El caso ERE: una mirada constitucional sine ira et studio, por Germán M. Teruel Lozano en ‘Letras Libres’

Hard cases make bad law”, reza un adagio jurídico del derecho estadounidense. Diría más, los casos sensibles políticamente hacen mal derecho y dificultan notablemente su análisis. Resulta difícil acercase a ellos sine ira et studio, más aún en la actual esfera de comunicación digital contaminada por la polarización política. Así que, permítaseme el atrevimiento de aproximarme al que creo que es uno de los casos penales más sonados de nuestro país, con el permiso de las investigaciones judiciales abiertas a la sra. Begoña Gómez: el caso ERE. No voy a ofrecer un análisis en profundidad de las sentencias y me limitaré a ofrecer algunas claves interpretativas desapasionadas que espero que puedan ser de utilidad a quienes quieran formarse un juicio sobre el asunto y más allá. Porque, en este caso, más que la resolución concreta del mismo me preocupa cómo se está desenvolviendo el debate público, las reacciones que está suscitando, muchas de las cuales, a mi entender, son una evidencia más del precario estado de salud de nuestra democracia.

Pues bien, el punto de partida fijado como hecho probado irrefutable (y que el Tribunal Constitucional no contesta, lógicamente) es que durante más de diez años la Junta de Andalucía, gobernada entonces por el PSOE, favoreció la creación de un entramado que facilitó graves actos de corrupción, a través de la adopción de toda una serie de decisiones (básicamente, mediante la adopción de anteproyectos y proyectos de leyes de presupuestos y a través de modificaciones presupuestarias) dirigidas a distribuir de forma ilegal subvenciones, evitando los controles jurídico-contables y las exigencias de publicidad en la concesión, con afectación a más de setecientos millones de euros.

A partir de ahí, el problema al que se enfrentó primero la Audiencia Provincial de Sevilla y luego el Tribunal Supremo era si las personas intervinientes en estas decisiones no solo incurrieron en infracciones administrativas y contables, sino si sus conductas también encajaban en los delitos previstos por nuestro Código Penal. En particular, en el delito de prevaricación administrativa, que castiga a la autoridad o funcionario público que adopte una resolución arbitraria a sabiendas de su injusticia, o en los de malversación de caudales públicos, que se produce cuando quien está encargado de administrar bienes públicos incurre en conductas desleales o indebidas en perjuicio de patrimonio público.

Sin entrar en detalles, sí que adelantaré que el encaje en algunos de los supuestos no era fácil. Si se me permite el símil, estaba claro que había un gran bosque fraudulento, propiciado por toda una serie de actos desviados, manifiestamente contrarios al interés general. En palabras del magistrado constitucional César Tolosa en uno de los votos particulares a las sentencias de este caso, “el juicio histórico de la sentencia no recoge hechos aislados sino una actuación muy compleja, integrada por un conjunto de decisiones, adoptadas por distintas autoridades administrativas, en un periodo de tiempo muy prolongado, pero dirigidas todas ellas a conseguir un único propósito, el otorgamiento de subvenciones excepcionales incumpliendo de forma absoluta los requisitos establecidos en la normativa sobre subvenciones”. Este era el bosque. El problema es que el derecho penal se construye castigando no por el bosque, sino por la siembra de arbolitos. Y aquí, cuando uno analiza arbolito a arbolito, se encuentra, por ejemplo, que dudosamente se podían considerar como “resolución” en un asunto administrativo, como exige el Código Penal, las actuaciones prelegislativas adoptadas por un Gobierno. O que puedan ser consideradas como arbitrarias determinadas transferencias una vez que habían sido aprobadas esas leyes que le daban una cierta cobertura, las cuales nunca fueron declaradas inconstitucionales. Aun así, las sentencias del Constitucional a los condenados más relevantes de los ERE conceden un amparo “parcial”, por lo que ahora la Audiencia de Sevilla tendrá que volver a dictar sentencia por aquellos “arbolitos” que claramente encajaban en los delitos. Es decir, la absolución no ha sido absoluta como consecuencia del amparo constitucional y pronto veremos la nueva condena, minorada, pero igualmente condena por haber cometido ciertos delitos.

Ahora bien, esta realidad (el hecho de que el Código penal no dé respuesta eficaz frente a estos graves supuestos de corrupción) invita a que debamos replantearnos tipos penales e, incluso, alguna arraigada categoría penal. Precisamente, desde la malograda Cátedra de Buen Gobierno de la Universidad de Murcia, unos meses antes de que la Vicepresidencia del Gobierno Regional encabezada por Vox decretara su cierre (decisión no enmendada, por el momento, por el Partido Popular) promovimos un coloquio al respecto: El derecho constitucional a una buena administración y su incidencia en el derecho penal. Invitamos a administrativistas, penalistas y también intervino el fiscal anticorrupción de la Región. Una ocasión de debate en la que sobrevolaron algunas cuestiones de interés: ¿Cómo podemos releer los delitos contra la Administración Pública, aquellos que más directamente castigan la corrupción, a la luz de este nuevo paradigma del buen gobierno? En particular, ¿podemos empezar a trasladar al ámbito público la lógica del administrador desleal o, cuando menos, negligente que está presente en el sector privado y, en especial, al ámbito penal? ¿Podríamos castigar penalmente ante faltas graves en el debido cuidado por una suerte de omisión impropia si los responsables públicos faltan a ciertos deberes de diligencia? ¿Puede situárseles en una suerte de “posición de garante” con respecto a la gestión que se realice en sus respectivos departamentos que pudieran suponer una grave desviación de esos ideales de buen gobierno? O, por el contrario, ¿llevar el derecho penal a estos extremos podría dar lugar a una excesiva judicialización de la política? Son temas que creo que merecen atención por parte de juristas y de los que el legislador debería tomar nota.

Pero, volviendo al caso en concreto de los ERE, las preguntas relevantes serían: ¿se ha excedido el Tribunal Supremo al aplicar estos delitos en la interpretación que ha realizado? ¿O ha sido el Tribunal Constitucional el que ha desbordado su jurisdicción como órgano de garantías al enmendar al máximo intérprete de la legalidad ordinaria, que es el Tribunal Supremo?

Mi respuesta seguramente va a ser decepcionante, porque, sin afán de resultar equidistante, veo problemas en lo resuelto por ambos tribunales. En mi opinión, los tribunales de justicia dieron una interpretación “atrevida” de esos delitos, si se me permite recurrir a un término no jurídico, ya que extendieron el sentido típico de las conductas castigadas, aunque lo hicieron con un especial esfuerzo de motivación. Un esfuerzo argumental que no evita que puedan formularse críticas muy sólidas a estas sentencias de la Audiencia y del Tribunal Supremo (recomiendo, en especial, ese análisis del profesor Quintero Olivares –aquí– o los más recientes del profesor De la Quadra –aquí, aquí y aquí–).

Sin embargo, no veo con la claridad que los autores antes mencionados que la interpretación de los órganos judiciales haya sido tan irrazonable. Porque ese, y no otro, es el canon de enjuiciamiento en el que puede apoyarse el Tribunal Constitucional en esa revisión excepcional que puede realizar de las decisiones judiciales. En concreto, el Tribunal Constitucional puede corregir una decisión judicial de acuerdo con el principio de legalidad penal (art. 25 CE) cuando la argumentación judicial hubiera resultado “ilógica o indiscutiblemente extravagante”, es decir, cuando estuviéramos ante una aplicación que carezca de razonabilidad por resultar “imprevisible para sus destinatarios”.

Se trata, como puede observarse, de un canon poroso y la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el principio de legalidad penal, proyectada sobre el legislador y sobre jueces, ha sido un campo minado. Para una divulgativa panorámica sobre estas cuestiones pueden verse las recientes aportaciones del profesor Juan Antonio Lascuraín, en su día Letrado del Tribunal Constitucional (de forma general sobre los límites a la interpretación penal según el Tribunal Constitucional –aquí– y sobre el terrorismo en la jurisprudencia constitucional –aquí–). En general, dar la última palabra a un Tribunal Constitucional en la tutela de los derechos fundamentales, facultándolo a través del amparo a revisar lo decidido por los jueces, especialmente cuando el corregido es un Tribunal Supremo, genera tensiones inevitables. Ocurre siempre que a un órgano “supremo” se le pone alguien por encima (pensemos en las tensiones entre el Tribunal Constitucional federal alemán que, de cuando en cuando, le levanta el hacha amenazante el Tribunal de Luxemburgo). Y, en España, tenemos ejemplos míticos, casi esperpénticos, como los derivados del caso Presley y sus secuelas donde Tribunal Supremo y Constitucional se enfrentaron por la interpretación del derecho a la intimidad, llegando aquél a acusar a este de incurrir en el vicio de los “masoretas”; o, más reciente, la STC 62/2011, en la que un fragmentado Constitucional (aunque sin alineación ideológica exacta), tras examinar la valoración de la prueba, revocó la ilegalización de las candidaturas de Bildu decidida por el Supremo.

Sin embargo, estas tensiones no creo que justifiquen cuestionar el acierto de que nuestra Constitución haya atribuido la función de amparo al Tribunal Constitucional, como no se discute su esencial función revisando la constitucionalidad de las leyes, aunque ella dé lugar a desencuentros con el Parlamento. Es lo que tiene contar con un tribunal de garantías que limita al resto de poderes públicos para hacer valer la supremacía de la Constitución. Por ello, descarto alguna respuesta extravagante que apunta a reformar nuestra Norma Fundamental para cercenar o capar de competencias al Tribunal Constitucional. O aquellos que denuncian que cómo un órgano no integrado íntegramente por jueces puede enmendar a un Tribunal Supremo, olvidando que en los momentos más gloriosos del Tribunal Constitucional este estaba integrado por una amplia mayoría de académicos.

