del Derecho, que no puede ser tal en cuanto a legitimidad de origen si no está fundamentado, entre otros,  en la presunción de inocencia de cualquier ser humano por el simple hecho de serlo. Así que denostemos a los justicieros y condenémosles sin juicio previo al ostracismo marginal que sociológicamente se merecen en una sociedad democrática, pero también, exijamos que estos presuntos desalmados sean juzgados por jueces independientes que, actuando con la razón y la justicia, pongan de una vez de manifiesto que la honorabilidad de las personas acusadas merece el máximo respeto,  sobre todo, por parte del Poder encargado de garantizar el cumplimiento de las leyes y de los principios en los que estas se fundamentan.

Está muy extendida hoy en España la opinión de que nuestros políticos son, en general,  aparte de unos mediocres oportunistas, unos auténticos delincuentes en potencia. Es una opinión muy peligrosa para el funcionamiento del sistema de convivencia que libremente nos hemos dado. Y lo es por dos razones fundamentales: de un lado, porque siendo esa la opinión dominante, las personas honradas y con aptitudes para representarnos en las instituciones se abstienen de hacerlo ante el fundado temor de ser tildados no ya de oportunistas, sino de auténticos corruptos en potencia. El riesgo que supone para una persona honrada ser judicialmente calificada como imputada ante la denuncia presentada por cualquier grupo o sujeto indignado, no compensa en absoluto con que la misma dedique su tiempo a la actividad política. De otro lado, porque es de tal intensidad la desprotección social y legal en la que se halla el responsable público, que ante la disyuntiva de verse vilipendiado, atacado, insultado y condenado sin juicio previo y de manera pública  por algunos medios de comunicación, es lógico que se decida por dejar los asuntos públicos en manos de auténticos valientes o de oportunistas del tres al cuarto a los que les resulta indiferente el cuestionamiento de su propia honorabilidad. Se establece de esta forma un círculo vicioso que lleva directamente no al desprestigio de los que acusan bajo el simple presupuesto de la sospecha, sino al desprestigio de la Política y de los políticos en su conjunto. Es un mecanismo infalible: cuando el acusador conecta –y es realmente fácil hacerlo- con el ánimo justiciero de la masa a la que previamente se le ha alimentado de manera conveniente,  lo de menos será la búsqueda de la verdad, pues lo que se impondrá  será la acusación sin pruebas, la presuposición de la actuación deshonesta, el rumor malintencionado, la desconfianza y la mala fe, y todo ello con la consecuencia consiguiente  del deterioro de la convivencia.

Por supuesto que algunos políticos contribuyen de manera fehaciente al desprestigio de la Política, y que la falta contundente de reacción frente a los mismos por parte de los partidos en los que estos se encuadran,  así como la ausencia de respuestas judiciales que se eternizan en el tiempo a la hora de establecer la verdad, es causa de desasosiego y desmoralización para la mayoría de políticos y ciudadanos que actúan seriamente como tales. Pero la exigencia redoblada de comportamientos éticos a los políticos,  no puede servir a su vez de pretexto para consentir que los mismos puedan ser objeto de acusaciones generalizadas sin fundamento alguno que pongan en cuestión de manera permanente el debido respeto a la presunción de inocencia y a la honorabilidad de las personas. Cuando esto último es lo que prevalece socialmente, nuestra innata sed de justicia no se verá en absoluto colmada, pues lo que se extenderá, irremediablemente, será el reino de la más insufrible injusticia.

 

Legitimidad para aplicar los recortes necesarios

En abril del año 1977 España vivía también momentos convulsos. La segunda crisis energética había generado una situación económica crítica en nuestro país. El IPC crecía a tasas de doble dígito, rozando el 44% y el desempleo aumentaba sin parar hasta alcanzar la entonces cifra récord de 900.000 personas, la enorme mayoría de los cuales no cobraba subsidio de desempleo. Adolfo Suárez, en su recién constituido gobierno, había nombrado ministro de Economía a Enrique Fuentes Quintana. A los pocos días de su nombramiento, Fuentes Quintana pronunció un discurso de 16 minutos ante las cámaras de TVE. Es posible que muchos de los lectores de este blog ya hayan visto alguna vez el video de su intervención, pero volverlo a ver, nunca defrauda. Las gafas de pasta negra, la entonación que recuerda los documentales del “nodo”, y la puesta en escena que nos retrotrae a épocas que nos parecen muy lejanas, no desmerecen un discurso que atrajo la atención de millones de personas ante el televisor, personas que escucharon, y muchas entendieron, por qué España atravesaba una situación crítica, y por qué había que actuar sobre ella.

Si traigo a colación este discurso, no es tanto por recordar las recetas económicas aplicadas, que se fraguaron en los Pactos de la Moncloa firmados pocos meses después, sino por reflexionar un poco sobre las diferentes formas de afrontar una crisis, desde el poder político.

