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La realidad incontestable del principio y derecho a una buena administración

¿Existe un derecho a una buena administración pese a las prerrogativas existentes de las administraciones públicas? ¿Es la buena administración una realidad jurídica hoy en día? 

Sí, lo es. Una realidad totalmente consolidada en nuestra legislación y jurisprudencia, como contrapeso, precisamente, a dichas prerrogativas. Pero una realidad que es perfectible y susceptible de ser mejorada, como se tuvo ocasión de debatir en el II encuentro de la Red de Cátedras de Transparencia y Gobierno Abierto, organizado en esta ocasión por la Cátedra de Transparencia y Buen Gobierno de la Universidad de Alicante, dirigida por el Profesor Josep Ochoa, y en la que participó la Sindicatura de Greuges de Valencia, con presencia del actual Síndic, señor Ángel Luna.

Sin embargo, partiendo de esa realidad, es crucial para poder avanzar realmente evitar las imprecisiones y vaguedades que pueden hacer que surja el espejismo de la ilusión o inutilidad de la buena administración. Confusión frecuentemente causada por la ausencia de conocimiento en profundidad de los avances jurídicos ya realizados y consolidados sobre la buena administración. En el caso de la Unión Europea, donde el derecho a una buena administración, como es sabido, está consagrado en el art. 41 de la CEDF desde el año 2000 (pero ha sido usado por el TJUE desde 1950), la Comisión Europea publicó en 2019 una encuesta del Eurobarómetro sobre el conocimiento de la Carta por parte de la ciudadanía. Según la misma, aunque la situación ha mejorado ligeramente desde 2012, solo el 42 % de los entrevistados había oído hablar de la Carta y solo el 12% conocía su contenido. Los resultados también muestran que seis de cada diez encuestados desearían tener más información sobre la Carta y sobre dónde acudir en caso de vulneración de sus derechos. 

Este desconocimiento debe ser subsanado, porque la realidad jurídica de la buena administración está íntimamente vinculada con un contexto de mutaciones de la legitimidad y funciones de la intervención pública y no es, ni mucho menos, una moda pasajera. La evolución del modelo de burocracia weberiana, a la Nueva Gestión Pública y a la buena gobernanza, se explica por las insuficiencias de las primeras, que se han hecho más agudas con la Gran Recesión económica experimentada, la pandemia, el cambio climático o la guerra de Ucrania, por ejemplo. Se ha demostrado como la retirada indiscriminada de lo público, promovida por modelos como el del llamado Estado Garante, genera numerosos problemas sociales, económicos y políticos. Por ello, la OCDE ha llamado a superar la limitada perspectiva de la Nueva Gestión Pública, que ha prometido más de lo ofrecido en la realidad, y evolucionar hacia la preocupación por la calidad de la gestión pública, que recupere la confianza ciudadana en las instituciones públicas y que se integre en infraestructuras de integridad y buena administración.

La gran relevancia de la buena administración está ligada a su impacto en el viejo y caduco concepto de la discrecionalidad administrativa, poniendo fin a la idea tradicional entre nuestra doctrina y jurisprudencia de que ésta consistía en una libertad de elección indiferente para el Derecho. Ahora, esto ya no es cierto: la discrecionalidad no es arbitrariedad y debe ser buena administración. Como apunta la STS de 7 de octubre de 1999, en referencia a la sentencia de instancia y su caracterización de la discrecionalidad: «…decidir entre diversas alternativas «jurídicamente indiferenciadas», como textualmente expresa la Sentencia recurrida –aunque cabría preguntarse si en un Estado de derecho puede admitirse la existencia «a priori» de algo «indiferente jurídicamente»». Efectivamente, cabe dicha pregunta y la respuesta debe ser negativa, puesto que, como vamos a ver, hay atención del Derecho, al cumplimiento de la obligación jurídica de debida diligencia en el ejercicio de la discrecionalidad.

En línea con la doctrina jurídica y la jurisprudencia europeas, que llevan décadas ocupándose del tema, vamos a distinguir entre un sentido amplio y no preciso de buena administración y un sentido estricto y concreto, que es el que le da su perfil propio, frente a otras nociones, principios y derechos ya preexistentes, y la hace tan útil. En el ámbito doctrinal, la publicación desde hace años del Anuario del Buen Gobierno y de la Calidad de la Regulación, parcialmente abierto en línea, y de la Colección de la editorial Marcial Pons sobre Derecho, Buen Gobierno y Transparencia han enriquecido notablemente las aportaciones al respecto.

  1. Sentido amplio e impreciso

De uso no infrecuente, vendría a significar una administración correcta, adecuada, y, por tanto, en este sentido cabría englobar diversos elementos vinculado con el Estado Social y Democrático de Derecho. En este sentido, buena administración sería un concepto paraguas que englobaría cualquier componente deseado de la actividad administrativa, superponiéndose, de hecho, a otros derechos y principios generales ya existentes, como los de legalidad, buena fe, seguridad jurídica, interdicción de la arbitrariedad, proporcionalidad, igualdad, eficacia, eficiencia, buen gobierno, buena gobernanza, transparencia, participación, calidad, ética, integridad…

Asimismo, por oposición a la buena administración, el concepto de mala administración (mencionado en el art. 43 de la CDFUE), supone la violación de ésta. Puede emplearse también de modo no técnico, englobando cualquier supuesto de comportamiento ilegal o inadecuado del poder ejecutivo.

No nos parece de gran utilidad este concepto de buena administración (ni de mala administración), pues es un passepartout, que reitera lo que, con mayor precisión, el ordenamiento jurídico ya utiliza y ha sido trabajado y precisado durante mucho tiempo por los operadores jurídicos.

Por tanto, para evitar duplicidades y confusiones inútiles, es recomendable en foros técnico-jurídicos evitar este sentido de la buena administración (y de la mala administración).

  1. Sentido estricto o técnico. La diligencia debida o debido cuidado.

Del análisis de toda la normativa existente y de la abundante jurisprudencia europea y española, podemos avanzar que cabe inducir que el derecho a una buena administración se aplica al ejercicio de potestades y funciones administrativas, sea este ejercicio por parte del gobierno, sea por parte de la administración (pudiendo y debiéndose plantearse su extensión a los privados que ejerzan funciones públicas) e implica que los miembros del gobierno y los altos cargos y los empleados públicos en cumplimiento de sus obligaciones de buena administración deberán actuar con la diligencia debida de un cuidadoso servidor público, lo que supone, de acuerdo con la abundante jurisprudencia existente:

  • actuar solo en ausencia de conflictos de intereses, 
  • con la información necesaria, 
  • teniendo en cuenta los factores relevantes 
  • otorgando a cada uno de los mismos su debida importancia en la decisión, excluyendo de su consideración todo elemento irrelevante,  
  • motivando suficiente y congruentemente la misma en relación con la fundamentación existente en el expediente. 

