¿Por qué es tan difícil pactar un Gobierno en España? Reproducción de la Tribuna en EM de nuestros coeditores Elisa de la Nuez y Rodrigo Tena

En España todos los días se cierran miles de pactos. Públicos y privados. Entre personas y empresas. En Comunidades Autónomas, ayuntamientos, notarías y hasta en gasolineras. Todas las partes ceden en algo y así terminan ganando. De esta forma están mejor al final que al principio. Pero desde diciembre de 2015, los cuatro principales partidos están demostrando su incapacidad para alcanzar un acuerdo de Gobierno. ¿Por qué?

Dado que alguna explicación racional habrá que buscar, podemos empezar con la denominada“teoría de la agencia” que explica que en ocasiones los representantes (Agentes) pueden tener intereses propios no perfectamente alineados con los intereses de los representados (Principales). De esta manera, puede que un determinado pacto favorezca claramente a los últimos, pero si no beneficia también a los Agentes no se cerrará nunca. Pues bien, en el caso de un pacto de Gobierno existe no ya uno sino dos problemas de agencia: el del líder con relación a su partido, y el del partido con relación a sus electores. Esto quiere decir que el pacto mejor es el que beneficia a la vez al líder del partido, garantizando su permanencia, al futuro del partido, garantizando que no va a perder votos y a los intereses generales de sus electores, garantizando que se va a aplicar el programa que han votado. Si los tres intereses se encuentran razonablemente alineados la solución resultará sencilla. En caso contrario puede tender a lo imposible, porque habría que poner de acuerdo (al multiplicar los tres sujetos citados por los dos o tres partidos necesarios para llegar a un acuerdo) unos cuantos intereses concurrentes potencialmente contradictorios.

Pues bien, en nuestra opinión el problema en España es que hay tres factores que complican el alineamiento entre Agente y Principal: la irrupción de dos partidos que no solo compiten en el eje derecha- izquierda sino también en el eje nuevo-viejo (con ambición de sustituir a los anteriores), la falta de una cultura de pactos políticos”institucionales” y el carácter clientelar de nuestra democracia.

Para ilustrar el factor nuevo-viejo a la luz de la teoría de la agencia podemos referirnos al caso del PP y Cs. Es obvio que a los electores del PP les interesa que se plasmen en la práctica sus ideas liberales y conservadoras, pero les debería importar poco que las defienda el PP o Ciudadanos, que puede llegar a competir en el mismo espacio. Pero al PP como partido le interesa mucho más su futuro como organización que el triunfo de sus ideas o el destino de su líder actual (salvo a sus más fieles) por lo que preferirá no dar ni agua a un partido afín pero que compite con él. Al líder sólo le interesa su presente, que pasa por ser Presidente del Gobierno y para eso necesita apoyos como sea y de quien sea. Este enrevesado problema de agencia supone que Rajoy, para mantenerse en el poder, estaría dispuesto a ceder mucho más de su programa (por ejemplo, en una negociación con el PSOE) de lo que lo haría cualquier otro candidato, en detrimento de los intereses de sus electores. Correlativamente, para Cs (o incluso para el PSOE) parece que cobrarse la cabeza de Rajoy -símbolo de la vieja política- puede ser más importante que imponer algunas de las medidas clave de sus programas, también en detrimento de los intereses de sus electores. Algo parecido ocurre entre el PSOE y Podemos: A Sánchez como líder le hubiera interesado gobernar con el apoyo de Podemos, pero a su partido le parecía demasiado peligroso. Para los electores de Podemos apoyar el pacto PSOE-Cs podía ser un mal menor frente a la continuidad de Rajoy, pero para su líder esa posibilidad era impensable. Y así podríamos seguir un buen rato.

El segundo factor es el de la falta de una cultura de pactos políticos institucionales (transversales o sobre programas) entre la ciudadanía. En estas últimas elecciones los electores no hemos favorecido –o penalizado- en las urnas a los partidos atendiendo a sus mayores o menores esfuerzos de cara a lograr un pacto de gobierno.Quizás porque el electorado tiende a pensar siempre que el partido al que vota no es el responsable; la culpa siempre es de los otros. En todo caso, esa sensación también revela falta de cultura política. Lo mismo cabe decir de la mayoría de los medios de comunicación, más enfrascados en hacer de altavoces de los políticos, poniendo el foco en el quién o con quién y casi nunca en el cómo y en el para qué. También para ellos resulta mucho más relevante hablar de líderes que del contenido detallado de cualquier pacto y de sus implicaciones. De esta forma consiguen más audiencia, pero contribuyen más bien poco a la implantación de una auténtica cultura democrática.

Efectivamente, en las democracias representativas las elecciones son un medio para alcanzar un fin: gobernar. Si se pierde esta idea de vista, no hay manera de salir del círculo. Lo que nos devuelve al punto de partida:lo importante es el programa que se quiere poner en marcha desde el Gobierno o, “second best”, si se pueden condicionar las decisiones de un Gobierno en minoría. Sobre estos programas o medidas es sobre lo que debe versar el debate: todo lo demás, siendo muy interesante para los partidos, sus líderes y muchos periodistas es accesorio para los electores.Y si no es así, entonces los ciudadanos no podemos criticar a los políticos que anteponen las consideraciones personales a cualquier otra, porque perciben que sus electores también lo hacen.

