Cuando la primera vez que un cliente me dijo que teníamos que “ir contra el banco para salirse de un contrato swap que le habían vendido como un seguro contra las subidas de los tipos de interés” me quedé tan sorprendido por lo que me decía como desorientado por el contenido de lo que pretendía, puesto que ni sabía qué era un contrato swap, ni había oído nunca hablar de ningún contrato de seguro en el que la cobertura garantizada fuera que los tipos de interés no fueran a subir; con lo cual la cara que, seguro, puse debía ser una mezcla entre la de jugador de póker que no quiere transmitir su ausencia de jugada, y la de extrañeza por escuchar algo desconocido; circunstancia que salvé con el clásico “déjame el contrato que le echo un vistazo y te digo algo”. Por lo que, en cuanto cerré la puerta para despedir al citado benefactor, me faltó tiempo para leer el contrato y entrar a descifrar el intríngulis de tan enrevesado, escabroso e intrincado instrumento que parecía redactado por algún maléfico ser que pretendía ocultar a toda costa de qué se trataba aquella operación. Y digo que me faltó tiempo, porque tuve que emplear horas y horas en descifrar aquel laberíntico texto que en nada se correspondía con lo que el cliente decía que era, y que luego, con el paso del tiempo (y de los clientes con supuestos similares, quiero decir) comprobé que había sido práctica habitual y generalizada por la inmensa mayoría de las entidades financieras.
El cliente me decía que era un “seguro frente a la subida de los tipos de interés” y yo eso no lo veía, ni lo deducía, por ninguna parte: en ningún lugar del contrato se mencionaba la palabra “seguro”, pero se hablaba de “cobertura de la operación” y se estructuraba en unas condiciones generales y en unas condiciones particulares; en ningún momento se establecía el pago de una prima, pero sí se decía que no conllevaba el pago de ninguna prima; no había cláusula alguna que estableciera unos riesgos asegurados, pero se hablaba de la protección que beneficiaba al cliente; con lo que lo de un contrato de seguro parecía que no se trataba aunque ello se quería decir diciendo todo lo contrario. Además, por otra parte, se realizaban numerosas y funestas advertencias generales del tipo “Cada parte manifiesta que existe la capacidad de evaluar y entender, y de hecho se han entendido, los términos, condiciones y riesgos del presente contrato y voluntariamente se aceptan dichos términos y condiciones y se asumen los riesgos, ya sean de índole financiera o de otro tipo”, o que “el cliente manifiesta expresamente que las operaciones a que se refiere este contrato se adecuan fiel e íntegramente a su experiencia inversora y financiera, habiendo decidido el cliente de forma libre e independiente formalizar dichas operaciones”, y otras de similares y supuestos reconocimientos formales que parecían impedir toda oposición a esos contratos. Por lo que decidí intentar comprender en qué consistía el objeto del contrato, con abstracción de todo cuanto me hubiera contado el cliente que previamente le habían expresado a él en el momento de la contratación y que era lo que él creía que consistía el contrato; así que abandoné la idea de encontrar ningún tipo de seguro, y me olvidé de la gratuidad y ausencia de coste del “producto” que le habían ofrecido por ser un cliente especial en esta oficina; “es que sólo se lo estamos ofreciendo a nuestros mejores clientes”. Lo que olvidaban decir es que estar incluido dentro de esa categoría de excelencia entre la clientela suponía pertenecer al grupo de los que iban a tener la posibilidad de atender las futuras liquidaciones que iban a tener que satisfacer.
