Seguro que todos los ciudadanos de cualquier polis griega amenazada por los bárbaros (o por sus vecinos) se preocupaban por el estado físico y psicológico de sus hoplitas, por su armamento y por su organización. También por la competencia del estratego encargado de dirigirles. Por eso, sorprende enormemente que hoy, cuando lo que está amenazado es nuestro Estado de Derecho, infiltrado de corrupción y amiguismo, sean tan pocos los que se preocupan de su última línea de defensa, esa que si cae conllevará para la mayoría el llanto y el crujir de dientes: la Judicatura.
Tras el auto del viernes pasado por el que la Audiencia de Palma de Mallorca decidió enjuiciar a la Infanta Cristina, no han faltado voces destacando la normalidad del proceso y acusando de agoreros a los alegaban que la Infanta nunca sería juzgada. Todavía no han entendido nada. O más bien parece que no quieren entenderlo. Si la Infanta va a ser juzgada, pese al gigantesco esfuerzo por impedirlo realizado por la Fiscalía, la Abogacía del Estado y por el estrato politizado de la Justicia española (representado por el TS y su ·doctrina Botín) va a ser gracias a nuestros humildes hoplitas: el sector profesional de nuestra Judicatura, que todavía resiste. ¿Por cuánto tiempo? Para saberlo deben leer el imprescindible y valiente libro del magistrado Jesús Villegas (“El poder amordazado”) recién publicado por Península. Pero les anticipo la conclusión: Poco.
La tesis que acabo de exponer la sostiene Villegas, además de con sólidos argumentos, con multitud de ejemplos; pero déjenme que analice este de la Infanta, que él, por evidentes razones de tiempo, no pudo incluir. En realidad, no tiene mucho misterio ni complicación. Bastaría que se leyesen ustedes los votos particulares a la sentencia 1045/2007 del TS que consagra la “doctrina Botín” y a continuación el auto del viernes pasado. Pero se lo resumo brevemente:
Sobre la base de una interpretación literal del art. 782.1 de la LECrim, el TS sentó que no es posible enjuiciar a una persona cuando no acusa ni el Fiscal ni el directamente ofendido por el delito (la acusación particular), pese a que sí lo haga la acusación popular, lo que permitió al poderoso banquero librarse del banquillo, porque, claro, ni la Fiscalía ni la Abogacía del Estado le habían acusado. No obstante, tanto los cinco primeros votos particulares a esa sentencia, como el auto que ahora comentamos, se han ocupado de destruir cumplidamente esa sorprendente interpretación literal, que no casa ni con la interpretación lógica, ni con la histórica ni con la sistemática.
Pues bien, los abogados de la Infanta contaban con buenas razones para considerar que en este caso la solución iba a ser idéntica. Todos los astros de la Justicia española parecían sonreírles: tenían la doctrina del TS adecuada (es verdad que hecha a medida de otro pez gordo, pero que para este apaño podía valer igual) y se había conseguido, de nuevo, que no acusasen ni la Fiscalía ni la Abogacía del Estado. La fruta tenía que caer por sí sola.
Pero hete aquí que llegamos a nuestra última línea de defensa: la integrada por los jueces de base, por esos que están perdidos en los juzgados de instrucción y en las Audiencias de toda España, que todos los días tienen que luchar con programas informáticos inoperantes o no compatibles, con casos absurdos de peleas de vecinos o con macro causas que colapsarían a un Ministerio, con personal sobre el que no mandan pero de cuya actividad o inactividad les hacen responsables, sin aspiraciones de progresar en la carrera porque no han querido jugar al juego político de las asociaciones dominantes dependientes de los partidos y de las designaciones a dedo; pero que, pese a todo ello, por extrañas razones casi mistéricas –quizás semejantes a las de los médicos de nuestra Seguridad Social- se parten la cara todos los días por hacer su trabajo lo mejor posible; es decir, por servir al Derecho y a la justicia.
A las magistradas que integran la sección 1ª de la Audiencia de Palma la doctrina Botín les parece una birria, indudablemente. Supongo que como a la mayoría de los juristas imparciales de este país. Lo dejan bastante claro en el auto. Pero tienen un problema: es una doctrina que ha fijado el Tribunal Supremo. Retengan esta idea porque es muy importante. Una de las cosas que más me sorprendió del libro de Villegas fue su encarnizada oposición al efecto vinculante de las Sentencias del TS, que ciertas reformas pretenden introducir. Mi reacción es comprensible. Cualquiera que viniese de un país normal se indignaría ante esa reivindicación de un juez inferior por considerarse eximido de aplicar los criterios sentados por el más Alto Tribunal. ¿Cómo quedaría la seguridad jurídica en un país si cada juez se considerase libre de interpretar la ley de la manera que le venga en gana? ¿Cómo controlar entonces la productividad y el buen hacer de nuestros tribunales inferiores?
