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Radiografía de la Justicia española

España es uno de los países europeos en los que la ciudadanía tiene peor percepción de la independencia de los jueces. En la encuesta La imagen de la justicia de 2023 se constata que un 87% de los encuestados considera que los políticos tratan de influir sobre el poder judicial y controlarlo. También en 2023, un estudio del CIS reveló que la Justicia es uno de los servicios públicos peor valorados. 

Por ello, quisiera romper una lanza a favor de la confianza en nuestro sistema judicial. Entonar un «yo sí que creo» en nuestra Justicia. Eso sí, como la confianza no puede ser ciega, tratemos de profundizar aportando datos, la mayoría de los cuales los tomo del informe recientemente presentado por la Fundación Hay Derecho sobre la situación de nuestro Estado de Derecho. En estos momentos de desinformación generalizada y de discursos construidos a través de percepciones subjetivas, conviene recordar que «dato mata relato».

Ciertamente, el servicio público de la administración de justicia en nuestro país tiene mucho que mejorar. Aunque en los últimos años se ha hecho un esfuerzo presupuestario y no estamos mal situados en cuanto a cifras de inversión atendiendo a nuestro PIB, ello no se ha traducido en mejoras en la congestión de nuestros tribunales. Tenemos una justicia lenta y congestionada, por lo que tenemos que ser más eficientes. Un servicio público que llegó tarde y mal a la digitalización, pero, sobre todo, al que le faltan muchos jueces. España es el cuarto país en Europa por la cola en número de jueces por cada 100.000 habitantes. 

Se dice, también, que nuestros jueces son conservadores y se señala como culpable al sistema de acceso. Soy firme partidario de cambiar nuestro sistema de acceso a la alta función pública para dirigirlo hacia un modelo de oposición tipo «MIR», en línea con el sistema alemán. Ahora bien, los datos están ahí: casi la mitad de los jueces y magistrados no están asociados y, entre los asociados, muchos lo están en asociaciones que no se identifican ideológicamente. Tan sólo un 34% de los jueces son afiliados de las dos asociaciones alineadas con los grandes partidos. Pero, sobre todo, lejos queda esa idea de que para ser juez hay que tener un cierto «pedigrí»: un 70% de quienes acceden a la carrera judicial no tienen a ningún familiar en el ámbito jurídico y sólo un 5,96% tiene algún familiar que sea juez o magistrado. Además, los padres de un 20-30% de quienes acceden a la judicatura, según la promoción, no han tenido estudios superiores. Aunque más del 95% de los jueces han contado con el apoyo económico de sus familias durante los más de cuatro años que se extiende como media la preparación. De ahí la importancia del sistema de becas implantado desde 2022.

Tampoco ayuda a la percepción de la independencia judicial ciertas actuaciones del Consejo General del Poder Judicial: su bloqueo, el afán de los partidos por colocar a afines, decisiones polémicas en casos sensibles… Pero, al mismo tiempo, tenemos que ser conscientes de que el CGPJ no adopta decisiones jurisdiccionales. Su importancia reside, fundamentalmente, en su poder discrecional en ciertos nombramientos judiciales, donde el patronazgo asociativo de la carrera judicial es el problema: las dos asociaciones vinculadas a partidos copan los asientos del Consejo y, desde ahí, encumbran a sus asociados a los altos puestos judiciales comprometiendo el mérito y capacidad.

Y llegamos así al núcleo: ¿hay lawfare en España? ¿estamos ante un poder sin controles? ¿Existe una judicialización de la política? Claramente no. Puede haber algún exceso o desviación de un juez concreto, como hay malas praxis en cualquier profesión, y puede haber decisiones cuestionables de un juez o tribunal, porque el Derecho no es una ciencia exacta. Lo importante es que existen mecanismos de recurso para corregirlas, hasta llegar a Estrasburgo. De hecho, nuestra justicia es especialmente respetuosa con los derechos fundamentales.

Así las cosas, el protagonismo actual de la judicatura quizá tenga más que ver con una política populista cada vez más prepotente, que ha perdido el respeto a las reglas del juego democráticas, y con unos políticos interesados en inocular la desconfianza en el Poder Judicial para cuestionar su necesario control. Amén de que cuando fallan otras formas de exigir responsabilidad en sede política o de prevenir corruptelas (con mecanismos antifraude eficaces), entonces el único camino que queda es el de los tribunales. Pero, más allá de asuntos mediáticos y de polémicas políticas, podemos confiar en la profesionalidad e independencia de nuestro sistema judicial.

EDITORIAL: ¿Un Consejo General del Poder Judicial que nace bloqueado?

Después de cinco años y medio, el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) por fin fue renovado. Los dos partidos políticos que tradicionalmente se han disputado las sillas del órgano de gobierno de los jueces consiguieron llegar al acuerdo que tantas otras veces se había anunciado y posteriormente abortado. Este acuerdo, según algunos sufre el pecado original de seguir respondiendo a intereses partidistas –incluso agravados, pues ahora solo responde a los de dos de ellos- por lo que no habría que esperar en la práctica efectos regeneradores excesivos. Pero, pese a que la forma de elección de los vocales por los partidos políticos es un sistema caduco, colapsado y que atenta contra la independencia judicial, tal y como viene advirtiendo la Comisión Europea, el acuerdo final contaba con la novedad esperanzadora de que el presidente del órgano no había sido pactado de antemano por los políticos negociadores. Se dejaba a los vocales electos la potestad de elegir libremente a quien habría de presidir el órgano de gobierno de los jueces, tal y como prevé nuestra Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), aunque en los últimos tiempos no hubiera sido así.

En 2013, el Consejo General del Poder Judicial eligió a Carlos Lesmes como presidente, cuyo nombre había sido pactado previamente por PP y PSOE, lo cual motivó el recurso de una asociación judicial contra su nombramiento, por contravenir lo dispuesto en los artículos 581 y 586 de la LOPJ, aunque finalmente el recurso fue desestimado. En 2008, Carlos Dívar fue elegido por unanimidad por el entonces CGPJ, admitiendo el entonces Ministro de Justicia, Mariano Fernández Bermejo, haberle propuesto el perfil al presidente del Gobierno con anterioridad a la elección. Sin embargo, esta vez, parece que el pacto entre el PP y el PSOE solo alcanzó a la designación de los diez vocales propuestos por los primeros y los diez vocales propuestos por los segundos, sin determinar quién sería el presidente del CGPJ y del Tribunal Supremo.

Ahora bien, lo que inicialmente se vio como una avance al otorgar a los vocales libertad para cumplir con el mandato legal de elegir a su presidente, rápidamente se ha traducido en un bloqueo diez contra diez; algo que arroja una amarga sombra de desconfianza sobre cómo se va a conducir este novel CGPJ,  que tiene la ardua tarea de cubrir cientos de cargos discrecionales. No olvidemos que el Consejo cesante, mientras estuvo en funciones, tenía vetada tal facultad, lo que ha motivado el colapso de la cúpula judicial, especialmente de las salas tercera y cuarta del TS, que se encuentran funcionando bajo mínimos. No nos hallamos, por tanto, ante un panorama prometedor en lo que a acuerdos se refiere. Pese a que lo deseable sería que se impulsara la independencia judicial designando para el puesto de presidente del CGPJ a un candidato de indiscutible independencia y que no contara con una adscripción ideológica que le hiciera rehén de mandato político alguno, el nuevo CGPJ se ha mostrado profundamente dividido y enrocado en sus respectivos dos bandos, donde cada uno de ellos propone candidatos diferentes a los planteados por el contrario. Si esto sucede con la presidencia, qué no pasará con todos los demás cargos discrecionales que están por venir.

El presidente del CGPJ lo es también del Tribunal Supremo y, pese a que tenemos el precedente cercano de Vicente Guilarte (presidente del CGPJ pero no del Tribunal Supremo, al no ostentar la condición de magistrado) y el antecesor más lejano en el tiempo, Antonio Hernández Gil, lo deseable es que la presidencia recaiga en quien ostente la condición de magistrado del Alto Tribunal, por dos motivos. El primero, para evitar la bicefalia entre las presidencias del Tribunal Supremo y del CGPJ. Y el segundo, porque un magistrado puede entender mejor que nadie a la Carrera Judicial ­–a la que el CGPJ gobierna–. Además, sería deseable que  contase con una dilatada experiencia en el ejercicio de la jurisdicción y que haya desempeñado cargos gubernativos previos.

El ala progresista del CGPJ –dicho de otra forma, los vocales propuestos por el PSOE– se ha empecinado en la exigencia de que la presidencia del órgano de gobierno de los jueces la ostente una mujer. Tanto es así, que incluso en redes sociales algunos vocales se han pronunciado en este sentido y magistrados afines a estos se han mostrado especialmente beligerantes y combativos exigiendo una presidencia femenina. Los conservadores han propuesto otros candidatos, entre los que se encuentra alguna mujer, si bien, según parece, ninguna de estas candidatas sería adecuada para los progresistas. Lo cual nos lleva a concluir que se pretende una presidencia femenina y “progresista”. Lejos queda la esperanza de la designación de alguien independiente: se sigue pretendiendo designar a alguien con una determinada afinidad ideológica.

Es cierto que España suspende en lo que a paridad se refiere en materia judicial. El Poder Judicial es el único de los tres poderes en el que las mujeres siguen estando preteridas en su cúpula. Pese a que el 57,2 % de la Carrera Judicial está formada por mujeres, la cúspide de la Carrera Judicial es mayoritariamente masculina. Según la estadística del CGPJ publicada a principios de este año, la presencia de mujeres en los órganos colegiados ha aumentado casi diez puntos en la última década. Así, el número de magistradas en el Tribunal Supremo, Salas de la Audiencia Nacional, Tribunales Superiores de Justicia y Audiencias Provinciales alcanzó el 42,3 %, frente al 32,7 % de hace diez años. El número de féminas en el Tribunal Supremo ha ido aumentando en los últimos años, si bien sigue siendo en un número insuficiente y la antigüedad en el cargo de estas suele ser menor que la de sus compañeros varones, lo que ha dificultado hasta ahora el nombramiento de una de ellas para la presidencia del CGPJ. Ahora bien, ya existen magistradas que podrían desempeñar el cargo, lo que supondría un salto cualitativo en la Carrera Judicial y la evidencia de que las cosas están realmente cambiando.

Sin embargo, la forma en la que se ha abordado la cuestión por parte del ala progresista del CGPJ y sus afines no ha sido afortunada. El impulso de la presencia femenina en los altos cargos judiciales no puede servir de coartada para rechazar de plano a candidatos varones que también tengan méritos suficientes para desarrollar la presidencia e, incluso, sean marcadamente independientes del poder político. La designación preferente de una mujer únicamente puede entrar en juego entre personas que satisfagan los requisitos de independencia, experiencia y cualificación, sin excluir a los varones por el mero hecho de serlo.

La lucha por la igualdad efectiva de hombres y mujeres puede llevarse a efecto sin necesidad de menospreciar a candidatos cuyo único demérito es su género. De hecho, este Consejo General del Poder Judicial tiene por delante el reto de poner fin a la tradicional discriminación de las mujeres en los nombramientos discrecionales fomentando que las magistradas se postulen en mayor medida e, incluso, aplicando el criterio de género cuando realmente haya igualdad de méritos.

El Consejo General del Poder Judicial no puede iniciar su andadura con el pecado original del bloqueo. Este Consejo debe contribuir activamente a poner fin a los clientelismos, las afinidades políticas y la disciplina de voto dialogando y buscando consensos que permitan elegir a los candidatos que mejor puedan desempeñar el puesto para el que se presentan, priorizando la experiencia, los méritos y la independencia frente a cualquier otra consideración. De lo contrario estaríamos repitiendo la historia una y otra vez, cambiando las caras pero con los mismos errores que nos han llevado a la mayor crisis del Poder Judicial en toda la democracia. Desde Hay Derecho hacemos un llamamiento a los vocales recién elegidos para que trabajen en común, negocien y busquen la forma de designar candidatos óptimos y rechacen cualquier injerencia política. Más allá de las normas están las personas: su dignidad, su nombre, su trayectoria. Y si las primeras no triunfan hay que apelar a las segundas. El servicio al Estado –que es el servicio a todos- está por encima de lealtades personales.

La delincuencia organizada y la necesaria atribución de la materia a la Audiencia Nacional

«La moderna sociedad industrial, cuyas características ha incorporado España (…) sufre la proliferación de nuevos modos de delincuencia, de extensión e intensidad desconocidas hasta hace poco tiempo. El tráfico organizado de moneda, drogas y estupefacientes, la existencia de grupos que, bajo apariencias de seriedad empresarial, defraudan a una pluralidad de personas, los supuestos especialmente nocivos de fraudes alimenticios o de sustancias farmacéuticas o medicinales con efectos lesivos dispersos en diversas zonas del territorio nacional, son ejemplos bien expresivos, entre otros posibles, de modalidades delictivas para cuya investigación y enjuiciamiento resulta inadecuada una Administración de Justicia organizada en Juzgados y Audiencias de competencia territorial limitada».

Estas palabras que, a pesar del largo tiempo transcurrido no han perdido, sino todo lo contrario, su vigencia, aparecen recogidas en la exposición de motivos del Real Decreto Ley 1/1977 de 4 de enero, por el que se creaba la Audiencia Nacional, y reflejan fielmente el espíritu original que guió su creación.

