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Medidas ‘contra legem’ y contratación temporal: a propósito de la sentencia del TJUE de 13 de junio de 2024

Dentro del laberinto jurídico y judicial en el que se están viendo perdidas decenas de miles de personas que reclaman contra las diferentes Administraciones Públicas por lo que se denomina «abuso de la contratación temporal» o, en su caso, «fraude en la contratación temporal», la sentencia del TJUE de 13 de junio de 2024 se esperaba con ansia y esperanza por el colectivo de afectados, al considerar que la misma sería ser una vía en el callejón sin salida en el que estaban metidos. Como si de una «tormenta perfecta» se tratase, se han unido durante muchos años diversos factores, los cuales han determinado que este importante grupo de empleados públicos temporales se hayan visto sometido primero a la precariedad laboral y luego al abandono por parte del Derecho interno de nuestro Estado. Entre esos factores: la grave irresponsabilidad de las autoridades políticas españolas que siguen sin transponer al ordenamiento jurídico español la Directiva 1999/70/CE; y las pugnas interpretativas entre jueces y magistrados sobre qué hacer con un aluvión de reclamaciones y demandas que hay que resolver aplicando por un lado las normas y la jurisprudencia comunitaria, así como las normas y la jurisprudencia interna, que no van acompasadas ni orientadas al mismo objetivo. 

Pese a que todavía existe una incomprensible resistencia por parte de algunos pocos tribunales internos a aceptar la figura del «abuso de la contratación temporal» en el sector público, negando categóricamente que se pueda dar en la función pública española, lo cierto es que mayoritariamente ya se acepta que la práctica de perpetuar nombramientos temporales para cubrir necesidades de las Administraciones Públicas que son en realidad permanentes y estructurales, es contraria a Derecho. La principal lucha ahora se centra en concretar las consecuencias de dicha ilegalidad

Desde las instituciones políticas se ha pretendido dar respuesta al problema con la Ley 20/2021, de 28 de diciembre, de medidas urgentes para la reducción de la temporalidad en el empleo público y, desde el Poder Judicial, las sentencias se limitaban a establecer la permanencia de los trabajadores temporales en sus puestos hasta su definitiva cobertura cuando la Administración en cuestión tuviese a bien ofertar la plaza con un proceso selectivo abierto y competitivo. 

Ambas soluciones son claramente inaceptables. Por lo que se refiere a los procesos selectivos de la Ley 20/2021, tanto la sentencia del TJUE del 22 de febrero de 2024, como la más reciente de 13 de junio, han reiterado de forma contundente que no sirven para sancionar y compensar la precariedad asociada al abuso de la temporalidad como exige la Unión Europea. No se trata de una interpretación más o menos forzada, literalmente el tribunal comunitario sentencia con rotundidad que la convocatoria de los procesos selectivos que se contempla a nivel nacional o en la Ley 20/2021 no resulta adecuada para sancionar debidamente la utilización abusiva de sucesivos contratos o relaciones de empleo de duración determinada ni, por tanto, para eliminar las consecuencias del incumplimiento del Derecho de la Unión (apartado 77 de la sentencia de 13 de junio de 2024).

Por lo que se refiere a la supuesta solución judicial, es decir, prolongar la temporalidad declarada ilegal hasta que las Administración, a su criterio y de forma discrecional, decidan ofertar y convocar las plazas ocupadas por los temporales en procesos selectivos competitivos y abiertos, la solución no puede ser más paradójica, dado que al mismo tiempo que se censura el abuso de la temporalidad se decreta que se prolongue en el tiempo, llegando hasta ahí la condena a la Administración. 

Ahora mismo nos encontramos en un punto muerto, en una especie de eterno bucle sin salida, en el que está claro quién incumple (las Administraciones que no transponen la directiva y utilizan abusivamente la contratación temporal para cubrir sus necesidades de personal permanentes) y quién paga las consecuencias (los empleados temporales que perpetúan la precariedad laboral que implica esa eterna temporalidad), mientras que los tribunales son llamados a condenar, sancionar y compensar por esas prácticas se limitan a buscar en el ordenamiento jurídico interno qué hacer y, al no encontrar respuesta, desestiman cualquier tipo de sanción o compensación pese a estar obligados a ello. Prolongándose este problema ya durante varias décadas, parece que más que solucionar el problema, están esperando a que se pudra solo y desaparezca. 

En este panorama muchos miembros del colectivo de empleados públicos temporales en esta situación esperaban que el TJUE, en su sentencia del 13 de junio de 2024, ordenase como sanción y compensación la denominada «fijeza», es decir, la conversión automática de la temporalidad en una relación permanente. La respuesta dada por el tribunal de la Unión, si bien de forma clara establece que esa medida de fijeza es posible, recuerda que es el órgano judicial interno el encargado de elegir y aplicar la sanción y compensación adecuada. Sin embargo, tras validar la opción de la «fijeza» añade al final de su frase la coletilla «siempre que esa conversión no implique una interpretación contra legem del Derecho nacional», lo cual ha venido a considerarse, por parte de muchos que, como tal conversión automática está prohibida por nuestra Constitución Española, en el fondo la respuesta que da el TJUE es realmente negativa, que los tribunales no adoptarán esa solución y que continuaremos con la idea de que el problema se pudra en lugar de que el problema se solucione. 

Por tanto, la pregunta es: ¿va en contra de la Constitución que un órgano judicial nacional sancione, ante una situación de abuso de la contratación temporal, decretando la conversión de esa temporalidad en una relación laboral permanente con esa Administración que contrata o nombra a ese trabajador?

Para responder afirmativamente se sacan a colación los artículos 103.3 y 23.2 de la Constitución, artículos que hablan de la igualdad en el acceso al empleo público y que proclaman los principios de mérito y capacidad en dicho acceso. Esa versión se puede ver con claridad en el Auto del Tribunal Supremo 6188/2024, de 30 de mayo, de la Sala de lo Social que, pese a la sentencia del TJUE de 22 de febrero de 2024, afirma que todavía alberga dudas acerca del modo de aplicar dicha resolución y sobre la aplicación de dicha «fijeza» en España, afirmando literalmente que «el acceso al empleo público español de carácter fijo debe respetar los principios de igualdad, mérito y capacidad».

Sin embargo, en mi opinión, esa afirmación de nuestro Tribunal Supremo contiene un error palmario y manifiesto. En ningún momento nuestra Constitución reserva los principios de igualdad, mérito y capacidad para el empleo público de carácter fijo. Lo hace de forma genérica refiriéndose al acceso a la función pública, tanto temporal como fija. La literalidad del 103.3 de nuestra Constitución es la siguiente: «La ley regulará (…) el acceso a la función pública de acuerdo con los principios de mérito y capacidad». Como se puede ver, la Constitución no lo limita esos principios para el supuesto de que dicho acceso sea de forma fija o permanente. De hecho, son decenas de miles los temporales que, o bien pasaron un proceso selectivo convocado por la Administración para acceder como temporales a esa función pública, o bien aprobaron los procesos selectivos ordinarios pero se quedaron sin plaza, siendo posteriormente llamados para cubrir plazas temporales. No puede negarse que ese concreto colectivo ha acreditado en procesos selectivos abiertos y concurrentes su mérito y su capacidad. 

Lo anterior, unido a la clara exigencia que viene por un lado de la jurisprudencia del TJUE, y por otro del artículo 4 bis de la Ley Orgánica del Poder Judicial que obliga a aplicar dicha jurisprudencia, nos permite concluir que, al menos a esa parte del colectivo, no se les puede negar su acreditación del mérito y de su capacitación como excusa para negar esa conversión de la temporalidad en fijeza. Las palabras del TJUE son claras y no admiten rebuscadas interpretaciones: En el supuesto de que un juzgado o tribunal interno considere que el ordenamiento jurídico interno español no contiene, en el sector público, ninguna medida efectiva para evitar y, en su caso, sancionar la utilización abusiva de sucesivos contratos o relaciones de empleo de duración determinada, la conversión de estos contratos o relaciones en una relación de empleo por tiempo indefinido puede constituir tal medida (apartado 109 de la sentencia de 13 de junio). La coletilla «siempre que esa conversión no implique una interpretación «contra legem» del Derecho nacional» no es obstáculo, dado que lo que se alega para ello (los principios constitucionales de igualdad, mérito y capacidad) no se conculcan y se pueden declarar por acreditados, máxime cuando para ello el TJUE exige que al aplicar el Derecho interno, los órganos jurisdiccionales nacionales están obligados a interpretarlo en la medida de lo posible a la luz de la letra y de la finalidad de la Directiva para alcanzar el resultado que esta persigue, siendo esta obligación de interpretación conforme aplicable al conjunto de las disposiciones del Derecho nacional, tanto anteriores como posteriores a dicha Directiva (apartado 102 de la sentencia de 13 de junio de 2024).

Con ello podemos llegar a solucionar este enrevesado problema jurídico para una buena parte de los empleados públicos temporales en situación de abuso de la contratación temporal, pero no de la totalidad, dado que, en ocasiones, el acceso a ese empleo público sí es cierto que se ha producido sin prueba selectiva alguna, por lo que el anterior razonamiento, no nos valdría. 

Con relación al resto de este colectivo, procede reflexionar sobre quién es el responsable del incumplimiento, tanto a nivel constitucional como comunitario, y quién sufre las perniciosas consecuencias del mismo, así como la entidad de los diversos intereses y derechos en conflicto, para efectuar una correcta ponderación de los mismos y adoptar la decisión de cuál debe prevalecer y, por lo tanto, amparar jurídicamente. Quiero decir con esto que no es inusual que en una controversia jurídica las dos partes aleguen derechos o principios constitucionalmente proclamados que colisionan, o que defienden ambos intereses constitucionalmente relevantes que deben ponderarse para finalmente dar la razón a uno u otro. 

En cualquier caso, se debe reconocer que, en el supuesto de que durante lustros o décadas unos empleados públicos temporales han actuado como empleados públicos temporales sin ningún tipo de acreditación de sus méritos o capacidades, semejante inconstitucionalidad sería imputable desde el origen a la Administración que lo consintió, no al empleado que desempeña las funciones públicas. Es decir, la inconstitucionalidad derivaría de su acceso a la función pública sin cumplir los requisitos, siendo responsable de ello la Administración que ha procedido de esa manera. Lo que aquí se pretende es que la consecuencia de esa vulneración de principios constitucionales no recaiga sobre quién la comete, sino que sirva de pretexto para denegar la pretensión de estabilidad y terminación de la precariedad laboral de quien la sufre. Así, la Administración incumpliría pero pagaría las consecuencias el trabajador. 

