Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization: el triunfo del originalismo (Parte I)

El pasado 24 de junio el Tribunal Supremo de Estados Unidos dictó Sentencia en el caso Dobbs v. Jackson Women’s Health Organization, revocando explícitamente las Sentencias anteriores del Tribunal Roe v. Wade (1973) y Planned Parenthood v. Casey (1992) y poniendo fin a un periodo de casi medio siglo en el que el aborto era considerado un derecho constitucional en ese país. En esta serie de artículos exploraremos el contenido de la Sentencia, de los votos concurrentes y del voto disidente.

Dobbs, aunque nominalmente obra del magistrado Samuel Alito, fue apoyada íntegramente por cinco de los nueve magistrados del Tribunal, Al mismo tiempo, fue suscrita únicamente en cuanto a su conclusión, pero no a su razonamiento, por uno de ellos, y otros tres magistrados emitieron conjuntamente (de forma muy inusual) un voto disidente.

El voto principal se inicia con un breve resumen de las dos Sentencias que procede a revocar: en primer lugar, Roe v. Wade, que estableció esencialmente que los Estados federados no tenían ninguna posibilidad de alterar la posibilidad de acceso de una mujer al aborto durante el primer trimestre del embarazo, que podían introducir “restricciones sanitarias razonables” durante el segundo trimestre, y que podían prohibirlo durante el tercer trimestre siempre y cuando incluyeran excepciones para la vida y la salud de la madre.

Roe v. Wade fue sustancialmente modificada por Planned Parenthood v. Casey, que abandonó la división trimestral y estableció que a) las mujeres tenían un derecho constitucional al aborto siempre y cuando el feto no fuera ya viable, b) que una vez que el feto lo fuera, el Estado podía prohibir el aborto siempre y cuando incluyera excepciones para proteger la vida y la salud de la madre y c) (y éste fue el cambio fundamental) que el Estado tenía un interés legítimo en proteger la vida de la madre y la del feto desde el momento de la concepción, lo que le autorizaba a adoptar medidas para encauzar dicha protección, siempre que no resultaran una “carga indebida” para el derecho de la madre a acceder a un aborto.

Dobbs procede a revocar ambos precedentes usando como vehículo una ley del Estado de Mississippi que pretende prohibir los abortos con carácter general tras la decimoquinta semana de gestación, unos dos meses antes del umbral de viabilidad que Casey había fijado 30 años atrás.

La mayoría del Tribunal considera, en síntesis, que la Constitución no menciona expresamente el aborto, y que no existe un derecho implícito al mismo que pueda ser localizado en ninguna de las cláusulas constitucionales, y en particular en la sección primera de la Decimocuarta Enmienda de la Constitución, que dice así (marco en negrita la frase crítica):

Toda persona nacida o naturalizada en los Estados Unidos, y sujeta a su jurisdicción, es ciudadana de los Estados Unidos y del estado en que resida. Ningún estado podrá crear o implementar leyes que limiten los privilegios o inmunidades de los ciudadanos de los Estados Unidos; tampoco podrá ningún estado privar a una persona de su vida, libertad o propiedad, sin un debido proceso legal; ni negar a persona alguna dentro de su jurisdicción la protección legal igualitaria.”

Los cinco magistrados de la mayoría afirman que esa cláusula ha sido y puede ser empleada para garantizar ciertos derechos constitucionales no expresamente mencionados en el texto constitucional, pero que para ello el derecho debe estar “profundamente arraigado en la historia y tradición de la nación” e “implícito en el concepto de libertad ordenada”, concluyendo que el derecho al aborto no puede ser incluido en dicha categoría.

La mayoría se embarca en un largo análisis histórico que concluye -como no puede ser de otra manera- que cuando la Decimocuarta enmienda fue adoptada -en 1868- una amplia mayoría de los Estados criminalizaban el aborto y que, de hecho, durante las décadas siguientes, la inmensa mayoría de los Estados restantes procedieron a hacerlo. La mayoría, de hecho, retrocede varios siglos, hasta el Common Law inglés, para fundamentar su conclusión de que no existe en la tradición constitucional ni inglesa ni estadounidense un derecho constitucional al aborto.

Resuelto el análisis histórico a su favor, la mayoría conservadora se esfuerza en distinguir su decisión de acabar con el derecho constitucional al aborto de otras decisiones alcanzadas en décadas precedentes basadas en el denominado “derecho a la privacidad”, derecho que la mayoría indica que tampoco está recogido explícitamente en la Constitución, pero que ha sido el fundamento de toda una serie de decisiones extremadamente relevantes del Tribunal Supremo durante décadas: el derecho de personas (de distinta raza o del mismo sexo) a contraer matrimonio, el derecho a adquirir anticonceptivos, a no ser esterilizado sin consentimiento, a mantener relaciones sexuales consensuales privadas, todo ello sin que el Estado pueda irrumpir en este ámbito de autonomía en la formación de la voluntad. La mayoría del Tribunal, como digo, se esfuerza en señalar que ninguna de estas decisiones está en peligro, y que el aborto, en la medida en que destruye “vida potencial” o a “un ser humano no nacido” (como afirma la ley de Mississippi), plantea una decisión moral crítica muy distinta, pese a que el derecho en que el Tribunal se basó para adoptar todas esas decisiones antecitadas es ese “derecho a la privacidad” que ahora la mayoría considera no puede fundamentar un derecho al aborto.

A continuación, el juez Alito dedica decenas de páginas a explicar por qué Roe y Casey son decisiones tan “atrozmente equivocadas” que es obligado superar el principio legal stare decisis (es decir, el principio por el cual, en Derecho anglosajón, los precedentes judiciales deben ser respetados incluso aunque puedan ser erróneos) para proceder a su revocación. Para ello, Alito invoca algunas de las decisiones más erróneas del Tribunal, como Plessy v. Ferguson (que avaló la segregación racial en las escuelas en 1896 y fue revocada en 1954 por Brown v. Board of Education) para alegar que Roe arrebató a la ciudadanía una decisión de “profunda importancia moral y social” que no puede quedar en manos de los Tribunales según la Constitución y que Casey declaró un lado “ganador” en el debate sobre el aborto al defender que el Estado no podía obstaculizar el derecho de una mujer a obtener un aborto mientras el feto no fuera viable (la mayoría no parece entender que, al optar por la decisión contraria, declara claramente un ganador, pero esta vez en el lado antiabortista). En esa misma línea, la mayoría ataca a la minoría disidente por, supuestamente, negar toda importancia al derecho del Estado a proteger la vida prenatal, cuando de la lectura de la Sentencia resulta evidente que la mayoría niega cualquier relevancia al derecho de la mujer a la autonomía en sus decisiones corporales.

Quizá el aspecto más flojo de Dobbs sean precisamente las páginas dedicadas a atacar la mediocridad de los razonamientos en Roe y Casey. La mayoría declara que ninguna de las dos sentencias fue capaz de explicar razonablemente por qué motivo el umbral de viabilidad es la frontera a partir de la cual el Estado puede inmiscuirse en la -hasta entonces- libre decisión de la mujer de interrumpir su embarazo. La respuesta es obvia, y al no encararla, la mayoría incurre en un riesgo grave de ser acusada de haber antepuesto su ideología personal por delante de otras consideraciones legales: el umbral de viabilidad es el momento en que un feto pasa de ser vida “potencial” a “persona” con los mismos derechos y obligaciones que la sociedad -y el Derecho- tiene por tales.

Los cinco miembros de la mayoría critican asimismo Roe y Casey porque los estándares legales definidos en ambas Sentencias (particularmente el concepto de que las restricciones gubernamentales no pueden suponer una “carga indebida” para las mujeres que quieren acceder al aborto) no son viables y han generado confusión en los Tribunales federales y numerosas Sentencias contradictorias entre los mismos, así como efectos nocivos en otras áreas del Derecho Constitucional estadounidense. El juez Alito dedica un par de páginas a minimizar el riesgo de que una eventual revocación de Roe y Casey pueda tener sobre las decisiones vitales (planificación familiar, profesional, etc) que las mujeres puedan adoptar, y se limita a reiterar que éstas (y en general, los ciudadanos de Estados Unidos) pueden, a través del voto, adoptar las decisiones sobre esta cuestión que estimen oportunas, sin que los Tribunales se arroguen un poder que no tienen.

El inquisidor esquizofrénico (comentario al último libro de Jesús Villegas)

El magistrado Jesús Villegas lleva desde hace muchos años desarrollando una labor infatigable en defensa de la independencia judicial, quizás el pilar fundamental del Estado de Derecho. Sin jueces independientes e imparciales el poder camparía a sus anchas, ya sea el poder político o el económico, aunque la mayoría de las veces una combinación de ambos, como en España sabemos demasiado bien. Desde su puesto de secretario general de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, que reúne a todo tipo de profesionales comprometidos en la lucha por la despolitización partidista  de la judicatura, realiza una importantísima labor de divulgación con el fin de concienciar a la sociedad española de lo que se juega en ese envite. Porque, por mucho que se pretenda intoxicar al respecto, este no es un tema corporativo. Desde el punto de vista personal un juez vive mucho mejor al abrigo del poder, como la fulgurante carrera de tanto político togado incompetente demuestra todos los días. Sí puede ser, sin embargo, que también sea un tema de dignidad profesional, claro. Pero, al margen de ello, lo que a los ciudadanos de una democracia nos interesa es disponer de una institución capaz de frenar la arbitrariedad del poder y su dominación caprichosa. Para eso no se ha inventado nada mejor que el juez independiente.

