Paro estructural: regreso al futuro

“La comisión de expertos a la que los ministros de Economía y Trabajo encargaron hace poco más de un año un informe sobre el paro y los remedios para solucionarlo tienen ya ultimado su trabajo… Los autores de lo que se viene denominando libro blanco sobre el paro consideran que el problema es gravísimo e incluso puede empeorar, pero entienden que hay mejores alternativas que aprender a vivir con el desempleo, y por ello proponen cambios importantes en la política económica y en el sistema de relaciones laborales para que las pequeñas y medianas empresas pueden crear el mayor número de empleos posible. Aun así quedará un colectivo difícil de ocupar, para el que proponen aumentar la protección social, sanitaria y por desempleo. El informe desciende a las soluciones concretas para crear empleo, pero la prioridad es una cura con tres remedios: crecimiento sostenido de la economía entre el 4% y el 5%, aumento moderado del coste real del trabajo y mayor flexibilidad. En política económica recomienda un giro para reducir el déficit público y la reestructuración de impuestos y gastos, con rebaja de las cuotas empresariales y la presión fiscal media del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF), mientras que el impuesto sobre el valor añadido (IVA) debe aumentar para homologarlo al del resto de la Comunidad Europea, lo mismo que el impuesto de sociedades. No obstante, advierte que la reducción del gasto público en ningún caso debe conllevar un descenso en el nivel general de la protección social. Los autores del informe son los profesores Constantino Lluch -que ha actuado como presidente de la comisión de expertos-, Julio Segura, Víctor Pérez Díaz, Richard Fridman, Luis Toharia, Luis Fina y José Luis Malo. Su análisis parte de la constatación de que España padece la tasa de paro más alta de Europa junto a la tasa de actividad más baja, problema que en los años sesenta se ocultó con la emigración… La gravedad del paro les permite aconsejar que las medidas a aplicar estén respaldadas por un amplio acuerdo entre los agentes sociales… En política económica recomiendan que el crecimiento sostenido vaya acompañado de un aumento paralelo de las exportaciones y la contención del ritmo de expansión del consumo”.

Mis disculpas por la longitud de la cita, corresponde a un artículo rubricado por Carmen Parra el veintitrés de junio de 1988 en “El País”. Al reencontrarme con esta página de periódico mi primera sensación fue, pese a su “trágico” contenido, de cierta añoranza: un problema doloroso y persistente era objeto de un informe redactado por personas con distintas perspectivas cuyas conclusiones eran transmitidas para que alimentar un debate. Recordé, en este sentido, algunas experiencias francesas de mucho interés: como la de la “comisión Meirieu” que formuló 49 principios para reformar el bachillerato en Francia tras analizar casi dos millones de cuestionarios con respuestas de alumnos y docentes, un análisis que -como poco- afloró puntos de vista que habían sido ampliamente ignorados en los debates anteriores; o la no menos fértil iniciativa de investigar, antes de reformar la legislación del divorcio, cuáles eran los problemas reales que enfrentaban las personas al pasar por esa situación. Se suponía, con acierto, que esas eran – precisamente – las situaciones que demandaban una respuesta.

Frecuentemente olvidamos que “mover el B.O.E” es sólo una parte de la solución. Es más que aconsejable que, previamente, se haya extendido y movilizado un diagnóstico razonablemente compartido y se haya reflexionado sobre la gestión y evaluación de las medidas antes de aprobarlas.

Seguramente, parte de las palabras del informe al que se refiere la cita del inicio, no tienen el sentido que les daríamos hoy. Pero no creo que tras leerlas pueda decirse que no hemos tenido, en algún momento, elementos de diagnóstico suficientes como para orientar nuestros esfuerzos colectivos hacia el incremento de nuestra población activa, la mejora de nuestra formación o el crecimiento de nuestra productividad. En una palabra, para enfocarnos a la resolución de nuestros problemas de fondo.