Con ella, se buscaba ofrecer tutela judicial efectiva a la ciudadanía, lo que pronto se convirtió en piedra angular del Estado de Derecho al configurarse aquella como derecho fundamental en nuestra vigente Constitución promulgada en 1978. La creación de un órgano que pudiera dedicarse a la investigación y conocimiento de este tipo de delitos buscaba superar las limitaciones en la investigación, las dificultades de actuación, la acumulación de asuntos y los retrasos que devenían inevitables.

Para ello, se optó por atribuir a la Audiencia Nacional competencia para conocer de dichos delitos cuando afectaran a territorios de distintas Audiencias Provinciales, o dicho de otro modo, cuando sus efectos se extendieran a dos o más provincias.

Casi 50 años han transcurrido ya, y las circunstancias y tiempos actuales, exigen una revisión de las atribuciones asignadas a la misma. Urge una modificación de esas competencias que ya tiene atribuidas si queremos preservar la finalidad que inspiró su creación.

En los últimos meses, al hilo de la incesante actualidad informativa que, día tras día, hora tras hora, inunda nuestros canales de información, ha saltado al debate nacional la problemática del narcotráfico que pudiera estar desarrollándose a lo largo del litoral andaluz. Analizar la situación de los juzgados que, ubicados en dicho territorio, se encargan de la investigación de estos delitos, nos permitirá dimensionar adecuadamente el problema al que, como sociedad, nos enfrentamos. Y, no nos engañemos, no permitamos que la pretendida realidad mediática oculte la verdadera realidad, porque la problemática del litoral andaluz es extrapolable a otras zonas del litoral español.

Son juzgados de Primera Instancia e Instrucción, es decir, juzgados mixtos que conocen tanto de asuntos civiles como penales a cuyo frente se encuentra una sola persona. 

Implica que pueden confluir, al mismo tiempo, la tramitación de causas de carácter urgente de uno y otro ámbito. En estos órganos, baste un solo ejemplo, hay que resolver de manera urgente tanto sobre la adopción de medidas provisionales en el seno de un procedimiento de familia en el que hay menores de edad, cuyo interés es prevalente, como sobre la situación de los detenidos puestos a disposición judicial, decidiendo sobre su libertad o prisión provisional en apenas unas horas. Son causas que no admiten demora en la respuesta judicial.

Junto a estas causas preferentes, centenares de expedientes pueblan la mesa del juez, está el despacho ordinario de asuntos, la celebración de vistas civiles y de delitos leves, la investigación de todo tipo de delitos – desde el hurto a pequeña escala en un supermercado hasta los delitos más graves como los delitos sexuales -, la resolución de los recursos interpuestos contra las decisiones judiciales que se adoptan, tanto en materia civil como penal, y así un larguísimo etc de todo tipo de expedientes que, a modo de cajón desastre, corresponden al conocido, en el argot judicial, como Juzgado de trinchera.

Estos juzgados están dotados, infradotados sería más preciso decir, normalmente de una plantilla de ocho funcionarios, ya sean titulares o interinos. De ellos, lo habitual es que cuatro funcionarios se dediquen a la tramitación de los asuntos civiles y otros cuatro a la de los asuntos penales.

Fijémonos, a continuación, en los números que reflejan muy bien la realidad de estos órganos y nos permiten tener un mayor y mejor conocimiento de la situación. Veamos tan solo dos ejemplos absolutamente ilustrativos de la situación a la que hemos llegado, tras lustros de desidia institucional, y en la que nos encontramos actualmente: en juzgados como los de Barbate en Cádiz, terminaron el año 2023 con una media de 767,00 asuntos civiles y 1.021,00 asuntos penales. En los juzgados de Ayamonte, en Huelva, terminaron con una media de 1.335,50 asuntos civiles y 902,83 asuntos penales. Todos estos datos son extraídos de la propia estadística del Consejo General del Poder Judicial.

En la realidad práctica, esto implica que tan solo cuatro funcionarios, junto con el letrado de la Administración de Justicia y el juez al frente, tramitan prácticamente 1.000 asuntos del orden penal. Y eso, en lo que respecta al letrado de la Administración de Justicia y al juez, sin contar con los asuntos civiles. Una única persona decidiendo, una impulsando y cuatro tramitando, son a todas luces insuficientes, y a nadie escapa que las dificultades en la instrucción, así como los retrasos son inevitables y se ponen de manifiesto.

A esta insuficiencia de plantilla, se une la insuficiencia de medios. Muchas de las causas ligadas al narcotráfico organizado son complejas, comportan una pluralidad de investigados, en ocasiones son decenas, con múltiples y continuadas peticiones de libertad en el caso de que se haya acordado la prisión provisional de todos o de algunos de ellos. 

Son también causas complejas porque comportan diligencias de investigación sensibles y de mayor dificultad técnica que las ordinarias, ya que afectan a derechos fundamentales, como entradas y registros e intervenciones telefónicas cuyo control y seguimiento tiene que llevarse a cabo por el juez. Iniciada la investigación, cuando una prórroga de una intervención ya acordada entra en el juzgado, el juez paraliza lo que esté resolviendo en ese momento para dar respuesta de manera urgente a la petición. Las pruebas periciales que se acuerdan, como análisis de las sustancias intervenidas o análisis de los terminales móviles incautados pueden tardar meses en llegar al juzgado –una vez más, no hay medios personales suficientes para elaborar los correspondientes dictámenes en un tiempo razonable–.

Centrémonos en otros aspectos no menos importantes. Son órganos que radican en localidades costeras con una evidente menor dotación tanto de personal funcionarial como de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad (FFCCSS) del Estado, que la que podemos encontrar en Madrid, donde radica la Audiencia Nacional. Y estas FFCCSS a su vez, disponen de menos medios que los que puede haber en la capital.

Radican en localidades donde es más fácil llevar a cabo una presión social sobre el juez titular del órgano porque es más sencillo que sea conocido. Sobre jueces que tienen menos experiencia, que no hay que confundir con menos profesionalidad, y que pueden verse intimidados en mayor medida. 

Estamos ante una verdadera tormenta perfecta que sería muy difícil, si no imposible, que aconteciera en Madrid.

Esta conjunción de factores determina que este tipo de Juzgados acostumbren ser el primer destino de los titulares que los sirven, porque son juzgados en los que no existe una mínima estabilidad debido a la evidente sobrecarga de trabajo que llega a afectar a la salud laboral de los mismos pudiendo culminar incluso con un periodo de incapacidad temporal por ansiedad o estrés. Cumplido el año obligatorio que tienen que permanecer en el destino, los titulares concursan dejando vacante un órgano que raramente se cubre de manera voluntaria. Medidas como dotar al juzgado de un juez así como un funcionario de refuerzo mediante la oportuna comisión de servicios, o bien mediante un sustituto/interino, que es la solución por la que se ha optado con carácter general, puede paliar el problema pero no lo soluciona: es como poner una tirita a una herida que precisa puntos de sutura, nunca se cerrará adecuadamente.

Todo este conjunto de circunstancias es el que determina la necesidad de que se modifique la competencia de la Audiencia Nacional de manera que ésta conozca de aquellos delitos de narcotráfico, blanqueo de capitales y similares que se cometan por organizaciones y grupos criminales independientemente del ámbito en que que se desplieguen los efectos del delito, afecte a una o a varias provincias.

Las ventajas son innegables y hasta casi diríamos que incontestables. Sería un órgano especializado el que conocería de estos delitos (frente a los mixtos cuya sobrecarga no permite esta especialización), se agilizaría la instrucción e investigación de los mismos debido a la mayor dotación de medios y plantilla de la Audiencia Nacional, aliviaría la sobrecarga de trabajo de los juzgados mixtos que pueden verse colapsados y paralizados en su actividad por la entrada de estas causas complejas cuidando así la salud laboral de nuestros jueces, permitiría una actuación unitaria, más completa, directa y adecuada en este tipo de entramados criminales por cuanto sería un órgano el que conocería de este tipo de delitos cometidos a lo largo de todo el litoral. La atribución de la instrucción a distintos juzgados mixtos, no conectados entre sí, que desconocen lo que se está investigando en otro órgano, hace que la visión sobre el conjunto se pierda. Los árboles, actualmente. no permiten ver el bosque.

El espíritu del 77, que permitió la creación de la Audiencia Nacional, debe iluminarnos hoy como ayer y guiarnos también para que ésta no pierda su finalidad. Se necesita amplitud de miras, visión sobre el conjunto y valentía para acometer las reformas que son imprescindibles e inaplazables. Sólo así tendremos una Administración de Justicia independiente, técnicamente objetivada y funcionalmente adecuada para asegurar un proceso pleno de garantías y una decisión judicial pronta y justa. Exactamente los fines que inspiraron la Audiencia Nacional. Y por eso, tiene que ser ella quien recoja el testigo del pasado y siga hacia adelante. Porque nosotros, la ciudadanía, nos lo merecemos.

Elección de vocales del CGPJ: un sistema corporativo, pero no corporativista

Pocos asuntos han sido tan estudiados como el sistema de elección de los vocales judiciales al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y pocos análisis sobre un tema han resultado ser tan infructuosos. Pese a que el Tribunal Constitucional ya avisó allá por 1986 en su sentencia de 29 de julio del riesgo que existía de que el sistema de elección parlamentaria de los doce vocales judiciales frustrara la finalidad de la Constitución si las cámaras olvidaban el objetivo perseguido (la pluralidad del órgano) y atendiesen únicamente a la división de fuerzas existentes en su propio seno para distribuir los puestos a cubrir, la profecía cumplida no ha traído como consecuencia un cambio legislativo. Tanto es así que, en pura lógica jurídica, podemos afirmar que el artículo 567 de la Ley Orgánica del Poder Judicial ha devenido inconstitucional por este motivo, al cumplirse los temores expuestos entonces por el Alto Tribunal. 

Es también amplio el debate acerca de si es necesario reformar la ley antes que renovar el CGPJ. En mi opinión, frente a lo que teóricamente sería preferible, ha de primar la necesidad democrática de, en primer lugar, ser realistas y aceptar que no va a poder reformarse la Ley en esta legislatura al exigirse una mayoría cualificada que ninguno de los dos partidos mayoritarios está dispuesto a formar. El fracaso que ha supuesto la retirada por el Gobierno del proyecto de Ley del Suelo ante la falta de apoyos; el rechazo de Sumar, PP, ERC, Junts, PNV y EH Bildu a tramitar la proposición de Ley de prostitución y proxenetismo registrada por el PSOE; la decisión del Gobierno hecha pública el pasado marzo de no tramitar la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2024; o la tendencia a aprobar los escasos textos legislativos que han visto la luz a través de la figura del Real Decreto Ley, pintan un escenario de evidente parálisis legislativa. La hipotética reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial sería imposible, al requerir el beneplácito de dos fuerzas políticas enfrentadas a caraperro. 

En esta situación asfixiante de descrédito institucional, aunque algunas asociaciones de jueces y organizaciones de sociedad civil han apostado por exigir la reforma previa a la renovación, desde otros flancos –como Hay Derecho– se reclama la reforma inmediata del órgano para salvar la crisis, con el compromiso activo de cambiar la ley con posterioridad. De hecho, desde esta última Fundación, se ha propuesto una alternativa basada en la elección por sorteo de los vocales que, unida a la vía Guilarte de elección de los cargos gubernativos por elección directa de los jueces y magistrados del territorio u órgano en cuestión, paliaría casi en su totalidad la injerencia de los partidos políticos en la elección tanto de los vocales como de la mayoría de los cargos discrecionales pendientes de elección. Las soluciones propuestas salvarían la situación actual, permitirían la normalización de las instituciones y acabarían con la parálisis del órgano que lleva más de 2.000 días en situación de interinidad. Cada día que pasa sin que se renueve el CGPJ, la situación empeora exponencialmente y la imagen de la Justicia (y de los jueces) que nada podemos hacer porque se revierta la situación, sufre una degradación constante. 

Cierto es que, un amplio sector de la sociedad civil, la mayoría de las asociaciones judiciales y un amplio respaldo de los jueces reclaman la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para que seamos los jueces y magistrados quienes elijamos a doce de los veinte vocales, interpretando sistemáticamente el artículo 122 de la Constitución y acomodándolo a las recomendaciones europeas en materia de independencia judicial. Ahora bien, hay que ser cautos y exigentes con la forma en la que tal reforma se haría, so pena de trasladar a la Carrera Judicial los mismos vicios de los que adolece el actual sistema de elección de los vocales. 