Probablemente la situación económica del 77 nada tiene que ver con la que ahora afronta España en el 2011, y que brillantemente se describió hace pocos días en este post. No puedo afirmar que el ministro Fuentes Quintana diera aquél día en su intervención televisada una lección de economía, pero lo que sí puede afirmarse es que dio toda una lección de lo que se requiere en política para poder afrontar situaciones complejas: legitimidad. Fuentes Quintana explica en su intervención cuál era la situación, reconoce la realidad y solicita el apoyo de todos para salir adelante, y, lo que es quizás más importante garantiza a los ciudadanos que explicará con transparencia la verdad de la situación. El discurso llama al sentido común, al esfuerzo, al sacrificio, pero sobre todo destaca la conexión honesta desde la política con la sociedad. En un momento del discurso Fuentes Quintana pronuncia esta frase: “que la información del Gobierno sea la misma que la que recibe el ciudadano. Para que cada uno forme su juicio personal y defina libremente su actitud y conducta. Ustedes comprenden estos problemas sin necesidad de que yo venga aquí a decírselo porque la economía es cuestión de experiencia y sentido común y ustedes poseen ambas cosas en abundancia”, que puede servir de muestra del tono de su discurso.

Es algo deprimente contrastar esta actitud con la que ha presidido la política española en los últimos años, y la que continúa en nuestros días. Políticos que niegan lo evidente, y que procuran solo decir aquello que a la gente le gusta oír. Políticos que nunca se enfrentan a los ciudadanos para contar la verdad y con ello explicar las decisiones que tendrán que tomar. Políticos que prometen lo que no podrán cumplir, políticos que se empeñan en tratar a los ciudadanos, no estoy seguro si como niños o como ignorantes. Yo tengo la convicción de que la época de estos políticos ya ha pasado.

Parece que todos nos vamos resignando a asumir que se avecinan importantes recortes en los servicios básicos de educación, sanidad y políticas sociales que se han construido en las dos últimas décadas. Las promesas de que la crisis se superará sin recortes en estos servicios suenan ya poco creíbles. Pero si algo debería aprender la clase política es que para tomar determinadas decisiones, y que los ciudadanos puedan asumirlas y entenderlas, aunque sea con resignación, hay que hacer acopio de algo que hoy escasea en la clase política: legitimidad.

Como explicamos en este post publicado tras las elecciones autonómicas del 22 de Mayo, antes de abordar los recortes en los servicios esenciales, es necesario eliminar los gastos prescindibles. Y no nos referimos únicamente a reducir los gastos corrientes, sino a suprimir los muchos organismos, entidades y florituras creadas en el fervor de la bonanza, especialmente autonómica. Para la gente resulta difícil asimilar que se cierren consultorios de salud, mientras se mantienen abiertas embajadas autonómicas en el extranjero, se siguen inyectando subvenciones en los canales autonómicos, o se mantienen abiertos aeropuertos ruinosos (Girona, Lleida, Castellón, Ciudad Real,…) sumideros de recursos y bonito epitafio de una época de despilfarro y despropósito en el gasto público.

La legitimidad se consigue primero adoptando las medidas que afectan a los servicios perfectamente prescindibles, y después explicando con rigor y sinceridad las que afectan a los servicios esenciales.

Un caso particularmente interesante de la situación que se vive cuando los recortes no se abordan desde la legitimidad puede encontrarse en lo que está sucediendo en la educación en la Comunidad de Madrid en estas semanas. Por hacer corta la explicación para aquellos que no estén siguiendo el tema, la Comunidad ha adoptado una medida, que básicamente consiste en incrementar las horas que imparten los profesores de las 18 actuales a 20, con lo que se conseguirán importantes ahorros, al reducir el número de profesores interinos que se contratarán para el curso escolar 2011-2012. El debate iniciado promete un inicio de curso conflictivo, pero visto con tranquilidad (desde luego si no eres uno de los profesores interinos afectados), y sin entrar en el siempre difícil debate del impacto en la calidad de la enseñanza, parece una medida muy razonable, teniendo en cuenta que lo que recoge la ley como límite legal para las horas que imparte un profesor son 21, y que debe afrontarse un período en el que simplemente no hay dinero para financiar los servicios en la forma como se venía haciendo y debe optarse, bien por subir los impuestos, o bien por recortar los gastos, y con ellos los servicios.

Lo difícil es adoptar esta medida, que afecta a un servicio básico, sin la necesaria transparencia, sin una explicación honesta y clara a los ciudadanos, y sin antes haber hecho los necesarios deberes que incluyen la supresión de los muchos gastos prescindibles que se mantienen en la Comunidad de Madrid. Gastos que van mucho más allá de la reducción de altos cargos y gastos corrientes, gastos como son los de la Televisión autonómica, el Consejo Económico y Social, la Agencia de Protección de Datos, el Consejo Consultivo, el defensor del menor, el Tribunal de defensa de la competencia, etc., ….

Quizás cuando veamos a un gobierno autonómico echar el cierre a una televisión autonómica, a un aeropuerto que casi no tiene pasajeros, o a un Consejo consultivo lleno de amigos, y veamos a sus políticos dirigirse a sus ciudadanos en un lenguaje de personas adultas, contando la verdad de la situación y las acciones que deben tomarse, podremos empezar a valorar de una forma distinta las medidas que se tomen que afecten a los servicios. Legitimidad es la palabra que los políticos deberían buscar en el diccionario antes de adoptar medidas que aunque todos podemos intuir que habrá que tomar, al menos querríamos que se nos expliquen como ciudadanos adultos.