La correlación estrecha entre buena administración y diligencia debida está bien establecida en la muy abundante jurisprudencia del TEDH, del TJUE, que había dictado casi 1500 sentencias a fecha de 2021, del TS español y de los TSJ de las CCAA, que suman, literalmente, varios miles de sentencias dictadas en las últimas décadas, considerando, perfilando y aplicando la buena administración, protegiendo así a los ciudadanos europeos y españoles. Sólo como meros ejemplos, reproducimos párrafos de una STEDH, de una STJUE, de una STS y de una STJCA, de entre las existentes:

-Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Grobelny v. Poland (Application no. 60477/12), de 5 de marzo de 2020:

«61. Por otra parte, según el principio de good governance (buena administración) cuando un asunto de interés general está en juego, corresponde a los poderes públicos actuar a tiempo, de forma adecuada y con la máxima coherencia (véanse las sentencias Beyeler, antes citada, § 120, y Megadat.com S.r.l. v. Moldova, nº 21151/04, § 72, 8 de abril de 2008)». Por cierto, el TEDH ha utilizado esta doctrina en la reciente STEDH de 9 de abril de 2024, Verein klimaSeniorinnen Schweiz and Others v. Switzerland, en la que ha condenado a Suiza por una mala administración en relación con el cambio climático, puesto que ha incumplido la diligencia debida que impone la obligación positiva derivada del art. 8 del Convenio.

-Tribunal de Justicia de la UE, sentencia 30 de enero de 2002, Caso T-54/99, Max. mobil Telekommunikation Service GmbH. v. Commission):

«Debe señalarse, con carácter preliminar, que la tramitación diligente e imparcial de una denuncia se refleja en el derecho a la buena administración, que forma parte de los principios generales del Estado de Derecho comunes a las tradiciones constitucionales de los Estados miembros..»

-Tribunal Supremo, STS de 15 de octubre de 2020 (rec.1652/2019):

«Es sabido que el principio de buena administración está implícito en nuestra Constitución (artículos 9.3, 103 y 106), ha sido positivizado en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (artículos 41 y 42)» (…)

«constituye, según la mejor doctrina, un nuevo paradigma del Derecho del siglo XXI referido a un modo de actuación pública que excluye la gestión negligente (…) y –como esta misma Sala ha señalado en anteriores ocasiones- no consiste en una pura fórmula vacía de contenido, sino que se impone a las Administraciones Públicas, de suerte que el conjunto de derechos que de aquel principio derivan (audiencia, resolución en plazo, motivación, tratamiento eficaz y equitativo de los asuntos, buena fe) tiene –debe tener- plasmación efectiva y lleva aparejado, por ello, un correlativo elenco de deberes plenamente exigible por el ciudadano a los órganos públicos»

STSJ de Cataluña de 1 de octubre de 2020:

«El derecho a una “buena administración” como determinante de un nuevo rol de la Administración en sus relaciones con los Administrados. (…) el derecho a una buena administración exige algo más que no vulnerar o desconocer reglas o principios y motivar la decisión que se adopte. Supone controlar, valorar las circunstancias del caso, la toma en consideración de los hechos e intereses y el Derecho relevante. Y aparece conectado con el principio de transparencia de la actividad administrativa, eficiencia, claridad y una aplicación individualizada del Derecho al caso.»

Es pues la diligencia debida el elemento novedoso que caracteriza a la buena administración y se inscribe así innovadoramente en una tradición, la española, donde esta obligación jurídica, antes del desarrollo del concepto de buena administración, no había sido objeto de atención ni desarrollo doctrinal o jurisprudencial. Correlativamente, creemos que la expresión mala administración debiera reservarse para las violaciones de la buena administración strictu sensu.

Así definida, de modo estricto, es el concepto de diligencia debida o debido cuidado (due diligence o due care) en el ejercicio de potestades administrativas la que caracteriza a la buena administración (y la negligencia a la mala administración, siendo la dolosa la que causa la corrupción). Ello permite distinguirla de los otros conceptos jurídicos. En particular, es frecuente confundir a la buena administración con la buena gobernanza (que es un concepto más amplio, de carácter politológico, sobre las redes de actores en las políticas públicas, apenas mencionada en el ordenamiento jurídico), el buen gobierno (propio solo de los cargos electos y altos cargos cuando desarrollan función de gobierno, regulada en la ley 19/2023 y equivalentes autonómicas), transparencia y participación (que son nociones distintes de la buena administración, que junto con ella coadyuvan a evitar la mala administración corrupta o negligente y que han sido objeto de mucha mayor atención en los últimos años), ética o integridad (prerrequisitos de la buena administración: pueden existir y no concurrir la diligencia debida o debido cuidado, pero lo contrario no es posible) o proporcionalidad (que es un límite negativo del comportamiento públicos, son sus tres filtros de adecuación, necesidad y proporcionalidad stricto sensu, mientras la buena administración es una obligación de diligencia en positivo: puede existir proporcionalidad y no buena administración y viceversa).

Lo mismo ocurre con la mala administración, que usada en sentido amplio y no preciso se solaparía y generaría confusiones con otros conceptos ya existentes y caracterizados por los operadores jurídicos, relativos al comportamiento administrativo que se separa del ordenamiento jurídico, algunos clásicos en España, como la desviación de poder, la arbitrariedad, la desproporción, la discriminación, y otros con menos tradición y definición doctrinal, normativa y jurisprudencial, como los irregularidad, corrupción, fraude o conflicto de interés.

Volviendo a la buena administración, la jurisprudencia europea y española ha insistido en el elemento de la diligencia debida o debido cuidado como el propio y especifico del concepto de buena administración en sentido estricto o técnico, haciendo un esfuerzo por caracterizarlo. 

La buena administración está bien lejos de ser una entelequia, siendo una realidad contundente que se emplea continuamente por los ciudadanos y las empresas ante los tribunales. Así, la STS de 4 de noviembre de 2021 (número de recurso 8325/2019) ha señalado que:

«Como se desprende de lo dicho por el Tribunal Supremo el principio de buena administración tiene una base constitucional y legal indiscutible. Podemos distinguir dos manifestaciones del mismo, por un lado constituye un deber y exigencia a la propia Administración que debe guiar su actuación bajo los parámetros referidos, entre los que se encuentra la diligencia y la actividad temporánea; por otro, un derecho del administrado, que como tal puede hacerse valer ante la Administración en defensa de sus intereses y que respecto de la falta de diligencia o inactividad administrativa se refleja no ya sólo en la interdicción de la inactividad que se deriva de la legislación nacional, arts. 9 y 103 de la CE y 3 de la Ley 39/2015, -aunque expresamente no se mencione este principio de buena administración-, sino de forma expresa y categórica en el art. 41 de la CEDH ».

Las sentencias sobre buena administración abarcan ámbitos muy diversos, dando lugar a declaraciones de invalidez con base en la misma, como, por ejemplo en los siguientes casos:

-Buena administración y calidad normativa: por ejemplo, entre otras que aluden a los principios de buena regulación, llegando a anular reglamentos por su violación, STS de 4 de junio de 2020 (n.º recurso. 33/2019)).