No le falta razón a Vicente Guilarte en su carta dirigida a las Cortes Generales el pasado abril cuando afirma que las «Asociaciones Judiciales ideológicamente próximas a ambas formaciones políticas, tras exigir insistentemente la renovación, se reafirman en la irrenunciabilidad de las posiciones –elección parlamentaria o corporativa— que sus afines políticos sostienen. Exigencia de renovación, por la que claman todos los actores del sistema, y a la par monolítica persistencia en el modelo que cada uno defiende me resultan en cierta medida incompatibles. Ello permite pensar, al menos indiciariamente, que el problema no está en optar por una u otra fórmula de renovación, pues la alternativa a la hoy vigente no haría sino perpetuarlo. Frente a tal realidad es mi idea que deben buscarse soluciones intermedias que conjuguen las bondades de uno y otro sistema o, al menos, que eludan sus deficiencias». En efecto, hay dos asociaciones judiciales a quienes les va en juego mucho con la renovación del órgano. Desde 1985 –año en que entró en vigor el actual sistema de elección de los vocales del CGPJ– ha habido seis Consejos con 71 vocales de procedencia judicial de los cuales 35 pertenecían a la Asociación Profesional de la Magistratura (APM) –asociación mayoritaria en la carrera judicial con 1.413 asociados (un 26% de la Carrera está asociada a APM)– y 28 a Juezas y Jueces para la Democracia (JJpD) –tercera asociación en número de asociados, 434, un 8% de la Carrara Judicial–. El resto de vocales que ha habido se dividen en 1 pertenecientes a la Asociación Judicial Francisco de Vitoria (AJFV) –segunda asociación en número con 885 asociados– y 7 vocales judiciales no asociados. Para contextualizar los datos, es preciso afirmar que un 57,8% de la Carrera Judicial se encuentra asociado, frente a un 42,2% de no asociados. 

El dato más relevante es que todos los vocales pertenecientes a APM fueron propuestos por el PP, mientras que todos los pertenecientes a JJpD (salvo uno que propuso Izquierda Unida) lo fueron por el PSOE. Si bien APM no se identifica con ninguna ideología política mientras que JJpD no duda en manifestarse como progresista, la correlación es elocuente, como también lo es el hecho de que JJpD, antes de que el PSOE estuviera en el gobierno, defendiera un sistema de elección de los vocales judiciales por los jueces; algo que ha abandonado definitivamente para apoyar un sistema de elección parlamentaria, como propone el PSOE, ahora que este partido se encuentra en el Gobierno. 

No yerra Guilarte cuando advierte de lo incompatible de la exigencia de APM y JJpD en que se renueve el órgano cuanto antes y que, a la vez, APM mantenga la actual postura del PP en cuanto a la necesidad de modificar la ley para que los vocales judiciales sean elegidos por los jueces y que JJpD apoye la posición del PSOE de que la elección sea parlamentaria. Genera desconfianza que ambas asociaciones, cuyos vocales tradicionalmente han sido elegidos por uno u otro partido, defiendan la posición de cada uno de ellos. Conviene recordar una vez más que el PP ha podido cambiar la ley para favorecer la elección por los jueces con cualquiera de sus mayorías absolutas (en las últimas elecciones en las que obtuvo Mariano Rajoy la mayoría absoluta lo llevaba, de hecho, en su programa electoral) y no lo ha hecho. Solo ahora, cuando está en la oposición bloqueando la renovación, es cuando vuelve a pedir la reforma del sistema. 

Pudiera darse la situación de que el problema del reparto de vocales se trasladara de Ferraz y Génova a las sedes de APM y JJpD. O incluso que, si no se aplicaran medidas correctoras, la asociación mayoritaria (APM) lograse los doce vocales judiciales mediante una votación masiva y ordenada a sus doce candidatos, algo que ya consigue en la mayoría de las Salas de Gobierno de los Tribunales Superiores de Justicia de España, con algunas excepciones en las que la Asociación Judicial Francisco de Vitoria –sola o en compañía de otras asociaciones y/o magistrados no asociados– se ha hecho con dicha mayoría. Por eso, en mi opinión, no basta con pedir que se reforme la Ley Orgánica del Poder Judicial para que sean los jueces los que elijan a los doce vocales judiciales, sino que, en el mismo nivel de importancia y como conditio sine qua non, ha de exigirse un sistema de elección de esos vocales que garantice la pluralidad y la concurrencia en igualdad de condiciones de todos los miembros de la Carrera Judicial que opten a ser elegidos vocales. 

La Asociación Judicial Francisco de Vitoria (AJFV) y la asociación Foro Judicial Independiente (FJI), que juntas suman casi tantos asociados como APM, en 2022 hicieron una propuesta de elección de vocales que introduce elementos de corrección al sistema mayoritario puro y duro y que permitiría una mayor transversalidad de los vocales de procedencia judicial. La propuesta parte de la elección directa por los miembros de la Carrera Judicial en activo de los doce vocales de procedencia judicial, pero mediante un sistema que garantice la pluralidad proporcional en su composición: cada elector podrá votar a un máximo de seis candidatos que hayan obtenido los avales estipulados; y que el voto sea «cualificado», es decir, se asignarían más puntos al primer votado que al segundo, y así sucesivamente. Reducir el número de candidatos que cada juez pueda votar de doce a seis impedirá que se pueda adulterar el resultado a través de una organización interna de las asociaciones mayoritarias (APM y AJFV) para impedir que bien se vote a los doce vocales de la primera por una mayoría de sus asociados copando todos los puestos, bien que se pacte entre ellas o con terceras asociaciones una lista en la que se repartan los vocales. El voto a seis garantizará el reparto sin injerencias, especialmente ponderando a los que más votos saquen. 

Por otra parte, la propuesta incluye que todas las asociaciones judiciales puedan presentar candidaturas, pero también que lo puedan hacer agrupaciones de electores. Las candidaturas completas deberán necesariamente presentar, como mínimo, un candidato de la categoría de Magistrado del Tribunal Supremo, un candidato de la categoría de Magistrado y un candidato de la categoría de Juez. El artículo 122.3 de la Constitución exige que el CGPJ tenga vocales de las tres categorías de jueces, si bien se incumple el precepto en la medida en la que no se nombran candidatos de categoría juez. Junto a las propuestas de candidatos de las asociaciones y agrupaciones de electores, se mantendría la posibilidad de que jueces a título individual que logren los avales fijados puedan optar a ser vocales del CGPJ. 

Finalmente, la proposición de AJFV y FJI incluye una previsión consistente en que, para evitar futuras parálisis del órgano cuando este llegara al fin de su mandato, el CGPJ pudiera continuar su trayectoria tras la elección de los vocales judiciales, funcionando provisionalmente con estos hasta que el Poder Legislativo eligiera a los ocho vocales restantes, procedentes de juristas de reconocida competencia. No olvidemos que esto sería posible en la medida en la que, tras el cambio legislativo, las Cortes Generales no intervendrían en la elección de los de procedencia judicial, solo en el resto (los ocho restantes). 

Pese a lo razonable de la propuesta, una vez situados en el escenario de modificación de la LOPJ conforme a los estándares europeos para evitar la injerencia de los otros poderes en el judicial, ni JJpD ni APM se han unido a las otras dos asociaciones, dando la callada por respuesta. Que JJpD no se adhiera no deja de ser consecuente con su posición de elección parlamentaria que, repito, ha adoptado cuando el PSOE ha llegado al gobierno. Que no lo haga APM es, a mi juicio, inexplicable, salvo que con dicho modelo APM se vea obligada a frustrar sus expectativas en cuanto a su representatividad en el órgano de gobierno de los jueces y eso no le convenga. 

Por tanto, y a modo de resumen, en la situación actual de paralización del órgano, es imprescindible instar su renovación cuanto antes, siendo la propuesta de Hay Derecho una solución eficaz y temporal que evitaría la injerencia de los grupos parlamentarios en la elección de los vocales. Ahora bien, una vez la situación política sea proclive a la modificación del texto legislativo, con unas cámaras operativas y no sometidas a inestables pactos de gobierno, no basta con reclamar una reforma legislativa que dé a los jueces la potestad de elegir a doce de los veinte vocales. Es imprescindible que la elección sea corporativa, pero no corporativista. Es necesario para ello que se establezcan mecanismos de corrección como los propuestos por AJFV y FJI para garantizar la pluralidad del órgano y evitar trasladar a la elección corporativa los defectos arrastrados por la elección parlamentaria actual. Finalmente, me adhiero a la propuesta de Vicente Guilarte de que sean los jueces de cada órgano o territorio los que elijan de forma democrática a sus presidentes, como así sucede con los decanos y con los miembros de las Salas de Gobierno. La falta de influencia política en estos nombramientos discrecionales restaría atractivo al CGPJ y los políticos abandonarían sus luchas partidistas para repartirse el pastel. 

Para la elección de los miembros del Tribunal Supremo, Guilarte hace una propuesta que no termina de convencerme. Creo que lo importante en este caso es que se valoren méritos objetivos y objetivables para su designación, dando lugar a resoluciones motivadas susceptibles de control jurisdiccional. Pero eso daría para otra entrada de blog. 

La digitalización de la justicia y los «Reinos de Taifas»

En la era de la Inteligencia Artificial, en algunos juzgados aún se utilizan el fax, los sellos de tinta, el Tippex y los correos certificados con acuse de recibo en cartulina rosa. En la Sala de Vistas no siempre se dispone de medios de reproducción del sonido y la imagen, se avisa a gritos del comienzo del juicio y hay que preguntar directamente al funcionario cómo va la tramitación de tu expediente al no haber webs de información. En este escenario se ha publicado el Real Decreto Ley 6/2023, de 19 de diciembre, con el que el gobierno pretende transformar el «servicio público de justicia».

Siempre es jurídicamente criticable que una ley de estas características ¬–que modifica sustancialmente algunas normas procesales y regula contenidos heterogéneos–, sea aprobada por Real Decreto Ley en lugar de por una ley ordinaria resultante de un debate parlamentario en el que se permita introducir enmiendas y mejoras. Se está consolidando la práctica de que el Real Decreto Ley sea la forma ordinaria de legislar y que el Ejecutivo se apropie de la potestad legislativa que corresponde a las Cortes Generales. Se enarbolan razones de agilización y eficiencia para maquillar la incapacidad de diálogo y debate. No existen argumentos para justificar, además, que existan razones de extraordinaria y urgente necesidad (artículo 86.1 de la Constitución), puesto que llevamos décadas de retraso en lo que a modernización de la Justicia se refiere, por lo que, si hemos podido esperar tantos años, bien pudiéramos haber esperado un poco más y haber sometido a debate parlamentario la cuestión, por los trámites de una ley ordinaria. Sea como fuere, habemus ley y, como tal, ha de ser acogida con esperanza y escepticismo a partes iguales.

La nueva regulación introduce diversas reformas procesales que pretenden aligerar los juzgados. No voy a detenerme en estas materias, al tratarse de cuestiones técnicas cuya eficacia habrá de valorarse una vez entren en vigor, si bien, en un análisis a vuelapluma, entre medidas razonables y necesarias hay otras que vienen a cumplir la tradición de cambiar los expedientes de montón, modificando la tramitación conforme a un tipo de procedimiento por otro distinto, pero en el mismo juzgado, con los mismos medios y con la misma saturación. Sin una dotación mayor de medios materiales y personales (en diez años un tercio de la Carrera Judicial se jubilará y la situación crítica de la justicia puede colapsar), estas reformas procesales no servirán de mucho.

Al margen de lo anterior, la principal novedad de la ley la constituye la voluntad de poner las tecnologías en el centro de la modernización de la administración de justicia, con reformas procesales de calado que, sin duda, pueden contribuir a impulsar tediosos y anticuados trámites procesales. Aunque las causas de la lentitud de la justicia son diversas, el trabajo «artesanal» que aún hoy en día seguimos desarrollando en los juzgados no ayuda a tener una justicia acorde al periodo histórico que vivimos. Es necesario implementar ayudas técnicas que faciliten el trabajo humano.

A esta esperanzadora ley se le debe oponer el lógico escepticismo que provoca el hecho de que las competencias en materia de justicia se encuentren transferidas a la mayoría de las comunidades autónomas, con excepción de las denominadas «territorio Ministerio», donde el Estado Central retiene la competencia (Extremadura, Murcia, Islas Baleares, las dos Castillas, Ceuta y Melilla, además del Tribunal Supremo y la Audiencia Nacional). Uno de los principales motivos por los que la Justicia –que sirve a uno de los tres poderes del Estado, el Judicial, único para todo el Estado– cuenta con graves disfuncionalidades en lo que a tecnología se refiere es el Reino de Taifas que supone la gestión de la Administración de Justicia por doce comunidades autónomas diferentes, sin comunicación entre sí.

Cuando un juzgado recibe una demanda o una denuncia, al registrar el asunto únicamente se puede comprobar si las partes tienen una causa abierta en el mismo partido judicial o en la misma Comunidad Autónoma, pero no puede saberse digitalmente si existe un procedimiento semejante en un juzgado de otra Comunidad. Esta deficiencia puede ser anecdótica ¬–que un ciudadano pruebe a presentar la misma demanda en distintos partidos judiciales cuando la ley permite la elección del fuero territorial y esperar a ver cuál se tramita más rápido para desistir de la otra demanda antes de que le aleguen litispendencia¬– o grave –que un juzgado desconozca que la pareja que se está divorciando en su territorio esté inmersa en un procedimiento de violencia de género en otro lugar–. La falta de comunicación automática entre territorios conduce a duplicidades, disfunciones, falta de información relevante a la hora de resolver un asunto y desperdicio de recursos personales y materiales.

La ley aprobada recoge la obligación legal de que, en el plazo de cinco años desde la publicación, se garantice la interoperabilidad entre sistemas al servicio de la Administración de Justicia y, para ello, apela a la cogobernanza entre administraciones. También se prevé la obligación de que las distintas comunidades autónomas provean de accesibilidad a los ciudadanos en igualdad de condiciones y a que doten de medios a los juzgados. Así debería ser, pero años de dejadez institucionalizada (no olviden que la Justicia no da votos) obligan a mirar de refilón la reforma. No será la primera vez que se aprueba una ley y automáticamente se suspende su entrada en vigor por falta de inversión, como sucedió con la Ley de Registro Civil, que tardó más de diez años en empezar a aplicarse.