Una democracia tuneada

Una de las razones de la profunda crisis que vivimos en estos tiempos, no tanto en su vertiente económica como en la social, política y moral, es la perversión del sistema democrático que los españoles nos dimos mediante la Constitución de 1978. En aquellos tiempos, mediante un consenso general de todas las fuerzas políticas, se alcanzó un acuerdo sobre un modelo de estado democrático, plasmado en la Constitución, que venía a culminar una transición de la dictadura a la democracia considerada, en muchos aspectos, en nuestro país y fuera de él, como un ejemplo a seguir. Pero el ejemplo no nos ha durado mucho. Ese automóvil nuevo, reluciente, impecable de líneas, con todos sus accesorios, y presto para ponerse en marcha que quedó diseñado en nuestra Carta Magna se ha convertido con el paso de los años, y por obra de una serie de gobernantes con pocos escrúpulos, en un coche tuneado, pintado de forma estrafalaria, con unas llantas llamativas que no corresponden a su categoría, y provisto de todos los aditamentos que lo convierten en un auténtico engendro sobre ruedas. Y no digamos nada sobre sus conductores….

En primer lugar se ha tuneado el Estado central. La Constitución, con mayor o menor acierto, diseñó un modelo de Estado descentralizado mediante la creación de una serie de Comunidades Autónomas, con un Estado central que mantenía determinadas competencias residuales, y al que correspondía la labor de control y coordinación de esa descentralización. Pero ese modelo no ha sido respetado. La descentralización ha sido caótica y casi compulsiva. La coordinación ha brillado por su ausencia. Los controles establecidos por la propia Constitución no han funcionado o han sido arteramente desactivados. Y el resultado ha sido un Estado central manifiestamente deficiente, casi en proceso de derribo, y en el que, además, se propician los abusos de poder. Teóricamente, según el diseño constitucional, el poder ejecutivo debería estar controlado por el poder legislativo y por el poder judicial. En la práctica, es el ejecutivo quien controla al legislativo, al que maneja como quiere, y no digamos al judicial. Y el Tribunal Constitucional, configurado en la Carta Magna como garante final del sistema, ha sido objeto de tal asalto político que, tras haber conseguido meritoriamente tirar por la borda cualquier atisbo de credibilidad jurídica, está dando pasos agigantados hacia su liquidación. En definitiva, el tuneado del Estado central ha dejado el coche irreconocible, sólo apto para su uso por unos cuantos advenedizos de la política que con él se manejan a sus anchas, pero que nos lo van a dejar a todos hecho unos zorros.

Qué decir del tuneado de las Comunidades Autónomas. La Constitución diseño un idílico modelo, a dos velocidades, que ha quedado sobrepasado por todos lados por una alocada carrera para construir 17 mini-Estados, dejando el coche constitucional prácticamente sin pegatinas. Y ahora esos 17 mini-Estados están sobredimensionados, en la ruina más absoluta, y piden desesperadamente a lo que queda del Estado central, que hasta ahora se lo ha venido tolerando en mayor o menor medida, que les permita seguir endeudándose hasta el infinito para mantener una absurda estructura en la que algunos cuentan hasta con Embajadas en el extranjero.

El tuneado ha llegado también a los Ayuntamientos, aunque quizás sean éstos los coches más modestos de toda esta alocada carrera en que se ha convertido nuestra democracia, ya que su incesante incremento de competencias y de burocracia en los últimos años no ha ido acompañado un modelo de financiación adecuado, por lo que han quedado como los hermanos pobres de la competición, y por supuesto también en la ruina.

Y nos queda Europa, que ahora parece darse cuenta de que todo lo anteriormente descrito es económicamente insostenible para España. Pero ella mantiene un Parlamento con tres sedes diferentes, una burocracia creciente y una estructura mastodóntica que también tenemos que pagar, entre otros, los españoles.

En definitiva, los gobernantes de los últimos 30 años nos han tuneado nuestra flamante democracia. En el año 1978 diseñamos un coche último modelo y ahora tenemos el utilitario de un rapero de película americana de serie B. Y eso no era lo que todos queríamos. Para este resultado seguramente no habríamos construido un sistema tan complejo, resultado en su día de tanta generosidad y tantas renuncias, tan sobredimensionado y tan enormemente caro. Nuestra actual democracia es una democracia impecable en el aspecto formal: la gente vota cada cuatro años a sus representantes por sufragio universal y poco más. Pero en el aspecto material y de contenido deja mucho que desear. Han fallado estrepitosamente los controles, los “checks and balances” que tan bien definen los tratadistas constitucionales anglosajones. Y el resultado es que uno, que deposita su voto de forma impecablemente democrática esperando elegir a unos gobernantes que desempeñen su tarea controlados por el Parlamento, por el Tribunal de Cuentas, por los Tribunales de Justicia, por las Fuerzas de Seguridad y por los medios de comunicación, acaba eligiendo involuntariamente un dictadorzuelo que, durante cuatro años, va a controlar el Parlamento, el Tribunal de Cuentas, los Tribunales de Justicia, la Fiscalía, la Agencia Tributaria, las Fuerzas de Seguridad y hasta los medios de comunicación, utilizando todo ello en función de sus intereses políticos y contra sus adversarios, si se tercia.

