Yo elijo a mi jefe. Reflexiones sobre el sistema de gobernanza de las Universidades españolas

Imagínese un sector de futuro de la economía española que moviese en torno a un 1% del PIB, con cerca de 200.000 empleados y con más de 1 millón y medio de clientes y en el que los empleados eligieran a sus jefes.|

Pues ese sector existe y se llama Universidades Públicas Españolas. Efectivamente, y como bien recoge nuestro compañero Jesús Fernández Villaverde de www.nadaesgratis.com en su post en el sistema universitario español es la propia comunidad universitaria la que elige a su máximo dirigente, el Rector según se describe en la Ley Orgánica de Universidades Ley 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades (B.O.E. 24/12/2001), modificada por la Ley Orgánica 4/2007, de 12 de abril, (B.O.E. 13/04/2007).

En el artículo 20 de dicha ley se establece que el Rector será elegido por el Claustro, o por la Comunidad Universitaria mediante elección directa y sufragio universal, según se indiquen en los estatutos de cada universidad. Dado que el Claustro, también es elegido mediante sufragio universal, según se describe en el artículo 13, ambos métodos se basan en el mismo principio de funcionamiento.

El Rector es elegido por sufragio universal ponderado; somos democráticos, pero aún hay clases. Cada Universidad fija en sus estatutos la ponderación pero siempre con una mayoría de los profesores doctores con vinculación permanente a la Universidad. El resto se distribuye entre el resto de profesores, personal de administración y servicios y alumnos. La proporción suele ser de algo más de un 50% para los profesores doctores con vinculación permanente, 10% para el resto de docentes e investigadores, 10% para el personal de administración y servicios y un 25% para los alumnos (sí, los alumnos también votan). Esto de los alumnos es algo así como si para nombrar al presidente de Telefónica pudiéramos votar los clientes de la operadora. Un argumento electoral clarísimo sería bajar los precios y otro mejorar el 1004. Más allá de eso creo que los clientes (alumnos) pocos argumentos tienen para decidir. Buena muestra de ello es que la media de votación de los alumnos en la universidad española está en torno al 10%. En cualquier caso, al ser ponderado, el 10% de  alumnos que votan acaban teniendo el 25% de peso en la elección. Si votase un solo alumno, ese alumno tendría un 25% de peso en la elección. Pero bueno… son matices sin importancia.

Pero el problema no acaba ahí, porque también los decanos de las facultades y los directores de departamento son elegidos por las juntas de facultad y el consejo de departamento respectivamente por lo que el mecanismo de elección de los “jefes” no se acaba en el Rector sino que sigue hasta el último rincón del sistema de gobierno de la universidad. Ya que somos democráticos, vamos a serlo hasta el final.

De cara a la galería este proceso democrático de elección de los líderes es visto como un sistema muy avanzado de gestión y los elegidos se muestran muy orgullosos de que sus compañeros (subordinados a partir de ese momento) les hayan elegido libremente frente a los retrógrados mecanismos de elección de un jefe por su mérito y capacidad. La próxima vez que volemos en un avión seremos más modernos y elegiremos democráticamente al piloto entre el pasaje a ver qué pasa. Como bien dice Jesús Fernández-Villaverde los gestores públicos deben ser nombrados por los poderes ejecutivos que son los que nos presentan al conjunto de los ciudadanos y no por los propios empleados públicos a los que gestionan.

Hay otro elemento que viene a pervertir todavía más este avanzado mecanismo de gestión y es que, normalmente, el Rector solo se puede presentar a 2 mandatos y es tradición universitaria reelegir al Rector a no ser que se haya pasado de la raya, es decir, que no haya contentado suficientemente a sus súbditos en el primer mandato. Y en la Universidad, el no salir reelegido, es vivido por los Rectores francamente mal, por lo que buen cuidado tienen de no pisar más callos de la cuenta en su primer mandato. Yo pensaba que entonces habría que esperar al segundo mandato de los Rectores para abordar los cambios profundos que exige la Universidad Española. Pero hete aquí que un prestigioso catedrático me sacó de mi error. El segundo mandato es para descansar del primero, que a estas alturas no nos vamos a meter en líos. El sistema universitario español es clientelar y endogámico (he conocido departamentos con más de 5 familiares, la inteligencia va en los genes) y el Rector, que luego tiene que volver a su facultad y a su departamento a recibir favores, prefiere que se tenga un buen recuerdo de él.

No obstante, estoy convencido de que la mayor parte de los Rectores españoles acceden a sus puestos cargados de buenas intenciones y con el mejor de los ánimos para tratar de mejorar sus maltrechas universidades. Pero el propio sistema que les encumbra a su cargo se convierte en el que les imposibilita llevar a cabo la mejora de fondo que se necesita. En primer lugar por el propio perfil de los Rectores. Que un catedrático de microbiología, o de filosofía comparada o de derecho procesal (por poner algunos ejemplos) extraordinario docente e investigador, vaya a ser un buen gestor de una organización de miles de personas y decenas de millones de euros de presupuesto no es algo evidente. Pero este es uno de los males menores, porque todo se puede aprender. El verdadero problema surge de los compromisos (muchas veces demagógicos) adquiridos por el Rector durante el proceso electoral para atraer a sus votantes, y que terminan condicionando consciente o inconscientemente todas las difíciles decisiones que el Rector debe tomar durante su mandato. Además el candidato a Rector se suele apoyar durante la campaña electoral en diversos personajes que tienen capacidad de influencia sobre los diferentes colectivos universitarios, personajes con los que se tiene una deuda y que acaban convirtiéndose en directores de orquesta en la sombra durante el mandato del Rector y que, desgraciadamente, no siempre se mueven por el interés común.

 Soluciones tan “ingeniosas” como que un doctor no pueda ser docente en la universidad donde se doctora, o que el Rector y los decanos sean gestores profesionales de Universidad elegidos por su mérito y capacidad por organismos o consejos de administración independientes y que estén fuera de la presión de los empleados universitarios quedan muy lejos en nuestro país, pero son lo habitual en las universidades más prestigiosas del mundo.