Demasiadas veces, a lo largo de estos años, nos hemos dado por satisfechos con guarismos que parecían una solución cuando, en realidad, eran un aplazamiento; o algo aún peor, los “pasos previos” a la reedición de problemas crónicos.

Tal vez esta noticia, de hace muchos años, pueda servir para recordarnos que, incluso en este mundo en el que las noticias de hace un año forman parte de la protohistoria, hay realidades cuya superación exigirá honestidad para decirnos la verdad, trabajo para superarlas y constancia para no abandonar la senda de lo que sabemos que es correcto apenas los números empiecen a mejorar.

¿Es tan importante debatir ahora acerca de la edad de jubilación?

Uno de los debates que está polarizando la opinión pública a la hora de abordar la inminente reforma de nuestro sistema de pensiones se centra en si extender o no la edad en la que puede comenzar a percibirse la pensión de jubilación ordinaria. De hecho, la Comisión de Seguimiento del Pacto de Toledo, en sus recomendaciones de reforma no ha podido ser muy precisa en su posición respecto de la edad de jubilación, como consecuencia de la dificultad de alcanzar un consenso sobre una propuesta concreta y, por su parte, los sindicatos y algunos partidos políticos se han proclamado de forma rotunda en este punto.

Lo cierto, es que la esperanza de vida se ha incrementado en España en los últimos años y, la calidad y el estado físico de nuestros mayores de 65 años, en la mayoría de los casos, permiten que realicen de manera productiva una actividad laboral. Esa es una realidad que no se puede desconocer. Sé que es impopular afirmar lo siguiente, pero los sistemas de Seguridad Social no fueron diseñados para garantizar unas vacaciones indefinidas y pagadas a los ciudadanos durante las últimas décadas de sus vidas, sino para subvertir situaciones de necesidad derivadas de una incapacidad para el trabajo motivada por la edad. Si una persona con más de 65 años está en condiciones de trabajar en su profesión habitual debería poder seguir haciéndolo.

Por otra parte, la evolución de la pirámide de población condicionara en un futuro relativamente próximo el poder asumir, en los términos actuales, el coste de satisfacer las pensiones de un número tan grande de pasivos con esperanzas de vida largas en un entorno (ya sea por razones demográficas, económicas o por ambas) de disminución de cotizantes, aunque es también verdad que estos datos demográficos deben tomarse en consideración junto con otros como la actividad económica, la incidencia de la inmigración o de la emigración y la mayor o menor dimensión de la economía informal que pueden variar de manera inesperada con el tiempo.

En cualquier caso, lo cierto es que hoy por hoy, la edad legal de jubilación no es un elemento determinante de la viabilidad presente del Sistema. En primer lugar porque la edad media de jubilación es, en realidad, inferior a la edad legal, por lo que no por el hecho de prolongar ésta última, va a cambiarse la edad media real. En segundo término, pues el Sistema, a día de hoy, sigue dando un balance económico positivo, por lo que las reformas que han de afrontarse deben centrarse en aquellos aspectos que tengan su repercusión en un futuro a medio plazo.

En consecuencia, dentro de la necesidad estratégica de reformar el sistema de pensiones, la fijación de una edad de jubilación, al no ser esencial en el día de hoy (otra cosa será en unos años), se convierte en un elemento táctico frente al que los partidos políticos, ahora, pueden posicionarse según les convenga bien en la tesis de si es imprescindible hacer esta reforma ahora, o si bien, podemos dejarlo para dentro de algunos años y, en el caso de que se considere algo imprescindible, si la edad de jubilación deberán ser los 67, 68, 69 o 70 años (teniendo en cuanta, como horizonte, que en la judicatura y en la enseñanza universitaria el tope actual, con carácter voluntario, está en los 72 años).