La verdad es que para estar al cabo de 30 años viajando en un coche tuneado no hacían falta tantas alforjas. Rogamos a quien corresponda que lo lleve al desguace y nos devuelva el utilitario original.

 

 

No disparen contra el juez

(Transcripción del artículo que he publicado en el diario “El Mundo” el día 28 de julio de 2011).

 

El auto de procesamiento dictado contra tres destacados policías por el caso Faisán ha dado lugar en algunos foros a respuestas muy preocupantes, que implican cierto desconocimiento del correcto funcionamiento de un Estado de Derecho. Se critica duramente al juez Ruz por la incongruencia que supone imputar a los acusados un delito de colaboración con banda armada cuando resulta evidente que el chivatazo lo que pretendía era favorecer una negociación para la disolución de esa banda. ¿Cómo se puede hablar de colaboración con una organización -se dice- cuando lo que se busca es combatir sus fines de la manera más eficaz posible? La coda, como suele ser habitual, la constituye el argumento ad hominem: lo que busca el juez es notoriedad y satisfacer su ambición personal a costa de la Justicia.

Resulta muy duro ver a tres funcionarios, que han sacrificado muchos años de su vida al servicio de nuestra seguridad, en el banquillo de los acusados. Pero la cuestión es quién es el responsable de ello. ¿El juez? Me temo que no. Cuando se afirma como algo evidente que el chivatazo se produjo en el marco de una negociación política con la banda, ¿en qué se basan exactamente para alegar tal cosa? ¿En las declaraciones de los policías? ¿En las de su jefe, el entonces ministro Rubalcaba? Creo que todos estamos de acuerdo en que esos policías y ese ex ministro niegan esa supuesta evidencia con la misma firmeza con la que Camps niega que le hayan regalado trajes. Es muy comprensible no querer asumir riesgos innecesarios de cara a las próximas elecciones y, especialmente, de cara a dirigir el PSOE, pero de esa circunstancia no es responsable el juez. Tampoco de que, mientras Rubalcaba se resista a asumir su responsabilidad política, esos abnegados policías tengan muy mermadas sus posibilidades de defensa.

Mientras tal cosa no ocurra, todas esas alegaciones sobre el componente ideológico del tipo penal, que exigiría una supuesta intención de participar en los fines de la banda, o sobre la jurisprudencia que considera un fraude constitucional corregir la política interior del Gobierno mediante una acción penal, tendrán que esperar un momento mejor, quizá el del juicio oral y siempre que esos argumentos sean expresamente alegados. Entre tanto, no resulta de recibo criticar al juez por negarse a participar en un juego con dos barajas: invocar por un lado la negociación con la banda para exculpar a los funcionarios y negar a la vez esa negociación para exculpar al ex ministro y no comprometer sus opciones políticas.

Realmente, este caso es muy revelador de cómo funciona hoy la política en España. Con nulo respeto a los mecanismos del Estado de Derecho, la tendencia natural siempre es tirar por la calle de en medio, poniendo por encima del respeto a las formas y a la legalidad, no los intereses generales, sino los particulares de sus protagonistas o de sus partidos. Para luego, cuando algo sale mal, negarse a asumir sus responsabilidades políticas, con la esperanza de que éstas se liquiden a un nivel inferior, el de los funcionarios, ya sean, como en este caso, los policías procesados o, incluso, el juez al que tan torticeras intenciones se le imputan.

No nos dejemos engañar tan fácilmente por tanto voluntario dispuesto a hacer blanco fácil con Ruz, que está actuando como un juez y no como un político, y centrémonos en exigir responsabilidades a los políticos y, en este caso concreto, a la cúpula del Ministerio del Interior. Si sus intenciones eran tan dignas y tan loables, no debería haber ningún inconveniente en proclamarlas y asumirlas. Si, por el contrario, vistas ahora en retrospectiva, ya no lo parecen tanto, resulta lamentable que los funcionarios vayan a asumir una vez más las culpas de sus superiores, por muy brillantes que sean sus hojas de servicio. Pero, en cualquier caso, por favor, no deberían presumir que los ciudadanos somos tontos.

 

Bildu: la vía al poder por la insumisión a la ley

Ya nos explicó Rodrigo Tena los extraños vericuetos por los que nuestros gobernantes han conseguido que Bildu esté en las instituciones, y que han supuesto de paso una exitosa y gratuita campaña electoral a su favor. A muchos ha sorprendido este éxito, que en Guipúzcoa ha sido arrollador. Pero gran parte de él tiene que ver con el peculiar, o, para ser más precisos, patológico funcionamiento del estado de Derecho, en esa porción de España donde el Nacionalismo vasco ha imperado largos años.

Recientemente han sido noticia algunos síntomas de esa patología, y que sólo una pequeña muestra de todo lo que vamos a ver en los años venideros. Con motivo de la retirada del retrato del Rey del salón de plenos del Ayuntamiento donostiarra alguien nos ha recordado el olvidado Real Decreto que establecía esa presencia simbólica como obligatoria. Pero lo cierto es que hace muchos, muchos lustros que esa norma jurídica ha sido incumplida por casi todos los ayuntamientos sin que haya ocurrido nada.