La reforma tiene bondades innegables, por más que el sector jurídico sea tradicionalmente reacio al cambio y nos hayamos instalado en la queja constante frente a cualquier intento de mejora de la Justicia. Por ejemplo, se ha introducido la obligación de las personas jurídicas de utilizar los sistemas electrónicos de la administración de justicia, lo cual permite agilizar muchos trámites que antes debían hacerse presencialmente y en papel. Pero también hay reformas que regulan una cosa y la contraria, neutralizando sus efectos, como la declaración de preferencia de las actuaciones telemáticas (artículo 129.1 bis de la Ley de Enjuiciamiento Civil) que choca con la obligatoriedad de que las partes, testigos, peritos, menores o personas con discapacidad comparezcan presencialmente ante el juez, por lo que, en muchas jurisdicciones, los juicios telemáticos dejarán de ser una opción posible cuando haya que practicar esta prueba, algo que sí permitía el artículo 14 de la Ley 13/2020 de medidas procesales y organizativas para hacer frente al COVID-19 en el ámbito de la Administración de Justicia.

Finalmente, la propia ley reconoce su propia debilidad al recoger en varias ocasiones la posibilidad de su incumplimiento cuando, tras obligar a usar los medios técnicos, añade la coletilla «siempre que las oficinas judiciales tengan a su disposición los medios técnicos necesarios para ello».

Con esto volvemos al punto de partida: se regulan mejoras que dependen de la buena disposición de las administraciones prestacionales de las Comunidades Autónomas, dándose un plazo de cinco años para ello, sin que nuestro ordenamiento jurídico prevea forma alguna de fiscalizar la forma en la que se desarrollan las competencias transferidas. Y es que la endémica desigualdad territorial en la Administración de Justicia sigue siendo el Talón de Aquiles de cualquier intento de modernización de la Justicia.

Este artículo fue publicado en el País, el 30 de enero de 2024: https://elpais.com/opinion/2024-01-30/los-reinos-de-taifas-de-la-justicia-digital.html

La ilusión de la «buena administración»

¿Puede existir la buena administración con los privilegios legales que tienen las Administraciones públicas? ¿Es una ilusión? De momento, sí. Vamos a verlo.

La existencia de la llamada “buena administración” es relativa. Depende de la perspectiva en la que nos coloquemos. Desde el plano legal y jurisprudencial, la “buena administración” sí que existe. Es considerada, en unas ocasiones, como un derecho, y en otras, como un principio. 

Sin embargo, para el conjunto de la ciudadanía, la “buena administración” no existe, es todavía una ilusión, en los dos significados definidos por la Real Academia Española de la Lengua: “concepto sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos” y “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”.

En el Estudio nº 3430, sobre la “Calidad de los Servicios Públicos”, realizado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en noviembre-diciembre de 2023 (pinchar aquí), se formula la siguiente pregunta a la ciudadanía encuestada:

Conviene destacar las siguientes cifras negativas, referidas al empeoramiento de las Administraciones públicas: el 55.6% de las personas encuestadas considera que ha habido un retroceso en la sencillez de los procedimientos administrativos; el 63%, en el tiempo en resolver gestiones; el 45,4, en la información que dan a los ciudadanos y el 44% en el trato recibido. 

Para muchas de las personas encuestadas, la buena administración es una ilusión, un deseo, una meta a alcanzar, pero todavía no existe. La pregunta clave es la siguiente: ¿es posible hacer real y efectiva una buena administración y, al mismo tiempo, mantener las ventajas y privilegios legales que tiene? En mi opinión, no es posible. Vamos a verlo. 

Sin entrar en el debate de si la “buena administración” es un derecho fundamental, un derecho subjetivo, un principio rector de la política social y económica o un principio general del Derecho, ya que no existe un consenso jurisprudencial, lo cierto es que el Tribunal Supremo, en numerosas resoluciones (entre ellas, STS 4357, 23/10/2023 (Recurso 556/2022, pinchar aquí), considera que la buena administración está implícita en la Constitución (artículos 9.3 y 103), y reconocida en el artículo 3.1.e) de la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público, y en los artículos 41 y 42 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, así como en algunos Estatutos de Autonomía.

Hay que tener en cuenta que en la Unión Europea no existe una Ley de Procedimiento Administrativo Común como en España, por lo que se optó por reconocer expresamente el derecho a una buena administración en las relaciones con las instituciones, organismos y agencias comunitarias. 

En España, el conjunto de derechos incluidos dentro del “derecho a una buena administración” (artículos 41 y 42 de la referida Carta) ya se encontraban también recogidos en la antigua Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (actualmente, en la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones públicas, y en la Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno). No estamos ante un derecho nuevo.

Dicho esto, el derecho o principio de buena administración impone a las Administraciones públicas la obligación de desplegar una conducta lo suficientemente diligente como para evitar posibles disfunciones derivadas de su actuación o resultados arbitrarios. No es suficiente el mero respeto de los procedimientos y trámites, ya que el objetivo es conseguir la plena efectividad de las garantías y derechos reconocidos legal y constitucionalmente a los ciudadanos.

Y aquí nos encontramos ya con algunas dificultades bastantes serias:

  1. a) Concepto jurídico indeterminado: el Tribunal Supremo tiene claro que el principio de buena administración es, por definición, casuístico. No hay ninguna solución válida para todos los casos. Hay que estar al caso concreto. ¿Cómo se mide la “diligencia debida” de la Administración? ¿Existe algún estándar objetivo? No, no existe. No es posible saberlo “a priori”. 

Los compromisos asumidos voluntariamente por cada entidad pública en su carta de servicios podrían servir de guía para concretar la referida diligencia debida. Sin embargo, dichos compromisos son voluntarios y son muchas las entidades públicas que carecen de cartas de servicios realmente vinculantes. 

  1. b) Excesivo casuismo e inseguridad jurídica: el Alto Tribunal no se cansa de repetir que hay que valorar las concretas circunstancias concurrentes en cada caso. Esta indeterminación provoca, por un lado, bastante inseguridad jurídica, tanto para la Administración como para la ciudadanía, porque no existen unas reglas previas, claras y generales a las que atenerse. Por ejemplo, ¿a partir de cuántos meses el retraso no es razonable? Depende. No se sabe. Ya se verá en cada caso.

El derecho o principio de buena administración no puede depender tanto del arbitrio judicial, ya que ello deriva en una aplicación aleatoria e impredecible.

  1. c) Situación injusta: Solo aquellas personas que tienen tiempo y dinero suficiente para acudir a los Tribunales de Justicia, es decir, un porcentaje muy pequeño de la ciudadanía, son las que pueden beneficiarse, si así lo estima el Tribunal en cada caso, de una aplicación real y efectiva del principio de buena administración que anule la actuación administrativa impugnada. Estamos ante importantes límites: imprevisibilidad y falta de aplicación a la generalidad de la ciudadanía.

En este sentido, hay que destacar y poner en valor el trabajo que realizan los Defensores del Pueblo (el Estatal y los autonómicos), que están aplicando el derecho o principio de buena administración en la resolución de las quejas que reciben por parte de personas que no pueden permitirse, por razones de tiempo y dinero, acudir a los Tribunales de Justicia. El inconveniente es que las resoluciones de los Defensores del Pueblo no son obligatorias para las Administraciones públicas y no siempre se cumplen. 

Con todo y con eso, en mi opinión, los mayores obstáculos para conseguir que el derecho o principio de buena administración sea una realidad de verdad para el conjunto de la ciudadanía derivan del mantenimiento de los privilegios y ventajas que las leyes reconocen a las Administraciones públicas.

Si bien es cierto que la ciudadanía tiene derechos y garantías cuya protección y efectividad real trata de conseguir el derecho o principio de buena administración, no es menos cierto que las Administraciones públicas gozan de multitud de privilegios y ventajas reconocidos legalmente que, en mi opinión, van en contra de esa “buena administración”, impidiendo su existencia efectiva. Vamos a ver varios ejemplos para tratar de demostrarlo:

1) Resolver en un plazo razonable: salvo en casos concretos en los que los plazos son más reducidos (un mes para contestar solicitudes de acceso a la información pública, resolver solicitudes de licencias de obras menores, etc.), el plazo general, cuando no hay uno específico, es de 3 meses. En otros casos, los plazos pueden ser más amplios (6, 12 o 18 meses).

Como es sabido, el incumplimiento injustificado de estos plazos no tiene ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa ni tampoco disciplinaria para las autoridades o funcionarios públicos responsables de los retrasos injustificados, más allá de la caducidad de los procedimientos incoados de oficio o del silencio administrativo -en la mayoría de casos negativo-, en los casos de solicitudes presentadas por los ciudadanos. 

En la práctica, las Administraciones públicas, con la socorrida excusa de falta de medios (en algunos casos aislados de pequeñas entidades locales puede estar justificada), agotan y superan con creces estos plazos con absoluta impunidad, invitando a los ciudadanos insatisfechos a que recurran ante los Tribunales si no están conformes, abusando del silencio administrativo e incumpliendo la obligación de resolver los procedimientos.

 

Y no resuelven, ni las solicitudes, ni los recursos administrativos, sencillamente, porque no les pasa nada malo. O el ciudadano se conforma y espera hasta la eternidad, la gran mayoría, o unos pocos, se atreven a ir a ciegas a los Tribunales. En estos casos, la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, no solo no penaliza el silencio de la Administración, sino que lo premia al permitirles a las Administraciones públicas que puedan contestar la demanda, alegando hechos y oponiendo motivos jurídicos, aunque no lo haya hecho en la previa vía administrativa, incluso, pudiendo hacerlo. 

Este privilegio provoca que la Administración no tenga mucho interés en contestar al ciudadano en vía administrativa si puede contestarle sin problema en la posterior vía jurisdiccional, si es que la persona afectada acude a la misma. 

Es más, la propia jurisprudencia “penaliza” a las Administraciones cumplidoras frente a las incumplidoras. Estas últimas pueden oponer todos los motivos jurídicos que estimen oportuno, mientras que las que se han preocupado de contestar al ciudadano en tiempo y forma, las “castiga” no pudiendo oponer motivos tales como la extemporaneidad, falta de legitimación, etc., si en la resolución administrativa expresa no lo han hecho. 

Por ello, sale más rentable para la Administración no “pillarse los dedos” contestando expresamente las solicitudes o recursos administrativos. 

Por otra parte, respecto al ámbito sancionador o disciplinario, la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común, directamente autoriza a las Administraciones públicas a no contestar a los denunciantes, salvo que invoquen un perjuicio en el patrimonio de las Administraciones Públicas, ya que no se les reconoce la condición de interesado (artículo 62, apartados 3 y 5). En estos ámbitos sancionador o disciplinario, en los que la legislación no permite intervenir a la ciudadanía, no rige el derecho o principio de buena administración. Oscuridad absoluta. 

 

2) Derecho de acceso a la información pública: ni la citada Ley 39/2015, ni la Ley 19/2013, de transparencia, contemplan ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa por la imposibilidad de acceder a la información pública (por ejemplo, nulidad de pleno derecho de la norma reglamentaria o anulación de los actos administrativos).

Se impide el acceso a la información a sabiendas de que son muy pocas las personas que pueden acudir a los Tribunales para, en el mejor de los casos, acceder años más tarde a una información que ya habrá perdido buena parte de su utilidad, asumiendo el riesgo a tener que pagar las costas judiciales si pierden el pleito -el tiempo medio en obtener una sentencia judicial firme es de año y medio a dos años, más el tiempo que tarde la Administración en cumplirla de forma efectiva-. 

 

Algunas resoluciones dictadas por el Consejo de Transparencia estatal y los consejos o comisiones autonómicas, aunque son obligatorias, tampoco se cumplen de forma voluntaria por las Administraciones, sin que las autoridades administrativas puedan imponer multas coercitivas o sanciones.

Como sabemos, el plazo de respuesta para acceder a la información pública es distinto según la condición del solicitante: un mes (un ciudadano cualquiera), 5 días naturales (concejales y diputados locales) y acceso inmediato (interesados en un procedimiento administrativo). 

Respecto a los interesados, aunque el artículo 53.1.a) de la citada Ley 39/2015 no contempla ningún plazo, el acceso debe entenderse que es inmediato para no generar indefensión, y más, desde el 1 de enero de 2024, con la entrada en vigor del Convenio del Consejo de Europa sobre acceso a los documentos públicos de 2009 (artículo 5.4). 

El problema es que, incluso si se impide el acceso a la información obrante en un expediente a los interesados en el mismo, la jurisprudencia tampoco reconoce efectos invalidantes a este incumplimiento si no se ha producido una indefensión material, la cual en muy pocos casos se produce porque la persona afectada suele tener acceso a la información cuando accede al expediente administrativo remitido al Tribunal, si es que ha interpuesto un recurso contencioso-administrativo. 

De ahí deriva la tranquilidad con la que se impide el acceso a la información obrante en un expediente administrativo, incluso, al propio interesado en el mismo. 

3) Motivar las decisiones administrativas: la Administración tiene el privilegio de poder motivar sus decisiones en cualquier momento, bien en vía administrativa, bien en vía jurisdiccional. Si lo puede hacer más tarde, porque así lo permite la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, y lo tiene que hacer únicamente ante los pocos ciudadanos que recurren a los Tribunales, ¿por qué se van a molestar y hacerlo antes en vía administrativa? 