El tercer factor es el carácter fuertemente clientelar de nuestra democracia. En nuestro pasado reciente han existido otros Gobiernos en minoría, pero han podido gobernar como si tuvieran mayoría absoluta alcanzando un acuerdo con los partidos nacionalistas, que han apoyado indistintamente al PP o al PSOE. El esquema de estas negociaciones ha sido sencillo y cómodo para el partido que aspiraba a gobernar: cesiones concretas siempre en clave autonómica (más competencias, más dinero, retirada de recursos ante el Tribunal Constitucional, cuota de reparto en órganos constitucionales, reguladores, etc) a cambio de estabilidad gubernamental. Dicho de otra manera, cada uno dejaba actuar al otro en libertad en su respectivo territorio durante una temporada. La negociación que podríamos llamar “institucional” sobre políticas concretas (educación, sanidad, fiscalidad, Justicia, etc.) ha sido siempre la excepción. Por eso, más que un pacto se trataba de un reparto, con la consiguiente delimitación de las áreas de influencia, al modo en que todavía se reparten el territorio algunas organizaciones mafiosas.

En conclusión, ahora el reto es alcanzar un pacto de muy distinta naturaleza: un pacto institucional sobre políticas concretas –y eventualmente cargos- con rivales que aspiran a competir en el propio territorio, con el tremendo coste que esto puede suponer para partidos y líderes acostumbrados a otra forma de funcionar.Por poner un ejemplo: mientras que para una democracia poco clientelar como la británica, la sustitución de Cameron no es una tragedia para los próximos (sino más bien una oportunidad) en España la sustitución del líder del partido que ocupa el poder en cada momento tiene muchas otras implicaciones. Lo esencial no parece ser el programa -que otro también podría llevar a cabo- sino la capacidad de atender a la clientela, lo que agudiza las contradicciones internas.

Nos encontramos sin duda ante una coyuntura crítica que deberíamos intentar aprovechar para mejorar nuestra democracia. Para ello sería necesario utilizar las debilidades del sistema para reorientarlo en la buena dirección. Es decir, aprovechar la disponibilidad del PP a pactar cargos y políticas a cambio de mantener a su líder para avanzar decididamente en la reforma de las instituciones y en el desmantelamiento del clientelismo político que tanto daño hace a nuestra democracia. Pero solo podremos transmitir a nuestros políticos los incentivos necesarios para hacerlo si empezamos por interesarnos más por las políticas que por las personas que las vayan a desarrollar. Y por el momento no lo estamos haciendo.

 

Los programas electorales: entre la realidad y la ciencia ficción

Los ciudadanos decidimos nuestro voto en unas elecciones generales como las que acabamos de vivir en función de múltiples factores. Simplificando, podemos diferenciar dos grandes grupos: aquellos ciudadanos que votan siguiendo unos criterios estrictamente “racionales” y el resto, que tiene en cuenta además factores de carácter “emocional”. Dentro de ese (gran) resto, estarían aquellos que votan por un sentimiento de pertenencia a un partido o ideología, o los que votan por castigar al que ha gobernado en los últimos años, o aquellos que votan por miedo a que salga una determinada opción política, o por puro hartazgo, etc, etc.

El abanico es verdaderamente amplio, pero volviendo a los criterios racionales decisivos en la intención de voto, hay tres factores que cobran especial relevancia: el candidato, el partido político y el programa electoral. Este post lo vamos a centrar en este último factor, el programa electoral, con el que un partido político se presenta a unas elecciones y donde se declaran los valores que defiende, sus propuestas y sus planes de acción política o de gobierno, en el caso de llegar a él.

La Fundación Transforma España ha realizado un decálogo sobre los programas electorales que aporta una visión sobre los elementos que deben ser considerados en su elaboración para incrementar la credibilidad, solvencia, calidad y comprensión de los mismos. En el marco de ese proyecto, llevaron a cabo un sondeo de opinión ciudadana sobre los programas electorales que arroja unas conclusiones interesantes.

La encuesta promovida por la Fundación Transforma España confirma que existe un bajo porcentaje de lectura de programas electorales, ya que únicamente 4 de cada 10 ciudadanos afirma leerlos antes de ejercer su derecho a voto. No obstante, más del 80% de los encuestados considera los programas muy importantes o bastante importantes, siendo el elemento decisorio de voto en el 50,3% de los casos.Además, solo el 0,2% de los encuestados cree que las promesas electorales se cumplen, a pesar de que el incumplimiento de los proyectos de gobierno merma la confianza de los ciudadanos en el sistema político, valoración en la que coincide más del 93% de los encuestados.

Incurrimos por tanto en una aparente contradicción: la mayor parte de los ciudadanos otorga importancia a los programas electorales y de hecho la mitad los considera un elemento decisorio en su intención de voto. Sin embargo, menos de la mitad los lee y para rematar, prácticamente nadie se los cree. Damos por descontado que los partidos políticos van a incluir en sus programas electorales medidas más propias de la ciencia ficción que de la realidad…Parece por tanto que damos más importancia al “continente” que al “contenido” y la repercusión mediática del programa electoral de Podemos en las últimas elecciones generales lo refleja a la perfección: se habló más del formato del programa, por su estilo a lo catálogo de Ikea, que de las propias medidas incluidas en el documento.

¿Se puede revertir esta situación de la alguna forma? El 80% de los ciudadanos encuestados en el marco del estudio de la Fundación Transforma España afirma que los programas electorales deberían ser auditados por entidades independientes. La evaluación, por parte de organizaciones independientes, del coste que supondría las medidas propuestas por los diferentes partidos políticos contribuye a la transparencia y viabilidad de los proyectos de gobierno.