En la actualidad, la independencia judicial está sometida a un asedio múltiple. El nombramiento de todos los consejeros del Poder Judicial por el Parlamento por el sistema de cuotas partidistas, algo insólito a nivel europeo con la única excepción de Polonia, no parece ya suficiente. Ahora se pretende que, una vez vencido su mandato, los consejeros no puedan nombrar jueces para los puestos vacantes, con la finalidad de sincronizar todavía mejor la voluntad del Consejo con la del Parlamento de turno. Verdaderamente, para esto sería mejor suprimir al Consejo y que a los jueces del Tribunal Supremo los nombre directamente la mesa del Congreso. Algo ahorraríamos. Pero es que todavía hay más. A esta reforma en ciernes se añaden otras que pretenden atribuir la instrucción al Fiscal y crear los tribunales de instancia, con la finalidad de desactivar definitivamente al último eslabón todavía verdaderamente independiente de la carrera judicial –el juez de instrucción- y cerrar así el círculo del control político de la institución. De esta manera, por la vía del Consejo se controlaría, a través de los nombramientos en los tribunales superiores, la aplicación de la legalidad; y por la vía de la instrucción se controla algo todavía más importante que la legalidad: la verdad oficial.

Esta es la piedra angular del último ensayo de Jesús: la lucha, no por el derecho, sino por la verdad. Y estarán de acuerdo conmigo en que no puede ser más oportuno, porque si algo nos ha demostrado este último lustro es lo increíblemente frágil que resulta eso que en la antigua, antigua normalidad, dábamos por sentado, y que ahora percibimos como casi inaccesible y evanescente: la pura realidad de los hechos. En un mundo en que la prensa de calidad o no existe o no se lee, dominado por las redes sociales y por los spin doctors, la realidad empieza a ser sólo una opinión más. Y esto es algo que al poder le ofrece muchas ventajas, como los políticos populistas en todas partes del mundo han comprendido de inmediato. Nada más natural que intentar desactivar, entonces, al último reducto que en el ámbito de lo público resiste al invasor, capaz todavía de buscar y atestiguar la verdad con cierta credibilidad, frente a todas las presiones políticas, económicas y mediáticas, y que sigue haciendo la vida difícil a los políticos corruptos: el humilde juez instructor.

A través del relato de casos reales, históricos y actuales, el autor nos va conduciendo, a veces de manera sinuosa, a que seamos nosotros los que comprendamos y valoremos de primera mano el contraste que se produce en muchas ocasiones entre la conveniencia política –representada por un fiscal que no puede eludir su dependencia jerárquica con el poder político- y la seca y muchas veces desagradable verdad, representada por ese inquisidor esquizofrénico (según sus críticos) que es el juez de instrucción; en definitiva, el contraste entre lo que conviene y lo que hay, simplemente. A nadie se le escapa que la ventaja de escoger la verdad  descansa en que solo así nos convertimos en ciudadanos autónomos con capacidad de decisión, y no en meros peleles manejados por los políticos de turno, casi siempre en su propio interés.

Atribuir la instrucción a un Fiscal dependiente políticamente (ahí está la actual Fiscal General del Estado y ex ministra de Justicia para simbolizar mejor que nada esa íntima conexión) supone dejar al albur de un dependiente jerárquico del Gobierno (que es quien nombra al FGE) la decisión de incriminar, pero también la fijación de una realidad que, adulterada por conveniencias políticas, luego es muy difícil de sanar en fase probatoria. Sabemos que la ausencia de una verdadera policía judicial y de peritos independientes de la Administración complica muchas veces la vida del juez que quiere averiguar la verdad cuando de políticos y de gente de posibles se trata. Pero si, encima, nos quitamos de en medio al juez instructor, entonces ya podemos echarnos definitivamente a temblar. No cabe tampoco desconocer que por esa vía la acusación popular quedaría también tocada de muerte.

Se nos dice que toda Europa instruye el Fiscal y no hay acusación popular. Curioso argumento del que invoca Europa para defender la atribución de la instrucción al Fiscal, pero no la despolitización del Consejo General del Poder Judicial, ni los informes GRECO, ni los avisos de la Comisión, ni las sentencias del TJUE sobre el caso polaco… Tampoco que en Europa la fiscalía en mucho más independiente que la española, como un informe de la Fundación Hay Derecho demostró hace años. Si la convertimos en verdaderamente independiente no habría problema, claro, pero algo me dice que ni el Sr. Sánchez ni la Sra. Delgado van a estar por la labor.

El entretenidísimo ensayo de Jesús nos ilumina sobre estas realidades de una manera mucho más amena y profunda de lo que he intentado hacer yo en este breve post, como no podía ser de otra manera, por lo que su lectura no solo es muy recomendable, sino absolutamente imprescindible para el ciudadano que quiera seguir siéndolo. Porque esto, para nosotros, también es una cuestión de dignidad.

¿El socialismo español prefiere ser populista o republicanista?

Hay dos temas ideológicos que separan a la izquierda española de la europea: la consideración de que el nacionalismo puede ser progresista (con sus regímenes forales y todo eso) y la idea de que el Parlamento debe influir sobre la elección de los jueces. Hoy vamos a hablar de esta última.

El editorial del diario El País del pasado día 3 de diciembre, al comentar la última propuesta legislativa del Gobierno en relación al bloqueo por el PP a la renovación del Consejo general del Poder Judicial, indicaba:

“Y es que no parece razonable que un Poder Judicial interino siga haciendo nombramientos con una mayoría que ya no responde a la composición del Parlamento”.

Luego, a sensu contrario, se viene a sostener por el principal periódico de izquierda moderada de este país, que lo razonable es que el órgano que nombra a los jueces refleje la composición política del Parlamento (constituyéndose así en una especie de Parlamento bis), en expresa contradicción a los mandatos de nuestro Tribunal Constitucional, del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (comprobar aquí) y de las directrices de las instituciones europeas competentes (la Comisión Europea no ha tardado ni un día en dar un nuevo aviso al Gobierno –aquí-).

La idea de que el poder del pueblo no debe encontrar límites en ninguna esfera social, y menos aún en la judicial, es una idea que recibe el primer socialismo europeo de antecedentes muy remotos que entroncan con el propio origen de la Modernidad, y que por ello resultan comunes a otras familias ideológicas, especialmente a la positivista y utilitarista. John Austin, el famoso jurista positivista de mediados del siglo XIX, ya había afirmado, inspirándose en Hobbes y Bentham, que pretender limitar al poder soberano es un sinsentido jurídico y político, y que lo único que separa a los gobiernos buenos de los malos no es que el poder sea o no discrecional (porque todo poder en el fondo es discrecional), sino que se ejercite o no en beneficio de la gente. Esta es la idea que replica Alfonso Guerra (con un siglo y medio de retraso) cuando en 1983 el PSOE decide reformar la LOPJ para que los vocales jueces no sean nombrados por sus pares, sino por el Parlamento: “Montesquieu ha muerto”; ergo, el control del poder no importa, mientras sea benéfico, y un poder democrático por naturaleza lo es. La conclusión, por tanto, es que el bien común (normalmente identificado con la voluntad popular) está por encima de cualquier otra cosa.

En oposición a esta idea socialista y utilitarista se sitúa el liberalismo y el republicanismo, pero por motivos bastante diferentes. Para ambas corrientes el poder discrecional es un grave problema, pero por distintas razones. Para el liberalismo, el control del poder es una simple garantía que obstaculiza la injerencia en el ejercicio de los derechos individuales. No existe una objetiva vida buena, menos aun la que determine la mayoría del momento. Cada uno debe poder seguir su propio camino a la felicidad y los derechos individuales están ahí para asegurarlo. El control del poder político no es más que un medio para garantizar la indemnidad de esos derechos. De ahí que el pacto social que los consagre deba incluir necesariamente la independencia de un poder judicial que vele por ellos, so pena de hacerlos vulnerables a las mayorías coyunturales. La conclusión, en consecuencia, es que los derechos individuales están por encima de cualquier otra cosa.

La verdad es que este debate entre socialismo y liberalismo sería muy interesante si no fuera porque en Europa lleva décadas resuelto, al menos en lo que hace al poder judicial (aunque parece que los españoles seguimos viviendo todavía en el siglo XIX). El nuevo pacto social surgido en la postguerra entre la democracia cristiana y la socialdemocracia europeas se construye sobre un consenso muy elemental: derechos sociales más Estado de Derecho. Algo así como: incluiremos en el menú más derechos, los sociales característicos del Estado del Bienestar y los personales que corresponden a los nuevos tiempos culturales, y reforzaremos los mecanismos del Estado de Derecho (siendo el principal el de la independencia judicial) con la finalidad de que se les ampare con mayor eficacia. Por eso es comprensible que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos insistan repetidamente en afirmar la necesidad de independencia de los jueces respecto de sus respectivos parlamentos nacionales. Con ello no hace más que reafirmar el pacto de valores sobre el que está construida la Unión Europea.

¿Significa eso que el socialismo europeo traicionó con ello sus fundamentos ideológicos? Sin duda traicionó la vertiente populista, pero a cambio de una ganancia política y social importante, porque el problema de la voluntad general sin freno es que nunca se sabe quién pude encarnarla en un momento determinado. Los socialistas alemanes, y con ellos todos sus homólogos europeos, vivieron durante los años treinta del pasado siglo la dura experiencia de una voluntad general aniquiladora (stricto sensu), y puede que se les quitarán las ganas de asumir más riesgos. Comprobaron en primera persona y de forma muy dolorosa lo que significa no tener jueces independientes del poder político. Así que se adaptaron a una voluntad general enmarcada dentro de los límites constitucionales surgidos del pacto de la postguerra, en el que, lógicamente, la independencia del poder judicial era un elemento fundamental a la hora de garantizarlos. La conclusión, entonces, es que lo importante no son ni los derechos individuales ni la voluntad del pueblo, sino la existencia de una libertad básica, social, económica y política, no amenazada ni por el populismo ni por los poderes fácticos económicos y sociales.

