El valor probatorio en España de los resultados de investigaciones seguidas en otro país. Especial mención al caso ENCROCHAT

En ocasiones, en el curso de una investigación penal, pueden surgir informaciones sobre la presunta comisión de un delito que afecta a un país distinto del que dirige la investigación, siendo el proceder adecuado la remisión de dicha información al Estado que tiene jurisdicción para investigar y en su caso juzgar ese concreto delito.

La cuestión que se trata en el presente artículo es si esa información puede ser utilizada directamente y sin ningún tipo de filtro por el país receptor de la misma, o si procede que dicho país compruebe si la información remitida ha sido legítimamente obtenida.

El caso Encrochat

Especial mención merece, al respecto del valor probatorio en España de informaciones obtenidas en otro país, el caso Encrochat, pues se trata de un caso de actualidad en el que precisamente se discute esta cuestión, la cual todavía no ha obtenido respuesta por parte de nuestro Tribunal Supremo.

Encrochat era una empresa que proporcionaba teléfonos encriptados y que tenía sus servidores en Francia. La versión oficial señala que se inició una investigación dirigida contra esa empresa, que desembocó en la obtención de las comunicaciones mantenidas por los usuarios, entre los cuales, al parecer, habría un gran número de presuntos delincuentes.

Dado que las informaciones obtenidas fruto de dicha investigación afectaban a varios países, el juzgado francés competente remitió las mismas a los países que tenían jurisdicción para investigar los presuntos delitos a los que se referían las comunicaciones.

Una de las muchas cuestiones que hacen dudar sobre la legitimidad en la obtención de la información de los servidores de Encrochat es que Francia no revela cómo accedió a la misma, amparándose en que dicho medio de investigación está sujeto a secreto de defensa nacional del Estado Francés.

Pese a lo anterior, las informaciones remitidas por Francia, obtenidas de los servidores de Encrochat están siendo utilizadas en España sin ningún tipo de cuestionamiento, incoándose numerosos procedimientos penales en base a las mismas.

El principio de no indagación

Como decimos, las informaciones obtenidas de los servidores de Encrochat remitidas por Francia no están siendo cuestionadas en absoluto por los Tribunales españoles. De hecho, a raíz a tales informaciones, se han incoado numerosos procedimientos y la Audiencia Nacional ha entregado a varias personas en base a Órdenes Europeas de Investigación y Entrega.

Pese a los numerosos intentos de las defensas, los Tribunales españoles validan sin cuestionarla la información remitida por Francia, amparándose en el principio de no indagación, es decir, teniendo como presupuesto que las informaciones remitidas por un Estado Miembro de la Unión Europea han sido obtenidos conforme a la legalidad y con respeto a los derechos fundamentales de los investigados.

A tal respecto cabe recordar lo que se establecía en la STS (Sala Segunda) nº 116/2017 de 23 de febrero, en cuanto a que:

“Es lógico que la validez en el proceso penal español de actos procesales practicados en el extranjero no se condicione al grado de similitud entre las reglas formales que, en uno y otro Estado, singularizan la práctica de esa prueba. Al juez español no le incumbe verificar un previo proceso de validación de la prueba practicada conforme a normas procesales extranjeras. Pero la histórica vigencia del principio locus regit actum, de dimensión conceptual renovada a raíz de la consolidación de un patrimonio jurídico europeo, no puede convertirse en un trasnochado adagio al servicio de la indiferencia de los órganos judiciales españoles frente a flagrantes vulneraciones de derechos fundamentales. Incluso en el plano semántico la expresión principio de no indagación, si se interpreta desbordando el ámbito exclusivamente formal que le es propio, resulta incompatible con algunos de los valores constitucionales comprometidos en el ejercicio de la función jurisdiccional […]

En definitiva, el principio de no indagación no puede interpretarse más allá de sus justos términos. Su invocación debería operar en el marco exclusivamente formal que afecta a la práctica de los actos de investigación en uno u otro espacio jurisdiccional. De tal forma que la flexibilidad admisible en los principios del procedimiento -adecuados por su propia naturaleza a cada sistema procesal- no se extienda a la obligada indagación de la vigencia de los principios estructurales del proceso, sin cuya realidad y constatación la tarea jurisdiccional se aparta de sus principios legitimadores”.

Por tanto, el Tribunal Supremo establece que el principio de no indagación opera solamente respecto de las concretas normas procesales de cada Estado, pues resulta lógico que cada una tenga sus especialidades y no es procedente que la investigación desarrollada en otro Estado se adapte a las normas procesales españolas, si bien ese principio no puede extenderse a la verificación del cumplimiento de los principios estructurales del proceso y al respeto de los derechos fundamentales.

Legislación aplicable

El principio de no indagación interpretado en sentido amplio tampoco casa con las exigencias establecidas la legislación española, pues el art. 588 bis i, puesto en relación con el art. 579 bis, ambos de la LECrim, exigen que el Juez que recibe la información obtenida en un procedimiento distinto, por hallazgo casual, efectúe un control sobre la legitimidad de su obtención.

Para que el Juez efectúe dicho control se establece que, junto con la información, deberá remitirse la solicitud inicial para la adopción de la medida, fruto de la cual se obtiene la información, la resolución judicial que la acuerda y todas las peticiones y resoluciones judiciales de prórroga recaídas en el procedimiento de origen. Estas cuestiones que resultan aplicables a procedimientos seguidos en España, con mayor razón deben aplicarse a informaciones obtenidas en procedimientos seguidos fuera de nuestras fronteras.

Por tanto, los órganos judiciales españoles tienen el deber de efectuar un control sobre la legitimidad en la obtención de la información que se les remite desde el extranjero, pues solamente de esa forma dicha información podrá ser utilizada plenamente en el procedimiento penal.

HD Joven: Prisión permanente revisable, ¿oportunismo político o necesidad?

El pasado mes de julio de 2017, la Audiencia Provincial de Pontevedra condenó a D. O. R. a la pena de prisión permanente revisable (PPR) como autor de los dos asesinatos con alevosía de sus hijas en Moraña (Pontevedra) en julio de 2015. Se trató de la primera (y, por el momento, única) vez que en la España democrática se aplica esta variante de la cadena perpetua, después de su introducción en nuestro Código Penal en 2015. Anteriormente, el Código Penal de 1822 y los posteriores preveían la cadena perpetua, suprimida finalmente en el Código Penal de 1928.

En octubre de 2016, el Congreso de los Diputados aprobó una Proposición No de Ley presentada por el PNV por la que instó al Gobierno a la derogación de la PPR. Desde entonces, más de dos millones de personas han firmado una iniciativa , promovida por la madre de las víctimas de D. O. R., por la que se rechaza la supresión de la pena. A la vista de la iniciativa y del resultado de los estudios demoscópicos sobre el asunto, el Gobierno y otros actores políticos proponen estos días modificaciones encaminadas, fundamentalmente, a endurecer la medida.

Lo cierto es que tanto la PPR como la nueva oleada de propuestas de endurecimiento que hemos observado responden únicamente al más básico interés electoral y no son propias de una política criminal rigurosa exigible al Gobierno en esta materia. ¿Por qué?

En primer lugar, a partir de un determinado nivel de dureza, existen evidencias de que el agravamiento de las penas no produce efectos positivos sobre la prevención general. Si bien, una de las finalidades básicas de las penas es que sirvan como freno para posibles criminales, es difícil creer que un sujeto dejará de cometer un asesinato múltiple por el hecho de que permanecerá en prisión en vez de 40 años (límite máximo en nuestro Código Penal), quizás 5 ó 10 más.

En este punto existe toda una corriente doctrinal que entiende que para disuadir al potencial delincuente es mucho más eficaz incrementar la certidumbre de que, si comete el crimen, será capturado y sufrirá la pena que endurecer en abstracto penas ya suficientemente graves. Lo primero, por cierto, exige una mayor inversión de recursos y no se resuelve con una mera modificación legal.