Conviene recordar que en la sentencia del Tribunal Constitucional 22/1981 se establece que «el derecho al trabajo no se agota en la libertad de trabajar; supone también el derecho a un puesto de trabajo y como tal presenta un doble aspecto: individual y colectivo, ambos reconocidos en los arts. 35.1 y 40.1 de nuestra Constitución, respectivamente. En su aspecto individual, se concreta en el igual derecho de todos a un determinado puesto de trabajo si se cumplen los requisitos necesarios de capacitación, y en el derecho a la continuidad o estabilidad en el empleo». Ni siquiera en este caso sería tan sencillo desestimar la pretensión de fijeza alegando para ello un incumplimiento del que no es responsable el trabajador, cuando dicha pretensión está vinculada con la erradicación de la precariedad laboral y de la estabilidad en el trabajo que tanto nuestra Constitución como el ordenamiento de la Unión Europea defiende. 

Por todo ello, no procede concluir apriorísticamente que la conversión judicial de una vinculación temporal en indefinida dentro de la función pública, en supuesto de abuso de la contratación temporal y con la normativa y jurisprudencia comunitaria existente, vaya en contra de nuestro Derecho Constitucional. Es más, los que consideran esa opción una manifiesta inconstitucionalidad deberían preguntarse el motivo por el que nadie se cuestiona el artículo 87 de la  Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público, en el que literalmente se dice, cuando se regulan las transformaciones de las entidades integrantes del sector público institucional estatal, que «la integración de quienes hasta ese momento vinieran ejerciendo funciones reservadas a funcionarios públicos sin serlo podrá realizarse con la condición de «a extinguir»». Esa opción contemplada ya en la ley española para estos supuestos (prolongar hasta la jubilación, fallecimiento o renuncia la relación laboral para luego valorar extinguir esos puestos), es la que reclaman para sí cientos de miles de empleados temporales. No entiendo como puede afirmarse que se solicita una palmaria inconstitucionalidad cuando por esta vía contemplada legalmente se está produciendo el mismo efecto que el solicitado por los interinos en situación de «abuso de la contratación temporal».

Por eso, yo me atrevo a concluir que la coletilla «siempre que esa conversión no implique una interpretación contra legem del Derecho nacional» de la sentencia del 13 de junio de 2024 del TJUE no es un impedimento para valorar con rigor y con sometimiento al Derecho la conversión judicial de una vinculación temporal en indefinida dentro de la función pública. La Constitución no es el problema, y no deberían usarla de excusa ni los que buscar eludir su verdadera responsabilidad, ni los que pretenden ignorar las sentencias que nos llegan desde fuera de nuestras fronteras.

Dedómetro 2024: ¿en manos de quién está el sector público?

En Hay Derecho nos hemos preguntado en manos de quién están las empresas y otras entidades del sector público con responsabilidad en la regulación y/o en el control de áreas clave para el buen funcionamiento institucional (organismos reguladores y autoridades independientes). Partimos de una premisa fundamental: si son entidades a las que se le ha conferido una naturaleza pública por su clara vocación de servir a los intereses generales, ¿no debería, entonces, asegurarse que estén al frente las personas mejor cualificadas? Por eso nos pusimos a investigar, y el resultado acaba de ser presentado: el Dedómetro 2024.

Nos referimos a empresas tales como Correos, Paradores, ADIF o Loterías del Estado; o a organismos reguladores como el Banco de España o la CNMC, por citar algunos de los cuarenta analizados.

Es oportuno recordar que el art. 103 de nuestra Constitución señala que la Administración Pública debe servir con objetividad los intereses generales, y que las leyes deben regular el acceso a la función pública de acuerdo con «los principios de mérito y capacidad». A su vez, el artículo 23.2 de la Carta Magna señala que los ciudadanos «tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes». Aspectos que refuerza y desarrolla el Estatuto Básico del Empleado Público, aprobado a través del Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, que alude, junto a los principios de mérito y capacidad, al criterio de idoneidad y a la selección mediante procedimientos que garanticen la publicidad y concurrencia. Recoge que el personal directivo estará sujeto a evaluación con arreglo a los criterios de eficacia y eficiencia, responsabilidad por su gestión y control de resultados en relación con los objetivos que les hayan sido fijados.

Cuando hablamos de empresas públicas, resulta sorprendente que exista una práctica extendida de colocación en la dirección con criterios de afinidad política y al margen de exigirse una acreditada preparación para asumir una responsabilidad de tal envergadura que atañe funciones públicas. No obstante, hay excepciones.

Para indagar exactamente el alcance de este tipo de prácticas la Fundación Hay Derecho elabora el Dedómetro, estudio que mide y evalúa el mérito y la capacidad de los máximos directivos del sector público estatal en nuestro país, tomando una muestra de 40 entidades, en una serie temporal de 20 años (2004 – 2024), abarcando 8 legislaturas e incluido a 215 directivos. Lo hemos llevado a cabo mediante un análisis basado en datos y tras el diseño de una metodología específica de evaluación que tiene en cuenta la formación, la experiencia profesional general, la de gestión y la específica en la materia, a lo que se añade un factor de politización. El resultado es demoledor: solamente 39 superan el examen con una nota de 8 (notable). 

Mediante el Dedómetro, una investigación exhaustiva, rigurosamente cuantitativa —y poniendo a prueba el sistema de transparencia y acceso a la información pública— la Fundación Hay Derecho es la primera (y única) organización que ha venido trabajando en una trazabilidad sistemática de los currículums de quienes están en la primera división de la dirección del sector público.

En términos generales, se trata de un nuevo estudio que pone de manifiesto un elemento central para la calidad democrática: es necesario mantener una actitud alerta y vigilante sobre quienes conducen la gestión del sector público pues administran importantes fondos de recursos. Estamos hablando de directivos cuyo salario medio asciende a 158.915 euros/año, al cargo de presupuestos nada desdeñables (media analizada de 717 millones de euros) y al mando de equipos de entre decenas y miles de personas (3.228 empleados de promedio).

A pesar de estas cifras, sorprende, para empezar, que únicamente 11 de todas las entidades públicas exigen en su regulación requisitos específicos para acceder a su máxima dirección, ya sea en relación con el perfil o con el procedimiento de selección. Las pocas que incluyen requisitos son algunas de las autoridades independientes u organismos reguladores. Es decir, las empresas públicas están al albur del mangoneo de turno como si fueran un espacio de colocación de afines. Así lo corroboran los datos que, si bien muestran una leve mejoría en el indicador de experiencia, acentúan en cambio la politización de los nombrados.

Una cuestión es hacer depender la estrategia global de la entidad pública de la dirección política que imprima el Consejo de Ministros y otra bien distinta es hacer inviable un modelo de gestión profesionalizada con cierta estabilidad temporal. 

Y esto nos lleva a abordar otro de los elementos que hemos considerado en el estudio: la permanencia en el puesto. Uno de los datos más preocupantes es la alta rotación, no solamente en función de cambios de gobierno, sino de otros equilibrios políticos. La mitad de los directivos permanece en el cargo menos de tres años, habiendo ejemplos extremos de hasta nueve responsables al frente de una empresa pública en un periodo de 20 años (caso SEPES: Entidad Pública Empresarial de Suelo). Esta situación es, a ojos de cualquier persona, incompatible con la posibilidad de liderar y gestionar planes estratégicos a medio plazo. 

En complemento destacamos el incumplimiento flagrante de la normativa de transparencia de cara a ofrecer proactivamente información sobre el perfil profesional de sus propios directivos, así como otra veintena de indicadores. Hasta un 85% de las entidades reporta un deficiente cumplimiento de las exigencias contenidas en la ley estatal de transparencia.

Aunque la fotografía que hemos capturado con nuestro Dedómetro parece apuntar hacia aspectos fundamentalmente negativos y hacia callejones sin salida, hemos detectado casos de buenas prácticas que el informe pone de relieve. Evidencian que es posible hacerlo de otro modo que, sin duda, repercute positivamente en el interés general. 

Finalizamos aludiendo a dos de las recomendaciones que realizamos para mejorar la elección de los responsables de las entidades públicas: 

  • Establecer requisitos objetivos para acceder al máximo puesto directivo de la entidad.
  • Procesos de selección transparentes, abiertos y por concurrencia competitiva. Este proceso debería incluir, como mínimo, una convocatoria pública, la exigencia de que los candidatos presenten planes estratégicos para la entidad que aspiran a dirigir, la selección de una terna y el establecimiento de un contrato de desempeño.

Cabe preguntarse: si para acceder a la dirección de una empresa privada o de cualquier organización (esta Fundación mismo), se articula un proceso de selección con base en unos requisitos objetivos previamente definidos y se concurre a sabiendas de poder resultar elegida o no, al igual que es posible superar o no una oposición, ¿cómo es posible que asumamos que las empresas públicas estén al margen de procesos selectivos? 

No se trata solo de elegir bien, sino de asegurar además la atracción de talento, preservar la igualdad en el acceso a la función pública y que quienes resulten designados puedan llevar a cabo su responsabilidad poniendo el foco en su buen desempeño y no en el favor político.

El Dedómetro es una investigación necesaria y valiente, y además es de acceso libre: está a disposición de quien desee consultarla en este enlace. También será presentada en un acto público en Madrid el próximo 12 de junio a las 19h, del que se encuentran aquí los detalles.

La realidad incontestable del principio y derecho a una buena administración

¿Existe un derecho a una buena administración pese a las prerrogativas existentes de las administraciones públicas? ¿Es la buena administración una realidad jurídica hoy en día? 

Sí, lo es. Una realidad totalmente consolidada en nuestra legislación y jurisprudencia, como contrapeso, precisamente, a dichas prerrogativas. Pero una realidad que es perfectible y susceptible de ser mejorada, como se tuvo ocasión de debatir en el II encuentro de la Red de Cátedras de Transparencia y Gobierno Abierto, organizado en esta ocasión por la Cátedra de Transparencia y Buen Gobierno de la Universidad de Alicante, dirigida por el Profesor Josep Ochoa, y en la que participó la Sindicatura de Greuges de Valencia, con presencia del actual Síndic, señor Ángel Luna.