El problema creo que es otro. Y aquí está el gran elefante en la habitación, que llevamos advirtiendo con especial intensidad desde hace unos años, por lo que me toca, una vez más, volver a insistir en estas páginas: la pérdida de credibilidad del Tribunal Constitucional, de su auctoritas, culpa de unos partidos empeñados en nombrar a magistrados afines ideológicamente, que, para colmo, se esfuerzan en su ejercicio en no separarse de los intereses de sus patronos y cuyos vínculos políticos empañan el quehacer de sus decisiones (en este caso, con abstenciones que quizá hubieran debido darse y, más allá de lo jurídico, con fotos que revelan relaciones “comprometidas”). De ahí que lo que tengamos que recuperar es que los mejores vayan al Constitucional, juristas con indiscutible prestigio y lo más desvinculados del circuito político posible. En Hay Derecho propusimos algunas buenas prácticas para los nombramientos de magistrados constitucionales (aquí), que solo necesitan de voluntad política para aplicarse.

Por último, en este comentario no podemos obviar las reacciones de los principales partidos políticos a este serial del caso ERE, los cuales se afanan dialécticamente por barrenar nuestro orden institucional. Por un lado, desde el PSOE, aclamando como mártires a quienes han sido y volverán a ser condenados por uno de los más graves casos de corrupción de nuestro país. Y, desde el PP, disparando al mensajero, el Constitucional, cuya decisión, aunque discutible, tiene también buen fundamento, y cuyo principal flanco de crítica es la colonización partidista de la que el PP es absoluto corresponsable.

De forma que, en apretada síntesis, para terminar extraería las siguientes conclusiones: el caso ERE ha desvelado un gravísimo caso de corrupción que exige todo el reproche político y jurídico, desde el prisma contable y penal, aunque, seguramente, no tanto reproche penal como el que recayó. Aún así, no creo que quepa hablar de lawfare sino, como mucho, de un excesivo afán de nuestros jueces para evitar la impunidad ante tamaño bosque de corrupción. Y el Tribunal Constitucional, al corregir a los órganos judiciales, ha ofrecido también buenas razones para justificar por qué una parte de la condena pudo no resultar “previsible” de acuerdo con los dictados del Código penal, actuando como juez de garantías, que es su papel constitucional. El problema es que un juicio tan excepcional, con un canon tan poroso para la revisión de la aplicación de la ley penal, enmendando una sesuda condena del Tribunal Supremo en un tema tan sensible, para haber sido acogido de forma menos traumática habría requerido un Constitucional con una gran autoridad jurídica, que, por desgracia, no tiene hoy quien corona nuestro Estado constitucional. La insensatez de los principales partidos políticos, cada vez menos pudorosos a la hora de lanzar consignas iliberales, crea un caldo de cultivo terrible para la salud de nuestra democracia.

Artículo originalmente publicado en Letras Libres (23/07/2024).

Responsabilidad jurídica, política y ética, por Elisa de la Nuez en ‘El Mundo’

Es indudable que si hay algo que causa mucho ruido en el debate político español es la confusión (normalmente interesada) entre responsabilidad jurídica -casi siempre, penal- responsabilidad política e incluso la mínima ética o la simple prudencia, si se prefiere, que deberíamos exigir a un político con importantes responsabilidades institucionales y a su entorno familiar más inmediato. Tomemos el mediático caso de Begoña Gomez: desconozco sinceramente si hay caso penal, aunque creo que no, porque básicamente lo que parece acreditado a día de hoy recuerda a nuestro tradicional capitalismo clientelar: una serie de empresas y entidades (públicas y privadas) quieren quedar bien con la esposa del Presidente del Gobierno. Ella no ve nada raro: probablemente porque no lo es, al menos en España. Y ese es el problema, claro.

Porque tenemos un problema como sociedad si no se considera no ya jurídica sino  ni siquiera éticamente reprobable acercarse a la esposa del Presidente del gobierno con la finalidad de o de pedirle un favor o de hacérselo, lo que puede ser útil para que te lo devuelvan el día de mañana.  Que además esté por medio una Universidad pública con Cátedra “extraordinaria” y cierto descontrol en las cuentas incluidas completa un retrato un tanto deprimente, la verdad.  

Por tanto, más allá de las decisiones del juez de instrucción -siempre revisables, por otra parte- sería importante empezarnos a plantear si de verdad queremos presenciar este tipo de espectáculos, del que nadie puede salir bien parado. Y para evitarlos hay que recordar que la responsabilidad jurídica no coincide con la responsabilidad política: eso es lo que pretenden hacernos creer nuestros políticos para ahorrarse la primera, sabiendo que una condena penal no es algo fácil de conseguir. Pero una absolución no borra la responsabilidad política, por mucho que nos digan lo contrario. El caso ERE es paradigmático.

En todo caso, antes de nada está la simple ética, la prudencia o, si se prefiere, la ejemplaridad que debemos de exigir a todos nuestros responsables políticos, empezando, lógicamente, por los que tienen más poder. Esta responsabilidad no se exige en los juzgados, pero quizás es lo más esencial para la buena salud de una democracia.

Artículo originalmente publicado en El Mundo (23/07/2024).

Regeneración democrática de parte, por Elisa de la Nuez en ‘El Mundo’

Tal y como estaba previsto, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, anunciaba este miércoles en el Congreso el «esqueleto» de un plan de regeneración democrática centrado en algunos aspectos tan controvertidos y tan relevantes para la calidad de una democracia liberal representativa como la necesidad de garantizar la libertad de expresión y de información pero, también, el que esa información sea veraz y no contribuya a la desinformación de los ciudadanos. Ciudadanos que, en último término, son los que deciden en una democracia. Aunque ha tratado otras cuestiones, por razones de espacio me centraré sobre todo en lo relativo a la independencia, pluralismo y libertad de los medios de comunicación. Pedro Sánchez ha recordado, lo que es cierto, que estamos ante un problema global y no simplemente nacional, y que los «viejos enemigos de la democracia» tienen ahora nuevos instrumentos tecnológicos a su servicio (como la IA) para interferir en el debate público, máxime si tenemos en cuenta que muchas personas, y muy en particular los jóvenes, ya no se informan a través de lo que podríamos denominar medios de comunicación tradicionales.

En este sentido, es sin duda preocupante que, como también ha dicho Pedro Sánchez, uno de cada cuatro jóvenes españoles piense que vivir en una democracia no es demasiado relevante o que gobiernos de cariz autocrático vayan ganando terreno dentro incluso de la Unión Europea. Pero, claro está, esto no es un problema exclusivamente provocado por los bulos o la desinformación de los pseudomedios de la ultraderecha o por la fachosfera, como él mismo da a entender al tratar las informaciones que afectaban a su cónyuge, ni tampoco es un problema de interpretación de los datos de una manera que al Gobierno de turno le parece inadecuada o poco solvente.

En ese sentido, los ejemplos que ha seleccionado para ilustrar lo que son bulos causan un poco de preocupación: ha considerado como tales, por ejemplo, negar que la economía española «va como un cohete» (por usar su propia expresión) o señalar que la okupación de viviendas no es un problema real, a la vista de los datos, o que los españoles perciben que hay más inmigración de la que realmente hay. Sobre todo, cuando hubiera podido encontrar con facilidad ejemplos de bulos bastante más transversales, valga la expresión, como los que generan un día sí y otro también la propaganda rusa. Que, por cierto, es el tipo de bulos que preocupa más a nivel europeo, y con razón.

Volviendo a uno de los desafortunados ejemplos de «bulos», si hay un tema complejo informativamente es la economía. En primer lugar, porque el hecho de que la economía vaya bien o mal no es en absoluto un mérito (o un demérito) exclusivo del Gobierno de turno, aunque las buenas o malas políticas públicas puedan influir, claro está. Pero, en segundo lugar, porque cada medio o cada periodista especializado puede poner el foco en aspectos muy diferentes, sin que eso suponga negar el crecimiento del PIB: inflación, desigualdad, pobreza infantil, sueldos, productividad, etc. En fin, sin ser economista y simplemente leyendo informaciones diversas en medios diversos -algo siempre muy recomendable- cualquiera se da cuenta de que es un tema lo suficientemente amplio y complejo para que todos esos focos (o puntos de vista) sean compatibles y no pueda hablarse seriamente de un bulo por negar lo que el Gobierno considera un logro (suyo) indiscutible. Lo mismo cabe decir de las okupaciones: habrá pocas en relación con el parque total de viviendas, pero aunque los números sean pequeños, a la persona en concreto que la sufre no le parece en absoluto un bulo y su historia, aunque no sea la regla general, merece atención. Es legítimo poner el foco informativo ahí, y también pedir reformas legales para desincentivarla. Y podríamos seguir. En eso consiste también la prensa libre, independiente y plural que el presidente ha reivindicado al comienzo de su discurso. La independencia también hay que predicarla con los criterios u orientaciones del Gobierno.

Partiendo de esta base, quizás la pregunta más importante es si un plan de estas características puede elaborarse sólo desde el Gobierno o incluso desde el Gobierno con el apoyo de sus actuales socios parlamentarios en un ambiente de extrema polarización. En este sentido, si de verdad el propósito no es puramente partidista -como teme la oposición, no sin razones- este plan debería tener el más amplio consenso posible entre todos los partidos, pero, además, debería contar con la propia ciudadanía a través de las organizaciones de la sociedad civil que llevan años trabajando en estas cuestiones. Y, por supuesto, con los principales afectados, que son los propios profesionales del periodismo, con los medios públicos y privados. En ese sentido, esperemos que efectivamente se abra un diálogo serio, porque ya les adelanto que el (también) anunciado «Plan de Gobierno abierto» no sirve para nada, y hablo desde la experiencia. Simplemente les diré que aunque ni ustedes ni nadie lo hayan notado, España está desarrollando nada menos que el IV Plan de Gobierno abierto donde se convoca a las organizaciones civiles básicamente para cubrir el expediente. Eso sí, luego tenemos todos los días trámites de urgencia y plazos exiguos para las consultas públicas, cuando las hay, y la transparencia, cuando al Gobierno no le interesa dar determinada información, brilla por su ausencia.