Con esta postura se aproximaban de alguna manera, no al liberalismo, sino a la otra corriente ideológica anti populista: al republicanismo. Para el republicanismo el peligro descansa en la simple existencia del poder discrecional (público o privado) aunque se ejerza “para el bien” o incluso aunque no se ejerza en absoluto. El problema no es tanto la injerencia nociva, como la amenaza de la injerencia derivada de un poder no controlado (Skinner), cuya sola presencia empobrece la vida personal, social y cívica. Al fin y al cabo, como afirman los ajedrecistas, muchas veces es más fuerte la amenaza que la ejecución de la amenaza…

Puede parecer todo muy teórico, o puede parecer muy sutil su diferencia con el liberalismo (hoy, por cierto, casi fusionado con el utilitarismo), pero las implicaciones prácticas son muy notorias y vamos a ilustrarlas con un simple ejemplo tomado de un artículo publicado también en el diario El País el pasado día 4 por nuestro colaborador Ignacio Signes de Mesa (Letrado del TJUE).

En ese artículo se comenta la diferente estrategia de defensa de la competencia entre EEUU y la UE en relación a los gigantes tecnológicos. En EEUU ha prevalecido entender que las normas de competencia deben orientarse exclusivamente a mejorar el bienestar de los consumidores. Si el resultado es bueno y no se perjudican los derechos de los ciudadanos, da igual la situación de monopolio generada. Por el contrario, la Unión Europea lo que ha buscado siempre es que existan el mayor número posible de rivales en el mercado con la finalidad de evitar la concentración económica. Y esto último, aunque implicase penalizar una posición dominante alcanzada por méritos propios derivada de la innovación tecnológica y de las ventajas ofrecidas a los consumidores. Simplemente, por la amenaza que semejante poder puede implicar de presente y de futuro. La primera postura es más liberal-utilitarista, y la segunda más republicana. Y esto es solo un ejemplo de los muchos que pueden plantearse.

Ante esta situación habría que preguntar a los socialistas españoles (y no solo al actual PSOE) en qué tradición quieren situarse. Si en la tradición europea de postguerra o en la decimonónica. Disyuntiva especialmente interesante en un momento en que, de nuevo, la voluntad popular pretende ser monopolizada por movimientos radicales de toda laya a derecha e izquierda del arco político. Un buen día la “composición del Parlamento”, al que se hace referencia en el editorial del periódico citado al inicio de este post, puede llegar a ofrecer un resultado inquietante. ¿A los socialistas españoles les seguirá pareciendo bien que los jueces españoles se designen con arreglo a esa mayoría? ¿Tendremos que pasar en España por ese trance para que los socialistas españoles asuman de una vez por todas las lecciones que sus homólogos europeos aprendieron hace setenta años?

(Sobra decir que una pregunta parecida se le puede formular al Partido Popular, sin perjuicio que sus servidumbres sean más materiales y prosaicas que propiamente ideológicas -aunque el utilitarismo mal entendido ha hecho también aquí mucho daño, qué duda cabe…).

 

¿Podría la Comisión Europea denunciar a España como consecuencia del reparto político del CGPJ?

El título VI de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, relativo a la «Justicia», comprende el artículo 47, titulado “Derecho a la tutela judicial efectiva y a un juez imparcial”, que dispone lo siguiente:

“Toda persona cuyos derechos y libertades garantizados por el Derecho de la Unión hayan sido violados tiene derecho a la tutela judicial efectiva respetando las condiciones establecidas en el presente artículo.

Toda persona tiene derecho a que su causa sea oída equitativa y públicamente y dentro de un plazo razonable por un juez independiente e imparcial, establecido previamente por la ley. […]”

A la hora de interpretar este artículo, el Tribunal de Justicia de la UE ha señalado que la necesidad de independencia de los tribunales está integrada en el contenido esencial del derecho a la tutela judicial efectiva, lo que reviste una importancia capital para la salvaguardia de los valores comunes de los Estados miembros y en particular el valor del Estado de Derecho [sentencia de 24 de junio de 2019, Comisión/Polonia (Independencia del Tribunal Supremo), C‑619/18, EU:C:2019:531, apartado 58].

Ahora bien, ¿en qué consiste exactamente la independencia de los jueces?

Según reiterada jurisprudencia, la exigencia de independencia comprende dos aspectos. El primero, de orden externo, se resume en el término “autonomía” (que busca evitar los vínculos jerárquicos o de subordinación que permitan injerencias o presiones externas).  En este aspecto la Justicia española aprueba con una nota alta (al menos según todas las encuestas que se hacen a los jueces, en las que solo un porcentaje mínimo confiesa haber recibido presiones, y cuando eso ocurre normalmente son mediáticas).

Pero existe también otro aspecto muy importante de la independencia, de orden interno, que cabe sintetizar con el término “imparcialidad” (que busca garantizar la equidistancia que debe guardar el juez respecto a las partes y a sus intereses). El TJUE señala que este aspecto exige el respeto de la objetividad y la inexistencia de cualquier interés en la solución del litigio que no sea el de la aplicación estricta de la norma jurídica [sentencias de 25 de julio de 2018, Minister for Justice and Equality (Deficiencias del sistema judicial), C‑216/18 PPU, EU:C:2018:586, apartado 65, y de 24 de junio de 2019, Comisión/Polonia (Independencia del Tribunal Supremo), C‑619/18, EU:C:2019:531, apartado 73].

Muy bien, ¿y qué criterios podemos manejar para saber si un determinado sistema garantiza la imparcialidad de sus jueces?

A juicio del TJUE es necesario examinar la composición y nombramiento del órgano judicial en cuestión, teniendo en cuenta que, conforme al principio de separación de poderes que caracteriza el funcionamiento de un Estado de Derecho, debe garantizarse la independencia de los tribunales frente a los poderes Legislativo y Ejecutivo (sentencia de 10 de noviembre de 2016, Poltorak, C‑452/16 PPU, EU:C:2016:858, apartado 35). En el mismo sentido se pronuncia el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que exige que los tribunales sean independientes tanto de las partes como del Ejecutivo y el Legislativo (TEDH, sentencia de 18 de mayo de 1999, Ninn-Hansen c. Dinamarca, CE:ECHR:1999:0518DEC002897295, p. 19).

Conforme a esto, ¿cuándo podemos saber que la composición y nombramiento de un determinado órgano judicial pone el riesgo su imparcialidad?

El TEDH ha señalado en varas ocasiones que el Convenio Europeo de DH no impone a los Estados un modelo constitucional determinado que deba regir las relaciones entre los diferentes poderes del Estado, y que es posible y correcto articular esa relación a través de un organismo (como el CGPJ) que busque objetivar el proceso de nombramiento de los jueces. “Ahora bien, esto solo es posible cuando dicho organismo disfrute él mismo de una independencia suficiente respecto de los poderes Legislativo y Ejecutivo (…)” (sentencia del TJUE de 19 de noviembre de 2019, C-585-18, apartado 138).

Al examinar la independencia del órgano constitucional polaco (equivalente a nuestro CGPJ) dicha sentencia señala (p. 143) como un criterio fundamental desfavorable el que mientras que a los quince miembros del CNPJ elegidos de entre los jueces los elegían en el pasado sus homólogos, ahora los elige una de las cámaras del Poder Legislativo de entre candidatos que pueden ser propuestos por grupos de dos mil ciudadanos o de veinticinco jueces, reforma que da lugar a que veintitrés de los veinticinco miembros del CNPJ procedan directamente de los poderes políticos o sean elegidos por estos”

También en el caso español, mientras que a los doce miembros del CGPJ elegidos entre los jueces los elegían en el pasado sus homólogos, ahora los elige el poder legislativo de entre candidatos propuestos por los jueces, reforma que da lugar a que veinte de los veinte miembros del CGPJ procedan directamente de los poderes políticos o sean elegidos por estos.

La similitud es tan chocante que sobra cualquier comentario.

Ahora bien, el hecho de que, en el caso español, ese nombramiento exija una mayoría reforzada de tres quintos (al menos por el momento y a la espera de la reforma impulsada por el Gobierno para rebajarla), ¿altera de alguna manera ese juicio desfavorable en relación al requisito de la imparcialidad?

En mi opinión, claramente no, por dos motivos:

1. Para el Tribunal lo preocupante es la vinculación al Poder Legislativo en cuanto tal. En sus sentencias no considera ni cita para nada el juego de las mayorías, que no considera relevante. Máxime, como ocurre en el caso español, cuando la designación por cuotas partidistas reproduce las correspondientes mayorías parlamentarias (en contra del criterio expreso del Tribunal Constitucional). Lo único que ocurriría, en el caso de rebajar esas mayorías parlamentarias de designación, es que la vinculación del Consejo no fuese tanto con el Legislativo como con el Ejecutivo (que es lo que pretende precisamente el actual Gobierno).

2. Pero es que, además, hay que tener en cuenta que, tan importante o incluso más importante que el diseño legal, es, a juicio del TJUE, la manera en la que en la práctica “se da cumplimiento a la tarea constitucional de velar por la independencia  de los jueces y la forma en la que se ejercen sus competencias, en particular si lo hace de modo que puedan suscitarse dudas en cuanto a su independencia con respecto a los poderes Legislativo y Ejecutivo” (sentencia de 19 de noviembre de 2019, C-585-18, apartado 144).

En relación a este segundo punto nuestra práctica es absolutamente desoladora: pactos entre políticos por wasap, Presidentes del Consejo que se conocen públicamente antes de que se voten por los consejeros, reparto de consejeros por cuotas en función de los partidos, correlativos nombramientos de los jueces de los tribunales superiores por cuotas en función de las distintas asociaciones “vinculadas” a cada partido… etc.

