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Interinos eternos (reproducción tribuna en EM de Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes

Este artículo es una reproducción de una tribuna en El Mundo.

 

En pleno debate sobre los interinos en las Administraciones procede señalar que su proliferación y presencia masiva en las tareas públicas es el fruto del matrimonio contraído entre una señora, la deplorable gestión de la función pública, y un señor, el clientelismo. Un matrimonio de los antiguos, sólido y a prueba de cualquier mudanza.

No extraña por ello que los jueces – europeos, nacionales… – se hayan visto obligados a poner coto a la incuria de los poderes políticos para introducir el ingrediente de la justicia allí donde no hay más que sinrazón. Porque es oportuno ponerse en la posición de un magistrado ante el que se presenta un veterinario, un profesor o un bombero que lleva veinte años prestando servicios a una Comunidad autónoma o a un Ayuntamiento sin que nada ni nadie haya sido capaz de enderezar su situación. Y lo mismo vale decir para el empleado de Hacienda, de Obras Públicas o de Justicia al servicio del Estado. Es lógico que quien conoce de tal atropello trate de arreglarlo como pueda con sus armas en un juzgado.

¿Cómo es posible el embrollo que todos los veranos se organiza con la asignación de puestos en la enseñanza? Y que afecta no solo a los interinos sino a quienes ya han logrado superar una oposición, peregrinos de centro en centro por las provincias durante años. Antiguamente, en épocas de menor exaltación empoderada, a quien aprobaba una oposición a profesor de Instituto se le asignaba una plaza que ocupaba hasta que por concurso se podía trasladar a otra que fuera más de su conveniencia y a la que tuviera derecho. Tal previsibilidad ha desaparecido y los pobres profesores, superadas las pruebas, se ven sometidos durante años a la trashumancia. Pero la trashumancia es propia del ganado y de los sufridos pastores, no de los funcionarios públicos.

Si esto ocurre con quienes han superado unas pruebas, imagine el lector lo que ocurre con quienes ostentan la condición de interinos, piezas movibles de un tablero regido por reglas arcanas y en donde -precisamente por ello- los enigmas sobrepasan con holgura a las certezas. La desesperación del observador se afianza si contemplamos la carencia de personal en la asistencia sanitaria, especialmente lacerante en las zonas rurales, agravada por las consecuencias del virus. O en los servicios sociales o de empleo que tanto perjuicio causan a personas en situaciones desesperadas. Por no hablar de la Agencia Tributaria que exige un tipo de funcionario muy cualificado para que la seriedad se alíe con la solidaridad en beneficio de todos.

Al mismo tiempo, es bien cierto que, no todos, pero sí la inmensa mayoría de los interinos han adquirido tal situación gracias a la mediación de un pariente o al favor de un político. Lo lógico es que se les aclare desde el primer momento, sin la menor duda, que su condición es precaria y esconde un privilegio del que no han gozado miles de españoles carentes de ese cuñado bienhechor o de ese concejal, consejero o ministro que extrema su ternura con los allegados políticos. Un detalle que trastorna el orden constitucional entre cuyos valores se encuentra el mérito y la capacidad adecuadamente demostrados, como llaves que abren la puerta de acceso a los empleos que se financian con dinero público. Gracián ya dejó escrito que “no se habría de proveer dignidad ni prebenda sino por oposición, todo por méritos, solo a quien venga con más letras que favores”. Y esto dicho en el siglo XVII, cuando aún no se vivía bajo las actuales finuras constitucionales.

Por tanto, si tal interino estuviera en su puesto de trabajo solo el plazo que se necesita para que sea ocupado por un funcionario de carrera, entonces no se habría creado el atolladero que estamos viviendo conocido como “el “problema de los interinos”. Pero tal no ocurre, lo que se debe a la deficiente gestión de la función pública ya explicada. De esa coyunda entre el trato de favor (insistimos: no siempre, pero sí con absoluta frecuencia) y la incuria nace el interino. El “interino eterno” lo que es un oxímoron porque el interino, según el DRAE, es quien “ejerce un cargo o empleo por ausencia o falta de otro”. Es como si habláramos de la “embarazada eterna”.  Y al “interino eterno” el juez no tiene más remedio que ayudarle solucionando los casos concretos y escandalosos de los que conoce en el ejercicio de su función.

