Sobre el copago en la Justicia

El Consejero de Justicia de la Comunidad Valenciana Jorge Cabré declaró hace unas semanas que no descartaba implantar una tasa como medida para agilizar la Justicia, cuya cuantía no determinaba, si bien de ella estarían exentos los beneficiarios del turno de oficio. Argumentó que a diferencia del servicio de la sanidad pública, que se utiliza muy frecuentemente por los ciudadanos, el de justicia es habitualmente más excepcional, y entiende que sus usuarios estaría dispuestos a pagar una cantidad para conseguir que sus pleitos se resolvieran de manera rápida y eficaz. En todo caso, dijo, se trata de una competencia estatal, por lo que se trataría de abrir un debate entre todos.

 

Estas declaraciones han tenido bastante repercusión y han generado muchas opiniones diferentes. Algunas irrelevantes para la reflexión, como las del ministro José Blanco, que las calificó de “broma”, o las del PSPV, que, con la brocha gorda jurídica que muchas veces tienen los partidos, pide directamente que se prohíban todas las tasas por ley. Tampoco las del presidente de la Generalitat valenciana Albert Fabra o la de Dolores de Cospedal, fueron mucho más interesantes, puesto que se limitaron a echar balones fuera. El primero no la descartó pero tampoco la apoyó, y la segunda hizo uso de la técnica universal de los políticos cuando un tema no les gusta, que es aparentar decir algo sin responder a nada: lo hay que hacer, dijo, es estudiar cómo gestionar mejor los recursos, pero no solamente en justicia, sino en sanidad, educación y en las demás esferas. Pues vale.

 

Cuando se habla de copago en la justicia pasa lo que con algunos otros temas, que se discute sobre él pero no existe un consenso sobre qué significa exactamente la expresión, de manera que unos hablan de una cosa y otros de otra, con el consiguiente diálogo de sordos. El copago puede tener dos finalidades intermedias: financiar el sistema de administración de justicia y/o disuadir de una utilización abusiva por parte del ciudadano de ese sistema. Y además ha de tener una finalidad última, como es hacer más rápida y eficaz la Justicia en España.

 

Concebido como un instrumento de financiación, curiosamente el copago ya existe en España desde el 2002 con el nombre de “tasa por el ejercicio de la potestad jurisdiccional“, la cual se aplica en dos órdenes (civil y contencioso-administrativo), y únicamente a las personas jurídicas de grandes recursos. De lo que se habla ahora es de generalizarlo a todas las personas y todos los órdenes, y lo primero que habría que determinar es de qué cantidad estaríamos hablando. Alguien ha dado la cifra de 50 o 60 euros. Hagamos unos cálculos (muy) caseros: si tenemos en cuenta que según el CGPJ, el número de asuntos en el año 2010 fue de unos nueve millones, y que el presupuesto aprobado por las diversas administraciones de Justicia en ese años fue de más de cuatro mil cien millones de euros, resultaría que si a todos los asuntos les aplicáramos la tasa a 50 euros, lo que sería bastante poco probable porque muchos de ellos estarían exentos por diversas razones, se llegaría a financiar únicamente el 11% del presupuesto global. No parece una cifra espectacular, máxime teniendo en cuenta que, si se aplicara por esa cuantía, tendría razón el Sindicato de Secretarios Judiciales, o Jueces para la Democracia cuando la rechazan alegando que supondría impedir o dificultar en algunos casos el acceso a la Justicia por razones de capacidad económica, vulnerando el principio constitucional de tutela judicial efectiva. Para evitar eso podría pensarse en una tasa simbólica -un euro- pero la recaudación sería tan baja en relación con las necesidades globales y habría que remar contra tantas opiniones contrarias que quizá no merezca la pena en este momento.

 

Cuestión diferente es si la tasa se establece para disuadir del mal uso del servicio, con la que yo estaría completamente de acuerdo y también parece estarlo la Asociación Profesional de la Magistratura (aunque es favorable no solamente para este supuesto, sino para otros). Los recursos de la administración de justicia son limitados, si alguien los utiliza no para defender sus legítimos intereses sino exclusivamente para perturbar los derechos de los demás (para fastidiar, vamos), o incluso como un medio de asustar y coartar a la otra parte (véase la llamada querella catalana), entonces no estamos hablando de algo que tenga el peligro de impedir la tutela judicial efectiva, sino de un derroche intolerable de recursos públicos que ha de ser cortado de raíz. La Justicia es como el agua: un bien escaso, y el que lo malgasta debería pagarlo, porque con su comportamiento incívico está perjudicando al resto de los que acuden a ella. Se trata de una verdadera obstrucción a la Justicia, puesto que el tiempo y los recursos humanos y materiales que se destinan a estos, diríamos, pseudo pleitos, son restados de los que merecen verdaderamente la atención del Estado. Si, como hemos dicho antes, el fin último de la tasa es hacer más eficaz y rápido el sistema, quitemos esta obstrucción y así todo fluirá algo mejor.

 

Sería la condena en costas la que establecería si alguien ha litigado temerariamente, es decir, si ha abusado de los limitados recursos públicos, por lo que debería pagar no únicamente las costas de la otra parte, sino también el coste íntegro del procedimiento (se calcula que un juicio oral puede costar alrededor de 1400 euros). Qué duda cabe que una amenaza de este tipo resulta notablemente disuasoria, y en nada perjudica, todo lo contrario, a los que realmente tienen necesidad de acudir al juez.