En segundo lugar, el Tribunal Constitucional reiteradamente ha declarado que el principio de legalidad en materia penal exige que las conductas punibles estén tipificadas en una lex scripta praevia y certa (STC 133/87, entre otras). La certeza de la norma no solo se predica respecto del supuesto de hecho (la descripción típica de la conducta), sino que se extiende a la consecuencia jurídica del mismo (la pena). Ello implica que las normas penales deben delimitar con precisión la pena asociada al delito, en cuanto a su naturaleza y en cuanto a su duración.

Siendo así, mi opinión es que la PPR no cumple con estas exigencias mínimas propias de un Derecho Penal moderno en un Estado democrático. El sujeto desconoce antes de la comisión del delito la duración de la sanción en su límite máximo, que podrá prolongarse en el tiempo indefinidamente en base a criterios más o menos difusos.

La tercera razón, manifestación clara de que la pena respondía a una motivación puramente electoral, es que los delitos para los que se introdujo fueron escogidos de forma más o menos arbitraria. Se castiga hoy en nuestro Código Penal con PPR el asesinato de personas especialmente vulnerables, el asesinato subsiguiente a un delito contra la libertad sexual sobre la víctima, el asesinato múltiple, el asesinato cometido por miembro de grupo u organización criminal, el homicidio terrorista, el homicidio del Jefe del Estado o de su heredero, el homicidio de jefes de Estado extranjeros o persona internacionalmente protegida por un Tratado que se halle en España y el genocidio o crímenes de lesa humanidad.

Se asignó la pena a delitos de nula o muy reducida incidencia práctica (homicidio del Rey), casi con carácter simbólico, y no a otros relativamente frecuentes y que implican una más compleja reinserción como agresiones sexuales múltiples a menores. Es difícil descifrar el criterio que guió al legislador al escoger las conductas merecedoras de PPR, pero sí es posible intuir que no fue lo que más le preocupó.

Esa arbitrariedad, característica de una técnica legislativa deficiente, ha suscitado algunos problemas de interpretación. Sirva como ejemplo la punición del asesinato. Al que mata a otro con alevosía se le castiga como reo de asesinato (artículo 139.1.1º del Código Penal). El Código Penal castiga con mayor dureza, con la PPR, cuando el asesinato se comete sobre una víctima menor de dieciséis años de edad o especialmente vulnerable por razón de edad, enfermedad o discapacidad (artículo 140.1.1º del Código Penal). Sin embargo, el Tribunal Supremo ha admitido como forma de alevosía la especial vulnerabilidad de la víctima incluso cuando dicha condición no ha sido creada o favorecida por el autor. Por tanto, cuando dichas circunstancias hayan servido para calificar como alevoso el asesinato, el principio non bis in idem impedirá tomarlas nuevamente en cuenta para aplicar el artículo 140.

Como último motivo, cabe señalar que en la PPR la reinserción del reo deja de ser una finalidad de la pena y se convierte en una condición para la extinción de la misma. La PPR, con carácter general, a los 25 años de cumplimiento es sometida a una revisión y si se concluye que el sujeto se ha reinsertado accede a la suspensión de la ejecución de la pena y finalmente a su remisión, poniéndole en libertad. Dicho en términos más accesibles, transcurrido ese plazo de prisión el individuo ha pagado por su delito (aspecto puramente retributivo) y la sociedad está dispuesta a acogerlo e integrarlo de nuevo en la convivencia.

Ahora bien, ¿en qué consiste la revisión de la PPR? Se trata, fundamentalmente, de valorar si el sujeto cometerá nuevos delitos. El problema es evidente: esa valoración es siempre ex ante, un pronóstico previo a la comisión de esos hipotéticos delitos. Se mantiene privado de libertad a un sujeto al que la sociedad, a pesar de su delito cometido, estaba dispuesto a poner en libertad, en base a la sola creencia (siempre indemostrable e incierta) de que perpetrará nuevos delitos. Lo que equivale, sintetizando lo anterior, a decir que le condenamos por delitos aún no cometidos que intuimos que cometerá.

La versión tradicional de la cadena perpetua no plantea este último problema. Sin embargo, el Gobierno no puede recurrir a ella porque esta pena sí sería explícitamente opuesta al artículo 25.2 de la Constitución Española.

En conclusión, la PPR tal y como la concibió el Gobierno solo buscaba satisfacer los lógicos deseos colectivos de venganza a costa de sacrificar principios básicos en el Derecho Penal de un Estado democrático y de Derecho. Además, lo hace de forma engañosa puesto que el sujeto podrá ser puesto en libertad transcurridos los 25 años de prisión. Lamentablemente, este es también el marco en el que hemos de situar las propuestas de endurecimiento que estos días recibimos.

 

Responsabilidad política por delitos de corrupción en el pacto de investidura entre PP y Ciudadanos