 Las consecuencias de este sesudo, moderno y avanzado mecanismo de elección de los líderes del sistema universitario español saltan a la vista y no hay más que acercarse a cualquier ranking medianamente serio de las universidades en el mundo para ver por donde andan (o mejor dicho por donde no andan) las universidades españolas. Sobre el día a día que yo viví cuando fui gerente de una universidad pública, puedo decir que el entorno laboral que genera este mecanismo diabólico de elección del jefe es imposible de gestionar. Me tenía que preocupar más de ir saludando con cara muy simpática por los pasillos a los “electores” que de hacer una gestión eficiente de los recursos materiales y de las personas a mi cargo.

Curiosamente muchos políticos y gestores universitarios echan pestes de este sistema de gobierno en privado pero luego… no hacen nada para cambiarlo. Es un sistema con profundos vicios en su funcionamiento pero a su vez con muchos intereses creados y con una gran capacidad de presión social y por eso nadie se atreve a meterle mano. Quizá debería plantearse el gobierno el militarizarlos, aunque creo que eso de elegir al capitán por votación todavía no ha llegado.

 En fin, que queda mucho por hacer; pero como me dijo un buen amigo, no esperes que el sistema universitario sea arreglado por sus propios inquilinos. La solución tiene que venir de fuera y con el panorama político que tenemos, creo que podemos esperar sentados. También tengo que decir que en la Universidad he conocido a algunas de las personas más brillantes y comprometidas (a la par que desilusionadas) con las que me he encontrado en mi trayectoria profesional pero también con algunos de los mayores chupópteros del sistema público. En apoyo de los primeros va este post.

Los estudios de Derecho: un cambio que nos compete a todos

La profesión del abogado requiere, en muchos momentos, de algunas cualidades que son difíciles de enseñar en la facultad de Derecho. La templanza, el saber insuflar confianza al cliente sin perder la inexcusable vis comercial o el aguantar las maratonianas jornadas en el despacho son cosas que, me temo, solo los años en la profesión te pueden mostrar. Pero es innegable, y con especial facilidad lo podemos apreciar quienes no terminamos nuestros estudios jurídicos sino hace poco más de un lustro, que la metodología de la enseñanza en nuestras facultades es algo vetusta y que clama al cielo su modernización.|

Se acostumbra a reservar para los masters y programas de posgrado ese enfoque eminentemente práctico, lleno de casos y de análisis de documentación tan real como la que encontraremos encima de nuestras mesas al graduarnos, destinando los años de facultad, que no son pocos, a un aprendizaje basado en el poco atractivo método del dictado de apuntes, las clases fundamentalmente magistrales y los exámenes cada seis meses. Lo anterior resulta especialmente desolador cuando nos paramos a analizar el excelente nivel que en el profesorado de las facultades de Derecho españolas atesoramos y, más aún, cuando de primera mano conocemos cómo, en muchos casos, ese profesorado se haya también desmotivado y con ganas de cambiar.

Ese necesario cambio requiere de un impulso definitivo y de una unidad de criterio entre los que rigen la rama jurídica de una universidad española que para todos es, innegablemente, nuestra mejor herramienta de creación de puestos de trabajo y de fomento de talentos jóvenes.

 Algunas iniciativas se han dejado sentir, algunas asignaturas optativas se han configurado con un enfoque más práctico e incluso algunas facultades de centros privados están apareciendo con innovadores y vanguardistas planes de estudios que en poco se parecen a lo que estamos acostumbrados. Y es sin duda necesario seguir por esa línea, antes que por la de filtrar el número de licenciados con más exámenes de acceso a una profesión que lo que necesita es de buenos y motivados profesionales.

No es admisible que nuestros jóvenes no vean casos prácticos, al fin y al cabo la realidad de una mágica y fantástica profesión como es la nuestra, hasta que estén ya trabajando y ya no sea momento para los experimentos con gaseosa. No nos podemos permitir que un estudiante de cuatro curso no conozca, más allá de la pura teoría, qué aspecto tienen los estatutos de una sociedad de capital o cómo se articula un acuerdo de junta de accionistas. No puede ser que las futuras generaciones no lean los hechos de una demanda hasta que ingresen en un despacho procesalista.

Con este método ya tan anacrónico, ¿cómo podrán descubrir su especialidad para una profesión que cada vez requiere más de ese expertise?, ¿cómo conocer cuál de las posibles salidas profesionales que ofrecen nuestros estudios nos atrae más? O, a mayor abundamiento, ¿cómo motivar a un claustro agotado de dar siempre la misma lección año tras año?

En la sociedad de la información en la que actualmente nos movemos, la mejor herencia que quienes enseñamos podemos transmitir a los alumnos es la de enseñar a razonar en la práctica, enseñar a leer y a escribir desde una perspectiva jurídica y, en definitiva, motivar a ser un buen profesional. Los textos legales, los mejores tratados y toda la información que fluye a cada minuto en la red estará siempre a su alcance. Pero nada de esto se puede encarar con garantías sin unas directrices previas.

Todos los que durante los últimos años hemos ido detectando estas carencias estamos en deuda desde ya mismo con las generaciones venideras. Los profesionales de la abogacía con la obligación de denunciar las principales debilidades que detecten en la base de los recién incorporados a sus despachos, los profesores para proponer nuevos métodos de docencia y esforzarnos por ampliar nuestros recursos para enseñar y las universidades, en fin, para revisar otros modelos que en países no tan lejanos al nuestro están formando a los abogados del Siglo XXI y tratar de adaptarlos lo mejor posible a nuestros planes de estudio.

Es un esfuerzo que a todos nos compete y que a la larga a todos nos beneficiará y enorgullecerá, cuando podamos contar con el asesoramiento y la ayuda de profesionales bien formados desde la base y con una concepción del mundo de la abogacía realista, práctica y moderna.

El abogado del Siglo XXI ya no nos debe sonar a película de ciencia ficción. A veces es bueno recordar, por si tememos el pasarnos de modernos, que del mencionado siglo nos hemos comido ya una década y que, por ende, ese que concebimos como el abogado del futuro ha de ser, sencillamente, nuestro abogado del presente.