 

Voy a añadir a lo dicho una idea que no he visto reflejada en ninguna de las declaraciones sobre el tema, y que me parece importante. Cuando alguien acude a los juzgados, en la inmensa mayoría de las ocasiones ha contratado previamente un abogado, el cual le ha asesorado, ha redactado los escritos correspondientes y se va a encargar de llevar el pleito. Pues bien, cuando alguien presenta una demanda o una querella a todas luces impropia, con el fin de perjudicar, asustar, coaccionar o fastidiar a terceros y sin que exista una mínima base jurídica para ello, la responsabilidad de mal utilizar la posibilidad de acudir a los tribunales no es solamente de él sino también de su abogado, que como profesional del Derecho esta mucho más obligado que el ciudadano de a pie a colaborar en el buen funcionamiento del servicio público, y sabe perfectamente cuándo no se está acudiendo a los tribunales, sino abusando de ellos.

 

Por tanto, la propuesta que podría ser objeto de debate es que en caso de que según lo expuesto una persona fuera declarada responsable de malgastar las prestaciones judiciales, el coste total del procedimiento fuera abonado en un copago, pero no entre la administración y el cliente, sino entre éste y su propio abogado. Es una medida muy sencilla de implementar, con el doble efecto de aligerar a la justicia y financiarla, que no crearía controversia –ni siquiera, creo, entre el colectivo de abogados, también interesados en purgar los tribunales de demandas improcedentes- y que podría ser muy eficaz.

 

Fiscales autónomos, pero dependientes

El anteproyecto de la nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal me obliga a reflexionar sobre la figura del fiscal. Diez años como fiscal sustituto creo me habilitan para hablar de la supuesta independencia del Ministerio Fiscal. Y digo supuesta, pues si algo me ha quedado claro en estos años es la total y absoluta dependencia del Ministerio Fiscal.

El fiscal “de a pie”, es decir, que lleva asuntos normales y corrientes, en tribunales y juzgados no politizados (es decir, que no sean el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional o las Salas de lo Civil y Penal de los Tribunales Superiores de Justicia), puede actuar autónomamente, y de hecho asi se opera normalmente, pero siempre sometido al visado del Fiscal Jefe correspondiente, que puede introducir las modificaciones que estime pertinentes en los escritos de acusación, ordenar el sobreseimiento de un determinado procedimiento, incrementar notablemente las penas a pedir, modificar la calificación jurídica, en casos dudosos, etc. Y al que hay que darle cuenta verbalmente de cualquier asunto en el que aparezca presuntamente implicado un cargo político o persona de relevancia social.

Incluso en alguna fiscalía en la que tuve la desgracia de servir, el fiscal jefe correspondiente visaba absolutamente todos y cada uno de los escritos que los fiscales emitíamos, si bien hay que decir en su descargo que pese a ello, seguía sin enterarse de nada…, y había que informarle verbalmente de cualquier asunto importante o trascendente que tuviéramos en tramitación.

Vemos pues que los fiscales jefes ostentan una posición de domicilio, de autoridad, de superioridad, y de corrección del trabajo de los fiscales mediante la técnica del visado, que supone la revisión y modificación de los escritos que elaboramos, así como la fijación de instrucciones y criterios generales a seguir por todos los miembros a sus órdenes.

La absoluta discrecionalidad de su nombramiento, por parte del Ministerio de Justicia, oído el Consejo Fiscal, y previo informe del Fiscal General –que es el brazo del gobierno en los juzgados y tribunales-, hacen que, en la práctica, quienes ostentan estas jefaturas sean personas de la confianza del poder político…, lo que no quiere decir de la misma ideología, pues muchos de ellos no lo son, pero que en cualquier caso siguen fielmente las directrices emanadas de la superioridad, pues les va en ello el cargo y el cocido…

Mientras que todo juez es soberano, en su juzgado, y puede actuar con total libertad y discrecionalidad, con arreglo a su leal saber y entender, así como a su conciencia, los fiscales actúan autónomamente, pero no independientemente, pues a través del visado, de las jefaturas, y en última instancia de la inspección fiscal, se vigila que no se desvíen del buen camino, que es el que marca el gobierno de turno, a través de su alter ego, el fiscal general.

Por no hablar de la absoluta falta de competencia en sentido estricto, puesto que el reparto de trabajo, de juzgados a atender, de asuntos que despachar o de juicios a los que asistir, se realiza a criterio del fiscal jefe correspondiente, y aunque puede debatirse en junta, al final se impone la decisión del jefe, al igual que puede apartarse a un fiscal de un determinado asunto, encomendándose a otro más dócil y manejable. O asumirlo personalmente el fiscal jefe, ya que los fiscales jefes teóricamente tienen la obligación de asumir los asuntos más difíciles, importantes o problemáticos, según su particular y personal criterio… En definitiva, el fiscal se transforma en un burro de carga, con mucho trabajo pero sin competencias propias y específicas, y sometido siempre a las órdenes del “amo” correspondiente.

¿Comprenden ustedes por qué me horroriza la posibilidad de que la instrucción de los procedimientos penales acabe en manos de los fiscales…?

 

No disparen contra el juez

(Transcripción del artículo que he publicado en el diario “El Mundo” el día 28 de julio de 2011).