O el caso conocido de las banderas. El art. 3.1 de la ley 39/81, indica que “la bandera de España deberá ondear en el exterior y ocupar el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimiento de la Administración central, institucional, autonómica, provincial o insular y municipal del Estado”. Sin embargo, esta ley es incumplida con la misma impunidad por la inmensa mayoría de los ayuntamientos vascos, y no sólo donde gobiernan los nacionalistas.

Hace pocos días conocíamos que el Delegado del Gobierno, actuando a petición de un particular, exigía a uno de los pocos alcaldes socialistas que han quedado en Guipúzcoa, el de Irún, que se izase la bandera en el ayuntamiento. Para conseguir que hiciera lo mismo el anterior Alcalde de San Sebastián, Odón Elorza, fue preciso hace unos meses nada menos que una sentencia judicial. Al parecer muchos socialistas han interiorizado lo suficiente esa idea, repetida por los nacionalistas hasta la sociedad, de que la exhibición de tales banderas, es decir, el cumplimiento de la legalidad, resulta una provocación que hiere sensibilidades de tendencias turbulentas, y de lo que por tanto conviene prescindir.

Pero como digo, la cosa viene de largo, de los allí turbulentos días de la transición. Pocos recuerdan aún que en las primeras elecciones democráticas de 1977 las fuerzas políticas no nacionalistas ganaron en la región por amplia ventaja, y que el nacionalismo sólo era una minoría, por importante que fuera. Eso es algo difícil de digerir por cualquier nacionalista. Para ellos un resultado electoral adverso, que refleje que una porción mayoritaria de la población no comparte su distorsionada visión de la realidad, de la historia, y de los valores que han de imperar en la sociedad, sólo puede interpretarse como un evidente error de esa porción de la sociedad, a la que habrá que reeducar debidamente. Muy claro lo explicó Sabino Arana.

El nacionalismo vasco, en sus diversas variantes, se puso manos a la obra. Era preciso eliminar la presencia de cualquier símbolo compartido con los demás españoles, singularmente la bandera, de cualquier signo exterior que pudiera mantener el cultivo sentimental de esa común pertenencia. Es evidente que para ello lo que establecía la ley sobraba. El PNV ni siquiera votó en contra en su día a la Ley 39/81. Se limitó a incumplirla.

Es cierto que se hicieron puntuales esfuerzos por restablecer la legalidad. Pero se encontraron con la fuerte y violenta reacción de las diversas fuerzas de choque del nacionalismo, encuadradas en una versión actualizada de las camisas pardas. El tradicional privilegio de los territorios forales durante el Antiguo Régimen para no cumplir ciertos decretos de la Corona bajo la fórmula formalmente respetuosa, “se acata, pero no se cumple”, revivió en una forma un tanto más radical. “Eso aquí, ni se acata ni se cumple”.

No deja de ser cierto que a que se perdiera ese decisivo pulso a favor de la legalidad contribuyó de forma importante un cierto sector de la izquierda no nacionalista, que en su confusión no exenta de consideraciones sentimentales seguía identificando esos símbolos comunes del Estado como vestigios del pasado régimen, a pesar de haber sido acogidos y “purificados” por los pactos de la Transición, y por el texto constitucional. Toda la simbología y el sentimiento antes generalizado de pertenencia a España tuvieron que esconderse en las catacumbas de lo muy privado y hacerse casi clandestinos.

Ese pulso no sólo se refirió a esos elementos simbólicos. Iba más allá. Se trataba de poner de manifiesto que la legalidad, de cualquier clase, sólo se admitiría si no contradecía ciertos principios, reglas y símbolos considerados como sagrados por el nacionalismo, y ello al margen de cualquier fuente de legitimación legal. Una violencia generalizada, muchas veces difusa y puntualmente expresa, consiguió así suplantar a los textos legales en la definición de lo que se podía y no podía hacer en la sociedad vasca. Y los regímenes totalitarios europeos del siglo XX ya nos enseñaron lo eficaz que esos métodos del terror pueden ser para controlar y dirigir la sociedad, especialmente cuando se cuenta con la activa colaboración de un sector militante de la sociedad debidamente alimentado de mitos y de sentimiento victimista, y se procede a señalar a los disidentes como traidores.

Y así hemos llegado, con diversos avatares, a la situación actual. Con la extensión del poder nacionalista, con su insuficientemente resistida toma de trincheras en todos los ámbitos de la sociedad, y con el sistema de sanciones y recompensas que han establecido, lo extraño no es tanto las mayorías que especialmente en su versión radical se han obtenido en Guipúzcoa. Sino que siga aún habiendo partidos no nacionalistas y gente que les vote en un medio tan hostil.

No faltan ingenuos irredentos que creen que ese mundo radical en algún momento se va a arrepentir de su sangriento y violento pasado, paso necesario a cualquier proceso de normalización verdadero. Yo me temo que se equivocan. Bien saben que sin ese pasado, sin ese efecto conseguido de la subversión de la legalidad y la imposición de sus propias reglas, en el que tantas generaciones han crecido, no habrían llegado hasta donde han llegado.

