Diario de Barcelona: Cataluña y el efecto Urkullu
Iñigo Urkullu ha dado una lección de sensatez y de cómo, en este siglo XXI puede conjugarse el nacionalismo vasco o catalán sin romper España. España, un Estado que, pese al gobierno, funciona bastante bien; incluso sin él. Primero en La Vanguardia, luego en El País y, por último, en El Mundo, Urkullu ha dicho lo mismo que repite una y otra vez en Euskadi y que se resume en esto: “La unilateralidad no es el camino, Europa no lo aceptaría”. Y ha ido más lejos: “Pensar en un Estado vasco independiente es hoy una quimera”. Los socialistas o populares podrían afirmar lo mismo y no sería noticia. Pero que lo afirme el presidente del PNV y Lendakari, sí lo es. Una gran noticia de primera página.
En Cataluña, en cambio, vivimos desde hace unos años instalados en la quimera. No hay argumentos que avalen que con un Estado independiente los catalanes fuésemos más prósperos, más ricos y, en suma, más felices. Por el contrario, nos empobreceríamos en todos los órdenes –económica, social y culturalmente- y, además, quedaríamos fuera del proyecto europeo en un momento en el que prácticamente la totalidad de la legislación aplicable en España, y en Cataluña como es lógico, procede de trasposiciones europeas. En Euskadi, tras la catastrófica gestión de Ibarretxe, el PNV perdió el poder a manos de Patxi López, socialista. Volvió a recuperarlo con Urkullu al cabo de casi cuatro años. Urkullu es un político que no tiene doble lenguaje y que dice lo mismo en Bilbao, Álava, Madrid, Sevilla o Barcelona. Lo mismo que su antecesor en la presidencia del PNV, hoy consejero delegado de Repsol, Josu Jon Imaz. Entre ambos, Urkullu e Imaz han sabido articular un discurso político y económico bueno para el País Vasco y, como consecuencia de ello, bueno para España.
Hace años, cuando el presidente de la Generalitat de Catalunya, Jordi Pujol, dejaba verse por Madrid en foros, almuerzos, entrevistas y conferencias, los políticos y empresarios capitalinos con quienes compartía andanzas, no importaba de que partido fuesen, solían quedarse muy tranquilos. “¡Que hombre más sensato!, ¡ojala tuviésemos un político así en Madrid!, ¡ya podrían aprender los vascos de cómo se hacen las cosas en Cataluña!” –decían los contertulios madrileños. Nadie se paraba a escuchar lo que este mismo Pujol contaba en los pueblos y ciudades de Cataluña que recorría un día sí y otro también, incluidos domingos y festivos, y en donde proclamaba las excelencias de la independencia. Mientras tanto arañaba una competencia detrás de otra aunque quedasen casi siempre los cabos sueltos de cómo se iban a financiar tantos traspasos. Y el famoso 3 %, ese que se atrevió a insinuar Pascual Maragall siendo president de la Generalitat, campaba libremente. Se decía entonces, con la boca chica, pues a nadie le interesaba destapar la olla de la corrupción, que la corrupción que por esos años asolaba al PSOE, era un juego de niños comparada con la que había en Cataluña. Pero nadie quería verlo. Bueno, casi nadie.
Luego vinieron años felices y dorados para España. Y llegado el PP al gobierno, que prometió un programa de regeneración moral e institucional, se selló la alianza con los nacionalistas de CiU. Se trabajaba bien con ellos, al menos por lo que en mi experiencia como diputado puedo certificar. Parecía que, por fin habíamos conjugado bien los verbos españoles y catalanes. Todo se vino al traste con la mayoría absoluta del PP en el año 2000. Ahí comenzaron los desencuentros y la corrupción rampante en los gobiernos autónomos del PP y entre sus filas. España iba para arriba y nadie se ocupaba de las minucias de esta o aquella prebenda. Pero vino el 2007 y cada mes que pasaba cientos de miles de trabajadores –muchos de las clases medias- iban engrosando las filas del paro. La historia es de sobras conocida. Cuando llegó Rajoy al Gobierno, con mayoría absoluta en 2011, los tres principales problemas que tuvo, la corrupción, Cataluña y el económico, el primero lo despachó achacando el problema a “los grandes titulares” (sic) por los pocos casos de corrupción; el otro, Cataluña, colocándose de perfil esperando que el huracán amainase; y el tercer problema, el del rescate, sí supo afrontarlo porque no tenía que hacer nada: sólo seguir las instrucciones que le daba Bruselas.
En Cataluña, en lugar de intentar empujar del carro para que no se despeñe, el independentismo lo ha colocado al borde del precipicio. No se si Puigdemont será un Urkullu. Me temo que no. Ni tampoco se ve ningún Imaz, químico de profesión como Rubalcaba, en el horizonte. Cataluña se ha poblado de Ibarretxes que no saben a dónde van y que utilizan un lenguaje poblado de falsedades. A veces bienintencionadas, pero falsedades al cabo. Tampoco existe ya una burguesía fuerte capaz de alzarse con la dirección de las instituciones y de desmontar tanta mentira. Y en España al frente del gobierno hay un presidente que no hace política. Aun así, ante este desolador panorama, vislumbro un rayo de esperanza al menos por lo que al “problema catalán” se refiere. La Vanguardia, que es el termómetro inconfundible de por dónde sopla el viento en nuestra tierra, ha arrinconado el independentismo a espacios más marginales. Hoy, las grandes portadas la ocupan mensajes como los de Urkullu. Su efecto parece imparable.