 

El auto de procesamiento dictado contra tres destacados policías por el caso Faisán ha dado lugar en algunos foros a respuestas muy preocupantes, que implican cierto desconocimiento del correcto funcionamiento de un Estado de Derecho. Se critica duramente al juez Ruz por la incongruencia que supone imputar a los acusados un delito de colaboración con banda armada cuando resulta evidente que el chivatazo lo que pretendía era favorecer una negociación para la disolución de esa banda. ¿Cómo se puede hablar de colaboración con una organización -se dice- cuando lo que se busca es combatir sus fines de la manera más eficaz posible? La coda, como suele ser habitual, la constituye el argumento ad hominem: lo que busca el juez es notoriedad y satisfacer su ambición personal a costa de la Justicia.

Resulta muy duro ver a tres funcionarios, que han sacrificado muchos años de su vida al servicio de nuestra seguridad, en el banquillo de los acusados. Pero la cuestión es quién es el responsable de ello. ¿El juez? Me temo que no. Cuando se afirma como algo evidente que el chivatazo se produjo en el marco de una negociación política con la banda, ¿en qué se basan exactamente para alegar tal cosa? ¿En las declaraciones de los policías? ¿En las de su jefe, el entonces ministro Rubalcaba? Creo que todos estamos de acuerdo en que esos policías y ese ex ministro niegan esa supuesta evidencia con la misma firmeza con la que Camps niega que le hayan regalado trajes. Es muy comprensible no querer asumir riesgos innecesarios de cara a las próximas elecciones y, especialmente, de cara a dirigir el PSOE, pero de esa circunstancia no es responsable el juez. Tampoco de que, mientras Rubalcaba se resista a asumir su responsabilidad política, esos abnegados policías tengan muy mermadas sus posibilidades de defensa.

Mientras tal cosa no ocurra, todas esas alegaciones sobre el componente ideológico del tipo penal, que exigiría una supuesta intención de participar en los fines de la banda, o sobre la jurisprudencia que considera un fraude constitucional corregir la política interior del Gobierno mediante una acción penal, tendrán que esperar un momento mejor, quizá el del juicio oral y siempre que esos argumentos sean expresamente alegados. Entre tanto, no resulta de recibo criticar al juez por negarse a participar en un juego con dos barajas: invocar por un lado la negociación con la banda para exculpar a los funcionarios y negar a la vez esa negociación para exculpar al ex ministro y no comprometer sus opciones políticas.

Realmente, este caso es muy revelador de cómo funciona hoy la política en España. Con nulo respeto a los mecanismos del Estado de Derecho, la tendencia natural siempre es tirar por la calle de en medio, poniendo por encima del respeto a las formas y a la legalidad, no los intereses generales, sino los particulares de sus protagonistas o de sus partidos. Para luego, cuando algo sale mal, negarse a asumir sus responsabilidades políticas, con la esperanza de que éstas se liquiden a un nivel inferior, el de los funcionarios, ya sean, como en este caso, los policías procesados o, incluso, el juez al que tan torticeras intenciones se le imputan.

No nos dejemos engañar tan fácilmente por tanto voluntario dispuesto a hacer blanco fácil con Ruz, que está actuando como un juez y no como un político, y centrémonos en exigir responsabilidades a los políticos y, en este caso concreto, a la cúpula del Ministerio del Interior. Si sus intenciones eran tan dignas y tan loables, no debería haber ningún inconveniente en proclamarlas y asumirlas. Si, por el contrario, vistas ahora en retrospectiva, ya no lo parecen tanto, resulta lamentable que los funcionarios vayan a asumir una vez más las culpas de sus superiores, por muy brillantes que sean sus hojas de servicio. Pero, en cualquier caso, por favor, no deberían presumir que los ciudadanos somos tontos.

 

La floresta autonómica y la mediación que viene: multiplicación y división

En el siglo XIX, en la llamada carrera colonial, los líderes de ciertas potencias europeas escudriñaban los mapas buscando nuevos territorios para someterlos y añadirlos a la respectiva lista de colonias. En su mentalidad, ello reforzaba el prestigio y poder de su país, que contribuía así a extender la civilización. De paso, y como recompensa a su propia vanidad, se aseguraba a tales protagonistas un lugar de honor en la Historia. Tal vez algo semejante les ocurre a nuestros parlamentos autonómicos, siempre escudriñando la realidad para encontrar nuevas porciones de la misma que regular. De nuevo, el órgano crea la función|.

Hace unas semanas, Francisco Marcos, desde el blog Nada es Gratis, nos informaba sobre la Ley de Responsabilidad Social Empresarial de Extremadura, a la que consideraba como un nuevo ejemplo de extravagancia legislativa autonómica en un agudo análisis que puede leerse aquí

La próxima “víctima” de este furor legislativo autonómico puede ser la Mediación.

La mediación es un interesante medio extrajudicial de resolución de conflictos (universalmente conocidos éstos como Alternative Dispute Resolutions, o ADRs) que ha tenido un gran desarrollo, primero en los Estados Unidos, donde nace, y luego en muchos otros países a los que se ha extendido con éxito. Se basa en la negociación sobre los auténticos intereses de las partes que se establece a través de una persona, el mediador, dotado de una especial preparación y habilidades, no sólo en materia jurídica, sino también en ciertas técnicas sicológicas.

Si se consigue en España su correcta implantación puede tener un gran desarrollo, contribuir a descongestionar los tribunales, y ofrecer un método rápido y económico para la resolución de cierto tipo de disputas. En los países en que se ha conseguido el porcentaje de éxito en la superación de la disputa es considerable, sin que además los fracasos tengan un coste excesivo, pues dejan abierta de forma rápida y limpia la vía judicial o arbitral. Pero ese objetivo corre el serio peligro de enredarse en el espesor de la floresta autonómica, favorecida ésta de nuevo por el sorprendente desistimiento del legislador nacional.