Con independencia de lo anterior, resultará inevitable, tarde o temprano, que se imponga la tendencia de ir elevando progresivamente la edad de jubilación, empezando por retrasarla hasta los 67 años, aunque garantizando que, según la naturaleza de la profesión habitual o de las propias circunstancias de salud de cada persona, puedan establecerse jubilaciones en edades anteriores a la fijada como mínima o ampliarse los supuestos de incapacidad permanente total. Esta edad mínima irá revisándose cada cierto tiempo a medida que se actualice el Pacto de Toledo, bien para mantenerla, bien para continuar retrasándola en función de cómo evolucione la esperanza de vida de los españoles y las circunstancias económicas o demográficas en las que ha de desenvolverse el sistema.

Sin embargo, existen otros aspectos más importantes que debatir a la hora de replantear nuestro sistema de pensiones, como son, sobre todo, la necesidad de establecer instrumentos que permitan minimizar los riesgos que subyacen tras el modelo de reparto vigente y, por otra parte, mantener un equilibrio entre el coste que tanto para empresarios como para particulares tiene el actual modelo, con las indudables ventajas de todo orden que sistema social proyecta sobre la sociedad en su conjunto. De ellos iremos hablando.

¿Quién coloca a las agencias de colocación?

El último día del año 2010 se publicó en el BOE el Real Decreto 1796/2010, de 30 de diciembre, por el que se regulan las agencias de colocación. Este reglamento tiene por objeto liberalizar “en cierta manera” (pues formalmente sigue siendo un servicio público) la gestión de la oferta y demanda de empleo en nuestro país dando entrada al sector privado que hasta la fecha se limitaba al empleo de carácter temporal. Se desarrolla así en parte la Ley 35/2010 de medidas urgentes para la reforma del mercado de trabajo.

En este post vamos a concentrarnos en analizar la fórmula empleada para la autorización de este tipo de agencias. En primer lugar cabría considerar si no hubiera sido mejor optar por la “declaración responsable” en lugar de la autorización previa, tal como prescribe la Directiva de Servicios (Directiva 2006/123/CE del PE y Consejo de 12 de diciembre), unido a su conexión con la libertad fundamental europea de libre circulación de trabajadores y más claramente con el derecho de establecimiento y libre prestación de servicios de empresas. En todo caso, aunque la Directiva no resultara directamente aplicable [el art. 1.6 señala: “La presente Directiva no afecta al Derecho laboral, es decir, a cualquier disposición legal o contractual relativa a las condiciones de empleo o de trabajo (…).”] o aunque la autorización previa venga justificada por razones de interés publico (discutible, aunque la directiva permite), deben cumplirse las libertades fundamentales antes citadas así como determinados principios que establece la directiva, concretamente: la simplificación de procedimientos (art. 5) y la solicitud de autorizaciones a través de ventanilla única (art. 6).

No obstante, tal vez lo que llama más la atención es la (aparente) discordancia entre el art. 3.1. del Real Decreto con el tenor del art. 21 bis.2 de la Ley de empleo. Mientras la Ley se fundamenta para distinguir quién realiza la autorización (el Servicio Estatal de Empleo o la correspondiente Comunidad Autónoma) en el ámbito en que la agencia “pretende realizar su actividad”, el real decreto se basa en el lugar-lugares en que la agencia “pretende abrir centros” (el Estado si es en más de una Comunidad). En realidad, tanto la ley como el real decreto tratan de compatibilizar el requisito (impuesto por otra parte por la directiva) de que la autorización tenga efectos en todo el territorio nacional con la posibilidad de que esa autorización pueda ser concedida tanto por el Servicio Público Estatal como el correspondiente de una Comunidad Autónoma según el ámbito de actuación. Esta cuadratura del círculo, que está en el fundamento de la enmienda introducida en el Senado, no resulta sin embargo de fácil aplicación en la práctica ya que el ámbito del servicio de las agencias de colocación es de difícil concreción territorial pues la libre circulación de trabajadores y de libre prestación de servicios y el derecho de establecimiento de empresas hace complicado evitar que oferta y demanda superen el territorio físico de una Comunidad Autónoma e incluso del propio Estado, sobre todo cuando la actividad de la Agencia se desarrolle (también aunque no sólo) por Internet, que será lo más lógico.

