De las pensiones de los abogados y otras zarandajas

Fue en el año 1948 cuando los distintos colegios de abogados crearon la Mutualidad de la Abogacía, entidad que, según reza en su publicidad, carece de ánimo de lucro y nace, sobre todo, para intentar paliar, de alguna forma, el déficit de coberturas que los letrados ejercientes tenían al no poder darse de alta, por cuenta propia, en los sistemas de jubilación estatales. De hecho, en 1971, pasa a ser esa función la primordial en la institución.

Entonces, y hasta el año 1996, cualquier abogado que decidiera ejercer la profesión por cuenta propia, debía colegiarse. Y acto seguido, por imperativo legal, darse de alta en la Mutualidad. No había alternativa. A los imberbes letrados de entonces- que, aunque ahora peine canas, yo también fui joven- se nos “vendió” el producto como un plan alternativo a las pensiones públicas, algo así como un aliud por alio, omitiendo la pequeña diferencia entre uno y otro sistema de cara a la cuantía de la prestación. Esos años, además, la Mutualidad jamás prestó asistencia sanitaria -ni tenía convenios firmados que permitieran suplir tal falta- de tal modo que los letrados pagaban su cuota a la mutua y, si querían ver su asistencia sanitaria resuelta, tenían que suscribir convenios privados que les cubriera la eventualidad de una enfermedad. Por supuesto, la baja médica quedaba sin coberturas. Hasta el año 2012 -64 años más tarde de su fundación- la Mutualidad no consigue negociar la asistencia sanitaria general para sus miembros a través de un seguro colectivo, pero esto es otra historia.

Y llegó el año 1996. Entonces, se permitió a los abogados darse de alta en el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos como alternativa. Muchos -entre los que me encuentro- se plantearon cambiar de régimen, encontrándose con la “pequeña traba” de no poder recuperar todas las cantidades que, hasta ese momento, se hubieran aportado a la Mutualidad. Así las cosas, la tesitura era, u olvidarse de lo cotizando hasta el momento y perderlo todo, o seguir enganchado a un régimen que seguía vendiéndose como algo alternativo al RETA y que, de alguna forma, se ligaba a la solidaridad intergeneracional y para con los cónyuges viudos de quienes fallecían ejerciendo la abogacía. La mayoría, pues, seguimos aportando a lo que -creímos- era una hucha segura de cara al futuro. Nada más lejos de la realidad según se ha visto.

En el año 2002 se promulga la Ley de Ordenación del Seguro Privado y lo que hasta entonces era una especie de sistema de capitalización colectiva, pasa a ser un ahorro privado. Para entendernos, una especie de plan de pensiones individual que permitía al mutualista aportar las sumas que considerara prudentes -con unos mínimos establecidos, eso sí- de tal modo que, lo que se aportara, sería lo que, en el futuro podría cobrarse como pensión. Al cambiar de sistema, la propia Mutualidad aplicó una importante rebaja a las cantidades aportadas hasta ese momento, de tal modo que, de la noche a la mañana, las sumas que cada letrado había ido pagando, se vieron reducidas en una cuantía importante. Y la “pequeña diferencia” con un plan de pensiones es que no puedes cambiar tu dinero a otra entidad que te preste el mismo servicio. O lo que es lo mismo: no hay rescate ni posibilidad de invertir tu dinero en otra entidad financiera que te dé mayor confianza.

Hasta el año 2004 -y tuvo que pronunciarse el Tribunal Supremo- la Seguridad Social no permitía simultanear ambos regímenes de previsión. Muchos abogados, desde entonces, cotizamos en ambos sistemas, con la angustia de observar que, cuando llegue la edad de jubilación (69 para la Mutualidad, 67 para el Régimen Especial de Autónomos), con la primera, se cobrará una pensión que no llega a los 300 euros vitalicios y, en la segunda, no hay años de cotización suficiente para poder acceder al 100% de la pensión estatal. Eso sí. Salvo que se quiera -y más de un caso conozco- arrastrar la toga con 80 años por los tribunales de nuestro país, hecho que no parece aconsejable. Ni para los letrados ni para sus clientes. Por otro lado, la sentencia del Tribunal Supremo, Sala Tercera, de 2 de marzo de 2016  consagra la prohibición de cobrar la prestación de jubilación del RETA y seguir ejerciendo.

La Mutualidad en todos estos años ha seguido vendiendo su producto sin levantar las cartas. Ni informa suficientemente, ni dice la cruda realidad de lo que cobran quienes llegan a la jubilación o sus cónyuges viudos. Ha tenido, por otra parte, inversiones de capital ruinosas -con el dinero de los mutualistas, por supuesto- que no dudo se hicieran con buena voluntad pero de las que nadie ha respondido, ni informado suficientemente. No permite participar a los mutualistas en las asambleas, estando creado un sistema de participación “delegada” más propio del pasado antidemocrático que del actual estado de derecho. Y, según parece, quienes asisten a las reuniones y quienes conforman el o los órganos de gobierno de la Mutualidad, cobran dietas y/o emolumentos desconocidos para la mayoría.

En estos días en redes sociales (Twiter, Facebook, Instagram), ha nacido un movimiento espontáneo de abogados mutualistas que, cansados de quejarse por los pasillos de los juzgados o en los bares, quieren poner coto a tales desmanes. El #MovimientoJ2. Ignoro quién o quiénes están detrás. Yo, de momento, les sigo. Acaso la más importante reivindicación por la que se lucha es la de poder pasar las cantidades aportadas a la Mutualidad al RETA -ya se vería en qué proporciones- de tal modo que, los años pagados en uno u otro sistema pudieran reunificarse de alguna forma para permitir a los letrados jubilarse con dignidad. Y piden participar en una asamblea convocada para el 17 de junio de este año con la consigna “cada mutualista, un voto”. No parece que ambos desiderata sean propios de alguien que quiere desestabilizar el sistema. Si no, más bien, y recordando el Digesto de Ulpiano dar a cada uno lo suyo.

Nada nuevo bajo el sol. Los notarios, hace ya muchos años (2003), consiguieron cambiarse al RETA. Los abogados -al parecer 130.000 en España, aunque no todos ejerzan por cuenta propia- deberíamos llegar a esta solución que no parece ni irrazonable ni revolucionaria sino, más bien, de estricta justicia.

Alea jacta est.

 

Imagen: Economist & Jurist

Jubilación activa creativa: un derecho, un deber

Los genios pueden florecer a cualquier edad, incluso cuando la jubilación es el estatus principal del autor. Por otro lado, trabajar y estar jubilado parecen ser dos términos contradictorios, pero no siempre son incompatibles. Y mucho menos lo son en un entorno presente y futuro de pensión pública decreciente dónde la Seguridad Social sólo proporcionará el nivel del 60%  para mantener el nivel de vida a los cotizantes que en media hayan tenido rentas iguales o inferiores a los 22.000 euros. Quienes ganen por encima de esa cantidad tienen que generar fuentes alternativas y complementarias de ingresos.