Oportunidades de la crisis (grietas en los tótems)

Los que creemos en la necesidad y urgencia de que nuestro ordenamiento jurídico afronte importantes cambios, también nos preguntamos las posibilidades de éstos. Maquiavelo, en su obra El Príncipe, advirtió sobre las dificultades con las que topa cualquier movimiento reformista. Los cambios, aunque sean de interés general, siempre van a encontrar la oposición activa de la minoría beneficiada por el status quo y, en contraste, rara vez van a ser apoyados por una mayoría que, aunque se vería claramente favorecida, es frecuentemente ignorante de esta circunstancia.

Pero la crisis puede suponer también una oportunidad. Hace pocos días Ricardo Romero tuvo el acierto de traer a colación, en un comentario al post de Enrique Martínez Marín sobre paro estructural, una cita de Einstein escrita hace muchos años pero de insólita actualidad en nuestra situación. Merece la pena su lectura:

No pretendamos que las cosas cambien si seguimos haciendo lo mismo. La crisis es la mejor bendición que puede sucederle a personas y países porque la crisis trae progresos. La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis que nace la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la crisis se supera a sí mismo sin quedar superado. Quien atribuye a la crisis sus fracasos y penurias, violenta su propio talento y respeta más a los problemas que a las soluciones. La verdadera crisis es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, sin desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia. Hablar de crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora que es la tragedia de no querer luchar por superarla. Albert Einstein

La esclerosis de nuestra organización jurídica.

Si en contraste con su propia historia, y con otras regiones del mundo que se han revelado como mucho más dinámicas, gran parte de Europa occidental ha sufrido en las últimas décadas una cierta parálisis que ha dificultado su adaptación a un mundo sujeto a cambios vertiginosos, la situación española ha sido al respecto especialmente preocupante.

Un factor específico puede haber sido cierta inmadurez de la capacidad de la sociedad española para el debate sobre asuntos de interés general, que no se ha correspondido con su grado de desarrollo económico y social. Durante mucho tiempo ha quedado excluido del debate un importante conjunto de cuestiones esenciales en la organización social, y condenado a la marginación quien osaba sujetarlas a discusión. Esta peculiaridad se pretendió justificar durante mucho tiempo en la presunta fragilidad de una democracia joven, incluso agitando como argumento recuerdos de un pasado tormentoso. Probablemente en ningún momento fue argumento suficiente, pues lo que realmente no hubiera tenido ninguna oportunidad de subsistir, ya bien avanzado el siglo XX, es cualquier régimen que no se fundara en la legitimidad democrática. Pero cuando el argumento perdía peso con el paso de los años, el presunto y bien publicitado éxito económico y social del sistema político que amparaba (y se amparaba) en estas ideas se erigió como nuevo valladar contra el debate.

Es así como ciertas ideas e instituciones, y determinados principios, fueron preservados del debate durante mucho tiempo como valores absolutos e indiscutibles, casi deificadas como tótems tribales. Y con ello se convirtieron en un esencial factor de inmovilismo, especialmente inoportuno en un mundo que estaba cambiando muy rápidamente.

Podemos mencionar, a título de ejemplo, algunos de nuestros tótems: La imposición de una visión igualitarista en la enseñanza, que infravalora el mérito y el esfuerzo individual, con el resultado del creciente deterioro de su calidad (véanse los informes Pisa). O la sobre legitimación de los partidos políticos, que ha permitido a éstos ocupar excesivos ámbitos de poder, sin encontrar suficiente resistencia social, con el resultado de la quiebra de los mecanismos de control y equilibrio. En recientes posts de este blog se comentan algunos ejemplos de derivados de esta patología.

A esta parálisis no ha escapado nuestro ordenamiento jurídico, también esclerotizado por ideas sobrevaloradas y preservadas del debate. Entre muchos, podemos referirnos como ejemplo destacado al principio de la inmutabilidad de la Constitución. Los norteamericanos, por ejemplo, tan orgullosos de la suya, la han ido adaptando a lo largo de los años mediante 27 Enmiendas o reformas, bastantes de ellas sustanciales. Pero este ejemplo parece no valer aquí, a pesar de que nuestra Ley suprema, y la organización jurídica que preside, han revelado importantes carencias, como el citado fracaso del sistema de equilibrios, un deficiente sistema de defensa de la legalidad, o un impreciso sistema de distribución de competencias, que ha permitido que dirigentes irresponsables las hayan convertido en moneda de cambio, con una hipertrofia de las administraciones regionales, y de su profusa legislación. La consecuencia ha sido una creciente generación de ineficiencias.

En la medida que estos tótems afecten a nuestra organización jurídica, deben der ser objeto de una especial atención en este Blog.

La crisis, una oportunidad

La crisis económica ha puesto al descubierto la verdad sobre las virtudes y carencias de nuestra organización social y política, y del orden jurídico que lo sustenta. Se han comenzado a cuestionar mitos, y en la sociedad civil surgen con fuerza movimientos que plantean la necesidad de un debate en profundidad sobre la necesidad de reformas de calado. Entre estas, podemos destacar en los últimos meses la iniciativa Transforma España, de la Fundación Everis, que puede consultarse aquí, o el Foro de la Sociedad Civil, aquí. La sociedad española, en términos “orteguianos”, está comenzando a vertebrarse, a abandonar su tradicional fatalismo y a ser exigente frente a los problemas, y frente a los dirigentes que han de afrontarlos.

Este impulso incluso ha comenzado a calar, aunque también aún muy limitadamente, en nuestra pétrea clase política, que no puede aspirar a permanecer siempre de espaldas a las exigencias sociales. Empiezan a tener representación y voz en los organismos legislativos pequeños partidos que cuestionan los tótems. E incluso en los partidos mayoritarios van surgiendo voces que admiten la necesidad de los cambios…

No deja de ser cierto que en los verdaderos centros de poder, el movimiento aún se siente de forma muy limitada y marginal. Las tímidas reformas hasta ahora comenzadas han sido prácticamente impuestas desde el exterior, al amparo de nuestra vulnerabilidad ante la crisis. Los partidos mayoritarios siguen remisos a plantear cambios importantes. No será fácil que la oligarquía política renuncie a un sistema diseñado a su medida, y para su propia perpetuación. Y que tanto les beneficia, aunque sea contra los intereses generales.