Por tanto, en un tema tan enormemente delicado sería muy conveniente y también muy tranquilizador reunir todos los consensos posibles. En ese sentido, el presidente del Gobierno ha señalado como un logro que la aprobación del Reglamento Europeo sobre la Libertad de los Medios de Comunicación ha sido el producto de un amplio consenso en el Parlamento europeo del que solo ha quedado excluido la ultraderecha (sin mayor precisión, dado que ahora hay varias). Razón de más para intentar algo parecido en el desarrollo normativo que pueda hacerse a nivel nacional allí cuando sea necesario -en algunos casos lo será- porque ciertamente el Reglamento europeo me parece un instrumento jurídico adecuado, equilibrado, que establece garantías proporcionadas para luchar contra la desinformación y que es básicamente respetuoso con los principios y valores básicos de las democracias liberales representativas y además, como es sabido, es de directa aplicación a partir de agosto de 2025. ¿Por qué no intentar conseguir algo parecido a nivel nacional? Esta sería la prueba del algodón para que este plan generase confianza a partidos, medios y ciudadanos.

En suma, no nos deberíamos alejar demasiado de esta norma más allá del desarrollo que resulte imprescindible, como puede ocurrir con cuestiones relativas a la regulación de la publicidad institucional, al derecho de rectificación y, de forma muy destacada, a la transparencia acerca de la información sobre accionistas y propietarios, mecanismos de financiación (también pública) y medición de audiencias. En este apartado, para que la credibilidad sea mayor, no deberíamos olvidarnos de los medios de comunicación públicos, que pagamos directamente los contribuyentes. Muchos de ellos no son solo muy reacios a proporcionar información sobre costes de sus programas, contratos, sueldos, etc. (información pública por definición), sino que además son utilizados muy desacomplejadamente como órganos partidistas por los gobiernos de turno.

Por último, creo que habría que apelar a la responsabilidad de los propios profesionales de los medios de comunicación. Pedro Sánchez ha empezado su alocución recordando que el periodismo no sólo es esencial para una democracia saludable, sino que también muchas veces es una profesión de riesgo. Para los que admiramos, y mucho, a tantos y tantos periodistas que actúan como auténticos contrapesos al poder (lo ostente quien lo ostente) y no como sus voceros o terminales mediáticas, que están dispuestos a jugarse no sólo su bienestar material y su reputación sino incluso su vida en condiciones extremas, a investigar de verdad caiga quien caiga, pero también a ser humildes y a rectificar si cometen errores, a no caer en el click fácil, a verificar las informaciones (especialmente cuando coinciden con los sesgos propios), a escuchar a los que piensan diferente y a estudiar en profundidad un asunto cuando hace falta es una buena oportunidad. Una oportunidad para defender su dignidad profesional, y autorregularse, garantizando la profesionalidad y la decencia, dos cualidades que en el ámbito periodístico -como en tantos otros de la vida- tienen que ir de la mano.

Artículo originalmente publicado en El Mundo (18/07/2024).

¿Qué transparencia?, por Germán M. Teruel Lozano en ‘La Verdad’

A veces la idea de democracia se confunde con la imagen de votar y de elegir a nuestros representantes. Sin embargo, una democracia plena comporta mucho más y, entre otras cosas, presupone que existan controles al poder (no sólo judiciales) y que quienes ostentan responsabilidades públicas rindan cuentas. Ambas cosas coadyuvan a prevenir corruptelas y, sobre todo, generan confianza en la ciudadanía. Algo de lo que tendríamos que tomar buena nota en un país como el nuestro, con uno de los mayores índices de desconfianza ciudadana hacia los políticos y hacia nuestras instituciones.

Pues bien, ya entrado el nuevo milenio, de forma un tanto tímida empezó a desarrollarse un corpus normativo preocupado por afrontar cuestiones como el buen gobierno, la lucha contra la corrupción o la transparencia. Desde entonces, se fue creando un ecosistema de órganos de control y garantía para la supervisión de estos ámbitos (consejos de transparencia, agencias antifraude…). Ahora bien, el talón de Aquiles de esta normativa se situaba en cómo preservar su independencia, es decir, las garantías para que estos órganos pudieran cumplir con sus funciones sin influencia externa, ni directa ni indirecta, especialmente por parte de quienes tienen que ser controlados.

A este respecto, la normativa tanto nacional como autonómica solía reconocer dos garantías para la elección de quienes iban a dirigir los correspondientes órganos de control: exigir que la persona designada tuviera reconocido prestigio y competencia profesional en esas materias, y requerir mayorías cualificadas a nivel parlamentario para el nombramiento. Además, se establecieron en algunas normas unas limitadas garantías para preservar la autonomía material y presupuestaria de estos órganos. Debe señalarse que, desde la Unión Europea, el Tribunal de Luxemburgo viene reconociendo para órganos similares la exigencia de que los mismos disfruten de independencia funcional (no pueden estar sometidos a órdenes e instrucciones), ni puede amenazarse con la terminación anticipada del mandato de sus miembros, deben prevenirse los vínculos personales y organizativos con las autoridades que deben ser controladas y deben gozar de una cierta autonomía presupuestaria que les permita disponer de medios humanos y materiales suficientes.

En 2014, en esa “ola” regeneracionista marcada porque no había mayorías hegemónicas en la Región, fue cuando se aprobó en Murcia nuestra Ley de Transparencia, creando un Consejo para su garantía. Nació precariamente, sin apenas medios, pero los desvelos de su primer presidente, Pepe Molina, entregado a la causa con afán quijotesco, evidenciaron cómo un órgano de este tipo en manos de alguien independiente podía suponer un estorbo para quienes gobiernan sin mucha vocación de rendición de cuentas. Con su sucesión, comenzaron periodos turbulentos en su seno. De aquellos polvos, el lodo actual: la Asamblea, con los votos de PP y Vox, ha aprobado una reforma que acaba con el Consejo para crear un Comisionado de Transparencia, con la excusa de “reducir el aparato administrativo” y afrontar la “falta de operatividad” del Consejo.

Una reforma que me plantea serias dudas. Por un lado, si, como afirma la Exposición de Motivos, se quiere mejorar la operatividad, lo que debería es habérsele dotado de más medios. Invertir en órganos de control que previenen la corrupción al final sale barato. Pero, sobre todo, me temo que la reforma murciana no va a servir para mejorar, y hasta puede empeorar. Importa poco que sea Comisionado o Consejo, pero me parece insuficiente garantía el nombramiento por mayoría absoluta de la Asamblea. Para colmo, se anuncia que el elegido será persona afín a la mayoría gubernamental, sin experiencia en estos ámbitos. Una duda: ¿después del caso Hay Derecho vs. Presidenta del Consejo de Estado admitirán los jueces que es “persona de reconocido prestigio y competencia profesional”? Además, se crea una Comisión de Transparencia integrada, básicamente, por personal al servicio de la Administración. En definitiva, lo del zorro y las gallinas.

Una auténtica garantía de la transparencia habría exigido otra reforma: primero, que antes de la elección política del comisionado hubiera una convocatoria pública y evaluación por expertos independientes de los candidatos. Segundo, requerir mayoría parlamentaria de 3/5 para la elección y, en caso de bloqueo, sorteo entre los tres con mejor valoración. Tercero, plena autonomía presupuestaria, como en la Agencia de Protección de Datos, y una Comisión de Transparencia no vinculada a la Administración regional. Y, cuarto, instrumentos para garantizar el cumplimiento de las resoluciones (multas coercitivas…). 

En estos tiempos de populismo iliberal y de políticas prepotentes, debemos tomarnos más que nunca en serio la transparencia, el control al poder y la rendición de cuentas, en definitiva, la democracia plena.

Artículo originalmente publicado en La Verdad (14/07/2024).

Enemigos del pueblo, por Germán M. Teruel Lozano en ‘Letras Libres’

“Enemies of the people” fue la portada del Daily Mail cuando, en el fragor del Brexit, la Corte Suprema resolvió que la decisión de abandonar la Unión Europea exigía la aprobación del Parlamento, a pesar de que el pueblo ya se había pronunciado a su favor. Se contraponía así democracia a legalidad, se situaba al Parlamento y los jueces frente al pueblo. De esta forma se manifestaban con absoluta claridad los postulados del populismo iliberal que corroe las bases de nuestras democracias. Y es que, en nuestra lógica democrática, aunque puedan existir tensiones, no caben tales contraposiciones. Todo lo contrario. Como reza el nombre oficial de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa: “For democracy through law”. Porque solo es auténtica democracia aquella regida por el imperio de la ley; y solo es legítimo el Estado de Derecho cuando se engarza en una sociedad democrática abierta y plural. Democracia e imperio de la ley son así dos conceptos inescindibles. Una democracia que se realiza, fundamentalmente, a través de la representación parlamentaria.

Ahora bien, presentar a los jueces como una casta togada y conservadora que se enfrenta al espíritu del pueblo es un truco muy viejo, también en democracia. Ya los revolucionarios franceses se preocuparon porque los jueces no fueran un obstáculo para la consecución de los avances que exigían la ruptura con el régimen anterior y de ahí la doctrina del juez como viva vox legis. Sin embargo, más recientemente, estos mensajes tienen unas connotaciones claramente iliberales en boca de quien ostentando un poder público no quiere rendir cuentas ni ser controlado. Así, podemos recordar el “jueces comunistas” que invocaba Berlusconi o cómo Trump y su séquito han sembrado la desconfianza en el sistema judicial norteamericano y en otro ámbito fundamental para una democracia, el orden electoral, por poner solo dos ejemplos. Y es que, como les explico a mis alumnos, la primera lección del manual del populista iliberal es capturar el poder judicial y, ante la resistencia del mismo, minar su credibilidad para luego poder justificar su asalto.