Se trata de una medida que ya se pone en práctica en un país europeo y no es Dinamarca, que es la referencia habitual en buenas prácticas de regeneración democrática. En este caso hablamos de Holanda.

La Oficina Holandesa para Análisis de Política Económica (CPB), es un organismo público independiente que está adscrito al Ministerio de Asuntos Económicos. Desde 1986, antes de la celebración de elecciones generales, el organismo elabora una publicación (se denomina “CharteredChoices”) en la que se analiza la viabilidad económica de las diferentes medidas que incluyen los programas electorales. Para poder elaborar su estudio (realizan un análisis exhaustivo de los ingresos e impactos económicos de las medidas que incluyen los programas electorales), los partidos políticos holandeses remiten voluntariamente a la CPB toda la información que necesitan(de forma extremadamente detallada por cierto).

En la última publicación, que analiza las propuestas de la legislatura 2013-2017, se analizaron los programas electorales de casi todos los partidos políticos (de diez en concreto) que concurrieron a las elecciones. Por si tienen curiosidad, el capítulo de conclusiones está traducido al inglés y se puede descargar en su página web.

El análisis de la Oficina Holandesa juega un doble papel muy relevante: antes de las urnas, evita que los partidos políticos caigan en la tentación de incluir en sus promesas electorales propuestas irrealizables (desde un punto de vista económico, teniendo en cuenta la situación del país y sus perspectivas de crecimiento) y después de las urnas, sirve de base para las negociaciones de los partidos de cara a formar una coalición de gobierno. Este organismo desempeña este papel clave porque ciudadanos, partidos políticos y los propios medios de comunicación reconocen su independencia y su elevado nivel de especialización en la materia.

En nuestro país, el organismo más parecido a la CPB Holandesa sería la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal. Llama la atención que el organismo que dirige José Luis Escrivá hayapresentado recientemente ante la Audiencia Nacional un recurso contencioso-administrativo contra la Orden Ministerial del Ministerio de Hacienda y Administraciones Públicas del 1 de julio de 2015, por la que considera que el Ministerio vulnera su autonomía e independencia.Este tipo de noticias escasean bastante en España, donde de entrada, nos cuesta pensar en un organismo público independiente del poder político.

Como conclusión, pensamos que la evaluación de la viabilidad económica de las propuestas electorales merece cuanto menos una reflexión y  quizás podamos encontrar un ente independiente no necesariamente público o dar una oportunidad a la propia Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal, que ha dado muestras de su independencia tras su conflicto con el Ministerio al que está adscrita. Desde luego, cosas más irreales hemos leído en los programas electorales….

¿En qué piensan los electores cuando van a votar? ¿En la forma o en el fondo?

Casi todos en el fondo, y deberíamos hacerlo mucho más en la forma.

Pensar en el fondo es pensar en propuestas de soluciones a problemas materiales concretos. Por ejemplo: Si prohibimos los contratos de trabajo temporales o no los prohibimos, si la indemnización por despido debe ser fija o progresiva, si hay que subir el IVA, si hay que prohibir la prostitución, si hay que establecer una renta básica universal, si subimos el salario mínimo, etc. etc. etc.

Pensar en la forma, por el contrario, es asumir que mucho más importante que la solución es la manera a la que vamos a llegar a ella. Quizás nadie lo ha explicado mejor que el ilustre procesalista italiano, Piero Calamandrei, en un breve libro escrito en 1944 titulado “Sin legalidad no hay libertad”. En él afirma que “el programa de los liberales no mira tanto al contenido de las leyes como a la estructura del mecanismo que debe servir para crearlas” (…) “al liberalismo no le importa tanto el contenido de las leyes (la solución de los problemas) como el modo como son deliberadas y formuladas”. Ni siquiera deberían prejuzgar cuestiones tales como la abolición o no de la propiedad privada. Lo único que les debería importar es que tal cuestión se pueda discutir con libertad y rigor. “Por eso no cabe concebir un sistema que sea liberal sin ser democrático”.

Leer hoy en España algo así (escrito en plena lucha de las ideologías) causa asombro y tristeza. Ese es el verdadero liberalismo que en un mundo tan complejo como el actual necesitamos urgentemente, y a cambio lo único que obtenemos de nuestros mediocres partidos políticos son unas pobres recetas materiales sobre los más intrincados asuntos, formuladas en unas pocas líneas. Eso sí, todas aderezadas con la correspondiente salsa ideológica, ya sea socialista, conservadora o… liberal.

El inconveniente es que no existen soluciones fáciles a problemas complejos. Es más, ni siquiera estamos en condiciones de saber si un problema es simple o complejo sin antes habernos aproximado a él con cierto método. Y con ello no estoy abogando por un gobierno de tecnócratas, ni nada parecido, sino por una verdadera participación ciudadana de carácter democrático en la génesis de las decisiones, articulada a través de una discusión ordenada y transparente que nos permita a todos sentirnos vinculados por la decisión final, aunque por estar en minoría no podamos compartirla. Fuera de ese caso, siempre estaremos en condiciones de gritar: “¡no nos representan!”

En un mundo complejo como el actual, en donde la representación política es inevitable, esa participación y debate se articula a través de diferentes medios procedimentales. En primer lugar es necesario contar con organismos independientes de los intereses en liza que sean capaces de realizar un análisis serio de las políticas públicas. Esto es algo que en España brilla por su ausencia, pero que es la fuente fundamental de información relevante en la mayoría de países avanzados. Sin esta información cualquier decisión estará siempre construida en el aire y, además, se adoptará a un coste exorbitante.