Pero en nuestra mano está contribuir a ello, a que por las grietas que van surgiendo en esos tótems entre el aire fresco del debate. En ello estamos.

Consultas populares en el proceso de elaboración de los planes generales municipales

Para los que ejercemos nuestra actividad profesional en relación, directa o indirecta, con el urbanismo, es un hecho el desconocimiento que tienen la mayoría de los ciudadanos del planeamiento urbanístico de sus municipios. No me refiero a los detalles técnicos, lo cual es lógico, sino a la ignorancia de las intenciones primeras del planeamiento, las que se recogen en los Planes Generales de Ordenación Urbana, donde se definen los grandes objetivos del planeamiento urbanístico municipal y los medios para lograrlo.

Ser miembro de una comunidad local cuyos propósitos, en cuanto a cómo ésta se materializa físicamente en el territorio, son conocidos, debatidos y compartidos, nos hace sentirnos más identificados con esa comunidad, y más responsables ante ella. Es decir, opinar y decidir sobre cuánto debe crecer el suelo urbanizado, dónde se prohíbe la construcción, cuántas alturas deben tener los edificios, si la ciudad debe ser más o menos densa, dónde se sitúan los parques y las zonas industriales, hasta qué punto queremos mantener inalterada la imagen histórica de la ciudad.

Un buen medio para fomentar el conocimiento del planeamiento consiste en que desde la administración se facilite la participación ciudadana durante la fase de elaboración de la normativa urbanística. La legislación española abunda en referencias a la necesaria participación ciudadana en los asuntos públicos. Así lo hacen la Constitución, los Estatutos de Autonomía, y las diferentes Leyes del Suelo. En lo que al urbanismo se refiere, en general la legislación se queda en indicar ese deseo sin definir los medios de participación. En la práctica la participación ciudadana en la fase de debate del planeamiento municipal está muy lejos de cumplir las buenas intenciones expresadas por la legislación. Son escasos los ejemplos de los municipios que han ido más allá de lo que estrictamente suele marcar la ley: el cumplimiento de los periodos de información pública. En concreto las consultas populares en la fase de elaboración de los Planes Generales prácticamente no se han utilizado. La sentencia del Tribunal Supremo de 23 de septiembre de 2008 declarando ajustada a derecho la consulta popular acerca del Plan General de Ordenación Urbana de Almuñécar, abre la posibilidad de celebrar estas consultas.

La introducción, como práctica habitual por parte de los Ayuntamientos, del sometimiento de la aprobación de los Planes Generales al voto de la ciudadanía, supondría necesariamente que el proceso de desarrollo de estos planes sería más transparente y más participativo: si se va a consultar parece lógico que antes se haya informado a los ciudadanos y recabado la opinión de éstos.

Es cierto que existe la posibilidad de que los responsables municipales planteen las consultas como un plebiscito para avalar intenciones de planeamiento opuestas a lo que la lógica supramunicipal o las propias leyes de ordenación del territorio indican. De este modo las consultas se convertirían en un instrumento de presión hacia los responsables autonómicos encargados de compatibilizar el planeamiento local con el supramunicipal.

Este riesgo existe pero vale la pena correrlo pensando en las consecuencias positivas de las consultas, y además se puede reducir. Para ello los criterios de organización territorial supramunicipal deben ser públicos y estar claramente expresados en normativa: es más difícil plantear unas determinaciones de ámbito municipal incompatibles con otro ordenamiento de mayor rango si desde el primer momento está clara esta incompatibilidad. Además las consultas populares locales no deben celebrarse sin que vayan acompañadas de un amplio programa de participación ciudadana durante todo el proceso de elaboración del planeamiento, de tal manera que con medios y tiempo suficiente, los ciudadanos puedan debatir los objetivos del planeamiento, y entre otras cuestiones advertir las incongruencias entre los planteamientos locales y los supramunicipales.

Un proceso de elaboración de los Planes Generales que contara con una administración autonómica que definiera con claridad los criterios de organización territorial de su ámbito, una administración local transparente en el planteamiento de los objetivos urbanísticos y que pusiera ante la ciudadanía los medios para que ésta participara en este proceso, podría perfectamente culminar en una consulta popular. Este pronunciamiento directo de los ciudadanos, precisamente en cuestiones de relación inmediata con su modo de vida, y de las que tienen claro conocimiento, supondría un refuerzo tanto de la democracia como de la identificación entre los ciudadanos y el espacio físico compartido por ellos.

Crisis financiera y Derecho de la competencia

Muy próxima a la cuestión de la regulación y de la supervisión financiera en la UE, se ha presentado la relativa a saber qué papel le habría de corresponder al Derecho de la competencia en el contexto actual y en qué medida podría convertirse en un obstáculo para la autorización de aquellas medidas u operaciones consideradas como de relevancia sistémica y necesarias para recuperar la estabilidad en el sector bancario.

En este sentido, la crisis no solamente está poniendo a prueba la capacidad de respuesta de las instituciones financieras y los Estados miembros de la UE desde un punto de vista económico o presupuestario. Al mismo tiempo, supone un desafío para el ordenamiento jurídico comunitario en tanto que las medidas que se están adoptando y promoviendo frente a ella entran en tensión con las normas de defensa de la competencia del TFUE (antiguamente, Tratado CE). Esta cuestión concierne especialmente al ámbito de las ayudas públicas y al del control de concentraciones.