El desistimiento del legislador nacional.

Existe ahora en tramitación en el Congreso de los Diputados un proyecto de ley de regulador de la mediación en asuntos civiles y mercantiles. Hay buenos motivos para considerar que la materia debería ser de competencia exclusiva del Estado. Si no se designa específicamente en el artículo 149 de la Constitución, ello es por ser una materia prácticamente desconocida en España al tiempo de su promulgación, y lo mismo que el Arbitraje, no deja de ser algo accesorio a complementario a la Administración de Justicia, y por tanto de competencia estatal. Hasta el punto que al acuerdo se le otorga fuerza de cosa juzgada.

El propio Proyecto parte de esa idea cuando declara en su disposición adicional sexta que “esta ley se dicta al amparo de la competencia exclusiva del Estado en materia de legislación mercantil, procesal y civil, establecida en el art 149.1.6ª y 8ª de la Constitución”. Sin embargo, sorprendentemente, se queda en ello a medias cuando se conforma con “el solo propósito de ofrecer una regulación mínima y común aplicable a todo el territorio del Estado” para articular un marco para la vertiente jurisdiccional de la mediación, y todo ello “sin perjuicio de las disposiciones que dicten las Comunidades Autónomas en el ejercicio de sus competencias”. Y en recientes declaraciones el Ministro de Justicia consideraba que el Estado carecía de título competencial para regular más allá de ciertos efectos civiles y procesales.

Alrededor de esta ley, por tanto, puede crecer la floresta autonómica, y a ello hasta invitan sus carencias. Por ejemplo, en la materia esencial de los requisitos de formación de los mediadores. Se ha dicho con buenos motivos que la mediación vale lo que vale el mediador, por lo que la mediación sólo arraigará y desplegará sus beneficios si existen buenos mediadores, lo que se consigue con una buena preparación. Sin embargo la ley se conforma con establecer un ínfimo “estatuto mínimo del mediador”, al que se le exige “al menos” estar en posesión de un título oficial universitario (parece que cualquiera, aunque sea de veterinaria o ciencias exactas) o de educación profesional superior, además de un seguro y poco más.

No obstante, si queda en manos de las Comunidades el establecer requisitos especiales de formación, tendremos de nuevo el antieconómico sistema de las habilitaciones sólo regionales, y la imposibilidad de que los mediadores actúen en un mercado único nacional. Vuelven así, bien disfrazados, los aranceles interiores del antiguo régimen. Multiplicación de regímenes legislativos y división del mercado.

El entusiasmo legislativo autonómico.

Las Comunidades Autónomas podrían buenamente limitarse a un adecuado desarrollo reglamentario, para cubrir las insuficiencias de la futura ley. Pero ¿Se conformarán con ello? Lo mismo que nos contaba Elisa de la Nuez respecto de la legislación sobre cooperativas, quizá en algunas se imponga este criterio de cordura. Pero es muy probable que no vaya a ocurrir así en otras.

De hecho, ya incluso antes de la aprobación de la Ley nacional, el Parlamento de Cantabria se ha adelantado a aprobar su propia ley. La cual, a pesar de que formalmente dice respetar las materias procesales y sustantivas que el art 149 de la Constitución atribuye al Estado, realmente no lo hace mucho, pues cubre casi todos las aspectos de la regulación de la mediación, como sus principios rectores y normas básicas, derechos y deberes de las partes y de los mediadores, procedimiento, régimen sancionatorio, etc.

¿Y cuál es el título competencial que se alega para tan extensa regulación? El relativo al desarrollo legislativo en materia de ejercicio de profesiones tituladas que su Estatuto de autonomía reconoce. Y ello aunque no exista hoy la profesión titulada de mediador. ¡Eso sí que es coger el rábano por las hojas!

La consecuencia va a ser que, si la proyectada ley estatal sale adelante, además de ciertos trámites gratuitamente duplicados, como los de registración, existirán en Cantabria dos regulaciones paralelas, en gran parte coincidentes, pero en algunos puntos contradictorias. ¿Cuál de ellas seguirán los mediadores? ¿Se utilizarán los recursos existentes para resolver los conflictos de competencias, o de nuevo los órganos centrales optarán por el desistimiento?

En cualquier caso, el resultado final parece que va a ser que en España más que una mediación vamos a tener unas cuantas. Al contrario de lo que ocurre con el arbitraje, que tuvo la fortuna de desarrollarse legislativamente en un periodo menos desquiciado. Y sin que se vea razón alguna para esa diferencia, No parece el mejor comienzo.

 

La mediación no es una respuesta a la crisis de la Justicia

Hartos de observar como se destinan partidas presupuestarias “expresión de compromiso para modernizar la justicia” dentro del contexto de la “dificultad económica”, resulta que cuando se habla de los métodos alternativos de resolución de conflictos que ampara la Directiva 52/2008 del Parlamento Europeo y del Consejo de 21.5.2008, se les identifica como un medio idóneo para resolver la crisis que padecen nuestros Tribunales por saturación.

Entonces, ¿es la mediación una privatización de la justicia?

La mediación no puede ser entendida así, la mediación no es un sistema alternativo para desatascar los Tribunales, o para economizar,  la mediación es un procedimiento de solución de conflictos más idóneo para algunos supuestos que el propio acceso a los Tribunales.