La relevancia del procedimiento administrativo también para los actos administrativos y el resto de las decisiones administrativas: dado que el «derecho al procedimiento administrativo debido» es «corolario del deber de buena administración», STS de 14 de abril de 2021, recurso n. 28/2020.

La necesidad de contestar de modo diligente a las alegaciones presentadas por los ciudadanos en los trámites participativos, con lo que ya no es la ausencia de audiencia la causa de la invalidez, sino el hecho de no tomar en consideración las alegaciones presentadas, por ejemplo, STS de 12 de septiembre de 2023, recurso n.º 3720/2019.

La declaración de la caducidad:  la cual tiene que ser declarada formalmente antes de iniciar otro procedimiento (STS de 3 de diciembre de 2020, recurso N.º 8332/2019).

La prescripción: por dilación indebida debida a falta de debido cuidado (STS de 14 de marzo de 2024, recurso Nº 3050/2022, con cita de muy abundante jurisprudencia sobre la buena administración).

Terminación convencional del procedimiento: en la sentencia de 5 de octubre de 2015 se señala que si bien el derecho a una buena administración no obliga a la celebración de una terminación convencional del procedimiento de las previstas en la LPAC y sectorialmente (como en el caso del art. 52 de la Ley de defensa de la competencia), si conlleva que una ponderación diligente de su posibilidad.

La importancia de la correcta motivación de las decisiones administrativas y el derecho a comprenderla: que debe mostrar la relación lógica de su contenido con el expediente y la decisión adoptada, STS de 4 de diciembre de 2014, Recurso Núm. 1527/2012.

Las notificaciones administrativas: que hay que desplegar con la debida diligencia (así, STC 160/2020).

La inactividad administrativa: campo en que ha incidido la STS de 8 de octubre de 2020 (recurso. n.º 91/2020), sobre insuficiencia de las medidas públicas de protección en sanitarios durante la pandemia de Covid-19.

Los recursos administrativos: no siendo posible dictar providencia de apremio sobre el patrimonio si no se han contestado los presentados, conforme a la ya STS de 28 de mayo de 2020, (recurso n.º 5751/2017).

En relación con esta última STS y la existencia de prerrogativas administrativas, puede destacarse la polémica doctrinal abierta sobre la buena administración y la tutela ejecutiva o privilegio de ejecutoriedad. Dicha polémica agrupa a los intervinientes en dos bandos. De un lado, los que consideran que la reinterpretación constitucional de la LPAC (art. 5 LOPJ) supone que si no se responde previamente a un recurso administrativo presentado por el ciudadano la administración no pueda ejecutar forzosamente un acto (dado que el silencio es una «aberración» jurídica y no una manera aceptable de tomar decisiones, una mala administración evidente, de acuerdo con el TS). Del otro, los que, en ocasiones argumentando la inanidad del concepto de buena administración, sostienen que, si bien existe una mala administración evidente, no le correspondería a la jurisprudencia reinterpretar la legislación, sino que ésta debería ser modificada por el legislador.

En todo caso, conviene recordar que han existido en el pasado, aportaciones jurisprudenciales reinterpretando preceptos legales. Es el caso, por ejemplo, de la inexistencia de plazo para impugnar los actos producidos por silencio administrativo en reinterpretación del art. 46 LJCA (entre otras, STC 6/1986, de 21 de enero, en que se estimó el recurso de amparo planteado por vulneración del art. 24.1 CE provocada por la inadmisibilidad declarada en la sentencia de instancia, que consideraba extemporáneo el recurso contencioso-administrativo contra una desestimación presunta, y STS de 23 de enero de 2004). 

Como hemos visto, pues, puede afirmarse que quienes han dado precisión al concepto de buena administración han sido los jueces. Curiosamente, el Tribunal Constitucional español ha permanecido totalmente ajeno hasta ahora a la buena administración, a diferencia de sus homónimos europeos o iberoamericanos, como el Tribunal Constitucional peruano o dominicano, por ejemplo. 

Pero la jurisprudencia no ha sido capaz, hasta el momento, de fijar un estándar de diligencia debida general que precise la buena administración y ofrezca una mayor seguridad jurídica, también a los propios servidores públicos. Efectivamente, las sentencias del TS español se han limitado a señalar que «la aplicación del principio de buena administración debe acometerse con extrema prudencia y, desde luego, teniendo en consideración las circunstancias del caso, por lo que no resulta posible extraer o proyectar consecuencias con carácter general sin atender a tales circunstancias (por todas STS de 3 de noviembre de 2023, rec. Núm. 1266/2022). Lo que es en parte comprensible por la perspectiva del control judicial, reactiva, no preventiva, y casuística. El derecho a una buena administración no puede depender solo de lo que digan los tribunales, puesto que el Derecho no es solo las decisiones de éstos, pese a la conocida frase de Oliver Wendell Holmes, quien fue magistrado del TS norteamericano, sobre que «las profecías sobre lo que los tribunales harán realmente, y nada más pretencioso que esto, es lo que yo entiendo por Derecho», en «Path of the Law», 1896, Boston L. School Mag. El Derecho (constitucional y administrativo) es, debe ser, mucho más que lo que digan los tribunales, sin desconocer la relevancia de la jurisprudencia de éstos y su labor de complemento del ordenamiento jurídico.

Siendo, pues, cierta la necesidad de adecuar el nivel de diligencia especifico a exigir a las circunstancias del caso, también lo es que poder contar con algunas orientaciones generales normativas ayudaría a ofrecer seguridad jurídica y mayor tranquilidad a los servidores públicos sobre cuando la diligencia será debida y cuando no. La STS de 14 de marzo de 2024, rec. 3050/2022, considera las cuestiones de la carga de trabajo y de los medios disponibles expuestas por la Administración, para rechazarlas en el caso concreto y declarar la violación de la buena administración. Pero creemos que es importante trabajar en la dirección de ofrecer algunas pautas normativas generales que puedan guiar la aplicación de la buena administración a los casos concretos y den una guía a los gestores públicos sobre la diligencia debida que les será exigida. Es preciso, pues, construir de manera sistemática la buena administración, como un estándar de conducta de los servidores públicos, en línea con los existentes en el ámbito privado («buen padre de familia», en el Código Civil, «ordenado empresario» en el ámbito mercantil, donde la legislación española ha incorporado la Bussiness Judgement Rule).

En otro momento hemos propuesto utilizar como guía una fórmula adaptada de la que utiliza la jurisprudencia norteamericana para apreciar la concurrencia o no de negligencia y por tanto de responsabilidad. Se trata de la fórmula c=pxD, siendo c las medidas a adoptar por la administración, p la probabilidad del daño que se causaría si no se adoptan y D la magnitud de dicho daño. Puede encontrarse más detalles por ejemplo en un artículo publicado en la revista Eunomia en 2023.