Otra cosa es que el legislador se empeñe en resolverlo y lo haga además utilizando, en lugar de una pluma sutil, la tosca herramienta de la chapuza. Porque chapuza, y de las clamorosas, es que a quien lleve diez años de servicio se le exima de cualquier prueba, la mínima que se pueda imaginar: un simple dictado, verbi gratia, para comprobar si el candidato maneja de manera ortodoxa consonantes comprometidas como son la “b” y la “v”.

¿Por qué diez años? ¿De dónde sale esa cifra? Estamos ante un acuerdo al que se ha llegado sin consulta previa ni con las Comunidades Autónomas ni con las entidades locales, altamente afectadas. No es mal desaire para un Gobierno de coalición que enarbola el diálogo y la “cogobernanza” como emblemas de su condición progresista, transversal e inclusiva. Chapuza pues, remiendo impresentable. Que a nadie puede extrañar si, como sabemos por los medios de comunicación, el bodrio ha sido cocinado in extremis por dos o tres diputados. Personas estas a quienes debemos respeto por ser nuestros representantes elegidos en listas electorales bloqueadas y cerradas. Pero ningún respeto más, pues se trata de seres que poco o nada saben de los asuntos serios y el de la función pública como soporte del Estado.

A quienes están tan justitos de conocimientos, caso de esos diputados, no se les deben encargar, sin tomar las cautelas adecuadas, asuntos complejos. Muchos españoles nos quedaríamos más tranquilos si supiéramos que en este tema se había contado con la opinión de catedráticos como Alejandro Nieto o Miguel Sánchez Morón. O con el Informe exhaustivo del Defensor del Pueblo (2003) que criticaba el abuso de la interinidad porque crea “un entramado de intereses contrapuestos”: frustra las expectativas de otros funcionarios al impedirles su promoción y obstaculiza a los opositores que aspiran a presentarse a pruebas públicas, limpias y juzgadas por personal competente (no por aficionados de los sindicatos). El aumento de la interinidad agudiza la desigualdad y extrema el peligro de la arbitrariedad pues es sabido que la contratación de personal temporal no conoce las garantías de la selección de funcionarios de carrera. A ello se añade que los procesos de posterior consolidación – como este que ahora estamos tratando- implican en la práctica incorporar mediante pruebas simples a quienes en su día accedieron sin una demostración exigente de sus méritos.

A la vista de lo expuesto, la complejidad del problema salta a la vista. Nada más frívolo que encargar su tratamiento a quienes carecen de los saberes necesarios y viven las urgencias de alcanzar acuerdos políticos que calmen los aprietos de sus respectivos jefes.

Antes de acabar consignemos con dolor la última botaratada que figura en la ponencia política que va a debatir el PSOE y que consiste en otorgar becas a los opositores a Judicaturas para garantizar el acceso “democrático” a la Carrera Judicial. Hace falta tener cuajo para anunciar este proyecto. Quienes firmamos este artículo llevamos decenios explicando en Facultades de Derecho y podemos asegurar que las plazas de jueces y fiscales se obtienen por jóvenes de orígenes sociales variados, entre ellos son legión los de humilde procedencia. A ver si de una vez se aclara el mundo progresista: el único ascensor que asegura la justicia social es el de las oposiciones libres.

 

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho Administrativo. Autores de “Panfleto contra la trapacería política. Nuevo Retablo de las Maravillas” con Prólogo de Albert Boadella (Triacastela, 2021).

 

En torno al Proyecto de Plan de Recuperación: un plan (aún) gaseoso:

Introducción 

Tras un larguísimo compás de espera, y pocas horas antes de ser debatido en el Congreso de los Diputados, se hizo público el proyecto del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (“España Puede”). Se trata de un avance muy resumido (al parecer) de lo que se presentará finalmente a la Comisión. La nota fundamental que lo caracteriza es la continuidad con el proyecto presentado en el mes de octubre de 2020, que ha servido de armazón para construir el proyecto definitivo que se presentará en Bruselas antes del 30 de abril de 2021.