Por ello, creo que debe preocuparnos ver cómo en los últimos tiempos se ha deteriorado la confianza en el poder judicial en nuestro país. En general, España es uno de los países de Europa donde la confianza ciudadana en las instituciones es más baja y, en lo que aquí interesa, hay una extendida percepción entre la ciudadanía de que la justicia en España está politizada. De acuerdo con los datos de 2021 facilitados por el propio CGPJ, un 66% de los españoles considera que los jueces reciben presiones, lo que contrasta con la apreciación de los propios jueces donde tan solo un 10% comparten tal impresión. Y, según los datos publicados en 2023 sobre la imagen de la justicia en nuestro país, un 87% de los encuestados considera que los políticos tratan de influir en el poder judicial. Al final, el mantra de la “politización de la justicia” va haciendo mella en la ciudadanía.

Se trata, en mi opinión, de una desconfianza inducida de forma no ingenua, sino intencionada, por unos políticos que, para colmo, son los responsables fundamentales de muchos de los problemas que tiene nuestra justicia, empezando por la pérdida de credibilidad de algunos de sus órganos a consecuencia de la sistemática captura de los mismos por los partidos vía nombramientos.

En cualquier caso, no podemos quedarnos en señalar la culpa de los políticos. Si no queremos que se nos desmorone el sistema, debemos afrontar, con razones y sentido crítico, esa “percepción” de que la justicia está politizada, la cual tiene una cierta base real que la fundamenta, aunque creo que menor de lo que aparenta. No podemos permitirnos el lujo de que la ciudadanía siga desconfiando en la justicia. Lo escribía Balzac: “desconfiar de la magistratura es un comienzo de disolución social”. En realidad, desconfiar de nuestras instituciones, en general, es la semilla de esa disolución.

Pues bien, para afrontar este debate lo primero es sentar una premisa y desmentir un tópico falaz. La premisa es que la confianza en la justicia no es una creencia o fe ciega, sino que se sustenta en la existencia de todo un orden legal y de un sistema judicial que permite ir corrigiendo las desviaciones. Como en cualquier colectivo, puede haber un juez politizado que actúe movido por sus sesgos, pero, hasta llegar a Estrasburgo, tenemos mecanismos eficaces para corregir tales decisiones e, incluso, en los casos más graves, para exigir responsabilidades penales. Por tanto, por principio, no puede haber lawfare en un Estado de Derecho, porque, si un juez actúa de forma contraria a derecho, podrá ser corregido y castigado. Eso sí, la actuación desviada de un juez se observará, fundamentalmente, en cómo motive sus decisiones, sin que pueda juzgarse aquello que le haya movido en su fuero interno. De ahí que las actuaciones judiciales puedan criticarse, pero a partir de argumentos jurídicos centrados en la justificación que toda decisión judicial ha de tener, sin recurrir a descalificaciones ad hominem ni a especulaciones sobre unos motivos íntimos que desconocemos.

Luego, el tópico a desmentir: los jueces y magistrados son conservadores. Una cierta razón hay en señalar no ya a los jueces, sino a los juristas, como conservadores. El estudio del derecho inculca algo de ese espíritu, entendido como convicción de que el progreso exige también preservar, porque uno es consciente del legado que hemos recibido desde nuestros fundamentos en el derecho romano y cómo nuestro orden jurídico ha ido evolucionando y adaptándose, pero con problemas y principios que tienen mucho de inmutable cuando se trata de organizar la convivencia humana. Más allá, los datos revelan que no hay razones para sostener la afirmación de que nuestros jueces sean conservadores en un sentido ideológico fuerte. De hecho, más de la mitad de los jueces no se encuentran asociados y las dos asociaciones judiciales más directamente vinculadas con partidos (la Asociación Profesional de la Magistratura, que es la mayoritaria, con el PP, y la de Jueces y Juezas para la democracia, con el PSOE) no suman ni un tercio de los jueces y magistrados totales.

En cuanto al sistema de oposición, este puede dar lugar a un cierto sesgo de clase social (no ideológico), algo que es un problema compartido con toda la alta función pública española (sin que ello lleve a acusar a los abogados del Estado o a los TAC de ser “conservadores”). A mayores, solo un 5,96% de los jueces que acceden por oposición tiene algún familiar que sea juez o magistrado e, incluso, un 20-30% de los nuevos jueces, según la promoción, tiene padres sin estudios superiores. Eso sí, en torno al 95% de los jueces han necesitado el apoyo económico de sus familias, aunque poco a poco se va incrementando la política de becas.

A partir de aquí, el análisis de la politización de la justicia tendría que centrarse, a mi entender, en observar el Tribunal Supremo y, aunque no sean poder judicial, en dos órganos especialmente vinculados, por un lado, el Consejo General del Poder Judicial, que no ejerce función jurisdiccional, pero tiene una importante influencia en los nombramientos judiciales, y el Tribunal Constitucional. Y debe hacerse teniendo en cuenta el contexto en el que vivimos. Si los ingleses sufrieron su Brexit y los americanos tuvieron el asalto al Capitolio, en España sufrimos la embestida del populismo iliberal en la forma del procés el otoño de 2017, que nos ha dejado una política desbocada y un orden institucional herido.

Así, el Consejo General del poder judicial, que nació con el objetivo de alejar del Ministerio de Justicia determinadas decisiones sensibles (como nombramientos, ascensos o régimen disciplinario de los jueces), creo que a lo largo de estos años no ha cumplido con ese desiderátum como habría sido deseable. Sus vocales han dado demasiadas muestras de división por bloques y, cuando de nombramientos se trataba, aunque no creo que se haya producido una captura política de los altos puestos judiciales, sí que ha primado una lógica de cabildeo corporativo donde el patronazgo asociativo ha tenido un peso excesivo. Pero, sobre todo, este último periodo de bloqueo y de turbulencias políticas ha hundido la credibilidad del órgano, contaminando a todo el poder judicial. Veremos si los nuevos vocales son capaces de revertirlo, aunque sea mínimamente.

En relación con el Tribunal Constitucional, la situación es especialmente preocupante. No tengo estudios demoscópicos, pero creo no equivocarme si afirmo que su pérdida de credibilidad es muy profunda. La lectura jurídica de sus sentencias es cada vez menos importante, empañada por su división en bloques alineados ideológicamente cuando deciden casos sensibles ideológicamente. Una realidad inédita en nuestro país. Incluso, cuando se invocan precedentes polémicos (Rumasa, Estatuto catalán…), se obvia que en aquellos casos hubo división, pero no un alineamiento ideológico absoluto de sus magistrados. A este respecto, los culpables primeros de esta situación son los principales partidos que, de forma cada vez más acusada, han ido eligiendo magistrados con un alto perfil político y, aun peor, con probada docilidad hacia sus patronos políticos. Ahora bien, la responsabilidad última es de los propios magistrados que, una vez con la toga puesta, no se desprenden de ese patronazgo olvidándose, parafraseando a P. Rosanvallon, de que su primer deber es el de ingratitud con quien los nombró. Hoy, más que nunca, resulta imperioso releer aquel primer discurso de García Pelayo como primer presidente del Tribunal Constitucional para recordar su esencia como órgano jurisdiccional que corona un Estado constitucional de Derecho.

¿Y qué ocurre con nuestro Tribunal Supremo, que en los últimos tiempos se ha situado en el centro del debate político? Lo primero que sucede es que, en un contexto de turbulencias iliberales, las tensiones políticas terminan convirtiéndose en problemas jurídicos que le corresponde resolver a nuestro Alto Tribunal. La manida “judicialización” de la política es, en realidad, la consecuencia del auge de una política iliberal cada vez más expansiva, que desconoce los límites y controles al poder. Así que las salas de lo Penal y la de lo Contencioso-Administrativo del Supremo han tenido trabajo extra. La gran patata caliente fue el juicio penal a la insurgencia independentista, resuelta por unanimidad y con un proceso impecable –todo sea dicho–, pero también ha habido notables decisiones del Supremo controlando al Gobierno y a la Fiscalía, y, ahora, ha llegado el vendaval de la amnistía.

No es fácil para un órgano jurisdiccional lidiar con un contexto y unas causas como estas y creo que, en general, el Supremo lo ha hecho con tiento y acierto. Aquellos que lo acusan de estar “politizado” chocan contra la evidencia de que la mayoría de sus decisiones en casos polémicos han sido dictadas por unanimidad o por amplias mayorías (y no vale pensar que todos los magistrados del Supremo son conservadores, porque no es así). Ahora bien, nuestro Tribunal Supremo debería ser cuidadoso para no caer en lo que podríamos llamar la tentación del “justiciero”.

Ocurre, a mi entender, que el Supremo es consciente de su singular posición en la defensa del Estado de Derecho en un contexto como el ya descrito. Además, su Sala de lo penal ha intentado cubrir importantes espacios de impunidad a los que la ley no daba adecuada respuesta en casos en los que se observaba un bosque de actuaciones fraudulentas (caso ERE) o de graves ataques ante los propios cimientos de nuestra convivencia democrática (caso procés). Pero, al mismo tiempo, este encomiable afán le ha llevado a, si se me permite la expresión, jugar al fuera de juego en algunos casos (no en todos), extendiendo los contornos de su propia jurisdicción. Algo de ello creo que está presente en su última decisión sobre la no amnistía de la malversación. El problema es que este afán (a lo que ayudan poco algunos excesos retóricos de ciertas decisiones) puede terminar contribuyendo al mal que se quiere paliar, convirtiéndose en diana de alguna justificada crítica (y de muchas injustificadas o excesivas).

Por todo ello, en estos momentos en los que al régimen del 78 se le están abriendo las costuras, creo que debemos escuchar con detenimiento las admoniciones de nuestro Rey, reserva última del sentido de nuestras instituciones, quien está cumpliendo con escrupulosidad, sobriedad y prudencia con su papel como jefe del Estado en una monarquía parlamentaria. En concreto, en su discurso de la pasada Nochebuena recordaba que “cada institución, comenzando por el Rey, debe situarse en el lugar que constitucionalmente le corresponde, ejercer las funciones que le estén atribuidas y cumplir con las obligaciones y deberes que la Constitución le señala”. Una apelación a la autocontención institucional que en estos estresados tiempos resulta fundamental. Ya nos enseñó J. Bryce, y es predicable de nuestra Constitución, que las constituciones rígidas están construidas “como un puente de hierro de ferrocarril, hecho sólidamente para resistir la más grande presión del viento o del agua que probablemente caerán sobre él. Si los materiales son sólidos y la hechura buena, el puente resiste con aparente facilidad y quizá sin mostrar signos de esfuerzo o movimiento, en tanto la presión quede dentro del límite previsto. Pero cuando este límite es rebasado, puede romperse en pedazos de repente y completamente”. Ayudemos a descargar la nuestra con moderación, sabiendo cada uno, ciudadanos e instituciones, cuál es nuestro lugar.