Asimismo, junto a lo expuesto, la normativa tiene pendiente una serie de intervenciones para la perfectibilidad de la buena administración, intervenciones en algún caso obligatorias por mandato normativo, como ocurre en el supuesto valenciano, donde el art. 9.1 del Estatuto de Autonomía valenciano prevé la aprobación de una ley de buena administración, todavía pendiente. Así, el legislador podría incidir en cuestiones como, por ejemplo, y sin ánimo de exhaustividad, puesto que la regulación de las técnicas de buena administración da para mucho, los sandboxes o entornos o bancos de prueba de regulación, la regulación mejorada y conjunta de los conflictos de interés, la simplificación administrativa de cargas innecesarias (chapapote o sludge), la evitación del non take up en las ayudas sociales y el uso de técnicas ya empleadas en la actividad económica, como las declaraciones responsables, el derecho al error del ciudadano frente a la Administración, siguiendo el ejemplo francés, el papel de las aportaciones conductuales y al posible y necesario uso de acicates (nudges) para la buena administración, el derecho a entender, en conexión con el uso de las comunicaciones como elementos conductuales para mejorar la eficacia administrativa y por tanto la buena administración, por ejemplo mediante el denominado enmarcado (framing), la matización del uso del privilegio de autotutela ejecutiva respecto a su empleo estando pendiente de resolver de forma expresa un recurso administrativo previo, salvo casos en que motivadamente se justifique la necesidad en el servicio a los intereses generales, o la motivación de las decisiones administrativas, perfeccionando y concretando el art. 35 LPAC, en relación con por ejemplo el contenido de la motivación. En éste, en el caso de existencia de discrecionalidad, no sirve para nada referirse solo a hechos y fundamentos de Derecho, sino que el ciudadano ha de tener el derecho a saber qué criterios no jurídicos se han tenido en cuenta.  En este sentido, por ejemplo, nos parece más adecuado técnicamente el art. 39.1 de la Ley alemana de Procedimiento Administrativo, que señala que la motivación tiene que «contener los principales motivos jurídicos que han llevado a la autoridad a tomar su decisión. La motivación de las decisiones discrecionales también tiene que contener los puntos de vista que la autoridad ha considerado en el ejercicio de sus facultades discrecionales» (la traducción es nuestra desde este documento: BMI – Homepage – VwVfG (en) – Administrative Procedures Act (bund.de)).

En la tarea de precisar y profundizar en el uso de la buena administración como parámetro efectivo de mejora de la gestión pública y de control, junto a la doctrina jurídica, a los tribunales y al legislador, deberían concurrir también órganos como el Tribunal de Cuentas y sus homónimos autonómicos, las Oficinas de lucha contra el Fraude y la Corrupción, los Tribunales de Contratación, el Consejo de Estado y los órganos consultivos autonómicos o las Defensorías del Pueblo.

En relación con las Defensorías del Pueblo, su papel puede ser especialmente relevante en la concreción de la buena administración y su empleo como parámetro efectivo de supervisión administrativa. El trabajo desarrollado por la Defensoría del Pueblo europea en este ámbito, la celebración por la Asociación Mediterránea de Defensorías el otoño pasado de una conferencia específica sobre el derecho a una buena administración o la próxima reunión de Defensorías del Pueblo españolas para reflexionar sobre el mismo tema el próximo otoño en Vitoria son indicadores de la relevancia del papel que estas instituciones pueden y deben tener como guardianas de la buena administración, distinguiendo mitos y aspiraciones de la realidad jurídica ya existente, para potenciar ésta en el futuro inmediato.

La ilusión de la «buena administración»

¿Puede existir la buena administración con los privilegios legales que tienen las Administraciones públicas? ¿Es una ilusión? De momento, sí. Vamos a verlo.

La existencia de la llamada “buena administración” es relativa. Depende de la perspectiva en la que nos coloquemos. Desde el plano legal y jurisprudencial, la “buena administración” sí que existe. Es considerada, en unas ocasiones, como un derecho, y en otras, como un principio. 

Sin embargo, para el conjunto de la ciudadanía, la “buena administración” no existe, es todavía una ilusión, en los dos significados definidos por la Real Academia Española de la Lengua: “concepto sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos” y “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”.

En el Estudio nº 3430, sobre la “Calidad de los Servicios Públicos”, realizado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en noviembre-diciembre de 2023 (pinchar aquí), se formula la siguiente pregunta a la ciudadanía encuestada:

Conviene destacar las siguientes cifras negativas, referidas al empeoramiento de las Administraciones públicas: el 55.6% de las personas encuestadas considera que ha habido un retroceso en la sencillez de los procedimientos administrativos; el 63%, en el tiempo en resolver gestiones; el 45,4, en la información que dan a los ciudadanos y el 44% en el trato recibido. 

Para muchas de las personas encuestadas, la buena administración es una ilusión, un deseo, una meta a alcanzar, pero todavía no existe. La pregunta clave es la siguiente: ¿es posible hacer real y efectiva una buena administración y, al mismo tiempo, mantener las ventajas y privilegios legales que tiene? En mi opinión, no es posible. Vamos a verlo. 

Sin entrar en el debate de si la “buena administración” es un derecho fundamental, un derecho subjetivo, un principio rector de la política social y económica o un principio general del Derecho, ya que no existe un consenso jurisprudencial, lo cierto es que el Tribunal Supremo, en numerosas resoluciones (entre ellas, STS 4357, 23/10/2023 (Recurso 556/2022, pinchar aquí), considera que la buena administración está implícita en la Constitución (artículos 9.3 y 103), y reconocida en el artículo 3.1.e) de la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público, y en los artículos 41 y 42 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, así como en algunos Estatutos de Autonomía.

Hay que tener en cuenta que en la Unión Europea no existe una Ley de Procedimiento Administrativo Común como en España, por lo que se optó por reconocer expresamente el derecho a una buena administración en las relaciones con las instituciones, organismos y agencias comunitarias. 

En España, el conjunto de derechos incluidos dentro del “derecho a una buena administración” (artículos 41 y 42 de la referida Carta) ya se encontraban también recogidos en la antigua Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (actualmente, en la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones públicas, y en la Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno). No estamos ante un derecho nuevo.

Dicho esto, el derecho o principio de buena administración impone a las Administraciones públicas la obligación de desplegar una conducta lo suficientemente diligente como para evitar posibles disfunciones derivadas de su actuación o resultados arbitrarios. No es suficiente el mero respeto de los procedimientos y trámites, ya que el objetivo es conseguir la plena efectividad de las garantías y derechos reconocidos legal y constitucionalmente a los ciudadanos.

Y aquí nos encontramos ya con algunas dificultades bastantes serias:

  1. a) Concepto jurídico indeterminado: el Tribunal Supremo tiene claro que el principio de buena administración es, por definición, casuístico. No hay ninguna solución válida para todos los casos. Hay que estar al caso concreto. ¿Cómo se mide la “diligencia debida” de la Administración? ¿Existe algún estándar objetivo? No, no existe. No es posible saberlo “a priori”. 

Los compromisos asumidos voluntariamente por cada entidad pública en su carta de servicios podrían servir de guía para concretar la referida diligencia debida. Sin embargo, dichos compromisos son voluntarios y son muchas las entidades públicas que carecen de cartas de servicios realmente vinculantes. 