Sin embargo, partiendo de esa realidad, es crucial para poder avanzar realmente evitar las imprecisiones y vaguedades que pueden hacer que surja el espejismo de la ilusión o inutilidad de la buena administración. Confusión frecuentemente causada por la ausencia de conocimiento en profundidad de los avances jurídicos ya realizados y consolidados sobre la buena administración. En el caso de la Unión Europea, donde el derecho a una buena administración, como es sabido, está consagrado en el art. 41 de la CEDF desde el año 2000 (pero ha sido usado por el TJUE desde 1950), la Comisión Europea publicó en 2019 una encuesta del Eurobarómetro sobre el conocimiento de la Carta por parte de la ciudadanía. Según la misma, aunque la situación ha mejorado ligeramente desde 2012, solo el 42 % de los entrevistados había oído hablar de la Carta y solo el 12% conocía su contenido. Los resultados también muestran que seis de cada diez encuestados desearían tener más información sobre la Carta y sobre dónde acudir en caso de vulneración de sus derechos. 

Este desconocimiento debe ser subsanado, porque la realidad jurídica de la buena administración está íntimamente vinculada con un contexto de mutaciones de la legitimidad y funciones de la intervención pública y no es, ni mucho menos, una moda pasajera. La evolución del modelo de burocracia weberiana, a la Nueva Gestión Pública y a la buena gobernanza, se explica por las insuficiencias de las primeras, que se han hecho más agudas con la Gran Recesión económica experimentada, la pandemia, el cambio climático o la guerra de Ucrania, por ejemplo. Se ha demostrado como la retirada indiscriminada de lo público, promovida por modelos como el del llamado Estado Garante, genera numerosos problemas sociales, económicos y políticos. Por ello, la OCDE ha llamado a superar la limitada perspectiva de la Nueva Gestión Pública, que ha prometido más de lo ofrecido en la realidad, y evolucionar hacia la preocupación por la calidad de la gestión pública, que recupere la confianza ciudadana en las instituciones públicas y que se integre en infraestructuras de integridad y buena administración.

La gran relevancia de la buena administración está ligada a su impacto en el viejo y caduco concepto de la discrecionalidad administrativa, poniendo fin a la idea tradicional entre nuestra doctrina y jurisprudencia de que ésta consistía en una libertad de elección indiferente para el Derecho. Ahora, esto ya no es cierto: la discrecionalidad no es arbitrariedad y debe ser buena administración. Como apunta la STS de 7 de octubre de 1999, en referencia a la sentencia de instancia y su caracterización de la discrecionalidad: «…decidir entre diversas alternativas «jurídicamente indiferenciadas», como textualmente expresa la Sentencia recurrida –aunque cabría preguntarse si en un Estado de derecho puede admitirse la existencia «a priori» de algo «indiferente jurídicamente»». Efectivamente, cabe dicha pregunta y la respuesta debe ser negativa, puesto que, como vamos a ver, hay atención del Derecho, al cumplimiento de la obligación jurídica de debida diligencia en el ejercicio de la discrecionalidad.

En línea con la doctrina jurídica y la jurisprudencia europeas, que llevan décadas ocupándose del tema, vamos a distinguir entre un sentido amplio y no preciso de buena administración y un sentido estricto y concreto, que es el que le da su perfil propio, frente a otras nociones, principios y derechos ya preexistentes, y la hace tan útil. En el ámbito doctrinal, la publicación desde hace años del Anuario del Buen Gobierno y de la Calidad de la Regulación, parcialmente abierto en línea, y de la Colección de la editorial Marcial Pons sobre Derecho, Buen Gobierno y Transparencia han enriquecido notablemente las aportaciones al respecto.

  1. Sentido amplio e impreciso

De uso no infrecuente, vendría a significar una administración correcta, adecuada, y, por tanto, en este sentido cabría englobar diversos elementos vinculado con el Estado Social y Democrático de Derecho. En este sentido, buena administración sería un concepto paraguas que englobaría cualquier componente deseado de la actividad administrativa, superponiéndose, de hecho, a otros derechos y principios generales ya existentes, como los de legalidad, buena fe, seguridad jurídica, interdicción de la arbitrariedad, proporcionalidad, igualdad, eficacia, eficiencia, buen gobierno, buena gobernanza, transparencia, participación, calidad, ética, integridad…

Asimismo, por oposición a la buena administración, el concepto de mala administración (mencionado en el art. 43 de la CDFUE), supone la violación de ésta. Puede emplearse también de modo no técnico, englobando cualquier supuesto de comportamiento ilegal o inadecuado del poder ejecutivo.

No nos parece de gran utilidad este concepto de buena administración (ni de mala administración), pues es un passepartout, que reitera lo que, con mayor precisión, el ordenamiento jurídico ya utiliza y ha sido trabajado y precisado durante mucho tiempo por los operadores jurídicos.

Por tanto, para evitar duplicidades y confusiones inútiles, es recomendable en foros técnico-jurídicos evitar este sentido de la buena administración (y de la mala administración).

  1. Sentido estricto o técnico. La diligencia debida o debido cuidado.

Del análisis de toda la normativa existente y de la abundante jurisprudencia europea y española, podemos avanzar que cabe inducir que el derecho a una buena administración se aplica al ejercicio de potestades y funciones administrativas, sea este ejercicio por parte del gobierno, sea por parte de la administración (pudiendo y debiéndose plantearse su extensión a los privados que ejerzan funciones públicas) e implica que los miembros del gobierno y los altos cargos y los empleados públicos en cumplimiento de sus obligaciones de buena administración deberán actuar con la diligencia debida de un cuidadoso servidor público, lo que supone, de acuerdo con la abundante jurisprudencia existente:

  • actuar solo en ausencia de conflictos de intereses, 
  • con la información necesaria, 
  • teniendo en cuenta los factores relevantes 
  • otorgando a cada uno de los mismos su debida importancia en la decisión, excluyendo de su consideración todo elemento irrelevante,  
  • motivando suficiente y congruentemente la misma en relación con la fundamentación existente en el expediente. 

La correlación estrecha entre buena administración y diligencia debida está bien establecida en la muy abundante jurisprudencia del TEDH, del TJUE, que había dictado casi 1500 sentencias a fecha de 2021, del TS español y de los TSJ de las CCAA, que suman, literalmente, varios miles de sentencias dictadas en las últimas décadas, considerando, perfilando y aplicando la buena administración, protegiendo así a los ciudadanos europeos y españoles. Sólo como meros ejemplos, reproducimos párrafos de una STEDH, de una STJUE, de una STS y de una STJCA, de entre las existentes:

-Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Grobelny v. Poland (Application no. 60477/12), de 5 de marzo de 2020:

«61. Por otra parte, según el principio de good governance (buena administración) cuando un asunto de interés general está en juego, corresponde a los poderes públicos actuar a tiempo, de forma adecuada y con la máxima coherencia (véanse las sentencias Beyeler, antes citada, § 120, y Megadat.com S.r.l. v. Moldova, nº 21151/04, § 72, 8 de abril de 2008)». Por cierto, el TEDH ha utilizado esta doctrina en la reciente STEDH de 9 de abril de 2024, Verein klimaSeniorinnen Schweiz and Others v. Switzerland, en la que ha condenado a Suiza por una mala administración en relación con el cambio climático, puesto que ha incumplido la diligencia debida que impone la obligación positiva derivada del art. 8 del Convenio.

-Tribunal de Justicia de la UE, sentencia 30 de enero de 2002, Caso T-54/99, Max. mobil Telekommunikation Service GmbH. v. Commission):

«Debe señalarse, con carácter preliminar, que la tramitación diligente e imparcial de una denuncia se refleja en el derecho a la buena administración, que forma parte de los principios generales del Estado de Derecho comunes a las tradiciones constitucionales de los Estados miembros..»

-Tribunal Supremo, STS de 15 de octubre de 2020 (rec.1652/2019):

«Es sabido que el principio de buena administración está implícito en nuestra Constitución (artículos 9.3, 103 y 106), ha sido positivizado en la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (artículos 41 y 42)» (…)

«constituye, según la mejor doctrina, un nuevo paradigma del Derecho del siglo XXI referido a un modo de actuación pública que excluye la gestión negligente (…) y –como esta misma Sala ha señalado en anteriores ocasiones- no consiste en una pura fórmula vacía de contenido, sino que se impone a las Administraciones Públicas, de suerte que el conjunto de derechos que de aquel principio derivan (audiencia, resolución en plazo, motivación, tratamiento eficaz y equitativo de los asuntos, buena fe) tiene –debe tener- plasmación efectiva y lleva aparejado, por ello, un correlativo elenco de deberes plenamente exigible por el ciudadano a los órganos públicos»

STSJ de Cataluña de 1 de octubre de 2020:

«El derecho a una “buena administración” como determinante de un nuevo rol de la Administración en sus relaciones con los Administrados. (…) el derecho a una buena administración exige algo más que no vulnerar o desconocer reglas o principios y motivar la decisión que se adopte. Supone controlar, valorar las circunstancias del caso, la toma en consideración de los hechos e intereses y el Derecho relevante. Y aparece conectado con el principio de transparencia de la actividad administrativa, eficiencia, claridad y una aplicación individualizada del Derecho al caso.»

Es pues la diligencia debida el elemento novedoso que caracteriza a la buena administración y se inscribe así innovadoramente en una tradición, la española, donde esta obligación jurídica, antes del desarrollo del concepto de buena administración, no había sido objeto de atención ni desarrollo doctrinal o jurisprudencial. Correlativamente, creemos que la expresión mala administración debiera reservarse para las violaciones de la buena administración strictu sensu.

Así definida, de modo estricto, es el concepto de diligencia debida o debido cuidado (due diligence o due care) en el ejercicio de potestades administrativas la que caracteriza a la buena administración (y la negligencia a la mala administración, siendo la dolosa la que causa la corrupción). Ello permite distinguirla de los otros conceptos jurídicos. En particular, es frecuente confundir a la buena administración con la buena gobernanza (que es un concepto más amplio, de carácter politológico, sobre las redes de actores en las políticas públicas, apenas mencionada en el ordenamiento jurídico), el buen gobierno (propio solo de los cargos electos y altos cargos cuando desarrollan función de gobierno, regulada en la ley 19/2023 y equivalentes autonómicas), transparencia y participación (que son nociones distintes de la buena administración, que junto con ella coadyuvan a evitar la mala administración corrupta o negligente y que han sido objeto de mucha mayor atención en los últimos años), ética o integridad (prerrequisitos de la buena administración: pueden existir y no concurrir la diligencia debida o debido cuidado, pero lo contrario no es posible) o proporcionalidad (que es un límite negativo del comportamiento públicos, son sus tres filtros de adecuación, necesidad y proporcionalidad stricto sensu, mientras la buena administración es una obligación de diligencia en positivo: puede existir proporcionalidad y no buena administración y viceversa).