La conclusión, en consecuencia, parece evidente: con la situación actual (sin necesidad de que se apruebe la reforma del Gobierno) y a la vista de las sentencias citadas, hay caso más que suficiente para que la Comisión pueda abrir un procedimiento formal de infracción contra el reino de España por vulneración del art. 47 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea.

¿Cómo afecta la calidad de la justicia al emprendimiento en España?

El emprendimiento y, en general, la entrada de nuevas empresas, es importante para la “salud” de una economía. Los emprendedores suelen ser innovadores y tienen un buen “apetito” por el riesgo. Sus nuevas empresas presionan a las compañías existentes estimulando la productividad y normalmente traen al mercado el capital más nuevo. En el caso concreto de España, estudiar los motivos por los que se emprende más o menos es especialmente importante pues tradicionalmente hemos tenido una menor entrada de empresas que en otros países y un menor crecimiento de la productividad.

Es evidente que el emprendimiento depende de muchos factores. Entre otros, la educación, la fiscalidad, la disponibilidad de crédito o, sin duda, un buen diseño de la normativa concursal. Pero junto a todo ello se encuentra la calidad del sistema judicial.

¿Por qué debería importar la justicia? Teniendo en cuenta que cualquier empresa, antes o después, se verá enfrentada a conflictos, tener un sistema judicial de más calidad, esto es, menos congestionado y más rápido, se relaciona con menores costes de funcionamiento para las compañías. Existe evidencia también de que una justicia de calidad ayuda a que existan mejores “redes sociales”, lo cual es importante para emprender.

Lejos de las posibles reflexiones generales, nos propusimos analizar si la relación entre emprendimiento y “buena” justicia se observaba de verdad en los datos de España. Es decir, si tener un contexto institucional y de seguridad jurídica sólido ayudaba ciertamente a innovar y a tomar riesgos. Resumo el resultado del análisis en esta entrada (en la nota, más abajo, se proporciona el enlace a la publicación completa).

En el estudio, observamos lo siguiente: en primer lugar, que existen diferencias importantes en cuanto a la congestión judicial entre provincias españolas y que esa congestión también variaba a lo largo del tiempo. A modo de ejemplo y usando la información más reciente, el gráfico 1 muestra las tasas de congestión en cada Comunidad Autónoma en el caso de la jurisdicción civil (juicio ordinario) en 2019.

A continuación, comprobamos si esas diferencias locales en la justicia a lo largo de la década de los 2000 se relacionaban con las diferencias en el emprendimiento utilizando un modelo econométrico. En el modelo tuvimos en cuenta otras características de cada provincia, como su riqueza, su riqueza per cápita, su desempleo o su crédito disponible, para descartar que el emprendimiento pudiera provenir de esos factores.

Gráfico 1. Congestión judicial en España (total y por autonomías): hay grandes diferencias geográficas

Fuente: Elaboración propia a partir del CGPJ (2020)

El resultado del análisis es que, efectivamente, la calidad de la justicia (medida a través de la congestión judicial) importa… ¿Pero en qué magnitud? Si la provincia española con peor eficacia judicial mejorara hasta alcanzar el rendimiento de la mejor, el aumento relativo de la tasa de entrada de emprendedores oscilaría entre el 5 y el 7 %.

A modo de aclaración, en el estudio no solo analizamos la entrada en el mercado de lo que coloquialmente podrían ser denominados “emprendedores” sino que también observamos qué ocurría con la entrada de sociedades de responsabilidad limitada (de mayor tamaño). Pues bien, la ineficacia judicial solo parecía tener un impacto negativo relevante en los emprendedores. ¿Por qué motivo podría estar ocurriendo esto?  La ineficacia judicial puede considerarse como un costo fijo que deben pagar los agentes que litigan, por lo que se espera que sea una barrera de entrada más alta para los emprendedores que para las grandes corporaciones.

NOTAS

Las opiniones y las conclusiones recogidas en esta entrada representan las ideas del autor, con las que no necesariamente tiene que coincidir el Banco de España o el Eurosistema.

La información y conclusiones recogidas en esta entrada pueden ser ampliadas consultando el Documento de Trabajo 1405 del Banco de España, disponible aquí[1], así como en el artículo “Entrepreneurship and enforcement institutions: disaggregated evidence for Spain” publicado en European Journal of Law & Economics y disponible aquí[2] (ambos coautorados junto a Miguel García-Posada). 

[1] https://www.bde.es/f/webbde/SES/Secciones/Publicaciones/PublicacionesSeriadas/DocumentosTrabajo/14/Fich/dt1405e.pdf

[2] https://link.springer.com/article/10.1007/s10657-014-9470-z

 

La justicia y la gran pregunta de nuestro tiempo

La Justicia es una idea noble, un ideal. La Justicia es un sistema civilizado para resolver conflictos humanos. La Justicia es un poder del estado. La Justicia es una de las esencias de la democracia. La justicia es una profesión. La Justicia es un control de los abusos del poder. La Justicia es un control de la sociedad. Pero Roma está ardiendo. La Justicia está ardiendo, y parece no interesarle a nadie.

La Justicia no ha sabido, ni le han dejado, ser otra cosa que lo que es actualmente, un pozo sin fondo o un callejón sin salida. Un problema para legisladores y para la propia sociedad.

La tasa de congestión judicial tiene una incidencia directa en el tamaño de las empresas y una influencia económica medible en el grado de desarrollo de una economía. También la eficacia judicial tiene un coste para el emprendimiento. Además, y por supuesto, tiene un impacto relevante en los mercados de crédito, inmobiliario, de deuda y de inversión. Sorprenderá saber que España mantiene un tiempo medio de resolución de disputas inferior a otros sistemas de derecho civil francés, como Italia o la propia Francia, pero muy superior a la de los sistemas anglosajones o nórdicos, pero entiendo que no debe ser éste el debate.

La cuestión que nos ocupa, y el propósito de este artículo, es responder a la gran pregunta de nuestro tiempo sobre la justicia. Y que no es otra que, ¿Estamos dispuestos a que España tenga una justicia moderna, eficiente, eficaz, y que ayude a generar y distribuir riqueza para la sociedad? Y la respuesta a la pregunta sólo puede ser afirmativa o negativa.

La imprevisible pandemia mundial provocada por el SARS -COVID 2 ha provocado que las medidas tomadas por las autoridades para frenarla provoquen una serie de externalidades que han afectado a todos los órdenes sociales, incluida, por supuesto, la Justicia, y en todas las dimensiones anteriormente enumeradas. La pandemia va a suponer la puntilla al obsoleto y decimonónico sistema judicial español. La justicia española ya estaba colapsada, superada, en su organización, distribución, concepción y por supuesto, resultados.

Ante esta situación, los profesionales de la Justicia, ufanamente repiten, como un mantra: medios humanos y materiales. Sí, los medios humanos y materiales son necesarios para la eficacia de la administración de justicia, pero no son, por sí mismos, la clave a la hora de dar respuesta a la gran pregunta de nuestro tiempo. De hecho, los estudios demuestran que una mayor asignación de recursos no tiene como efecto directo una mejora de los sistemas judiciales.

La clave es una transformación absoluta y completa de nuestra administración de Justicia, del propio concepto que tenemos de ella, de sus procesos, de sus dinámicas, de su concepto. En definitiva, y ojo, salvaguardando los derechos constitucionales, realizar un upgrade con todas sus consecuencias. Las empresas, pequeñas, grandes y muy grandes, en general, han sabido adaptarse a un entorno cambiante, tecnológico, muy dinámico y en constante evolución, y la Justicia debe realizar, dentro de sus límites, un proceso similar.

El sistema judicial español es ineficiente, ineficaz y, finalmente, a todas luces, inefectivo. Y lo es con los recursos que actualmente tiene a su disposición, sin añadir ninguno más. El resultado de su producción está muy por debajo de la frontera de posibilidades de producción. Soy consciente del rechazo en España que la aplicación del Análisis Económico del Derecho tiene entre los juristas, perola conclusión de que el sistema judicial español es lento, desastroso y no cumple su objetivo, que no es otro que impartir Justicia de la mejor manera posible en el menor tiempo posible, debe ser una conclusión compartida que no ofrezca mayor debate.

Por tanto, creo que la capacidad de mejora del sistema judicial no es discutida, sea mediante un acercamiento económico o de otra clase, alejados del dogmatismo. Analicemos brevemente la dimensión de estos cambios, su profundidad y las medidas en concreto que las mismas suponen.

La transformación de la administración de justicia debe venir por cambios estructurales de distinta magnitud, como los que indico a continuación.

  • Cambio de sistemas procesales eternos e ineficientes.

El sistema español de recursos en los procedimientos civiles y penales es muy defectuoso. En primer lugar, todas las cuestiones de un procedimiento civil o penal que puedan ser susceptibles de recurso deberían acumularse al final del procedimiento, para que el juzgador pueda decidir sobre cualquier infracción que haya habido en el procedimiento, excepto los que impiden continuar el procedimiento en sede de vista preliminar o Audiencia Previa. Los continuos recursos de actos de trámite, entorpecen los procedimientos y los eternizan.

La extensión de los escritos debe limitarse al modo en el que Tribunal Supremo ha limitado los escritos en su jurisdicción. Asimismo, las sentencias deben limitarse en su extensión en la mayoría de casos.

En el orden penal, deben reformarse las instrucciones, para que las investigaciones sean llevadas a cabo por fiscales y Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y que el plazo para acusar a una persona de un delito y que el juicio se celebre, no debe exceder entre los 12 y 18 meses, al modo Speedy Trial estadounidense, o un tiempo razonable para casos excepcionalmente complejos. Las investigaciones, secretas, por supuesto, durarán el tiempo que sea necesario, y el juez de instrucción debe convertirse en un juzgador penal ordinario. Debe acabarse con las interminables instrucciones penales que empiezan con la imputación de centenares de personas y acaban en condenas de dos o tres.