También es posible creer hoy, sin necesidad de sumergirse para ello en esa misma ingenuidad, que ETA no volverá a matar. De hecho, sería bastante estúpido que, con vista a sus objetivos, lo hiciera. Porque verdaderamente, ya no lo necesita.

 

Fernando Rodríguez Prieto en 321eTV

En la entrevista de esta semana con editores y colaboradores del blog en la televisión por Internet 321eTV, nuestro coeditor Fernando Rodríguez Prieto analiza la insumisión de los políticos a la ley en relación con varios asuntos de actualidad . Si desea ver la entrevista puede hacerlo aquí.

El mandatario infiel o la falta de rendición de cuentas. Reflexiones sobre lo que tenemos derecho a exigir a nuestros gobernantes

La frustración y la irritación que nos produce de manera creciente nuestra clase política, que en cada encuesta del CIS  desciende de forma imparable en la valoración de los ciudadanos  (de forma solo comparable a la calidad de nuestro sistema educativo)  creo que tiene una fácil explicación: es la misma frustración e irritación que nos produciría un mandatario o un gestor fiduciario de nuestros bienes más preciados  que nos demuestra una y otra vez no solo que es un inútil y un incompetente, sino que nos puede mentir o engañar sin asumir responsabilidad alguna por los desaguisados que produce en nuestras propiedades, con la tranquilidad de saber que todos los demás mandatarios disponibles son más o menos parecidos. En definitiva, sabe que  tampoco tenemos un recambio mejor y en estas cosas ya se sabe, más vale lo malo conocido o el mandatario que lo es de la familia de toda la vida.

Como es lógico, la preocupación crece y alcanza niveles insostenibles cuando arrecia la crisis y se constata que los mandatarios no solo no tienen intención alguna de compartir las penalidades de los dueños sino que ni siquiera parecen comprenderlas. Lo que ocurre  es que estos mandatarios han perdido la costumbre de responder frente a los legítimos propietarios de los bienes que administran, y en cambio responden ante otros mandatarios que son los que les nombran pero cuyos intereses no coinciden con los de los propietarios.

 Hasta aquí el cuento del mandatario infiel, no quiero irritar a los lectores insultando su inteligencia, como si fuera un candidato a las elecciones generales. En definitiva, los políticos y los cargos públicos son gestores de intereses ajenos. Y como en toda relación fiduciaria, la rendición de cuentas es esencial. Y lo que pasa es que la  rendición de cuentas o “accountability” -por usar un término anglosajón muy expresivo- no se está produciendo en España. Todos los mecanismos legales e institucionales previstos para asegurarla, empezando por la propia responsabilidad de los mandatarios (implícita en el cargo de quien sirve a otro) se han ido desmontando de una forma u otra en los últimos años. Los procedimientos y mecanismos de control se han ido pervirtiendo o se han ido encogiendo mientras que los mandatarios han dilapidado alegremente el patrimonio cuya gestión tenían encomendada.

Así, hemos sustituido Cuerpos de Interventores estatales, con una probada trayectoria de independencia profesional  por cuerpos autonómicos de funcionarios mucho más dependientes de las decisiones políticas de los órganos a los que supuestamente controlan, y eso en el mejor de los casos, porque no siempre existen estos funcionarios especializados.  Hemos sustituido el Tribunal de cuentas estatal (del que también se podría hablar largo y tendido, y si no que le pregunten a su ex Presidente Pascual Sala, sí, el mismo señor de la sentencia de Bildu) por tribunales o contadurías de cuentas regionales a granel, a los que concedemos simplemente por virtud de su denominación una independencia y una profesionalidad que están lejos de tener. La prueba son los hechos que estamos viviendo en los traspasos de poderes de las CCAA. Si estos órganos funcionasen con seriedad no estaríamos presenciando esperpentos como los de Castilla-la Mancha, que en menos de dos meses elevan en 1.000 millones su deuda “por presiones políticas”.  Pues que Dios nos pille confesados en las próximas elecciones generales, pues ya podemos imaginarnos como va a crecer la deuda “por presiones políticas”. 

Esto por lo que se refiere a los controles que podríamos llamar “formales” o “procedimentales”, que deberían permitir, por lo menos, saber, cual es la deuda de una Comunidad Autónoma con sus proveedores, triquiñuelas varias aparte. ¿Y que decir de los controles de oportunidad o de puro sentido común? Pues que simplemente ni existen ni se les espera. Por eso se pueden abrir líneas de AVE para enlazar ciudades castellano-manchegas (Toledo-Cuenca) que tienen la suerte de tener un paisano concienciado y con mando en plaza (D. José Bono) aunque hasta un niño de 6º primaria (si, de los que suspenden la prueba de nivel de la Comunidadde Madrid) podría resolver el problema de ¿puede ser rentable un AVE que cuesta un dineral si solo hay 9 viajeros al día?   Por cierto, se supone por cierto que ADIF o/y RENFE hacen planes de negocio y esas cosas ¿o no?

