El acuerdo UE-Turquía en materia de refugiados plantea dos problemas: uno jurídico y otro político. Antes de analizarlos resumamos rápidamente en qué consiste dicho acuerdo.
Con efectos desde el día 20 de marzo todos los migrantes que entren ilegalmente en Grecia cruzando el Egeo desde Turquía serán devueltos a este país. Por cada sirio que se devuelva a Turquía la UE se compromete a aceptar otro y recolocarlo en su territorio, pero hasta un límite de 72.000, en base al actual compromiso europeo de asentamiento y recolocación. Se afirma que cada caso se tratará por separado y todos los solicitantes de asilo podrán recurrir las decisiones adoptadas. Los 40.000 actualmente atrapados en Grecia no serán devueltos y tendrán derecho a ser recolocados en la UE, pero parece que con cargo a la cuota de los 72.000. A cambio de aceptar de vuelta a los migrantes y de sellar la ruta del Egeo Turquía recibe una serie de concesiones: abrir un nuevo capítulo en las negociaciones de acceso a la UE, un compromiso de pago de seis mil millones de euros, y una oferta de exención de visa a sus ciudadanos para viajar a Europa a partir de junio.
Con dicho acuerdo se pretende desincentivar el cruce del Egeo, dificultar el trabajo de los traficantes de personas y premiar a los que soliciten su entrada de manera ordenada. Lógicamente también reducir la llegada de migrantes, que solo el año pasado alcanzó el millón.
Jurídicamente este acuerdo plantea bastantes problemas. Para comprenderlo debemos tener en mente la normativa fundamental aplicable, que, resumidamente, es la siguiente:
1) El art. 4 del Cuarto Protocolo de la Convención Europea de Derechos Humanos, que literalmente dice que la “Collective expulsion of aliens is prohibited.” La razón es muy simple: las expulsiones colectivas impiden apreciar las circunstancias personales de los extranjeros, especialmente en relación a su posible derecho de asilo, privándoles de cualquier recurso al efecto, lo que les coloca en peligro de muerte o torturas si son devueltos a su país o a otro tercero. También se les priva de recurrir frente a cualquier lesión de sus derechos que se haya podido producir en el proceso de esa expulsión. En este sentido la jurisprudencia del TEDH es muy clara, como puede observarse en los casos Sharifi and Others v. Italy and Greece (2014) o Hirsi Jamaa and Others v. Italy (2012) que pueden consultar aquí.
2) El art. 33.1 de la Convención de Ginebra de 1951 sobre el estatuto de refugiado, que dice que “Ningún Estado Contratante podrá, por expulsión o devolución, poner en modo alguno a un refugiado en las fronteras de territorios donde su vida o su libertad peligre por causa de su raza, religión, nacionalidad, pertenencia a determinado grupo social, o de sus opiniones políticas.”
3) El art. 3.3 del Reglamento Dublín III señala que “Tout État membre conserve le droit d’envoyer un demandeur vers un pays tiers sûr, sous réserve des règles et garanties fixées dans la directive [2013/32].”
4) El art. 38 de la Directiva 2013/32, sobre concepto de país seguro, que señala que “1. Los Estados miembros solo podrán aplicar el concepto de tercer país seguro cuando las autoridades competentes tengan la certeza de que el solicitante de protección internacional recibirá en el tercer país un trato conforme a los siguientes principios: a) su vida o su libertad no están amenazadas por razón de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social particular u opinión política; b) no hay riesgo de daños graves tal como se definen en la Directiva 2011/95/UE; c) se respeta el principio de no devolución de conformidad con la Convención de Ginebra; d) se respeta la prohibición de expulsión en caso de violación del derecho de no ser sometido a torturas ni a tratos crueles, inhumanos o degradantes, establecido en el Derecho internacional; e) existe la posibilidad de solicitar el estatuto de refugiado y, en caso de ser refugiado, recibir protección con arreglo a la Convención de Ginebra.”
Dicen que quien hace la ley hace la trampa, y aquí tenemos un buen ejemplo. Pese al categórico tenor de los dos primeros artículos, los dos últimos consagran una excepción que puede constituir una fácil vía de escape a su aparente rigor. En el momento en que un refugiado sirio solicita en Grecia individualmente el asilo, alegando persecución política o religiosa, peligro de muerte o torturas, etc., las autoridades europeas no tienen por qué entrar en el fondo del asunto si van a aplicar el art. 38 de la Directiva 2013/32, es decir, si viene de un país “seguro” y va a ser devuelto a ese país “seguro”. El refugiado podrá recurrir la decisión, por supuesto, pero va a perderla en el cien por cien de los casos. Desde el punto de vista práctico, apenas hay diferencia entre este tipo de expulsiones y las expulsiones colectivas (si exceptuamos algunos casos protegidos por normativa específica como niños no acompañados y familiares próximos de refugiados residentes legales). Todos van a ser expulsados. La verdad es que nos podíamos haber ahorrado mucho dinero en trámites individuales si no hubiéramos cedido a las protestas lacrimógenas al primer borrador del acuerdo y hubiéramos mantenido el proyecto inicial de expulsiones colectivas. Si vamos a ser prácticos, seámoslo con todas las consecuencias.