A raíz de los artículos leídos en mis últimos días de vacaciones respecto a las seis condiciones que Ciudadanos puso para poder llegar a un acuerdo con el PP (y sin perjuicio de poder tratar con más detenimiento más adelante alguna de las medidas más relevantes de dicho pacto desde el punto de vista de la regeneración y la defensa del Estado de Derecho) me interesa hacer algunas reflexiones sobre la corrupción política y sobre el pacto alcanzado entre PP y Ciudadanos para exigir responsabilidad política en estos casos.
En primer lugar, la corrupción –política o no- no es un delito tipificado en nuestro Código Penal, lo mismo que ocurre en la mayoría de los ordenamientos europeos. Por tanto, técnicamente hablando no tiene sentido hablar de “delito de corrupción”, si bien la mayoría de la doctrina y los expertos consideran que hay que considerar como tales una serie de delitos tipificados básicamente en el capítulo XIX de nuestro Código Penal bajo la rúbrica “Delitos contra la Administración Pública”, al que se une ahora el nuevo delito relacionado con la financiación ilegal de los partidos. De ahí que fuera previsible que hablando de “imputados por delitos de corrupción política” empezase la discusión sobre qué hay que considerar delitos de corrupción política, y si es preciso que estos lleven aparejado el enriquecimiento ilícito de alguien, ya sea de su autor o de un tercero. La realidad es que la corrupción política es un fenómeno demasiado complejo para reducirlo a un solo tipo penal, dado que normalmente se manifiesta a través de la comisión de varios tipos penales. Es más, en la mayoría de las tramas de corrupción –que son además las más preocupantes en la medida en que revelan hasta qué punto hay corrupción sistémica en una institución o una Administración determinada- lo normal es que aparezcan varios tipos de delitos relacionados (prevaricación, cohecho y malversación por ejemplo). De ahí que la distinción interesada entre delitos de corrupción que suponen el enriquecimiento de su autor o de un tercero y delitos de corrupción que sí lo suponen no tenga ningún sentido desde el punto de vista de la exigencia de responsabilidad política, aunque pueda tener consecuencias en el ámbito penal. Tan responsable de corrupción es el alcalde que prevarica como el constructor que se enriquece con un plan de urbanismo ilegal. Todos son delitos contra la Administración Pública, contra los intereses generales y contra los contribuyentes.
Además hay que recordar que, como ya hemos dicho muchas veces en este blog, la responsabilidad política no tiene nada que ver con la responsabilidad penal. Si se decide, lo que a nosotros nos parece muy bien, elevar el umbral de la responsabilidad política de nuestros políticos (umbral que es prácticamente inexistente en la actualidad salvo casos muy puntuales aunque sin duda espectaculares, como cuando detienen a un alcalde) hay que entender que hablamos de responsabilidad política y no de responsabilidad penal. Por eso si exigimos que los políticos dimitan o cesen en sus cargos antes de tener una condena penal firme por un delito, tenemos que ser conscientes de que no estamos hablando de responsabilidad penal, sino siempre de responsabilidad política. No nos valen las disquisiciones sobre si han robado mucho o nada, sobre la presunción de inocencia o sobre los muchos votos que han obtenido en las últimas elecciones.
Cierto que en el discurso público imperante en España hasta ahora se han confundido la responsabilidad política y la penal muy interesadamente, dado que esta confusión beneficiaba a unos políticos que apelando a la presunción de inocencia –que es aplicable cuando existe un procedimiento penal en marcha- ganaban un tiempo extra en activo hasta que prácticamente se sentaban en el banquillo. Con las indudables ventajas que eso supone cuando se ostenta un cargo importante y se está siendo investigado en un procedimiento judicial. Hablando en plata, es mucho más fácil defenderse desde un cargo público, ocultar pruebas o incluso tomar represalias respecto a los posibles testigos y denunciantes. Por tanto es muy conveniente que el cargo público sea apartado también para facilitar la instrucción judicial.
El caso es que gracias a esta “doctrina”, invocada por el propio Presidente del Gobierno en funciones en relación con su responsabilidad política por el caso Bárcenas, hemos disfrutado en España de un número muy alto de políticos que aún estando imputados (ahora investigados) o encausados en causas penales seguían tranquilamente en sus puestos. Algunos de ellos sentados en el Comité Ejecutivo del PP, según nos hemos enterado a raíz de las negociaciones con Ciudadanos. Es obvio que una situación como esta, donde hay muchos políticos “en activo” que están siendo investigados por la comisión de delitos de corrupción o por la financiación ilegal de sus partidos no sirve precisamente para estimular la confianza ciudadana en la clase política. En realidad lo que demuestra esta situación es una muy baja calidad democrática. Y el que algunos de estos políticos sigan siendo votados no es algo de que lo que podamos sentirnos muy orgullosos como ciudadanos, si bien es cierto que el sistema de listas cerradas y bloqueadas y la falta de democracia interna en los partidos no ayuda mucho a la hora de exigir responsabilidades políticas por corrupción.
Por tanto para elevar la calidad de la democracia en este ámbito con una cierta rapidez no quedaba más remedio para conseguir que nuestros representantes y altos cargos asumieran obligadamente su responsabilidad política cuando se les investiga por la comisión de delitos de corrupción. Porque pedir que la asuman cuando se investiga o se encausa a sus subordinados parece demasiado tal y como está el patio, aunque conviene recordar que sería más que razonable hacerlo. Por esa razón, considero muy positivo que se haya incorporado al reciente acuerdo de investidura entre PP y C, s una medida según la cual ambos partidos se comprometen a la separación inmediata de los cargos públicos que hayan sido imputados formalmente o encausados por delitos de corrupción.
Efectivamente, con esta medida lo que se pretende es conseguir lo que no se obtenía ni de la competencia entre los partidos ni entre los candidatos y que es algo habitual en otras democracias avanzadas: ningún político bajo sospecha debe de seguir en un cargo público. En cuanto al momento en que esta sospecha se materializa, parece razonable atender a que haya una instrucción judicial en la que se haya dictado una resolución en la que se tiene a alguien por investigado (anteriormente imputado) y se le cita como tal, y más todavía cuando se dicta el acto de apertura de juicio oral, lo que quiere decir que esa persona se sentará en el banquillo de los acusados. Lo que no quiere decir que vaya a ser condenado: muchos imputados no llegan a ser encausados y muchos encausados son absueltos. Pero es que la responsabilidad política no es equiparable a la responsabilidad penal.

¡Ay, Derecho! Todos somos Leo Messi

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Acabamos de leer con incredulidad que el Fútbol Club Barcelona ha lanzado una campaña en defensa de su jugador estrella, Leo Messi, condenado por delito fiscal a 21 meses de prisión por la Audiencia Provincial de Barcelona, en una sentencia que esperamos poder comentar con un poco más de calma.

Los editores del blog queremos manifestar nuestro rechazo ante el desparpajo del FCBarcelona y lo asombroso de su lema. Ya no todos somos Charlie, o París, o Bruselas, lugares donde han muerto muchas personas en matanzas terroristas. No, ahora resulta que todos somos Leo Messi, nada menos que un jugador multimillonario, que mete muchos goles y que prefiere no pagar sus impuestos. Pues la verdad es que los editores de ¿Hay Derecho? no somos Leo Messi, y esperamos que nuestros colaboradores y lectores tampoco. Y aunque en Cataluña haya algunos que acostumbren manifestarse en contra de las instituciones y del Estado de Derecho en nombre de la Historia, el pueblo, o el derecho a decidir, la verdad es que en nombre de los goles resulta un poco alucinante.

Decididamente, el que secunde este tipo de campañas debería tener claro que lo que está pidiendo es que haya personas por encima de la Ley que tengan el privilegio de hacer lo que les de la gana. Vamos, la vuelta al Antiguo Régimen.  Y luego nos quejamos de nuestros políticos.

 

 

Revocación de la custodia compartida: la incoación del procedimiento penal del progenitor por la violencia en el ámbito familiar

Tras el aumento progresivo de las rupturas matrimoniales, y la evolución social que se encamina hacia la corresponsabilidad parental se ha concretado la custodia compartida como un planteamiento ideal de vida y de cuidado de los hijos, que conlleva que el cuidador primario, la mujer normalmente durante la vida en común, pasa tras la ruptura a compartir la atención, cuidado y guarda de los menores con aquel progenitor que hasta ese momento puede que no se haya implicado en ello.

Como ya había indicado la jurisprudencia se trata de una “modalidad de ejercicio de responsabilidad parental, en la que tanto el padre como la madre están capacitados para establecer una relación viable entre ellos, basada en el respeto y en la colaboración, con el objeto de facilitar a los hijos comunes la más frecuente y equitativa comunicación con ambos progenitores, y de distribuir de forma justa y proporcional la atención de las necesidades materiales de los hijos, con la previsión de un sistema ágil para la resolución de los desacuerdos que puedan surgir en el futuro…” Tal y como fue definida por la SAP de Barcelona, Sección 12.ª, de 21 de febrero de 2007.

El Código Civil en su artículo 92 no concreta los criterios para su otorgamiento sino que contiene una cláusula abierta, como muchas de las que imperan en Derecho de Familia, que obliga al juez a acordar esta modalidad siempre en interés del menor, cuando sea pedida por ambos progenitores (párrafo 5), y, excepcionalmente a instancia de una de las partes, con informe favorable del Ministerio Fiscal, fundamentándola en que sólo de esta forma se protege adecuadamente el interés superior del menor (párrafo 8).

Así pues, la concesión de la custodia compartida de los hijos menores se realiza en atención a su interés superior, ya que no pueden ser utilizados como objeto o como instrumento del conflicto matrimonial. Y por ello la jurisprudencia establece la necesidad de dejar suficientemente expresadas en la motivación las razones que concluyen su otorgamiento.

Pues bien, con fecha 26 de mayo ha publicado la Sala Primera del Tribunal Supremo una sentencia relativa a la revocación de la custodia compartida de un niño de siete años concedida a sus padres, y la otorga en exclusiva a la madre, por “la falta total de respeto, (y posición) abusiva y dominante” que mantenía el progenitor respecto a la mujer.

Para que su aplicación sea aceptable, la jurisprudencia ya había concretado la necesidad de que el sistema de custodia compartida se asentase sobre ciertas condiciones, entre las que se destaca: la existencia de buena relación entre los padres, que comparten al cincuenta por ciento la educación, el desarrollo y el cuidado de los hijos, debiendo unificar criterios educativos y de comportamiento; la fluidez y facilidad en los intercambios; la existencia de buena y frecuente comunicación entre los progenitores; la garantía del equilibrio psíquico del menor, para que no se vea afectado por desequilibrios graves que afecten a uno de los progenitores… Criterios que concluyen en que no será adecuada la custodia compartida “en supuestos de conflictividad extrema entre los progenitores, especialmente siempre que existan malos tratos, a causa de la continua exposición del niño al enfrentamiento, en cuyo caso la ponderación de los intereses en juego, en especial los del niño, debe ser extremadamente cuidadosa y subordinada a la protección jurídica de la persona y de los derechos de personalidad de los menores afectados.” No obstante hay que tener presente que de hecho, las relaciones entre los cónyuges, por sí solas, no son relevantes ni irrelevantes para determinar la guarda y custodia compartida, solo se convierten en relevantes cuando afecten, perjudicándolo, el interés del menor. (STS, Sala Primera, de lo Civil, de 10 de enero de 2012)

Ya en STS de 7 de abril de 2011, se denegó la concesión de la guarda y custodia compartida motivando en la resolución que el marido fue condenado por amenazas al cónyuge, y aunque reconoce que se trata de un delito que no está incluido entre los que, conforme al artículo 92.7 CC excluyen la guarda compartida, sí puede constituir un indicio de violencia o de situación conflictiva entre los cónyuges, en cuyo caso, el citado artículo declara que no procede la guarda conjunta.