En segundo lugar es necesario contar con un procedimiento de elaboración normativa (ya sea de carácter legislativo o reglamentario) serio y riguroso. Debe fomentarse la audiencia pública, el control de los lobbies, la transparencia, la participación de expertos y el debate entre los que hayan de adoptar la decisión final. Ello exige una Administración mucho más meritocrática y transparente y un Parlamento mucho más abierto a la sociedad civil.

En tercer lugar es imprescindible un control eficaz de los resultados de las políticas públicas, desde el punto de vista científico, de ejecución, y judicial. Deberíamos estar en condiciones de saber lo que ha funcionado y lo que no, y a qué precio. Cientos de normas se han revelado inútiles o contraproducentes, pero no sabemos cuántas, cuáles y en qué medida. Miles de normas y de decisiones no se han ejecutado o se han hecho incorrectamente, pero no sabemos por qué. Por último, nuestro sistema judicial no está en condiciones de controlar la aplicación efectiva de nuestro sistema democrático de toma de decisiones. No sabemos muy bien por qué adoptamos decisiones, pero al menos tenemos el consuelo de que tampoco sabemos si se cumplen.

Por eso, preocuparse por el fondo sin haber resuelto antes los problemas de forma es algo mucho peor que construir una casa por el tejado: es construir por el tejado una nave industrial pensando que construimos una casa. En definitiva, construir algo distinto de lo que se necesita, pero al menos con el consuelo de saber que se va a caer.

Una vez resueltos los problemas de forma cabrá adoptar con cierto fundamento las graves decisiones de fondo que nuestra sociedad demanda. Y no dudo que son las más importantes, especialmente las de carácter social, pero el inconveniente es que si queremos resolver esos temas  antes de estudiarlos previamente con el método adecuado puede que los agravemos. Después de hacerlo, sin embargo, quizás un liberal se sorprenda un día apoyando la supresión de la propiedad privada, como decía Calamandrei. Y quizás un comunista apoye bajar los impuestos a los ricos. Lo sabremos cuando llegue el momento. Porque lo que está meridanamente claro es que los grandes relatos ideológicos que todo lo explican y resuelven a priori con la correspondiente plantilla han fracasado estrepitosamente: el socialdemócrata en 1973, el comunista en 1989 y el neoliberal en 2008. A partir de ahora tendremos que ir a tientas, siguiendo de manera rigurosa un método de aproximación para encontrar la verdad en cada momento, tal como ocurre precisamente en un proceso judicial (y tal como nos recuerda nuestro ilustre procesalista).

Y ahora, recapitulemos: en estas elecciones, ¿quién se preocupa de verdad por el método? ¿Quién por la salud de nuestro Estado de Derecho, que es precisamente esa forma que todo lo sustenta? ¿Quién por la libertad y la calidad de nuestra paupérrima prensa, sin la cual ningún debate social digno de ese nombre es posible? ¿Quién por la Universidad, sin cuyo conocimiento experto cualquier país está perdido? Yo soy de los que piensan que ahí precisamente es donde primero hay que mirar…

 

 

 

 

HD Joven: Joan Tardà y la pervivencia del mito de 1714

Joan Tardà, diputado en el Congreso por ERC, realizó un discurso enérgico y muy claro en la fallida sesión de investidura del socialista Pedro Sánchez. Sin embargo, más que su impetuosa valoración acerca de la actualidad y el futuro de la política española y catalana, es la irrupción de la historia en un momento de la intervención lo que llama mi atención: “…en el año 1981 llegó el portazo […] a una verdadera reconciliación entre Cataluña y España 300 años después de habernos aplicado el Decreto de Nueva Planta por el que se anexionaba Cataluña al reino de Castilla invocando al derecho de conquista”. No sería el único “recurso histórico” al que acude Tardà: “…somos un país anexionado y el paso de los siglos no ha hecho prescribir los derechos de Cataluña sobre su soberanía”. Sigo el resto de su exposición un poco perplejo: lamentablemente, Joan Tardà no es el primero ni tampoco el último político que recurre a la historia de una forma sesgada y mitificada para justificar y argumentar proyectos políticos. Los nacionalismos necesitan de elementos emocionales, de mitos, que cohesionen y den sentido al colectivo, a la nación. El nacionalismo catalán, como todos los nacionalismos, se ha edificado sobre ficciones históricas, pero, ¿qué tiene 1714 para que se emplee de forma tan recurrente? Debemos puntualizar, antes de comenzar, que el suceso del asedio de Barcelona por las tropas borbónicas pasó desapercibido o falto de consideración hasta muy a finales del siglo XIX, cuando se rescata la figura de Rafael Casanova, líder de la resistencia, y se establece el día 11 de septiembre como día festivo y conmemorativo nacional catalán. Es por tanto un referente muy tardío, y sólo se consolidará popularmente al institucionalizarse de forma oficial con la democracia.