Por otra parte, considerar que Turquía reúne los requisitos para ser considerado país seguro puede que no se mantenga ni siquiera sobre el papel, mucho menos en la realidad. De hecho, la UE no lo había considerado así hasta ahora, aparte de que ese país no es signatario íntegro de la Convención de Naciones Unidas sobre refugiados, y ya ha vulnerado el Derecho internacional al devolver refugiados a Siria. Pero si de los sirios pasamos a los afganos o a los iraquíes (que serán devueltos también desde la UE sin contemplaciones) entonces considerar Turquía un país seguro es de broma. Como denuncia Amnistía Internacional, el mismo viernes 18 de marzo Turquía devolvió a Kabul treinta afganos sin dejarles procesar sus solicitudes de asilo (aquí).
En cualquier caso, ese acuerdo, por muy malo que sea, es bastante mejor que la legislación española vigente (LO de Protección de la Seguridad Ciudadana) aplicable a nuestras fronteras extracomunitarias, como ya tuvimos ocasión de comentar en este blog (aquí). En el caso español las devoluciones en la valla de Melilla, tanto colectivas como individuales, son en caliente, sin dar oportunidad de alegación ni recurso alguno, y se hacen además a un tercer país que definitivamente no es “seguro”. Así que los parlamentarios españoles tienen tarea doméstica por delante antes de denunciar como indigno el pacto con Turquía.
En segundo lugar, si del tema jurídico pasamos al político, el panorama es incluso peor. El convenio no se ha hecho para acabar con las mafias y dar seguridad a los migrantes, sino como un intento (además baldío) de poner fin a este éxodo por motivos puramente egoístas. Que un continente como el europeo, integrado por algunos de los países más prósperos del mundo, solo esté dispuesto a admitir en el futuro un tope de 72.000 sirios, es una vergüenza sin paliativos que marcará a nuestra generación con un estigma difícil de borrar. ¿Por qué un continente rico que se vanagloria de su aprecio por los derechos humanos está fracasando de esta manera lamentable?
En realidad, el tema es complejo, y dice mucho del sistema político actual, tanto a nivel interno de los diferentes países como a nivel comunitario. El pasado día 21 Sandra León publicaba en Piedras de Papel un interesante artículo al respecto, en donde se mostraba que, en general, la opinión pública europea es favorable a la recepción de refugiados. Pues bien, un caso verdaderamente interesante es el de Polonia. Tras los atentados del pasado martes 22 en Bruselas, el gobierno polaco manifestó su intención de no aceptar a ningún refugiado sirio este año, pese a que la cuota a la que se comprometió alcanza el miserable número de 400. Si a continuación acudimos a los cuadros reflejados en el artículo de Sandra, comprobamos que Polonia es uno de los países europeos más proclives a acoger refugiados y migrantes en general, por no decir el más favorable (en torno a un 60% de ciudadanos se pronuncia a favor). ¿Qué está pasando entonces?
Para comprenderlo pienso que es necesario distinguir el sistema de toma de decisiones nacional del comunitario.
En el ámbito comunitario es necesario poner de acuerdo a una multitud de países para alcanzar el acuerdo de reparto, por lo que todos los incentivos concurrentes tienden a que la deriva sea siempre hacia el mínimo (como dicen los anglosajones, race to the bottom). Hemos comprobado que ni siquiera las mayorías cualificadas suponen una solución satisfactoria, máxime cuando ciertos países tienen cláusulas de excepción (como Reino Unido, Irlanda y Dinamarca). Basta con que un país o grupo de países se cierren en banda, alegando determinadas circunstancias especiales que le impiden asumir una determinada cuota, para que se tienda inexorablemente hacia una propuesta de mínimos. Esta es la explicación por la que sin una cesión completa de soberanía a la Unión para tomar este tipo de decisiones y controlarlas los países serán siempre más egoístas que sus ciudadanos. El principio de una “unión cada vez más estrecha” no es por tanto algo opcional en la UE, que puede abrazarse o no a conveniencia o que pueda limitarse a los países del Euro dejando al margen a los demás, sino una condición sine qua non para su supervivencia a medio y largo plazo.
En el ámbito nacional, el fenómeno es parecido. Las minorías radicalizadas siempre tienen un peso mucho mayor en la política interna de los países de la que merecerían por razón de su peso relativo. Cuando las coaliciones de gobierno se deciden en el margen (como ocurre en casi todos los sistemas democráticos actuales), un pequeño sector disconforme, capaz de centrar su acción política en objetivos muy concretos (por ejemplo, la emigración) adquiere súbitamente una capacidad de negociación desmesurada. Esto incentiva todavía más la deriva hacia el fondo. La solución consiste en que la necesaria cesión de soberanía a la Unión no se articule ni controle por los gobiernos nacionales condicionados por esa presión (siempre atentos a sus intereses electorales a corto plazo), sino directamente por los ciudadanos europeos a través de instituciones y procedimientos democráticos supranacionales. En conclusión, otra vez una unión más estrecha.
Como ocurre también con las crisis de las democracias, ante la actual crisis europea la solución es evidente: más Europa (democrática), por favor.