Finalmente, los recursos a los tribunales superiores deben cumplir la regla legal del writ of certiorari del Tribunal Supremo de Estados Unidos, tanto los Tribunales Superiores de Justicia como el Tribunal Supremo. En España este proceso ya ha comenzado con la Sala de Lo Contencioso Administrativo del Tribunal Supremo, que tiene unas normas similares.

Otra cuestión que debe mejorarse son los pleitos masivos. La experiencia de los litigios derivados de las cláusulas suelo es absolutamente desastrosa. Deben permitirse class action a la europea, refinando y mejorando el alcance de la sentencia y los efectos de la misma para todos los litigantes, permitiendo incorporarse a todos los afectados, y con reconocimiento de efectos para los posteriores; y permitiendo que la legitimación activa de los procedimientos recaiga en cualquier abogado colegiado y no en asociaciones, que en ocasiones derivan en fraude.

  • Cambio de los profesionales que intervienen en la misma.

Los profesionales de la administración de Justicia, y los externos a la misma que participan en ella, deben cambiar. En primer lugar los jueces deben especializarse en la jurisdicción en la que van a desarrollar su labor, de manera efectiva, no sólo para al acceso a la categoría de magistrado, como en la actualidad, sino que sea una especialización real y continua. En este sentido la organización y especialización de los Jueces de Lo Mercantil ha demostrado ser efectiva, dado que tienen una formación amplia en su especialidad, y continuada en el tiempo. Debe acabarse con los “saltos de jurisdicción” en la carrera judicial, formar a un profesional, ya sea en el ámbito público o privado, en un orden jurisdiccional, es caro y es un proceso de adquisición de conocimientos y experiencia a lo largo del tiempo que no debe ni puede interrumpirse, salvo, por supuesto, excepciones. Los estudios demuestran que a mayor especialización, mejores sentencias, y una Justicia más rápida y eficaz.

Respecto a los profesionales que comparecen en la administración de Justicia, también deben afrontar enormes cambios.  Los procuradores deben desaparecer, el concepto de su profesión es completamente decimonónico, y hoy día la misma carece de sentido, incluyendo su regulación mediante arancel. Los profesionales de la procura, deben incorporarse al ejercicio de la abogacía mediante la consideración de paralegals, o abogados si tienen el conocimiento y superan las pruebas de acceso pertinentes.

  • Cambios organizativos de planta judicial.

La planta judicial organizada en partidos judiciales debe reformarse, dado que están ampliamente desfasados y concebidos para un mundo en el que desplazarse, a caballo, por supuesto, era costoso y peligroso. Una vez más, un concepto decimonónico de la administración de Justicia y la ineficiencia por bandera, que sigue rigiendo la vida judicial en los tiempos del correo electrónico, la videoconferencia y el tren de alta velocidad.

  • Cambio sobre el litigio y la resolución de conflictos.

La sociedad española, los abogados, la manera de estructurar el litigio y el tiempo que dura un procedimiento judicial consiguen que interponer pleitos sea rentable para los abogados, que se litigue en exceso y que el procedimiento no sea lo suficientemente disuasorio para ninguno de los intervinientes en el mismo, ni litigantes, ni abogados, ni adminsitración de justicia.

El litigio debe desincentivarse. Las soft rules dictadas por el legislador para atenuar esta tendencia, fundamentalmente las leyes relativas a la educación de la sociedad en la mediación, no han servido de nada. Las pruebas empíricas señalan que no existe relación directa entre el coste de litigar, el precio más alto o bajo de los servicios legales, y las tasas de litigación elevadas. Asimismo señalan que existe relación directa en lo que denominamos en España “reglas de vencimiento objetivo” en las costas procesales.

En al ámbito internacional, nos encontramos ante dos reglas para la distribución de costes legales, la denominada american rule, en la que cada litigante pagas sus costas, con excepciones y la british rule, en la que el litigante perdedor paga sus costas y las del contrario. Es la más utilizada y es la que tenemos en España, aunque esta tendencia está en revisión legislativa últimamente, lo cual, a mi modo de ver, es un error.

Steven Shavell analizó en 1982 mediante un modelo económico las implicaciones que ambos modelos tenían a la hora de incentivar, o desincentivar, litigios. Sus conclusiones fueron que  el sistema de british rule proporciona mejores decisiones a la hora de interponer procedimientos, ya que los casos con poca probabilidad de éxito no son interpuestos y no llegan a juicio, pero, sin embargo los procedimientos con escasa cuantía pero una probable tasa de éxito son interpuestos casi en su totalidad, dado que se carece de riesgo por el demandante.

Por tanto, y dado que en España ya tenemos un sistema de british rule, que en principio, desincentiva el litigio con poca probabilidad de éxito, debemos acentuar dicha norma para hacer que la misma desincentive aún más el litigio y produzca un efecto de aversión al riesgo aún mayor.

Finalmente, debe hacerse hincapié en el argumento cultural, nuestra sociedad de raíz latina es una sociedad ampliamente litigiosa. Los procedimientos querulantes deben ser cribados y no ser tratados como procedimientos ordinarios realizando un test de resistencia que simplifique el proceso y os incardine en un fast track procedimental o los descarte directamente.

  • Implantación de la e – justicia y de modernos procesos

La implantación de la denominada como e-justicia o justicia digital es básica para la modernización de la administración de Justicia. Deben revisarse todas las normas procesales de pruebas, identidad de personas online, firmas electrónicas, expedientes judiciales electrónicos,  notificaciones electrónicas a las partes, testigos y , especialmente, demandados, sistemas de gestión procesal, que permitan una Justicia electrónica efectiva, especialmente para los asuntos menos relevantes que no necesitan de una intervención jurídica especial. Para un análisis de la implantación de la e-justicia puede consultarse la obra de Ricardo Oliva al respecto.

Finalmente, pero no por ello menos importante, , la Justicia abordar su propio proceso de comoditización. Si bien las conclusiones del mercado privado de competencia no pueden trasladarse sin más a la administración de Justicia, no es menos cierto que el principio inspirador debe ser el mismo: dar mayor añadido, en este caso, a la sociedad, el “cliente” de la administración de Justicia.Carece de sentido que el Estado, es decir, los contribuyentes, gasten enormes cantidades de dinero en formar jueces y profesionales de la administración de Justicia competentes para después tenerlos enfangados en asuntos en los que no es necesario un conocimiento exhaustivo o puedan resolverse de manera sencilla con un coste de tiempo bajo, con multitud de tareas, recursos y trabajos muy fácilmente comoditizable.

Utilizando la ley de Pareto, en la que cada unidad de input no supone una unidad de output, podemos aproximarnos a una conclusión real de que el 20% de los procedimientos interpuestos en los juzgados pueden ser complejos, y deben ser estudiados a fondo, y con recursos humanos cualificados. Al contrario, el 80% de los mismos serán procedimientos que no necesitan de dicha complejidad por ser asuntos poco relevantes.

El esfuerzo de los jueces y del sistema debe centrarse en mejorar dicho 20% de casos complejos porque son estos los que mayor output positivo producen para la sociedad. El resto de asuntos judiciales no deben suponer esfuerzo para el sistema, y deben resolverse rápidamente, con menor atención y sin malgastar el precioso tiempo de los profesionales de la adminsitración de Justicia. Se deben gestionar los procesos como en la empresa privada, con modernas herramientas de seguimiento y control como Salesforce ,Hubspot, Slack, Trello, etc, adaptadas a la realidad judicial.

Tras la pandemia, y la práctica paralización de toda la actividad judicial durante un periodo de dos meses, la situación va a empeorar considerablemente, quedando una Justicia de tercera categoría, sin servir su función constitucional como tercer poder del estado con relevancia para la ciudadanía, en una situación de colapso semi permanente.

La administración de Justicia necesita pasar del concepto decimonónico en el que se encuentra anclada, a una modernidad, y tiene que hacerlo a la velocidad de la luz. Para ello el análisis económico de la adminsitración de Justicia, en conjunción con otras herramientas y análisis, claro está, nos proporciona la orientación que esta transformación debe tener.

La respuesta a la gran pregunta de nuestro tiempo sobre la Justicia pasa por la implantación de estas medidas, u otras de corte similar, lo antes posible en el tiempo. Por muy polémicas que puedan parecer prima facie, son medidas basadas en pruebas empíricas sobre el funcionamiento de una organización de manera eficiente y eficaz. Las llamadas a más medios humanos y materiales son inservibles si no se conjugan con medidas de otro tipo.

Mientras tanto, Roma sigue ardiendo. Y nosotros con ella.

¿Juicios telemáticos? Sin garantías procesales, no hay juicio

Llevamos más de dos meses de estado de alarma y los juzgados siguen vacíos. Más allá de los llamados “servicios esenciales” y actuaciones judiciales que no requieren de presencia, como las deliberaciones de los órganos colegiados, los juzgados de España están a la espera de que se levante el veto que impide celebrar juicios y que mantiene los plazos procesales suspendidos. Decenas de miles de profesionales de la justicia atraviesan una situación crítica ante tan prolongada situación.

Llevamos semanas denunciando la situación de la Justicia que, por su histórico abandono por parte de los poderes públicos, ya se encontraba en una situación poco halagüeña antes del 14 de marzo de 2020. Durante este tiempo, escuchamos a juristas, políticos y ciudadanos hablar de los juicios telemáticos como la solución milagrosa al colapso post-pandemia que se producirá en los tribunales. Unos juicios telemáticos que no han sido desarrollados técnicamente de ninguna manera.