Nos encontramos por tanto ante la subdivisión de un servicio y objeto que por esencia no es divisible. Resulta difícil de imaginar que una Agencia “autonómica” pudiera negarse a recibir una oferta de empleo que procediera de una empresa situada en otra Comunidad Autónoma e incluso de otro país. Y frente a un mercado único del trabajo tanto a nivel nacional como europeo, si se quiere que las nuevas agencias de colocación contribuyan realmente a reducir el paro consiguiendo una adaptación más eficaz de la oferta y la demanda (que incluye la movilidad geográfica, el gran tabú español), cuando más flexible y abierta sea su actuación mejores resultados podrán conseguirse.

En resumen el criterio que establece la ley (el ámbito de la actividad) es de difícil cumplimiento pues por esencia el ámbito de actuación de una agencia de colocación tiende a ser nacional-europeo tanto en cuanto a oferta como a demanda. Pero el fijado por el real decreto (el lugar donde se abren las agencias) obliga a pedir autorizaciones suplementarias (por lo menos en este caso es ante el Servicio público estatal) en caso de que se abran sucursales en nuevas comunidades autónomas, añadiendo nuevos obstáculos a las agencias.

Tal vez esta polémica-contradicción se habría evitado si tanto la ley como el real decreto se hubieran planteado menos en términos políticos y más en términos de eficacia y eficiencia cara a la resolución del problema (falta de movilidad geográfica del factor trabajo y de adecuación entre oferta y demanda). A ello hubiera ayudado asimismo el haber incluido en sus memorias algún estudio de derecho comparado sobre cómo han resuelto esta cuestión en Europa otros Estados miembros con estructura federal o descentralizada, y en particular, Alemania, lo que no parece haberse tenido en cuenta.

La relativa estabilidad del mercado laboral en la Comunidad de Madrid

Aparentemente, el análisis de los datos sobre desempleo en la Comunidad de Madrid viene siendo, en líneas generales, menos lastimoso que lo que resulta de estudiar esta información en el resto del Estado. Así, los últimos datos conocidos nos señalan que ha disminuido en un total de 2.309 personas el número de parados en nuestra Comunidad en el mes de noviembre de este año. En cualquier caso, a pesar de tener una gravísima tasa de paro cercana al 16%, aún quedan unos 4 puntos porcentuales por debajo de la tasa media de desempleo en España.

Sin embargo, a la hora de obtener conclusiones, no puede olvidarse el factor “capitalidad” como un elemento determinante para que exista esa relativa estabilidad. Efectivamente, en primer lugar hay que destacar el peso que tiene el personal al servicio de las diferentes Administraciones Públicas que tienen su sede en la Comunidad Autónoma, incluyendo ahí a las administraciones central, autonómica, locales y de las diversas Universidades Públicas madrileñas. Así, según los últimos datos ofrecidos por el Gobierno, estas entidades tienen en nómina un total de 427.650 empleados públicos, lo que constituye el 14,9% de la población ocupada. A éstos, habría que añadir los miles de contratados por las diversas empresas de capital público que han ido brotando en el ámbito local y autonómico (así, por ejemplo, en la EMT trabajan unas 8.000 personas, en el Metro de Madrid, más de 7.000, etc), y por sus contratistas (solo en la recogida de basuras de la ciudad de Madrid, trabajan unos 1.500 trabajadores).