Las Administraciones públicas se ahorran tiempo, trabajo y dinero, ya que no necesitan invertir en personal técnico que sepa redactar las motivaciones.

Otro privilegio más, por si no fueran suficientes: las decisiones administrativas, incluso las manifiestamente injustificadas o arbitrarias, si no se recurren en tiempo y forma, devienen firmes e inatacables, y solo pueden ser revisadas de oficio, previo informe favorable del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente de la Comunidad Autónoma, por la Administración, o a través del limitado y excepcional recurso extraordinario de revisión. 

Se dicta un acto arbitrario como un piano, sin justificación alguna, y no pasa nada. Como el ciudadano no presente el recurso administrativo en el plazo de un mes o acuda a los Tribunales en el plazo máximo de dos meses, está perdido. 

La presunción legal de validez de los actos administrativos despliega todos sus efectos de manera inexorable para consagrar definitivamente los actos arbitrarios, los carentes de la más mínima motivación, incluso aquellos que se emiten utilizando un modelo de escrito tipo o estereotipado para cualquier caso. El artículo 47 de la Ley 39/2015 debe ampliar la nulidad de pleno derecho a los actos carentes de motivación. De esta manera, al menos, las personas afectadas podrían solicitar a la Administración la revisión de oficio al amparo del artículo 106.1 de la referida Ley 39/2015. 

4) Dar audiencia al ciudadano antes de tomar una decisión que le afecte: el incumplimiento de esta obligación tampoco tiene consecuencias invalidantes de la actividad administrativa. La jurisprudencia considera que, si se no se ha producido una indefensión material, se trata de “meras irregularidades formales no invalidantes”, convalidando “a posteriori” estas ilegalidades. 

5) Tratar los asuntos de forma imparcial: este objetivo se ve comprometido en muchos asuntos porque las autoridades políticas tienen libertad absoluta para controlar todos los puestos directivos y de jefaturas de servicios de las Administraciones públicas, a través del abuso de la “libre designación” (nombramiento a dedo y cese justificado en la pérdida de confianza), en detrimento del incómodo concurso de méritos, y mediante la colocación de personal eventual (asesores) en puestos de dirección.

Conviene recordar que las Administraciones públicas deben servir los intereses generales (artículo 103.1 de la Constitución Española), no los intereses partidistas de las autoridades políticas que las dirigen en cada momento. La colonización de los puestos de dirección de las Administraciones públicas por personas afines a los partidos políticos restan credibilidad y confianza en la objetividad que debe presidir en todo momento las decisiones y actuaciones administrativas. 

6) Reparar los daños causados: los ciudadanos tienen el derecho a ser indemnizados de las lesiones antijurídicas que no tengan la obligación de soportar. Esta es la teoría. En la práctica, el procedimiento administrativo y judicial para obtener una indemnización es largo y muy complicado. La jurisprudencia aplica unos criterios interpretativos muy restrictivos respecto a la realidad del daño, la relación de causalidad y la diligencia exigible a la Administración para la imputación de los daños con la finalidad de no convertir al Estado en un asegurador universal. 

Las Leyes 39 y 40 del 2015 configuran un procedimiento de reclamación de la responsabilidad patrimonial con un régimen jurídico muy favorable para las Administraciones públicas. Si en 6 meses no hay respuesta expresa a la reclamación, el silencio es negativo. Esto explica el reiterado incumplimiento de la obligación de resolver en este ámbito. Si el silencio fuera positivo, otro gallo cantaría. Al menos, se tramitarían los procedimientos y contestarían a las reclamaciones. 

Otro beneficio más: las autoridades políticas y los funcionarios no responden directamente con su patrimonio de los daños causados por sus acciones u omisiones. Deciden libremente a sabiendas que la responsabilidad de sus decisiones será asumida por los presupuestos públicos, es decir, por el conjunto de los ciudadanos. Aunque la Administración condenada al pago puede repetir luego contra los responsables, se trata de una posibilidad anecdótica de la que apenas se ha hecho uso. 

7) Protección de la intimidad (datos personales): las Administraciones públicas no pueden ser sancionadas por incumplir la normativa sobre protección de los datos personales. La Agencia Estatal de Protección de Datos (AEPD) solo puede emitir apercibimientos, sin consecuencia económica alguna ni para la Administración, ni para la autoridad política o funcionario responsable de la vulneración. 

Esto explica el escaso interés que muestran algunas Administraciones públicas en la protección de los datos personales, salvo para denegar el acceso a la información pública por este motivo, ya que es una de las excusas preferidas para impedir que los ciudadanos puedan defenderse y ejercer sus derechos o controlar y participar en la gestión de los asuntos públicos. 

8) Respetar las lenguas oficiales: el incumplimiento del derecho a dirigirse a las Administraciones públicas en cualquiera de las lenguas oficiales y a recibir una contestación en esa misma lengua, tampoco constituye una causa de nulidad de los actos administrativos. El atropello de este derecho sale gratis para las autoridades o funcionarios responsables. No se contempla en la legislación administrativa ninguna consecuencia. 

9) Lenguaje fácil: según la encuesta del CIS que se ha mencionado, el 35,7 % de las personas encuestadas consideran que, en los últimos 5 años, las Administraciones públicas han empeorado respecto a la utilización de un lenguaje más accesible. 

Los escritos son excesivamente técnicos para que los ciudadanos los entiendan. Esta situación genera mucha frustración y desconfianza porque la persona destinataria del escrito se siente indefensa y no sabe lo que tiene que hacer. Hay que recordar que los ciudadanos no están obligados a relacionarse con la Administración a través de un abogado. La gran mayoría de las personas no pueden pagar sus honorarios. 

El problema principal sigue siendo que los Tribunales de Justicia no anulan los actos administrativos que utilizan un lenguaje incomprensible porque las personas que tienen el tiempo y dinero para recurrirlos necesitan hacerlo a través de un abogado, quien está familiarizado con ese lenguaje y no tiene problemas para entenderlo. 

La situación grave se produce en los casos que no se recurren ante los Tribunales, que son la gran mayoría, en los que las personas destinatarias de las comunicaciones administrativas no entienden nada. Y, encima, la actuación de la administración se presume válida y surte plenos efectos.

En mi opinión, las personas afectadas podrían solicitar la nulidad de pleno derecho de los actos administrativos incomprensibles, al amparo de lo dispuesto en el artículo 47.1.c) de la Ley 39/2015, porque tienen un “contenido imposible”. 

Dicho todo lo anterior, además de todas estas ventajas o privilegios legales que tiene la Administración, la aplicación del derecho o principio de buena administración también se complica con la presunción de legalidad y validez de los actos de las Administraciones Públicas sujetos al Derecho Administrativo (artículo 39.1 de la Ley 39/2015) y con la autotutela administrativa materializada en la ejecutividad y ejecutoriedad de dichos actos administrativos (artículos 97 y 98 de la referida Ley 39/2015); potestades y privilegios que tratan de hacer efectivo y real el principio constitucional de eficacia de las Administraciones públicas (artículo 103.1 Constitución española).

Con un ejemplo se verá más claro. Una persona recurre una liquidación tributaria. La Administración no contesta al recurso, incumple su obligación de resolver de forma motivada, y emite el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio. El Tribunal Supremo anula dicha la providencia porque la falta de respuesta al recurso supone un incumplimiento del principio de buena administración. 

Sin embargo, tanto la Ley General Tributaria, como la Ley de Procedimiento Administrativo Común, dicen claramente que la presentación de los recursos administrativos no tienen efectos suspensivos, por lo que la Administración tributaria podía y debía dictar el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio, aunque no hubiera contestado al recurso administrativo. ¿Se puede aplicar el principio de buena administración en contra de las potestades legales de las Administraciones públicas? Está claro que no. 

Ningún derecho es absoluto ni su ejercicio puede ir en contra de la Ley. El derecho-principio de buena administración no puede convertirse en un cajón desastre en el que quepa cualquier cosa.

En mi opinión, la existencia real y efectiva de la “buena administración” necesita importantes cambios legales para que deje de ser una mera “ilusión”.

  1. a) Por un lado, aclarar, en las Leyes 39/2015 y 40/2015, el concepto de buena administración, indicando si es un derecho o un principio, delimitando el contenido mínimo de lo que debe entenderse por “estándar de diligencia debida”, y fijando unos criterios interpretativos. 
  2. b) Por otro lado, también es necesario eliminar, limitar o delimitar, en cada caso, los distintos privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, reconocidas expresamente o permitidas en distintas leyes administrativas (por ejemplo, Ley 39/2015, Ley 40/2015, Ley 29/1998, EBEP, etc.), que impiden o desincentivan el respeto al derecho-principio de buena administración.

Se trata de lograr una Administración ágil que cumpla con el principio constitucional de eficacia (art. 103) en igualdad de armas que los ciudadanos, eliminando los injustificados privilegios que la legislación sigue reconociéndole, los cuales son más propios de una Administración del siglo pasado, donde las personas eran “administrados” y no “ciudadanos”. 

Un derecho vale lo que valen sus garantías. Si el derecho a “una buena administración” sigue obstaculizado por la multitud de privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, no dejará de seguir siendo una mera “ilusión”.

EDITORIAL: «Punto y aparte», ¿hacia dónde?

En su comparecencia de ayer, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, dijo que la misma constituía un «punto y aparte», pues ahora se entrará en una fase de «limpieza, regeneración y juego limpio». Pero no concretó el camino para conseguirlo. Desde Hay Derecho creemos que la actuación del presidente en estos últimos días puede ser, en efecto, un punto de inflexión, pero hacia más populismo y menos Estado de derecho.

Veamos primero cuáles son las cuestiones que han llevado al presidente a su insólita carta y al discurso citado.

La cuestión central de su carta es el gran coste personal de la dedicación a la política. El principal problema sería el acoso a través de las críticas constantes, los ataques personales,  los bulos y la utilización de eslóganes ofensivos, todo ello promovido por los medios, pero con la «colaboración necesaria» de los partidos políticos de la derecha y la extrema derecha. Estos ataques se complementarían con la utilización de las comisiones parlamentarias y la oficina de Conflicto de Intereses. Finalmente, la gota que colma el vaso sería la apertura de unas diligencias previas por un juzgado para investigar a su esposa por sus actividades profesionales, a instancia de una organización de turbio pasado. En su alocución señala además que no se puede privar de cualquier actividad a su esposa por serlo. Es difícil no estar de acuerdo con algunos de estos problemas.

Hemos denunciado a menudo que el enfrentamiento y los ataques personales impiden un diálogo político constructivo. Las redes sociales y una prensa cada vez menos profesional han degradado el nivel del debate y cada vez más se escribe para los partidarios y se exageran o manipulan las informaciones. Las tendencias populistas se han extendido, como dice el presidente, dentro y fuera de nuestras fronteras (aunque no son solo derechas, como pretende). La dialéctica amigo/enemigo y la imposibilidad de llegar a pactos amplios impide resolver los problemas importantes, tanto a corto plazo (renovación CGPJ) como a largo (pensiones, educación, etc.).

Es cierto, también, que como consecuencia de la jurisprudencia del Tribunal Supremo, el juez debe abrir diligencias previas salvo denuncias absolutamente infundadas. Como las inadmisiones a menudo son revocadas por un tribunal superior, los jueces tienden a abrir diligencias y a pedir declaración, con un daño moral muy alto para el acusado, más en el caso de políticos. También lo es que existe una absoluta falta de respeto por la presunción de inocencia por parte de los medios.

Lo que sucede es que la carta y la alocución no ponen remedio a estos problemas. Por el contrario, es un ejemplo de dialéctica amigo-enemigo, y tiene claros elementos populistas, tanto en el fondo como en la forma.

En cuanto al fondo, considera enemigo a todo el que no forme parte de su coalición de Gobierno. No acusa al sindicato Manos Limpias por la discutible denuncia sino que atribuye los ataques a «la coalición de intereses derechistas y ultraderechistas» –lo repite hasta ocho veces– englobando, por tanto, a todos los que no apoyan a su gobierno. Descalifica a la oposición en su conjunto, a la que acusa de «total ausencia de proyecto político más allá del insulto y la desinformación». Hay incluso elementos conspiranoicos, cercanos a los bulos que denuncia, cuando habla de «constelación de cabeceras ultraconservadoras», «galaxia digital ultraderechista», «baterías mediáticas y demoscópicas conservadoras» o «máquina de fango». Desgraciadamente, no es algo nuevo. En su discurso de investidura habló nada menos que 21 veces de la «derecha y la ultraderecha», y de levantar un «muro» frente a ellas. En su alocución considera que la «mayoría social» es la que le ha apoyado en estos días.

Por otra parte, hay un notable personalismo típicamente populista: los ataques a él en realidad lo son a la »opción política progresista». La llamada del PSOE a concentraciones de apoyo, las lacrimógenas adhesiones y el papel de la «empatía» de sus fieles en su decisión de quedarse producen –además de cierta vergüenza ajena– preocupación por la deriva personalista y emotivista. Esto viene agravado por el sistema de comunicación. Un presidente que no es elegido por los ciudadanos sino por el Parlamento se dirige a aquellos en una carta abierta y en una alocución sin prensa ni preguntas. Esta comunicación sin intermediarios refuerza el personalismo y desprecia al Parlamento y a los medios.