Una abogada me decía el otro día que le preocupaba que se pretendiera “agilizar” la dramática situación actual de la justicia a costa de pasar por encima de los derechos de los justiciables o mediante la práctica de actuaciones judiciales con pocas garantías. A mí también. Pero me preocupa aún más la falta de conciencia de esta amenaza por parte de los operadores jurídicos que, en aras a demostrar su particular predisposición a adaptarse a la nueva situación –como si los demás no la estuviéramos-, consideran accesorios elementos que, en realidad, son tan relevantes que constituyen la razón por la cual el procedimiento judicial tiene garantías y sirve al fin pretendido. Los atajos en Justicia son siempre malas soluciones a medio plazo.

El artículo 19 del Real Decreto Ley 16/2020 de 28 de abril, de medidas organizativas en materia de Justicia para hacer frente a la pandemia, establece que, «durante la vigencia del estado de alarma y hasta tres meses después de su finalización, constituido el Juzgado o Tribunal en su sede, los actos de juicio, comparecencias, declaraciones y vistas y, en general, todos los actos procesales, se realizarán preferentemente mediante presencia telemática, siempre que los Juzgados, Tribunales y Fiscalías tengan a su disposición los medios técnicos necesarios para ello». Y excluye, como no podía ser de otra manera, el enjuiciamiento de delitos graves en el orden penal. Le queda ahora al Consejo General del Poder Judicial elaborar una guía que acote cuáles juicios y en qué condiciones se pueden celebrar. En ello están.

Los juicios telemáticos pueden constituir una herramienta accesoria que permita la agilización de determinados trámites procesales, vistas y comparecencias, pero han de garantizar la seguridad jurídica.

Las declaraciones a distancia de detenidos en sede policial, por ejemplo, ya practicadas durante estos días de confinamiento por los juzgados de guardia, cuentan con la adveración de la identidad del detenido efectuada por la policía y con la garantía de defensa del abogado defensor, que vela por la integridad del testimonio y por que sea prestado sin vicio. Este tipo de actuaciones no dejan de ser videoconferencias semejantes a las practicadas por los órganos judiciales antes del confinamiento: un funcionario del juzgado transcribe o graba la declaración prestada como si el detenido y su abogado estuvieran en sede judicial.

Las comparecencias penales que no conlleven práctica de prueba (de prisión, de adopción de órdenes de protección y otras medidas cautelares, etc) llevan años realizándose de forma telemática por parte del representante del Ministerio Fiscal cuando no puede asistir presencialmente. La absoluta insuficiencia de efectivos en fiscalía obliga a estos a multiplicarse, motivo por el cual el legislador recogió la posibilidad de que utilizasen medios telemáticos para poder atender las distintas diligencias. La rácana administración de justicia nos ha obligado a acostumbrarnos a administrar miserias, asumiendo como idóneo un parche que, en realidad, supone una disminución de la calidad de atención a las víctimas y victimarios. Que exista la posibilidad de la presencia a distancia del fiscal no puede llevar a conformarnos. Se deben crear más plazas de fiscales, no saturar a los ya existentes.

La videoconferencia, por tanto, debe ser concebida como algo excepcional, prevista únicamente para casos en los que no pueda realmente realizarse la actuación judicial de manera presencial o que esta no esté aconsejada (situación actual de riesgo de contagio, por ejemplo). Mantener que lo telemático “ha venido para quedarse” es poner a la Justicia en bandeja tanto a este como a futuros gobiernos que fácilmente optarán por no crear nuevos efectivos y saturar aún más a los ya existentes. Por ello, considero indispensable que seamos los propios operadores jurídicos los que prestigiemos nuestra función. De lo contrario, nos veremos reducidos a un número o a un eslabón en la cadena de producción. No podemos olvidar que nuestro trabajo afecta a derechos fundamentales. Un busto parlante no puede meter a nadie en prisión.

Pasando de las comparecencias y diligencias judiciales expuestas a la propuesta de generalizar los  juicios telemáticos mientras dure el estado de alarma, debe aceptarse su implementación de manera temporal y excepcional y siempre partiendo de la base de un sistema cifrado que preserve el contenido de lo actuado, la protección de datos personales y la identidad de los actuantes. Así, las conformidades con el fiscal, los actos de conciliación, las mediaciones, arbitrajes, las audiencias previas civiles, los juicios documentales o las conclusiones orales, por ejemplo, pueden ser celebrados íntegramente de forma telemática con mínimos medios técnicos que garanticen la fe pública judicial y permitan la grabación. De hecho, la aportación de prueba documental puede realizarse por los mismos medios técnicos, compartiendo en pantalla los documentos. Pero veo inviable la práctica de prueba testifical y pericial de parte en juicios telemáticos. Únicamente, cabría la posibilidad de que los profesionales asistieran telemáticamente desde sus respectivos despachos -contemplando incluso la posibilidad de que las partes les acompañen, dada la tasada valoración de la prueba de interrogatorio- y, el resto de deponentes (testigos y peritos), lo harían en sede judicial ante el juez, garantizando tanto la identidad como la integridad de la declaración. Una testifical prestada en lugar donde no haya funcionario público que identifique al declarante y verifique la ausencia de vicio no puede ser valorada como tal.

Por otra parte, la inmediación judicial es imprescindible para poder valorar correctamente la prueba, por lo que excluiría de la posibilidad de celebrar juicios telemáticos los de la jurisdicción penal. La inmediación se ve gravemente afectada en el contacto telemático, al igual que no es igual tomarse un café con un amigo que dialogar con él por Zoom. La videoconferencia te hace perder detalles del entorno y del lenguaje corporal. En determinadas actuaciones como las exploraciones de menores, los procesos de familia o la protección de derechos fundamentales, la cercanía humana es imprescindible. Si no aceptamos que un internista nos diagnostique a distancia, ¿Por qué aceptamos una decisión judicial así?

Aunque es cierto que existen supuestos legales en los que se compromete la inmediación, como la preconstitución de prueba en el ámbito penal, se trata de casos excepcionales en los que se prima la evitación de la victimización secundaria de quien ha sufrido un delito traumático o la garantía de la prueba en casos de víctimas extranjeras que se marchan a su país (ius puniendi del Estado) frente a la inmediación judicial y, por ello, la ley ha permitido la excepción.

Finalmente, quiero resaltar que los juicios telemáticos impiden la publicidad de los juicios, en contra de lo establecido por el legislador. Además, permiten dejar en manos de los intervinientes el buen desarrollo de la vista, ya que, ante la eventualidad de un juicio desfavorable, se puede caer en la tentación de desconectar y apelar a la nulidad de lo actuado por fallos de conexión.

En definitiva: sí a los medios telemáticos con garantías técnicas de protección de datos, de identificación de los intervinientes y de integridad del contenido de lo actuado, pero como instrumento accesorio que permita reducir la presencia de personas en sede judicial en actuaciones sencillas. No podemos aceptar burocratizar la justicia bajo la excusa de una epidemia. La adopción de decisiones razonables que permitan la contención de los contagios siempre deben estar iluminadas por la conciencia de servicio público de calidad, que debe volver al contacto personal una vez pasen las restricciones. Y determinadas actuaciones nunca deberían celebrarse de forma telemática. Los derechos de los ciudadanos están en juego.

Liquidez judicial: una aportación «creativa» al combate frente al Covid-19

Desde antiguo, la literatura jurídica se ha ocupado en múltiples y numerosas ocasiones de analizar y estudiar el papel «creativo» de la jurisdicción, es decir, la importancia de la jurisprudencia como fuente creadora del Derecho —cuestión aceptada en los sistemas de common law, y más discutida en los continentales— y su influencia en lo que podríamos denominar como la «vida real»: el entorno tangible de desarrollo humano relacional que es afectado, directa o indirectamente, por las decisiones de los jueces y tribunales. A este respecto, especialmente ilustrativos resultan los trabajos, entre otros muchos, de Taruffo o Ferrajoli. Sin embargo, quizá por ese aspecto o cariz esencialmente estructural o burocrático que Weber se ocupó de imprimir en la Administración, poco o nada se ha escrito sobre el papel «creador» de esa misma Administración que, a veces por un ejercicio de abstracción analítica, otras por simple limitación de progresión práctica, es vista como un mero brazo ejecutor, maquinal y ausente de dirección intelectual cuando, precisamente, es esa la premisa elemental que legitima toda organización pública: su servicio útil al propósito de una idea, creando riqueza en la acepción más amplia del sustantivo. Desde la conciencia en esa consideración de que la Administración y sus servidores públicos debemos ser útiles y creativos, en una manifestación positiva de nuestra propia definición, las líneas siguientes buscan ofrecer una propuesta original, de recorrido necesariamente limitado, sí, pero también de vocación amplia, al servicio de una lucha que se avecina sin cuartel: la que tendrá lugar, superada la crisis sanitaria, frente a los devastadores efectos económicos de la pandemia del coronavirus en el tejido económico.  

Como punto de partida, debemos subrayar una noción que con demasiada frecuencia es olvidada: el crucial papel que ostentan los órganos judiciales en la ordenación de las relaciones económicas. Efectivamente, y sin necesidad de cita de Adam Smith u otros pensadores que con mucho tino describieron esta realidad, es claro e indiscutido que la penetración de la controversia jurídico-civil en la esfera jurisdiccional conlleva que, en último término, sean los jueces y tribunales quienes hayan de decidir sobre cuestiones con incidencia en los marcos micro y macroeconómico. Pensemos, por ejemplo, en que detrás de un aparentemente anodino contencioso mercantil, muchas veces —muchas— se esconden auténticas batallas por el liderazgo de un sector productivo o por la continuación de una actividad a la que se encuentran ligados, como terceros, proveedores, acreedores y otros interesados. ¿Alguien puede negar que los pleitos de competencia no tienen ya hoy afectación internacional o que la litigación masiva en pleitos de consumidores ha cambiado la forma de articular las relaciones de financiación clásicas entre entidades de crédito y particulares? Actualmente, el binomio Derecho y Economía se ha confundido tanto en sí mismo que es muy costoso, cuando no imposible, diferenciar cuál es una decisión jurídica y cuál una económica. La realidad de todo esto, sin embargo, no va acompañada de una conciencia absoluta sobre este presente ontológico: todavía algunos juristas piensan que sus decisiones no producen derivadas económicas.