Creo que ustedes también empiezan a entenderlo: es que este no es un país normal. Es que aquí la distinción entre “altos” y “bajos” admite distintas perspectivas, porque la politización de los órganos superiores de la Judicatura y los criterios con los que son escogidos sus miembros, provoca no solo que no se reconozca a sus decisiones especial autoridad doctrinal, sino que –pásmense- resulte bastante conveniente que así sea, como prueba el caso que comentamos.
Pero volvamos al obstáculo indicado. Existe una sentencia del TS que consagra la doctrina Botín, por muy matizada que haya quedado tras la sentencia 54/2008 dictada para el caso Atutxa. Y aunque el efecto vinculante puro y duro todavía no se reconoce para el TS, sí en cambio para el Tribunal Constitucional, conforme al art. 5.1 de la LOPJ. La cuestión tiene su importancia, porque la STC 205/2013, motivada por la dictada por el TS para el caso Atutxa, venía implícitamente a prohibir por vulnerar el principio de igualdad desviarse de la doctrina Botín (que tampoco entra a enjuiciar) salvo que se justificase por concurrir circunstancias diferentes (como terminó reconociéndose para ese caso).
Así que las magistradas, que dedican bastante espacio a demostrar por qué la doctrina Botín es un dislate, no les basta con eso, sino que tienen que argumentar que este caso de la Infanta no es igual que el del banquero. Y es cierto que lo hacen, aunque podría dudarse que las diferencias sean lo suficientemente relevantes. Básicamente se apoyan, entre otras, en que mientras que en el caso de Botín ni la Fiscalía ni la abogacía del Estado acusaban a nadie, por entender que no se había cometido delito alguno, aquí sin embargo sí consideran que existe un delito fiscal para el caso de otros encausados, lo que en combinación con el argumento del interés colectivo (derivado del carácter pluriofensivo de ciertos delitos) sentado en la sentencia de la doctrina Atutxa, les sirve para escaparse -hay que reconocer que con ciertas dificultades- de la tiranía del precedente. Técnica quizás discutible (como ocurre siempre con toda argumentación jurídica), pero justicia incontestable, aunque eso sí, por los pelos.
Pero en esta historia hay otro hoplita que merece recordarse: el juez Castro. Y merece hacerse no solo por su valentía personal, sino porque ejemplifica perfectamente otros dos riesgos apuntados por Villegas en su magnífico libro: la instrucción por la Fiscalía y los Tribunales de Instancia. Con cualquiera de estos dos inventos -tan aparentemente lógicos en un país normal- el caso de la Infanta ni siquiera se habría planteado. Efectivamente, atribuir la instrucción a la Fiscalía mientras mantenga su estructura jerárquica y su dependencia política es un auténtico disparate, como demuestran los casos citados por Villegas (el Faisán, sin ir más lejos) y este que ahora comentamos. Pero algo semejante ocurre con los Tribunales de Instancia, como ya he escrito en este blog (“La reforma de la LOPJ y la instrucción colegiada”). Allí comentaba que cuando un sistema está politizado en la cúspide, las propuestas organizativas no solo tienen que pasar el filtro de la eficiencia, sino también el de la no politización. Por eso, desde el momento en que se prevé que los Presidentes de los Tribunales de Instancia (que dispondrían de amplias facultades) serán designados por un órgano tan politizado como el Consejo General del Poder Judicial, sus supuestos beneficios funcionales ceden ante el peligro absoluto de introducir al enemigo en el mismo corazón del ejército hoplita. ¿Ustedes creen de verdad que con un Presidente de un Tribunal de Instancia designado por el Consejo se hubiera decidido encausar a la Infanta?
Esta es, a la postre, la lección fundamental del libro de Villegas: si queremos una Justicia eficiente, rápida y previsible –y que siga siendo independiente, claro- hay que acabar primero con lo que él denomina “los políticos togados”; en definitiva, con el control político del Consejo sobre los nombramientos de los puestos más altos de la Judicatura. El diagnóstico es claro; sus soluciones, más discutibles (y quedarán para otra ocasión), pero lo que resulta palmariamente de este grito de auxilio es que los agoreros tenemos razón: o nos ponemos todos urgentemente las pilas o a nuestra última línea de defensa frente a los bárbaros le queda poco tiempo. Y si todavía tienen alguna duda, vuelvan a repasar todas las barreras adjetivas y sustantivas que ha habido que saltar para que, simplemente, se trate a la Infanta como a un ciudadano más.
Rodrigo Tena Arregui es Licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Notario de Madrid por oposición (OEN 1995). Ha sido profesor en las Universidades de Zaragoza, Complutense de Madrid y Juan Carlos I de Madrid. Es miembro del consejo de redacción de la revista El Notario del siglo XXI.