Desgraciadamente, nuestros mandatarios infieles  no responden de nada y al final solo queda,  muy lejos en el tiempo, la posibilidad de exigir una responsabilidad penal si delinquen de forma muy contundente y continuada, y a veces, ni por esas. Además aunque resulten condenados no suelen indemnizar a los dueños por las tropelías cometidas. Las vías ordinarias  para exigir responsabilidad (responsabilidad patrimonial, de gestión, contable, por alcance, etc, etc) aunque existen sobre el papel no se exigen en la práctica.  Como concluye mi coeditor Ignacio Gomá en su reciente post, la responsabilidad por los daños y perjuicios causados por una nefasta gestión simplemente no existe. De la responsabilidad política, para qué hablar… ¿Se acuerdan ustedes de cuando un Ministro dimitía porque su Director General robaba? Qué tiempos aquellos.

A mi juicio, esta falta total de rendición de cuentas y de responsabilidad es la causa del deterioro galopante de nuestras Haciendas, gestionadas por estos mandatarios infieles: ya se trate de corrupción pura y dura (en el urbanismo, los contratos públicos hinchados o  a dedo, las subvenciones fraudulentas, la creación de chiringuitos de todo tipo para la colocación de amigos y familiares a costa del erario público) o de los  casos de ineficiencia, ineptitud, despilfarro y desastre en la gestión.  

Por último, y para que no se me acuse de autocomplacencia con los dueños, es decir, con los ciudadanos, nosotros también  tenemos mucho que reprocharnos. Mientras nos ha gustado lo que nos contaban nuestros mandatarios no hemos exigido rendición de cuentas alguna, haciendo dejación de nuestro legítimo derecho de exigir transparencia y responsabilidad.  Y si hemos vuelto a elegir mandatarios con  un historial de corrupción notable, también hemos vuelto a votar a mandatarios con un historial de despilfarro y de desastre en la gestión, gente que ha llevado a la suspensión de pagos literalmente (y si no que se lo pregunten a sus proveedores) a sus ayuntamientos, empresas o chiringuitos públicos y hasta CCAA enteras. Mientras ha durado la fiesta nadie ha echado un vistazo a las cuentas.

Bueno, y ahora que estamos aquí ¿tiene esto arreglo? Por ser optimista, creo que la única solución que tenemos es presionar a nuestros mandatarios y exigirles que nos traten como lo que somos, como a los dueños cuyos intereses gestionan Para eso tenemos que exigir rendición de cuentas y transparencia, pese a que no exista un derecho como tal reconocido enla Constitucióno o en una Ley de Transparencia. Soy de los que piensan que, siendo sin duda muy deseable un texto legal sobre este derecho  -entre otras cosas para evitar controversias jurídicas, establecer los procedimientos para exigirla, imponer sanciones y exigir responsabilidades en caso de incumplimiento, e incluso para servir de palanca para un cambio cultural en el funcionamiento de las AAPP- no tenemos que esperar a que nuestros mandatarios nos la concedan graciosamente. Esto funciona al revés. Podemos exigir desde ya que nos informen sobre que hacen con el dinero público, que es nuestro porque es el dinero de los contribuyentes.

Creo que este deber de los mandatarios y derecho paralelo de los dueños es fundamento esencial no solo de cualquier relación fiduciaria (veánse los arts. 1718 y ss. del CC dedicados al mandato) sino que es un requisito básico del funcionamiento de un Estado social y democrático de Derecho como el que se supone que nos dimos al aprobar la Constitución.  Por eso toda la información que se refiere a la gestión pública tiene que ser pública, salvo que colisione con un interés jurídico u otro derecho cuya protección se estime de rango superior, y aún así creo que la interpretación de estas excepciones debe de ser muy estricta. Por lo demás, es así como se está haciendo en las legislaciones de los países, que ya son muchos, que tienen Leyes de Transparencia. Para los que quieran profundizar en el tema, aquí tienen unos cuantos link a estas legislaciones, empezando por el del Gobierno de Chile, por aquello de la proximidad cultural; la del Reino Unido, por qué no aspirar a algo así; un compendio muy interesante sobre otras legislaciones ; sobre la Unión Europea y sobre por último, en relación con posibles limitaciones derivadas sobre todo del derecho a la protección de datos de carácter personal, un artículo de Jose Luis Piñar sobre  colisión con otros derechos.

Además, uno de nuestros colaboradores, Isaac Ibañez, ha publicado un estudio sobre el tema del acceso a la información y los documentos de la Unión Europeade muy recomendable lectura y acceso gratuito (aquí).

Pero si han llegado hasta el final de este larguísimo post, por favor, no se queden ahí,  sean ciudadanos proactivos. Ya hay asociacionismo pro transparencia, aquí, aquí y aquí

Así nuestros mandatarios comprenderán, de una vez por todas, que sirven a unos dueños: nosotros.

La Reykiavik-Castilleja de Guzmán Connection.