Artículo originalmente publicado en Letras Libres (05/07/2024).

Si no priman los méritos, aparece la desigualdad en la Justicia, por Irene de Noriega y Cecilia de la Serna en ‘Artículo 14’

El techo de cristal no escapa al mundo de la judicaturaEl 56% de los jueces y magistrados en activo en el sistema judicial español son mujeres, según los datos de 2023 del informe sobre la estructura de la carrera judicial elaborado por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Sin embargo, ellas siguen siendo minoría cuando llegamos a la cúpula del poder judicial.

España, un país que ha vivido una gran transformación social y que abandera el movimiento feminista, suspende sin embargo en esta materia: es uno de los estados miembros de la Unión Europea con menor número de mujeres en su Tribunal Supremo –el órgano que se encuentra en la cúspide del sistema judicial–, solo por delante de la República Checa, Dinamarca, y Malta.

Todos estos datos, recogidos en el Informe del Estado de derecho que elabora anualmente la Fundación Hay Derecho y cuya nueva edición se publicará próximamente, ponen de manifiesto una problemática estructural: la de la desigualdad de género, que tiene muchas explicaciones. Una, la más evidente, es la de la discrecionalidad de los nombramientos. Es decir, cuando estos nombramientos se realizan sin atender a requisitos objetivos, concretos y claros.

La discrecionalidad de los nombramientos en la cúpula judicial está directamente relacionada con la brecha de género que prevalece en la misma. Los datos no engañan: cuando las promociones profesionales se realizan con base en criterios objetivos, entonces se produce una distribución más equitativa de los cargos entre hombres y mujeres. Así, por ejemplo, cuando las promociones se realizan por escalafón –antigüedad– para órganos unipersonales, o por elección directa entre otros jueces –para las salas de gobierno de tribunales superiores de justicia y el Tribunal Supremo–, la distribución es casi paritaria: 2475 hombres, 2686 mujeres en las primeras y 65 mujeres, 70 hombres en las segundas. Sin embargo, ahí donde entra la discrecionalidad, el equilibrio se pierde: 50 hombres frente a 15 mujeres en el Tribunal Supremo o 43 hombres frente a 28 mujeres en la Audiencia Nacional.

Por otro lado, la discrecionalidad exige a los jueces y magistrados con aspiraciones de apuntar más alto un esfuerzo en la construcción de una agenda de contactos e influencias. Y, tal y como apuntaban las magistradas María Isabel Llambés Sánchez y Amparo Salom Lucas en el Blog Hay Derecho, «si ya nos resulta muy difícil el conciliar vida familiar y profesional, resulta impensable tener tiempo extra para mantener relaciones y contactos».

Mientras tanto, las mujeres siguen liderando las listas en el acceso a la carrera judicial y fiscal. Desde 2014, más mujeres que hombres superan en cada convocatoria la oposición. A nadie se le escapa que la oposición, con sus promotores y detractores, es un proceso objetivo basado en la capacidad de los aspirantes de superar las duras pruebas y largos años de preparación. En la última convocatoria, 96 mujeres accedieron a la carrera judicial, frente a 42 hombres. ¿Podrán llegar ellas también a lo más alto de la carrera judicial?

La reciente renovación del CGPJ, que termina con más de cinco años de bloqueo institucional, ha sido ampliamente celebrada. Con sus luces y sus sombras, es una buena noticia que se desbloquee el órgano. Pero no bajemos la guardia: la discrecionalidad sigue vigente, y sigue detrás de la desigualdad de género que impera en la cúpula judicial. A falta conocer cómo se van a desarrollar algunas de las medidas anunciadas, será crucial, por ejemplo, que la nueva comisión de calificación del CGPJ establezca criterios objetivos basados en el mérito y la capacidad que permitan, de verdad, que las personas más preparadas accedan a los puestos de responsabilidad. Veremos entonces si hay una distribución más equitativa.

Por el momento, sólo ocho de los 20 nuevos vocales acordados son mujeres. Además, ante el Tribunal Constitucional, el nuevo nombramiento no cambiará las tornas. Resulta paradójico que sólo una mujer, María Emilia Casas, lo haya presidido en sus más de 40 años de historia.

En 2021, la Asamblea General de la Naciones Unidas declaró el 10 de marzo como el Día Internacional de las Juezas (International Day of Women Judges) para promover la representación de las mujeres en el poder judicial. Quedan ocho meses para saber si el próximo 10 de marzo tendremos algo que celebrar.

Artículo originalmente publicado en Artículo 14 (29/06/2024).

​​La renovación del Consejo (y del TC), los cromos y la cosmética del bipartidismo en el régimen del 78, por Germán M. Teruel Lozano en ‘Letras Libres’

Después de varios años de un irresponsable bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial y de uno de los magistrados del Tribunal Constitucional, desde la capital europea hemos visto una fumata que anunció el acuerdo entre nuestros principales partidos. Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Estamos ante una auténtica fumata blanca?

La premisa creo que puede ser compartida por todos: urgía acabar con esta situación de bloqueo. Llevamos ya un lustro largo de devastación institucional consecuencia de una polarización que incapacita para alcanzar consensos con el adversario político, la cual está minando las bases de nuestros regímenes políticos (uso el plural, porque no es un problema solo de España). Las constituciones nacidas de las cenizas de la II Guerra Mundial fueron constituciones de “consenso”, no solo porque en su momento original nacieran con un apoyo político transversal especialmente amplio, sino porque en su propio diseño presuponían una forma de concebir la política que reclama el entendimiento de las principales fuerzas políticas que en el centro-derecha y centro-izquierda aglutinan a una amplia mayoría social, al menos cuando se trata de decidir sobre las reglas del juego democrático y su arquitectura institucional. Bloqueos como el vivido no son más que la muestra de cómo se ha deteriorado esa “empatía” que resulta imprescindible para la supervivencia del régimen político del 78. Si, para colmo, el bloqueo se acompaña de propuestas con aroma indudablemente iliberal (como reformar sin consenso el estatuto de un órgano constitucional capándolo de sus competencias constitucionales o se amenaza con rebajar las mayorías para “colocar” a los propios si no había acuerdo), el resultado es explosivo. En nuestro caso, ha supuesto no ya solo el descrédito político, sino también un hondo deterioro de la confianza en el Poder Judicial.

De ahí que, a mi entender, debamos felicitarnos por el solo hecho de que PP y PSOE hayan alcanzado un acuerdo. Algo que, por cierto, ha sentado bastante mal a aquellos partidos que no pierden oportunidad de entonar su delenda est 78. Por tanto, como primera conclusión, aunque con muchas cautelas porque las dinámicas políticas son las que son, celebremos que ¡todavía hay esperanza para el régimen del 78! Se trata, además, de un acuerdo en el que no hay borrones que lo oscurezcan de forma radical. No estamos, como en la renovación del Constitucional de noviembre de 2021, ante un pacto votado con “la nariz tapada”. Eso sí, a aquellos que deseamos larga vida al régimen del 78 nos deja un sabor agridulce porque sus luces no ocultan sus muchas sombras.

Los borrones

En primer lugar, una cuestión estética pero que afecta a la sustancia: resulta desolador ver a nuestros representantes políticos tutelados por la Comisión Europea para cumplir con una obligación constitucional capital para la vigencia del Estado de Derecho. La imagen deja a nuestra clase política a la altura del betún, pero, sobre todo, ha supuesto un acto de auténtico vilipendio a nuestro Parlamento, relegado a mera comparsa, sin que ninguno de los presidentes de las dos Cámaras haya pestañeado a lo largo de todos estos años. Un proceso que no ha hecho sino constatar que la democracia parlamentaria que nominalmente proclama nuestra Constitución ha sido sustituida por una partidocracia (en realidad fue sustituida, porque viene de lejos).

En segundo lugar, la luz del desbloqueo se ve ensombrecida porque el acuerdo no se extiende al segundo de los grandes problemas que pesaban sobre el Consejo: su forma de nombramiento. Algo en lo que venía insistiendo la Comisión Europea en sus informes anuales sobre la situación del Estado de Derecho en España era en que la preocupación era doble: por un lado, la falta de renovación, pero, por otro, la necesidad de adoptar medidas para adecuar su forma de elección a los estándares europeos. Y sobre esta última cuestión el acuerdo PP-PSOE pega una patada hacia adelante al diferir en el tiempo y en el sujeto la concreción del modelo, encomendando al nuevo Consejo la responsabilidad de aprobar un informe, en el plazo de seis meses, sobre la elección de los vocales judiciales, que deberá contar “con la participación directa de jueces y magistrados que se determine”, y que deberá vestirse de forma que contente a la vigilante Comisión Europea. Un compromiso crítico (y críptico) que, para colmo, el propio Bolaños y Patxi López han descafeinado en declaraciones públicas. Aun así, creo que el margen de maniobra es estrecho, ya que en el marco europeo se ha forjado un estándar ya consolidado que impone que, allí donde hay consejos judiciales, su composición sea mixta, de forma que al menos la mitad de sus miembros sean elegidos por y entre los propios jueces y magistrados. Ese era también el sentido de nuestro diseño constitucional, tal y como quedó reflejado en la primera regulación orgánica, que fue reformada en 1985 para llevarnos al modelo actual que tantos problemas ha dado: que los veinte vocales sean elegidos por el Parlamento. Por tanto, el sentido de nuestra Constitución y los estándares europeos marcan el dictado de la reforma con un signo claro: volver a que los doce vocales judiciales sean elegidos por y entre los jueces y magistrados, siguiendo una lógica de representación corporativa, y los ocho no togados, juristas de reconocido prestigio, sean nombrados por las Cortes. Así que más le vale al PSOE dejar de seguir insistiendo en la idea de que el Consejo tiene que ser elegido democráticamente, porque no es como una “asociación de petanca”. Un mantra que dista de ser así: su legitimidad no está en la elección parlamentaria de sus vocales, sino en lograr la autonomía del órgano, cuya legitimidad se sostiene en la idea de imparcialidad descrita por P. Rosanvallon. Donde sí que habrá que afinar será en el diseño del sistema electoral que se articule para votar a los vocales judiciales, en el cual deberían incluirse cautelas para evitar el predominio de las asociaciones judiciales. Por otro lado, para la elección de los vocales no togados, juristas de reconocida competencia, el gran avance sería exigir que se abriera un concurso público para que se pudieran presentar candidatos y que, antes de la designación política, hubiera una evaluación por una comisión técnica (como se previó para RTVE, por mucho que el sistema se haya terminado pervirtiendo), en lugar de teatrillos en audiencias parlamentarias. Pero nada de esto está en el acuerdo.