Consecuencia de esa mutación de lo jurídico en lo económico es la cuenta de consignaciones y depósitos que se prevé en determinadas leyes (por ejemplo: en la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil), pero cuya regulación normativa más específica viene dada por el Real Decreto 467/2006, de 21 de abril, por el que se regulan los depósitos y consignaciones judiciales en metálico, de efectos o valores. Dicha cuenta de titularidad pública es la caja de recepción de los distintos conceptos económicos judicializados; o si se prefiere «efectos judiciales de una realidad económica»; en este caso, el orden de factores no altera el producto. En la cuenta de consignaciones y depósitos de los distintos órganos judiciales se reciben, día a día, y de forma masiva: multas, indemnizaciones, depósitos para recurrir, cantidades embargadas, retenciones salariales…Y aunque no existan estadísticas fehacientes sobre el volumen de dinero ingresado y gestionado, es más que seguro que éste, diariamente, permite hablar en términos absolutos de millones de euros. Mucho dinero. Muchísimo.

El llamado «inmovilizado judicial» obtiene destino, previo el dictado de las correspondientes resoluciones judiciales o procesales, a través de los diferentes mecanismos que permite la aplicación informática de la cuenta de consignaciones y, por supuesto, el Real Decreto 467/2006, de 21 de abril; habitualmente: transferencia bancaria directa «cuenta a cuenta», o expedición de mandamiento de pago a favor del beneficiario del activo judicial. Sin embargo, por causa de la crisis financiera de los últimos años, de sus correspondientes modificaciones societarias, de las cesiones de crédito en globo o, en muchas ocasiones, del desinterés de las partes, muchos de esos «inmovilizados» comenzaron a «dormir» en las cuentas de los distintos órganos jurisdiccionales, sin generar interés de ningún tipo —ni económico, ni de otra índole— para nadie. Estos activos olvidados, casi siempre en el ámbito de procedimientos de ejecución forzosa —conocidos en la jerga como los «05» por su código de identificación en el aplicativo— han ido acumulándose a lo largo del tiempo generando «residuos judiciales» cuya salida, si bien prevista por la norma, no obtiene siempre representación práctica. Así, conviene recordar que el artículo 14 del Real Decreto 467/2006, de 21 de abril, prevé en su dicción que las cantidades que no hayan podido ser entregadas a sus destinatarios, tras haber utilizado los medios oportunos para la averiguación de su domicilio o residencia, y las cantidades correspondientes a mandamientos de pago entregados y no presentados al cobro por sus beneficiarios, sean transferidas a la cuenta de «Fondos Provisionalmente Abandonados» —conocida en el acervo judicial como la «9999», igualmente, por los dígitos que la identifican—.  La dirección y gestión de las cuentas de consignaciones y depósitos, debe recordarse, es encomendada por la norma al Letrado de la Administración de Justicia; atribución competencial coherente y razonable con el papel crucial de dicha autoridad en la ejecución de las decisiones del órgano judicial.

Los efectos económicos del Covid-19 sobre la economía en general, y sobre las empresas en particular, serán, con amplia seguridad, desastrosos. Pese que, a diferencia de lo ocurrido en el año 2008, en esta ocasión no existen altos niveles de sobreendeudamiento privado, lo cierto es que la pandemia generará en los meses inmediatamente posteriores a su superación desde la óptica sanitaria, una contracción del consumo, luego de la producción, y finalmente —y en círculo—, de la financiación. Para paliar en la medida de lo posible ese retroceso natural en el sistema económico, es imprescindible que todos los operadores, sean públicos o privados, intenten recurrir a los distintos instrumentos que, finalmente, garanticen la «sangre» del circuito económico: la liquidez. Y en esa búsqueda de liquidez… ¿Qué mejor que aflorar los activos judiciales «olvidados»? Nótese que la medida apenas tiene coste de ningún tipo y que, generalizada por toda la geografía judicial, permitiría no solamente mejorar el saneamiento del edificio judicial, sino —y sobre todo— incorporar a la economía real dinero —millones— cuya utilidad, a tiempo presente, no supera la de la mera anotación contable abandonada: ninguna. En este sentido, el papel de los órganos judiciales, y específicamente el de los Letrados de la Administración de Justicia, podría ser decisivo para ayudar en unos tiempos en los que, más que nunca, la Administración Pública debe ponerse al servicio quienes la legitiman: los ciudadanos. El servicio público debe ser útil y creativo al propósito de la generación de riqueza. La trágica coyuntura nos impone un reto que, ahora o nunca, debemos aceptar.

El Letrado de la Administración de Justicia. Un pilar fundamental.

El artículo 440 de le Ley Orgánica del Poder Judicial (o “LOPJ”) dispone que: “Los Letrados de la Administración de Justicia son funcionarios públicos que constituyen un cuerpo superior jurídico, único, de carácter nacional, al servicio de la Administración de Justicia, dependientes del Ministerio de Justicia y que ejercen sus funciones con carácter de autoridad ostentando la dirección de la Oficina Judicial”.

Los Letrados de Justicia son unos grandes desconocidos por todos, pero se constituyen como una pieza sustancial en el buen funcionamiento de la justicia en nuestro país. Su antigua denominación era la de Secretarios de la Administración de Justicia o Secretarios Judiciales, y su origen se encuentra en la figura del secretario, del escribano y sobre todo de la fe pública, que se ha constituido a lo largo de la historia jurídica como una garantía elemental de un ordenamiento jurídico, justo, estable, flexible, definitivo y adaptable a los cambios sociales. Aunque los primeros datos de la figura datan del antiguo Egipto, lo cierto es que fueron introducidos en el año 1216 por el decretal de Inocencio III como un mecanismo para garantizar la independencia y la aplicación del derecho con total objetividad. Por tanto, es una figura con un gran arraigo en nuestro ordenamiento jurídico y con un gran peso cultural.

Hoy en día, la figura del Letrado de Justicia ostenta mucha más envergadura, es decir, va mucho más allá de levantar un acta de los hechos acontecidos y dar fe pública. El Letrado de Justicia es una figura con unos conocimientos muy profundos y exhaustivos en Derecho Procesal, es el encargado de impulsar y ordenar el proceso.

El artículo 452 de la Ley Orgánica del Poder Judicial literalmente establece que: “Los secretarios judiciales desempeñarán sus funciones con sujeción al principio de legalidad e imparcialidad en todo caso, al de autonomía e independencia…”. Además, ostenta la dirección de la Oficina Judicial.

Asimismo, el artículo 457 de la LOPJ dispone: “Los secretarios judiciales dirigirán en el aspecto técnico procesal al personal integrante de la oficina judicial ordenando su actividad e impartiendo ordenes e instrucciones que estime pertinentes en el ejercicio de su función.” Esto es, coordinan y dirigen al personal, además de dictar decretos y diligencias de ordenación, son pieza angular en la ejecución, elaboran la estadística judicial entre otras muchas funciones, en definitiva, hacen casi de todo.

Los Letrados de Justicia están acostumbrados a que poca gente sea conocedora del sacrificio que supone optar por una oposición tan dura, como así atestiguan los casi 300 temas que la constituyen, siendo, sin lugar a duda, una de las oposiciones más potentes, estando al nivel de cualquiera de aquellas que todos conocemos que venden más y tienen mejor marketing, pero lo cierto es que nadie sabe qué hace un Letrado de Justicia. A veces, da la sensación que ni dentro del propio juzgado lo saben, abogados, procuradores. En general, se puede decir que sólo un segmento muy reducido de los profesionales que operan en el ámbito jurídico, conocen y saben qué hace exactamente un Letrado de Justicia. Si esto es así con los profesionales, imagínense con los ciudadanos.

La mayoría de las funciones que realiza un Letrado de Justicia y la mayoría de las resoluciones que dicta se suele pensar, de forma errónea, que las elaboran los Jueces.

Una persona a la que admiro mucho me expuso una vez la concepción del Letrado de Justicia en el juzgado de la siguiente manera: “el Letrado de Justicia no está en la delantera, no marca los goles y no se lleva los honores ni aspira a los premios, pero el Letrado de Justicia es el centrocampista, tiene la misión de crear y contener, de aportar claridad, sentido táctico, dinámica, capacidad, compromiso, canalizar todo el flujo procesal y ser muy polivalente, saber gestionar, estar en tierra de nadie, entre la oficina y el juez, entre los profesionales y los justiciables.” Pero sólo el Letrado de Justicia, sabe qué hace y quién es, sabe las dificultades que encuentra para conseguir un juzgado competente ante la falta de partidas de gasto que se atribuyen a Justicia lo que tiene como consecuencia un gran volumen de trabajo con escasos medios personales y materiales que tienen que saber gestionar. La razón es simple, los defectos sistemáticos de los gobiernos representativos occidentales, que conllevan luchas entre los poderes del Estado, que derivan siempre en que un poder quiera controlar a otro y esto se traduce en las dificultades y poca inversión en Justicia.

Los Letrados de la Administración de Justicia representan la modernización de la Justicia en su expresión más radical, tanto en las nuevas tecnologías como en los nuevos hábitos, cuyo fin principal es la mejora del servicio público. Son la cabeza visible de todo, asumen toda la responsabilidad, son el escudo y a la vez espada. Todo ello, no se ve reflejado en sus condiciones laborales, ni en su reconocimiento, ni en sus retribuciones, las cuales están muy lejos de lo que son y lo que merecen tanto en todos los ámbitos en que operan como en todos los sectores que conforman esta profesión jurídica tan compleja y cuya prioridad es que el servicio público de justicia se ofrezca con la máxima calidad. Este malestar generalizado es un problema para la Administración de Justicia pues son una pieza sustancial y un elemento fundamental del servicio público.