Hasta hace pocos años, la ley española prohibía, en términos generales, compaginar plenamente pensión y trabajo, pero la modificación normativa de marzo de 2013 para favorecer la continuidad de la vida laboral de los trabajadores de mayor edad y promover el envejecimiento activo, actualizó esa regulación porque Europa, a la vista del aumento de las expectativas de vida de la población, decidió promover el envejecimiento activo pero con unas limitaciones muy concretas que veremos más adelante. Antes de la reforma ya se permitía a determinados colectivos -profesiones liberales- seguir trabajando después de jubilarse, sin necesidad de estar dado de alta en el RETA, cualquiera que fuese el rendimiento obtenido.

Así, los químicos, abogados, aparejadores, arquitectos técnicos y superiores, gestores administrativos, procuradores de tribunales y peritos e ingenieros técnicos industriales acogidos a mutualidades de colegios profesionales constituidas antes del 10 de noviembre de 1995 están exentos de esas limitaciones establecidas por la ley para poder seguir trabajando tras la jubilación. Los médicos también pueden conciliar su pensión con su trabajo por cuenta propia en condiciones bastante ventajosas sobre el resto de los jubilados. Se exigen requisitos muy estrictos y limitativos para que el profesional colegiado pueda optar por integrarse a una Mutualidad como alternativa a su encuadramiento obligatorio en el RETA.

Esta excepción se rige en el momento presente por lo establecido en la disposición adicional decimoquinta de la Ley 30/1995, de 8 de noviembre, de Ordenación y Supervisión de los Seguros Privados, en la redacción dada a la misma por el artículo 33 de la Ley 50/1998 de 30 de diciembre, de  Medidas Fiscales, Administrativas y de Orden Social y al amparo del apartado 2 del artículo 1 del antiguo Reglamento de Entidades de Previsión Social, aprobado por el Real Decreto 2615/1985, de 4 de diciembre, con la que quiere hacerse alusión a la modalidad de Mutualidad de adscripción obligatoria. En consecuencia, dicha Mutualidad que se hubiera constituido con antelación a la fecha reseñada, conlleva un mecanismo de adscripción obligatoria, es decir, que no hubiera sido simplemente voluntaria (que es el carácter que forzosamente ya han de tener en el momento presente, conforme la ley exige, todas las denominadas Mutualidades de Previsión Social).

En cuanto al resto, aunque la regla general es que el disfrute de la pensión es incompatible con la realización de trabajos por cuenta ajena o propia, y también con la realización de actividades para las Administraciones Públicas, hay algunas excepciones. La más importante es la jubilación parcial que permite al trabajador por cuenta ajena acceder a la condición de pensionista de jubilación, compatibilizándola con un trabajo a tiempo parcial, por el que reduce su jornada de trabajo y su salario entre un mínimo del 25% y un máximo del 50%, siempre que reúna los requisitos establecidos. También se permite la compatibilidad del percibo de la pensión con el mantenimiento de la titularidad del negocio y el desempeño de las funciones inherentes a su titularidad, siempre y cuando sus funciones estén limitadas, para aquellos pensionistas de jubilación que provienen del régimen de trabajadores autónomos. También se pueden realizar trabajos a tiempo parcial en los términos establecidos para la modalidad de la jubilación flexible, ya sean trabajos por cuenta propia o por cuenta ajena, cuyos ingresos anuales totales no superen el salario mínimo interprofesional (SMI), en cómputo anual, reduciéndose el importe de la pensión de jubilación en proporción inversa a la reducción aplicable a la jornada de trabajo. La denominada jubilación flexible, no es una modalidad novedosa ya que venía regulada por el RD 1132/2002, de 31 de octubre, de desarrollo de determinados preceptos de la Ley 35/2002, de 12 de julio, de medidas para el establecimiento de un sistema de jubilación gradual y flexible.

Pero la verdadera compatibilización plena entre trabajo y pensión de jubilación se regula desde el 17 de marzo de 2013 (RDL 5/213, de 15 de marzo, de medidas para favorecer la continuidad de la vida laboral de los trabajadores de mayor edad y promover el envejecimiento activo) de manera que los trabajadores jubilados pueden continuar su actividad laboral siempre y cuando reúnan ciertos requisitos, que se hayan jubilado una vez cumplida la edad reglamentaria en cada caso (no anticipadamente) y que su pensión se calcule en base al 100% de la base reguladora. Es la denominada “jubilación activa”. Como se observa, queda restringida a los trabajadores que han accedido a la jubilación a la llegada de la edad legal, y que cuentan con largas carreras de cotización, y les permite compatibilizar la ocupación a tiempo completo o parcial con el cobro del 50% de la pensión de jubilación que tienen acreditada. La jubilación activa fue una de las medidas estrella de las últimas reformas del sistema que trataban de fomentar la prolongación de la vida laboral entre los más mayores. Durante la realización del trabajo por cuenta ajena o por cuenta propia, compatible con la pensión de jubilación, los empresarios y los trabajadores cotizarán a la Seguridad Social únicamente por incapacidad temporal y por contingencias profesionales, si bien quedarán sujetos a una cotización especial de solidaridad del 8%, no computable para las prestaciones, que en los regímenes de trabajadores por cuenta ajena se distribuirá entre empresario y trabajador, corriendo a cargo del empresario el 6% y del trabajador el 2%.

Para esta modalidad se fijaban unos límites muy estrictos respeto a las rentas de trabajo obtenidas, de manera que cualquier jubilado puede perder temporalmente parte de la pensión si los ingresos por actividades profesionales superan el salario mínimo anual (9.172,80 euros anuales) ya que se interpreta que esos rendimientos son fruto de una actividad habitual. La norma interpreta que desarrollar una actividad habitual es aquella con la que se tienen unos ingresos que alcanzan o superan el salario mínimo interprofesional. Cuando los ingresos al margen de la pensión superan el SMI anual se hace necesaria el alta en el RETA, con independencia de cuál sea la actividad que los haya generado.

Y entre estos ingresos se contabilizan cualquiera derivados de actividades tales como impartir cursos, conferencias, coloquios, seminarios o la elaboración de obras literarias, artísticas o científicas. Dentro de estos ingresos también se cuentan todos los derechos de autor, incluso los que corresponden a obras escritas antes de la jubilación en el caso de los escritores, según la interpretación que está realizando actualmente el Ministerio de Trabajo, aspecto muy controvertido ya que en muchas de las inspecciones que está llevando a cabo sobre autores jubilados, computa por igual el cobro de derechos de autor por la explotación de obras realizadas antes de la fecha de jubilación con el cobro de derechos de autor por actividades realizadas una vez jubilado.

No parece tener sentido esta interpretación pues la actividad que genera los derechos de cobro se realizó antes de llegar a la fecha de jubilación, si bien la actual redacción de la ley no lo contempla así. Parece un contrasentido que los herederos sí puedan beneficiarse de los derechos generados por las creaciones de sus antepasados y, al tiempo, cobrar el 100% de su jubilación, mientras que el creador jubilado se vea obligado para ello a renunciar a parte de su pensión. Recuérdese que cuando los derechos de autor los percibe un tercero distinto al autor por ejemplo un heredero, constituirán para el perceptor rendimientos del capital mobiliario.