  1. b) Excesivo casuismo e inseguridad jurídica: el Alto Tribunal no se cansa de repetir que hay que valorar las concretas circunstancias concurrentes en cada caso. Esta indeterminación provoca, por un lado, bastante inseguridad jurídica, tanto para la Administración como para la ciudadanía, porque no existen unas reglas previas, claras y generales a las que atenerse. Por ejemplo, ¿a partir de cuántos meses el retraso no es razonable? Depende. No se sabe. Ya se verá en cada caso.

El derecho o principio de buena administración no puede depender tanto del arbitrio judicial, ya que ello deriva en una aplicación aleatoria e impredecible.

  1. c) Situación injusta: Solo aquellas personas que tienen tiempo y dinero suficiente para acudir a los Tribunales de Justicia, es decir, un porcentaje muy pequeño de la ciudadanía, son las que pueden beneficiarse, si así lo estima el Tribunal en cada caso, de una aplicación real y efectiva del principio de buena administración que anule la actuación administrativa impugnada. Estamos ante importantes límites: imprevisibilidad y falta de aplicación a la generalidad de la ciudadanía.

En este sentido, hay que destacar y poner en valor el trabajo que realizan los Defensores del Pueblo (el Estatal y los autonómicos), que están aplicando el derecho o principio de buena administración en la resolución de las quejas que reciben por parte de personas que no pueden permitirse, por razones de tiempo y dinero, acudir a los Tribunales de Justicia. El inconveniente es que las resoluciones de los Defensores del Pueblo no son obligatorias para las Administraciones públicas y no siempre se cumplen. 

Con todo y con eso, en mi opinión, los mayores obstáculos para conseguir que el derecho o principio de buena administración sea una realidad de verdad para el conjunto de la ciudadanía derivan del mantenimiento de los privilegios y ventajas que las leyes reconocen a las Administraciones públicas.

Si bien es cierto que la ciudadanía tiene derechos y garantías cuya protección y efectividad real trata de conseguir el derecho o principio de buena administración, no es menos cierto que las Administraciones públicas gozan de multitud de privilegios y ventajas reconocidos legalmente que, en mi opinión, van en contra de esa “buena administración”, impidiendo su existencia efectiva. Vamos a ver varios ejemplos para tratar de demostrarlo:

1) Resolver en un plazo razonable: salvo en casos concretos en los que los plazos son más reducidos (un mes para contestar solicitudes de acceso a la información pública, resolver solicitudes de licencias de obras menores, etc.), el plazo general, cuando no hay uno específico, es de 3 meses. En otros casos, los plazos pueden ser más amplios (6, 12 o 18 meses).

Como es sabido, el incumplimiento injustificado de estos plazos no tiene ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa ni tampoco disciplinaria para las autoridades o funcionarios públicos responsables de los retrasos injustificados, más allá de la caducidad de los procedimientos incoados de oficio o del silencio administrativo -en la mayoría de casos negativo-, en los casos de solicitudes presentadas por los ciudadanos. 

En la práctica, las Administraciones públicas, con la socorrida excusa de falta de medios (en algunos casos aislados de pequeñas entidades locales puede estar justificada), agotan y superan con creces estos plazos con absoluta impunidad, invitando a los ciudadanos insatisfechos a que recurran ante los Tribunales si no están conformes, abusando del silencio administrativo e incumpliendo la obligación de resolver los procedimientos.

 

Y no resuelven, ni las solicitudes, ni los recursos administrativos, sencillamente, porque no les pasa nada malo. O el ciudadano se conforma y espera hasta la eternidad, la gran mayoría, o unos pocos, se atreven a ir a ciegas a los Tribunales. En estos casos, la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, no solo no penaliza el silencio de la Administración, sino que lo premia al permitirles a las Administraciones públicas que puedan contestar la demanda, alegando hechos y oponiendo motivos jurídicos, aunque no lo haya hecho en la previa vía administrativa, incluso, pudiendo hacerlo. 

Este privilegio provoca que la Administración no tenga mucho interés en contestar al ciudadano en vía administrativa si puede contestarle sin problema en la posterior vía jurisdiccional, si es que la persona afectada acude a la misma. 

Es más, la propia jurisprudencia “penaliza” a las Administraciones cumplidoras frente a las incumplidoras. Estas últimas pueden oponer todos los motivos jurídicos que estimen oportuno, mientras que las que se han preocupado de contestar al ciudadano en tiempo y forma, las “castiga” no pudiendo oponer motivos tales como la extemporaneidad, falta de legitimación, etc., si en la resolución administrativa expresa no lo han hecho. 

Por ello, sale más rentable para la Administración no “pillarse los dedos” contestando expresamente las solicitudes o recursos administrativos. 

Por otra parte, respecto al ámbito sancionador o disciplinario, la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común, directamente autoriza a las Administraciones públicas a no contestar a los denunciantes, salvo que invoquen un perjuicio en el patrimonio de las Administraciones Públicas, ya que no se les reconoce la condición de interesado (artículo 62, apartados 3 y 5). En estos ámbitos sancionador o disciplinario, en los que la legislación no permite intervenir a la ciudadanía, no rige el derecho o principio de buena administración. Oscuridad absoluta. 

 

2) Derecho de acceso a la información pública: ni la citada Ley 39/2015, ni la Ley 19/2013, de transparencia, contemplan ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa por la imposibilidad de acceder a la información pública (por ejemplo, nulidad de pleno derecho de la norma reglamentaria o anulación de los actos administrativos).

Se impide el acceso a la información a sabiendas de que son muy pocas las personas que pueden acudir a los Tribunales para, en el mejor de los casos, acceder años más tarde a una información que ya habrá perdido buena parte de su utilidad, asumiendo el riesgo a tener que pagar las costas judiciales si pierden el pleito -el tiempo medio en obtener una sentencia judicial firme es de año y medio a dos años, más el tiempo que tarde la Administración en cumplirla de forma efectiva-. 

 

Algunas resoluciones dictadas por el Consejo de Transparencia estatal y los consejos o comisiones autonómicas, aunque son obligatorias, tampoco se cumplen de forma voluntaria por las Administraciones, sin que las autoridades administrativas puedan imponer multas coercitivas o sanciones.

Como sabemos, el plazo de respuesta para acceder a la información pública es distinto según la condición del solicitante: un mes (un ciudadano cualquiera), 5 días naturales (concejales y diputados locales) y acceso inmediato (interesados en un procedimiento administrativo). 

Respecto a los interesados, aunque el artículo 53.1.a) de la citada Ley 39/2015 no contempla ningún plazo, el acceso debe entenderse que es inmediato para no generar indefensión, y más, desde el 1 de enero de 2024, con la entrada en vigor del Convenio del Consejo de Europa sobre acceso a los documentos públicos de 2009 (artículo 5.4). 