Tanto la Comisión como las autoridades nacionales de la competencia se han mostrado firmes en su posición de que no puede prescindirse de las normas del régimen de competencia en ningún caso. A su juicio, el derecho de la competencia no hace parte del problema, sino que contribuye a su solución, puesto que, por un lado, evita que los Estados miembros entren en una espiral de subsidios que ponga en evidencia aún más su capacidad presupuestaria, y, por otro, impide la creación de altos niveles de concentración en el sector bancario que puedan dar lugar a situaciones de abuso en el futuro y conducirnos nuevamente al conocido dilema « too big to fail ». Además, la Comisión ha querido resaltar en todo momento la importancia del derecho de la competencia en combatir eficazmente el riesgo moral (« moral hazard ») de la crisis.

Ahora bien, la coyuntura económica está obligando a los Estados, en primer lugar, a asistir de manera gradual a muchas empresas con problemas de solvencia y riesgo de quiebra, particularmente en el sector bancario. Los objetivos de esta intervención son procurar liquidez al sistema financiero y restablecer la confianza entre los agentes económicos para reactivar así las prácticas habituales de préstamo y evitar que la crisis financiera se extienda sobre el resto de la economía. Los instrumentos a los que se está recurriendo para acometer estos fines son el establecimiento de esquemas de garantías, la recapitalización y la adquisición de activos depreciados.

En estas circunstancias, la Comisión ha desarrollado un marco de orientación y evaluación para los Estados en el que señala tanto la base concreta sobre la cual ha de declararse la compatibilidad con el mercado común de las medidas adoptadas a favor de las instituciones financieras –en particular, el artículo 107, apartado 3, letra b), del TFUE–, como los principios que han de regir la concesión de ayudas públicas a los bancos con el fin de minimizar en lo posible los efectos negativos sobre la competencia. Lo cierto es que, si bien la UE no gozaba de ninguna base competencial sobre el fundamento de la cual poder ejecutar un « bail out » de manera similar a cómo se ha realizado en Estados Unidos, el régimen de ayudas públicas se ha erigido en el vehículo que está permitiendo a la Comisión coordinar la acción de los Estados conforme a los estándares que ella misma ha establecido.

Por lo que se refiere al régimen de concentraciones, la cuestión más destacada ha sido la de dilucidar si el estándar que se emplea cotidianamente para autorizar estas operaciones ha de ser flexibilizado a fin de amparar todas las fusiones y adquisiciones que se están llevando a cabo en la actualidad entre instituciones financieras de relevancia sistémica. Toda discusión parte de un planteamiento que asume que, a la hora de evaluar una operación de estas características, puede llegarse a un punto sin solución de encuentro (« trade-off ») entre consideraciones de defensa de la competencia y consideraciones promotoras de la estabilidad financiera.

En el trasfondo de este debate, se hace patente el riesgo de descrédito al que se enfrenta el derecho de la competencia en el supuesto de que se proceda a la autorización sistemática de todas las ayudas y operaciones de concentración promovidas por los Estados. La experiencia en el Reino Unido, que reservamos para una futura entrada, resulta bien ilustrativa a este respecto.

Las opiniones expresadas en este blog corresponden a su autor y no vinculan en ningún modo al Tribunal de Justicia de la UE.

Batasuna y el Estado de Derecho

Es muy probable que el Tribunal Supremo, y quizá también el Tribunal Constitucional, tengan que decidir próximamente sobre la legalización de Sortu, la nueva marca de Batasuna con la que ésta pretende presentarse a las próximas elecciones locales.

La identidad de personas entre las que integran Batasuna y el proyecto Sortu no presenta ninguna duda, ni tampoco sus impulsores se han molestado en absoluto en ocultarla. Parecería entonces que la nueva marca debería sufrir el mismo destino que los muchos intentos que en estos últimos años ha hecho Batasuna para intentar eludir la Ley de Partidos: la ilegalización. Sin embargo, la importante novedad es que en esta ocasión los estatutos del nuevo partido manifiestan un inequívoco rechazo a la violencia de ETA. En este aspecto formal tampoco existe la menor duda. Según el texto presentado en el Ministerio, el partido pretende lograr sus objetivos independentistas por vías pacificas, comprometiéndose a condenar cualquier acción violenta y a expulsar a los militantes que las amparen o justifiquen.

Se ha alegado en contra de la legalización que tal cosa no es suficiente, que sus impulsores no han condenado retroactivamente los cientos de asesinatos cometidos y que esto basta para comprobar sus intenciones directamente fraudulentas. Por otra parte, frente a la anterior postura, se ha afirmado que, dejando la cuestión moral al margen (pese a lo difícil que resulta hacerlo), el razonamiento no es convincente, puesto que olvida que un sistema democrático no debe exigir arrepentimiento por el pasado, como no se exigió con ciertos partidos nostálgicos del franquismo, sino mero compromiso con el futuro.

Todos estos argumentos y contra argumentos son interesantes, pero olvidan la perspectiva jurídica del tema, y ésta viene marcada indefectiblemente por la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 30 de junio de 2009, que resuelve las demandas de Herri Batasuna y Batasuna contra España. En ella se dice literalmente que es evidente “que los estatutos y el programa de un partido político no pueden ser tomados en cuenta como único criterio para determinar sus objetivos e intenciones. Es preciso comparar el contenido de dicho programa con los actos y tomas de posición de los miembros y dirigentes del partido en cuestión”. El Tribunal considera que “no puede exigirse del Estado que espere para intervenir a que un partido político se apropie del poder y comience a poner en práctica un proyecto político incompatible con las normas de la democracia. Como señaló un editorial de la revista “El Notario” (aquí), ciertos ejemplos históricos sobradamente conocidos bastarían para convencer a cualquiera de la oportunidad del razonamiento.

En definitiva, el Tribunal insiste en que no cabe un análisis meramente formal o documental de esta cuestión, porque “los actos y discursos constituyen un todo que da una imagen neta de un modelo de sociedad concebido y propugnado por el partido y que estaría en contradicción con la concepción de una sociedad democrática”.