En cualquier caso, España es, y siempre ha sido, un país ingrato para la creación, el conocimiento y el saber de cualquier clase o el ejercicio de las artes. En muchos países de la UE —Alemania, Suiza, Austria, Francia, Reino Unido, Suecia o Polonia, entre ellos, es totalmente compatible la realización de trabajos intelectuales con una pensión al 100%. En otros como en Bélgica, Dinamarca o Países Bajos, sucede como en España. En todo caso, parece razonable plantear compatibilizar el cobro completo de la pensión de jubilación con la realización de actividades tales como impartir cursos, conferencias, coloquios, seminarios o la elaboración de obras literarias, artísticas o científicas incluso superando el salario mínimo interprofesional y que escritores, músicos, pintores, fotógrafos y cualquier otro creador puedan seguir aportando su esfuerzo y trabajo para beneficio de toda la sociedad. Siempre alguien podría plantear que conseguir la compatibilidad plena al excepcionar la realización de trabajos intelectuales de la aplicación del límite del salario mínimo interprofesional podría considerarse discriminatorio para el resto de los trabajadores jubilados. En defensa se esta excepción se puede argumentar que la capacidad intelectual y creativa de las personas mayores revierte al conjunto de la sociedad a través de todo su talento y sus conocimientos. Si se pretende de verdad fomentar el envejecimiento activo y evitar a la vez un daño incalculable al desarrollo de la creación intelectual de nuestro país, que mejor manera que permitir que nuestros mayores materialicen a través de sus obras todo su saber y experiencia.

Señalaba Javier Marías que España es “un país con el que nunca se sabe, difícil, ingrato, abrupto y del cual uno no se puede fiar”. Potenciar y mejorar la capacidad intelectual y creativa de las personas mayores hará, sin duda, que consigamos una sociedad mejor en el futuro. Legislar contra la difusión de la Cultura y la Ciencia como bienes sociales de interés general actuará en nuestra contra.

Compatibilidad entre pensión de jubilación y actividad como escritor profesional

 

Últimamente se ha generado cierto revuelo en algunos medios de comunicación a cuenta de las sanciones que la Inspección de Trabajo y Seguridad Social ha impuesto a determinados escritores por compatibilizar la percepción de su pensión de jubilación con la realización de actividades profesionales derivadas de su condición de escritor. Desde algunos sectores se ha querido interpretar como una nueva agresión gubernamental al mundo de la cultura. Sin embargo, como suele ocurrir a menudo, la cuestión es compleja.

La incompatibilidad entre la percepción de la prestaciones de seguridad social y la realización de una actividad laboral por cuenta propia o por cuenta ajena ha sido la regla general  en nuestro sistema desde el primer texto articulado de la Ley de Seguridad Social de 1966 y se mantiene en la actualidad aunque cada vez con más excepciones.

La razón de ser de esta incompatibilidad en un sistema de reparto como el que rige nuestra Seguridad Social, partía de considerar conceptualmente incompatibles ambas situaciones al responder la pensión de jubilación a la finalidad de subvertir una situación de necesidad derivada de la incapacidad para el trabajo de una persona por razón de edad. Si el trabajador se mantiene activo, en principio, no se da la situación de necesidad que constituye el presupuesto para ser beneficiario de esta prestación.

Sin embargo, el aumento en la esperanza de vida y la mejora en la condición física y aptitud para determinados trabajos –sobre todo de carácter intelectual- de muchas personas que van alcanzando la edad de jubilación, está favoreciendo que comiencen a proliferar trabajadores eméritos que, una vez han concluido su carrera de cotización al sistema, no solo desean sino que pueden realizar una actividad productiva, tanto para si mismo como para la sociedad.

El legislador no ha sido ajeno a esta realidad y ha ido facilitando la compatibilidad entre el trabajo y la percepción de la pensión de la jubilación, desde siempre en el caso de actividades profesionales cubiertas mediante mutualidades alternativas y, después, mediante la figura de la jubilación parcial y la jubilación flexible, en particular, a partir de la  Ley 35/2002, de 12 de julio, de medidas para el establecimiento de un sistema de jubilación gradual y flexible. Esta tendencia se ha reforzado en los últimos tiempos primero por la Ley 27/2011, de 1 de agosto, donde se reforma la jubilación parcial y después, por el Real Decreto-Ley 5/2013, de 15 de marzo, el cual abrió por completo la posibilidad de que los trabajadores autónomos puedan compatibilizar la condición de pensionista con la continuación en su actividad profesional siempre que cumplan determinados requisitos..

Estas reformas han sido recogidas por el Texto Refundido de la Ley General de Seguridad Social (LGSS) aprobado por Real Decreto Legislativo 8/2015, de 30 de octubre, en particular su artículo 213 apartados 1 y 4 que prevén en sus párrafos iniciales que “El disfrute de la pensión de jubilación será incompatible con el trabajo del pensionista, con las salvedades y en los términos que legal o reglamentariamente se determinen” y que “ El percibo de la pensión de jubilación será compatible con la realización de trabajos por cuenta propia cuyos ingresos anuales totales no superen el salario mínimo interprofesional, en cómputo anual. Quienes realicen estas actividades económicas no estarán obligados a cotizar por las prestaciones de la Seguridad Social.” Se trata de abrirse a la posibilidad de que los pensionistas puedan realizar actividades de carácter residual, algo ya reconocido con anterioridad para quienes tienen reconocida una incapacidad permanente absoluta.

Sin perjuicio de lo anterior, también cuando se superan dichas rentas, el nuevo articulo 214 LGSS regula lo que denomina pensión de jubilación y envejecimiento activo, para lo cual se establecen unos requisitos tales como haber cumplido la edad de jubilación, no siendo posible compatibilizar la actividad con una jubilación anticipada; también es preciso haber acreditado cotizaciones suficientes como para poder percibir el 100% de la base reguladora.

En estos casos, “la cuantía de la pensión de jubilación compatible con el trabajo será equivalente al 50% del importe resultante en el reconocimiento inicial, una vez aplicado, si procede, el límite máximo de pensión pública, o del que se esté percibiendo, en el momento de inicio de la compatibilidad con el trabajo, excluido, en todo caso, el complemento por mínimos, cualquiera que sea la jornada laboral o la actividad que realice el pensionista”.

En el art. 309 LGSS se establecen como obligaciones de los trabajadores por cuenta apropia que elijan compatibilizar ambas situaciones la de cotizar al RETA por incapacidad temporal, por contingencias profesionales y por una cotización especial de solidaridad del 8 por ciento sobre la base por contingencias comunes, no computable a efectos de prestaciones.

Obviamente la obligación de comunicar a la Administración de la Seguridad Social esta circunstancia corresponde al pensionista interesado en continuar o reanudar su actividad, y la omisión de tal carga constituye un ilícito de los sancionadas en la Ley de Infracciones y Sanciones en el Orden Social y obliga a reintegrar las prestaciones indebidamente percibidas mientras se mantuvo la compatibilidad no comunicada. Nada impide que esta solicitud de compatibilidad sea periódica, de tal manera que si un año se prevé que se van a recibir ingresos superiores al mínimo, se solicita la misma, comunicando la baja cuando los ingresos esperados no lo superen.