La sentencia de 26 de mayo de 2016 sigue el criterio mantenido por toda la Jurisprudencia ya que en su razonamiento expone que al padre le había sido incoado por la vía penal auto de procedimiento abreviado (no firme) por un delito de violencia en el ámbito familiar y coacciones a su mujer. Por ello, “partiendo del delito sometido a enjuiciamiento y de las actitudes del padre, ejerciendo una posición irrespetuosa de abuso y dominación, es impensable que pueda llevarse a buen puerto un sistema de custodia compartida que exige un mínimo de respeto y actitud colaborativa, que en este caso brilla por su ausencia, por lo que procede casar la sentencia por infracción de la doctrina jurisprudencial, dado que la referida conducta del padre, que se considera probada en la sentencia recurrida, desaconseja un régimen de custodia compartida, pues afectaría negativamente al interés del menor, quien requiere un sistema de convivencia pacífico y estable emocionalmente”.

El auto de incoación de procedimiento penal ha sido también determinante al concretar la situación de acoso del progenitor con su exmujer, “que tuvo proyección y que hubo de vivir más de una vez el hijo menor”, pues el progenitor “rondaba las inmediaciones del domicilio de la mujer, o lugares que sabía que frecuentaba, realizando gestos provocativos, profiriendo insultos, contra (ella) o personas de su entorno. Los intercambios del menor, cuando intervenía la madre o familiares de ella, los convertía en situaciones conflictivas”.

La sentencia es totalmente coherente con la evolución de la sociedad en estos momentos, y lógica desde todos los puntos de vista pues da un paso más y sigue los planteamientos indicados por la Jurisprudencia anterior en relación con la revocación de una custodia compartida que no satisface las necesidades básicas emocionales y afectivas del menor, lo que le produce su sufrimiento consecuencia de la “dinámica relacional conflictiva entre los progenitores” que afecta a su psico-evolución. Prima el interés supremo del menor como principio general y aplica el contenido del apartado 7 del artículo 92 CC que prohíbe expresamente la guarda y custodia conjunta cuando alguno de los padres esté incurso en un procedimiento penal incoado por atentar contra la libertad, integridad moral… del otro cónyuge… o cuando el Juez advierta la existencia de indicios fundados en violencia doméstica. Y sobre todo se adhiere al contenido del art. 2 de la LO 8/2015 de 22 de julio de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia que exige que el menor se desarrolle en un entorno libre de violencia.

La jurisprudencia también se había decantado por la revocación del régimen de visitas del menor cuando el progenitor había sido condenado por delito de maltrato con su cónyuge o pareja y/o por delito de maltrato con el menor o con otro de los hijos, valorando los factores de riesgo existentes (STS, Sala Primera, de lo Civil, Sentencia 680/2015 de 26 Nov. 2015) Incluso había atribuido la custodia unilateral a la madre cuando el padre había sido condenado a penas privativas de libertad y sin derecho de visitas mientras esté privado de libertad. (SAP de Alicante, Sección 4ª, de 31 Oct. 2014)

Estamos ante una sentencia trascendente pues no deja fisura alguna sobre la actuación jurisprudencial que debe aplicarse ante situaciones de violencia familiar donde el supremo interés del menor sebe primar.

HD Joven: La culpa fue del legislador. Sobre la incoherencia de las penas en el Código penal

Los Jueces y Tribunales interpretan y aplican la Ley que emana de nuestro legislador, abstracto concepto que se encarna en nuestros diputados y senadores. Este inquebrantable principio a menudo es olvidado al tiempo que vilipendiamos a la propia Administración de Justicia cuando se producen casos (algunos de ellos despiertan el interés de los medios de comunicación, la mayoría son desconocidos entre la opinión general) en los que la aplicación de la Ley parece desproporcionada a los ojos de cualquier ciudadano de a pie, que no posee, ni tiene por qué, conocimientos jurídicos específicos en la materia.

El más reciente es el caso de un joven granadino que el pasado martes ingresó en prisión tras haber sido condenado por un delito de tenencia de tarjetas de crédito o débito destinadas a su tráfico (art. 389 bis.2 del Código penal) a la pena de cuatro años de prisión y por un delito de estafa (arts. 248 y 249 CP) a un año de prisión (aquí y aquí). Cinco años de prisión en total. La desproporción de este particular caso se encuentra en la inexistente correspondencia entre los cinco años de prisión y la conducta del condenado: participar conjuntamente con otros dos condenados (más un cuarto fugado) en la tenencia y utilización, que no falsificación, de una tarjeta falsa para realizar compras en un centro comercial Carrefour por un valor total de 556,80 euros (Sentencia de la Audiencia Nacional, secc. 4ª, número 15/2014, de 16 de abril).

Cuando uno acude al Código penal para conocer el castigo que decidió el Legislador para comportamientos como el de dicho joven, comprueba que el delito de tenencia de tarjetas falsas de crédito o débito destinadas a su tráfico se encuentra tipificado en el artículo 389 bis.2 y lleva aparejada una pena de prisión de cuatro a ocho años desde el año 2010, cuando se introdujo esta figura delictiva de manera autónoma (anteriormente, se castigaba según el artículo 386 con una pena de ocho a doce años rebajada en uno o dos grados), y que el artículo 249 del Código penal reserva una pena de seis meses a 3 años de prisión a los condenados por estafa.

Conclusión que puede extraerse a primera vista: el condenado, a ojos del Legislador, hasta ha tenido suerte, pues podrían “haberle caído” un máximo de once años de prisión en lugar de los cinco a los que tiene que hacer frente a día de hoy. En este sentido, hasta se podría hablar de compasión de la Sección Cuarta de la Audiencia Nacional, lejos de lo que pudiera pensarse cuando uno ve los textos periodísticos que se hacen eco de esta situación. Y es que el castigo mínimo que habría tenido que cumplir por tales hechos era de cuatro años y medio cuando ha sido condenado a cinco. Casi lo menos malo.

Naturalmente, calificar de suertuda la situación particular de este joven es un ejercicio de sarcasmo de muy mal gusto.

En realidad, situaciones como ésta ponen de relevancia el escaso rigor y la falta de coherencia de las penas contempladas en nuestro Código penal.

Aun a riesgo de caer en la demagogia, el delito de aborto no consentido lleva aparejada la misma pena de prisión que la tenencia de tarjetas falsas de crédito o débito. Lucrarse con la prostitución de un menor de edad, por ejemplo, está castigado con la pena de prisión de dos a cinco años (tres años menos que el caso que nos ocupa). La comparación con los delitos que tipifican conductas relacionadas con la corrupción (uno de los principales motivos de preocupación entre los españoles, según recientes encuestas) es aún más delatora: el cohecho conlleva una pena de prisión de tres a seis años; el tráfico de influencias, de seis meses a dos años; la malversación superior a los 50.000 euros, la misma pena que el delito del art. 399 bis.2; y la financiación ilegal de partidos políticos lleva aparejada la pena de multa en unos casos y la prisión de seis meses a cuatro años, en otros.