Hasta ahora los únicos actos constatables con los que contamos para dilucidar si ese modelo de sociedad antidemocrática ha cambiado o no, es que, siendo Batasuna y ETA la misma cosa (según reiteradas sentencias) ETA no se ha disuelto ni ha manifestado su intención definitiva de dejar las armas. Si lo que se busca es alegar que el nuevo partido es algo distinto, un acto interesante a estos efectos podría ser la condena retrospectiva a la acción de ETA durante todos estos años de democracia en España, pero ese acto tampoco se ha producido. Y si lo que se defiende es que, siendo lo mismo, se pretende ahora un distanciamiento definitivo, conviene recordar que nadie involucrado en la nueva iniciativa ha pedido la disolución de la banda, lo que resulta bastante significativo. Por tanto, mientas falten actos, y sólo tengamos manifestaciones, orales o escritas, Batasuna, según la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, debería seguir esperando. Pero veremos si, también aquí, hay o no Derecho.

La dación en pago lo resuelve casi todo (al deudor): ¡Pero cuidado con Hacienda!

A raíz del Auto de la Audiencia de Navarra sobre ejecución de hipoteca y responsabilidad personal del deudor, en muchos medios de comunicación se ha hecho referencia a la dación en pago como una solución eficaz e, incluso, los más lanzados han defendido la conveniencia de imponer esta solución, que en nuestro Derecho exige el acuerdo de acreedor y deudor, a todas las entidades de crédito.

En el año 2008, cuando la burbuja inmobiliaria empezaba a aflorar y se negaba que existiese una crisis general, tuve la ocasión de pronunciarme en la revista EL NOTARIO DEL SIGLO XXI, (aquí) sobre las bondades de esa figura, sobre todo en los casos de insolvencia manifiesta del deudor, puesto que permite al acreedor adquirir el bien, vacío y en buen estado, de forma rápida, ahorrándose los costes de la ejecución, y mantiene al deudor dentro del sistema, en condiciones de volver a obtener crédito cuando mejore su situación económica.

De hecho, esta figura ha sido utilizada en los últimos años, yo diría incluso que con generosidad, por las entidades de crédito y se han formalizado miles de estas operaciones, lo que ha solucionado el problema a muchos deudores en situaciones angustiosas (y ha agravado la situación de muchas entidades, especialmente de las cajas, ante la imposibilidad de dar salida a los inmuebles así adquiridos).

Desde luego, la situación de los deudores que han podido beneficiarse de esta solución (que ahora es ya más complicada debido, sobre todo, al endurecimiento de las normas del Banco de España sobre su provisionamiento) es óptima puesto que, aunque pierden la vivienda, quedan totalmente liberados de su deuda y lo normal es que el acreedor se hagan cargo de todos los gastos.

Sin embargo, tan idílica situación puede quedar frustrada cuando el deudor topa con la Hacienda Pública y se ve sometido a una cuantiosa liquidación tributaria fruto de una rigurosa interpretación que consiste en considerar que el precio de la transmisión es el importe total de la deuda satisfecha la cual, como consecuencia de la suma de los intereses de demora y de las costas, suele ser muy superior al valor de compra (y muy superior al valor real del bien en ese momento).

El resultado es que el que pierde su vivienda por no poder pagar las cuotas de su hipoteca ha obtenido, para Hacienda, unas cuantiosas ganancias virtuales y, como la posibilidad de reinversión está descartada, tendrá que pagar en renta unas importantes cantidades de las que en absoluto dispone.

El triste final es que el pobre deudor, al que la dación en pago había supuesto una esperanza dentro de su angustiosa situación, vuelve a su situación de morosidad pero cambiando al Banco por un acreedor aún más riguroso, la Hacienda Pública, y se ve, esta vez de forma definitiva y sin posibilidad de acuerdo, fuera del sistema.

El problema, del que tuve ocasión de ocuparme en también la revista EL NOTARIO DEL SIGO XXI, (aquí) despertó la sensibilidad de los políticos y dio lugar a una iniciativa parlamentaria de UpyD (aquí) pero, al parecer, con nulo éxito.

Claro que todo puede empeorar, en este caso con la voracidad recaudatoria de alguna Comunidad Autónoma que ha considerado que si el valor de la vivienda que se entrega es inferior al de la deuda que se paga lo que se ha producido es ¡un acto de liberabilidad del banco! y lo que procede es la aplicación al deudor del impuesto de sucesiones y donaciones al elevadísimo tipo de donaciones entre extraños.

Pensiones de los parlamentarios. ¿Un régimen privilegiado? (I)

En los últimos meses se ha abierto un debate social acerca de las pensiones de los parlamentarios, como consecuencia de la carta que envió Rosa Díez a las Mesas del Congreso y del Senado en la que pedía que tuvieran un régimen de Seguridad Social igual al del resto de los ciudadanos. Carta que fue respondida por ambas Mesas a finales de diciembre del pasado año desestimando la solicitud, al considerar que no había un régimen “privilegiado” bajo el argumento de que otros parlamentos tenían sistemas similares.

A pesar de los cual, hace unos días tanto el presidente del Congreso como del Senado pidieron a los grupos parlamentarios que les hicieran llegar sus propuestas para reformarlo. Una valoración objetiva e informada de este tema exige conocer la regulación que se aplica a diputados y senadores. Su régimen de Seguridad Social tiene una doble protección: ordinaria y complementaria. Empecemos por conocer la ordinaria.

Los artículos 9 del Reglamento del Congreso de los Diputados y 24 del Reglamento del Senado prevén que los respectivos presupuestos de las Cámaras paguen las cotizaciones sociales o cuotas de clases pasivas de los diputados y senadores que por su actividad parlamentaria dejen de prestar el servicio que motivaba su afiliación a la Seguridad Social, Mutualidad correspondiente o inclusión en el Régimen de Clases pasivas. Para ello, habilita para que se alcancen los acuerdos oportunos con la Seguridad Social. Estos acuerdos se han instrumentado (artículo 11 de la Orden TAS/2865/2003, de 13 de octubre) a través de convenios especiales que permiten que los parlamentarios permanezcan durante su mandato en situación asimilada al alta en la Seguridad Social y que se cotice por ellos, para garantizarles así una acción protectora que engloba o equivale a la totalidad de la ofrecida por el Régimen General de la Seguridad Social incluida la correspondiente a contingencias profesionales, aunque queda excluida de la protección y correspondiente cotización el Desempleo, Fondo de Garantía Salarial y Formación Profesional.