Esta regulación se antoja coherente con la finalidad de compaginar por una parte el reconocimiento de la capacidad para el trabajo de nuestros mayores una vez que han completado en su totalidad su carrera de cotización, con la vocación de nuestro sistema de seguridad social -como un sistema de cobertura de situaciones de necesidad- que, sin duda no se dan cuando una persona, además de su pensión de jubilación percibe rentas derivadas de trabajo superiores al salario mínimo interprofesional.

Al analizar esta cuestión en relación con los escritores profesionales nos encontramos con algunos elementos peculiares que complicaron el tratamiento de la protección social de esta actividad desde que se planteó su regulación.

Así, la remisión a los ingresos anuales como elemento definitorio del deber de cotizar, nos lleva a la cuestión de determinar que ingresos deberían tenerse en cuenta a estos efectos y cuales no. En ese sentido, puede afirmarse que definir como profesional la actividad de escritor de libros siempre ha sido ciertamente complejo y, remontándonos en la historia, pudiera considerarse que ello influyó en que esta actividad profesional fuera una de las últimas en llegar a ser incluidas en el ámbito de aplicación del sistema.

No fue hasta 1970, gracias al impulso de Angel Mª de Lera, -por aquel entonces presidente de la Asociación colegial de escritores y ganador del premio Planeta en 1967 con la obra “Las últimas banderas”-  que con la aprobación del Decreto 6262/1970, de 29 de octubre, se creó el Régimen Especial de Escritores de Libros y la Mutualidad Laboral de Escritores de Libros, En 1977, esta entidad se integró en la Mutualidad Laboral de Regímenes diversos hasta su definitiva integración en 1978 en las Entidades gestoras y Servicios comunes de la Seguridad Social.

Con el proceso de integración de los diversos regímenes especiales en los dos regímenes con vocación de referencia del sistema de seguridad social (el General y el de Autónomos), el régimen especial de escritores de libros se integró en este último por medio del Real Decreto 2621/1986 de 24 de diciembre, en el cual, desde la sentencia del Tribunal Supremo dictada en casación para unificación de doctrina de 20 marzo 2007 y como ya está confirmado en el actual artículo 213.4 LGSS, lo determinante para que nazca la obligación de alta y cotización deriva de si los ingresos derivados de la actividad superan o no el umbral del salario mínimo interprofesional.

Pero si en 1970 resultaba complicado determinar que podía considerarse escritor profesional a los efectos de ser incluido en el sistema, más resulta ahora cuando la complejidad del mundo editorial implica que el escritor de libros -sobre todo si tiene éxito-, no solo es un mero proveedor de textos para la editorial, sino que se convierte en una auténtica marca comercial y puede verse obligado a implicarse en las tareas de promoción editorial. Al mismo tiempo, el prestigio académico o la fama obtenida generan una actividad que se traduce en clases magistrales, conferencias, entrevistas y colaboraciones en radio, TV, etc…, que, en según que casos, pueden ser objeto de retribución. A nivel particular, esta situación puede verse afectada con frecuencia por la concurrencia de otras cotizaciones en el régimen general como consecuencia del desempeño por el escritor de otros trabajos por cuenta ajena.

Además de todos estos ingresos, que no plantean dificultad respecto a su inclusión a los efectos de determinar si existe una actividad profesional efectiva o no, nos encontramos con los ingresos percibidos en concepto de derechos de autor. Los rendimientos económicos de esta naturaleza derivan de la existencia de un derecho inmaterial como es la propiedad intelectual y, que en consecuencia, en principio, podría ser defendible no reputarlos como ingresos a estos efectos. Efectivamente, desde un punto de vista civil, se trata de frutos percibidos conforme a las reglas establecidas en la Ley de propiedad intelectual, de tal manera que su percepción no tiene por qué corresponder con el año en el cual se desplegó la labor intelectual de creación y producción. Desde esta óptica, lo natural sería conceptuarlos como rentas de capital mobiliario.

Sin embargo, desde un punto de vista de la regulación fiscal, con un criterio que no deja de ser discutible, estos ingresos si bien para los herederos se consideran procedentes de capital mobiliario, para el propio autor no, dado que las cesiones y comisiones de autor se consideran prestación de servicios a efectos del IVA; renta derivada de trabajo a efectos de IRPF (si el autor cede los derechos de explotación y no ordena los medios de producción propios ni los recursos humanos) o renta derivada de actividad profesional a efectos de IRPF (si cede los derechos de explotación pero si puede ordenar los medios de producción y, en su caso, los recursos humanos).

En materia de seguridad social, durante la vida activa del trabajador en el régimen especial de autónomos, el carácter que pueden tener estos ingresos no tiene relevancia, pues las bases de cotización se fijan a elección del trabajador dentro de determinados límites como su edad o las bases de cotización elegidas con anterioridad; pero ahora nos encontramos con que a la hora de determinar la existencia de una posible incompatibilidad entre la percepción de una pensión y la realización de una actividad profesional, la Inspección de Trabajo y Seguridad Social puede asumir como propio el criterio importado del derecho fiscal a fin de determinar si los ingresos del escritor jubilado superan o no el salario mínimo interprofesional.

Ahora bien, este criterio resulta a todas luces desproporcionado en lo que se refiere a los ingresos derivados de aquellas obras cuya primera edición fue publicada con anterioridad a la fecha de la jubilación, la cual a estos efectos entendemos que debería entenderse como renta derivada de capital mobiliario, al margen del tratamiento que pueda recibir a efectos fiscales.

También en el caso de la concesión de premios con dotación económica, se nos pueden plantear dudas dependiendo de la naturaleza de ese ingreso. Si se trata de un anticipo a cuenta de los futuros derechos de autor, no habría más remedio que aplicar los criterios generales ya vistos, pero si se trata de una cantidad a tanto alzado podría reputarse una transmisión patrimonial a título gratuito que no debería estar incluida en el cómputo. Todo ello, en un posible desarrollo reglamentario, debería ser objeto de una regulación específica que evite situaciones jurídicamente incoherentes.

En determinados casos, aún descontando estas cantidades nos podemos encontrar con que en algunos pocos casos, se superan los límites económicos previstos, con los efectos ya referidos más arriba, por lo que en esos casos, recae sobre el escritor profesional la carga de solicitar la compatibilidad entre el la pensión con la realización de su trabajo con los efectos ya descritos más arriba, igual que le sucedería a cualquier otro trabajador con independencia de la relevancia social del afectado. Su omisión constituye un ilícito de los sancionados por la Ley de infracciones y sanciones del orden social que además lleva aparejada la obligación de restituir lo indebidamente percibido.

En cualquier caso, podemos concluir que, al margen de los detalles mencionados, la regulación actual constituye un avance importante respecto a la situación anterior a 2013, siendo mucho más favorable para la generalidad de los trabajadores eméritos, incluidos los escritores profesionales.

 

El factor demográfico como elemento decisivo en la sostenibilidad de nuestro modelo de sociedad

El desarrollo del sistema español de protección social y de redistribución de rentas, gracias a una serie de circunstancias demográficas, económicas y políticas que coincidieron en el segundo tercio del siglo XX, ha alcanzado en nuestro tiempo tal extensión e intensidad que se ha convertido en un conjunto de instituciones de diverso tipo (jurídico, económico y organizativo), tan beneficiosas para la sociedad como difícil de abarcar de una manera unívoca. De hecho, podría afirmarse, que este entramado de solidaridades reciprocas, incluso a pesar de las tensiones a las que se ha visto sometido durante la crisis, es el que en estos momentos nos define como sociedad.