Por otra parte, en la Comunidad Autónoma se encuentra la sede o principales oficinas de la mayoría de las empresas que cotizan en el IBEX, las cuales concentran un número importante de trabajadores con contratos estables. Así, por ejemplo, solo en la sede principal del Banco de Santander, en Boadilla del Monte, trabajan 6.000 personas; en los servicios centrales del BBVA, pendientes también de reagruparse en otra ciudad financiera, trabajan unos 6.500 empleados; en los de Repsol, aproximadamente, unos 4.000 trabajadores y otras empresas como Telefónica, Iberdrola, MAPFRE, etc, tienen una gran concentración de empleo. Estas corporaciones, aún viéndose sometidas a tensiones que generan una restricción en las nuevas contrataciones, sin embargo, por cuestiones de credibilidad en los mercados, son reacias a abordar abiertamente expedientes de regulación de empleo constituyendo un factor de estabilidad del mercado laboral, salvo cuando inician procesos de fusión como va a ser el caso en breve de Cajamadrid.

Asimismo, la mayor parte de las empresas multinacionales de servicios con presencia en España y, muchas de las que intentan penetrar en los mercados latinoamericanos, se establecen también en Madrid, generando un número considerable de empleos. Esa misma presencia es la que hace que, en gran medida, sea en Madrid donde se concentren otros negocios auxiliares del sector servicios, como los grandes bufetes de abogados, las empresas de auditoria o consultoría financiera o las principales consultoras de servicios informáticos, que aún viéndose afectados también por la crisis, siguen constituyendo un diferencial respecto de otras regiones.

Todo ello, genera un suelo difícil de romper que, a su vez, propicia un cierto mantenimiento del consumo lo que soporta la supervivencia de otros puestos de trabajo derivados en el comercio y otros sectores.

Por lo anterior, si descontásemos el efecto estabilizador que, como hemos visto, disfruta por su condición de capital, la diferencia de 4 puntos con la tasa media de desempleo del resto de las Comunidades Autónomas, se reduciría radicalmente o incluso puede que desapareciera.

El conflicto con los controladores: Imposición legal vs. negociación colectiva

Los acontecimientos acaecidos el pasado viernes, 4 de diciembre, pocas fechas antes de que nuestra Constitución celebrara su trigésimo segundo aniversario, han tenido una singular trascendencia, no solo desde el punto de vista económico sino, también, desde un enfoque jurídico.

Mucho se ha hablado del antijurídico abandono por parte de los controladores aéreos de sus puestos de trabajo, de los daños que dicho abandono ha ocasionado, y de lo más o menos justificado que estuvo adoptar una medida tan extraordinaria como la declaración del estado de alarma.

Sin embargo, se ha hablado menos de lo que, en realidad, constituyó el detonante de la situación, la medida introducida por la Disposición adicional segunda del Real Decreto Ley 13/2010, de 3 de diciembre, de actuaciones en el ámbito fiscal, laboral y liberalizadoras para fomentar la inversión y la creación de empleo, que bajo el epígrafe “Actividad aeronáutica en el control del tránsito aéreo”, establece entre otras cosas que “En el cómputo de este límite anual de actividad aeronáutica no se tendrán en cuenta otras actividades laborales de carácter no aeronáutico, tales como imaginarias y periodos de formación no computables como actividad aeronáutica, permisos sindicales, licencias y ausencias por incapacidad laboral” . Lo excepcional de esta medida radica en que, por medio de diversas normas, la última, el citado Real Decreto Ley se ha entrado a regular una materia, la jornada laboral, que normalmente se encuentra recogida por el Estatuto de los Trabajadores y, en su caso, en los frutos de una negociación colectiva.

En el caso de los controladores aéreos, el Convenio colectivo suscrito había expirado el día 31 de Diciembre del 2004 y desde entonces, a pesar de haberse aprobado diversos acuerdos parciales, no ha sido posible que las partes llegaran a un acuerdo para la aprobación de otro nuevo.