Un análisis de las 211 páginas y de los anexos excede con mucho estas primeras impresiones. Entrar en todo su contenido, aparte de prematuro, sería absurdo por imposible. Pero, sin perjuicio de un análisis más detenido que  haré en su momento, sí quisiera llevar a cabo unas breves consideraciones generales sobre algunos aspectos que llaman la atención en esta primera y rápida lectura, con la precisión de que cualquier mirada que se haga al citado plan puede ser autocomplaciente (como lo es este Plan sobre sí mismo) o puede ser crítica (como lo son algunas de las apreciaciones que aquí se hacen).

Nadie pondrá en cuestión la trascendencia del empeño para la recuperación de este país, pero escribir un comentario laudatorio no tiene mucho sentido, pues no añadiría ningún valor a lo que el propio Plan ya contiene, que bien se encarga de repartir loas por doquier sobre lo excelente que se hacen y se han hecho las cosas. La campaña de comunicación que se predica en el último epígrafe del Plan ya ha dado comienzo con la propia redacción y difusión del texto, que contiene puntos positivos (que en su momento resaltaré) y otros menos acertados, que son de los que me ocupo ahora.

Esta entrada la dedicaré a destacar algunos puntos críticos que atañen al aspecto institucional. Estas breves observaciones las estructuraré en dos apartados: formales y materiales.

Observaciones formales

El apartado de observaciones formales se podría resumir en las siguientes:

  1. El Plan tiene, en su contenido, una clara continuidad y, por tanto, escasas novedades, desde el punto de vista institucional, a las ideas-fuerza que ya ha venido ofreciendo el Gobierno en diferentes normas y documentos elaborados desde mediados de 2020, entre otros: Agenda España Digital 2025; proyecto de Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (octubre 2015); Estrategia Nacional de Inteligencia ArtificialReal Decreto-Ley 36/2030, de 30 de diciembre; Plan de Digitalización de las Administraciones Públicas; y Plan Nacional de Competencias Digitales. Hay, en muchos pasajes del texto, una cierta percepción tras su lectura de un déjà vu.
  2. El Plan tampoco se hace demasiado eco (se puede decir incluso que en buena medida en su dimensión formal o de presentación prescinde de algunas de sus previsiones) del importante contenido del Reglamento (UE) 2021/241, de 12 de febrero, del Parlamento Europeo y del Consejo por el que se establece el Mecanismo de Recuperación y Resiliencia. Bien es cierto que, como no podía ser de otro modo, respeta los criterios más relevantes del Reglamento. Y también hace un uso relativo de los pilares allí recogidos, pero diluyéndolo en el esquema inicial de Ejes/Políticas Palanca/Componentes (antes líneas e actuación). Mantiene las exigencias del Reglamento en cuanto a inversiones prevalentes en transición verde y digital (superando claramente los umbrales iniciales previstos del 37 y 20 por ciento, respectivamente, alcanzando casi un 70 por ciento del total de inversiones entre ambos ejes). También anuncia una utilización escalonada de los fondos Next Generation, echando mano primero de las contribuciones financieras no reembolsables (que son las que se presupuestan por valor total de más de 70.000 millones de euros) y más adelante a partir de 2022 de los préstamos. En todo caso, las medidas de prevención, seguimiento y control frente al fraude, los conflictos de interés o la corrupción, se despachan en poco más de dos páginas, con lugares comunes e intentos de beatificar el sistema de seguimiento y control de los fondos mediante una llamada a “órganos independientes de la propia gestión”, que, en realidad son órganos incorporados a la estructura jerárquica del Ministerio correspondiente y dependientes de éste (como la Secretaría General de Fondos Europeos o la IGAE). Comparar la gestión ordinaria de los fondos tradicionales europeos con esta gestión excepcional no tiene parangón. Se debería haber encomendado el control y seguimiento a autoridades realmente independientes (AIReF, por ejemplo). De prevención, nada de nada. Es un tema que ni está ni se le espera, como ya vengo denunciando en otras entradas anteriores.
  3. Una lectura del Plan nos advierte de constantes reiteraciones, repeticiones no solo de ideas sino también de partes literales del texto. Sumergirse en su lectura es como navegar por el Guadiana: las ideas aparecen y desparecen, para volver a aparecer. Mucha reiteración, demasiada letra gratuita, bastante autocomplacencia, lo que  da al documento una factura más de manifiesto o de instrumento propagandístico que de Informe serio sobre el cual se deba basar de modo efectivo la recuperación de un país para “la próxima generación” a través de proyectos de inversión y reformas, que poco se precisa sobres estas últimas. La mirada estratégica está (casi) ausente. Predomina la contingencia y la necesidad inmediata. En clave de poder y de elecciones, que es lo que manda.
  4. Y, por último, sorprende la escasa presencia de la Agenda 2030 y de los ODS en la construcción definitiva del Plan, que ha quedado absolutamente desdibujada con siete escasas referencias incidentales y sin que tales ODS, que deben ser aplicados a un plan de recuperación y resiliencia que se ha de proyectar su ejecución hasta 2026, se les haya dado el protagonismo que requieren propio de una ausente mirada estratégica como es la que proporciona la propia Agenda 2030. Se objetará a lo anterior que materialmente está presente en muchos de los proyectos y reformas, pero su no visualización produce desconcierto, propio sin duda de la inexistencia efectiva de un órgano transversal en el Gobierno de España que lidere la implantación de la Agenda en las políticas gubernamentales (ya que la Agenda 2030 está dispersa en varios Ministerios y el liderazgo ejecutivo de la que antes fuera la Vicepresidencia 2ª nunca fue reconocido internamente en este ámbito).