Sin embargo, ahora nos encontramos ante el reto de conseguir mantenerlo vigente en medio de un escenario distinto de aquel que favoreció su creación y fortalecimiento. Circunstancias que, en cualquier caso, son complejas y permiten diversas lecturas. Dar o no con la visión acertada determinará la supervivencia del modelo a medio y largo plazo.

Podría decirse que nos encontramos ante una enorme y pesada construcción que se asienta sobre cuatro grandes pilares – el demográfico, el político/social, el económico-financiero y, por supuesto, el jurídico-  que garantizan su sostenibilidad pero que deben estar equilibrados y conectados entre sí, pues en caso contrario se corre el riesgo de que el edificio pierda el equilibrio y termine derrumbándose. Al primero de esos elementos nos vamos a referir ahora.

En España, estamos a punto de pasar del declive al derrumbe demográfico. Efectivamente, las previsiones realizadas en los años noventa, y que fueron las tenidas en cuenta para adoptar las reformas en el modelo de seguridad social acordadas en los Pactos de Toledo, preveían un incremento de la fecundidad esperada para el periodo desde 2010 a 2050 de 1,8 hijos por mujer, sin embargo, la fecundidad por mujer, tras un breve incremento durante los primeros años del siglo XXI no ha dejado de disminuir desde el año 2009, hasta situar en la cifra de 1,27 hijos por mujer en el año 2013. Sobre esta base, las nuevas predicciones hasta el año 2052, no prevén una fecundidad esperada superior a 1,56 hijos por mujer. Casi un 25% menos de lo previsto hace veinte años.

El envejecimiento de la población como realidad sociológica tiene importantes consecuencias y su incidencia en la protección social a causa del sobre-envejecimiento que incrementa el porcentaje de población dependiente y la disminución de la base sobre la que en lo financiero descansa el sistema, no son las menores. Su incidencia en el crecimiento económico también tiene un signo incierto pues, mientras pueden aparecer elementos de signo negativo (como, por ejemplo, la tardía incorporación al mercado de trabajo de las nuevas cohortes de trabajadores), también surgen elementos de signo positivo, como pueden ser el mayor nivel del capital humano debido a un mayor periodo formativo de estas nuevas cohortes.

Son muchos los factores que inciden en la actual decadencia demográfica, algunos de ellos ya mensurados por los sociólogos, que sin ánimo de ser exhaustivo, podríamos resumir en los siguientes:

  1. a) factores sociales: como la consecución de la igualdad hombre-mujer en muy diversos planos pero sin que se alcancen las mismas cotas de participación del hombre en las labores domésticas; la extensión al ámbito rural de los países occidentales de muchos de los usos y costumbres anteriormente reservados a las áreas urbanas, el más fácil acceso al ocio y el mayor tiempo dedicado por las personas a este tipo de actividades (incluyendo la TV o internet);
  2. b) factores económicos: la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y la dificultad de simultanear una carrera profesional plena con la crianza; el aseguramiento de la vejez y otras situaciones de necesidad a través de mecanismos externos a la familia lo que hace que ésta pierda parte su importancia; el incremento del coste para el mantenimiento de cada hijo, así como la más tardía incorporación de los jóvenes al mercado de trabajo y a la consiguiente independencia económica. En este sentido, la disminución de las rentas familiares derivada de la crisis actual tiende a incidir en estos factores depresores de la fecundidad;
  3. c) factores psicológicos, como la desaparición de la equiparación entre actividad sexual y procreación, así como cierto sentido de culpa por la superpoblación mundial influido en las sociedades occidentales desde sectores neomalthusianos y ecologistas;
  4. d) factores tecnológicos que permiten el control de la natalidad mediante abortos cínicamente seguros y técnicas anticonceptivas avanzadas;
  5. e) y por último, factores culturales, como la despenalización del aborto –o incluso su consideración por algún sector de la sociedad como un derecho-; el cambio en la percepción de la homosexualidad que ha producido un incremento en el número de parejas de este tipo a quienes resulta más complejo y costoso tanto concebir como adoptar; la generalización de una cultura con un fuerte componente hedonista en donde existe un cierto rechazo a la asunción de la responsabilidad personal que supone la crianza, al menos durante un periodo de la juventud tardía que coincide precisamente con una parte relevante de la edad fértil femenina.

Las intervenciones públicas y privadas favoreciendo o influyendo en estas tendencias han generado -a veces como un involuntario “efecto mariposa”- un cambio de mentalidad en las personas que incide a la hora de tomar la decisión de tener o no tener hijos. Es más, sea por una motivación ideológica, económica o, meramente electoral, las vigentes políticas públicas (fiscales, de protección social, en materia de igualdad) siguen inspiradas por criterios que penalizan modelos de familia favorecedores de la fecundidad femenina y siguen influyendo en que el número de nacimientos disminuya. Por otra parte, hasta ahora, las propuestas a favorables a la natalidad tienen un marcado carácter conservador y cierto sesgo religioso que dificultan alcanzar un generalizado consenso social sobre las mismas.

Así, es inevitable reconocer la existencia de un conflicto ideológico que nos ha llevado a la parálisis en esta materia, al intentar mantener un Estado de bienestar pensado para un modelo “familiar” como el existente en la primera mitad del siglo XX, en un entorno postmoderno en el que la incorporación de la mujer al mercado de trabajo y la equiparación de roles entre los miembros de ambos sexos, constituyen avances irrenunciables para la amplia mayoría de la sociedad. De este modo, las posibles presiones ideológicas tendentes a recuperar el papel reproductor y cuidador de la mujer cuestionando avances en materia de igualdad de derechos han encontrado la resistencia  de los sectores más feministas que ha llegado a defender que “el envejecimiento demográfico debe ser aceptado como un rasgo más de la modernidad”.

¿Debemos limitarnos a aceptar este aparente dilema insuperable entre crecimiento demográfico e igualdad hombre mujer? Parece preciso encontrar la fórmula con la que, sin renunciar a las conquistas alcanzadas en lo que se refiere a la igualdad entre sexos, podamos conseguir un crecimiento demográfico crítico que mantenga la vitalidad de nuestra sociedad y, por ende, el sostenimiento de nuestro modelo de seguridad social.

Tener hijos comporta un coste para sus progenitores, que hasta ahora se consideraba como un coste monetario fijo, pero también puede comportar un coste fijo en términos de tiempo. Cuando deciden tener un hijo, los progenitores deben dedicarle tiempo y por ello podrán ofrecer menos horas en el mercado laboral. Una forma alternativa de interpretar este coste consiste en suponer que los padres continúan trabajando la jornada completa, pero pagan a una tercera persona o institución para que se haga cargo de los hijos. El coste que esto representa más el propio coste de mantener a los hijos -alimentación, ropa, etc.- equivale a la parte del salario que dejarían de cobrar si lo hicieran ellos mismos.