Y una vez desechadas las bondades anunciadas y desbrozada la selva terminológica en la que me había inmiscuido, comprobé que se trataba de un contrato en el que las partes acordaban intercambiarse o permutarse (swap, en inglés, significa permuta) en fechas concretas (trimestralmente, semestralmente o anualmente, según lo pactado) las cuotas resultantes de aplicar ambas partes a un mismo nominal pactado (que en algunas ocasiones coincide con el principal del contrato de préstamo hipotecario al que habitualmente se vincula; pero en otras ocasiones es muy superior, con lo que el engaño adquiere proporciones mayúsculas) distintos tipos de interés, de manera que cada parte paga, a la otra, la cuota resultante de aplicar a ese nominal el tipo de interés pactado para cada una de ellas. En este punto, las variantes son numerosas, no solo entre las distintas entidades financieras, sino, incluso, entre contratos de una misma entidad. Así, hay contratos que incluyen para el cliente el pago de un tipo fijo elevado (pongamos por caso, el 4,45%); y otras un tipo variable pero ascendente, para los casos de elevación del euribor (por ej: si el euribor está al x% el 4,00%; si está al x+1%, el 4,25%; si está al x+2% el 4,5%). En lo que coinciden todos los contratos es en que la entidad bancaria aplicaría, y por tanto pagaría al cliente, el tipo del euribor en cada momento. Evidentemente, cuanto más bajo esté el euribor, mayor va a resultar la diferencia entre las cuotas, a favor del banco y que, por tanto, el cliente va a tener que pagar al banco, porque tenía establecido un tipo alto para pagar al banco y éste uno cada vez más bajo para pagar al cliente, con lo que la diferencia entre las cuotas a intercambiarse cada vez va a ser mayor a favor de la entidad financiera. Por el contrario, si el euribor está alto, el cliente sí va a percibir unas pequeñas liquidaciones a su favor. Los tipos a aplicar, límites de desactivación y demás estructura financiero-matemática está perfectamente calculada por el banco que simplemente “lo pone a la firma” del cliente. Ya se cuidaron muy mucho de ofrecer estos contratos cuando la tormenta financiera se adivinaba en el horizonte y los tiempos de los tipos altos tocaba a su fin.
Si estos contratos se comercializan en los momentos en los que el euribor está al alza y al cliente se le enseña la evolución ascendente que ha ido sufriendo en los anteriores trimestres, pero no se le muestran las previsiones de evolución futura, al menos durante el tiempo de duración del contrato, no se le muestran ejemplos de qué ocurriría si el euribor baja (“eso es imposible que pase, mira cómo viene”) o ni siquiera se le menciona esa posibilidad y se le asegura que si continúa ascendiendo el euribor no le va a afectar, (“para eso es este seguro, que es un producto novedoso”) y si, además, no conlleva ningún tipo de coste, ni tiene ningún perjuicio, el éxito de la comercialización de estos productos está asegurado puesto que el cliente no va a dejar pasar la oportunidad de actuar conforme le aconseja “el del banco, que es quien entiende de esto del euribor y sabe cómo va a ir”.
Así pues, una vez desenmarañada la realidad de lo contratado, viene la segunda parte: “me quiero salir de ese contrato, porque me dijeron que en cualquier momento se podía uno salir, pero no me dejan”. Efectivamente, en este tipo de contratos se establecen lo que se denominan “ventanas de cancelación”, es decir, el contrato se pacta a una serie de años, entre tres y cinco, generalmente, y se incluye la posibilidad de que, en determinadas fechas, el cliente puede solicitar la cancelación anticipada de dicho contrato, y así se le expone al cliente, pero se le oculta que el ejercicio de tal posibilidad conllevará un coste que calculará el banco, sin establecer en el contrato ningún tipo de fórmula ni modo de cálculo. A lo sumo se señala que ese coste “vendrá determinado por las condiciones de mercado en el momento de la cancelación”, sin especificar a qué condiciones se refiere, ni de qué mercado se trata, ni en qué fecha, ni cómo influyen esas supuestas condiciones, ni ninguna otra explicación. A este respecto me vienen a la cabeza los deberes de mis hijos, y, por ejemplo, tanto el área del círculo (pr2) como la de la circunferencia (2pr) dependen del mismo parámetro, de la misma “circunstancia”: el radio; pero ambos resultados son diferentes al aplicarse fórmulas distintas, a pesar de depender del mismo parámetro, valor o condición, cual es el valor del radio. Del mismo modo, en los contratos analizados se dice que el citado coste de cancelación depende de las condiciones del mercado, pero no se especifican éstas; y se señala en el clausulado contractual que será el banco quien efectúe ese cálculo, a pagar por el cliente.
Algo, cuya ausencia se muestra tan importante, se oculta, dejándose, en consecuencia, a la voluntad de uno de los contratantes, la determinación de cuánto le tiene que pagarla otra. Y ello a pesar de que el artículo 1.256 CC no es de reciente incorporación a nuestro Derecho patrio precisamente.