Los parlamentarios de las Comunidades Autónomas tienen un sistema ordinario de protección muy parecido. Se rigen por sus respectivos Reglamentos y por el Real Decreto 705/1999, de 30 de abril. Por otra parte los eurodiputados pueden suscribir el mismo convenio especial que los diputados y senadores.

Pues bien, junto a esta protección, que es análoga a la que disfrutan el resto de los ciudadanos, disfrutada desde las primeras legislaturas existe una protección complementaria. Se encuentra recogida en el acuerdo de las Mesas del Congreso y el Senado del año 2006, que aprobó el Reglamento de Pensiones Parlamentarias, cuyo contenido es el siguiente:

1) Se garantiza a los diputados y senadores con más de siete años en ese cargo una pensión complementaria que se sumará a la de jubilación o incapacidad que tengan reconocidas, para asegurarles que percibirán con la suma de ambas el 80% del tope máximo de prestación de Seguridad Social que se fija anualmente en la Ley General Presupuestaria, si han sido parlamentarios entre siete a nueve años, el 90%, si más de nueve años, y el 100%, si más de once años. En el supuesto de que su mandato no hubiera llegado a los 7 años de duración, podrán solicitar a la Mesa respectiva una ayuda, que es graciable.

2) Quienes se jubilen anticipadamente desde los 60 años, cuando tenga 40 cotizados, también podrán solicitar un complemento para alcanzar, sumándolo a su pensión pública ordinaria, el tope máximo mencionado.

3) Se mantiene de alta en la Seguridad Social a los exparlamentarios mayores de 55 años hasta que se jubilen, y se cotizará por ellos, cuando carezcan de una actividad permanente por cuenta propia o ajena que les obligue a estar incluidos en un Régimen de Seguridad Social.

4) Los Diputados mayores de 55 años o que los cumplan en ese año, que carezcan de ingresos acreditados al tiempo de la disolución de la cámara, podrán percibir como “prejubilación” un 60% de la asignación constitucional hasta que reúnan los requisitos de cotización necesarios para jubilarse.

5) Se indemniza a los diputados cuando se produce su cese. La indemnización es compatible con trabajos por cuenta ajena y propia; y sólo es incompatible con cargos y funciones públicas.

6) Los parlamentarios tienen un plan de previsión social, al cual el presupuesto de la Cámara respectiva ingresa una cantidad equivalente al 10% de su asignación constitucional.

Por supuesto, las Mesas de varias de las Asambleas Legislativas de las Comunidades Autónomas tienen aprobados regímenes complementarios similares, que claramente exceden a los de los ciudadanos ordinarios y más ahora. En el siguiente post explicaré cómo podría hacerse una regulación que evite este tipo de “privilegios” y que homologue a todos los parlamentarios en su protección social al resto de los ciudadanos españoles.

Las pensiones de los parlamentarios: una propuesta de cambio (y II)

La regulación de las pensiones parlamentarias, desparramada en múltiples disposiciones que han ido aprobándose a lo largo del tiempo, tiene su antecedente directo en el Reglamento Provisional del Congreso de los Diputados, una Orden de 1978 y diversos acuerdos de las mesas de las cámaras. Esta normativa ha cambiado muy poco, lo justo para extender su aplicación a todos los diputados y para conceder complementos más beneficiosos. Y ha servido de fundamento a las que se han aprobado en otras cámaras.

En el primer post especifique su contenido, no insistiré en ello. Ahora me interesa resaltar, que el fundamento de estas normas tiene su origen en la realidad española de hace más de treinta años. Cuando la Seguridad Social estaba en su fase inicial, y no era habitual que se incluyera en su sistema de protección a colectivos que no tuvieran naturaleza estrictamente laboral. Se trata además de una regulación aprobada por los propios parlamentarios para sí mismos. En una suerte de autorregulación de derechos, que poco o nada tienen que ver con el contenido del ejercicio de su actividad parlamentaria, y que les ha llevado a desbordar el interés razonable de que todo parlamentario durante el ejercicio de su mandato esté protegido por la Seguridad Social para instaurar prerrogativas que conceden ventajas que no pueden alcanzar el común de los mortales; aunque pretendan justificarlas bajo los más nobles principios.

Evitar este conflicto de intereses, es relativamente fácil. Basta modernizar (ya va siendo hora) la protección social de los parlamentarios mediante una Ley que la homologue a la del resto de los ciudadanos. Para ello, el Gobierno –un tercero ajeno a los intereses directos de los parlamentarios- en el ejercicio de su iniciativa legislativa podría presentar un proyecto de Ley que asimile a los miembros de las Cortes Generales y asambleas autonómicas y a los eurodiputados españoles al resto de trabajadores, incluyéndoles en la legislación ordinaria de Seguridad Social. Lo que es técnicamente viable. Porque, aunque su actividad no es la propia de los trabajadores por cuenta ajena, basta con que la legislación les asimile a ellos. Como ya hace la Ley de Seguridad Social con otros colectivos: funcionarios, altos cargos de las Administraciones Públicas que no sean funcionarios públicos y como se hizo con los miembros de las corporaciones locales en la Ley de las Bases del Régimen Local del año 1985.

Con esta asimilación, como los altos cargos de las Administraciones Públicas y concejales con dedicación exclusiva, tendrían una protección completa del Régimen de Seguridad Social, incluido el desempleo. De forma que ningún parlamentario, por la supresión de las indemnizaciones previstas en el Reglamento de Pensiones Parlamentarias a la finalización de su mandato, se vería perjudicado. Sin embargo, se evitaría que hubiera quienes cobraran las altas indemnizaciones por cese compatibles con la renta de su trabajo por cuenta propia o ajena. Como ocurre hasta ahora.