Pero desde un punto de vista social o colectivo, el que las familias dejen de tener hijos también supone un coste que se traduce en pérdida de capital humano. Cómo hemos visto, hasta cierto límite la calidad de capital humano generado compensa, en términos de  generación de riqueza, la disminución cuantitativa, pero a partir de determinado nivel el desequilibrio es peligroso para la continuidad de la propia sociedad y recurrir en exceso a la inmigración para compensar las carencias de capital humano propio de una  determinada nación puede afectar a la propia identidad cultural, además de consistir en contingentes de población cuya presencia va a ser meramente coyuntural.

En periodos de crecimiento económico, los efectos del envejecimiento vegetativo de la población autóctona puede ser parcialmente compensado con la llegada de trabajadores llegados allende las fronteras que, en muchos casos, se asimilan a nuestra cultura y se consolidan como población nacional estable. Sin embargo, esta circunstancia coyuntural que ha desincentivado el que se haga frente al problema no puede asumirse como una constante. Al contrario,  a lo largo del tiempo fácilmente puede verse compensada con la emigración de población autóctona en edad fértil durante fases de crisis económica como la presente. Por otra parte, tampoco pueden descartarse que a lo largo del tiempo puedan aparecer epidemias, catástrofes naturales, conflictos armados u otras causas exógenas parcialmente imprevisibles que pudieran agudizar la presente decadencia demográfica.

Parece pues necesario intentar al menos revertir la tendencia actual intentando abordar el problema desde un doble enfoque economicista –actuando sobre los costes que supone la crianza de los hijos- , sociológico –actuando de manera acorde con los diferentes modelos de familia que ahora coexisten con el tradicional sin que existan discriminaciones en función del proyecto de vida libremente elegido por las parejas- y cultural –revalorizando el papel de la crianza en nuestra sociedad y en la importancia de que sea asumido por los miembros de las parejas con independencia de su sexo desde la infancia a través de la educación-. En otro post intentaremos profundizar en estas ideas.

La pensión de viudedad: una propuesta de cambio normativo

La pensión de viudedad se configura como una prestación por muerte y supervivencia destinada a compensar la pérdida de ingresos que tiene lugar como consecuencia del fallecimiento del cónyuge (o pareja de hecho) cuando éste cumpla con los requisitos de alta y cotización establecidos legal o reglamentariamente. En cuanto a su contenido, se traduce en una pensión vitalicia mensual a favor del cónyuge supérstite – salvo el caso de la prestación temporal de viudedad, contemplada en el artículo 174 bis de la Ley General de Seguridad Social – cuya cuantía se calcula al aplicar un porcentaje del 50, 52, 60 o 70 por cien a la base reguladora (aproximadamente los ingresos medios que percibía el causante) dependiendo de las circunstancias del causante y del beneficiario.
La primera vez que en España se reguló una prestación por muerte y supervivencia fue en la Ley de Accidentes de Trabajo de 30 de enero de 1900, que recogía en su artículo 5º una ayuda para los gastos de sepelio y una indemnización a tanto alzado para la viuda, hijos y otros familiares del trabajador fallecido en accidente de trabajo, cuya cuantía se establecía en relación con el salario medio del sujeto causante. Con la Ley de Accidentes de Trabajo de 10 de enero 1912 se convirtió esta indemnización en una renta de carácter vitalicio para la viuda y ascendientes y en una de carácter temporal para los descendientes y hermanos menores huérfanos. La prestación se amplió a la muerte causada por enfermedad profesional mediante  la Ley de Enfermedades Profesionales de 1936 y la protección por muerte común se recogió en 1938 con la aprobación de la Ley de Subsidios Familiares. El 16 de junio de 1954 se aprobó el Reglamento General de Mutualidades Laborales, cuyas prestaciones por muerte del trabajador tenían carácter complementario de las anteriormente citadas al reconocer el legislador la insuficiencia de las cuantías establecidas hasta el momento, y fue en 1956 cuando con la aprobación del Reglamento de Accidentes de Trabajo (aún vigente), se contempló por primera vez un mecanismo protector completo para la familia del fallecido en accidente de trabajo, al establecerse una prestación vinculada al salario perdido del causante. El gran cambio normativo de la prestación por muerte y supervivencia se dio con la Ley de bases de la Seguridad Social de 1963, que establecía una pensión de carácter asistencial para situaciones de necesidad (requería que la viuda fuese mayor de 40 años, que estuviera incapacitada para trabajar o que tuviera hijos menores a su cargo) y un subsidio de viudedad de carácter contributivo, pero es con la Ley 24 de 1972 con la que se establece definitivamente el carácter contributivo derivado de la pensión de viudedad, reconociéndose a toda mujer que quedara viuda con independencia de sus circunstancias, si el causante reunía los requisitos de cotización establecidos. Desde el año 1984 se establece por primera vez el derecho de los hombres (no incapacitados para el trabajo) a percibirla, después de la Sentencia 103/1983 del Tribunal Constitucional y en el año 2007 se incorporó a las parejas de hecho entre los beneficiarios de la misma.
Como hemos podido observar, la evolución de la regulación de las prestaciones por muerte y supervivencia se ha caracterizado por una paulatina ampliación tanto del elenco de beneficiarios de la prestación como por el de las situaciones protegidas. Sin embargo, apenas se ha restringido el acceso a la misma a pesar de los profundos cambios sociales que se dieron a partir de los años setenta, tales como la decadencia del modelo de familia patriarcal o la progresiva incorporación de la mujer al mercado laboral (7.597.600 de mujeres ocupadas frente a 9.037.100 hombres según la última EPA), y este, es el motivo de mi artículo, los cambios normativos que considero necesarios para amoldar la regulación de la pensión de viudedad a nuestra sociedad actual, restringiendo el acceso a aquellos sujetos que objetivamente no la necesitan, permitiendo así liberar recursos y concentrar el gasto en mejorar las prestaciones que reciben aquellos que realmente las precisan. A continuación, expongo las reformas que estimo necesarias a tal fin:
En primer, lugar, el artículo 179 de la Ley General de Seguridad Social establece que “la pensión de viudedad será compatible con cualesquiera rentas del trabajo”. Debido a ello, se da la poco deseable consecuencia de que existan sujetos que, percibiendo elevadas rentas, son, además, beneficiarios de una pensión de viudedad, lo que pervierte totalmente la finalidad asistencial de la prestación. En mi opinión, se debería limitar la compatibilidad de la pensión de viudedad en el caso de percibir rentas (de todo tipo) superiores a 2.438 euros, la cuantía máxima a la que puede ascender la pensión de viudedad, lo que supondría una primera medida que asegurara que sólo perciben la pensión de viudedad aquellos que efectivamente la necesitan.
En segundo lugar, la actual regulación no fija ningún límite inferior de edad para tener derecho a la pensión de viudedad, este hecho constituye una singularidad jurídica respecto a los países de nuestro entorno, y permite que pueda percibirse vitaliciamente desde los 18 años. En Bélgica se establece una edad mínima de 45 años, en Francia de 55, mientas que en Alemania se reconocen dos tipos de prestaciones, una del 55% de la potencial pensión de jubilación del causante para mayores de 45 años (o que tengan incapacidad permanente o hijos menores a su cargo) y otra del 25% durante dos años para aquellas viudas para menores de 45 años. Nuestro legislador podría basarse en alguno de estos modelos para establecer un límite. A mi juicio, sería preferible el modelo alemán, al combinar racionalidad en el gasto con prestaciones que cubren suficientemente la contingencia protegida.
La pensión de viudedad supone un gasto anual equivalente al 1,9% del PIB en España (19.000 millones de euros), frente al 1,7% de media en la UE-15, lo que en principio no parece una gran diferencia. Sin embargo, si lo comparamos con el gasto total en prestaciones sociales, el gasto medio en la UE-15 es del 25,9% su PIB, mientras que el de España es del 20,5 %, lo que supone que mientras que la UE-15 emplea sólo el 6,5% de su gasto en prestaciones sociales en pensiones de viudedad, este porcentaje sea del 9,26% en nuestro país.
Con las medidas propuestas se optimizaría el gasto, permitiendo (sin subir las cotizaciones sociales), elevar la cuantía de las pensiones – piénsese que la pensión por viudedad media en 2013 fue de 617,2 euros – mejorando así la calidad de vida de sus perceptores.
No parece que estas medidas hayan estado nunca en la agenda del legislador, a pesar de que ya en el año 2006 Jesús Caldera, cuando ocupaba la cartera del Ministerio de Trabajo se mostró partidario de limitar la compatibilidad de la pensión de viudedad con los perceptores de otras rentas.
Ahora, cuando es más necesario que nunca optimizar el gasto público, creo, por lo expuesto anteriormente, que se debería iniciar el debate sobre la reforma de las pensiones de viudedad.