En cuanto al abuso del proceso penal, es evidente que la solución no puede ser incluir tácitamente a los jueces en la «constelación de la derecha y la ultraderecha». La consecuencia han sido ataques personales al juez y su familia, y Podemos propone ya la supresión de las mayorías reforzadas para la elección del CGPJ. Es decir, la captura del poder judicial por el político –algo que ya se planteó antes y a lo que la UE se opuso expresamente–. No parece una actuación políticamente responsable, no ya no rendir cuentas, sino no dar ninguna explicación sobre la cuestión de fondo y apelar a los sentimientos como si por ser presidente los suyos estuvieran por encima de los demás ciudadanos que se vean –y se ven habitualmente, quizá durante años– en una situación similar; algunos totalmente desconocidos y otros tan renombrados como la infanta Cristina, que tuvo pasar por una iniciativa judicial de la misma organización, Manos Limpias, por las actividades de su marido, Iñaki Urdangarin y que resultó finalmente absuelta. Sin olvidar que atacar a los familiares del adversario político no ha sido algo de lo que haya renegado el presidente y su partido, como nos es bien conocido a todos.

Por último, el papel del o la consorte del presidente no es un problema de machismo (parece que Sánchez no contempla que la presidenta sea una mujer), sino de control de los conflictos de interés.

La carta, en resumen, señala problemas reales (que por supuesto no afectan solo a Begoña Gómez), pero ahonda en la polarización y en el descrédito de las instituciones, sin cuyo correcto funcionamiento no hay Estado de derecho. Las verdaderas soluciones a estos problemas van en una dirección muy distinta a la que apunta el presidente. Para cambiar la forma de hacer política y rebajar el tono del debate, lo primero que debe hacer el presidente es convocar al principal partido de la oposición, no demonizarlo. Y el PP debe, también, abandonar discursos que refuerzan el enfrentamiento y las simplificaciones absurdas –como la de «derogar el sanchismo»–.

La solución es más compleja para los medios, porque una de sus funciones es el control del poder, por lo que hay que descartar la censura gubernativa. Desde luego hay que exigirles respeto a los derechos y a la presunción de inocencia, y se podría promover un código de conducta en materia, sobre todo, de procedimientos judiciales.

El abuso de las causas penales también se debe combatir, pero sin que ello impida la persecución de los delitos reales ni exima a los políticos de ser investigados. Se debería facilitar la persecución por denuncia falsa, o facultar a los jueces para imponer costas disuasorias en casos de denuncias o querellas cuando se revelen totalmente infundadas.

En cuanto a la actividad del consorte del presidente, también puede haber soluciones: una Oficina de Ética que pudiera controlar las actividades, además de promover un código ético para los políticos y sus familias, como ha señalado Miriam González Durántez en este artículo.

Es con la colaboración de todos, políticos, medios, jueces y ciudadanos –y no con la llamada a los fieles frente al enemigo ni con los ataques a las instituciones– como podremos pasar a otro capítulo, en el que escribamos la historia de una democracia más plena.

¿Pueden los Juzgados y Tribunales de lo contencioso-administrativo seguir limitando las costas cuando resuelvan en primera o única instancia?

La reforma del art. 139 de la Ley 29/1998, reguladora de la jurisdicción contencioso-administrativa (LJCA) que se ocupa de las costas procesales llevada a cabo por el Real Decreto-ley 6/2023, de 19 de diciembre ha sembrado muchas dudas entre los profesionales jurídicos sobre si sigue vigente la posibilidad de que el Juzgador, al resolver sobre un asunto en primera o única instancia, pueda limitar las costas a una parte o hasta una cifra máxima.

Esta facultad discrecional conferida por el legislador a los Juzgados y Tribunales del orden contencioso-administrativo (que coexiste con otras como las de los arts. 33.2 y 3 o 65.2 LJCA) se estableció para todas las instancias en el apartado 3º del art. 139 LJCA de 1998 donde decía que: “La imposición de las costas podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra máxima.”.

El Tribunal Supremo ha venido delimitando el alcance de dicha facultad que el legislador dejó sin perfilar. Por lo que se refiere a su ámbito material, el Pleno del Tribunal Supremo en su Auto de 05/03/2013 (RC 2495/2009) estableció que se proyectaba sobre todas las partidas que forman parte de las costas, incluyendo, entre otros, los derechos arancelarios de los procuradores. Respecto a su ámbito procesal, estableció que la limitación debe ser establecida en “las resoluciones que deciden “la imposición de las costas”, pues es ahí, al adoptar esa decisión, cuando ese artículo confiere la facultad de moderarla” y que si no lo ha hecho, no se pueden introducir los límites posteriormente. Y esto porque, como explica el ATS de 10/7/2023 (RC 299/2020), “la Sala al establecer dicha condena en costas, al amparo del artículo 139 de la LJCA, ha valorado ya la complejidad del asunto y el trabajo realizado por las partes en el proceso, de manera que, salvo que se justifiquen circunstancias especiales que pongan de manifiesto la improcedencia de minutar por la cantidad máxima establecida, ha de mantenerse la minuta presentada por la parte que se ajusta a la cantidad fijada en la sentencia.”.

Para los asuntos decididos en primera o única instancia, en ese momento dicha facultad discrecional tenía menos relevancia porque el art. 139.1 LJCA, en sentido similar al art. 131.1 de la Ley de la Jurisdicción contencioso-administrativa de 1956, indicaba que en estos asuntos sólo se impondrían las costas “a la parte que sostuviere su acción o interpusiere los recursos con mala fe o temeridad”.

Sin embargo, en el año 2011 se modificó este art. 139.1 LJCA para introducir la regla del vencimiento objetivo importada de los apartados 1° y 2° del art. 394 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, quedando con la siguiente redacción: “En primera o única instancia, el órgano jurisdiccional, al dictar sentencia o al resolver por auto los recursos o incidentes que ante el mismo se promovieren, impondrá las costas a la parte que haya visto rechazadas todas sus pretensiones, salvo que aprecie y así lo razone, que el caso presentaba serias dudas de hecho o de derecho. En los supuestos de estimación o desestimación parcial de las pretensiones, cada parte abonará las costas causadas a su instancia y las comunes por mitad, salvo que el órgano jurisdiccional, razonándolo debidamente, las imponga a una de ellas por haber sostenido su acción o interpuesto el recurso con mala fe o temeridad ”.

A mayores de la posibilidad más excepcional de no imponer las costas en caso de dudas de hecho o de derecho, esta facultad del Juez del art. 139.3 LJCA de limitar las costas a una parte o hasta una cantidad máxima que se aplica de manera sistemática por los Juzgados y Tribunales de esta jurisdicción impide que nos encontremos ante un sistema de costas de vencimiento objetivo puro (quien pierde paga todas las costas en su totalidad), lo que tiene una especial importancia constitucional como más adelante veremos.

Aparte del cambio de 2015 sobre las costas del recurso de casación que movió esta facultad de limitación al 139.4, la regulación se mantuvo igual hasta la aprobación del citado Real Decreto-ley 6/2023. En su art. 102.30, que entrará en vigor el próximo 20/3/2024, se modifica este art. 139.4 LJCA que, de decir que “La imposición de las costas podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra máxima”, pasa a decir que:

“4. En primera o única instancia, la parte condenada en costas estará obligada a pagar una cantidad total que no exceda de la tercera parte de la cuantía del proceso, por cada uno de los favorecidos por esa condena; a estos solos efectos, las pretensiones de cuantía indeterminada se valorarán en 18.000 euros, salvo que, por razón de la complejidad del asunto, el tribunal disponga razonadamente otra cosa.

En los recursos, y sin perjuicio de lo previsto en el apartado anterior, la imposición de costas podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra máxima

La reforma está claramente inspirada en el art. 394.3 de la Ley 1/2000, de Enjuiciamiento Civil, que contempla esta limitación del tercio: “Cuando, en aplicación de lo dispuesto en el apartado 1 de este artículo, se impusieren las costas al litigante vencido, éste sólo estará obligado a pagar, de la parte que corresponda a los abogados y demás profesionales que no estén sujetos a tarifa o arancel, una cantidad total que no exceda de la tercera parte de la cuantía del proceso, por cada uno de los litigantes que hubieren obtenido tal pronunciamiento; a estos solos efectos, las pretensiones inestimables se valorarán en 18.000 euros, salvo que, en razón de la complejidad del asunto, el tribunal disponga otra cosa…”

La jurisprudencia de la Sala Tercera, por ejemplo, la STS de 16/6/2022 (RC 3979/2021), había declarado reiteradamente que esa limitación del tercio de las costas del art. 394.3 LEC no era aplicable a la jurisdicción contencioso-administrativa porque la ley procesal civil cuya supletoriedad se recoge en la disposición final primera de la LJCA, sólo se aplica en ausencia de regulación específica y aquí el art. 139 LJCA regula de manera completa las costas procesales en esta jurisdicción, cerrando la posibilidad de su aplicación supletoria.

Ahora bien, la redacción dada a dicho artículo ha sembrado las dudas sobre si la facultad discrecional de limitación sigue siendo aplicable a todas las instancias o solamente a los recursos.

A favor de esta última opción tenemos que la redacción original (“la imposición de costas podrá ser a la totalidad, a una parte de éstas o hasta una cifra máxima”) se reproduce exclusivamente en el apartado de los recursos; por lo tanto, en una primera aproximación podría entenderse que ha desaparecido para los asuntos decididos en primera o única instancia.

Sin embargo, a mi juicio no creo que sea así por lo siguiente.

Para interpretar las leyes la jurisprudencia nos ha dicho que no debemos detenernos sin más en la mera interpretación literal, sino que debemos ir en busca  del sentido normativo, como explica la STS 28/04/2015, Sala 1.ª (RC 2764/2012): “…aunque instrumentalmente la interpretación literal suela ser el punto de partida del proceso interpretativo, no obstante, ello no determina que represente, inexorablemente, el punto final o de llegada del curso interpretativo, sobre todo en aquellos supuestos, como el presente caso, en donde de la propia interpretación literal no se infiera una atribución de sentido unívoca que dé una respuesta clara y precisa a las cuestiones planteadas (STS de 18 de junio de 2012, núm. 294/2012). En estos casos, por así decirlo, el proceso interpretativo debe seguir su curso hasta llegar a la “médula” de la razón o del sentido normativo, sin detenerse en la mera “corteza” de las palabras o términos empleados en la formulación normativa”.

Uno de los elementos importantes que tenemos para encontrar ese sentido normativo, dimanado del principio democrático base de nuestro Estado de Derecho, es qué es lo que quiso decir el legislador.  Porque, como dice la STC 193/2004 al referirse a los debates parlamentarios “conforme a nuestra doctrina, constituyen un elemento importante de  interpretación para desentrañar el alcance y sentido de las normas (por  todas, STC 15/2000, de 20 de enero, FJ 7)“.

En nuestro caso, al tratarse de un Real Decreto-ley elaborado por el Gobierno de España en el que nada dice en su Exposición de Motivos sobre este cambio y en cuyo  debate parlamentario de ratificación tampoco se mencionó nada al respecto, podríamos pensar que nos es imposible saber cuál era esta voluntas legislatoris.

Sin embargo, la redacción que se ha aprobado es literal y exactamente la misma a la incorporada al Proyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal del servicio público de Justicia (121/000097), presentado en el Congreso de los diputados el 13/04/2022, calificado el 19/04/2022 y que tuvo que finalizar su tramitación el 16/6/2023 obligatoriamente al disolverse las Cámaras por haber sido convocadas elecciones generales.

En su redacción original, el Proyecto no contemplaba dicho cambio.

Fue la enmienda n° 580 (BOCG 3/2/2023, páginas 497-498) del Grupo parlamentario socialista (GPS) quien lo propuso, siendo aprobada por el informe de la Ponencia de 8/6/2023 (BOCG 8/6/2023, páginas 1, 63 y 64). La justificación dada por el GPS para dicha modificación fue la siguiente:

Mediante la presente enmienda, se introduciría una limitación cuantitativa de las costas en relación con las impuestas en primera o única instancia y se dejaría la regulación que existe en la actualidad para el resto de grados o instancias (con excepción de las del recurso de casación que están reguladas en el apartado 3 que, a su vez, se remite a lo dispuesto en el artículo 93.4).

Supone trasladar, en su esencia, los límites ya previstos en la regulación contenida en el apartado 3 del artículo 394 de la LEC a la LJCA. No obstante, para darle el mayor alcance posible, se amplía el ámbito de la limitación, que ya no queda ceñida, como ocurre en la LEC, a la parte de costas que correspondan a los abogados y demás profesiones que no estén sujetos a tarifa o arancel, sino que se extiende en relación con todas las costas que pueda generar el proceso.

Esta modificación no habrá de generar, necesariamente, un eventual incremento generalizado de la litigiosidad en el orden contencioso-administrativo, pues, en definitiva, lo que se hace es intensificar las modulaciones previstas, a través de la introducción de un límite cuantitativo al importe de las costas”.

La claridad de esta motivación ofrecida por el legislador no deja lugar a dudas. Se repite por tres veces que lo que se busca para los asuntos decididos en primera o única instancia es ampliar las limitaciones en las costas, no reducirlas ni, por supuesto, eliminarlas.