(Algunas) Observaciones de contenido:

Si analizamos el contenido del Plan desde la perspectiva de un análisis institucional y de la Administración Pública, algunas observaciones que se pueden traer a colación serían las siguientes:

  1. Las instituciones y su reforma son las grandes olvidadas del Plan de Recuperación. Hay, es cierto, algunas llamadas a reformas de aspectos puntuales del funcionamiento del Estado (como la Justicia, por ejemplo; o vagos compromisos en materia del sistema de pensiones o del mercado de trabajo) o constantes y persistentes referencias a la Modernización de las Administraciones Públicas (especialmente de la AGE), aspectos que resultan muy difusos y que se enmarcan sobre todo en la digitalización como pretendido factor de transformación, que probablemente (dado el volumen inversor que es muy elevado en ese ámbito) tenga (o debería tener, que no siempre es lo mismo) unos efectos importantes, pero que yerra al creer que la reforma del sector público es un problema instrumental y no sustantivo o institucional. El Plan de Reformas, amén de inconcreto, es, por tanto, sencillamente decepcionante en lo que al plano institucional respecta.
  2. El Plan desde los inicios de su gestación ha tenido una ambición mínima en lo que a transformación del sector público implica, y su versión definitiva constata este primer diagnóstico. Su mirada siempre ha sido de luces cortas en este ámbito.
  3. Los escasos proyectos de modernización de las Administraciones Públicas que se dibujan de forma esquemática carecen de mirada estratégica. Las únicas concreciones, como ya hiciera el Plan inicial, se limitan a buscar soluciones al problema de la interinidad o temporalidad en el empleo público y poco más, como si los problemas estructurales de la Administración española y de su empleo público se situaran en ese pobre escenario. Nada de jubilaciones masivas ni de relevo generacional. Ausencia total de los nuevos perfiles que requerirá la revolución tecnológica (que con la inversión en digitalización e IA, se acelerará), ni referencia alguna a la obsolescencia de los perfiles actuales que abundan por doquier en la administración. Tampoco nada de personal directivo profesional. Ninguna referencia a las estructuras organizativas ni al desproporcionado sector público institucional. Unas breves referencias a la necesidad de mejora de la coordinación y una genérica alusión al “refuerzo del capital humano” es todo lo que hay. La obsesión del Plan es garantizar la digestión de los fondos y, a pesar de hablar de reforma estructural, lo que hace es una reforma contingente dedicada principalmente a la “Transformación de la Administración Pública para la Ejecución del Plan de Recuperación” (C11.15). En fin, un enfoque sistémico de una pobreza supina. Si la Administración Pública debe ser (como reconoce el propio Plan) la locomotora o el tractor que empuje la recuperación económica, creo que con los mimbres actuales de una Administración avejentada y obsoleta el descarrilamiento del tren está descontado. La bofetada de realidad puede ser mayúscula. El citado componente 11.15 pretende poner paños calientes. Pero serán insuficientes. Sanciona la dualidad de la Administración, si es que la de primera división realmente funciona finalmente.
  4. Y, en efecto, el Plan contiene llamadas constantes y permanentes al Real Decreto-Ley 36/2020 como herramienta que pretendidamente facilitará una gestión y absorción de los fondos europeos. Es la gran piedra filosofal para que todo funcione correctamente. El grado de autocomplacencia que muestra el Plan con esa discutida y discutible normativa es elevadísimo. La Gobernanza que predica le parece al Plan como la adecuada y necesaria. Las medidas de gestión, idóneas. La simplificación de trámites y agilización de procedimientos son, asimismo, soluciones óptimas. Sorprende que sobre tan polémicas decisiones y tales mimbres normativos se haga descansar el éxito del Plan. No reiteraré lo ya expuesto en otras entradas, pero la bofetada final puede ser monumental: demasiado peso gestor para una Administración General del Estado que concentra todo el impulso, seguimiento y control del modelo cuanto sus prestaciones gestoras son muy limitadas, lo que anuncia o una externalización o una incorporación de personal externo cualificado o un previsible fracaso de gestión. La clave está en descentralizar al máximo la gestión en los niveles de gobierno autonómicos y locales (como así se apunta), pero aún así la batuta y el control sigue siendo absolutamente centralizada. Ya veremos cómo funciona; pues las administraciones autonómicas y locales tampoco están precisamente en su mejor momento.