Lo mismo ocurre con la mala administración, que usada en sentido amplio y no preciso se solaparía y generaría confusiones con otros conceptos ya existentes y caracterizados por los operadores jurídicos, relativos al comportamiento administrativo que se separa del ordenamiento jurídico, algunos clásicos en España, como la desviación de poder, la arbitrariedad, la desproporción, la discriminación, y otros con menos tradición y definición doctrinal, normativa y jurisprudencial, como los irregularidad, corrupción, fraude o conflicto de interés.

Volviendo a la buena administración, la jurisprudencia europea y española ha insistido en el elemento de la diligencia debida o debido cuidado como el propio y especifico del concepto de buena administración en sentido estricto o técnico, haciendo un esfuerzo por caracterizarlo. 

La buena administración está bien lejos de ser una entelequia, siendo una realidad contundente que se emplea continuamente por los ciudadanos y las empresas ante los tribunales. Así, la STS de 4 de noviembre de 2021 (número de recurso 8325/2019) ha señalado que:

«Como se desprende de lo dicho por el Tribunal Supremo el principio de buena administración tiene una base constitucional y legal indiscutible. Podemos distinguir dos manifestaciones del mismo, por un lado constituye un deber y exigencia a la propia Administración que debe guiar su actuación bajo los parámetros referidos, entre los que se encuentra la diligencia y la actividad temporánea; por otro, un derecho del administrado, que como tal puede hacerse valer ante la Administración en defensa de sus intereses y que respecto de la falta de diligencia o inactividad administrativa se refleja no ya sólo en la interdicción de la inactividad que se deriva de la legislación nacional, arts. 9 y 103 de la CE y 3 de la Ley 39/2015, -aunque expresamente no se mencione este principio de buena administración-, sino de forma expresa y categórica en el art. 41 de la CEDH ».

Las sentencias sobre buena administración abarcan ámbitos muy diversos, dando lugar a declaraciones de invalidez con base en la misma, como, por ejemplo en los siguientes casos:

-Buena administración y calidad normativa: por ejemplo, entre otras que aluden a los principios de buena regulación, llegando a anular reglamentos por su violación, STS de 4 de junio de 2020 (n.º recurso. 33/2019)).

La relevancia del procedimiento administrativo también para los actos administrativos y el resto de las decisiones administrativas: dado que el «derecho al procedimiento administrativo debido» es «corolario del deber de buena administración», STS de 14 de abril de 2021, recurso n. 28/2020.

La necesidad de contestar de modo diligente a las alegaciones presentadas por los ciudadanos en los trámites participativos, con lo que ya no es la ausencia de audiencia la causa de la invalidez, sino el hecho de no tomar en consideración las alegaciones presentadas, por ejemplo, STS de 12 de septiembre de 2023, recurso n.º 3720/2019.

La declaración de la caducidad:  la cual tiene que ser declarada formalmente antes de iniciar otro procedimiento (STS de 3 de diciembre de 2020, recurso N.º 8332/2019).

La prescripción: por dilación indebida debida a falta de debido cuidado (STS de 14 de marzo de 2024, recurso Nº 3050/2022, con cita de muy abundante jurisprudencia sobre la buena administración).

Terminación convencional del procedimiento: en la sentencia de 5 de octubre de 2015 se señala que si bien el derecho a una buena administración no obliga a la celebración de una terminación convencional del procedimiento de las previstas en la LPAC y sectorialmente (como en el caso del art. 52 de la Ley de defensa de la competencia), si conlleva que una ponderación diligente de su posibilidad.

La importancia de la correcta motivación de las decisiones administrativas y el derecho a comprenderla: que debe mostrar la relación lógica de su contenido con el expediente y la decisión adoptada, STS de 4 de diciembre de 2014, Recurso Núm. 1527/2012.

Las notificaciones administrativas: que hay que desplegar con la debida diligencia (así, STC 160/2020).

La inactividad administrativa: campo en que ha incidido la STS de 8 de octubre de 2020 (recurso. n.º 91/2020), sobre insuficiencia de las medidas públicas de protección en sanitarios durante la pandemia de Covid-19.

Los recursos administrativos: no siendo posible dictar providencia de apremio sobre el patrimonio si no se han contestado los presentados, conforme a la ya STS de 28 de mayo de 2020, (recurso n.º 5751/2017).

En relación con esta última STS y la existencia de prerrogativas administrativas, puede destacarse la polémica doctrinal abierta sobre la buena administración y la tutela ejecutiva o privilegio de ejecutoriedad. Dicha polémica agrupa a los intervinientes en dos bandos. De un lado, los que consideran que la reinterpretación constitucional de la LPAC (art. 5 LOPJ) supone que si no se responde previamente a un recurso administrativo presentado por el ciudadano la administración no pueda ejecutar forzosamente un acto (dado que el silencio es una «aberración» jurídica y no una manera aceptable de tomar decisiones, una mala administración evidente, de acuerdo con el TS). Del otro, los que, en ocasiones argumentando la inanidad del concepto de buena administración, sostienen que, si bien existe una mala administración evidente, no le correspondería a la jurisprudencia reinterpretar la legislación, sino que ésta debería ser modificada por el legislador.

En todo caso, conviene recordar que han existido en el pasado, aportaciones jurisprudenciales reinterpretando preceptos legales. Es el caso, por ejemplo, de la inexistencia de plazo para impugnar los actos producidos por silencio administrativo en reinterpretación del art. 46 LJCA (entre otras, STC 6/1986, de 21 de enero, en que se estimó el recurso de amparo planteado por vulneración del art. 24.1 CE provocada por la inadmisibilidad declarada en la sentencia de instancia, que consideraba extemporáneo el recurso contencioso-administrativo contra una desestimación presunta, y STS de 23 de enero de 2004). 

Como hemos visto, pues, puede afirmarse que quienes han dado precisión al concepto de buena administración han sido los jueces. Curiosamente, el Tribunal Constitucional español ha permanecido totalmente ajeno hasta ahora a la buena administración, a diferencia de sus homónimos europeos o iberoamericanos, como el Tribunal Constitucional peruano o dominicano, por ejemplo. 

Pero la jurisprudencia no ha sido capaz, hasta el momento, de fijar un estándar de diligencia debida general que precise la buena administración y ofrezca una mayor seguridad jurídica, también a los propios servidores públicos. Efectivamente, las sentencias del TS español se han limitado a señalar que «la aplicación del principio de buena administración debe acometerse con extrema prudencia y, desde luego, teniendo en consideración las circunstancias del caso, por lo que no resulta posible extraer o proyectar consecuencias con carácter general sin atender a tales circunstancias (por todas STS de 3 de noviembre de 2023, rec. Núm. 1266/2022). Lo que es en parte comprensible por la perspectiva del control judicial, reactiva, no preventiva, y casuística. El derecho a una buena administración no puede depender solo de lo que digan los tribunales, puesto que el Derecho no es solo las decisiones de éstos, pese a la conocida frase de Oliver Wendell Holmes, quien fue magistrado del TS norteamericano, sobre que «las profecías sobre lo que los tribunales harán realmente, y nada más pretencioso que esto, es lo que yo entiendo por Derecho», en «Path of the Law», 1896, Boston L. School Mag. El Derecho (constitucional y administrativo) es, debe ser, mucho más que lo que digan los tribunales, sin desconocer la relevancia de la jurisprudencia de éstos y su labor de complemento del ordenamiento jurídico.

Siendo, pues, cierta la necesidad de adecuar el nivel de diligencia especifico a exigir a las circunstancias del caso, también lo es que poder contar con algunas orientaciones generales normativas ayudaría a ofrecer seguridad jurídica y mayor tranquilidad a los servidores públicos sobre cuando la diligencia será debida y cuando no. La STS de 14 de marzo de 2024, rec. 3050/2022, considera las cuestiones de la carga de trabajo y de los medios disponibles expuestas por la Administración, para rechazarlas en el caso concreto y declarar la violación de la buena administración. Pero creemos que es importante trabajar en la dirección de ofrecer algunas pautas normativas generales que puedan guiar la aplicación de la buena administración a los casos concretos y den una guía a los gestores públicos sobre la diligencia debida que les será exigida. Es preciso, pues, construir de manera sistemática la buena administración, como un estándar de conducta de los servidores públicos, en línea con los existentes en el ámbito privado («buen padre de familia», en el Código Civil, «ordenado empresario» en el ámbito mercantil, donde la legislación española ha incorporado la Bussiness Judgement Rule).

En otro momento hemos propuesto utilizar como guía una fórmula adaptada de la que utiliza la jurisprudencia norteamericana para apreciar la concurrencia o no de negligencia y por tanto de responsabilidad. Se trata de la fórmula c=pxD, siendo c las medidas a adoptar por la administración, p la probabilidad del daño que se causaría si no se adoptan y D la magnitud de dicho daño. Puede encontrarse más detalles por ejemplo en un artículo publicado en la revista Eunomia en 2023.

Asimismo, junto a lo expuesto, la normativa tiene pendiente una serie de intervenciones para la perfectibilidad de la buena administración, intervenciones en algún caso obligatorias por mandato normativo, como ocurre en el supuesto valenciano, donde el art. 9.1 del Estatuto de Autonomía valenciano prevé la aprobación de una ley de buena administración, todavía pendiente. Así, el legislador podría incidir en cuestiones como, por ejemplo, y sin ánimo de exhaustividad, puesto que la regulación de las técnicas de buena administración da para mucho, los sandboxes o entornos o bancos de prueba de regulación, la regulación mejorada y conjunta de los conflictos de interés, la simplificación administrativa de cargas innecesarias (chapapote o sludge), la evitación del non take up en las ayudas sociales y el uso de técnicas ya empleadas en la actividad económica, como las declaraciones responsables, el derecho al error del ciudadano frente a la Administración, siguiendo el ejemplo francés, el papel de las aportaciones conductuales y al posible y necesario uso de acicates (nudges) para la buena administración, el derecho a entender, en conexión con el uso de las comunicaciones como elementos conductuales para mejorar la eficacia administrativa y por tanto la buena administración, por ejemplo mediante el denominado enmarcado (framing), la matización del uso del privilegio de autotutela ejecutiva respecto a su empleo estando pendiente de resolver de forma expresa un recurso administrativo previo, salvo casos en que motivadamente se justifique la necesidad en el servicio a los intereses generales, o la motivación de las decisiones administrativas, perfeccionando y concretando el art. 35 LPAC, en relación con por ejemplo el contenido de la motivación. En éste, en el caso de existencia de discrecionalidad, no sirve para nada referirse solo a hechos y fundamentos de Derecho, sino que el ciudadano ha de tener el derecho a saber qué criterios no jurídicos se han tenido en cuenta.  En este sentido, por ejemplo, nos parece más adecuado técnicamente el art. 39.1 de la Ley alemana de Procedimiento Administrativo, que señala que la motivación tiene que «contener los principales motivos jurídicos que han llevado a la autoridad a tomar su decisión. La motivación de las decisiones discrecionales también tiene que contener los puntos de vista que la autoridad ha considerado en el ejercicio de sus facultades discrecionales» (la traducción es nuestra desde este documento: BMI – Homepage – VwVfG (en) – Administrative Procedures Act (bund.de)).