La primera cuestión en la que debemos detenernos es en los actores y en el propio sentido de la Guerra de Sucesión española: en ningún momento fue un conflicto entre España y Cataluña ni tampoco un movimiento de secesión o independencia catalana de la Monarquía hispánica. Se trató de un conflicto entre los partidarios del heredero al trono, como así se recogía en el testamento de Carlos II tras su muerte en 1700, el Borbón Felipe de Anjou, y los del archiduque Carlos de Austria. El propio archiduque se intitulará siguiendo la numeración castellana como Carlos III. Tampoco podemos caer en la reducción simplista de circunscribir territorialmente a las facciones dinásticas, pues en Castilla fue tan importante la presencia de austracistas como de borbónicos en los reinos de la corona aragonesa. Esta guerra sucesoria, de ámbitos y escenarios internacionales, se cierra para España con los acuerdos alcanzados en el Tratado de Utrecht de 1713. Pero, ¿por qué Cataluña mantiene la lucha de forma aislada y solitaria hasta 1714?

Retrocedamos en el tiempo hasta 1701 y 1702 cuando, tras ser aceptado sin problemas por los castellanos, las Cortes catalanas consiguen todas las concesiones y prerrogativas planteadas al recién jurado rey Felipe V. ¿Qué es lo que hace que la élite dirigente catalana “se pase” al bando del archiduque Carlos cuando arriban las tropas austracistas a Cataluña en 1705? Probablemente, el mal recuerdo que se retenía en ciertas regiones como resultado de las continuas guerras contra Francia era una reacción lógica ante la dinastía borbónica. Sin embargo, el factor determinante no estuvo en las opciones y preferencias políticas de la sociedad, sino que lo encontramos en la indefensión de las ciudades ante la capacidad militar de los combatientes. No había en Cataluña una posición mayoritaria a favor del archiduque: la ocupación de Barcelona por los austracistas en 1705 propició la salida de entre 6.000 y 9.000 catalanes borbónicos de la ciudad. Felipe V vería en esta “rebelión” un delito de lesa traición que no estaba dispuesto a pasar por alto, lo que, unido a las experiencias de la supresión de fueros en Aragón y Valencia en 1707 -matizadas y corregidas posteriormente-, no favoreció a que los catalanes valorarán la posibilidad de aceptar a Felipe V como rey. Sin embargo, este posicionamiento dejará de tener sentido, primero, tras la marcha del archiduque a Viena en 1711 para convertirse en emperador y, posteriormente, tras el descabezamiento del movimiento austracista como consecuencia de Utrecht: el austracismo como opción política había fracasado. Siguiendo en la línea de los Tratados de Utrecht, en uno de los acuerdos llegados entre España e Inglaterra se daba la posibilidad de amnistiar a todos los catalanes participantes de la guerra, además igualar sus privilegios a los de los castellanos. Esto hubiese implicado, por ejemplo, la participación de la burguesía comercial catalana en el comercio indiano, rompiendo el monopolio sevillano.

No obstante, en julio de 1713 serían rechazados los acuerdos del Tratado de Utrecht por las Corts catalanas y se declaraba la guerra a Felipe V. Rafael Casanova figura conmemorada en cada Diada, fue uno de los líderes de esta resistencia inútil que arrojó unas cifras de muertos y niveles de destrucción material del todo evitables. La historiografía suele estar de acuerdo en cuanto a las cantidades, muriendo alrededor de 6.000 austracistas y entorno a 10.000 soldados del ejército borbónico. Aquí debemos valorar el papel que juega la resistencia catalana y sobre todo de Barcelona frente al rey en este asedio, pues el papel “victimista” que el nacionalismo le ha atribuido es del todo discutible a tenor de las cifras. Por otro lado, hay que tener presente que entre los miles de defensores muertos, no sólo había catalanes, sino austracistas procedentes de Aragón, Valencia o Castilla. Vuelve a ponerse de manifiesto que el conflicto distaba mucho de ser un movimiento nacionalista catalán y sus postulados.

En cuanto a la Nueva Planta de 1716 y sus consecuencias, en el ámbito político, si bien se produce una supresión de las instituciones catalanas, no es Felipe V quien suprime la Generalitat, sino que había sido asimilada por el Consell de Cent al controlar todo el poder de Cataluña ya desde el asedio de barcelonés. Desde el punto de vista de la fiscalidad aunque, efectivamente, se produce un aumento impositivo, hubo una mejor distribución y eficacia en tanto en cuanto la administración borbónica mejoró su organización -como novedad, se grava fiscalmente al estamento eclesiástico-. Comparativamente y con todas sus connotaciones, la Nueva Planta catalana fue más indulgente con la que se aplicó, por ejemplo, en Valencia -Cataluña mantuvo su derecho civil-. Hay que mencionar la presencia militar en Cataluña, mayor en número de efectivos y de mayor extensión temporal que en otros territorios. Algo lógico si nos atenemos a lo expuesto anteriormente. Los nacionalistas han querido ver aquí la opresión política y cultural de un país, una imagen muy del todo equívoca. No podemos perder de vista que los Estados modernos no se constituyen de la misma forma que los Estados contemporáneos que surgen de las revoluciones liberales. El Estado moderno y su organización social es heredera del mundo medieval: los lazos de feudovasalláticos siguen teniendo vigencia en la vertebración social y política. Por tanto, la aplicación del derecho de conquista responde al delito de lesa majestad, es decir, se justifica el derecho de conquista en tanto en cuanto hay un cuestionamiento de la autoridad del rey en su territorio.

Otro aspecto a tener en cuenta de la Nueva Planta es la lengua, la castellanización cultural de Cataluña, proceso que venía desarrollándose durante los siglos XVI y XVII por el propio peso económico, demográfico e institucional castellano en el conjunto de los territorios de la Monarquía hispánica. No podemos olvidar también, que la lengua de la corte del archiduque Carlos era el castellano.

