La abogacía de a pie y Juan de Mariana.
Observando y viviendo en primera persona las noticias aparecidas últimamente en medios de comunicación y redes sociales relacionadas con la abogacía, me ha venido a la cabeza la obra de Juan de Mariana, insigne teólogo jesuita español de nuestro Siglo de Oro.
Me refiero en primer lugar a las movilizaciones de la plataforma denominada Movimiento #J2, generada de manera espontánea (sic), con el loable objetivo de tratar de garantizar una jubilación adecuada al colectivo. El problema afecta de manera especial a la parte más vulnerable –desde un punto de vista económico- de los casi 70.000 abogados autónomos que, en su día, no causaron alta en el Régimen Especial de Trabajadores Autónomos de la Seguridad Social (RETA) sino en la Mutualidad General de la Abogacía, Mutualidad de Previsión Social a Prima Fija (Mutualidad de la Abogacía), entidad aseguradora de previsión social, comúnmente denominados mutualistas alternativos.
El detonante de la situación ha sido la comunicación del plan de actuación de la Mutualidad para adecuar los sistemas de cotización de los mutualistas alternativos a la normativa vigente, en concreto al Real Decreto-ley 13/2022, de 26 de julio, por el que se establece un nuevo sistema de cotización para las personas adscritas al RETA, basado en los rendimientos netos de su actividad; cuestión en apariencia inocua que ha hecho tomar conciencia del problema de fondo, que es la insuficiencia, para muchos de los afectados, de la pensión prevista de jubilación.
En esencia, muchos de los mutualistas alternativos advierten ahora:
-que la alternatividad de la Mutualidad con respecto al RETA no significa equivalencia, pues se trata de dos sistemas no comparables de manera automática;
-que un sistema de capitalización individual (Mutualidad de la Abogacía desde el año 2005) frente a un sistema de reparto (Seguridad Social) difumina el carácter mutual de la entidad (¿debíó cambiar de nombre?) e implica la existencia de un capital concreto en el momento de la jubilación, fruto de las cantidades aportadas por el mutualista, que evidentemente ni se revaloriza ni se encuentra bajo la tutela del Estado;
-que las aportaciones a la Mutualidad no son stricto sensu cotizaciones;
-y que, al haberse establecido en un 80% de las fijadas en el RETA (requerimiento legal impuesto en 2013 a las entidades de previsión para seguir siendo alternativas al sistema público), son más ventajosas en un primer momento pero escasamente competitivas si no son complementadas.
Terreno abonado para que aflorara este movimiento existía y es que, junto al problema de la previsión social, la precarización en el ejercicio libre de la abogacía está alcanzando cotas casi impensables hace algunos años. A las dificultades derivadas de la pandemia se han unido este año las consecuencias de las reivindicaciones y acciones de protesta de fedatarios judiciales, jueces, fiscales y funcionarios. Sin entrar a valorar la legitimidad de dichas protestas y/o su conveniencia, perjuicios a la ciudadanía también aparte, lo cierto es que la inactividad de los Juzgados rayana en el colapso del sistema ha dañado aún más si cabe la maltrecha economía del abogado de a pie que asiste con turbación y sin posibilidad de reacción a la suspensión de juicios, señalamientos y demás trámites judiciales.
Lejos de ser transitoria, la problemática es estructural. Los motivos son variados pero me quiero referir aquí particularmente a la regulación de la asistencia jurídica gratuita. La vocación de servicio y disposición hacia el necesitado sin recursos ha sido tradicional y constante entre quienes nos dedicamos a este noble oficio. Lo que a mi juicio no resulta de recibo es que los parámetros económicos requeridos para ser beneficiario del derecho a la asistencia jurídica gratuita lo desnaturalicen cuando, a su vez, no van acompañados de una indemnización por el servicio (usando la terminología del artículo 30 de la Ley 1/1996, de 10 de enero, de Asistencia Jurídica Gratuita) en consonancia. El problema es sangrante en provincias con escaso tejido empresarial y con la mayor parte de la población viviendo de la mamandurria pública; en ellas, el control del turno de oficio supone de facto el control de la profesión. La Ley de 1996 ha creado una suerte de funcionarios ex lege, casi por obligación, que desempeñan su trabajo de manera impecable pero que cobran poco, tarde y mal, al menos en buena parte de España.
Con estos mimbres no se puede hacer más que este cesto, sin olvidar factores endógenos, que por supuesto que los hay, en una profesión cuyos miembros se dedican a resolver los problemas de los demás pero que se despreocupan de los suyos propios y que tradicionalmente ha sido renuente al ejercicio de manera colectiva, sobre todo en localidades pequeñas, por poner sólo un ejemplo.
Con estos antecedentes, insisto, piensen en un abogado de a pie tipo que ingrese algo menos de 20.000 €uros al año, que es el montante que reciben alrededor del 60% de los mismos, según fuentes extraoficiales. De dicha cantidad ha de detraer la parte correspondiente a su previsión social, que corre por su cuenta, como autónomo que es.
Un trabajador por cuenta ajena que gane algo más del salario mínimo interprofesional supone para la empresa en la que trabaja un coste (salarios, cotizaciones a la Seguridad Social y demás) en el entorno de los 25.000 €uros.
No es de extrañar, por tanto, el aumento de la presencia de abogados en candidaturas electorales (a los no habituales me refiero) o su reinvención en profesiones próximas como la administración de fincas o la llevanza de la protección de datos personales, a modo de sálvese quien pueda.
Por su parte, la llamada abogacía institucional (Colegios de la Abogacía, Consejos Autonómicos y Consejo General, que son, a su vez, socios protectores de la Mutualidad de la Abogacía) tal vez haya sido demasiado complaciente y poco combativa, al menos si nos atenemos a la beligerancia de los representantes de los operadores jurídicos antes aludidos con respecto a sus reivindicaciones de carácter estrictamente pecuniario.
El descontento, la crispación y la indignación son comprensibles para el profesional de la abogacía de a pie ante un porvenir poco halagüeño de presente (en ejercicio) y de futuro (jubilado) frente a un sistema que cuenta con todas las bendiciones y con el que, o no genera, o pierde poder adquisitivo.
Decía al principio que toda esta situación, a modo de interpretación libre bienintencionada, me recordaba a Juan de Mariana. Espero que la referencia lleve a algún lector del presente post, si es que lo hay, a ahondar en la obra de este ilustre miembro de la Escuela de Salamanca y saque sus propias conclusiones.