En la tarea de precisar y profundizar en el uso de la buena administración como parámetro efectivo de mejora de la gestión pública y de control, junto a la doctrina jurídica, a los tribunales y al legislador, deberían concurrir también órganos como el Tribunal de Cuentas y sus homónimos autonómicos, las Oficinas de lucha contra el Fraude y la Corrupción, los Tribunales de Contratación, el Consejo de Estado y los órganos consultivos autonómicos o las Defensorías del Pueblo.

En relación con las Defensorías del Pueblo, su papel puede ser especialmente relevante en la concreción de la buena administración y su empleo como parámetro efectivo de supervisión administrativa. El trabajo desarrollado por la Defensoría del Pueblo europea en este ámbito, la celebración por la Asociación Mediterránea de Defensorías el otoño pasado de una conferencia específica sobre el derecho a una buena administración o la próxima reunión de Defensorías del Pueblo españolas para reflexionar sobre el mismo tema el próximo otoño en Vitoria son indicadores de la relevancia del papel que estas instituciones pueden y deben tener como guardianas de la buena administración, distinguiendo mitos y aspiraciones de la realidad jurídica ya existente, para potenciar ésta en el futuro inmediato.

La ilusión de la «buena administración»

¿Puede existir la buena administración con los privilegios legales que tienen las Administraciones públicas? ¿Es una ilusión? De momento, sí. Vamos a verlo.

La existencia de la llamada “buena administración” es relativa. Depende de la perspectiva en la que nos coloquemos. Desde el plano legal y jurisprudencial, la “buena administración” sí que existe. Es considerada, en unas ocasiones, como un derecho, y en otras, como un principio. 

Sin embargo, para el conjunto de la ciudadanía, la “buena administración” no existe, es todavía una ilusión, en los dos significados definidos por la Real Academia Española de la Lengua: “concepto sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos” y “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”.

En el Estudio nº 3430, sobre la “Calidad de los Servicios Públicos”, realizado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en noviembre-diciembre de 2023 (pinchar aquí), se formula la siguiente pregunta a la ciudadanía encuestada:

Conviene destacar las siguientes cifras negativas, referidas al empeoramiento de las Administraciones públicas: el 55.6% de las personas encuestadas considera que ha habido un retroceso en la sencillez de los procedimientos administrativos; el 63%, en el tiempo en resolver gestiones; el 45,4, en la información que dan a los ciudadanos y el 44% en el trato recibido. 

Para muchas de las personas encuestadas, la buena administración es una ilusión, un deseo, una meta a alcanzar, pero todavía no existe. La pregunta clave es la siguiente: ¿es posible hacer real y efectiva una buena administración y, al mismo tiempo, mantener las ventajas y privilegios legales que tiene? En mi opinión, no es posible. Vamos a verlo. 

Sin entrar en el debate de si la “buena administración” es un derecho fundamental, un derecho subjetivo, un principio rector de la política social y económica o un principio general del Derecho, ya que no existe un consenso jurisprudencial, lo cierto es que el Tribunal Supremo, en numerosas resoluciones (entre ellas, STS 4357, 23/10/2023 (Recurso 556/2022, pinchar aquí), considera que la buena administración está implícita en la Constitución (artículos 9.3 y 103), y reconocida en el artículo 3.1.e) de la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público, y en los artículos 41 y 42 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, así como en algunos Estatutos de Autonomía.

Hay que tener en cuenta que en la Unión Europea no existe una Ley de Procedimiento Administrativo Común como en España, por lo que se optó por reconocer expresamente el derecho a una buena administración en las relaciones con las instituciones, organismos y agencias comunitarias. 

En España, el conjunto de derechos incluidos dentro del “derecho a una buena administración” (artículos 41 y 42 de la referida Carta) ya se encontraban también recogidos en la antigua Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (actualmente, en la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones públicas, y en la Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno). No estamos ante un derecho nuevo.

Dicho esto, el derecho o principio de buena administración impone a las Administraciones públicas la obligación de desplegar una conducta lo suficientemente diligente como para evitar posibles disfunciones derivadas de su actuación o resultados arbitrarios. No es suficiente el mero respeto de los procedimientos y trámites, ya que el objetivo es conseguir la plena efectividad de las garantías y derechos reconocidos legal y constitucionalmente a los ciudadanos.

Y aquí nos encontramos ya con algunas dificultades bastantes serias:

  1. a) Concepto jurídico indeterminado: el Tribunal Supremo tiene claro que el principio de buena administración es, por definición, casuístico. No hay ninguna solución válida para todos los casos. Hay que estar al caso concreto. ¿Cómo se mide la “diligencia debida” de la Administración? ¿Existe algún estándar objetivo? No, no existe. No es posible saberlo “a priori”. 

Los compromisos asumidos voluntariamente por cada entidad pública en su carta de servicios podrían servir de guía para concretar la referida diligencia debida. Sin embargo, dichos compromisos son voluntarios y son muchas las entidades públicas que carecen de cartas de servicios realmente vinculantes. 

  1. b) Excesivo casuismo e inseguridad jurídica: el Alto Tribunal no se cansa de repetir que hay que valorar las concretas circunstancias concurrentes en cada caso. Esta indeterminación provoca, por un lado, bastante inseguridad jurídica, tanto para la Administración como para la ciudadanía, porque no existen unas reglas previas, claras y generales a las que atenerse. Por ejemplo, ¿a partir de cuántos meses el retraso no es razonable? Depende. No se sabe. Ya se verá en cada caso.

El derecho o principio de buena administración no puede depender tanto del arbitrio judicial, ya que ello deriva en una aplicación aleatoria e impredecible.

  1. c) Situación injusta: Solo aquellas personas que tienen tiempo y dinero suficiente para acudir a los Tribunales de Justicia, es decir, un porcentaje muy pequeño de la ciudadanía, son las que pueden beneficiarse, si así lo estima el Tribunal en cada caso, de una aplicación real y efectiva del principio de buena administración que anule la actuación administrativa impugnada. Estamos ante importantes límites: imprevisibilidad y falta de aplicación a la generalidad de la ciudadanía.

En este sentido, hay que destacar y poner en valor el trabajo que realizan los Defensores del Pueblo (el Estatal y los autonómicos), que están aplicando el derecho o principio de buena administración en la resolución de las quejas que reciben por parte de personas que no pueden permitirse, por razones de tiempo y dinero, acudir a los Tribunales de Justicia. El inconveniente es que las resoluciones de los Defensores del Pueblo no son obligatorias para las Administraciones públicas y no siempre se cumplen. 

Con todo y con eso, en mi opinión, los mayores obstáculos para conseguir que el derecho o principio de buena administración sea una realidad de verdad para el conjunto de la ciudadanía derivan del mantenimiento de los privilegios y ventajas que las leyes reconocen a las Administraciones públicas.

Si bien es cierto que la ciudadanía tiene derechos y garantías cuya protección y efectividad real trata de conseguir el derecho o principio de buena administración, no es menos cierto que las Administraciones públicas gozan de multitud de privilegios y ventajas reconocidos legalmente que, en mi opinión, van en contra de esa “buena administración”, impidiendo su existencia efectiva. Vamos a ver varios ejemplos para tratar de demostrarlo:

1) Resolver en un plazo razonable: salvo en casos concretos en los que los plazos son más reducidos (un mes para contestar solicitudes de acceso a la información pública, resolver solicitudes de licencias de obras menores, etc.), el plazo general, cuando no hay uno específico, es de 3 meses. En otros casos, los plazos pueden ser más amplios (6, 12 o 18 meses).

Como es sabido, el incumplimiento injustificado de estos plazos no tiene ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa ni tampoco disciplinaria para las autoridades o funcionarios públicos responsables de los retrasos injustificados, más allá de la caducidad de los procedimientos incoados de oficio o del silencio administrativo -en la mayoría de casos negativo-, en los casos de solicitudes presentadas por los ciudadanos. 

En la práctica, las Administraciones públicas, con la socorrida excusa de falta de medios (en algunos casos aislados de pequeñas entidades locales puede estar justificada), agotan y superan con creces estos plazos con absoluta impunidad, invitando a los ciudadanos insatisfechos a que recurran ante los Tribunales si no están conformes, abusando del silencio administrativo e incumpliendo la obligación de resolver los procedimientos.

 

Y no resuelven, ni las solicitudes, ni los recursos administrativos, sencillamente, porque no les pasa nada malo. O el ciudadano se conforma y espera hasta la eternidad, la gran mayoría, o unos pocos, se atreven a ir a ciegas a los Tribunales. En estos casos, la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, no solo no penaliza el silencio de la Administración, sino que lo premia al permitirles a las Administraciones públicas que puedan contestar la demanda, alegando hechos y oponiendo motivos jurídicos, aunque no lo haya hecho en la previa vía administrativa, incluso, pudiendo hacerlo. 

Este privilegio provoca que la Administración no tenga mucho interés en contestar al ciudadano en vía administrativa si puede contestarle sin problema en la posterior vía jurisdiccional, si es que la persona afectada acude a la misma. 

Es más, la propia jurisprudencia “penaliza” a las Administraciones cumplidoras frente a las incumplidoras. Estas últimas pueden oponer todos los motivos jurídicos que estimen oportuno, mientras que las que se han preocupado de contestar al ciudadano en tiempo y forma, las “castiga” no pudiendo oponer motivos tales como la extemporaneidad, falta de legitimación, etc., si en la resolución administrativa expresa no lo han hecho. 

Por ello, sale más rentable para la Administración no “pillarse los dedos” contestando expresamente las solicitudes o recursos administrativos. 