Con la nueva redacción hay un nuevo límite máximo, el de la tercera parte de la cuantía del proceso de la ley procesal civil que no era aplicable al contencioso por lo dicho antes; ahora se introduce ampliando su ámbito material a la totalidad de las costas, como había hecho para la facultad de limitación el citado ATS de 05/03/2013 (RC 2495/2009). Pero la facultad de limitar las costas sigue estando prevista expresamente al decir que “4. En primera o única instancia, la parte condenada en costas estará obligada a pagar una cantidad total que no exceda…”.

Para los recursos, excluido el de casación regulado en el art. 139.3 (al que se refiere la frase “y sin perjuicio de lo previsto en el apartado anterior”), no regiría esa nueva limitación de la tercera parte de la cuantía del proceso, en línea con la justificación ofrecida en la enmienda del GPS que como hemos visto decía que “se dejaría la regulación que existe en la actualidad para el resto de grados o instancias (con excepción de las del recurso de casación que están reguladas en el apartado 3 que, a su vez, se remite a lo dispuesto en el artículo 93.4)”.

Por otra parte, la eliminación de la facultad de limitación de las costas en primera o única instancia vulneraría a mi juicio el derecho a la tutela judicial efectiva del art. 24 de la Constitución en su vertiente de acceso a la jurisdicción.

La jurisprudencia constitucional indica que la regulación de las costas es, generalmente, una cuestión de legalidad ordinaria, pero que puede afectar al derecho a la tutela judicial efectiva. En la STC 134/1990 de 19 de julio y en sentido similar la STC 156/2021 de 16 de septiembre dice que: “Como criterio general, se ha señalado al respecto que ninguno de los dos sistemas en que se estructura la imposición de costas en nuestro ordenamiento jurídico procesal, esto es, el objetivo o del vencimiento y el subjetivo o de la temeridad, afectan a la tutela judicial efectiva, pues la decisión sobre su imposición pertenece, en general, al campo de la mera legalidad ordinaria y corresponde en exclusiva a los Tribunales ordinarios en el ejercicio de su función (por todas, SSTC 131/1986, y 147/1989). Ahora bien, también se ha señalado anteriormente que, siendo la imposición de costas una de las consecuencias o condiciones que pueden incidir en el derecho de acceso a la jurisdicción o que pueden actuar en desfavor de quien actúa jurisdiccionalmente, existen también una serie de exigencias que el respeto a dicho acceso -integrante del derecho de tutela judicial consagrado en el art. 24.1 C.E.- impone, tanto al legislador como a los órganos judiciales”.

Pero en el caso específico de la jurisdicción contencioso-administrativa existe una singularidad que limita la libertad de configuración del legislador: la obligación constitucional de los Tribunales de controlar la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican prevista en el art. 106.1 CE. Cualquier regulación, como la de las costas, que pueda suponer un impedimento o un desincentivo desproporcionado a los ciudadanos para que puedan acceder a la jurisdicción y que así ese control se haga efectivo, vulneraría el art. 24.1 CE.

En la STC 140/2016 de 21 de julio donde se resuelve una de las impugnaciones que declararon inconstitucionales determinadas tasas judiciales, nos dice que “el recurso contencioso-administrativo “ofrece peculiaridades desde el punto de vista constitucional, consecuencia del mandato contenido en el art. 106.1 CE que ordena y garantiza el control jurisdiccional de la Administración por parte de los Tribunales”. Aludíamos con ello a los dos fines esenciales que se cumplen en la Justicia administrativa: proveer a la tutela de derechos subjetivos e intereses legítimos y llevar a cabo el control de las Administraciones públicas, asegurando la sujeción de éstas al imperio de la Ley. En esa segunda tarea, los ciudadanos juegan un papel decisivo al impetrar la intervención jurisdiccional, dado que los procesos del orden contencioso-administrativo se rigen como es sabido por el principio dispositivo o de justicia rogada, el cual si bien hemos matizado en alguna fase de su desarrollo y finalización (SSTC 95/1998, de 4 de mayo, FJ 3, y 96/1998, de 4 de mayo, FJ 3, a propósito de los medios de autocomposición del objeto litigioso), opera sin embargo con toda su intensidad al inicio de las actuaciones, requiriendo siempre la iniciativa de parte para su apertura (nemo iudex sine actore). Este elemento configurador de la Justicia administrativa debe conectarse a su vez con los pronunciamientos que ha hecho este Tribunal en cuanto a la necesidad de preservar la eficacia del mandato constitucional del art. 106.1 CE, garantizando el control judicial de la actividad administrativa, con sujeción plena de ésta a la ley y al Derecho (art. 103 CE), sin permitir zonas de inmunidad de jurisdicción. Así lo recuerda la STC 20/2012, de 16 de febrero, FJ 4; con cita de las SSTC 294/1994, de 7 de noviembre, FJ 3; y 177/2011, de 8 de noviembre, FJ 3; pudiendo destacarse también ahora, en este mismo sentido, las SSTC 219/2004, de 29 de noviembre, FJ 6; 17/2009, de 26 de enero, FJ 5; 203/2013, de 5 de diciembre, FJ 8, y 52/2014, de 10 de abril, FJ 2. En esta última se precisa que los criterios para el enjuiciamiento constitucional de aquellas normas que regulan el acceso a la jurisdicción (criterios tales como el reconocimiento de la libertad inicial del legislador para establecer límites a su ejercicio, siempre que estos resulten constitucionalmente válidos en función de los derechos, bienes o intereses protegidos y su proporcionalidad), “deben operar de forma más incisiva en los supuestos, como el presente, en que el acceso a la justicia sirve para asegurar el control judicial de la actividad administrativa”.

Por último, la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Asturias ha adoptado el pasado 20/2/2024 este acuerdo para los procesos que se inicien a partir del 20 de marzo de 2024 en el que interpreta que en primera o única instancia sigue siendo posible limitar las costas diciendo que:

Conforme a dicho apartado se considera que en primera o única instancia puede fijarse la condena en costas en una cifra máxima, atendiendo a la naturaleza del asunto u otras circunstancias, siempre y cuando no exceda el tercio de la cuantía del proceso.”.

En conclusión: sin perjuicio de que la redacción del nuevo apartado 4º del art. 139 LJCA sea manifiestamente mejorable y que urge una rectificación técnica para evitar los daños que se puedan producir hasta que el Tribunal Supremo se pronuncie, a mi juicio y por todo lo anteriormente expuesto, los Juzgados y Tribunales de lo contencioso-administrativo pueden seguir limitando las costas cuando resuelvan en primera o única instancia; eso sí, aplicando el nuevo límite de que la cantidad resultante no exceda de la tercera parte de la cuantía del proceso.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos confirma el espionaje de UPyD y lo califica de grave intromisión en el derecho a la vida privada y la correspondencia del denunciante

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos dictó ayer su sentencia sobre el caso del espionaje realizado por UPyD bajo la dirección de Rosa Díez y Andrés Herzog y que pueden consultar aquí.

Después de un somero resumen de los hechos -en los que se relata como la dirección del partido decidió monitorear el mail de un ex miembro, y acto seguido procedió a publicar y difundir los mensajes enviados a ese email por otros afiliados, incluido el demandante- afirma de manera contundente en su fundamento 36 lo siguiente:

“36.  El Tribunal señala, de entrada, que la interceptación y la divulgación de los correos electrónicos del demandante constituyó una grave intromisión en su derecho al respeto de su vida privada y de su correspondencia.”

Acto seguido, en sus dos siguientes fundamentos destruye el argumento defendido por el Sr. Herzog desde la fase inicial del procedimiento de que el partido tenía derecho a monitorear esos correos aplicando por analogía la regulación existente en el ámbito de la empresa.

En este sentido, la sentencia afirma (37) que “el Tribunal de Justicia concede gran importancia al hecho de que la intrusión se produjo en el contexto de la afiliación a un partido político. A este respecto, subraya el papel esencial de los partidos políticos en las sociedades democráticas. Los partidos políticos son una forma de asociación esencial para el buen funcionamiento de la democracia (véase Refah Partisi (el Partido del Bienestar) y otros contra Turquía [GC], nº 41340/98 y otros 3, § 87, TEDH 2003-II). Al reflejar las corrientes de opinión que fluyen entre la población de un país, los partidos políticos aportan una contribución insustituible al debate político que constituye el núcleo mismo del concepto de sociedad democrática (véanse Yumak y Sadak c. Turquía [GC], n.º 10226/03, § 107, TEDH 2008, y Özgürlük ve Dayanışma Partisi (ÖDP) c. Turquía, n.º 7819/03, § 28, TEDH 2012).”

Como lógica conclusión, la sentencia señala (38) que “las circunstancias del presente asunto son diferentes de las de los casos en los que la intrusión tuvo lugar en el contexto de una relación entre empresario y trabajador, que es contractual, conlleva derechos y obligaciones particulares para ambas partes, se caracteriza por la subordinación jurídica y se rige por sus propias normas jurídicas (véase la sentencia Bărbulescu, antes citada, apartado 117). El Tribunal de Justicia constata que las estructuras organizativas internas de los partidos políticos se distinguen de las de las empresas privadas y que los vínculos jurídicos existentes entre un empresario y un trabajador y entre un partido político y uno de sus miembros son fundamentalmente diferentes. El Tribunal acepta que la autonomía organizativa de las asociaciones, incluidos los partidos políticos, constituye un aspecto importante de su libertad de asociación protegida por el artículo 11 del Convenio y que deben poder ejercer cierto poder de disciplina (véase Lovrić c. Croacia, nº 38458/15, § 71, de 4 de abril de 2017). No obstante, la lealtad política que se espera de los miembros del partido o el poder de disciplina del partido no pueden dar lugar a una oportunidad ilimitada de controlar la correspondencia de los miembros del partido. (…)”.

Estas consideraciones justifican la apreciación realizada en el fundamento 36 ya citado sobre la grave intromisión realizada en los derechos del demandante.

La única razón por la que no se termina condenando al Reino de España por no tutelar adecuadamente los derechos del denunciante reside en que este puso en marcha un procedimiento criminal que fue archivado por consideraciones que el Tribunal Europeo ahora no está en condiciones de revisar, pues no puede asumir el papel de los jueces penales nacionales, manifestando a mayor abundamiento que el demandante a partir de ese sobreseimiento podía haber ejercitado la vía civil, que todavía estaba abierta (42 y 43).

Obviamente el demandante no puede estar de acuerdo con esta última consideración, pues el propio Tribunal ha declarado en varias ocasiones que los demandantes no tienen que agotar todas las vías a su alcance (sino que basta que agoten una). Tampoco puede estarlo con la no subrogación en la posición del juez penal español, pues de lo que se trataba era simplemente de poner de manifiesto la absoluta falta de consistencia del archivo decretado por la Audiencia Provincial, tal como puso de manifiesto en su día el voto particular de dos magistrados del Tribunal Constitucional (entre ellos el actual Presidente, Sr. Conde-Pumpido, único penalista de la sala).

Pero, en cualquier caso, alegra comprobar que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en esta ocasión (a diferencia del Tribunal Constitucional, que se limitó a las cuestiones formales) ha aprovechado la oportunidad para entrar en el fondo del asunto y dejar sentado de cara al futuro que la actuación de la dirección de UPyD dirigida por Rosa Díez y Andrés Herzog constituyó una intromisión grave e intolerable en los derechos de los monitorizados, y que los argumentos utilizados por este último para defender semejante intromisión son insostenibles.

Para terminar, solo dos consideraciones. La primera es que resulta algo triste, pero a la vez muy revelador, que el principal rastro que va a quedar de un partido que teóricamente vino para regenerar la vida política española sea una sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la que recuerda el papel que debe jugar un partido político en la vida democrática y afea una actuación completamente contraria a sus valores más elementales. Quizás esto basta para explicar muchas cosas en relación al fracaso de esa opción política.

La segunda es el enorme daño que en un Estado de Derecho puede hacer una sentencia o un auto judicial caprichoso e inconsistente, como el dictado por la Audiencia Provincial en este caso -cuando la juez de instrucción ya había ordenado el procesamiento del Sr. Herzog- respecto del que no hay más recurso que acudir el Tribunal Constitucional y, en su caso, al Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Haber llegado hasta el final y conseguir esa declaración contenida en los fundamentos  36, 37 y 38 de esta sentencia es un gran éxito, desde luego, pero, no nos engañemos, no es lo razonable ni deseable. La justicia debería ser más accesible. Y, sobre eso, todos en España, también los jueces, tenemos mucho que reflexionar.

 

¿EL SISTEMA FALLÓ EN EL PARRICIDIO DE SUECA?

Esta semana ha vuelto a ser noticia el desgarrador caso del parricidio de Sueca, en el que un hombre presuntamente mató a cuchilladas a su propio hijo de tan solo 11 años en abril de 2022. El caso ha vuelto a tener eco en los periódicos porque se ha hecho público el escrito de acusación del Ministerio Fiscal, que pide prisión permanente revisable para el encausado, en el que se dan detalles tan escalofriantes como que el presunto autor de tan execrable crimen permitió que su hijo llamara a la madre mientras estaba siendo asesinado. De ser ciertos los hechos ­–solo la sentencia resultante del juicio con tribunal de jurado que se celebre podrá determinarlo- estaríamos ante un delito especialmente inhumano y sádico.