Final 

El Plan que se ha presentado sigue, por consiguiente, en estado gaseoso. Como ya lo estaba, aunque con algunas concreciones, sobre todo de asignaciones financieras a cada política palanca y, particularmente, a sus respectivos componentes (30 en total; pero sólo 26 con asignaciones financieras) que allí se integran. El Componente es el elemento central de asignación presupuestaria. La batalla de la concreción sobre qué proyectos se llevarán a cabo, así como cuántos PERTE se pondrán en circulación, y en qué medida la gestión de tales proyectos será territorializada o no (algo que también depende de lo anterior) se deja de momento en el limbo y a la decisión de cada Ministerio y Conferencia Sectorial en función de las competencias de cada nivel de gobierno.

En cualquier caso, el modelo de Gobernanza sigue marcado por la línea dibujada en el decreto-ley de fondos, y por tanto es muy centralista en lo que se refiere a la selección de algunos proyectos (especialmente, PERTE) y también al control de la ejecución de todos los proyectos de inversión y de las reformas. Los hitos y objetivos los impulsan y fiscalizan los departamentos ministeriales. Y, por tanto, está completamente inspirado en un modelo departamental, en cuanto que la gestión de cada Componente se vincula (al menos así se dice) a un determinado Ministerio, con lo cual obliga a que los proyectos de inversión sean monotemáticos y que, por consiguiente, los proyectos transversales encuentren dificultades de imputación y se puedan perder iniciativas de innovación y transformación que no puedan ser situadas en un único ámbito competencial ministerial, salvo que se abran vías de flexibilización en la participación en las ayudas y en la gestión de los proyectos.

Lo más preocupante no es que esa configuración departamental hipoteque la selección de los proyectos, sino que todo apunta a que, si no se adoptan medidas correctoras, puede hipotecar la propia ejecución. Con lo cual todo hace presumir (y espero sinceramente estar equivocado) que lo que mal empieza, mal puede acabar, salvo que la flexibilidad y la capacidad de adaptación haga corregir los errores.. Veremos cómo se definen los proyectos, de qué manera se gestionan y cómo se absorben. Son las tres preguntas clave que quedan todavía hoy sin resolver.

DOCUMENTACIÓN:

130421- Plan de recuperación, Transformacion y Resiliencia

16032021_PreguntasRespuestasPR

 

Una versión previa de este texto puede leerse aquí.

No importa cuánto Estado, sino su calidad: el sector público que queremos tras la pandemia

“Durante el siglo XIX, el gran debate político fue el del tamaño y la función de lo público en la economía: ¿Cuánto Estado? Sin embargo, lo que, al parecer, ha importado más en esta crisis ha sido otra cosa: concretamente, la calidad de la acción de gobierno de ese Estado”

Fareed Zakaria, Diez Lecciones para el mundo de la postpandemia (p. 47).  