En cualquier caso, lo cierto es que la mencionada Disposición adicional segunda introduce a través del concepto de “actividad aeroportuaria” unas obligaciones concretas para los controladores que entran en contradicción con la regulación de la jornada laboral contenida en el Estatuto de los Trabajadores (arts 34 a 36) y con el régimen de descansos y permisos establecido en su artículo 37; pretendiendo forzar una situación que, dado el carácter laboral de este personal, debería haberse resuelto a través de un proceso de negociación colectiva y no de imposición por la patronal (aunque revista forma de ley) y conculcando, en cierto modo, lo señalado por el art. 37.1 de la Constitución, cuando dice “la Ley garantizará el derecho a la negociación colectiva laboral entre los representantes de los trabajadores y empresarios, así como la fuerza vinculante de los convenios”.

Es cierto que, a pesar de lo establecido en el art. 3.3. ET: “los conflictos originados entre los preceptos de dos o más normas laborales, tanto estatales como pactadas, que deberán respetar en todo caso los mínimos de derecho necesario, se resolverán mediante la aplicación de lo más favorable para el trabajador apreciado en su conjunto, y en cómputo anual, respecto de los conceptos cuantificables”; un Convenio no puede modificar lo establecido en las leyes, que contienen mandatos de derecho necesario absoluto o relativo. La doctrina del Tribunal constitucional (sentencias 210/1990 y 129/1994) así lo ha declarado.

Sin embargo, este lógico planteamiento quiebra cuando, tal y como es el supuesto que nos ocupa, se utiliza la ley para forzar una situación concreta e imponer un determinado criterio sin que quepa negociación alguna. Aceptar esta posibilidad, comportaría que, al final, en el ámbito de la relación laboral entre la Administración (o sus entes empresariales) y sus empleados la negociación colectiva no sería posible; lo que contradice abiertamente los principios recogidos no solo en el Estatuto de los Trabajadores, sino también, en el Estatuto Básico del Empleado Público e incluso va en contra de lo dispuesto en el Convenio 151 de la Organización Internacional del Trabajo que, en su artículo 8, señala que “La solución de los conflictos que se planteen con motivo de la determinación de las condiciones de empleo se deberá tratar de lograr, de manera apropiada a las condiciones nacionales, por medio de la negociación entre las partes o mediante procedimientos independientes e imparciales, tales como la mediación, la conciliación y el arbitraje, establecidos de modo que inspiren la confianza de los interesados”.

Parece que, antes de decidir resolver los posibles conflictos mediante los mecanismos laborales previstos en los tratados internacionales suscritos por España y en las disposiciones nacionales que los desarrollan, se ha optado por el recurso fácil al Decreto-Ley, rabuleando con la mencionada doctrina constitucional de prevalencia de la Ley respecto del Convenio colectivo.

Últimamente, este recurso a la Ley para superar situaciones de conflicto o simplemente, imponer determinadas medidas a los empleados públicos “por las bravas” se está empezando a utilizar con cierta alegría (por ejemplo, la reciente rebaja en los sueldos de los empleados públicos en porcentajes arbitrarios en función de sus ingresos). Es posible que en ocasiones las excepcionales circunstancias económicas por las que atraviesa el país puedan justificar la adopción de estas medidas, sin embargo, la generalización del método que parece apuntarse por la forma con que se pretendió resolver el conflicto con los controladores aéreos (en realidad, lo que provocó fue un problema mucho mayor que solo puedo solventarse mediante la primera declaración del estado de alarma desde la aprobación de la Constitución del 78), plantea nuevos interrogantes y dudas sobre cuál es el marco en el que debe desenvolverse la negociación colectiva de los empleados públicos. No debemos olvidar que hay muchos servicios públicos donde surgen conflictos difíciles de resolver en la forma de prestar los servicios (sanidad, educación, justicia…).

Podemos concluir resaltando lo paradójico que resulta la presente situación. Efectivamente, en un momento en el que, tras el Estatuto Básico del Empleado Público, se está consolidando en España un modelo tendente a la laboralización del empleo público, estemos volviendo –por la vía de los hechos- a lo más descarnado de la “especial sujeción” que siempre ha caracterizado la relación entre el funcionario y la Administración.