El problema es que, incluso si se impide el acceso a la información obrante en un expediente a los interesados en el mismo, la jurisprudencia tampoco reconoce efectos invalidantes a este incumplimiento si no se ha producido una indefensión material, la cual en muy pocos casos se produce porque la persona afectada suele tener acceso a la información cuando accede al expediente administrativo remitido al Tribunal, si es que ha interpuesto un recurso contencioso-administrativo. 

De ahí deriva la tranquilidad con la que se impide el acceso a la información obrante en un expediente administrativo, incluso, al propio interesado en el mismo. 

3) Motivar las decisiones administrativas: la Administración tiene el privilegio de poder motivar sus decisiones en cualquier momento, bien en vía administrativa, bien en vía jurisdiccional. Si lo puede hacer más tarde, porque así lo permite la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, y lo tiene que hacer únicamente ante los pocos ciudadanos que recurren a los Tribunales, ¿por qué se van a molestar y hacerlo antes en vía administrativa? 

Las Administraciones públicas se ahorran tiempo, trabajo y dinero, ya que no necesitan invertir en personal técnico que sepa redactar las motivaciones.

Otro privilegio más, por si no fueran suficientes: las decisiones administrativas, incluso las manifiestamente injustificadas o arbitrarias, si no se recurren en tiempo y forma, devienen firmes e inatacables, y solo pueden ser revisadas de oficio, previo informe favorable del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente de la Comunidad Autónoma, por la Administración, o a través del limitado y excepcional recurso extraordinario de revisión. 

Se dicta un acto arbitrario como un piano, sin justificación alguna, y no pasa nada. Como el ciudadano no presente el recurso administrativo en el plazo de un mes o acuda a los Tribunales en el plazo máximo de dos meses, está perdido. 

La presunción legal de validez de los actos administrativos despliega todos sus efectos de manera inexorable para consagrar definitivamente los actos arbitrarios, los carentes de la más mínima motivación, incluso aquellos que se emiten utilizando un modelo de escrito tipo o estereotipado para cualquier caso. El artículo 47 de la Ley 39/2015 debe ampliar la nulidad de pleno derecho a los actos carentes de motivación. De esta manera, al menos, las personas afectadas podrían solicitar a la Administración la revisión de oficio al amparo del artículo 106.1 de la referida Ley 39/2015. 

4) Dar audiencia al ciudadano antes de tomar una decisión que le afecte: el incumplimiento de esta obligación tampoco tiene consecuencias invalidantes de la actividad administrativa. La jurisprudencia considera que, si se no se ha producido una indefensión material, se trata de “meras irregularidades formales no invalidantes”, convalidando “a posteriori” estas ilegalidades. 

5) Tratar los asuntos de forma imparcial: este objetivo se ve comprometido en muchos asuntos porque las autoridades políticas tienen libertad absoluta para controlar todos los puestos directivos y de jefaturas de servicios de las Administraciones públicas, a través del abuso de la “libre designación” (nombramiento a dedo y cese justificado en la pérdida de confianza), en detrimento del incómodo concurso de méritos, y mediante la colocación de personal eventual (asesores) en puestos de dirección.

Conviene recordar que las Administraciones públicas deben servir los intereses generales (artículo 103.1 de la Constitución Española), no los intereses partidistas de las autoridades políticas que las dirigen en cada momento. La colonización de los puestos de dirección de las Administraciones públicas por personas afines a los partidos políticos restan credibilidad y confianza en la objetividad que debe presidir en todo momento las decisiones y actuaciones administrativas. 

6) Reparar los daños causados: los ciudadanos tienen el derecho a ser indemnizados de las lesiones antijurídicas que no tengan la obligación de soportar. Esta es la teoría. En la práctica, el procedimiento administrativo y judicial para obtener una indemnización es largo y muy complicado. La jurisprudencia aplica unos criterios interpretativos muy restrictivos respecto a la realidad del daño, la relación de causalidad y la diligencia exigible a la Administración para la imputación de los daños con la finalidad de no convertir al Estado en un asegurador universal. 

Las Leyes 39 y 40 del 2015 configuran un procedimiento de reclamación de la responsabilidad patrimonial con un régimen jurídico muy favorable para las Administraciones públicas. Si en 6 meses no hay respuesta expresa a la reclamación, el silencio es negativo. Esto explica el reiterado incumplimiento de la obligación de resolver en este ámbito. Si el silencio fuera positivo, otro gallo cantaría. Al menos, se tramitarían los procedimientos y contestarían a las reclamaciones. 

Otro beneficio más: las autoridades políticas y los funcionarios no responden directamente con su patrimonio de los daños causados por sus acciones u omisiones. Deciden libremente a sabiendas que la responsabilidad de sus decisiones será asumida por los presupuestos públicos, es decir, por el conjunto de los ciudadanos. Aunque la Administración condenada al pago puede repetir luego contra los responsables, se trata de una posibilidad anecdótica de la que apenas se ha hecho uso. 

7) Protección de la intimidad (datos personales): las Administraciones públicas no pueden ser sancionadas por incumplir la normativa sobre protección de los datos personales. La Agencia Estatal de Protección de Datos (AEPD) solo puede emitir apercibimientos, sin consecuencia económica alguna ni para la Administración, ni para la autoridad política o funcionario responsable de la vulneración. 

Esto explica el escaso interés que muestran algunas Administraciones públicas en la protección de los datos personales, salvo para denegar el acceso a la información pública por este motivo, ya que es una de las excusas preferidas para impedir que los ciudadanos puedan defenderse y ejercer sus derechos o controlar y participar en la gestión de los asuntos públicos. 

8) Respetar las lenguas oficiales: el incumplimiento del derecho a dirigirse a las Administraciones públicas en cualquiera de las lenguas oficiales y a recibir una contestación en esa misma lengua, tampoco constituye una causa de nulidad de los actos administrativos. El atropello de este derecho sale gratis para las autoridades o funcionarios responsables. No se contempla en la legislación administrativa ninguna consecuencia. 

9) Lenguaje fácil: según la encuesta del CIS que se ha mencionado, el 35,7 % de las personas encuestadas consideran que, en los últimos 5 años, las Administraciones públicas han empeorado respecto a la utilización de un lenguaje más accesible. 

Los escritos son excesivamente técnicos para que los ciudadanos los entiendan. Esta situación genera mucha frustración y desconfianza porque la persona destinataria del escrito se siente indefensa y no sabe lo que tiene que hacer. Hay que recordar que los ciudadanos no están obligados a relacionarse con la Administración a través de un abogado. La gran mayoría de las personas no pueden pagar sus honorarios. 

El problema principal sigue siendo que los Tribunales de Justicia no anulan los actos administrativos que utilizan un lenguaje incomprensible porque las personas que tienen el tiempo y dinero para recurrirlos necesitan hacerlo a través de un abogado, quien está familiarizado con ese lenguaje y no tiene problemas para entenderlo. 

La situación grave se produce en los casos que no se recurren ante los Tribunales, que son la gran mayoría, en los que las personas destinatarias de las comunicaciones administrativas no entienden nada. Y, encima, la actuación de la administración se presume válida y surte plenos efectos.