La mediación se percibe como un nuevo campo multidisciplinar al que tienen acceso distintos profesionales y todos ellos  son  verdaderos profesionales al servicio del ciudadano que le ofrecen el método de solución de conflictos que, dentro de su libertad de elección, mejor le convenga.

A unos les convencerá el concepto tiempo (es un sistema que prevé plazos muy cortos), a otros les gustará la inexistencia de trámites excesivamente burocráticos (las formalidades son menores que en el procedimiento judicial o en el arbitraje) a otros les convencerá la posibilidad de preservar las relaciones futuras ( porque son los propios interesados los que deciden la solución, por lo que no se rompe la armonía de la relación).

Y el mediador debe de ser el profesional  que, ante el conflicto que le plantea el ciudadano, le trasmite la posibilidad de conocer cual sería el procedimiento de resolución de conflicto más idóneo para su caso.

Ante un ciudadano que  plantea un conflicto en una empresa familiar, pongamos por ejemplo, la mediación sería una posibilidad que debería serle ofrecida por el profesional al que acude como primera alternativa; las razones son obvias, se trata de un procedimiento sencillo, ágil, que preserva la relación de futuro de las partes porque en él desaparece el concepto ganador-perdedor, y parece obvio que siendo el fin último de las partes en conflicto el que la empresa funcione la solución tiene que ser el diálogo.

Partimos  de la premisa de que no todo conflicto tiene solución, y que, cuando la tiene, no es siempre la mediación el mejor método de resolución, pero que cuando si lo es,  la figura clave es la del mediador.

Al mediador se le exige eficacia, debe ser una persona preparada y en constante formación, que impulse el proceso, que remueva cualquier obstáculo que impida a las partes avanzar hacia un acuerdo, ayude a las partes a buscar soluciones (siempre con respeto a los principios de no persuasión y no coacción) que mantenga una actitud de escucha activa y con sometimiento a los principios de imparcialidad, confidencialidad y voluntariedad.

El mediador debe aprender su trabajo mediante una intensa y permanente formación que le de amplios conocimientos teóricos a prácticos. Debe conocer desde las normas de procedimiento hasta los códigos éticos que le afectan así como técnicas de acercamiento a las partes.

El profesional que apoye la mediación contribuirá de modo efectivo a mejorar el entorno, a mejorar la convivencia, porque en efecto la mediación es un proceso que permite a las propias partes intentar un acuerdo ( con la ayuda de un tercero imparcial) , es un método de pacificación social y es ese sentido, tiene garantías de éxito porque las partes, en todo caso, habrán intentado o logrado la comunicación en un ambiente de respeto mutuo (que ha de garantizar el mediador). De esta forma, si al final se hace necesario el acceso a los Tribunales no será por la falta de dialogo previo, sino porque ciertamente se hace necesario someter a nuestros jueces, profesionales altamente cualificados,  las cuestiones jurídicas sobre las que no se ha alcanzado el acuerdo.

La mediación contribuye a crear una sociedad más madura y responsable, pues la participación activa en la búsqueda de la solución conlleva una mayor responsabilidad de las partes.

En mis treinta años de ejercicio profesional puedo ser un testigo válido de los cientos de asuntos que se acumulan en la mesa de un Juez y que sólo son fruto de la falta de dialogo entre las partes, o de tácticas dilatorias,  ya que todos sabemos el tiempo que tardan en resolverse los procedimientos judiciales , y como consecuencia se retrasan aquellos asuntos que si precisan de esa tutela judicial efectiva que puede ofrecer el Juez por ser de naturaleza exclusivamente jurídica, pero que han de esperar a que les llega el turno  cuando ya es tarde para resolver nada, porque una justicia tardía no es efectiva.

Para que la mediación sea conocida por ciudadanos y profesionales debe contribuirse a favorecer su conocimiento mediante conferencias, información desde las Universidades, planes de formación con características especificas que se estudien y se homologuen por las Administraciones públicas. Asimismo es preciso conseguir  la regulación inmediata del Estatuto del mediador, estatuto  que debe de ser homogéneo a nivel europeo, y cuya finalidad es garantizar la calidad de la mediación.

Hay mucho trabajo por hacer.

 

Nueva entrevista en 321eTV: Fernando Gomá Lanzón

Esta semana en la tradicional entrevista de 321eTV, hablamos con Fernando Gomá Lanzón. El tema tratado es la constitución de la “Plataforma Cívica por la Independencia Judicial”, de la que nuestro editor es socio fundador. Si desea ver la entrevista puede hacerlo aquí.

La Plataforma Cívica por la Independencia Judicial en diariojuridico.com

Nuestro coeditor y socio fundador de la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, Fernando Gomá, escribe en diariojuridico.com un artículo presentando los fines de la asociación. No cabe duda de que la eficiencia del sistema judicial y su independencia están muy unidas. Por eso estremece saber que al día de hoy España ocupa en el ranking mundial (según el Word Economic Forum on Judicial Independence) el puesto numero 57. Si quiere leer el artículo completo puede hacerlo aquí.