Salta a la vista la disparidad de criterios utilizados por el Legislador para establecer los castigos a las distintas conductas penales. ¿De verdad un aborto no consentido merece el mismo reproche penal que la tenencia de una tarjeta de débito falsa?

La verdad es que, en el caso que nos ocupa, la Justicia fue administrada correctamente. De ahí que el Tribunal Supremo, mediante Sentencia de 15 de diciembre de 2014, confirmara el castigo impuesto en primera instancia. Se infringió la Ley y la propia Ley establece un castigo que se ha de cumplir. Dura lex, sed lex.

Sin embargo, lo estremecedor de este caso es la adecuación del castigo a la conducta desplegada. Y, en este sentido, se le ven las vergüenzas a nuestro sistema penal, cuyo responsable primero es el propio Legislador, es decir, los diputados y senadores que cada cuatro años, o menos, elegimos entre todos nosotros. Quizá ya es hora de que el Legislador español, bien por motu proprio o bien por iniciativas de los poderes ejecutivo y/o judicial, cuando se vuelva a constituir tras las elecciones ya convocadas aborde de una vez por todas un debate concienzudo y sosegado sobre las penas en el Código penal español y su proporcionalidad. Falta nos hace.

Y es que, si en algo es experto el legislador español es en lo habitualmente conocido como “Legislar en caliente”. Esta técnica legislativa, huérfana de todo vínculo con el insoslayable principio de política criminal que ha de presidir los cambios normativos en materia penal, únicamente sirve a fines reaccionarios frente a un caso en particular que, por cuestiones especiales, es percibido por la opinión pública como sensiblemente injusto. Sin perjuicio de que la existencia de determinados casos mediáticos, los menos, puede contribuir a poner de relieve la existencia de anomalías en el sistema jurídico-penal, “legislar en caliente” normalmente sirve para endurecer el sistema penológico del Código penal, a menudo sin sentido, y poco o nada contribuye a mejorar la calidad técnica de nuestras normas penales y a prevenir la comisión de conductas criminales.

Mientras no se plantee ese debate sobre las penas, será la Administración de Justicia quien siga a los pies de los caballos ante casos como este, situando al referido joven a la espera de que un indulto (remedio altamente discutible desde el plano ético pero necesario para este tipo de situaciones), que en todo caso probablemente será parcial, pueda revertir una situación que es tan legal como injusta.

La responsabilidad penal de las personas jurídicas. A propósito de las primeras resoluciones del Tribunal Supremo

La Ley Orgánica 5/2010, de 22 de junio estableció por primera vez la responsabilidad penal de las personas jurídicas, en los supuestos en los que conste expresamente en el Código penal, siendo independiente y compatible con la responsabilidad penal personal e individual de la persona física que, como administrador, de hecho o de derecho, de la citada persona jurídica, cometa el delito. En el año 2012 se amplía esta responsabilidad para partidos políticos y sindicatos y la última reforma de 2015 introduce en el art. 31 bis la exención de responsabilidad criminal para aquellas empresas o entidades en cuyo seno se hubieran adoptado las medidas necesarias para impedir la comisión de delitos.

Han tenido que pasar casi seis años para que el Pleno del Tribunal Supremo dicte la primera resolución (29 de febrero de 2016) apreciando la responsabilidad penal de las personas jurídicas, confirmando, con una excepción (con respecto a la pena de disolución, como se verá después), las condenas impuestas por la Audiencia Nacional a tres empresas por su participación en delitos contra la salud pública. La sentencia, no exenta de polémica (cuenta con sietes votos particulares, de quince), supone un hito en materia penal y una importante referencia para las empresas y profesionales especializados en cumplimiento normativo (figura del “compliance”) ya que marca las pautas a seguir por las empresas, si quieren evitar ser condenadas.

– El Tribunal Supremo establece la necesidad de constatarse, por un lado, la comisión del delito por parte de la persona física vinculada a la persona jurídica y, por otro, que la empresa haya incumplido con las medidas de vigilancia, control y prevención de delitos. En este sentido dice textualmente la sentencia “Así, la determinación del actuar de la persona jurídica, relevante a efectos de la afirmación de su responsabilidad penal (incluido el supuesto del anterior art. 31 bis.1 parr. 1º CP y hoy de forma definitiva a tenor del nuevo art. 31 bis. 1 a) y 2 CP, tras la reforma operada por la LO 1/2015), ha de establecerse a partir del análisis acerca de si el delito cometido por la persona física en el seno de aquella ha sido posible, o facilitado, por la ausencia de una cultura de respeto al Derecho, como fuente de inspiración de la actuación de su estructura organizativa e independiente de la de cada una de las personas físicas que la integran, que habría de manifestarse en alguna clase de formas concretas de vigilancia y control del comportamiento de sus directivos y subordinados jerárquicos, tendentes a la evitación de la comisión por éstos de los delitos enumerados en el Libro II del Código Penal como posibles antecedentes de esa responsabilidad de la persona jurídica”. Para poder eximirse de responsabilidad criminal a la persona jurídica es necesario tener presente que ese deber de vigilancia va más allá de la existencia de modelos de organización y gestión (tal y como se establece en el art. 31 bis 2 y 5 CP), pues debe basarse “en la prueba de la existencia de herramientas de control idóneas y eficaces cuya ausencia integraría, por el contrario, el núcleo típico de la responsabilidad penal de la persona jurídica, complementario de la comisión del ilícito por la persona física”.

– A los requisitos anteriores hay que añadir, a juicio del Supremo, que la persona física haya cometido el delito en beneficio directo o indirecto de la empresa, entendido este en un sentido amplio como “cualquier ventaja, incluso de simple expectativa o referida a aspectos tales como la mejora de posición respecto de otros competidores, etc., provechosa para el lucro o para la mera subsistencia de la persona jurídica en cuyo seno el delito de su representante, administrador o subordinado jerárquico, se comete”.

– También se establece, en la resolución del Pleno, que la persona jurídica goza de los mismos derechos y garantías constitucionales en materia procesal (tutela judicial efectiva, presunción de inocencia, al Juez legalmente predeterminado, a un proceso con garantías…etc.) que cualquier persona física y responderá, penalmente, con las sanciones específicas que el Código penal contempla (multas, disolución de la empresa, suspensión temporal de actividades…etc.).

– Afirma la sentencia que las sociedades “pantalla”, es decir, aquellas cuya actividad es ilícita ya que han sido creadas para la comisión de hechos delictivos (diferenciándolas así de la empresa con actividad real), deben ser consideradas al margen del régimen de responsabilidad penal del art. 31 bis del Código penal.

– Establece la resolución que debe ser la acusación la que tendrá que probar la inexistencia en la empresa de los programas de cumplimiento (vigilancia y control) para evitar la comisión de los delitos en su seno. A este respecto el voto particular de los magistrados muestra su disconformidad, entendiendo que tiene que ser la propia persona jurídica quien debe alegar y probar que cuenta con los instrumentos de control, que la ley exige ya que “no procede constituir a las personas jurídicas en un modelo privilegiado de excepción en materia probatoria” pues esto altera las reglas aplicables con carácter general para la apreciación de circunstancias eximentes.

– Establece también la improcedencia de la pena de disolución, para el caso que comentamos puesto que se trata de una empresa que daba empleo a más de cien trabajadores que habrían de sufrir los graves perjuicios derivados de la imposición de la pena de disolución de la empresa. Efectivamente, y aunque en el recurso no se pide expresamente, el Supremo reprocha al Tribunal de Instancia la incorrecta aplicación de la pena de disolución pues como dice las penas deben de aplicarse, con carácter general y, entre otros aspectos, atendiendo a “Sus consecuencias económicas y sociales, y especialmente los efectos para los trabajadores”, es decir, a los intereses de terceros afectados y ajenos a cualquier responsabilidad penal. Por ello, se excluye la pena de disolución y se deja subsistente la de multa impuesta dentro del límite mínimo y abre la posibilidad a un posible fraccionamiento, en la fase de ejecución de la condena “cuando su cuantía ponga probadamente en peligro la supervivencia de la persona jurídica o el mantenimiento de los puestos de trabajo existentes en la misma, o cuando lo aconseje el interés general”.