Aunque poca gente lo sepa, los Letrados de la Administración de Justicia también tienen el tratamiento de señoría, tienen toga, escudo, puñetas, y no son subordinados de los Jueces, aunque no tienen el prestigio ni el respeto de otros profesionales jurídicos, porque tampoco interesa, lo cierto es que los Letrados de Justicia se suelen sentir más solos que la una, “la soledad del Letrado del Administración de Justicia”. El Letrado de la Administración de Justicia está con todos, pero sin nadie. Sabe cuál es el funcionamiento, las necesidades y las carencias, conoce todos los laberintos del juzgado y su complejidad. Son una garantía de la legalidad para los justiciables, son una garantía constitucional en sí mismos.

Producto de la descentralización del Estado, que en nada contribuye al buen funcionamiento de la Justicia, es normal encontrarse con juzgados atrasados, provistos de medios propios del tercer mundo y un equipo de trabajo en el que unos dependen de la Comunidad Autónoma, otros del Poder Judicial y otros del Ministerio de Justicia, cada uno con sus peculiaridades, singularidades, capacidades económicas y su idea de Justicia, en definitiva, un auténtico desastre.

En este mar revuelto caminan los Letrados de la Administración de Justicia, que, junto a Jueces, Fiscales y demás operadores jurídicos, se constituyen como una pieza fundamental del sistema y luchan por que cada día la Administración de Justicia sea un poco mejor.

El control de abusividad de los elementos esenciales del contrato

No tengo ninguna duda de los enormes beneficios que la pertenencia a la Unión Europea supone para España, ni de la importancia que tiene el Tribunal de Justicia (en adelante TJUE) en su marco institucional, pues entre otras cosas es  el intérprete máximo de la normativa europea, garantizando así su aplicación uniforme. Para esto último se ofrece a los jueces nacionales la posibilidad de presentar cuestiones prejudiciales (art. 267 del TFUE), recurso muy utilizado por los jueces españoles en los últimos tiempos, sobre todo en relación con la interpretación de la Directiva 93/13 sobre protección de los consumidores.

Sin embargo, un reciente informe del Abogado General (en adelante AG) en el caso C-125-18 relativo al tipo de referencia IRPH en los préstamos hipotecarios plantea a mi juicio problemas en materia de competencia del Tribunal (pueden ver también estas críticas de Alfaro y Guilarte).

Aunque a mi juicio no es el único error del informe (un estudio más completo aquí), el más grave es la invasión de competencias de la Justicia española. Una de las cuestiones planteadas por el Juzgado español al TJUE es la siguiente: “¿Resulta contrario a la Directiva 93/13 y a su artículo 8 que un órgano jurisdiccional español invoque y aplique el artículo 4, apartado 2, de la misma cuando tal disposición no ha sido transpuesta a nuestro ordenamiento por voluntad del legislador, que pretendió un nivel de protección completo respecto de todas las cláusulas que el profesional pueda insertar en un contrato suscrito con consumidores, incluso las que afectan al objeto principal del contrato, incluso si estuvieran redactadas de manera clara y comprensible?”.

Sorprende la formulación de la pregunta, en realidad retórica pues contiene la respuesta. El juzgado pregunta al TJUE pero ya le indica lo que quería el legislador español (lo subrayado por mí): que los jueces se pronuncien sobre la posible abusividad del equilibrio entre precio y objeto principal del contrato.

El tema es extraordinariamente importante. El art 4.2 de la Directiva 93/13 de protección de los consumidores dice que «La apreciación del carácter abusivo de las cláusulas no se referirá a la definición del objeto principal del contrato ni a la adecuación entre precio y retribución … siempre que dichas cláusulas se redacten de manera clara y comprensible». La Directiva por tanto excluye del examen de abusividad los elementos esenciales del contrato, aunque permite el de transparencia en su del último inciso. Por otra parte el art. 8, de la misma Directiva dice: “Los Estados miembros podrán adoptar o mantener en el ámbito regulado por la presente Directiva, disposiciones más estrictas que sean compatibles con el Tratado, con el fin de garantizar al consumidor un mayor nivel de protección.”

La STJUE C-484/08 dijo que el art. 8 y 4.2 de la Directiva «deben interpretarse en el sentido de que no se opone a la Directiva una normativa nacional, … que autoriza un control jurisdiccional del carácter abusivo de las cláusulas contractuales que se refieren a la definición del objeto principal del contrato». Esta conclusión es a mi juicio discutible: los considerandos de la Directiva insisten en que «la apreciación del carácter abusivo no debe referirse ni a cláusulas que describan el objeto principal del contrato» y esto tiene todo el sentido: el examen de abusividad de las cláusulas no esenciales se justifica en que no son solo no son negociadas sino que además ni siquiera las tiene en cuenta el consumidor pues -como ha explicado Alfaro tantas veces- no le resulta rentable ese análisis. Por ello la normativa de consumidores permite anular esas cláusulas si son abusivas, aunque fueran claras y conocidas por el consumidor. Este, en cambio sí presta atención al precio y a la prestación esencial, y lo negocia con el prestamista o acudiendo a la competencia, y por ello no es necesario que los jueces los controlen. Tampoco sería conveniente, pues si los jueces pudieran —y en consecuencia debieran— enjuiciar si el precio en todos los contratos con consumidores es o no justo, no nos encontraríamos ya en la economía de mercado que consagra nuestra el art. 38 de nuestra Constitución. Esa normativa podría ser incluso, por la misma razón, contraria también a los Tratados de la Unión, aunque la STJUE citada consideró que no seria contraria a los artículos del Tratado relativos a la competencia.

Sin embargo, el AG concluye que los jueces españoles deben realizar ese examen: “considero que el artículo 8 de la Directiva 93/13 se opone a que un órgano jurisdiccional nacional pueda aplicar el artículo 4, apartado 2, de dicha Directiva para abstenerse de apreciar el carácter eventualmente abusivo de una cláusula”. El argumento es que si el Estado español no ha excluido expresamente el objeto esencial del análisis de abusividad, la protección de la Directiva se extiende a este análisis. El non sequitur es evidente: si la directiva estableciera como regla general esa protección y permitiera a los estados excluirla, el silencio indicaría conformidad con ese examen. Pero justamente la regla general de la Directiva es la exclusión y el artículo 8 solo permite a los Estados, en general, establecer una protección superior a la de la Directiva. Pero si el Derecho nacional no dice nada, lo que habrá que hacer es interpretar el Derecho nacional, pues el juez nacional no aplica el art. 4.2 de la Directiva sino el derecho nacional.

Y ahí radica el problema, porque el AG interpreta el Derecho español en contra de la interpretación del TS, realizada además en sentencias posteriores a la del TJUE C-484/08. La STS de 18 de junio de 2012  dijo que de la reforma de la Ley de Consumidores efectuada por la Ley 7/1998 se deducía la imposibilidad de entrar en ese examen: «no puede afirmarse que [el derecho de los consumidores] pese a su función tuitiva, altere o modifique el principio de libertad de precios. … en la modificación de la antigua norma… se sustituyó la expresión amplia de «justo equilibrio de las contraprestaciones» por «desequilibrio importante de los derechos y obligaciones», en línea de lo dispuesto por la Directiva a la hora de limitar el control de contenido que podía llevarse a cabo en orden al posible carácter abusivo de la cláusula, de ahí que pueda afirmarse que no se da un control de precios, ni del equilibrio de las prestaciones.» Esta postura se ratificó por STS de 9 de marzo de 2013 que dijo: «la posibilidad de control de contenido de condiciones generales fue cegada en la sentencia 406/2012, de 18 de junio (…) que entendió que el control de contenido … no se extiende al del equilibrio de las «contraprestaciones» —que identifica con el objeto principal del contrato— (…) de tal forma que no cabe un control de precio.».

Para justificar esta extralimitación, el AG dice que a falta de una transposición expresa de la exclusión del art. 4.2, la interpretación jurisprudencial no cumple con los requisitos de seguridad jurídica que exige el TJUE. Como ha señalado Guilarte, esto es contrario a la propia doctrina de la STJUE de 7-8-2018 que ha admitido la doctrina del TS en relación con el máximo de interés de demora. Además la doctrina del TJUE  que se cita se aplica «Cuando una legislación nacional es objeto de interpretaciones jurisprudenciales divergentes que pueden tomarse en consideración, algunas de las cuales conducen a una aplicación de dicha legislación compatible con el Derecho comunitario, mientras que otras dan lugar a una aplicación incompatible con éste, procede estimar que, como mínimo, esta legislación no es suficientemente clara para garantizar una aplicación compatible con el Derecho comunitario.» (C‑129/00 Para. 33). Y en este caso la jurisprudencia es uniforme y en absoluto es contraria al derecho de la UE, pues es una norma equivalente al art. 4.2 de la Directiva

Volviendo al principio, no se trata de defender nuestra soberanía frente a la UE ni mucho menos de poner en cuestión la utilidad del TJUE. Al contrario, se trata de que defender el sistema, para lo cual es necesario que cada uno haga lo que tiene encomendado, que además es lo que mejor sabe hacer: el TJUE está especializado en la interpretación del Derecho de la UE, y el TS es el que mejor puede interpretar el Derecho español. Es evidente que conoce mejor que el TJUE sus normas y los elementos que con arreglo al art. 3 del Código Civil sirven para interpretarlas: el contexto, los antecedentes, la realidad social española y los objetivos del legislador. Esperemos que el la sentencia así lo entienda. En cualquier caso, y para evitar más problemas en esta materia, tampoco estaría mal que el legislador también haga lo que debe, que es dictar una norma que excluya expresamente el examen de abusividad de la adecuación entre remuneración y contraprestación principal.