En mi opinión, las personas afectadas podrían solicitar la nulidad de pleno derecho de los actos administrativos incomprensibles, al amparo de lo dispuesto en el artículo 47.1.c) de la Ley 39/2015, porque tienen un “contenido imposible”. 

Dicho todo lo anterior, además de todas estas ventajas o privilegios legales que tiene la Administración, la aplicación del derecho o principio de buena administración también se complica con la presunción de legalidad y validez de los actos de las Administraciones Públicas sujetos al Derecho Administrativo (artículo 39.1 de la Ley 39/2015) y con la autotutela administrativa materializada en la ejecutividad y ejecutoriedad de dichos actos administrativos (artículos 97 y 98 de la referida Ley 39/2015); potestades y privilegios que tratan de hacer efectivo y real el principio constitucional de eficacia de las Administraciones públicas (artículo 103.1 Constitución española).

Con un ejemplo se verá más claro. Una persona recurre una liquidación tributaria. La Administración no contesta al recurso, incumple su obligación de resolver de forma motivada, y emite el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio. El Tribunal Supremo anula dicha la providencia porque la falta de respuesta al recurso supone un incumplimiento del principio de buena administración. 

Sin embargo, tanto la Ley General Tributaria, como la Ley de Procedimiento Administrativo Común, dicen claramente que la presentación de los recursos administrativos no tienen efectos suspensivos, por lo que la Administración tributaria podía y debía dictar el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio, aunque no hubiera contestado al recurso administrativo. ¿Se puede aplicar el principio de buena administración en contra de las potestades legales de las Administraciones públicas? Está claro que no. 

Ningún derecho es absoluto ni su ejercicio puede ir en contra de la Ley. El derecho-principio de buena administración no puede convertirse en un cajón desastre en el que quepa cualquier cosa.

En mi opinión, la existencia real y efectiva de la “buena administración” necesita importantes cambios legales para que deje de ser una mera “ilusión”.

  1. a) Por un lado, aclarar, en las Leyes 39/2015 y 40/2015, el concepto de buena administración, indicando si es un derecho o un principio, delimitando el contenido mínimo de lo que debe entenderse por “estándar de diligencia debida”, y fijando unos criterios interpretativos. 
  2. b) Por otro lado, también es necesario eliminar, limitar o delimitar, en cada caso, los distintos privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, reconocidas expresamente o permitidas en distintas leyes administrativas (por ejemplo, Ley 39/2015, Ley 40/2015, Ley 29/1998, EBEP, etc.), que impiden o desincentivan el respeto al derecho-principio de buena administración.

Se trata de lograr una Administración ágil que cumpla con el principio constitucional de eficacia (art. 103) en igualdad de armas que los ciudadanos, eliminando los injustificados privilegios que la legislación sigue reconociéndole, los cuales son más propios de una Administración del siglo pasado, donde las personas eran “administrados” y no “ciudadanos”. 

Un derecho vale lo que valen sus garantías. Si el derecho a “una buena administración” sigue obstaculizado por la multitud de privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, no dejará de seguir siendo una mera “ilusión”.

Del limitado acceso a las resoluciones judiciales

El Ministerio de Justicia del Reino Unido ha informado en un reciente anuncio de la inmediata publicación en línea de una base documental de las sentencias de los tribunales británicos. Publicando estas resoluciones y promoviendo su reutilización pretendemos activar la innovación e impulsar la justicia abierta —se lee en el flamante servicio digital Find Case Law, que sirve de puerta de acceso a esta base de datos. Las sentencias de los tribunales son documentos públicos enormemente importantes —reconocen desde The National Archives, el organismo gubernamental que desde abril tiene encomendada la puesta a disposición de la ciudadanía de un corpus documental que arranca con algo más de 50.000 sentencias.

En España, sin embargo, el Centro de Documentación Judicial (CENDOJ), que es el órgano técnico del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que se encarga de la publicación oficial de la jurisprudencia en España, pone límites a la publicidad de las sentencias judiciales.

Su sofisticado buscador oficial —que solo permite al ciudadano la consulta individualizada siempre que lo haga para su uso particular— da la bienvenida con un aviso legal inusualmente prominente y que culmina con un inquietante colofón: Cualquier actuación que contravenga las indicaciones anteriores podrá dar lugar a la adopción de las medidas legales que procedan.

Documentos de alto valor que son públicos pero que se publican con cortapisas, y que por alguna razón no precisada no está permitido descargar en masa. ¿Qué está pasando?

Aviso legal en el sitio del CENDOJ. Las resoluciones que componen esta base de datos se difunden a efectos de conocimiento y consulta de los criterios de decisión de los Tribunales, en cumplimiento de la competencia otorgada al Consejo General del Poder Judicial por el art. 560.1.10º de la Ley Orgánica del Poder Judicial. El usuario de la base de datos podrá consultar los documentos siempre que lo haga para su uso particular. No está permitida la utilización de la base de datos para usos comerciales, ni la descarga masiva de información. La reutilización de esta información para la elaboración de bases de datos o con fines comerciales debe seguir el procedimiento y las condiciones establecidas por el CGPJ a través de su Centro de Documentación Judicial. Cualquier actuación que contravenga las indicaciones anteriores podrá dar lugar a la adopción de las medidas legales que procedan.
El buscador del CGPJ saluda con este aviso legal, que salta en la primera consulta para advertir contra el acceso masivo y limitar la utilización de unas resoluciones que son públicas.

Está pasando que se mercadea con unos documentos que son públicos y se elaboran, transforman e informatizan con cargo al erario público, pero que se ponen a disposición de acuerdos comerciales del CGPJ con las editoriales jurídicas antes que al servicio sin restricciones del verdadero interés público.

Las resoluciones de los tribunales son elaboradas por jueces que cobran un salario público, y no tienen propiedad intelectual.1 Un contrato de tres millones de euros —dinero también público— con la empresa vasca Serikat sirve para tratarlas informáticamente y despojarlas de todo dato personal protegido.2 Pero el valioso corpus jurisprudencial resultante no se pone directamente a disposición de la ciudanía que fundamentalmente lo costea, sino en manos de unas pocas compañías con capacidad de adquirirlas al CGPJ al precio unitario de 1,27 euros, impuestos y descuentos no incluidos. Y el CENDOJ custodia casi ocho millones de estas resoluciones.

El máximo órgano de los jueces ingresa por este concepto en torno a un millón de euros anuales —936.948 € en 2019, 967.504 en 2020 y 1.018.669 en 2021—, que revierten en el tesoro público. De modo que un millón de euros parece ser el precio de mantener cautivo este valioso conjunto de documentos públicos e impedir que cualquiera pueda hacer con él lo que ahora solo está al alcance del puñado de grandes empresas que pueden comprarlo: indexarlo informáticamente en su conjunto, procesarlo con las modernas técnicas de big data y construir así herramientas de valor añadido que poner al servicio, comercialmente o no, de las decenas de miles de profesionales y despachos jurídicos de España.