Lo que convierte este caso en algo extraordinario no es solo el relato de hechos que realiza la fiscalía en su escrito de acusación y que acabo de exponer sino especialmente que se trata de un crimen que se pudo haber evitado. Para quienes no lo recuerden, el presunto autor del parricidio tenía una orden de alejamiento contra su expareja y prohibición de visitas y comunicaciones con el hijo común de ambos. ¿Qué pasó entonces? ¿Qué falló? Analicemos en primer lugar la secuencia temporal:

– En julio de 2021, ambos progenitores presentaron una demanda de divorcio de mutuo acuerdo ante el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº 5 de Sueca, en cuyo convenio regulador se establecía una guarda y custodia compartida por semanas alternas.

– El 12 de agosto de 2021, solo un mes más tarde de la presentación de la demanda de divorcio, el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº 4 de Sueca, con competencia en materia de violencia sobre la mujer, dictó sentencia en un juicio rápido contra el hombre como autor de un delito de malos tratos del artículo 153.1 del Código Penal. En la sentencia, además de la pena de cuarenta días de trabajos en beneficio de la comunidad y prohibición de la tenencia de armas, se estableció la pena accesoria de ocho meses de alejamiento y prohibición de comunicación de su exmujer, así como las medidas civiles de otorgar la guarda y custodia del menor a favor de la madre con suspensión del régimen de visitas del hijo con el padre y una pensión de alimentos a favor de aquel.

– En septiembre de 2021, el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº 5 de Sueca citó a las partes al juzgado para que ratificaran el convenio regulador aportado con la demanda en el que, recordemos, habían consensuado la guarda y custodia compartida.

Cuando salió en los medios la noticia del asesinato hace un año y medio, se culpó al juzgado de familia que había consentido que el padre tuviera visitas con el menor, responsabilizando al juez de familia de lo que sucedió después. Ahora, conocido el escrito de acusación del fiscal, algunos periodistas, influencers y jaleadores han vuelto a clamar contra el juez, acusándole de ser responsable de la muerte del menor al haber aprobado una guarda y custodia compartida.

No podemos negar que el sistema ha fallado y que Jordi ha sido víctima de la falta de un verdadero y eficaz interés en la prevención y erradicación de la violencia de género. Mientras nos desayunamos semana sí, semana también, con algún caso de asesinato de mujeres (y sus hijos) a manos de quienes supuestamente las querían o quisieron, se escuchan grandes palabras, compromisos con la igualdad y condenas furibundas en las que no se oye ni una sola palabra sobre medios materiales y personales para los juzgados de violencia de género ni para la policía, especialmente para la rural que sirve en pequeñas poblaciones donde no llega el dinero. Ya lo he escrito en otras ocasiones, pero lo vuelvo a repetir: en este país hay una justicia de dos velocidades, con víctimas de primera o de segunda categoría, dependiendo del lugar donde hayas tenido la desgracia de fijar tu residencia cuando has sido víctima de un delito.

Los operadores jurídicos que nos dedicamos al derecho de familia, al escuchar la noticia, supimos exactamente qué había pasado. Y, lo que es aún peor, tuvimos la certeza de que podría volver a pasar y que en muchos casos no podríamos hacer nada para evitarlo. Hoy también sé que esto se puede volver a repetir, por mucho que me empeñe personalmente en que no suceda.

¿Cómo es posible que algo así pueda reiterarse? ¿Acaso no hay formación de jueces, fiscales, policías, abogados sobre violencia de género? ¿Acaso no hay un sistema penal que castiga estas conductas de forma ejemplar y ofrece a las víctimas apoyos y garantías para que puedan denunciar a sus agresores y salir de la espiral de violencia? Todas estas preguntas tienen la misma respuesta. Sí.

Lo que falló en el caso de Sueca es lo mismo que puede volver a fracasar. A diario en los juzgados de familia trabajamos con la inseguridad, la falta de información y la ilógica burocracia de los deficientes medios de la Administración de Justicia, dividida en tantos trozos como Comunidades Autónomas hay con competencias transferidas en materia de justicia y Comunidades en las que la tiene el Ministerio de Justicia. Los ciudadanos no son conscientes de lo importante que sería que los sistemas informáticos fueran compatibles entre sí y que hubiera una única base de datos para tener una justicia de calidad. Algo que sucede con la AEAT, por ejemplo. Los sistemas de gestión procesal son distintos entre sí en la mayoría de las Comunidades Autónomas e incluso, siendo iguales, no tienen conexión los unos con los otros. De esta forma, es imposible saber si una persona está siendo investigada en otro juzgado por un delito semejante al que se instruye o si existen más procedimientos iniciados por la misma persona contra la misma entidad bancaria y conforme al mismo contrato. El desconocimiento de lo que se hace más allá de las puertas del propio juzgado lleva a desperdiciar recursos judiciales en asuntos ya resueltos o a que no puedan tenerse en cuenta determinados hechos relevantes para resolver el caso que nos ocupe. En el mismo sentido, un juzgado de familia no tiene forma de saber si se sigue un procedimiento de violencia de género en un partido judicial diferente al propio. Ni siquiera puede saber si hay iniciada una demanda de divorcio en otro partido judicial entre las mismas partes.

La competencia para conocer de un asunto sobre violencia de género la tiene el juzgado del domicilio de la víctima que no tiene por qué coincidir con el juzgado competente para conocer del divorcio o de las medidas paternofiliales (normalmente el del último domicilio común de la pareja). Así, si una mujer que se marcha del domicilio familiar en Madrid con su hijo, fija su residencia en un pueblo de Guadalajara y es agredida por su expareja, la competencia para acordar la orden de protección y consiguiente investigación del delito y enjuiciamiento será la del juzgado de Guadalajara, mientras que la competencia para establecer las medidas paternofiliales la tendrá el juzgado de familia de Madrid correspondiente. Este caso no es infrecuente. A menudo no coinciden los juzgados competentes en familia y violencia de género.

Cuando se produce un acto calificado como de posible violencia de género, la competencia penal del juzgado de violencia sobre la mujer absorbe la competencia civil en materia de familia, lo que quiere decir que, caso de interponerse una demanda de divorcio o medidas paternofiliales cuando el procedimiento penal de violencia de género está en trámite de investigación, enjuiciamiento o condena, no será competente para ello el juzgado de familia de Madrid del ejemplo anterior, sino el de Guadalajara. En el caso de que el asunto de violencia de género sea sobreseído, archivado o haya una sentencia firme de absolución, el juzgado de violencia pierde la competencia en beneficio del juzgado de familia para el conocimiento del divorcio o las medidas paternofiliales.

¿Cómo puede saber el juzgado de familia que existe un procedimiento abierto de violencia de género? Difícilmente. Si el partido judicial es el mismo, los juzgados de familia potestativamente (no existe ninguna norma que obligue a ello) podrán consultar en la base de datos del partido judicial si existe un procedimiento abierto en el juzgado de violencia de género y después, a través de la consulta a este juzgado por exhorto, corroborar el estado procesal en el que se encuentre para, en su caso, inhibirse en favor del competente o retener la competencia. Pero si los juzgados son de diferentes partidos judiciales, no siempre es posible saberlo. Si los juzgados son de la misma Comunidad Autónoma pero de distinto partido judicial, en ocasiones el sistema procesal de la referida Comunidad Autónoma puede ofrecer el dato por consulta por intervinientes, pero no siempre. Si son de distinta Comunidad Autónoma (como Guadalajara y Madrid) no hay forma de saberlo si las partes no lo advierten en su demanda, contestación o escrito presentado al efecto.

Aunque pueda resultar sorprendente, en muchas ocasiones las partes ocultan deliberadamente al juzgado de familia la existencia de un procedimiento de violencia de género en otro juzgado. No alcanzo a entender por qué lo hacen, pero sospecho que puede haber varios motivos. El primero, porque no quieren acarrear de por vida el estigma de una sentencia de divorcio dictada por un juzgado de violencia sobre la mujer y que van a tener que mostrar en no pocas ocasiones para la obtención de becas, ayudas públicas o beneficios laborales de conciliación. Por ello, prefieren ocultar la información al juzgado de familia, cuyo nombre no produce suspicacia ni prejuicios. El segundo, porque, asesorados por el mismo abogado en un mutuo acuerdo, pretenden que se apruebe un convenio regulador en el que se pacte una guarda y custodia compartida, lo cual está prohibido por el legislador en el artículo 92.7 del Código Civil cuando hay violencia de género. En tercer lugar, la propia espiral de violencia lleva a muchas mujeres a tener mermada su capacidad de decisión y a dejarse arrastrar por el deseo de desvincularse definitivamente de su maltratador, aceptando un convenio regulador a cambio de no mencionar que existe un procedimiento abierto. Finalmente, no podemos descartar la ignorancia de las leyes y que las partes no consideren relevante comentar a su abogado la existencia de un procedimiento abierto con anterioridad en un juzgado de violencia.

En otras ocasiones los abogados son desconocedores de la situación, especialmente cuando son abogados de oficio los que asisten a los progenitores, puesto que el abogado de violencia sobre la mujer (del turno específico penal) no suele ser el mismo que el abogado del turno civil, bien porque el colegio de la abogacía separa ambas materias por cuestiones organizativas, bien porque no existe una comprobación de esta información en dicho organismo, bien porque sean distintos los colegios profesionales implicados (como en el caso de Madrid y Guadalajara que me sirve de base para la explicación).

Si las partes no comunican al juzgado de familia la existencia de un procedimiento previo o simultáneo de violencia de género y los juzgados no forman parte del mismo partido judicial o de la misma Comunidad Autónoma, no hay forma de saber de la existencia del otro procedimiento.

A raíz de lo sucedido en Sueca, en los juzgados de familia, además de comprobar la existencia de un procedimiento de violencia en el mismo partido judicial, se ha empezado a requerir a las partes en el Decreto de admisión para que informen de si existe un procedimiento de violencia sobre la mujer en vigor, una forma de implicar a estas de forma expresa en la investigación de esta cuestión, si bien no deja de ser un brindis al sol cuando los letrados son los primeros que desconocen su existencia. También se ha empezado a consultar el SIRAJ (Sistema de Registros Administrativos de Apoyo a la Administración de Justicia), que ofrece a los juzgados información extraída del Registro Central de Penados, Registro Central de Medidas Cautelares, Requisitorias y Sentencias no Firmes, Registro Central de Delincuentes Sexuales y Trata de Seres Humanos, Registro Central para la Protección de las Victimas de la Violencia Doméstica, Registro Central de Rebeldes Civiles y el Registro Central de Sentencias de Responsabilidad Penal de los Menores. Para poder consultarlo, en primer lugar, el Ministerio o la Consejería tiene que autorizar al Letrado de la Administración de Justicia del juzgado de familia el acceso al SIRAJ, reservado inicialmente para juzgados con competencias penales, no civiles. Además, es necesario que el juez lo ordene por resolución motivada, ante la falta de previsión legal. Pero este sistema no es del todo seguro: en el SIRAJ únicamente figuran las órdenes de protección concedidas por los juzgados, pero no los procedimientos abiertos por violencia de género. No olvidemos que no siempre se pide Orden de Protección y no siempre se concede, por lo que puede haber un procedimiento de estas características que no figure en el SIRAJ.

Si el juez de familia de Sueca hubiera consultado al SIRAJ, ¿se podría haber evitado? El Letrado de la Administración de Justicia de ese juzgado tenía acceso al SIRAJ por ser un juzgado mixto con competencias en civil y penal, por lo que pudo consultar la existencia de una Orden de Protección o de una condena. Pero no habría servido de nada. Si volvemos a la secuencia temporal del principio veremos que la violencia de género se produjo después de la admisión a trámite del divorcio de mutuo acuerdo, por lo que la consulta al SIRAJ en el momento de la admisión habría arrojado que la pareja no tenía ninguna causa pendiente por violencia de género.

En un juzgado de familia o civil ordinario se siguen una media de 1.300 asuntos al año. En los juzgados mixtos la pendencia civil es menor, pero en su lugar existen procedimientos penales que suplen o superan el número anterior. Es inviable que con cada paso procesal civil se consulte el SIRAJ para ver si entre la admisión y la ratificación del convenio regulador ha habido un acto de violencia de género. En la era de la digitalización y la inteligencia artificial no se puede pretender que, sin medios informáticos eficientes y auxiliares se exija a las personas una indagación constante con unos medios inidóneos.

En resumen: es imprescindible que se implementen herramientas de consulta de procedimientos en los juzgados con el fin de que el sistema informe automáticamente de la existencia de un procedimiento de violencia de género en cualquier juzgado de España. No puede pretenderse que los funcionarios sean quienes tengan que consultar cada día todos sus asuntos, a riesgo de paralizar completamente el juzgado. Al igual que se ha creado la herramienta SIRAJ para otros registros, debería establecerse una comunicación entre los sistemas de gestión procesal de toda España y un registro central en el que volcar todos los asuntos iniciados y en vigor por violencia de género, de forma que salte un aviso automático que permita conocer su existencia al juzgado de familia competente.

Con esta herramienta no se erradicará la violencia de género porque las causas de su existencia son culturales, educativas, sociales y criminológicas, pero, al menos, podrá evitar sucesos como el del asesinato de Jordi, cuya muerte no puede quedar en el olvido. Cuando los operadores jurídicos pedimos más medios nos referimos a esto. La ciudadanía tiene que apoyarnos, no hacer de cómplice de la dejadez pública.