– Asimismo, considera la oportunidad de aplicar, en ocasiones semejantes -en esta no porque la acusación no formuló esa pretensión-, la pena de intervención judicial de la persona jurídica, ya que tiene como especial finalidad “…salvaguardar los derechos de los trabajadores o de los acreedores por el tiempo que se estime necesario, que no podrá exceder de cinco años” (art. 33.7 g del Código penal). Mecanismo que ya viene contemplado en el art. 53.5, segundo inciso, del Código penal en casos de impago de la multa por parte de la persona jurídica.

– Aunque no sea el supuesto de la sentencia, el Tribunal adelanta, para ulteriores situaciones, que en caso de conflicto de intereses entre la persona física y la persona jurídica representada por la persona física, se puede originar una conculcación efectiva del derecho de defensa de la empresa, por lo que se insta a los Jueces y Tribunales a evitar los conflictos procesales, proponiendo la figura de una especie de “defensor judicial”. Incluso sugiere al legislador que establezca normativamente cauces procesales para evitar situaciones de indefensión de la persona jurídica.

Debemos referirnos, por último, a la segunda sentencia de 16 de marzo de 2016 dictada por el Tribunal Supremo, donde se absuelve por indefensión a una empresa que fue condenada por un delito de estafa y en la que vuelve a pronunciarse sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas. En el siguiente sentido:

– La responsabilidad penal de las personas jurídicas no puede afirmarse a partir de la sola acreditación de la comisión del hecho delictivo de la persona física, siendo requisito imprescindible que haya existido un incumplimiento grave (descartando el menos grave y el leve) de los deberes de supervisión, vigilancia y control de la actividad de la persona física por parte de la empresa que no ha evitado la comisión del delito corporativo. Dice la sentencia “La Sala no puede identificarse -insistimos, con independencia del criterio que en el plano dogmático se suscriba respecto del carácter vicarial o de responsabilidad por el hecho propio de la persona jurídica- con la tesis de que, una vez acreditado el hecho de conexión, esto es, el particular delito cometido por la persona física, existiría una presunción iuris tantum de que ha existido un defecto organizativo. Y para alcanzar esa conclusión no es necesario abrazar el criterio de que el fundamento de la responsabilidad corporativa no puede explicarse desde la acción individual de otro”.

– La imposición de la pena a la persona jurídica (disolución de la empresa, clausura de sus locales y establecimientos, intervención judicial, multa…etc.) solo puede fundamentarse en la realización de un hecho propio. Así dice la sentencia “Nuestro sistema, en fin, no puede acoger fórmulas de responsabilidad objetiva, en las que el hecho de uno se transfiera a la responsabilidad del otro, aunque ese otro sea un ente ficticio sometido, hasta hace bien poco, a otras formas de responsabilidad. La pena impuesta a la persona jurídica sólo puede apoyarse en la previa declaración como probado de un hecho delictivo propio”.

– Se exige al Fiscal el mismo esfuerzo probatorio tanto cuando se trata de personas jurídicas, como cuando se trata de personas físicas. Es a la acusación a quien le corresponde acreditar el incumplimiento grave de los deberes de control y vigilancia de la empresa, sin negarse la posibilidad, como no puede ser de otro modo, de que la persona jurídica puede valerse de los medios probatorios que considere oportunos, con el fin de demostrar el cumplimiento de esos deberes de supervisión.

– La responsabilidad penal de la persona jurídica “solo puede declararse después de un proceso con todas las garantías”. En el caso de esta segunda sentencia se absuelve a la empresa por no haberse cumplido con todas las garantías procesales ya que no fue parte en la instrucción al no ser formalmente imputada. Por ello, la sociedad condenada alegó indefensión en su recurso al enterarse de su participación a través de un escrito de conclusiones provisionales.

– También se refiere al problema de un posible conflicto de intereses entre la persona física y la persona jurídica, pronunciándose en el mismo sentido que la sentencia de 29 de febrero.

Básicamente, esa es la línea jurisprudencial hasta el momento. Veremos otros fallos sobre la materia que nos ocupa en este post ya que se trata de un tema muy complejo. Estas son las primeras resoluciones de las muchas que vendrán.

El nuevo procedimiento monitorio penal y sus implicaciones

La Ley 41/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales, ha introducido en el ordenamiento jurídico procesal penal español el procedimiento penal monitorio, que, según se establece en la nueva norma, se llama proceso por aceptación de decreto. El procedimiento monitorio existe en el ámbito civil y en el ámbito social para la satisfacción de derechos de crédito, desarrollándose con una reducción de tramites y consiguiéndose un título ejecutivo con el que se puede iniciar un proceso de ejecución para lograr el pago de deudas dinerarias, determinadas, vencidas y exigibles. En el proceso penal se ha introducido con el objetivo de implantar un cauce de resolución anticipada de las causas penales para delitos de menor entidad, aplicable con independencia del procedimiento que les corresponda en otras circunstancias.

El cauce procedimental para desarrollar el proceso es sencillo. Se permite la conversión de la propuesta sancionadora realizada por el Ministerio Fiscal en sentencia firme cuando se cumplen los requisitos objetivos y subjetivos previstos y el encausado, que, necesariamente, debe estar asistido por un abogado, da su conformidad. Los caracteres del procedimiento se refieren a la agilidad y a los reducidos plazos, que producen una disminución de las garantías que, por la escasa gravedad de los delitos incluidos en su ámbito de aplicación, no provocan un gran perjuicio al acusado.

La balanza entre la economía procesal y la estricta imposición de las correspondientes penas no está equilibrada, pues el primer aspecto está prevaleciendo sobre el segundo, siendo cierto que el Preámbulo de la Ley 41/2015 dice que “se instaura un mecanismo de aceleración de la justicia penal que es sumamente eficaz para descongestionar los órganos judiciales y para dispensar una rápida respuesta punitiva ante delitos de escasa gravedad cuya sanción pueda quedar en multa o trabajos en beneficio de la comunidad, totalmente respetuoso con el derecho de defensa”. Puede ser lógica la tendencia legislativa, caracterizada por otras reformas, como la que introdujo el llamado “juicio rapidísimo”, regulado en el artículo 801.1 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en la medida en que se desea reducir la duración de los procesos por delitos de reducida gravedad para disminuir la saturación de los órganos jurisdiccionales penales.
La introducción del proceso penal monitorio implica la inclusión del principio de oportunidad reglada, existente en Alemania. Por este principio, que es opuesto al principio de legalidad, se determina como posible que el Ministerio Fiscal decida libremente si se inicia un proceso penal o no por una conducta desarrollada por un sujeto concreto, siempre que se cumplan unos determinados requisitos. El principio de oportunidad, según Arturo Todolí Gómez, “no debe entenderse como un exponente de arbitrariedad de aquel que aplica la ley, aunque se ha llegado a afirmar que la instauración del principio de oportunidad podría conculcar el principio de igualdad, reconocido en el art. 14 CE, ya que la sanción penal prevista por la norma ha de ser aplicada por igual a todos los ciudadanos ante la comisión de los mismos hechos delictivos”.
Podría pensarse en el hecho de que, necesariamente, debe desarrollarse un proceso penal cuando se realizar la conductas que se incluyen en el ámbito puramente penal, aunque el bien jurídico protegido no sea muy relevante, ya que el articulo 3.1 del Código Penal señala que “No podrá ejecutarse pena ni medida de seguridad sino en virtud de sentencia firme dictada por el Juez o Tribunal competente, de acuerdo con las leyes procesales”, de forma que, mientras esos actos sean delictivos, deberán analizarse en la esfera jurisdiccional penal. Por eso, debe destacarse que Julio Muerza Esparza afirma, de un modo muy acertado, que “resulta a mi entender evidente que se desnaturaliza absolutamente el significado del proceso penal por lo que tal vez resulte más oportuno tratar estas conductas al margen del Código Penal y por ende, fuera de la Ley procesal penal”, siendo cierto que los juicios rápidos con conformidad también pueden constituir la desnaturalización del proceso penal sobre la que habla el catedrático de Derecho Procesal.
Parece que se está produciendo, de manera progresiva, la privatización del proceso penal, pues cada vez existen más procedimientos en los que resulta posible que, para disminuir el proceso, se utilicen medios que impliquen la imposición de una pena, generalmente, con la conformidad del acusado. Así, por lo que indica Julio Muerza Esparza, parece que se están produciendo contradicciones dentro de los aspectos sustantivos y procesales del Derecho Penal, ya que las normas materiales cada vez abarcan más situaciones por la expansión del Derecho Penal, produciendo este fenómeno que, con el transcurso del tiempo, haya más procesos penales que se desarrollan con más dificultades por el abundante trabajo de los jueces y tribunales del orden penal, lo cual dificulta el desarrollo de la actividad punitiva del Estado materializada mediante la actividad jurisdiccional.El procedimiento penal por aceptación del decreto puede llegar a ser muy útil, pues los casos incluidos en su ámbito material se producen con bastante frecuencia. Sin embargo, sería mucho más adecuado que se despenalizaran ciertas conductas que, siendo delictivas, podrían constituir infracciones administrativas, de modo que se respete el principio de intervención mínima.

