La Ley Trans y el consentimiento (reproducción de la Tribuna publicada en ABC)
Que el infierno está lleno de buenas intenciones lo dijo ya San Bernardo de Clairvaux allá en el siglo XII. Camus, más preciso, dice en su novela La Peste que la buena voluntad puede hacer tanto mal como la malevolencia, si no se acompaña de conocimiento. Nadie duda de la buena voluntad del borrador de Ley Trans: su objetivo declarado es la protección de las personas trans, lo que es encomiable pues todos los estudios concluyen que son un grupo especialmente vulnerable a la discriminación y a la violencia. Hay que recordar también que la intersexualidad, es decir la condición de personas que tienen caracteres físicos de ambos sexos es una realidad que afecta a muchos miles de personas (el 0,02% de la población). Pero la buena intención no basta y la orientación de la Ley puede desproteger a muchas personas, también vulnerables.
La principal novedad de la Ley es reconocer el derecho a la autodeterminación de la identidad de género, es decir que cualquiera puede decidir cambiar su sexo sin necesidad de diagnóstico médico o psicológico alguno. No se exige la condición de intersexualidad ni ningún tratamiento (hormonas, operaciones) previo o posterior al cambio. Basta el consentimiento individual a través de una solicitud al encargado del Registro Civil en la que se manifieste el sexo elegido, sin necesidad de información previa y prohibiéndose expresamente que se exija “informe médico o psicológico alguno”. El objetivo de esta simplificación extrema es agilizar el trámite y la falta de examen de capacidad persigue no patologizar la disforia sexual, es decir no considerar como una enfermedad la situación del aquél que no se siente identificado con su sexo.
Pero la supresión de cualquier exigencia de capacidad o información tiene importantes riesgos. Por un lado, porque el control de capacidad no es un castigo para los menores -ni para las personas con enfermedades psiquiátricas o con discapacidad intelectual- sino una forma de protegerlas de terceros y de sí mismas. Por otro, porque el consentimiento no es digno de tal nombre si no está adecuadamente informado: incluso para actos mucho menos importantes de personas plenamente capaces (contratar un préstamo o un fondo de inversión) la Ley impone exigentes requisitos de información previa. Es evidente que una decisión de cambio de sexo tomada sin la necesaria capacidad, reflexión o información puede suponer gravísimos daños, y que el riesgo afecta sobre todo a los más vulnerables.
Esto se hace evidente en el caso de los menores. La Ley Trans equipara a los mayores de 16 a los adultos, sin que deban intervenir sus padres ni el Juez ni el Ministerio Fiscal, como sucede en general para todas las decisiones importantes de los menores de 18. Es cierto que la sentencia del Tribunal Constitucional de 18/7/2019 admitió el cambio registral de sexo de un menor, pero porque en ese caso existía consentimiento paterno y se acreditaba la “suficiente madurez” y una “situación estable de transexualidad”; también porque no existían en la ley alternativas como el simple cambio de nombre. En la nueva Ley, no se exige ningún requisito a los mayores de 16 y los mayores de 12 también pueden pedir el cambio de sexo con el consentimiento de uno solo de sus progenitores, sin información ni examen de madurez o capacidad, ni intervención de juez o fiscal.
La experiencia en otros países de nuestro entorno demuestra que la preocupación por la madurez del solicitante responde a riesgos reales. Una reciente sentencia de la High Court de Londres (caso Keira Bell) ha condenado al servicio de salud inglés a indemnizar a una menor que se arrepintió de su cambio de sexo, por no haberla informado adecuadamente sus consecuencias del cambio de sexo ni contrastado su madurez. Además advirtió a los médicos que tratan a personas de 16 o 17 años deberían solicitar la aprobación judicial del cambio de sexo. No se trata de un caso aislado. En los últimos años se ha producido un enorme aumento de la disforia de género entre chicas adolescentes que no tenían ningún antecedente en la infancia, como pueden ver en este gráfico.
Esto ha hecho saltar las alarmas entre los psicólogos.Un estudio de la catedrática de la Universidad de Brown Lisa Littman reveló que muchos de estos casos tenían características semejantes: no había antecedentes de disforia en la infancia, aparecían de manera súbita en la adolescencia, a menudo combinados con dificultades de ajuste social, insatisfacción con su aspecto físico y depresiones. La autora plantea la hipótesis de que esa súbita aparición de la disforia responde a respuestas adaptativas al estrés social. El profesor de la Universidad de Mc Gill S. Veissiere señala (aquí) que está comprobado que las mujeres, debido a su mayor sensibilidad a las señales sociales, son mucho más propensas a estos fenómenos llamados sociogénicos, lo que puede explicar que este incremento de la disforia tardía afecte sobre todo a chicas adolescentes. También organizaciones feministas y de lesbianas temen que se puede estar orientando al cambio de sexo a personas que simplemente tienen una orientación sexual distinta (aquí).
El caso de Keira Bell ha visibilizado los problemas de otras chicas que quieren revertir su decisión. Hay que tener en cuenta que aunque la Ley Trans no lo exige, en la práctica el cambio de sexo va siempre acompañado de tratamientos médicos en la adolescencia (ver este artículo). La Ley viene a considerarlo el camino normal al prever “el bloqueo hormonal al inicio de la pubertad, para evitar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios no deseados; y el tratamiento hormonal cruzado … a fin de propiciar el desarrollo de caracteres sexuales secundarios deseados”. Estos tratamientos no son totalmente reversibles y hacen casi imposible, y enormemente traumático, el cambio de opinión posterior. Este artículo del Economist señala que varios estudios médicos muestran que entre el 61% y el 98% de los niños que presentan trastornos relacionados con el género en la adolescencia se reconciliaron con su sexo natal antes de la edad adulta. Todo esto está provocando un cambio de tendencia: las derivaciones de niños a las clínicas de género se han frenado en Reino Unido, han caído un 65% en Suecia, y Finlandia ha cambiado su regulación para garantizar un asesoramiento adecuado.
El que la Ley permita que los padres soliciten el cambio de sexo de niños menores de doce años plantea el problema de si cabe la representación en actos personalísimos, pues es difícil pensar en algo más personal e íntimo que esa decisión. Y eso no cambia porque consienta el menor, por la misma razón que a nadie se le ocurre defender el matrimonio infantil cuando la niña está de acuerdo: es evidente la posibilidad de influencia de los mayores y la insuficiente madurez de un niño para comprender todas las consecuencias. Eso no debe impedir garantizar el respeto a los niños que se manifiestan con un género distinto al físico (admitiendo incluso el cambio de nombre sin cambio de sexo), ni prestar atención médica y asesoramiento especial a las personas intersexuales.
La Ley Trans hace de la voluntad el elemento central, pero al no establecer ninguna exigencia de asesoramiento, autenticidad, seriedad y madurez, no garantiza que se trate de un consentimiento verdadero. Los problemas que ya se han manifestado en países de nuestro entorno han revelado las complejidades de la llamada autodeterminación de sexo: las buenas intenciones pueden llevar a situaciones dramáticas e irreversibles a personas vulnerables, en particular a adolescentes con dificultades de adaptación. La cuestión merece mayor estudio y reflexión y evitar dogmatismos, pues -como decía también Camus- el vicio más desesperante es el de la ignorancia que cree saberlo todo.
Licenciado en Derecho en 1989 (ICADE- E1). Notario en la oposición de 1991. Doctor en Derecho. Patrono de la Fundación Hay Derecho. Autor de artículos en El País, ABC, Nueva Revista, y de diversas publicaciones de Derecho Mercantil y otras materias.