Un inoportuno intento de reforma procesal penal

Que el sistema procesal penal que padecemos ya no sirve lo ve cualquiera. Especialmente no es útil para hacer frente con realismo y ciertas garantías de eficacia a los llamados macroprocesos, cuya complejidad es por completo incompatible con el esquema y las herramientas procesales de nuestra anacrónica y remendada Ley de Enjuiciamiento Criminal. Pero no sólo por eso es obsoleta. Nada menos que en el año 1882 firmaba el ministro Alonso Martínez una pieza clásica del lenguaje jurídico, su Exposición de Motivos de la LECrim; texto por entonces ambicioso y coherente, de notable calidad y adecuado a las necesidades de su tiempo. Menos atinado estuvo al pronosticar en ese texto preliminar que en el futuro los “fiscales serían los jueces instructores de todos los procesos…”, pues su estupefacción sería mayúscula si levantara la cabeza para toparse con que, 130 años más tarde, hemos sido incapaces de lograr un acuerdo político hecho en tiempo hábil para atribuir las facultades de investigación al Ministerio Fiscal en vez de al juez y que, por eso, somos una rareza en nuestro entorno procesal europeo del siglo XXI. Vale recordar aquí que el Tratado de Lisboa de la U.E. (art. 86) prevé la creación de la figura de la Fiscalía Europea, proyección internacional de una realidad en la mayoría de los países miembros, sin duda confiriéndole un papel investigador y director de la Policía, sea cual sea el futuro e inserción en el nuevo esquema de Europol, Eurojust y la Oficina Europea Antifraude (OLAF).

Es sabido que existe – está ultimado su texto – un anteproyecto de reforma completa de la Ley de Enjuiciamiento criminal sobre la que se desconocen muchos detalles por la reserva con la que se ha elaborado, pero que atribuye decididamente al Fiscal las facultades investigadoras como ideal legislativo, en expresión literal del citado impulsor de la añeja ley del XIX. No es este el lugar para extenderse sobre la necesidad o la oportunidad de este giro copernicano en nuestro proceso penal. Pero siendo para muchos ese objetivo el más urgente –con todos los matices que quieran dársele al cambio – paradójicamente, a finales del mes de mayo se supo, con gran sorpresa entre los que trabajamos a diario en los procedimientos penales, de la presentación de diversas enmiendas por parte de diferentes partidos políticos relativas a la reforma de la Ley, en el marco de la tramitación de la Ley de Medidas de Agilización Procesal, en fase de estudio en la Comisión de Justicia del Congreso de los Diputados. Que (como anteproyecto), pero no sus enmiendas, fue informada por el Consejo Fiscal el 15 de febrero de 2011, y en aquel momento parecía evidente que por el legislador se renunciaba a la reforma de la LECrim, precisamente por la conocida y necesaria existencia del anteproyecto de reforma completa. Sobre las trascendentales enmiendas, nada supo la Fiscalía General del Estado hasta estar muy avanzado el trámite, a pesar de cómo se veía por ellas afectada la figura del Fiscal…pero no sólo él.

En esencia, las enmiendas presentadas por los partidos políticos, en buena parte coincidentes, afectan a cambios en materias de extraordinaria importancia: así, el régimen de recursos, la regulación de la acción popular o el secreto de sumario. Por una vía apresurada y lejos de la conveniente reflexión e intervención de distintas instituciones afectadas, se pretendía nada menos que suprimir los recursos de reforma contra las resoluciones del juez de instrucción; eliminar el recurso de apelación contra las sentencias absolutorias en los juicios de faltas; o limitar significativa e injustificadamente el deber de informar a la opinión pública reconocida al Ministerio Fiscal en el art. 4 de su Estatuto Orgánico – que es una ley ordinaria – supeditándolo a un absurdo e innecesario control por parte del juez… salvo que el objetivo inconfesable de algunas fuerzas políticas fuera proteger y privilegiar a los investigados en procesos por corrupción, al extenderlo incluso a las diligencias de investigación que tramitan los fiscales, señaladamente los especializados en delitos de corrupción y delincuencia urbanística y medioambiental.

El Consejo Fiscal alertó poco después, a mi juicio con acierto y fuera del trámite de informe ordinario que del que se le privó, de que esos cambios eran de dudosa eficacia agilizadora, que además suponían una nueva reforma parcial de la Ley de Enjuiciamiento Criminal sin una adecuada valoración de conjunto del sistema procesal penal, y que afectaban de manera significativa a la organización y funcionamiento del Ministerio Público. Reformas que en todo caso, de haberse incluido inicialmente en el anteproyecto habrían sido preceptivamente informadas por la Fiscalía, trámite que de esta forma se obvió de manera incomprensible y con sospechosa celeridad, dados los decenios de retraso en llevar a cabo la deseada reforma, lo que no casa con tales prisas. Esa iniciativa legislativa partió de varios vocales del CGPJ y en su conjunto limita garantías y recorta tajantemente la posibilidad de impugnar resoluciones judiciales muy delicadas como las relativas a las medidas cautelares, entre otras. En este contexto, se leen en los medios insólitas descalificaciones de un vocal del CGPJ afirmando que el secreto del sumario no lo cumple nadie, ni abogados ni fiscales (la cita descalificante es literal; cabe preguntarse entonces…¿ni jueces? ¿todos, algunos? y ¿en qué procesos?), y algún representante de la Fiscalía, asegura que se amordaza a los fiscales en su deber de informar a la opinión pública.

En el fondo, por encima de lo que gustosamente algunos medios han calificado de bronca entre dos órganos del Estado, lo que subyace en esta materia es una lucha soterrada de poder en vez de buscar entre todos la utilidad del sistema y el respeto a las garantías procesales. Late una resistencia a admitir que el fiscal no puede seguir, como hoy, dedicándose cuando lo hace a controlar la legalidad de la actuación instructora del juez, que por su parte prepara la acusación – sin poder imponer ésta – de la mano del Ministerio Público. Resistencia, también, a asumir que el juez tarde o temprano habrá de ser mero garante último de los derechos, y no ocuparse en buscar elementos incriminatorios a la par del Fiscal desde una independencia e imparcialidad que se compadece mal con la práctica inquisitiva de la fase de instrucción. Resistencia a asumir que el papel del juez es más bien asegurar la igualdad de las partes del proceso penal aunque, profundizando en el sistema acusatorio, el fiscal se convierta en fin en el único director de la Policía Judicial, misión compartida hoy con el juez instructor.