Ada Colau y los titiriteros disidentes

Sí, en efecto, ¡otra vez Ada Colau!. No puedo ocultar mi falta: mi última aportación a este blog fue sobre Ada Colau, y no era la primera vez que escribía sobre ella. En mi descargo, diré que me lo pone muy fácil: de todos los representantes de esta “nueva política” que está envejeciendo tan rápidamente, ella es la que muestra en sus escritos con mayor claridad todos los trucos que tantos éxitos están reportando a Podemos y sus “confluencias”.

En mi última entrada, comenté una nota publicada por doña Ada en su muro de Facebook acerca de ciertos tuits desafortunados de un concejal madrileño. En este caso, vuelvo a comentar una publicación de Facebook, de nuevo sobre hechos acaecidos en Madrid, y en realidad de características muy similares a aquel. Poco ha cambiado la Sra. Colau su forma de expresarse desde que es alcaldesa (creo que en otros aspectos sí que ha cambiado, pero dejo eso para otros artículos).

Empecemos por ponernos en contexto: entre las actividades organizadas por el Ayto. de Madrid para los carnavales 2016, se encontraba un teatro de títeres. La obra representada incluía violaciones, apuñalamientos, ahorcamientos, y una pancarta con el texto “GORA ALKA-ETA”. La obra fue programada “para todos los públicos” y, como cabía esperar, no fue del agrado de muchos padres que la presenciaron con sus hijos. Total, que los padres llamaron a la policía municipal, el Ayto. de Madrid paró la representación, los titiriteros fueron detenidos y el Ayto. presentó al poco una denuncia contra la compañía teatral. Los titiriteros detenidos fueron puestos en prisión provisional ante un presunto delito de enaltecimiento del terrorismo (puede verse el auto de prisión aquí)[i].

A raíz de estos hechos, la Alcaldesa de Barcelona, doña Ada Colau, publicó el siguiente texto en su muro de Facebook:

Hoy dos titiriteros pasarán la noche en prisión preventiva (algo muy excepcional), sabiendo que se enfrentan a una denuncia muy grave: enaltecimiento del terrorismo.

 Escribo esto para que nos pongamos un momento en la piel de esos chicos: detenidos, acusados, encerrados y asustados con lo que les viene, sabiendo que a partir de hoy van a tener que lidiar con la maquinaria mediática sin escrúpulos de una derecha vengativa que no soporta la disidencia y aún menos perder elecciones, y que sigue recurriendo machaconamente al “todo es ETA”.

 Una obra satírica y carnavalesca que puede que fuera de mal gusto, que seguro que no era para niños, pero que como máximo ha sido un error de programación (y el responsable ya fue destituido por el ayuntamiento).

 Una torpeza no es un delito. La sátira no es un delito. En una democracia sana, en un estado de derecho, hay que proteger toda libertad de expresión, hasta la que no nos guste, hasta la que nos moleste. #‎LibertadTitiriteros

En definitiva, “nueva política” en estado puro. Vayamos por partes:

Como en el caso del concejal madrileño, los acusados son identificados por su juventud: “esos chicos”. Que sepamos, los acusados son adultos: según el auto, tienen 29 y 34 años, pero al identificarlos como “chicos” reducimos sus actos a chiquilladas… Doña Ada nos sugiere que empaticemos con ellos, que nos “pongamos en su piel”, la piel de unos “chicos” que ella supone “asustados”. A estas alturas, el lector ingenuo ya se ha forjado la imagen mental de un niño de 10 años encerrado en las mazmorras del castillo de If, en vez de un hombre de 34 ante el muy garantista estado de derecho español. Pero sigamos.

Doña Ada continúa explicando los miedos de estos chicos, y sorprendentemente esa preocupación no se debe a que deban enfrentarse al juez, al fiscal o a los reproches de los indignados padres o del Ayuntamiento que les denunció, sino “a tener que lidiar con la maquinaria mediática sin escrúpulos de una derecha vengativa”. ¡Caramba! Por arte de magia, ha surgido aquí la “maquinaria mediática”. La jugada de la Sra. Colau es magistral: no carga contra los denunciantes, que son unos cuantos padres y un ayuntamiento afín, sino contra una imprecisa “maquinaria mediática” controlada por una “derecha vengativa”. Es obvio que la prensa conservadora no va a aplaudir a los titiriteros ni al ayuntamiento que los contrató, así que en lugar de “prensa conservadora” utilizamos el término “maquinaria mediática de la derecha”, que suena más maquiavélico, y de paso añadimos los calificativos “vengativa” y “sin escrúpulos”, para que quede bien claro quién es el malo de la película: de un lado tenemos a unos chicos asustados y del otro tenemos a la maquinaria mediática de la derecha vengativa y sin escrúpulos: tú verás de qué lado estás.

Pues bien, ya tenemos la víctima (los chicos asustados) y el canalla (la maquinaria mediática), pero todavía nos falta el móvil: la derecha vengativa no sólo está cargando contra estos chicos por la negrura de su corazón, sino que hay otra motivación, más profunda y sin duda ruin, que doña Ada nos desvela a continuación, y es que esa derecha “no soporta la disidencia y aún menos perder elecciones”. Así que la causa abierta contra los titiriteros no tiene nada que ver con que “algunas de las escenas que se estaban representando eran ofensivas (ahorcamiento de un muñeco que representaba la figura de un juez, apuñalamiento de una monja con un crucifijo, apaleamiento de varios policías….) pudiendo constituir un delito de enaltecimiento del terrorismo” según se cita en el auto, sino con el hecho de que sean “disidentes”. No aclara la autora de qué disiden estos disidentes, ni qué derrota electoral ha despertado esa sed de venganza en la derecha que, sin escrúpulos o con ellos, ha ganado tanto las últimas generales como las últimas autonómicas y municipales en Madrid: el caso es que están enfrentados a la derecha, y eso es lo que importa. La conclusión última a la que nos lleva este planteamiento es que estamos ante un episodio más de la lucha entre la opresión y la libertad, entre la inocencia de la juventud y el resentimiento de los poderes fácticos… en definitiva, entre la derecha sin escrúpulos y la izquierda sin maldad.

Finalmente, y fiel a su estilo, la Sra. Colau concluye con su veredicto: llega a conceder que la obra fuera de mal gusto e incluso inadecuada para el público infantil, pero, a fin de cuentas, fue “un error” (nótese que, para la “nueva política”, la derecha comete maldades y la izquierda errores) y ese error ni siquiera es imputable a los titiriteros. Finalmente sentencia: “Una torpeza no es un delito. La sátira no es un delito” (y punto: ¡ojo jueces, a ver qué decís!).