Partitocracia

Por lo demás, entrando de lleno en el contenido de lo acordado para el desbloqueo, la lista de los vocales del Consejo y del propio magistrado constitucional también tiene sus propias luces y sombras. La luz, quizá tenue, es que en general se ha rebajado el perfil político de los designados, evitándose que sean muchos los “sapos” a tragarse (Echenique dixit en la renovación de 2021 del Constitucional). Igual que, al menos por pudor, esta vez no se ha confirmado (aunque intuimos que esté pactado), el nombre del futuro (seguramente futura) presidenta del TS y del CGPJ. Ahora bien, estos motivos de “discreta” celebración no deben esconder que la lógica que sigue imperando es la partitocrática de las cuotas para ir colocando afines: el ya “clásico” (y desgraciado) reparto de cromos. Tú pones diez y yo otros diez, el TC para ti y la presidencia del TS para mí… Una lógica que en su día el Tribunal Constitucional, con una cierta dosis de ingenuidad, advirtió que resultaba incompatible con el espíritu de la Constitución.

De hecho, aunque entre los designados hay algunos perfiles interesantes por su independencia y prestigio profesional, apenas se acerque un poco la lupa a la lista se pueden rastrear con facilidad los vínculos políticos y las filiaciones asociativas de la mayoría de los nominados. Nuevamente, el prestigio profesional palidece ante la afinidad que, en el caso de los judiciales, se traduce en cómo ciertas asociaciones judiciales se garantizan sus cuotas de poder, mientras que se orilla a jueces no asociados o a aquellos afiliados a asociaciones con menos sintonía con los partidos. Además, el nombramiento de José María Macías como magistrado constitucional confirma un cursus honorum en el que el Consejo es un banco de pruebas de la lealtad al partido que acredita para saltar luego al Constitucional. Amén de que, en este caso, optar por una persona que se ha manifestado públicamente muy crítica y ha informado en contra de la ley de amnistía puede suponer un error estratégico del PP, ya que su apariencia de imparcialidad puede ser contestada cuando tenga que resolver los correspondientes recursos.

Responsabilidad histórica

Aun así, creo que el nuevo Consejo merece un voto de confianza y ojalá que sea consciente de la responsabilidad histórica que pesa sobre sus espaldas para recomponer la confianza en el sistema judicial español. Algo que exigirá que sus vocales ejerciten ese “deber de ingratitud” hacia quien les nombró, como nos recuerda siempre Jiménez Asensio, siguiendo al ya mencionado P. Rosanvallon. En especial, su gran desafío será eludir componendas de conciliábulo y dejar de jugar a ese nocivo reparto de cromos político-asociativo, aunque ello suponga que, el día de mañana, tengan que volver con modestia, pero con la cabeza alta a sus correspondientes destinos profesionales, sin el patronazgo ya de los partidos a sus respectivas carreras.

Además, también hay una moderada luz en las medidas de “acompañamiento” que se contemplan en la proposición de ley orgánica de reforma del poder judicial y del estatuto orgánico del ministerio fiscal. Bien está exigir 20 años de experiencia profesional en la carrera judicial para ser nombrado magistrado del Tribunal Supremo y, sobre todo, como veníamos solicitando desde Hay Derecho y otras entidades civiles, que se dificulten las puertas giratorias política-judicatura (el salto a la política ya no se hará con servicios especiales, sino como excedencia voluntaria en la mayoría de los casos) y que se impongan unos periodos de enfriamiento para quienes hayan estado en la política y quieran volver a ejercer como jueces y para pasar a Fiscal General del Estado. Ya no más ministros saltando de inmediato a la cabeza de la Fiscalía. Una pena que no se haya extendido a magistrados constitucionales.

De igual forma, bien está extender la mayoría de 3/5 para nombramientos del Consejo en casos hasta ahora no cubiertos (presidentes de audiencias provinciales y del magistrado del TS que controla al CNI), pero la clave no es tanto la mayoría como la práctica: da igual que se exija una mayoría muy cualificada si luego se hacen “cestas” de cargos en las que se los reparten por cuotas.

Pero, sobre todo, esta ampliación de las mayorías y la creación, también prevista, de una Comisión de Calificación en el seno del CGPJ para informar sobre los nombramientos judiciales no debe distraernos de cuánto más tendría que haberse avanzado en estos ámbitos para garantizar una valoración objetiva del mérito y la capacidad. Por un lado, como propuso el todavía presidente del CGPJ, el sr. Guilarte, tiene sentido estudiar que los cargos gubernativos (presidentes de audiencias, TSJ y salas) sean elegidos directamente por los propios jueces del territorio o sala afectados. Y, por otro lado, habría que ir más allá a la hora de limitar la discrecionalidad del Consejo de magistrados del Tribunal Supremo. Porque, como sabemos, esta es la facultad que hace tan goloso políticamente al Consejo. A este respecto, más que una comisión de calificación integrada solo por vocales del propio Consejo, se tendría que haber apostado por un comité evaluador semejante al que se conforma para un tribunal de oposición, y habrá que ver en qué se traduce esa invocación genérica que incluye la propuesta de que la selección se realizará atendiendo a una “valoración objetiva” de la trayectoria profesional.

Por último, vistas las disparatadas propuestas de alguno de los socios del actual Gobierno sobre las oposiciones judiciales, es un consuelo comprobar que en la proposición de ley presentada por el PP y el PSOE se afirme que “se mantiene el sistema actual de acceso a la carrera judicial y el vigente sistema de formación”. Creo que habría mucho que mejorar en el mismo y siempre he apostado por una lógica tipo MIR para nuestras oposiciones a los altos puestos funcionariales, pero, a la vista de las circunstancias, mejor no remover. Lo que sí que se muestra manifiestamente insuficiente es el anuncio de una provisión anual de 200 plazas al año para jueces y fiscales. Nuestro país es uno de los que menos plantilla de jueces per cápita tiene de Europa y, en general, la Justicia ha sido la hermana pobre de los servicios públicos de nuestro país. Va siendo hora de que nos la tomemos en serio.

Por tanto, fumata gris, si lo que nos preocupa no es ya el bloqueo, sino las causas profundas del mal funcionamiento del Consejo y preservar la independencia del Poder Judicial. De forma más general, toda esta experiencia evidencia la “resiliencia” de nuestro bipartidismo (necesaria para sostener el régimen del 78, aunque no necesariamente con los partidos que ahora la forman –ya en su día el PP sustituyó a la UCD–). Pero, al mismo tiempo, la vocación regeneracionista de los principales partidos cotiza hoy muy a la baja y se muestra puramente cosmética. Cómo insuflar el compromiso con las instituciones a nuestra vida política actual sigue siendo una tarea pendiente para nuestro país.

Artículo originalmente publicado en Letras Libres (28/06/2024).

Falta profesionalidad en la dirección de las empresas públicas, por Safira Cantos en ‘El Español’

Se busca directivo de empresa pública. Volumen de negocio: 1.000 millones de euros; empleados a cargo: 5.000; salario: 158.000 euros anuales. Requisitos: Formación: la que tenga. Experiencia de gestión: la que se pueda. Experiencia en el sector: ninguna. 

Parece broma, pero no lo es. ¿Cómo es posible que en las empresas públicas no haya requisitos y procedimientos de selección de sus máximos directivos? Estamos ante responsabilidades de primera división de gestión pública, y no hay un sistema que asegure que los responsables a quienes se pone al frente tengan un perfil acorde a esa responsabilidad. No son puestos subalternos en los que se pueda admitir una experiencia cualquiera, porque alguien espabilado y con empuje se pueda poner al día pronto.

No, dirigir una empresa pública no puede ser ni un cómodo retiro ni una oportunidad singular de aprendizaje y contactos para quien ocupa el cargo. Porque es una oportunidad para el país. Esa oportunidad es de los ciudadanos, que merecemos que la gestión pública empresarial esté en las mejores manos posibles. Y que no sea así tiene un enorme coste de oportunidad para sectores estratégicos en los que se ha reservado la forma pública precisamente por la función de interés general a la que deben servir.

La igualdad ante la ley, y su correlativo de igualdad en el acceso a la función pública (art. 23 de la Constitución) no significa que cualquiera vaya a cualquier puesto de responsabilidad. No hay mayor perversión y allanamiento a la tropelía que concebir la igualdad de oportunidades como supresión de requisitos. Por el contrario, con ello se asegura que la desigualdad regirá, pues el acceso queda al albur del servicio al partido de turno.

Cuando una acción impacta de manera individualizada sobre nosotros lo tenemos claro: no nos dejaríamos operar por alguien sin formación en medicina y cirugía, o no queremos que nuestros hijos en su etapa escolar estén en manos de personas sin conocimiento en la materia o sin competencias pedagógicas. ¿Y qué sucede cuando trasladamos esta obviedad al terreno de la gestión pública general?