Sobre la sostenibilidad demográfica del Sistema de Seguridad Social

 
Últimamente, no dejan de estar presentes en los medios, numerosas propuestas y discusiones acerca de la evolución de nuestro sistema de pensiones y de las tensiones financieras para su sostenimiento presente y futuro. Resulta evidente que el elemento financiero es uno de las bases esenciales del sistema, pero también es cierto que nos encontramos ante una realidad compleja que no puede reducirse solo a cálculos actuariales o financieros. Existen elementos sociológicos, jurídicos y demográficos que también deben tenerse en consideración y sobre los que también es posible actuar para favorecer la continuidad del modelo.
 
Si queremos preservar en España este Sistema de Seguridad Social que, junto con el resto de las instituciones que conforman lo que se denomina “estado de bienestar”, constituye una de las principales señas de identidad del modelo social europeo es necesario tener una perspectiva más amplia en donde no se pierdan de vista otros factores tan importantes o más que el financiero.
 
Podría decirse que nos encontramos ante una enorme y pesada construcción que se asienta sobre cuatro grandes patas -financiera, política, demográfica y jurídica- que garantizan su sostenibilidad pero que deben estar equilibradas entre sí, pues en caso contrario se corre el riesgo de que el edificio pierda el equilibrio y termine derrumbándose. Cómo ya advertimos antes, es obvio que la sostenibilidad financiera es fundamental y, de hecho, los primeros intentos de crear sistemas de previsión social en el siglo XVIII fracasaron precisamente por errores de base en sus previsiones actuariales. Pero como comentamos en un artículo precedente, poner el peso de las reformas sólo en estas medidas paramétricas en menoscabo del principio contributivo del sistema puede afectar, si se rompe el equilibrio, a su sostenibilidad social o política.
 
En otra ocasión me gustaría explicar con más detalle a que me refiero con la expresión “sostenibilidad jurídica”, mas hoy quisiera centrarme en la relevancia que tiene la sostenibilidad demográfica para el sistema y en la necesidad imperiosa de introducir también reformas en las políticas públicas orientadas a este ámbito a fin de preservar para las generaciones futuras un modelo que se ha demostrado eficaz no solo para garantizar la subsistencia de quienes se encuentran en una situación de necesidad por carecer -por su edad o por otras circunstancias- de capacidad para realizar un trabajo productivo que les permita mantenerse por sí mismos; sino, al mismo tiempo, garantizar una duradera estabilidad social que se ha traducido en el mayor periodo de paz dentro de Europa occidental en toda su historia.
 
Desde ya hace décadas el elemento demográfico es analizado como una constante no susceptible de verse alterada y así, entre los expertos, la invocación del progresivo envejecimiento de la población en Europa en general y, en España en particular, aparece una evidencia inevitable de que nos encontramos, parafraseando a García Márquez, ante la crónica de una muerte anunciada. Lo cierto es que la experiencia ha mostrado que los efectos de este envejecimiento de la población autóctona puede ser parcialmente compensado en épocas de crecimiento económico con la llegada de trabajadores llegados allende las fronteras que, en muchos casos, se asimilan a nuestra cultura y se consolidan como población nacional estable.
 
Sin embargo, esta circunstancia coyuntural no puede considerarse como una solución y, en cualquier momento podrían surgir otras circunstancias excepcionales (una guerra, una epidemia…) que unidas a la presente decadencia en la natalidad podrían quebrar definitivamente este equilibrio demográfico cada vez más precario, lo que en determinadas circunstancias no solo podría hacer peligrar las pensiones futuras si no, incluso, nuestra propia existencia como nación, civilización o cultura, pudiendo por terminar siendo asimilados o absorbidos por otros pueblos más numerosos, jóvenes y enérgicos.
 
Pero hay que admitir que a día de hoy, en ese sentido, nuestra realidad es desoladora. Las políticas públicas (fiscales, de protección social o subvenciónales) en este momento están basadas en un modelo de redistribución de la riqueza que penaliza a las familias de clase media y que siguen estando orientadas a que el número de nacimientos disminuya o, en el mejor de los casos, a que se mantenga. De esta manera, la tendencia es una familia tipo de entre uno o dos hijos, con lo que no se alcanzaría a largo plazo ni siquiera a mantener la población de una manera vegetativa.
 
Efectivamente, el apoyo desde los poderes públicos a las familias, entendidas en un sentido amplio por toda la diversidad de modelos que nuestra sociedad actual permite, es prácticamente nulo. La Ley 40/2003, de 18 de noviembre, de protección de familias numerosas, su desarrollo reglamentario y lo regulado por las Comunidades Autónomas en su ámbito competencial establecen unos mecanismos de ayuda raquíticos que tal vez puedan paliar parte de alguno de los costes (gastos de transporte, actividades deportivas, educación…) en los que incurren las familias con más de dos hijos, pero en ningún modo constituyen un incentivo para amentar la familia. La prestación a favor de familiares del Sistema de Seguridad Social en su actual configuración apenas alcanza para resolver situaciones de necesidad límite, por lo que tampoco puede considerarse un incentivo. Los beneficios fiscales son insuficientes y algunas reformas recientes, como la llevada a cabo en los que se refiere a la relación laboral especial de los trabajadores del servicio doméstico, no hacen sino incrementar los costes que han de afrontar las familias con hijos a cargo en la que los dos progenitores trabajan fuera de casa.
 