 

En este post no pretendo llevar a cabo una reseña del interesante libro de Fareed Zakaria, Diez lecciones para el mundo de la postpandemia, (Paidós 2021), algo que ya ha sido hecho de forma muy precisa (ver aquí: elcultural.com). Tampoco persigo hablar de nuevo del manido tema de la pandemia o de otro libro más que sobre este tema aparece. La pandemia produce agotamiento y algo de hartazgo, aunque deba ser todavía objeto de nuestra preocupación evidente por un elemental sentido de responsabilidad y de supervivencia. Interesa más, sin embargo, incidir en qué ocurrirá después, cuando esta pesadilla se evapore o, al menos, se limite en sus dramáticos efectos.

Y, en relación con el mundo que viene, no es inoportuno preguntarse si esta revitalización del Estado y de lo público en este último año tendrá continuidad y, sobre todo, cómo.  Conviene interrogarse si realmente es necesario seguir engordando más las estructuras de lo público y dotarnos de administraciones públicas paquidérmicas, con escasa capacidad de adaptación (resiliencia) y llamadas más temprano que tarde a mostrar más aún las enormes disfuncionalidades que hoy en día ya presentan, especialmente por lo que respecta a la prestación efectiva de sus servicios y de la sostenibilidad financiera de todo ese entramado.

El debate sobre el perímetro de lo público siempre tiene una carga ideológica inevitable, pues quienes defienden su reducción han estado siempre alineados en corrientes neoliberales, mientras que quienes mantienen su crecimiento son situados en el campo de las opciones de políticas de izquierda. Pero, como suele ser habitual, las cosas no son tan simples. Lo importante de un Estado y de su Administración Pública, así como de sus propios servicios públicos, no es tanto la cantidad como la calidad o la capacidad estatal que tales estructuras tienen de adoptar políticas efectivas y eficientes. Puede haber Administraciones Públicas densas y extensas cargadas de ineficiencia, como también las puede haber con resultados de gestión notables. Y lo mismo se puede decir de estructuras administrativas reducidas en su tamaño. El autor aporta varios ejemplos de ambos casos. La calidad del sector público puede ofrecer muchas caras. Y, la ineficiencia, también. Lo trascendente no es tanto el tamaño, sino las capacidades efectivas, así como las soluciones, que el Estado ofrezca.

Entre otras muchas, que ahora no interesan, esta es una de las más importantes lecciones que nos presenta el prestigioso escritor de ensayo y periodista F. Zakaria en un sugerente capítulo de su obra que lleva por título “No importa cuánto Estado, sino su calidad”. Allí recoge una serie de reflexiones que conviene recordar en esta país llamado España porque deberán ser aplicadas cuando la recuperación (algún día será) comience, puesto que engordar artificialmente más lo público, por mucho que pueda ser una medida anticíclica y necesaria en un contexto de crisis, no es sostenible en el tiempo. Antes de optar por extender más aún el sector público cabe medir bien por qué y para qué se crece o interviene, así como evaluar sus impactos (sociales, pero también financieros o de sostenibilidad), pues lo contrario puede terminar proporcionando pan para hoy y hambre para mañana.

Extraigo algunas reflexiones de este autor que, si bien muestra claramente sus cartas (tal como él nos dice: “no soy muy partidario de los sectores estatales sobredimensionados”), reflejan muy bien el fondo del problema, aunque ponga el foco en la democracia estadounidense:

Aumentar el tamaño de la administración pública sin más contribuye muy poco a resolver los problemas de la sociedad. La esencia del buen gobierno es un poder limitado, pero con unas líneas de actuación claras. Es dotar a los decisores públicos de autonomía, discrecionalidad y capacidad para actuar según su propio criterio. Solo puede haber buen gobierno si el Estado recluta a un personal inteligente y dedicado que se sienta inspirado por la oportunidad de servir a su país y se gane el respeto de todos por ello. No es algo que podamos crear de un día para otro”.