Entonces, ¿por qué la discrecionalidad propia del liderazgo político de lo público puede ser utilizada en contra del propio interés público? Una cosa es tener margen de confianza en quien se nombra y otra, bien distinta, asaltar los entes públicos como espacio cainita de poder en el que colocar a los afines, poniendo recursos públicos al servicio de intereses partidistas. ¿Se puede generalizar? No. Ni sería ni justo ni conveniente.  Por eso es de sumo interés analizar en detalle y medir lo que está pasando. Es lo que hemos hecho en la Fundación Hay Derecho con El Dedómetro: un estudio que mide el mérito y la capacidad de los máximos responsables de entidades públicas. 

La muestra es de 40 entidades, entre las que hay empresas públicas (Correos, Adif, Renfe, Loterías del Estado o Paradores son algunas), museos, autoridades independientes y organismos reguladores (la AEPD, la CNMV o el Banco de España, entre otros). El periodo incluido es de 20 años, abarca ocho legislaturas, con gobiernos de diferente color político, tanto de partido único como en coalición. El total de directivos examinados: 215.

En la investigación se evalúan la formación, la experiencia profesional general, la experiencia de gestión y la específica en el sector; sobre ello se pondera un factor de vinculación política. En la foto resultante, solamente 39 de los 215 directivos alcanzan el 8 sobre 10, que sería una calificación deseable para cargos de esta envergadura. Pero hay otros datos mucho más relevantes: la politización de los perfiles nombrados es una tendencia en aumento y la rotación se ha disparado. La mitad de los máximos dirigentes de estas entidades públicas no alcanza los tres años de permanencia al frente de las mismas. Y hay algún ejemplo de escándalo: la Entidad Pública Empresarial del Suelo (SEPES), que ha tenido ocho responsables distintos en solo 15 años. ¿Cómo va a ser posible llevar a cabo un plan estratégico mínimamente cabal en estas circunstancias?

También se han evidenciado casos en los que se elige a sus responsables por su solvencia técnica. Son ejemplo positivo la AIReF (Autoridad independiente de responsabilidad fiscal) o –hasta ahora– el Banco de España. En general, los entes regulados como “autoridades independientes” son más exigentes en el perfil y también más estables al tener un mandato con duración preestablecida. En cambio, entre las empresas públicas nos encontramos con un grupo que tiene en común estar presididas una y otra vez por personas no idóneas para el puesto, como si se tratase de retiros políticos. Otro grupo de empresas, el más numeroso, lo mismo tiene al frente a una persona cualificada que a otra que nada tiene que ver con la materia que va a dirigir. Y esto es lo más preocupante: que sea posible cualquier cosa al frente de las empresas públicas. Esta falta de profesionalidad en la dirección pública empresarial no tiene parangón en nuestro entorno comparado, pero sí tiene solución. 

La primera es no asumir desde la ciudadanía que las empresas públicas dependan del mangoneo político de turno, exigir convocatorias públicas y abiertas, con procedimientos selectivos transparentes con base en requisitos objetivos previamente definidos. Es común que en empresas privadas haya procesos de selección competitivos. ¿Por qué, sin embargo, para dirigir las empresas públicas no puede generalizarse este flujo de talento?

El Estatuto Básico del Empleado Público habla de mérito y capacidad, criterios de idoneidad, procedimientos de publicidad y concurrencia, así como evaluación de acuerdo con criterios de eficacia y eficiencia, responsabilidad de gestión y control de resultados. Suena bien, luego, ¿por qué las empresas públicas están excluidas de esto?

El mejor incentivo que podría tener un directivo público profesional es saber que va a ser valorado por su gestión, no por su docilidad para satisfacer intereses ajenos a la misión de la entidad que dirige.

Y el mejor incentivo social es tener acceso a una rendición de cuentas de la gestión pública con absoluta transparencia.

La investigación y todos sus datos se encuentran accesibles en https://www.hayderecho.com/dedometro-2024/.

Artículo originalmente publicado en El Español (23/06/2024).

La regeneración empieza por uno mismo: el CIS de Tezanos y otras historias de instituciones, por Elisa de la Nuez en ‘El Mundo’

Es de suponer que la regeneración democrática anunciada por el Presidente del Gobierno tendrá que esperar a que pasen las elecciones europeas, o incluso a lo mejor a que se forme el nuevo gobierno catalán. Lo que es seguro es que no va a afectar a uno de los problemas clave en este ámbito: el de la ocupación partitocrática de las instituciones públicas, algo que sería muy sencillo de resolver desde el propio Gobierno sin necesidad de cambiar ni una coma de una ley. Bastaría efectivamente con que los partidos políticos, empezando por el PSOE, renunciasen voluntariamente al tradicional reparto por cromos de todas y cada una de las instituciones de este país, y pusieran al frente -preferiblemente concurso abierto y competitivo por delante- a profesionales independientes y respetados en el sector. Lo mismo podría hacerse a nivel autonómico. Dicho de otra forma, bastaría con que pusieran en la práctica los principios constitucionales de mérito y capacidad en el acceso al sector público. Fácil ¿no?

Pues se ve que no. Los problemas institucionales no figuran en la famosa carta a la ciudadanía de Pedro Sánchez. Es más, cuando en una entrevista concedida al periódico “El País” se le preguntó al Presidente del Gobierno si en el marco de esa futura regeneración democrática contemplaba la posibilidad sustituir al Presidente del CIS y frenar la deriva poco profesional y poco independiente de este organismo público, la contestación fue muy ilustrativa. José Félix Tezanos es un magnífico profesional. Podía haber añadido que era un magnífico profesional al servicio del PSOE y todo hubiera quedado más claro. En definitiva, la regeneración de las instituciones públicas ni está, ni se la espera. 

Por tanto, los ciudadanos que se quejan, con razón, del sesgo de las encuestas electorales del CIS, presididas por un ex miembro de la Ejecutiva del PSOE, los periodistas y políticos que hablan, con razón, del “CIS de Tezanos”, los analistas independientes que ponen de relieve una y otra vez los constantes errores de sesgo en las encuestas electorales -por cierto, siempre en la misma dirección sobrevalorando al PSOE en particular y a la izquierda en general e infravalorando al PP en particular y a la derecha en general-  y los profesionales y analistas que trabajan en el CIS tendrán que seguir esperando a una auténtica dirección pública profesional. Y eso que estamos hablando de una institución pública pagada con dinero de todos los contribuyentes y puesta al servicio descaradamente del partido en el gobierno.  

Desgraciadamente, el CIS de Tezanos es sólo un ejemplo ni siquiera demasiado extremo aunque sí muy vistoso de una mala praxis absolutamente extendida en nuestro sector público, que es la de considerar que los puestos directivos de las entidades públicas estatales son un botín a repartir entre los afines. Ya se trate de entidades públicas empresariales, empresas de la SEPI, empresas participadas por el Estado o de entes públicos de cualquier tipo y condición (incluidos los de garantía o control) se parte por el político de turno de la premisa de que están a su disposición para premiar fidelidades políticas o devolver favores personales o sencillamente colocar a amigos y familiares. En este sentido, la democracia no ha traído en todos estos años un verdadero cambio de esta cultura política profundamente clientelar que lleva vigente en España desde los tiempos de Pérez Galdós y que es capaz de subsistir a cualquier cambio de régimen. Cultura política que no es en absoluto la dominante otros países de nuestro entorno comparables en cuanto a población y PIB ni en el marco de la Unión Europea ni en el de la OCDE.

La razón de ser es muy sencilla: para presidir este tipo de entidades públicas con sueldos muy superiores a los del Presidente del Gobierno y sus ministros, no hace falta absolutamente nada. O para ser más exactos, sólo es preciso tener los contactos adecuados. Es decir, ni se requiere ser funcionario (como sí se exige para muchos altos cargos de la Administración aunque cada vez las excepciones sean más numerosas) ni tampoco hace falta reunir determinados requisitos de mérito y capacidad, tales como una determinada formación, experiencia en la materia, experiencia en la gestión de entidades de similar complejidad en cuanto a presupuesto y recursos humanos, etc, etc.  Salvo excepciones en las que las normas sí establecen algún tipo de requisito objetivo (por ejemplo, en Autoridades Independientes) o incluso aún cuando los establezcan si se interpretan de manera muy laxa, como ocurre en demasiadas ocasiones, la realidad es que a este tipo de puestos directivos puede llegar cualquiera, literalmente. 

De ahí que las entidades públicas sean especialmente atractivas para la colocación de aquellos que “se han portado bien” con el partido o con su líder, como le oí hace muchos años al responsable de uno de nuestros grandes partidos. En qué consiste ese “portarse bien” ya lo podemos dejar a la imaginación de los lectores. Lo que es seguro es que portarse bien con el partido puede consistir precisamente en portarse mal con los ciudadanos, especialmente si se utilizan los puestos y las funciones públicas para hacer favores a un partido determinado. 

Todo esto, como hemos indicado, se acabaría si realmente hubiera voluntad de regeneración democrática en algo que afecta a todos los ciudadanos, como es el buen funcionamiento de las instituciones, en particular de las de control y contrapeso, pero en general de todas y cada una de ellas. No olvidemos que si se ha decidido en algún momento que formen parte del sector público es porque se han identificado determinados fines de interés general que así lo justifican, ya se trate de actividades prestacionales, de entrega de bienes públicos, de prestación de servicios al mercado, regulación de un sector, etc, etc.  Lo que no tiene sentido es que la “defensa de lo público” no conlleve unos niveles mínimos de exigencia para dirigir entidades que forman parte del sector público. Es el mundo al revés: ninguna entidad privada y no digamos ya una de tamaño y relevancia semejantes a RENFE, ADIF, Correos, Isdefe, Paradores, la Agencia EFE, etc etc  selecciona a sus máximos directivos con tan poca profesionalidad y tan poca transparencia, es decir, sin atender a los principios constitucionales de mérito y capacidad. 