La aprobación de esta Ley común implicará necesariamente la derogación de los artículos de los Reglamentos de las diferentes cámaras , de las ordenes ministeriales y dejará sin efecto a partir de ese momento los convenios con la Seguridad Social. Además, las mesas del Congreso de los Diputados y Senado deberán derogar el Reglamento de Pensiones Parlamentarias del año 2006 y de la misma manera tendrán que proceder las otras cámaras legislativas que tengan regímenes complementarios semejantes. Lo que podrían hacer introduciendo en sus Reglamentos la prohibición de tener regímenes complementarios de prestaciones sociales. Sin perjuicio de transitoriamente mantener los ya reconocidos.

Sería conveniente, en aras de una mayor transparencia, conocer quiénes han percibido complementos de pensiones. Para ello podría crearse un registro público en el que consten los exparlamentarios a los que se haya concedido esos complementos y prestaciones amparados en el Reglamento de Pensiones Parlamentarias, la clase de los concedidos y su cuantía. Y que esa publicidad se haga de forma clara y fácilmente accesible en la web del Congreso de los Diputados, a diferencia de lo que ocurre actualmente. Así, los ciudadanos podrán conocer con exactitud cuáles son las situaciones que se están protegiendo y los beneficios que se conceden.

En definitiva este sistema de asimilación entre los miembros de las cámaras y el resto de los trabajadores reforzaría la democracia al consolidar el principio de igualdad entre los servidores públicos y los ciudadanos, fundamento esencial de nuestro sistema constitucional.

Google y el derecho al olvido

El Ministerio de la Verdad, descrito por George Orwell en su novela “1984”, tenía el cometido de adaptar a la realidad presente y a los intereses futuros todos los documentos, libros y periódicos que hacían referencia al pasado. De esta manera, los hechos ya acontecidos mutaban oportunamente para evitar cualquier contradicción con la actualidad. Una poderosa maquinaria administrativa eliminaba referencias indeseables, convertía enemigos de antaño en aliados de toda la vida y, en definitiva, suprimía el rastro de algo tan humano como la incoherencia y la contradicción con los propios actos y palabras.

En los últimos tiempos se ha suscitado un interesante debate sobre Internet y el derecho al olvido; o, mejor dicho, el derecho a ser olvidados. El tránsito a la Web 2.0, en la que los usuarios han dejado de ser meros receptores de información para convertirse en agentes activos que publican contenidos en Internet, ha espoleado el debate: ¿tenemos derecho los usuarios que un día publicamos algún contenido en la red a que éste sea eliminado sin dejar huella?. El problema se agudiza porque la red tiene memoria, y una vez publicamos algo, aunque dicha publicación se lleve a cabo en una página web que esté bajo nuestro control, ese contenido puede ser copiado, almacenado y replicado en servidores de buscadores y otros agentes, que lo conservarán durante bastante tiempo al alcance de todos los internautas aunque nosotros lo hayamos retirado de nuestra web.

La cuestión se centra, en definitiva, en si los ciudadanos tenemos derecho a exigir que nuestro rastro desaparezca de la red. Si debe estar a nuestro alcance eliminar dicho rastro si en un futuro, por las razones que fueren, consideramos que lo que otrora nos pareció interesante publicar y compartir con la comunidad de internautas ahora nos perjudica, nos avergüenza o simplemente nuestros intereses han cambiado y lo que antes podía ser un posicionamiento ventajoso o un alineamiento rentable puede en no mucho tiempo convertirse en una rémora…

En primer lugar, conviene insistir en que Internet es un fenómeno global, y que una vez publicamos un contenido y damos acceso a éste a la totalidad de la comunidad internauta, estamos posibilitando que un servidor ubicado en cualquier sitio, dentro o fuera de España, y absolutamente ajeno a nuestro control, replique dicho contenido o lo almacene. De manera que desde un punto de vista práctico, el supuesto derecho a ser olvidados, en el caso de que se determine su existencia, puede quedar en una mera declaración platónica imposible de aplicar y de exigir. Por consiguiente, debemos ser conscientes de que una vez publicamos un contenido en Internet, perdemos la capacidad de retirarlo por completo de la red.

En segundo lugar, se suscita la cuestión de si al publicar sin restricción de acceso un contenido en Internet, éste para a ser propiedad del destinatario, así como las cartas son propiedad de quien las recibe y no de quien las remite, sin que esto menoscabe los derechos de autoría y propiedad intelectual que correspondan. En este caso el destinatario es la comunidad de internautas en su totalidad, lo cual incluye por cierto a los buscadores y demás agentes que en sus cachés conservan copias de los contenidos publicados en la red aunque los borremos de los sitios en los que fueron originalmente publicados. Parece difícil imaginar que podamos exigir a la totalidad de los internautas que nos devuelvan nuestras cartas y se olviden de nosotros; y mucho más impensable resulta que todos ellos accedan a olvidarnos de forma tan drástica como lo hizo Larra ante la petición de devolución de sus cartas que le hizo Dolores Armijo.

El debate, a mi entender, ha de ser sustituido por la exigencia de responsabilidad. La Web 2.0 es una poderosa herramienta para que compartamos contenidos con el resto de los usuarios de Internet, pero debemos asumir nuestra responsabilidad sobre lo que publicamos, muy particularmente cuando puede afectar al honor o la intimidad de terceros, igual que lo hacemos (o deberíamos) sobre el resto de nuestras acciones. Sería mucho más eficaz desde un punto de vista práctico limitar la publicación en Internet de datos de terceros que pretender que, una vez publicados en la red a través, por ejemplo, de un boletín oficial, estos datos deban desaparecer de Internet. Aunque, lógicamente, esto daría a su vez pie a otro interesante debate.

En resumen, es la red; es decir, el conjunto de usuarios de la misma, quien tiene pleno derecho a olvidar la ingente cantidad de contenido irrelevante e insustancial que circula por ella. Muy pocas obras humanas perduran en la memoria colectiva. Pero será esa memoria colectiva, uno de cuyos repositorios es ahora Internet, la que decida cuándo somos olvidados. En todo caso, es preferible que sea así a que la decisión corresponda al Ministerio de la Verdad, cualquiera que sea el nombre que tome en la actualidad.