El otro día leí en el periódico que el ex primer ministro conservador de Islandia Geir H. Haarde,  ha sido acusado ante un tribunal especial de Reykiavik denegligencia grave” por no haber escuchado las advertencias que recibió sobre una inminente crisis de los principales bancos y no haber impedido el hundimiento del sistema bancario islandés en 2008, cuando tuvo que ser rescatado con dinero público a través de una masiva y casi completa nacionalización, y por no haber mantenido informados a sus propios ministros sobre el peso de los bancos en el conjunto de la economía islandesa, violando en definitiva la ley –que al parecer existe- sobre responsabilidad de los ministros. Todo ello le puede suponer una pena de multa y dos años en prisión.

Para uno que se dedica al Derecho privado, como yo, el tema de la responsabilidad está siempre presente: por ejemplo, es habitual advertir a los que constituyen una sociedad de capital que, aunque ciertamente los socios podrán disfrutar del privilegio de la limitación de su responsabilidad hasta el importe de lo aportado, los administradores de la misma, como gestores de patrimonios ajenos, sí pueden responder, con su propio patrimonio, “frente a la sociedad, frente a los socios y frente a los acreedores sociales, del daño que causen por actos u omisiones contrarios a la ley o a los estatutos o por los realizados incumpliendo los deberes inherentes al desempeño del cargo”, con carácter solidario, en su caso, y sin que resulten exonerados por la circunstancia de que el acto o acuerdo lesivo haya sido adoptado, autorizado o ratificado por la junta general (art. 236 LSC). Pero es que además, conforme al artículo 172.3 de ley Concursal, los administradores o liquidadores, y quienes hayan tenido esta condición dentro de los dos años anteriores a la fecha de la declaración de concurso, si este es declarado culpable y se abre la fase de liquidación, podrán ser condenados a pagar a los acreedores concursales, total o parcialmente, el importe que de sus créditos no perciban en la liquidación de la masa activa. Es más, la demora de los administradores de la sociedad en la solicitud de la disolución o el concurso de la sociedad, cuando procedan, puede dar lugar a la responsabilidad personal y solidaria de las deudas sociales posteriores al acaecimiento de la causa legal de disolución (art. 367 LSC).

Por eso me pregunto por qué esa responsabilidad que se exige a los que en la vida mercantil se ocupan de intereses de otro no es exigida igualmente a quienes, como los políticos y autoridades públicas que, por definición, manejan a gran escala los intereses de todos. ¿No sería justo que los políticos que han negado la crisis o no han tomado las medidas necesarias para evitar la bancarrota respondan con sus propios bienes del daño causado? ¿O los alcaldes que han dejado un pufo inasumible por los nuevos gobernantes? No, no me refiero a posibles responsabilidades penales por haber destruido información, por cohecho o cualquier otro delito. Me refiero al principio de responsabilidad patrimonial por el daño causado que recoge el artículo 1902 del Código civil.

Aunque no es mi especialidad, ya sé que conforme a la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, los particulares tendrán derecho a ser indemnizados por las Administraciones Públicas de toda lesión que sufran, salvo fuerza mayor, si aquélla es consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos y si el daño es efectivo y evaluable económicamente e individualizado con relación a una persona o grupo de personas (art. 139). Pero esta regla no parece estar pensando en el supuesto que planteo y, de hecho, conforme al artículo 145, los particulares deben exigir directamente a la Administración pública correspondiente las indemnizaciones y luego esta ha de intentar recuperar la cantidad de la autoridad o funcionario correspondiente. Es decir, trata al perjudicado como un tercero y no como un socio que ha resultado dañado por el administrador de su sociedad. En definitiva, el perjudicado, en primera instancia, se paga a sí mismo porque paga el Estado y luego éste tiene que intentar recuperar. Pero en el caso planteado, los perjudicados lo somos todos y no vamos a pagar todos por los errores de nuestros administradores, confiando en que luego se recupere el dinero.

Se me ocurre que hubiera sido justo que en ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno, se hubiera incluido una regla similar a la que se establece en el artículo 36 de la constitución chilena: “los Ministros serán responsables individualmente de los actos que firmaren y solidariamente de los que suscribieren o acordaren con los otros Ministros”. Es verdad  que se corre el riesgo que este tipo de demandas puedan esta motivadas políticamente y que puedan empujar a una “política defensiva” en la que cada decisión este demorada por los informes y autorizaciones necesarias para evitar la responsabilidad de los que las adopten (véase  “Should ministers be indictable for bad decisions?” en el blog http://politicalreform.ie/). Pero ¿no es esto lo que les ocurre a los médicos, administradores de sociedades, notarios o, en definitiva, a cualquier persona en la vida civil?.

Y, aviso a navegantes, en la justicia empiezan a verse ya algunos atisbos de esta idea: mediante auto de 13 de julio de 2010, que me proporciona mi amigo el abogado Molina, el Tribunal Superior de Justicia de Andalucía estableció que el alcalde de Castilleja de Guzmán (Sevilla) tendría que pagar las deudas que tenía contraídas el Ayuntamiento con una empresa en 30 días. Si no, el alcalde y el secretario del municipio estarían obligados a responder con multas coercitivas sobre sus propios bienes personales. Y hay algún caso parecido con el alcalde de Bollullos del Condado. Es cierto que no es que respondan personalmente de la deuda, sino que son multados por no atender a la resolución judicial, pero ya es algo.