Por último, debemos hablar del despegue económico que se va a producir en Cataluña durante el siglo XVIII. Si bien la terrible y desastrosa presión fiscal de la Monarquía durante el siglo XVII no alcanzó de igual forma a los territorios de la Corona de Aragón que a los castellanos, esto le permitió capear con mejores garantías el contexto de crisis económica. El siglo XVIII será para Cataluña un siglo de expansión económica, y los cambios que introdujo la nueva dinastía borbónica en la administración influirían positivamente en ellos.

En conclusión, el relato que el nacionalismo ha creado de la Guerra de Sucesión, sus consecuencias y del sitio de Barcelona de 1714, es una historia falseada, mitificada, realizada desde un tono victimista, repleta de prejuicios, presentismos y odios hacia “lo español”, que en absoluto se corresponde, como hemos podido ver de un modo muy somero, con la realidad histórica. Todo ello, para sustentar una idea nacional del todo irracional y desfasada, en un mundo que tiende hacia agregaciones políticas superiores en lugar de procesos de disgregación y ruptura. No niego con ello que en Cataluña exista una identidad particular que entiendo, además, debe ser reconocida. Pero no me parece de recibo que se utilicen los recursos, los canales y los espacios públicos para fomentar el odio y la división de una forma tan burda como lo ha hecho Joan Tardà en la pasada investidura: algo no se debe estar haciendo bien cuando las pasiones dominan el rigor histórico en una sociedad como la catalana.

Ada Colau y los titiriteros disidentes

Sí, en efecto, ¡otra vez Ada Colau!. No puedo ocultar mi falta: mi última aportación a este blog fue sobre Ada Colau, y no era la primera vez que escribía sobre ella. En mi descargo, diré que me lo pone muy fácil: de todos los representantes de esta “nueva política” que está envejeciendo tan rápidamente, ella es la que muestra en sus escritos con mayor claridad todos los trucos que tantos éxitos están reportando a Podemos y sus “confluencias”.

En mi última entrada, comenté una nota publicada por doña Ada en su muro de Facebook acerca de ciertos tuits desafortunados de un concejal madrileño. En este caso, vuelvo a comentar una publicación de Facebook, de nuevo sobre hechos acaecidos en Madrid, y en realidad de características muy similares a aquel. Poco ha cambiado la Sra. Colau su forma de expresarse desde que es alcaldesa (creo que en otros aspectos sí que ha cambiado, pero dejo eso para otros artículos).

Empecemos por ponernos en contexto: entre las actividades organizadas por el Ayto. de Madrid para los carnavales 2016, se encontraba un teatro de títeres. La obra representada incluía violaciones, apuñalamientos, ahorcamientos, y una pancarta con el texto “GORA ALKA-ETA”. La obra fue programada “para todos los públicos” y, como cabía esperar, no fue del agrado de muchos padres que la presenciaron con sus hijos. Total, que los padres llamaron a la policía municipal, el Ayto. de Madrid paró la representación, los titiriteros fueron detenidos y el Ayto. presentó al poco una denuncia contra la compañía teatral. Los titiriteros detenidos fueron puestos en prisión provisional ante un presunto delito de enaltecimiento del terrorismo (puede verse el auto de prisión aquí)[i].

A raíz de estos hechos, la Alcaldesa de Barcelona, doña Ada Colau, publicó el siguiente texto en su muro de Facebook:

Hoy dos titiriteros pasarán la noche en prisión preventiva (algo muy excepcional), sabiendo que se enfrentan a una denuncia muy grave: enaltecimiento del terrorismo.

 Escribo esto para que nos pongamos un momento en la piel de esos chicos: detenidos, acusados, encerrados y asustados con lo que les viene, sabiendo que a partir de hoy van a tener que lidiar con la maquinaria mediática sin escrúpulos de una derecha vengativa que no soporta la disidencia y aún menos perder elecciones, y que sigue recurriendo machaconamente al “todo es ETA”.

 Una obra satírica y carnavalesca que puede que fuera de mal gusto, que seguro que no era para niños, pero que como máximo ha sido un error de programación (y el responsable ya fue destituido por el ayuntamiento).

 Una torpeza no es un delito. La sátira no es un delito. En una democracia sana, en un estado de derecho, hay que proteger toda libertad de expresión, hasta la que no nos guste, hasta la que nos moleste. #‎LibertadTitiriteros

En definitiva, “nueva política” en estado puro. Vayamos por partes:

Como en el caso del concejal madrileño, los acusados son identificados por su juventud: “esos chicos”. Que sepamos, los acusados son adultos: según el auto, tienen 29 y 34 años, pero al identificarlos como “chicos” reducimos sus actos a chiquilladas… Doña Ada nos sugiere que empaticemos con ellos, que nos “pongamos en su piel”, la piel de unos “chicos” que ella supone “asustados”. A estas alturas, el lector ingenuo ya se ha forjado la imagen mental de un niño de 10 años encerrado en las mazmorras del castillo de If, en vez de un hombre de 34 ante el muy garantista estado de derecho español. Pero sigamos.