Por otra parte, respecto al ámbito sancionador o disciplinario, la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común, directamente autoriza a las Administraciones públicas a no contestar a los denunciantes, salvo que invoquen un perjuicio en el patrimonio de las Administraciones Públicas, ya que no se les reconoce la condición de interesado (artículo 62, apartados 3 y 5). En estos ámbitos sancionador o disciplinario, en los que la legislación no permite intervenir a la ciudadanía, no rige el derecho o principio de buena administración. Oscuridad absoluta. 

 

2) Derecho de acceso a la información pública: ni la citada Ley 39/2015, ni la Ley 19/2013, de transparencia, contemplan ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa por la imposibilidad de acceder a la información pública (por ejemplo, nulidad de pleno derecho de la norma reglamentaria o anulación de los actos administrativos).

Se impide el acceso a la información a sabiendas de que son muy pocas las personas que pueden acudir a los Tribunales para, en el mejor de los casos, acceder años más tarde a una información que ya habrá perdido buena parte de su utilidad, asumiendo el riesgo a tener que pagar las costas judiciales si pierden el pleito -el tiempo medio en obtener una sentencia judicial firme es de año y medio a dos años, más el tiempo que tarde la Administración en cumplirla de forma efectiva-. 

 

Algunas resoluciones dictadas por el Consejo de Transparencia estatal y los consejos o comisiones autonómicas, aunque son obligatorias, tampoco se cumplen de forma voluntaria por las Administraciones, sin que las autoridades administrativas puedan imponer multas coercitivas o sanciones.

Como sabemos, el plazo de respuesta para acceder a la información pública es distinto según la condición del solicitante: un mes (un ciudadano cualquiera), 5 días naturales (concejales y diputados locales) y acceso inmediato (interesados en un procedimiento administrativo). 

Respecto a los interesados, aunque el artículo 53.1.a) de la citada Ley 39/2015 no contempla ningún plazo, el acceso debe entenderse que es inmediato para no generar indefensión, y más, desde el 1 de enero de 2024, con la entrada en vigor del Convenio del Consejo de Europa sobre acceso a los documentos públicos de 2009 (artículo 5.4). 

El problema es que, incluso si se impide el acceso a la información obrante en un expediente a los interesados en el mismo, la jurisprudencia tampoco reconoce efectos invalidantes a este incumplimiento si no se ha producido una indefensión material, la cual en muy pocos casos se produce porque la persona afectada suele tener acceso a la información cuando accede al expediente administrativo remitido al Tribunal, si es que ha interpuesto un recurso contencioso-administrativo. 

De ahí deriva la tranquilidad con la que se impide el acceso a la información obrante en un expediente administrativo, incluso, al propio interesado en el mismo. 

3) Motivar las decisiones administrativas: la Administración tiene el privilegio de poder motivar sus decisiones en cualquier momento, bien en vía administrativa, bien en vía jurisdiccional. Si lo puede hacer más tarde, porque así lo permite la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, y lo tiene que hacer únicamente ante los pocos ciudadanos que recurren a los Tribunales, ¿por qué se van a molestar y hacerlo antes en vía administrativa? 

Las Administraciones públicas se ahorran tiempo, trabajo y dinero, ya que no necesitan invertir en personal técnico que sepa redactar las motivaciones.

Otro privilegio más, por si no fueran suficientes: las decisiones administrativas, incluso las manifiestamente injustificadas o arbitrarias, si no se recurren en tiempo y forma, devienen firmes e inatacables, y solo pueden ser revisadas de oficio, previo informe favorable del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente de la Comunidad Autónoma, por la Administración, o a través del limitado y excepcional recurso extraordinario de revisión. 

Se dicta un acto arbitrario como un piano, sin justificación alguna, y no pasa nada. Como el ciudadano no presente el recurso administrativo en el plazo de un mes o acuda a los Tribunales en el plazo máximo de dos meses, está perdido. 

La presunción legal de validez de los actos administrativos despliega todos sus efectos de manera inexorable para consagrar definitivamente los actos arbitrarios, los carentes de la más mínima motivación, incluso aquellos que se emiten utilizando un modelo de escrito tipo o estereotipado para cualquier caso. El artículo 47 de la Ley 39/2015 debe ampliar la nulidad de pleno derecho a los actos carentes de motivación. De esta manera, al menos, las personas afectadas podrían solicitar a la Administración la revisión de oficio al amparo del artículo 106.1 de la referida Ley 39/2015. 

4) Dar audiencia al ciudadano antes de tomar una decisión que le afecte: el incumplimiento de esta obligación tampoco tiene consecuencias invalidantes de la actividad administrativa. La jurisprudencia considera que, si se no se ha producido una indefensión material, se trata de “meras irregularidades formales no invalidantes”, convalidando “a posteriori” estas ilegalidades. 

5) Tratar los asuntos de forma imparcial: este objetivo se ve comprometido en muchos asuntos porque las autoridades políticas tienen libertad absoluta para controlar todos los puestos directivos y de jefaturas de servicios de las Administraciones públicas, a través del abuso de la “libre designación” (nombramiento a dedo y cese justificado en la pérdida de confianza), en detrimento del incómodo concurso de méritos, y mediante la colocación de personal eventual (asesores) en puestos de dirección.

Conviene recordar que las Administraciones públicas deben servir los intereses generales (artículo 103.1 de la Constitución Española), no los intereses partidistas de las autoridades políticas que las dirigen en cada momento. La colonización de los puestos de dirección de las Administraciones públicas por personas afines a los partidos políticos restan credibilidad y confianza en la objetividad que debe presidir en todo momento las decisiones y actuaciones administrativas. 

6) Reparar los daños causados: los ciudadanos tienen el derecho a ser indemnizados de las lesiones antijurídicas que no tengan la obligación de soportar. Esta es la teoría. En la práctica, el procedimiento administrativo y judicial para obtener una indemnización es largo y muy complicado. La jurisprudencia aplica unos criterios interpretativos muy restrictivos respecto a la realidad del daño, la relación de causalidad y la diligencia exigible a la Administración para la imputación de los daños con la finalidad de no convertir al Estado en un asegurador universal. 

Las Leyes 39 y 40 del 2015 configuran un procedimiento de reclamación de la responsabilidad patrimonial con un régimen jurídico muy favorable para las Administraciones públicas. Si en 6 meses no hay respuesta expresa a la reclamación, el silencio es negativo. Esto explica el reiterado incumplimiento de la obligación de resolver en este ámbito. Si el silencio fuera positivo, otro gallo cantaría. Al menos, se tramitarían los procedimientos y contestarían a las reclamaciones. 

Otro beneficio más: las autoridades políticas y los funcionarios no responden directamente con su patrimonio de los daños causados por sus acciones u omisiones. Deciden libremente a sabiendas que la responsabilidad de sus decisiones será asumida por los presupuestos públicos, es decir, por el conjunto de los ciudadanos. Aunque la Administración condenada al pago puede repetir luego contra los responsables, se trata de una posibilidad anecdótica de la que apenas se ha hecho uso. 

7) Protección de la intimidad (datos personales): las Administraciones públicas no pueden ser sancionadas por incumplir la normativa sobre protección de los datos personales. La Agencia Estatal de Protección de Datos (AEPD) solo puede emitir apercibimientos, sin consecuencia económica alguna ni para la Administración, ni para la autoridad política o funcionario responsable de la vulneración. 

Esto explica el escaso interés que muestran algunas Administraciones públicas en la protección de los datos personales, salvo para denegar el acceso a la información pública por este motivo, ya que es una de las excusas preferidas para impedir que los ciudadanos puedan defenderse y ejercer sus derechos o controlar y participar en la gestión de los asuntos públicos. 

8) Respetar las lenguas oficiales: el incumplimiento del derecho a dirigirse a las Administraciones públicas en cualquiera de las lenguas oficiales y a recibir una contestación en esa misma lengua, tampoco constituye una causa de nulidad de los actos administrativos. El atropello de este derecho sale gratis para las autoridades o funcionarios responsables. No se contempla en la legislación administrativa ninguna consecuencia. 

9) Lenguaje fácil: según la encuesta del CIS que se ha mencionado, el 35,7 % de las personas encuestadas consideran que, en los últimos 5 años, las Administraciones públicas han empeorado respecto a la utilización de un lenguaje más accesible. 

Los escritos son excesivamente técnicos para que los ciudadanos los entiendan. Esta situación genera mucha frustración y desconfianza porque la persona destinataria del escrito se siente indefensa y no sabe lo que tiene que hacer. Hay que recordar que los ciudadanos no están obligados a relacionarse con la Administración a través de un abogado. La gran mayoría de las personas no pueden pagar sus honorarios. 

El problema principal sigue siendo que los Tribunales de Justicia no anulan los actos administrativos que utilizan un lenguaje incomprensible porque las personas que tienen el tiempo y dinero para recurrirlos necesitan hacerlo a través de un abogado, quien está familiarizado con ese lenguaje y no tiene problemas para entenderlo. 

La situación grave se produce en los casos que no se recurren ante los Tribunales, que son la gran mayoría, en los que las personas destinatarias de las comunicaciones administrativas no entienden nada. Y, encima, la actuación de la administración se presume válida y surte plenos efectos.

En mi opinión, las personas afectadas podrían solicitar la nulidad de pleno derecho de los actos administrativos incomprensibles, al amparo de lo dispuesto en el artículo 47.1.c) de la Ley 39/2015, porque tienen un “contenido imposible”. 

Dicho todo lo anterior, además de todas estas ventajas o privilegios legales que tiene la Administración, la aplicación del derecho o principio de buena administración también se complica con la presunción de legalidad y validez de los actos de las Administraciones Públicas sujetos al Derecho Administrativo (artículo 39.1 de la Ley 39/2015) y con la autotutela administrativa materializada en la ejecutividad y ejecutoriedad de dichos actos administrativos (artículos 97 y 98 de la referida Ley 39/2015); potestades y privilegios que tratan de hacer efectivo y real el principio constitucional de eficacia de las Administraciones públicas (artículo 103.1 Constitución española).

Con un ejemplo se verá más claro. Una persona recurre una liquidación tributaria. La Administración no contesta al recurso, incumple su obligación de resolver de forma motivada, y emite el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio. El Tribunal Supremo anula dicha la providencia porque la falta de respuesta al recurso supone un incumplimiento del principio de buena administración. 

Sin embargo, tanto la Ley General Tributaria, como la Ley de Procedimiento Administrativo Común, dicen claramente que la presentación de los recursos administrativos no tienen efectos suspensivos, por lo que la Administración tributaria podía y debía dictar el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio, aunque no hubiera contestado al recurso administrativo. ¿Se puede aplicar el principio de buena administración en contra de las potestades legales de las Administraciones públicas? Está claro que no. 