Lo trascendente es, por tanto, situar correctamente el problema. No es cuestión de tamaño; sí de capacidades, pero también de control y límites. Cuando fallan las capacidades y también los límites, algo grave sucede. Llegar allí, si no se está o se está lejos, lleva un tiempo. Y pone dos ejemplos de buen gobierno cuando se refiere a Corea del Sur y Taiwán que, partiendo de dictaduras, caminaron hacia modelos de gobierno eficientes y aprendieron de la historia. Solo los países estúpidos no saben extraer lecciones del pasado y tampoco aprenden a enderezar el presente. El autor cita luego a “los grandes daneses” (también, en otros pasajes, pone como ejemplo a Nueva Zelanda, los países nórdicos, Alemania o Canadá, entre otros), y sin que ello implique contradecir sus argumentos. El entorno público danés proporciona un Estado de calidad (pero con una presión fiscal indudable) o, si se prefiere, con fuertes capacidades estatales para afrontar los problemas. La desigualdad que viene y el desempleo que asoma, requerirán medidas muy incisivas de protección, pero especialmente de educación y formación en competencias que haga factible la triple inclusión social/digital/ocupacional, también de reactivación económica y de flexiseguridad (algo en lo que Dinamarca ha sido pionera).

Fareed Zakaria trata muy bien el desafío digital y el de la desigualdad. La digitalización, por mucho que conlleve aparición de nuevos perfiles de empleo, destruirá inevitablemente puestos de trabajo, en ámbitos además en los que la recolocación es muy compleja. La desigualdad crecerá poniendo en jaque algunos de los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030. En los años que vienen, habrá que llevar a cabo más políticas cualitativas y menos cuantitativas: medir muy bien qué se quiere y cuáles serán sus impactos presentes y futuros. El inaplazable reequilibrio fiscal obligará a ello. Y cabe prepararse para ese duro reto. Cerrar los ojos a la evidencia, es la peor estrategia posible. Pero muy propia de unos políticos que –como dice este autor- están “instalados en el cargo y temerosos de complicarse la vida por miedo a sus competidores” . Difícilmente, se puede describir mejor a aquellos que han hecho de la política un mero instrumento para perpetuarse en el poder pretendiendo ganar elecciones y no para gobernar o resolver los problemas de una castigada ciudadanía. Si la política no sirve para mejorar la calidad de vida y hacer más felices a los ciudadanos, pierde todo su sentido y se transforma en poder desnudo, antesala del final de la democracia.

Nadie, por tanto, pone en duda que en España se necesita un sector público sólido o robusto (como gusta decir ahora), que actúe como palanca de la recuperación; pero eso no quiere decir que deba ser más denso y extenso, sino más especializado, mejor cualificado y, por tanto, más tecnificado (la digitalización y la revolución tecnológica tendrán, inevitablemente, impactos sobre la estructura y dimensiones del empleo público y sus cualificaciones); es decir, requerimos con urgencia afrontar lo que no hacemos: comenzar la larga reedificación de unos sistemas de Administraciones Públicas adaptados a las necesidades, eficientes y con valores públicos. El caótico y descoordinado “archipiélago” institucional y de administraciones públicas en el que también (no sólo EEUU) se ha convertido España, no ayuda ciertamente; salvo que se pacten tales premisas de transformación y cambio, lo cual en estos momentos es lisa y llanamente inalcanzable.

Dicho de otro modo, urge que quien actúe o sirva en tales instituciones y estructuras organizativas públicas acredite realmente (y no sólo en las formas o discursos vacuos) un compromiso constante con la ciudadanía. Necesitamos instituciones y Administraciones Públicas con buenas cabezas, músculos tonificados y mucho menos tejido adiposo. Y bien armadas de valores. Si no somos capaces a corto plazo de reclutar y atraer talento político, directivo y funcionarial a nuestras Administraciones Públicas, así como sumergir a esos actores en un sistema de infraestructura ética, y hasta ahora no lo estamos siendo, el futuro no pinta nada bien. Aunque pueda parecer un sueño, como expone Zakaria, “los países pueden cambiar”. Ese es el reto. Pero no se transforma el sector público con coreografía, eslóganes de impacto ni performances, sino con estrategia auténtica y acción decidida. Y eso se llama liderazgo político contextual (Nye), transformador y compartido. Algo de lo que, de momento, estamos bastante ayunos.

 

Una versión previa de este texto puede leerse aquí.