Para llamar la atención sobre esta anomalía, la Fundación Hay Derecho presenta su nuevo estudio sobre el mérito y capacidad de las principales entidades del sector público estatal el próximo 12 de junio, con una rueda de prensa previa el día 5 de junio. Nos parece que si -como señaló Felipe González en su entrevista al Hormiguero- la sociedad española está, al menos en cuanto a experiencia y preparación profesional, por encima del nivel de su clase política lo menos que debemos de exigir es una profesionalización de la dirección de nuestras entidades públicas. Entre otras cosas para que cesen de ocurrir episodios tan lamentables como nombrar a un personaje como Koldo García Consejero de una empresa pública como Renfe Mercancías. Sería algo que no solo no costaría dinero ni requeriría de largas reformas normativas sino que tendría un impacto muy positivo desde el punto de vista de la imagen que los ciudadanos tienen de los políticos y de las instituciones.  Y de forma muy inmediata, por otra parte.

En suma, habría que poner en marcha de una vez procesos públicos abiertos y competitivos para seleccionar a los mejores directivos públicos. Es cierto que todos los procesos de este tipo iniciados hasta ahora han fracasado por las constantes injerencias de los políticos, como ha ocurrido en el caso de n RTVE que merece un estudio aparte o en caso de la AEPD en la que directamente los partidos políticos decidieron primero los nombramientos con el tradicional reparto de cromos y luego montaron un procedimiento “ad hoc” para elegir a los ya elegidos, paripé que acabó anulado por el Tribunal Supremo. Por cierto, que la Presidenta de la AEPD sigue en funciones después de 5 años de acabado su mandato (igual que el CGPJ) y no parece que haya renovación a la vista. 

 Es cierto que también hay casos, si bien excepcionales, de buenas prácticas: la AIReF es uno de ellos y el Banco de España, otro. Pero son islas en un mar de clientelismo, y como tales islas uno no puede estar nunca seguro de que no quedarán sumergidas si sube la marea.

Y es que la voluntad auténtica de regenerar tanto en el ámbito privado como en el público es muy fácil de detectar: si existe se empieza por lo fácil, por lo rápido y por uno mismo.

Artículo originalmente publicado en El Mundo (04/06/2024).

¿Un Poder Judicial multicolor?, por Germán M. Teruel Lozano en ‘El Mundo’

La renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) es uno de los grandes asuntos pendientes de nuestro orden institucional, en el cual se evidencian algunos de sus principales males: la politización de los órganos de garantía y el bloqueo ante una polarización que imposibilita los acuerdos entre los principales partidos. Como ha señalado la Comisión Europea en sus últimos informes sobre la situación del Estado de derecho en España, esta cuestión suscita “serias preocupaciones”.

El problema, según la Comisión Europea, es doble. Por un lado, es necesario salir del bloqueo (aunque, debemos insistir, no hay que dar por buena cualquier salida si es a costa de politizar aún más la justicia). Por otro lado, debemos afrontar una reforma del sistema de elección de vocales del Consejo para adecuarlo a los estándares europeos que, en este sentido, se corresponden con el espíritu del propio diseño constitucional. Ello exigiría volver a un sistema mixto, con vocales judiciales elegidos por y entre los jueces, al tiempo que el resto de vocales fueran juristas nombrados por el Parlamento. Recordemos que este fue el sistema original en España hasta que se cambió en 1985 para que todos los vocales del Consejo fueran elegidos por el Parlamento -la excusa, antes como ahora, era “democratizar” la justicia para neutralizar el conservadurismo de los jueces-, y así se ha mantenido, con variantes, hasta el momento.

Además, habría un tercer problema, y no menor, que la doctrina ha venido señalando desde hace años (en estas páginas han podido leerse iluminantes tribunas del profesor Francisco Sosa Wagner al respecto) y que el actual presidente del Consejo ha apuntado: la necesidad de limitar la discrecionalidad de los nombramientos de la élite judicial que realiza el CGPJ. Este último es, en realidad, el gran elefante que tenemos en la habitación.

El Consejo es objeto de codicia por parte de los partidos y de las asociaciones judiciales, precisamente porque de él dependen suculentos nombramientos. Más aún en un momento en el que, tras años de bloqueo, se han ido acumulando más de un centenar de vacantes que deberán ser cubiertas por el nuevo Consejo. Por eso nos estamos jugando tanto con esta renovación.

Pues bien, dar respuesta a estas preguntas exige plantearse una previa: ¿hasta qué punto es necesario que un órgano como el Consejo y que los nombramientos judiciales tengan legitimidad democrática? Esta pregunta es especialmente pertinente porque en un sector de la opinión pública (principalmente en la izquierda) parece haber cuajado que tal exigencia de legitimación es casi un imperativo democrático ineludible. El Consejo no es una “asociación de petanca”, decía recientemente un sindicalista. Con una construcción más elaborada, el ex ministro Tomás de la Quadra-Salcedo ha defendido la “preeminente participación de las Cortes Generales” en los nombramientos de magistrados del Tribunal Constitucional y también de los vocales del Consejo, que es quien luego designa a los magistrados de distintos órganos judiciales (en especial, el Tribunal Supremo), con el objetivo de que así “en los tribunales estén presentes magistrados que reflejen proporcionadamente la diversidad de convicciones morales presentes en cada momento en la sociedad”. En definitiva, se defiende un Consejo General del Poder Judicial multicolor, que dé lugar a unos tribunales igualmente coloridos.

Por mi parte, me permito discrepar de esta aproximación. Creo que en una democracia liberal el desiderátum es un Consejo General del Poder Judicial y, sobre todo, unos tribunales vestidos con el monótono color negro de la toga, que encuentran su legitimación en su imparcialidad, extendiendo la idea estudiada por Pierre Rosanvallon. Y, a este respecto, conviene no confundir la singularidad de la interpretación constitucional y la particular posición del Tribunal Constitucional, cuya legitimidad democrática parece inexcusable, aunque, en mi opinión, deberíamos abogar por establecer garantías para primar el mérito sobre la afinidad en los procesos de selección; con la función que corresponde a los jueces y tribunales en su labor de aplicar la ley. Ciertamente los jueces y magistrados deben interpretar la ley de acuerdo con los principios y valores ínsitos en la Constitución y han de aplicarla recurriendo, entre otros criterios, al “contexto” y a la “realidad social del tiempo”, como prescribe el Código Civil. Pero han de hacerlo con la asepsia del jurista, sin que ello suponga abrir la puerta a que por esta vía se cuelen preferencias o sensibilidades ideológicas. Sus tres estrellas guías han de ser la independencia frente al poder político, la imparcialidad con respecto a las partes y la absoluta sujeción a la ley, operando con criterios estrictamente jurídicos.

Por ello, en un momento en el que la captura partidista de los órganos de control en nuestra democracia es una peligrosa realidad, el camino a seguir debe pasar por cortar el cordón umbilical entre justicia y política, y por levantar todo tipo de cortafuegos. Dígase claro: la única propuesta aceptable, hoy por hoy, es la formulada por el actual presidente del Consejo, Vicente Guilarte: sustraer o limitar los nombramientos que realiza el Consejo, atribuyendo la elección de cargos gubernativos (presidencias de Audiencias, Tribunales Superiores y Salas) a los propios jueces del territorio, y que la elección de magistrados del Tribunal Supremo la realice una comisión técnica, potenciando unos criterios que garanticen el mérito y la capacidad, y evitando la mácula política. Una reforma que debería aplicarse de inmediato a los nombramientos pendientes y que podría tramitarse por vía de urgencia con un acuerdo entre el PP y el PSOE.

Además, en relación con el sistema de nombramientos de vocales -y sin perjuicio de estudiar reformas más profundas, incluso constitucionales-, ceñiría las alternativas a la que hoy nos marca Europa: un Consejo mixto, donde los vocales togados sean elegidos por los propios jueces y magistrados, con correctivos que neutralicen el excesivo protagonismo de las asociaciones judiciales, y con garantías para que el resto de vocales nombrados por el Parlamento fueran auténticos juristas de reconocido prestigio. Sin descartar fórmulas de sorteo, como han propuesto algunas organizaciones.

Si, por el contrario, llegaran a realizarse las propuestas que hoy orbitan en La Moncloa, aprovechando la situación de interinidad de la Comisión Europea, podríamos estar ante la puntilla a la democracia del 78. Reformas que, aunque no violen la letra de la Constitución, van contra su sentido y fundamentos. Rebajar las mayorías parlamentarias para los nombramientos de vocales judiciales, con el objeto de que sean elegidos por mayoría absoluta y no por tres quintos, supondría alterar la esencia “consensual” de nuestra democracia, que requiere acuerdos muy cualificados para preservar la independencia de ciertos órganos de garantía. Apartar al Senado de estos nombramientos, como también parece que se apunta, introduciría una inédita descompensación a favor del Congreso, que se aleja de la lógica del constituyente que, para este tipo de nombramientos (magistrados del Tribunal Constitucional, vocales no judiciales del Consejo, Defensor del Pueblo…), previó una posición paritaria de las dos Cámaras. Hacerlo, además, por razones de pura coyuntura política, por una mayoría parlamentaria que ha demostrado su afán depredador de las instituciones, nos sitúa en la senda del iliberalismo más preocupante.

El incumplimiento del PP, que lleva años sin facilitar la renovación del Consejo y se mantiene en la dialéctica del reparto de cromos, es sin duda grave. Algo a lo que, todo sea dicho, también juega el PSOE, como prueba que tenga paralizada la renovación del magistrado vacante del Tribunal Constitucional. De ahí que, para que no nos terminemos tirando por el despeñadero, alguno de los líderes nacionales tiene que abandonar esa dialéctica y esas prácticas viciadas, y abanderar las propuestas sensatas que hay sobre la mesa. Reivindiquemos el negro de la toga. De ello depende la credibilidad del Poder Judicial y, junto a ella, la subsistencia de nuestra democracia.

Artículo originalmente publicado en El Mundo (14/05/2024).