Generalmente, ese coste de cancelación que aplican las entidades financieras cuando un cliente le pide cancelar anticipadamente, suele coincidir con la estimación que realiza dicha entidad sobre cuánto cobraría en lo que reste de tiempo hasta la conclusión del contrato. Dato éste que he obtenido de los interrogatorios de los distintos bancarios que han ido deponiendo en los juicios en los que he intervenido solicitando las nulidades de los contratos; y que demuestra, bien a las claras, que las entidades saben hacer cálculos en función de los valores previsibles y futuros que va a tener el euribor; es decir, que manejan y trabajan con previsiones sobre la evolución futura de este índice, algo que a pesar de su obviedad y notoriedad, niegan sistemáticamente en las contestaciones a las demandas señalando que el descenso del euribor fue algo imprevisto e imprevisible y que si perjudicó al cliente bancario, antes le había beneficiado el ascenso del mismo. La diferencia está en que, por ejemplo, mientras subía el euribor, las escasas liquidaciones que se practicaban a favor del cliente eran de 200-300 €, y las que se practican a favor del banco, cuando los tipos bajan, eran de 4.000-5.000 €; algo que casa muy mal con la reciprocidad y equilibrio entre las prestaciones contractuales. Inexistencia de previsiones acertadas que se afirma constantemente y que coincide con el hecho cierto de que casi todas las entidades financieras se lanzaron, al mismo tiempo, al mercado a comercializar este tipo de productos según los cuales, si el euribor descendía, el cliente les iba a tener que pagar enormes cantidades de dinero; pero si subía eran los bancos los que pagarían a los clientes. Casualmente, el euribor bajó y los bancos se vieron favorecidos por ese imprevisto hecho. Evidentemente estamos ante una clara casualidad, porque el hecho, también cierto, de que las entidades financieras cuenten con potentes instrumentos, personal especializado y herramientas concebidas al efecto para realizar prospecciones de mercado, análisis y previsiones, tampoco habrá tenido nada que ver.
Y a partir de estos mimbres se ha ido tejiendo, por parte de las audiencias provinciales, en forma de jurisprudencia que está inundando nuestros tribunales en la actualidad, el cesto de las nulidades de estos contratos denominados de permuta financiera, permutas de tipos/cuotas, gestión de riesgos financieros o las más comerciales “clip” o “stockpyme”, agrupadas todas ellas bajo las siglas swap.
Dicha jurisprudencia, de forma muy mayoritaria, aunque no unánimemente, acoge las tesis planteadas en las demandas acerca de la existencia de vicio del consentimiento por haber sido éste prestado por error, al no haberse producido un conocimiento exacto ni real, en el cliente bancario, de lo que realmente estaba contratando.
En este sentido, de todos es conocido que para que el error vicie el consentimiento es preciso, por una parte, que éste sea sustancial o esencial, es decir, que recaiga sobre las condiciones esenciales del contrato; y, por otra parte, que sea excusable, esto es, no imputable a quien lo padece, que no sea susceptible de ser superado mediante el empleo de una diligencia media, según la condición de las personas y las exigencias de la buena fe.
En cuanto a la esencialidad del error recoge la jurisprudencia que cualquier vulneración de una norma imperativa sobre información a uno de los contratantes debe ser considerada esencial, salvo que, de algún modo, se pueda entender que no guarda relación alguna con la formación de la voluntad para la contratación o que resulta irrelevante a tal efecto.
En este sentido, en el art. 78 de la Ley 24/1988 del Mercado de Valores, se establece que las entidades de crédito que presten servicios sujetos a la citada ley deberán someterse a las normas de conducta contenidas en el Título VII y a los códigos de conducta que, en desarrollo de tales normas sean aprobadas. Por su parte, el apartado e) del art. 79 LMV establece como norma de conducta de las entidades de crédito que éstas deben asegurarse de que disponen de toda la información necesaria sobre sus clientes y mantenerlos siempre adecuadamente informados. Y en el R. Dto 629/1993 (aplicable a todos los contratos anteriores a la reforma de la LMV, acaecida en diciembre’07) se incorpora un anexo que desarrolla un Código general de conducta, en cuyo art. 5 se regula la información obligatoria a facilitar por las entidades financieras a sus clientes (información clara, correcta, precisa, suficiente, completa y entregada a tiempo para evitar su incorrecta interpretación, que incluya especialmente los riesgos, etc). Por eso, dado que la información al cliente es obligación legalmente impuesta a la entidad de crédito que participa en operaciones sujetas a la LMV, a dicha entidad corresponde demostrar que ha cumplido con las obligaciones que le incumben, produciéndose, así, una inversión de la carga de la prueba (art. 217 LEC), puesto que de lo contrario, esto es, si el cliente tuviera que acreditar que no había recibido información, nos encontraríamos ante una prueba diabólica, al tener que acreditar un hecho negativo, cuando resulta que es el banco quien dispone de los medios y de la obligación legal de informar. Y esta interpretación ha sido adoptada casi unánimemente por la jurisprudencia de las audiencias provinciales.