Doña Ada continúa explicando los miedos de estos chicos, y sorprendentemente esa preocupación no se debe a que deban enfrentarse al juez, al fiscal o a los reproches de los indignados padres o del Ayuntamiento que les denunció, sino “a tener que lidiar con la maquinaria mediática sin escrúpulos de una derecha vengativa”. ¡Caramba! Por arte de magia, ha surgido aquí la “maquinaria mediática”. La jugada de la Sra. Colau es magistral: no carga contra los denunciantes, que son unos cuantos padres y un ayuntamiento afín, sino contra una imprecisa “maquinaria mediática” controlada por una “derecha vengativa”. Es obvio que la prensa conservadora no va a aplaudir a los titiriteros ni al ayuntamiento que los contrató, así que en lugar de “prensa conservadora” utilizamos el término “maquinaria mediática de la derecha”, que suena más maquiavélico, y de paso añadimos los calificativos “vengativa” y “sin escrúpulos”, para que quede bien claro quién es el malo de la película: de un lado tenemos a unos chicos asustados y del otro tenemos a la maquinaria mediática de la derecha vengativa y sin escrúpulos: tú verás de qué lado estás.

Pues bien, ya tenemos la víctima (los chicos asustados) y el canalla (la maquinaria mediática), pero todavía nos falta el móvil: la derecha vengativa no sólo está cargando contra estos chicos por la negrura de su corazón, sino que hay otra motivación, más profunda y sin duda ruin, que doña Ada nos desvela a continuación, y es que esa derecha “no soporta la disidencia y aún menos perder elecciones”. Así que la causa abierta contra los titiriteros no tiene nada que ver con que “algunas de las escenas que se estaban representando eran ofensivas (ahorcamiento de un muñeco que representaba la figura de un juez, apuñalamiento de una monja con un crucifijo, apaleamiento de varios policías….) pudiendo constituir un delito de enaltecimiento del terrorismo” según se cita en el auto, sino con el hecho de que sean “disidentes”. No aclara la autora de qué disiden estos disidentes, ni qué derrota electoral ha despertado esa sed de venganza en la derecha que, sin escrúpulos o con ellos, ha ganado tanto las últimas generales como las últimas autonómicas y municipales en Madrid: el caso es que están enfrentados a la derecha, y eso es lo que importa. La conclusión última a la que nos lleva este planteamiento es que estamos ante un episodio más de la lucha entre la opresión y la libertad, entre la inocencia de la juventud y el resentimiento de los poderes fácticos… en definitiva, entre la derecha sin escrúpulos y la izquierda sin maldad.

Finalmente, y fiel a su estilo, la Sra. Colau concluye con su veredicto: llega a conceder que la obra fuera de mal gusto e incluso inadecuada para el público infantil, pero, a fin de cuentas, fue “un error” (nótese que, para la “nueva política”, la derecha comete maldades y la izquierda errores) y ese error ni siquiera es imputable a los titiriteros. Finalmente sentencia: “Una torpeza no es un delito. La sátira no es un delito” (y punto: ¡ojo jueces, a ver qué decís!).

Como colofón, nos instruye: “hay que proteger toda libertad de expresión, hasta la que no nos guste, hasta la que nos moleste”. Por supuesto, si es la prensa conservadora la que ejerce ese derecho, se convierte en “maquinaria mediática” “vengativa” y “sin escrúpulos”, pero en las manos de los titiriteros esa libertad es un valioso bien a proteger, así que, sin más, sólo nos queda unirnos a su hashtag “#‎LibertadTitiriteros”. Bueno, de momento podemos no unirnos si no queremos.

De momento.

PD: En el momento de enviar el artículo a los sufridos editores, me llega a través de las redes sociales que la fiscalía ha pedido la liberación de los titiriteros. El motivo parece ser el bajo riesgo de reincidencia, ya que los títeres les han sido incautados. Reconozco mi total desconocimiento del mercado negro y las mafias internacionales de tráfico ilegal de marionetas, pero tengo la sensación de que, en caso de una clara voluntad de reincidir, los acusados podrían conseguir nuevo material con cierta facilidad. Es más, me atrevería a sospechar que pudieran guardar más títeres en algún “zulo”, pero, ¡¿quién soy yo para enmendarle la plana a la fiscalía?!

[i] No es mi intención entrar al fondo del asunto, sino comentar la declaración que sobre este caso hizo la alcaldesa de Barcelona. Sin embargo, quisiera al menos dejar caer que, en mi infancia, los guiñoles se limitaban a pegarse porrazos mutuamente sin motivo aparente, mientras los niños intentábamos avisarles a grito pelado. Y nos reíamos mucho, sin ser conscientes del pobre espectáculo que presenciábamos, vacío de contenido y carente por completo de mensaje. Con semejantes antecedentes, espero comprendan que, desde mi punto de vista, si en un teatro de marionetas se violan brujas, ahorcan jueces y apuñalan monjas, los titiriteros merecen más la atención de un médico que la de un juez. Pero supongo que la generación más preparada de la historia de la humanidad, necesita dotar a sus títeres de un mensaje social más – digamos – contundente.

La importancia del libro de las reglas

En la última película de Steven Spielberg –“El puente de los espías”- el actor Tom Hanks es James Donovan, un abogado de seguros miembro de un prestigioso bufete, que recibe el encargo por parte del gobierno estadounidense de defender a un sujeto acusado de espionaje a favor de la Unión Soviética en los momentos de máxima tensión de la Guerra Fría.

Semejante encargo obedece a una razón de imagen: en la escena internacional el gobierno americano quiere dar una lección de legalidad, de respeto a los procedimientos, en contraste con las brutales formas de proceder que se imputan a la potencia rival.