Ningún derecho es absoluto ni su ejercicio puede ir en contra de la Ley. El derecho-principio de buena administración no puede convertirse en un cajón desastre en el que quepa cualquier cosa.

En mi opinión, la existencia real y efectiva de la “buena administración” necesita importantes cambios legales para que deje de ser una mera “ilusión”.

  1. a) Por un lado, aclarar, en las Leyes 39/2015 y 40/2015, el concepto de buena administración, indicando si es un derecho o un principio, delimitando el contenido mínimo de lo que debe entenderse por “estándar de diligencia debida”, y fijando unos criterios interpretativos. 
  2. b) Por otro lado, también es necesario eliminar, limitar o delimitar, en cada caso, los distintos privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, reconocidas expresamente o permitidas en distintas leyes administrativas (por ejemplo, Ley 39/2015, Ley 40/2015, Ley 29/1998, EBEP, etc.), que impiden o desincentivan el respeto al derecho-principio de buena administración.

Se trata de lograr una Administración ágil que cumpla con el principio constitucional de eficacia (art. 103) en igualdad de armas que los ciudadanos, eliminando los injustificados privilegios que la legislación sigue reconociéndole, los cuales son más propios de una Administración del siglo pasado, donde las personas eran “administrados” y no “ciudadanos”. 

Un derecho vale lo que valen sus garantías. Si el derecho a “una buena administración” sigue obstaculizado por la multitud de privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, no dejará de seguir siendo una mera “ilusión”.

Los directivos públicos «profesionales» en la Administración del Estado: debilidades del (nuevo) marco regulador

Preliminar

La mala institucionalización que de la figura de los directivos públicos «profesionales» se viene haciendo en las leyes de función pública autonómicas, es obvia. Los mimbres del artículo 13 TREBEP eran muy deficientes. Mas no los han mejorado. Por su parte, la Administración del Estado nada había hecho en los últimos 16 años. Por compromisos con Bruselas, se impulsó a finales de 2023 una legislación excepcional de «medidas urgentes» de función pública aplicables solo a la AGE

El Real Decreto-ley 6/2023, en su Libro II, y la Orden TFD/379/2024 trasladan parte de la regulación que sobre los DPP hacía el proyecto de Ley de función pública de 2023, que decayó al final de la anterior Legislatura, pero con la omisión de algunos de sus aspectos. Entre ellos ha desaparecido el principio de igualdad, que en el proyecto de ley se recogía. También se omiten los principios de mérito y capacidad, estos últimos sí recogidos en el artículo 13.2 TREBEP, modelo del cual se aleja la AGE. Ni que decir tiene que el Real Decreto-ley y la Orden han optado por la vía más sencilla y expeditiva: no atar las manos de quien ha de nombrar y no hacer referencia al principio de igualdad, como se constata en la Orden citada. Así se sigue lo establecido en el artículo 80 TREBEP y la rancia jurisprudencia constitucional recaída desde 1991 sobre la libre designación. Continuidad institucional. El temor a una judicialización de estos procesos, se atempera con compromisos laxos. La discrecionalidad política (pues bastante de ello hay en estos casos) de la libre designación tiene, así, menos trabas. La política española no pierde, así, su tradicional control sobre la alta función pública.  

1ª debilidad: un perímetro directivo achatado y modelo dual de gestión

No se olvide que esos puestos directivos «profesionales» se proveen por libre designación y son exclusivamente los reservados a las Subdirecciones Generales y órganos que se puedan asimilar en la Administración periférica del Estado y en el sector público estatal (donde cabe, y solo ahí, la relación laboral especial de alta dirección; otra interpretación colisiona con el RDL).

El perímetro del nivel directivo «profesional» en la AGE es, por tanto, muy chato, alejado de otras reformas en la UE, como fue el caso de la portuguesa, donde los niveles directivos profesionales alcanzan también a las Direcciones Generales, junto a las Subdirecciones, e incluso –con más limitaciones en cuanto a la intervención de la Comisión de Reclutamiento y Selección de la Administración Portuguesa (CRESAP)- a los niveles directivos máximos de las empresas públicas. Es cierto que una normativa de función pública no puede, en principio, ampliar ese perímetro a otros «órganos directivos» sin cambiar la normativa de organización. El modelo directivo «profesional», en cuanto a perímetro, queda muy descafeinado. 

En efecto, el sistema de provisión de puestos directivos es el de libre designación, con algunas peculiaridades procedimentales. Se aleja, como se ha dicho, del patrón del artículo 13 TREBEP y abraza interesadamente el artículo 80 TREBEP. No sé si para este viaje tan corto eran necesarias tantas alforjas. ¿Por qué no se ha regulado un sistema diferenciado de provisión? Intuyo que por comodidad, cálculo interesado e inercia. El encuadramiento del puesto directivo en el Repositorio comporta la definición por el órgano competente de función pública de la información general de esos puestos, «referenciando los requerimientos de competencias y cualificaciones profesionales, entre ellas, la de dirección de personas, la experiencia profesional aplicable y la formación requerida» (artículo 125.3 del RDL 6/2023). La gestión del Repositorio es de Función Pública y la gestión de las convocatorias compete a cada departamento ministerial. Este modelo dual, generará tensiones. Los departamentos retroalimentan el repositorio: ¿pueden realizar cambios en cualquier momento en el perfil de los puestos o en las convocatorias? Si así fuera, los riesgos de que se pudieran «perfilar» puestos directivos a conveniencia, serían altísimos. La CRESAP portuguesa, por ejemplo, terminó concentrando en ella la determinación de los perfiles de puestos directivos, ante los constantes abusos departamentales.

2ª debilidad: no hay Comisión independiente que gestione estos procesos

El gran déficit institucional del modelo, en verdad, radica en que no se crea ninguna organización especializada con autonomía real y efectiva, alejada de la influencia directa de la política, que lleve a cabo la preselección o criba de los candidatos «idóneos». No hay en la AGE una CRESAP ni se la espera. La reciente Orden TFD/379/2024, deja en manos del órgano convocante (departamento ministerial) demasiadas cosas, mientras que al departamento competente de función pública le asigna otras (gestión repositorio y directorio, fijar las reglas de las especialidades del procedimiento de libre designación de directivos). Pero ese papel estelar de los órganos «de selección» del personal directivo es muy poco preciso, pues si bien se prevé que el órgano competente «actuará asesorado, al menos por dos personas expertas en las materias específicas del puesto o en procesos de selección de directivos públicos que deberán estar presentes en las entrevistas y emitir informe de valoración» (artículo 4.3 Orden), no es menos cierto que es una opción alternativa. Dicho llanamente, como no se exige que sean «externos» al departamento, la fuerza de la tradición –para no perder las riendas de los procesos- se inclinará  habitualmente por incluir como expertos a funcionarios departamentales y que tiendan, por tanto, a barrer para casa. Estos «expertos» valoran los resultados de las entrevistas y ayudan a evaluar las competencias profesionales requeridas de los candidatos. Y, si no, se buscará una salida más fácil: extender el halo de la idoneidad a la inmensa mayoría de los candidatos y la libre designación («el dedo» ministerial) hace el resto. 

3ª debilidad: Evanescente noción de idoneidad y articulación de dos sistemas de medición de competencias (uno rebajado y otro exigente)

Nada se dice, aunque se intuye, que este procedimiento lo único que busca es determinar qué candidatos son idóneos, con lo cuál cabe deducir que también deberá concretar quiénes no lo son. No hubiese estado de más regularlo. El problema radica en los criterios de idoneidad, que pueden ser referidos a requisitos (de muy fácil comprobación) o de competencias profesionales (de valoración mucho más compleja). Sin duda, para objetivar estos sistemas de comprobación de la idoneidad (se orillan también el mérito y la capacidad, sustituidos por las evanescentes nociones de «competencia profesional y experiencia», importadas del sistema de nombramiento de altos cargos) serían muy útiles los instrumentos complementarios, que son potestativos (aplicables en una hipotética «segunda fase»). Los plazos de ejecución de estos procedimientos de idoneidad son tan sumarios, que conducirán casi siempre a la opción más expeditiva o que plantee menos problemas de gestión e impugnación ulterior. Al tiempo. 

Los requisitos para poder tomar parte en tales procesos que son públicos y, en principio, abiertos a funcionarios de carrera del subgrupo A1 de cualquier Administración pública (un signo de apertura formal de la AGE, sin reciprocidad, que puede tener muchas lecturas y veremos en qué se queda), son muy limitados: presentar un CV formalizado, acreditar un tiempo de antigüedad, incorporar un candoroso sistema de (auto)justificación por escrito en la que el candidato dice disponer de las competencias profesionales requeridas, cumplimentar un autocuestionario de evaluación de competencias (idea trasladada del modelo portugués) y realizar una entrevista (sin adjetivos), como exigencia preceptiva. Luego se pueden añadir, en una segunda fase (que no es preceptiva), un arsenal de posibles pruebas, tales como la presentación de un proyecto directivo u otras de medición de los conocimientos y competencias profesionales, que estas sí que medirían el potencial de capacidades que el candidato puede desplegar. Pero esto se deja al albur de lo que determine cada convocatoria. El mínimo exigido para acreditar la idoneidad es muy reducido. Y mucho cabe temer que con solo con esos mimbres la valoración de la idoneidad de los candidatos pueda ser hecha en términos «de aprobado general»; lo que deja el terreno expedito a la designación libre. Además, ni en el RDL 6/2023 ni en la Orden TDF/379/2024, de 26 de abril, nada se dice explícitamente de que la libre designación sobre la que debe recaer el nombramiento se condicione a haber acreditado un listón mínimo de competencias directivas y, menos aún, que deba proyectarse sobre una terna de los mejores perfiles profesionales una vez se hayan evaluado por la comisión correspondiente. Establecer este tipo de exigencias hubiese limitado la discrecionalidad de los nombramientos, y daría al sistema una cierta pátina de profesionalidad. No preverlo así permite que se siga haciendo lo de siempre, pero revestido con un bonito traje formal. El modelo será profesional o no dependiendo sobre todo de cómo se diseñen las convocatorias y cómo se gestionen.