Por consiguiente, corresponde a la entidad bancaria la acreditación de haber ofrecido la información necesaria para que el cliente supiera lo que estaba contratando; y al juzgador valorar si la entidad prueba adecuadamente que ha ofrecido esa información, y con las características legalmente exigidas (completa, sin exagerar las ventajas sobre los riesgos, clara, precisa, etc). No me voy a extender sobre los distintos medios de prueba y las valoraciones que sobre los mismos realiza la jurisprudencia, porque ello daría para otro trabajo de superior extensión a la de éste, pero sí me detendré exclusivamente en que la jurisprudencia mayoritaria exige que la información ofrecida por la entidad al cliente sea información relevante. Y ¿qué entiende por información relevante? La Audiencia asturiana, pionera en la formación de este cuerpo de doctrina, estableció y reiteró en numerosísimas sentencias que la información relevante, en cuanto al riesgo de la operación, es la relativa a la previsión razonada y razonable del comportamiento futuro del tipo variable referencial. Solo así el cliente puede valorar con conocimiento de causa si la oferta del banco, en las condiciones de tipos de interés, período y cálculo, propuestas, satisface o no su interés. No se exige una previsión acertada sino fundamentada en datos de futuro, relevantes en función de la información que la propia entidad disponga; de manera que no puede ser que el cliente se limite a dar su consentimiento a ciegas, fiado en la buena fe del banco, a unas condiciones cuyas efectivas consecuencias futuras no puede valorar con proporcionada racionalidad por falta de información, mientras que el banco síla posee. Eso es lo verdaderamente importante, acreditar si el banco ha facilitado esa información al cliente. Si le ha dicho que los tipos previsiblemente podían bajar, y hasta dónde podrían bajar y qué consecuencias tendrían esas bajadas, cuánto le iba a costar al cliente esas bajadas de los tipos de interés. De ahí que la esencialidad del error en el cliente sea una característica que se infiera de la falta de información adecuada por parte de la entidad bancaria.
En cuanto a la segunda característica que ha de tener el error para viciar el consentimiento, decíamos que es su excusabilidad, es decir, que no le sea imputable a quien lo padece, para impedir que el ordenamiento proteja a quien ha padecido el error cuando éste no merece esa protección por su conducta negligente. Sobre este particular, hemos de señalar que, como ya se ha indicado ut supra, el deber de informar corresponde a la entidad financiera, y ese deber está sujeto a normas imperativas.
En el apartado 1 del art. 4 del anexo del R. Dto 629/93 (y de manera similar y más desarrollada en el art 79 bis LMV, aplicables uno u otro en función de la fecha de contratación) se establece que las entidades financieras solicitarán de sus clientes la información necesaria para su correcta identificación, así como información sobre su situación financiera, experiencia inversora y objetivos de inversión. En este tipo de contratos, al tratarse de productos complejos y de riesgo, el banco debe comprobar la experiencia inversora del cliente, que, en la mayoría de los casos es nula o inexistente, y en algún caso esa experiencia inversora está dirigida, tutelada y asesorada por el propio banco, con lo que es como si no la tuviera puesto que el banco se erige en asesor del cliente. La actual redacción del art 78 bis LMV, establece la distinción de los distintos tipos de clientes bancarios, otorgando a los minoristas (los que carecen de experiencia inversora y los que no sobrepasan unos elevados límites económicos) una especial protección, con unas reforzadas exigencias de evaluación, información e incluso recomendación de la idoneidad del producto; pero también se desprende de dichos preceptos la exigencia de información sobre el cliente para, a su vez, informarle de la idoneidad del producto. Por lo tanto, la excusabilidad del error ha de analizarse en el ámbito normativo indicado, del que se infiere que la posibilidad de conocer los términos de un contrato o incluso el riesgo de una operación no es exigible al cliente minorista. Y de ahí que, en la inmensa mayoría de las sentencias se deduzca que la información facilitada al cliente por el banco no fue una información razonable al riesgo asumido por aquél..
En cualquier caso, y como he indicado, a tenor de las exigencias normativas impuestas a las entidades financieras y de crédito en operaciones sujetas a la LMV, el error sería inexcusable solo cuando aquellas han cumplido con sus obligaciones de información sobre la clientela y a la clientela. Lo cual constituye una cuestión de hecho a analizar en cada supuesto particular.
Abogado desde 1992, del Ilustre Colegio de Abogados de León.
Autor del libro “Nulidad de los contratos swap en la jurisprudencia”, (2011).
http://www.edisofer.com/Catalogo/Libro/9788493595739/nulidad-de-los-contratos-swap-en-la-jurisprudencia