Como colofón, nos instruye: “hay que proteger toda libertad de expresión, hasta la que no nos guste, hasta la que nos moleste”. Por supuesto, si es la prensa conservadora la que ejerce ese derecho, se convierte en “maquinaria mediática” “vengativa” y “sin escrúpulos”, pero en las manos de los titiriteros esa libertad es un valioso bien a proteger, así que, sin más, sólo nos queda unirnos a su hashtag “#‎LibertadTitiriteros”. Bueno, de momento podemos no unirnos si no queremos.

De momento.

PD: En el momento de enviar el artículo a los sufridos editores, me llega a través de las redes sociales que la fiscalía ha pedido la liberación de los titiriteros. El motivo parece ser el bajo riesgo de reincidencia, ya que los títeres les han sido incautados. Reconozco mi total desconocimiento del mercado negro y las mafias internacionales de tráfico ilegal de marionetas, pero tengo la sensación de que, en caso de una clara voluntad de reincidir, los acusados podrían conseguir nuevo material con cierta facilidad. Es más, me atrevería a sospechar que pudieran guardar más títeres en algún “zulo”, pero, ¡¿quién soy yo para enmendarle la plana a la fiscalía?!

[i] No es mi intención entrar al fondo del asunto, sino comentar la declaración que sobre este caso hizo la alcaldesa de Barcelona. Sin embargo, quisiera al menos dejar caer que, en mi infancia, los guiñoles se limitaban a pegarse porrazos mutuamente sin motivo aparente, mientras los niños intentábamos avisarles a grito pelado. Y nos reíamos mucho, sin ser conscientes del pobre espectáculo que presenciábamos, vacío de contenido y carente por completo de mensaje. Con semejantes antecedentes, espero comprendan que, desde mi punto de vista, si en un teatro de marionetas se violan brujas, ahorcan jueces y apuñalan monjas, los titiriteros merecen más la atención de un médico que la de un juez. Pero supongo que la generación más preparada de la historia de la humanidad, necesita dotar a sus títeres de un mensaje social más – digamos – contundente.

HD Joven: Argumentos a favor de “societas delinquere potest” y situación en el Derecho comparado

Hace unos años entró en nuestro ordenamiento jurídico la posibilidad de que las personas jurídicas respondieran penalmente por un elenco delitos, y llegó para quedarse,  como estamos viendo. Hoy en día se llenan las páginas jurídicas de artículos sobre el cumplimiento normativo y los encargados del mismo (“compliance officers”), y los periódicos de noticias de delitos cometidos en el seno de personas jurídicas. Pero, ¿se ha desarrollado convenientemente una teoría sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas? ¿Es totalmente equiparable a la de las personas físicas? ¿Qué es lo que ha cambiado de forma tan radical para que un principio tan arraigado como el famoso “societas delinquere non potest” haya transmutado en todo lo contrario? ¿Cuál es la situación en el resto de ordenamientos?

Por resumir la situación en España, hasta el Código Penal de 1995 las personas jurídicas no podían ser culpables de un delito; este Código introduce en su art. 129 consecuencias accesorias sobre personas jurídicas por delitos cometidos por las personas físicas; por la LO 5/2010 se introduce la responsabilidad de las sociedades  para determinados delitos, con un sistema de numerus clausus; la LO 7/2012 se amplía  esta responsabilidad a los partidos políticos y sindicatos (tratada aquí) y tras la última reforma (por la LO 1/2015) se permite que las personas jurídicas puedan quedar eximidas de responsabilidad si adoptan los debidos programas de prevención y cumplimiento normativo.

Entre los argumentos a favor de instaurar esta responsabilidad podemos mencionar el hecho constatable de la empresa como factor criminal, como fuente o foco de delitos. Esto es propio de las teorías más elementales sobre las organizaciones o los “cuerpos sociales”. No por nada fue Italia – dónde se daban grupos criminógenos notables como la mafia -, uno de los primeros países en adoptar medidas -aunque no de naturaleza penal- para señalar la responsabilidad de las personas jurídicas. Se argumenta también la necesidad de equiparar en derechos y deberes a las personas jurídicas con las personas físicas: si las personas jurídicas tienen derechos (en el plano patrimonial) equiparables a los de una persona física, también deberían soportar la misma responsabilidad que éstos. También se ha aducido que la responsabilidad de las personas jurídicas se daba en el plano administrativo, y que la diferencia con una responsabilidad penal sería meramente cuantitativa, no cualitativa. Precisamente aquí creo que está el punto más débil de la argumentación, puesto que se podría argumentar sensu contrario que sería innecesario acudir al plano penal, bastando con reforzar los otros mecanismos.

Por el contra, otros autores critican que se rompan los esquemas clásicos de la dogmática penal por criterios utilitarios o de política criminal. Vendrían a decir: ¿cómo después de tanto esfuerzo en la construcción de la teoría jurídica del delito y del concepto de acción, se admite una responsabilidad que al ser una responsabilidad por un hecho ajeno -para que haya responsabilidad de la persona jurídica tiene que haberla de una persona física- rompe un principio tradicional del Derecho Penal? También critican la imposibilidad de aplicar a una persona jurídica el concepto de “culpabilidad”, pues una actuación culpable (es decir reprochable desde un plano psicológico) solo se puede predicar en realidad de una persona física, siendo lo demás pura ficción.

Es interesante estudiar qué sucede en este ámbito en el derecho comparado. Dentro de la UE, llama la atención que Alemania, cuna de la teoría jurídica del delito y de la dogmática penal, no haya asumido todavía una responsabilidad penal para las personas jurídicas ni para los partidos políticos. Otros países como Grecia y Bulgaria también tienen Códigos Penales anclados en una responsabilidad exclusiva de las personas físicas.

En el extremo opuesto se encuentran los Estados que basan su ordenamiento en el Common Law y donde todo esa dogmática penal siempre ha tenido escaso predicamento, quizás porque se tiene una visión flexible o menos sistemática del ordenamiento. No deja de llamar la atención el hecho de que EEUU sea el padre de la responsabilidad colectiva, del Derecho Antitrust y de otras ramas que tienen en común el ver la empresa como fuente de delitos. Es decir, que allí donde se ha percibido con mayor claridad el poder de las corporaciones – que al tiempo es donde menos recepción ha tenido esa especie de “teología penal” – es donde más rápidamente se ha adaptado el ordenamiento a los nuevos fenómenos criminales.

La mayor parte de los Estados latinoamericanos tampoco admiten la responsabilidad penal de las personas jurídicas, aunque existen excepciones como la de Chile. En el resto de la Europa continental se ha abordado la responsabilidad penal de las personas jurídicas, aunque en algunos como Francia ésta no alcanza a los entes públicos.

Esta adaptación se ha llevado por delante algunos de los principios supuestamente inmutables de la ciencia penal, adoptándose criterios provenientes de la regulación norteamericana como el de heteroresponsabilidad, o responsabilidad de la persona jurídica por un hecho ajeno, como es el de una persona física.

Todo esto nos lleva a plantear algunas cuestiones, ¿Está la ciencia penal preparada para hacer frente a los envites de los nuevos factores criminales? ¿Es posible construir una dogmática sólida dejando de lado las nociones de “acción”, “culpabilidad” y centrándose en los criterios de imputación por ejemplo? Adoptar criterios utilitaristas o de política criminal, ¿podría vulnerar principios y derechos que hoy consideramos piedras angulares del ordenamiento?

En los próximos años, la dogmática penal construida desde el S.XVIII y XIX va a sufrir cambios relevantes; si la comparamos con los experimentados en el plano civil o de derecho privado parece que los viejos conceptos romanos han aguantado mejor los cambios sociales y económicos, quizás por ser más flexibles. En una época de cambios acelerados, ¿Es la flexibilidad una de las grandes virtudes de un ordenamiento jurídico?