No obstante, desde el principio el abogado se da cuenta de que su tarea no va a ser fácil. Por supuesto, el presunto espía ha sido ya condenado por la muy excitada opinión pública norteamericana antes de haber sido juzgado, y el defensor de un espía viene a ser tan traidor como éste.

Pero no solo comienzan él y su familia a recibir muestras de hostilidad de todo su entorno, sino que además la CIA se dedica a presionarle. Un agente llamado Hoffman le está siguiendo y fuerza una entrevista con él en la que se hace explícito lo siguiente: teniendo en cuenta la relación de confianza entre el abogado y su cliente y que este espía debe de tener acceso a información muy sensible, el abogado debe colaborar con la CIA suministrándole toda la información que pueda obtener de su cliente.

A continuación tiene lugar el siguiente diálogo:

Hoffman: Necesitamos saber. Así que no se haga el boy-scout conmigo. No tenemos un reglamento (rule book en la versión original) aquí.

Donovan: Usted es el agente Hoffman, ¿no?

Hoffman: Sí.

Donovan: De origen alemán, ¿verdad?

Hoffman: Sí.

Donovan: Mi apellido es Donovan. Irlandés. Por los dos lados, padre y madre.

Yo soy irlandés y usted es alemán. Pero ¿qué es lo que nos hace a los dos americanos? Solo una cosa, solo una: el reglamento. Lo llamamos constitución, y estamos de acuerdo en las reglas. Y eso es lo que nos hace americanos, es todo lo que nos hace americanos. Así que no me diga que no tenemos un reglamento aquí, y deje de asentir, maldito hijo de puta.”

Esta reciente referencia al rule book me recordó un episodio mucho más lejano en el tiempo.

En el año 406 a.C., un año antes de la conclusión de la Guerra del Peloponeso, una flota ateniense obtuvo una gran victoria sobre la flota espartana cerca de las Islas Arginusas. Pese al triunfo, un gran número de naves atenienses naufragaron y sus tripulaciones quedaron flotando en las aguas del Egeo en espera de ser recogidas. Pero esa recogida de los náufragos no tuvo lugar porque una fuerte tempestad que se desató al término de la batalla dificultó las tareas de rescate, a lo que se sumó cierta confusión o descoordinación entre los mandos de la flota acerca de quién tenía que llevar a cabo esa misión, de manera que, unos por otros, los náufragos acabaron pereciendo.

Cuando la flota victoriosa regresó a Atenas los ocho estrategos o generales que la habían comandado fueron acusados de la pérdida de los náufragos y sometidos a juicio sumarísimo ante la asamblea de ciudadanos. En ese juicio –el célebre juicio contra los generales de la batalla de las Arginusas- tuvieron un papel destacado un tal Terámenes, un demagogo que caldeó el ambiente al máximo y que propuso que los ocho generales fueran juzgados y condenados de forma conjunta, y el filósofo Sócrates, a la sazón pritano, es decir, algo así como integrante de la mesa presidencial de la asamblea, y por tanto responsable de la dirección del debate y de la observancia del procedimiento de actuación de ésta. La pritanía correspondía por turno cada mes a una de las diez tribus en que se dividía la ciudadanía ateniense y en la fecha del juicio esa función correspondía a la tribu a la que pertenecía el filósofo.

Según cuenta Jenofonte en las Helénicas, Sócrates fue el único de los pritanos que se opuso a la maniobra de Terámenes, manifestando que no haría nada si no estaba de acuerdo con la ley. Y es que era contrario a la constitución ateniense un juicio colectivo de culpabilidad. Cada uno de los acusados debía ser juzgado y en su caso condenado de forma separada y con la posibilidad de una defensa individual.

Esta defensa de la ley y del procedimiento, del rule book ateniense, frente a la masa iracunda casi la cuesta la vida a Sócrates (así lo indicaba Platón en su Apología).

¿Y por qué les recuerdo este episodio histórico y el diálogo entre el abogado Donovan y el agente Hoffman?

Porque cuando uno lee ciertas últimas sentencias de nuestro Tribunal Supremo se topa con afirmaciones como éstas: “En la medida en que sea necesario para lograr la eficacia del Derecho de la Unión, en los supuestos de cláusulas abusivas, los tribunales deben atemperar las clásicas rigideces del proceso, de tal forma que, en el análisis de la eventual abusividad de las cláusulas cuya declaración de nulidad fue interesada, no es preciso que nos ajustemos formalmente a la estructura de los recursos. Tampoco es preciso que el fallo se ajuste exactamente al suplico de la demanda, siempre que las partes hayan tenido la oportunidad de ser oídas sobre los argumentos determinantes de la calificación de las cláusulas como abusivas, etc.” (S. de 9 de mayo de 2013, cuya doctrina se transcribe en la S de 23 de diciembre de 2015).

Y sobre todo porque en la peculiar situación social y política en que se encuentra en estos momentos nuestro país, recordar ciertas cosas me parece muy pertinente. Nos esperan unos años especialmente convulsos, que van a suponer una importante prueba para nuestro Estado de Derecho.

Cuando unos están convencidos de la absoluta justicia de su causa, cuando no albergan la más mínima duda acerca de la bondad de su postura y de la maldad de todos sus posibles oponentes o contradictores, la tentación de prescindir de todas los inconvenientes y embarazosas formalidades que conlleva el respeto del rule book es muy fuerte.

Nos jugamos mucho como sociedad en estos momentos y el papel de los juristas creo que está claro cuál debe ser.

 

Manuel González-Meneses