No por comparar lo incomparable sino por trazar un paralelismo que pudiera resultar inspirador: yo mismo he descargado 2.028.580 contratos públicos. Y con más esfuerzo que recursos he podido trabajarlos con unas técnicas y tecnologías que el tsunami de la digitalización ha tornado asequibles a cualquiera. Así, he hecho análisis de compras públicas y de contratistas, arrojado luz a la intersección entre la política y los negocios, experimentado con innovaciones irreverentes como cruzar las listas electorales con las de adjudicatarios y programado herramientas accesibles por todos que llegan, adonde no lo hacen las limitadísimas que el Estado proporciona. También me he topado con las incoherencias, inconsistencias, errores y omisiones que jalonan los datos públicos, y he escrito algoritmos para detectarlos e incluso corregirlos, cuando esto último es posible.

Sin embargo, no puedo hacer esto mismo con las sentencias de los tribunales españoles. Ni usted. Porque primero debería suscribir con el CENDOJ un contrato de licencia y desembolsar 6.141.330 euros, impuestos y descuentos incluidos. Game over.

Y es que seis millones de euros es la altura de la barrera de entrada que el CENDOJ erige en torno al mercado de los servicios digitales sobre bases de datos jurídicas. Esta es la cota de una muralla artificial que reduce la oferta de productos y servicios para los profesionales del derecho, minora la competencia empresarial, abaja la innovación y lastra el desarrollo de la industria tecnolegal o legaltech española.

Una realidad que choca con el espíritu de la Ley de Reutilización de la Información del Sector Público, que establece que las Administraciones Públicas han de promover licencias abiertas con las mínimas restricciones posibles sobre la reutilización de la información (artículo 9). Y que también estipula que con carácter general la reutilización de los documentos será gratuita para el interesado, pudiendo en ciertos casos aplicarse una tarifa que no podrá ser superior a los costes marginales en que incurra la Administración (artículo 7).3

Paradójicamente, sí puedo descargar en masa el conjunto de sentencias del servicio Find Case Law británico y reutilizarlo informáticamente. No debo pedir antes permiso, mucho menos hacer desembolso alguno, porque la Open Justice License me confiere un derecho sustentado en el principio constitucional británico de la justicia abierta.4

Pienso que ya no se entiende un modelo de explotación de las sentencias de los tribunales que sustrae a los profesionales del derecho y a toda la ciudadanía de servicios innovadores y la luz que la tecnología puede brindarnos. No se entiende esta praxis en un organismo público que pone límites a la publicidad efectiva de los documentos públicos de alto valor que tiene encomendado publicar. No se entiende la amenaza al usuario con la aplicación de unas medidas legales que, oh, el mensaje de advertencia del CGPJ no basa ni concreta. No se entiende, como tampoco se entendería hoy en absoluto que los millones de expedientes de compras públicas no pudieran ser libremente descargados por cualquiera, individual o masivamente, por intereses comerciales o sin ellos, y sin que obste la finalidad. Unas bases de datos de contratación pública que, como las de jurisprudencia del CENDOJ, también requieren de un complejo tratamiento informático antes de su puesta a disposición de la ciudadanía.5

Pienso también que una auténtica y efectiva publicidad de las resoluciones que el CENDOJ custodia tendría un efecto democratizador en el acceso de la ciudadanía a unos datos y documentos que son públicos, al tiempo que impulsaría la industria tecnolegal española en un momento en el que las editoriales jurídicas más importantes del país están en manos de grandes grupos extranjeros. Estoy seguro de que promovería la competencia empresarial en el mercado de suscripciones a bases de datos jurídicas, e incentivaría una innovación que redundaría en la cantidad y calidad de la oferta de unos servicios que consumen colegios profesionales, despachos, juristas, académicos… y la propia Administración.

Porque las Administraciones Públicas también son clientes de estos servicios de información legal. Escudriñando los contratos públicos he podido cuantificar exactamente la relación económica de las diferentes administraciones con la editorial jurídica Aranzadi: 13,1 millones de euros en 1.165 contratos; con la editorial Lefebvre: 3,3 millones en 829 adjudicaciones; o con Tirant lo Blanc: 862.000 euros en 247 compras. Unas cifras que no habría podido obtener informáticamente si con los contratos públicos sucediera lo que con las resoluciones de los tribunales.

Nadie niega el indiscutible valor del CENDOJ, ni de su fabuloso esfuerzo reuniendo ocho millones de documentos y proporcionando un buscador, aunque sea limitado y solo para uso particular. Nada empaña tampoco el valor que añaden los servicios digitales de las editoriales jurídicas. Es solo que ese valor debe sostenerse en la calidad de sus productos, no en su capacidad económica para comprar el acceso a unos documentos públicos que son principalmente financiados por los contribuyentes españoles. Y es también que, como país, debemos tener la ambición de ir más allá y liderar, sí, la tendencia global de la liberación de los datos públicos, con los mínimos obstáculos a su reutilización creativa e innovadora.

 

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  1. Artículo 13 del Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual.
  2. Para las razones legales de esta anonimización véase, por ejemplo, ¿Por qué se anonimizan las resoluciones judiciales?, en la página 25 del Libro conmemorativo 20 Años del CENDOJ. Para una descripción técnica más detallada de los requisitos y características del tratamiento informático de las resoluciones y su control de calidad puede consultarse el pliego de prescripciones técnicas del contrato arriba citado.
  3. Ley 37/2007, de 16 de noviembre, sobre Reutilización de la Información del Sector Público.
  4. Los derechos conferidos por la Open Justice License no son, sin embargo, ilimitados. Y la indexación informática que sugiero no está permitida por esta licencia. La razón es que, a diferencia del modelo español, en el caso británico las resoluciones de los tribunales no se anonimizan antes de su publicación, por lo que contienen datos personales. Y The National Archives descarga en el reutilizador la responsabilidad de cumplir las leyes de protección de estos datos. Es por ello que la indexación informática de las sentencias del servicio Find Case Law requiere de la solicitud por el interesado de una licencia transaccional. Cualquiera puede solicitarla sin más que cumplimentar un formulario. Es gratuita y se expide en el plazo máximo de 20 días laborables para aplicaciones estándar tales como la indexación informática para construir motores de búsqueda. En el caso español los documentos publicados carecen de datos pesonales y, por tanto, de las complejidades derivadas de su tratamiento.
  5. El tratamiento informático previo a la publicación de los expedientes de contratación pública no es en absoluto menor. En España hay decenas de miles de órganos públicos con capacidad de contratar, y sus expedientes se agregan informáticamente en la Plataforma de Contratación del Sector Público (PLCSP). Se ha definido para ello una compleja arquitectura tecnológica basada en vocabularios internacionales y que recibe el nombre de CODICE: Componentes y Documentos Interoperables para la Contratación Electrónica. La actualización tecnológica de la PLCSP ha sido recientemente adjudicada a una compañía filial de IBM en un contrato de 2,3 millones de euros.