Teniendo en cuenta los dudosos resultados de algunas experiencias como la británica y sus intensas ayudas sociales a las madres solteras, estas políticas públicas deberían incidir no sólo en el ámbito de las familias sin recursos son que deberían enfocarse especialmente hacia las clases medias pues son las que mejor pueden asumir por sí mismas la crianza de esos hijos dándoles una formación y una preparación que los haga crecer saludables
 
Desde nuestro punto de vista, resulta imprescindible para garantizar la sostenibilidad demográfica de nuestro Sistema de Seguridad Social a medio y largo plazo, desarrollar una serie de políticas públicas que incentiven un leve crecimiento demográfico marcándose como objetivo generar una familia tipo de tres hijos. Esto podría conseguirse incrementando, por una parte, los beneficios fiscales a las familias con rentas medias y, por otra, incrementando las actuales subvenciones o subsidios a aquellas otras familias que por su insuficiencia de rentas a las que los beneficios fiscales no favorezcan; reforzando las políticas de igualdad de trato entre el hombre y la mujer en el ámbito laboral, de manera que la maternidad no suponga un obstáculo insalvable en el desarrollo profesional de la mujer; potenciando aún más el acceso de las familias a determinados servicios públicos educativos, sanitarios, deportivos y culturales; estableciendo actividades de marketing social orientadas a prestigiar el papel de los progenitores (cualquiera que sea su tipo) y, superando enfoques ideológicos o religiosos, realzando el valor de la crianza de los hijos.
 
En el resto de la Unión Europea ya se han introducido medidas en este sentido. Así, por ejemplo, Alemania que tanto nos sirve de modelo últimamente dispone de un sistema de ayudas a las familias que bien podría tomarse como referente. Si se favorece desde los poderes públicos un crecimiento demográfico sostenible y equilibrado, la cuestión en lo que se refiere al Sistema de Seguridad Social se centraría en aguantar la situación durante los próximos veinte años, hasta que las nuevas generaciones se incorporen a la economía productiva.
 
 

De nuevo sobre la relación laboral especial del servicio del hogar familiar

 
En el BOE del 5 de febrero se publica la Resolución de 30 de enero de 2013, del Congreso de los Diputados, por la que se ordena la publicación del Acuerdo de convalidación del Real Decreto-ley 29/2012, de 28 de diciembre, de mejora de gestión y protección social en el Sistema Especial para Empleados de Hogar y otras medidas de carácter económico y social.
 
 
Con esta reforma se ha corregido, al menos en parte, la lamentable reforma de la relación laboral especial de los empleados de hogar y la del régimen especial de seguridad social que regula la protección de este colectivo de trabajadores que se verificó a partir de lo dispuesto en la Ley 27/2011, de 1 de agosto y del Real Decreto1620/2011, de 14 de noviembre.
 
 
Tal y como aventuramos en los diversos post y artículos sobre los que tratamos esta cuestión, la consecuencia de la reforma inicial fueron justamente los contrarios a los esperados produciéndose, no solo múltiples quejas ante el Defensor del Pueblo, sino también una bajada en el número de afiliados a este régimen que, aunque era perfectamente previsible a poco que se miraran las cosas con cierta perspectiva, sorprendió a los promotores del proyecto. Tras el relevo en el equipo gestor de la Secretaria de Estado de Seguridad social acaecido con el cambio de Gobierno, se comenzaron a analizar tanto los resultados prácticos de la reforma como a estudiar las posibles modificaciones que, sin cambiar de manera radical la orientación, pudieran atemperar un tanto sus efectos en la caída de la afiliación.
 
 
En este sentido, resultó relevante una de las ponencias presentadas en el seminario sobre “Actualización de Asistencia Jurídica en materia de Seguridad Social” organizado por la Dirección del Servicio Jurídico de la Administración de la Seguridad Social, en concreto la realizada por el profesor Rodríguez Cardo “La protección en materia de Seguridad Social de los empleados de Hogar: Régimen jurídico y alternativas de mejora” (el enlace no está disponible en abierto) en donde se adelantan las propuestas que finalmente han sido acogidas por los redactores del proyecto normativo.
 
 
Efectivamente, siguiendo algunas de las ideas esbozadas en ese trabajo, la reforma ahora aprobada simplifica y equilibra las bases de cotización en el Sistema Especial para Empleados de Hogar. En este sentido, se establece para el año 2013 una nueva escala de cotización con un número de tramos menor que en la inicialmente fijada, para 2012, por la disposición adicional trigésima novena de la Ley 27/2011, de 1 de agosto. Esta escala, que queda fijada a partir de 1 de enero de 2013, será de aplicación preferente respecto a la contemplada en la Ley 17/2012, de 27 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para el año 2013, acomodando también dicha escala a los siguientes periodos hasta el año 2018.
 
 
También se han simplificado los procedimientos de gestión, en respuesta a algunos de los requerimientos realizados por el Defensor del Pueblo, en el sentido de que no puede equiparse a los empleadores de esta relación laboral especial como empresarios ordinarios cuando, en realidad, en muchas ocasiones se trata de personas de edad avanzada y sin conocimientos suficientes para realizar estas gestiones por sí mismos.
 
 
En este sentido, aun cuando se mantiene el carácter de trabajadores por cuenta ajena de los empleados de hogar en todo caso, destaca la novedosa consideración de éstos como los sujetos responsables del cumplimiento de las obligaciones en materia de afiliación, altas, bajas y variaciones de datos, así como de cotización y recaudación, en el supuesto de que dichos empelados de hogar presten sus servicios durante un tiempo inferior a 60 horas mensuales por hogar familiar y lo acuerden así con sus respectivos empleadores, a fin de agilizar y facilitar la realización de tales actuaciones cuando las tareas domésticas se realicen durante un escaso número de horas. Asimismo, cuando lo hubieran acordado con los empleadores, tales empleados de hogar pasarán a ser los responsables de la liquidación e ingreso de la totalidad de la cotización correspondiente a los mismos, tanto de las aportaciones propias como de las relativas a los empleadores a los que presten sus servicios. En estos casos, el empleador quedará liberado con la presentación de los correspondientes recibos de las nóminas firmados por el empleado en el que se acredite que le ha satisfecho los importes a los que está obligado.
 
 
Sin embargo, aunque la modificación minimiza un tanto alguno de los efectos perversos de las reformas de 2011, no incide en el problema a mi juicio más importante que se encontraba tras aquellas, y que a mi juicio se centra en que la equiparación entre el empleador doméstico y el empresario tiende a ser cada vez más completa, excepto en lo que se refiere a la consideración fiscal del coste laboral que supone el trabajador para la familia en cuanto unidad productiva. Ello responde a un prejuicio clasista y peyorativo del trabajo doméstico en el ámbito familiar que tiende a penalizarlo como un lujo cuando en realidad, hoy en día, en la mayoría de los casos y, en particular, cuando se trata de familias de clase media en los que ambos cónyuges se han incorporado al mercado de trabajo, la contratación de empleados de servicio doméstico responde a una necesidad consustancial al levantamiento ordinario de las cargas familiares. Resulta incomprensible equiparar en lo laboral este tipo de trabajo mientras no se realice una equiparación fiscal en términos semejantes. Esta es una cuestión que, dada la virulencia de la crisis económica y las mermadas arcas públicas, el legislador en este momento no ha querido o no ha podido abordar. Sin embargo, me atrevo a aventurar que hasta que dicha homologación entre los aspectos laborales y fiscales de este tipo de relación laboral especial no se produzca, no terminará de aflorar todo el empleo sumergido que existe en este sector.