Lo ocurrido debe hacernos reflexionar: No es posible seguir añadiendo retales a nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, ni repartir cuotas de poder propias de un esquema rancio y ya inútil, ni trasladar sin más a un órgano del Estado lo que ya hace otro. Sobran pues las actitudes corporativistas; necesitamos una nueva ley procesal penal razonablemente aceptada por todos, que sirva a las necesidades de eficacia, imparcialidad, celeridad y por su intermedio, acrecentar la confianza en el proceso penal. Para darnos esa norma conviene legislar, si no con un mapa, sí al menos con brújula.

 

Un sinfín de normas sobre lo mismo

De nuevo con la reforma de la Justicia a cuestas. Me refiero al Proyecto de Ley de medidas de agilización procesal presentado por el Gobierno a las Cortes el 11 de marzo de este año. La necesaria modernización de la Administración de Justica se ponía ya de manifiesto hace años y se concretó primero en la LO 19/2003, de 23 de diciembre. Después en la Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva Oficina Judicial, cuyo Preámbulo la calificaba como un objetivo crucial e inaplazable. De esa misma fecha data la LO 1/2009, complementaria de la anterior. Con la aprobación y aplicación de estas dos últimas leyes, pensábamos que se pondría fin al grave problema que acosaba a la Justicia| y así lo manifestó el que era entonces Ministro de Justicia a las Cortes, en la sesión plenaria de 15 de octubre de 2009. Transcribo sus palabras: “Señor presidente, señorías, tan solo unas palabras para subrayar, como miembro del Gobierno, el compromiso de estas Cortes Generales con la justicia, con una justicia moderna y tecnológicamente avanzada; una justicia más ágil y más clara; y, sobre todo, una justicia que se preste en plazos razonables. Es este un objetivo largamente demandado por los ciudadanos y que requería una reforma legal profunda y meditada, una reforma que reasignase funciones entre los diversos actores que intervienen en los procedimientos judiciales para ganar en especialización y en eficacia, que acortase plazos y simplificase trámites con el fin de ahorrar tiempo a los ciudadanos, que suprimiese recursos superfluos que alargan innecesariamente los litigios en perjuicio de quien ya ha obtenido una resolución judicial. Y más importante que todo ello, señorías, una reforma que abordase todas estas cuestiones sin merma alguna del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva que garantiza el artículo 24 de la Constitución española. La tarea, sin duda, no era fácil. Pero, hoy, con las leyes que ahora se someten a su definitiva aprobación, podemos decir que se ha conseguido y que España ya cuenta con el marco legal necesario para hacer real una administración de justicia homologable en su vertiente de servicio público esencial a otros servicios públicos avanzados.


Año y medio más tarde el Gobierno presenta un nuevo Proyecto que a sí mismo se califica como continuista de las leyes anteriores, tratando de introducir mejoras que permitan agilizar los distintos procedimientos, sin merma de las garantías para el justiciable. Éste tiene una triple finalidad y no poco ambiciosa. La primera es garantizar los derechos fundamentales de los ciudadanos. La segunda optimizar los procedimientos, suprimiendo trámites procesales innecesarios. La tercera, tratar de limitar el uso abusivo de las instancias judiciales. Las modificaciones propuestas en el orden civil presentan una notable importancia. Se elimina la fase de preparación característica de los recursos de apelación, extraordinario por infracción procesal, casación y queja, de modo que el recurso en cuestión deberá interponerse directamente en el plazo de treinta días contados desde el siguiente a la notificación de la resolución. Otra reforma de calado es que se eleva la cuantía accesible a casación, frente a la actual de 150.000 se exigirá con la aprobación de la reforma en tales términos, 800.000 euros. Frente a la tramitación de las tercerías de dominio y de tercer derecho que se sustanciaban por el procedimiento ordinario se establece que se hará por los trámites del juicio verbal. Se amplía el ámbito de aplicación del proceso monitorio, de modo que podrá acudir todo aquél que pretenda el pago de una deuda dineraria líquida y exigible de cualquier importe. Hasta la reforma de la Ley 13/2009, el límite máximo eran cinco millones de pesetas, con ésta se elevó a 250.000 euros. Ahora, se suprimirá aquel límite máximo.

Tanta normativa sobre la misma cuestión, se me ocurre, que puede deberse a dos causas no incompatibles la una de la otra. La primera es que el tiempo transcurrido desde la entrada en vigor de la Ley 13/2009, algo más de un año, o de la LO 1/2009, año y medio, no es suficiente para que se noten las mejorías proyectadas. La segunda y más preocupante que la anterior es que las leyes que se aprobaron no tenían un sustrato real y por tanto, su eficacia no va más allá de la simple letra de la ley. Por ello me planteo si la aprobación de este Proyecto será ya definitiva para solucionar los problemas de la Justicia o deberemos seguir esperando. Porque como bien se ha dicho en otros post del blog el problema no es legislar sino ejecutar lo legislado con unos medios bien escasos.

Como bien decía Miguel de Cervantes “más vale una palabra a tiempo que cien a destiempo”. No deberíamos olvidar estos saberes y tenerlos siempre presentes, porque también podemos decir que más vale una Ley a tiempo que cien a destiempo.