La sombra del Plan E es alargada: sobre los riesgos de la gestión de los fondos europeos

Como es sabido, la gobernanza, gestión y ejecución de los fondos europeos constituye un reto formidable para España. Estamos hablando de una enorme cantidad de dinero de los cuales a España le corresponden alrededor de 140.000 millones de euros, aproximadamente un 3% del PIB. El reto se deriva no sólo del volumen sino también del corto plazo de tiempo (tienen que ejecutarse antes del 2026), así como de la situación en que se encuentra la Administración Pública española después de una década de descapitalización en forma de jubilaciones, recortes, falta de reposición de efectivos, falta de perfiles cualificados, recursos insuficientes, falta de incentivos adecuados, etc., etc. Esta falta de capacidad de las Administraciones españolas ya ha provocado en el pasado problemas de ejecución, de manera que durante el periodo 2014-2020 la ejecución de los fondos ascendió al 39% de lo comprometido.

Para enfrentarse con esta situación, el Gobierno optó por aprobar el Real Decreto-ley 36/2020, de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia. La finalidad declarada era atajar los que consideraba “cuellos de botella” en la gestión de los fondos europeos y, por tanto, agilizar y “desburocratizar” la gestión. El problema es que probablemente por el camino han tirado el niño con el agua de la bañera, como pone de manifiesto el ya famoso dictamen 783/2020 del Consejo de Estado sobre dicha norma, que el Ejecutivo no había querido desvelar. Hasta tal punto es así que, una vez conocido su contenido, el grupo parlamentario de Vox ha manifestado que, de haberlo leído antes, hubiera votado en contra de la convalidación del Real Decreto-ley que, recordemos, salió adelante gracias a su abstención.

Efectivamente, el dictamen del Consejo de Estado pone de relieve la supresión o la reducción de una serie de garantías y controles que se habían establecido con la finalidad precisamente de evitar una mala gestión. Se trata, en la mayoría de los casos, de flexibilidar o suprimir autorizaciones o informes preceptivos (que habían sido establecidos para prevenir la mala gestión, el despilfarro, el clientelismo o la corrupción) o acortar plazos, básicamente acudiendo a los procedimientos de urgencia. En particular, se simplifican y se acortan trámites y plazos en los procedimientos de contratación pública y subvenciones. El problema, claro está, es que estamos hablando de mecanismos preventivos de control que, aunque ralenticen la gestión, sirven para reducir esos riesgos que, no lo olvidemos, se han materializado en demasiadas ocasiones, como demuestran los numerosos problemas de corrupción en torno a la contratación pública ligados o no a la financiación irregular de los partidos políticos como ha ocurrido en la GÜRTEL o en el caso de los ERES de Andalucía, donde el dinero procedía del Fondo Social europeo.

Tampoco conviene olvidar que la desaparición de estos mecanismos preventivos de control y de estas garantías no va acompañada de su sustitución por algún sistema de contrapesos internos, técnicos e independientes, digno de tal nombre. Más bien lo contrario: la gobernanza de los fondos europeos es muy problemática. En primer lugar, porque está muy centralizada dado que el máximo órgano de gobernanza (la Comisión para la Recuperación, Transformación y Resiliencia) coincide básicamente con el Consejo de Ministros, y el Comité Técnico que se crea para apoyarle es nombrado por esta Comisión. La coordinación con las CCAA se establece a través de la Conferencia Sectorial del Plan, en la que ya han aparecido problemas derivados de la reserva del voto decisivo para el Ministerio de Hacienda. En definitiva, se trata de un modelo de gobernanza excesivamente político y centralizado, pese a la existencia de una Conferencia sectorial más centrada en cuestiones relativas a la ejecución que en el diseño y en la gobernanza. Y, sobre todo, llama la atención la falta de participación a todos los niveles de organismos independientes y de expertos.

En definitiva, por decirlo con palabras del Consejo de Estado, aunque sea necesario flexibilizar la gestión de los fondos europeos debido al contexto de máxima urgencia, es necesario a la vez garantizar “el mantenimiento de un riguroso control en cuanto a la asignación” de los recursos y “su vinculación a los fines para los que sean concedidos”. Parece que el Gobierno tiene más claro que hay que gastar rápido que hay que gastar bien. Es normal que suenen algunas alarmas. Y es que la sombra del Plan E es alargada.

 

Una versión previa de este texto se publicó en Crónica Global.