De alacranes y faisanes

Con este post quiero abandonar por un momento la espesa floresta autonómica y adentrarme en un terreno ignoto con la finalidad de explorar la todavía más peligrosa fauna estatal. De las muchas especies venenosas que pululan por este habitat, lleno de secretos y misterios, vamos a escoger hoy como objeto de estudio el caso Alakrana y el caso Faisán. Quizá a alguien le pueda parecer que apenas hay nada en común entre el traicionero alacrán y el vistoso y suculento faisán. Se equivocaría completamente: les une como común denominador una concepción de la política que hace prevalecer los fines (a corto plazo) sobre los medios (cualesquiera que sean) y, en consecuencia, un completo desprecio por las reglas del Estado de Derecho.|

El caso Alakrana hace referencia al secuestro de un buque atunero del mismo nombre por piratas somalíes en octubre de 2009. Tras cuarenta y siete días en poder de los piratas el buque fue liberado tras pagar un rescate de unos cuatro millones de dólares. Como durante el secuestro los militares españoles detuvieron a dos de los secuestradores, el asunto terminó en la Audiencia Nacional. En su sentencia condenatoria, la Audiencia considera que en el juicio quedó “demostrado sin ninguna duda que no ha sido la empresa armadora sino organismos públicos vinculados al Gobierno español quienes han satisfecho la cantidad que se ha abonado por la liberación de los tripulantes”. Tanto el Presidente del Gobierno, como la entonces Vicepresidenta, como las ministras de Exteriores y Defensa, negaron categóricamente dicha circunstancia, lo que resulta lógico, pues la Administración no puede legalmente pagar rescates. Por si hubiera alguna duda el propio ministro de Justicia lo dejó meridianamente claro en este video que se puede consultar aquí.

Recordemos ahora el caso Faisán. En el mes de mayo de 2006, unos meses después del inicio de la última tregua de ETA, uno de los miembros de la trama de extorsión de la banda, propietario del bar Faisán, recibe una llamada telefónica por la que se le alerta de una inminente redada ordenada en el marco de una investigación dirigida por el juez Garzón. Según se deduce de documentos posteriormente incautados a la banda referentes a las conversaciones que entonces existían con el Gobierno, se había acordado que este último haría  lo posible para paralizar las detenciones mientras la negociación estuviese en marcha. El Gobierno lo ha negado, así como cualquier implicación en el caso, como vuelve a ser normal, pero las investigaciones realizadas por el juez Ruz no dejan lugar a muchas dudas. Alguien muy próximo a Rubalcaba ordenó hacer esa llamada.

Vemos entonces que en ambos casos nos encontramos con una negociación con delincuentes en donde el Gobierno decide actuar al margen de las normas (al menos en opinión de los jueces) en consideración a razones políticas que, precisamente por ese secretismo, nadie discute ni debate, ni, en consecuencia, pueden articularse a través de instrumentos jurídicos.

¿Es bueno pagar rescates a los secuestradores para salvar la vida de unos marineros? ¿Conviene hacer alguna concesión a un grupo terrorista en el marco de una negociación dirigida a su disolución? Son sin duda cuestiones políticas muy relevantes que merecerían ser discutidas, pongamos, en el Parlamento. Pagar rescates tiene el inconveniente de que tus ciudadanos se vuelven más vulnerables que los del país que no los paga (al menos así lo entiende Francia). Entorpecer detenciones para favorecer la negociación no parece tener mucho sentido cuando la estricta aplicación de la Ley estaba dando muchos frutos. Pero, en cualquier caso, todo es discutible. No quiero entrar en el tema político de fondo, aunque supongo que cada uno tendrá su opinión al respecto, porque ese fondo no es la cuestión. Lo que merece destacarse es que en España nos parezca casi normal que los arcana imperii y la razón de estado llegue a estos extremos. Si se quiere seguir esas opciones, que no por discutibles son menos legítimas, lo procedente es ir al Parlamento y pedir la preceptiva autorización. De esta manera se respetan las instituciones y el Ordenamiento, y de paso se consigue que el Estado funcione como un todo de manera armónica. Pero, si por razones más partidistas que estrictamente políticas, nos saltamos las reglas y los procedimientos, entonces pasan cosas tan surrealistas como las que ejemplifican esos casos, y vemos como los jueces se ven obligados a investigar irregularidades, por no decir delitos, cometidos por otros órganos del Estado.

Además, como la investigación judicial de estos temas tan delicados le resulta muy  desagradable al poder ejecutivo, hace lo posible por desactivarla, presionando a los jueces y mangoneando todo lo posible, lo que incluye utilizar al Ministerio Fiscal a tal fin si resulta necesario. Por otra parte, la judicializacion de estos asuntos suele terminar con la imputación y procesamiento de los funcionarios que pasaban por ahí (como acaba de ocurrir en el caso Faisán), dejando al margen a los que tomaron las decisiones y, sobre todo, soslayando la responsabilidad política de estos últimos, de la que nadie se ocupa.

El ejemplo transmitido por todo ello a la ciudadanía es deprimente: se dice una cosa y se hace otra, se prescinde de las reglas cuando se considera conveniente, se hurta el debate si compromete demasiado y, sobre todo, se exonera uno de cualquier responsabilidad si las cosas terminan saliendo mal. La conclusión es que este concreto hábitat de nuestra rica y diversa fauna estatal no es precisamente un modelo de funcionamiento democrático.