Sorprende, en efecto, que ni el RDL 6/2023 ni la Orden citada hagan referencia alguna a unas reglas elementales de valoración y criterios de acotamiento de la discrecionalidad que, de no limitarse de algún modo, puede seguir siendo (casi) absoluta. Me objetarán, sin duda, que ello dependerá del perfilado definitivo del puesto directivo y de las bases de convocatoria de cada procedimiento de libre designación, pues bien es cierto que, si se tienen voluntad y ganas, así como criterio firme, se podrían articular procedimientos de provisión de directivos «profesionales» de cierto rigor.  Pero el modelo diseñado puede derivar fácilmente en una descarada continuidad en el modo y manera de proveer los puestos por libre designación de tales órganos directivos de la función pública. Cabe, en efecto, que los departamentos ministeriales se lo tomen en serio  o no. Mas la batalla con los departamentos (que no querrán ceder su poder de control sobre estos nombramientos) será cruenta, pues conforme más exigencias generales se recojan en el Repositorio, también relativas a las competencias directivas (en esto el Anexo a la Orden es un buen anclaje), la discrecionalidad en las designaciones debería ser más reducida. De momento, la Orden no se moja. Y aplaza el problema. El peso de la confianza, no se olviden, es determinante, por mucho que los tribunales cándidamente la vistan de «personal» y «profesional»; en este caso, dado el valor estratégico nuclear de tales puestos directivos, es esencialmente política (no solo de alineamiento con el partido que gobierne, sino, como se dice con desparpajo de obediencia debida): la Orden lo deja claro, pues en su preámbulo orilla su «autonomía funcional» para resaltar que ese personal directivo está a las órdenes de quién manda («actúa de acuerdo con los criterios e instrucciones directas de la capa política»). En vez de ir por la senda del alineamiento política-gestión, se ha ido por el atajo de la jerarquía. Pero la clave está –no se pierdan en los detalles- en las pruebas de comprobación de las competencias profesionales. Y aquí hay dos modelos en la Orden: el blando, o preceptivo; y el riguroso, o potestativo. No hace falta ser ningún genio para saber por cuál de ellos se inclinarán la mayoría de ministerios. 

4ª debilidad: donde hay libre designación (y libre cese), no hay dirección pública profesional. Sin institucionalización sólida no habrá nunca directivos profesionales. 

Lo vengo repitiendo hasta la saciedad: donde hay libre designación y libre cese (por pérdida de confianza, aunque se prevea como «excepcional»), no hay ni habrá nunca dirección pública profesional. Ya sabemos cómo se interpretan en este país las cláusulas de excepción. De ser así, el modelo resultante sería una impostura o una operación cosmética. Además, hay que tener en cuenta que el personal directivo es nombrado por un mínimo de 5 años, y puede ser cesado por una evaluación negativa (¿quién evalúa a tales directivos?, ¿las Direcciones generales?: nada se dice). Imagínense que se hace un uso torticero de estos nombramientos por libre designación. Y con voluntad política manifiesta se dejan «colocados» a centenares o miles de directivos estratégicos para el siguiente mandato. ¿El nuevo Gobierno entrante hará uso generalizado de «la excepción» de la pérdida de confianza política, y pondrá en marcha la máquina podadora de cortar cabezas para meter a los suyos? Que lo intentará, seguro. Así funciona secularmente la Administración en España. Y si no hay normas que institucionalicen de forma clara otro sistema, así seguirá funcionando. No pequemos de ingenuos. Lo sabe cualquier persona que conozca la Administración. Los riesgos están claros: politización y judicialización. Todos malos. 

Es cierto, no obstante, que el modelo pergeñado puede evolucionar hacia un sistema más profesional, pero también puede caminar hacia el lado contrario. No basta con multiplicar instrumentos, conceptos y herramientas de innovación, que tanto fascinan hoy en día, sin garantizar previamente una institucionalización efectiva con un marco regulador garantista, pues si no hay institucionalización fuerte tampoco habrá nunca dirección pública profesional

El marco normativo tiene elementos potencialmente positivos, pero estos son potestativos o alternativos, con lo cual no se cierra el círculo de una institucionalización sólida de la Dirección Pública Profesional en la AGE. Tal profesionalización efectiva se deja en el aire, al albur de que el político de turno decida. Mal remedio. En España, las reglas dispositivas abiertas como ventana de transformación nunca han funcionado y seguirán sin funcionar. No le den más vueltas. El modelo tiene todos los ingredientes para que su uso siga marcado por una continuidad impostada con algunos adornos estéticos y procedimentales. Una pena. Mucho ruido para pocas nueces. ¡Qué difícil es en España profesionalizar de verdad la alta Administración! Tarea hercúlea. Tengo la firme convicción de que algunos, que ya frisamos la vejez, nunca lo veremos.

La «fijeza» como sanción a las situaciones de interinidad de larga duración en la Administración es de dudosa constitucionalidad

La cláusula 5ª del Acuerdo Marco sobre el trabajo de duración determinada, que figura como anexo de la Directiva 1999/70/CE del Consejo, de 28 de junio de 1999, obliga a los Estados miembros a adoptar medidas para prevenir y sancionar los abusos en la utilización de relaciones temporales. Sobre esta cuestión se han pronunciado numerosísimas sentencias por parte del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). Su último pronunciamiento, no obstante, está siendo especialmente polémico, más que por lo que dice, por cómo se está interpretando, toda vez que cada colectivo lo interpreta según su conveniencia y particular interés.

La STJUE de 22 de febrero de 2024, de su Sala Sexta, ha hecho saltar todas las alarmas acerca de las soluciones jurisprudenciales para los abusos cometidos por la Administración con sus contratos laborales temporales. Los colectivos directamente afectados por este pronunciamiento y los abogados que defienden sus causas han visto en ella -y con razón- un claro varapalo a la Administración y, de paso, a la solución jurisprudencial establecida por nuestros tribunales desde hace más de una veintena de años. Han interpretado que el Tribunal se ha decantado directamente por la declaración de «fijeza» como la única medida que permite realmente sancionar los «abusos» que comete la Administración con la concatenación de contratos laborales temporales y, por extensión, también se tratará de deducir la misma argumentación para los funcionarios interinos de larga duración, buscando su conversión directa en funcionarios de carrera. De hacerlo así, sus consecuencias serían muy perjudiciales para la institución de empleo público y de dudosa constitucionalidad. 

Cuando es una empresa privada la que comete dichas irregularidades, el art. 15.4 del Estatuto de los Trabajadores sanciona al empresario con la conversión del contrato laboral en un contrato fijo. Ahora bien, esta solución no es posible en el ámbito de las Administraciones públicas, ni siquiera para los trabajadores de sus sociedades mercantiles. La solución a este grave problema no se puede buscar «laboralizando» todavía más el empleo público, esto es, aplicando la lógica del Derecho Laboral a la Administración, sencillamente porque la Administración no es un empresario más, sino una institución que juega con dinero público y que está dotada de un especial estatus constitucional. La solución a este problema ha de buscarse sin marginar por completo los valores de lo público.

Nuestra Constitución, efectivamente, ha establecido un verdadero estatuto ineludible en todos los empleados públicos que prestan servicios profesionales para el Estado, cualquiera que sea la naturaleza de su vínculo, claramente deducible de lo establecido en sus artículos 103 (apartados 1 y 3) y 23.2, de modo tal que, las notas principales de este estatuto constitucional son el acceso de acuerdo con los principios de igualdad, mérito y capacidad. Exige a la Administración servir con objetividad al interés general y actuar, entre otros, de acuerdo con el principio de eficacia en su actuación y con sometimiento pleno a la ley y al Derecho (art. 103.1). Su artículo 9.3 prohíbe sus comportamientos arbitrarios. Sus artículos 14 y 23.2 del requieren el máximo respeto al principio de igualdad en toda su actividad, especialmente cuando recluta a su personal, con independencia de su naturaleza funcionarial o laboral. La igualdad de trato en el acceso a la función pública ha sido consagrada como un derecho fundamental de los ciudadanos que entronca directamente con las bases de nuestro Estado democrático y de Derecho. Dicho principio sería desconocido si directamente se permitiera la conversión del empleado laboral en fijo o del funcionario interino en funcionario de carrera, tal como desde algunos sectores se pretende. 

Desde estas premisas, el mérito y la capacidad son los únicos criterios que le permiten hacer la discriminación o elección entre unos y otros. Aunque el art. 103.3 de la Constitución solo exige expresamente estos criterios para la selección del funcionariado, no es posible jurídicamente prescindir de ellos cuando se trata de seleccionar al personal laboral porque son los únicos que permiten acreditar el principio de eficacia de la actuación administrativa y evitar un eventual comportamiento arbitrario por parte de la Administración. De no ser así, ¿en qué otros criterios podría basarse para contratar a su personal laboral sin incurrir en arbitrariedad? ¿Cómo podría evitarse que la elección se realizara por motivos políticos, clientelares o por puro amiguismo?

Como el legislador es plenamente consciente de ello, desde muy temprano estableció los mismos principios y criterios para la selección de ambos colectivos de personal, que aparecen ahora expresa y detalladamente recogidos en los artículos 55 y siguientes del TREBEP

Es más, la pretendida solución de la «fijeza» que ahora se apunta podría llegar a convertirse  en una puerta falsa que posibilita la entrada en la Administración de personas que no se han sometido a un proceso selectivo respetuoso con los principios de igualdad, mérito y capacidad. Se corre el riesgo de que acabe convirtiéndose en una vía para la «politización» del empleo público o para dar cobertura a eventuales comportamientos clientelares, nepóticos o espurios, toda vez que al político de turno le resultaría muy sencillo causar una irregularidad para provocar conscientemente la fijeza de estas personas en la Administración, ahorrándose el esfuerzo económico y de personal que supone la convocatoria de un proceso selectivo. Tal riesgo no puede ser tolerado por nuestro ordenamiento jurídico, máxime cuando existen otras vías para castigar a la Administración.

La Sala de lo Social de nuestro Tribunal Supremo también se dio cuenta de este riesgo tempranamente y creó la figura del «Personal Indefinido No Fijo» (PINF) en los años noventa. Desde entonces, ha considerado de forma inconcusa que los abusos de la Administración no pueden determinar la adquisición de la fijeza del empleado, pues tal efecto pugna con los principios rectores del acceso al empleo público. Esta creación jurisprudencial, después recogida en la ya derogada disposición adicional decimoquinta del ET, ha permitido hacer compatible estos principios con la sanción que establece el Derecho Laboral para este tipo de irregularidades. Permitía la continuación del empleado en la Administración hasta que ésta procediera a la cobertura reglamentaria del puesto de trabajo a través del oportuno procedimiento selectivo, momento en el que se produciría la extinción de la relación laboral si el trabajador no lo superaba o se decidía la amortización de la plaza. Cualquiera de estas vías constituía causa legítima para la extinción de ese contrato indefinido, previa indemnización de veinte días de salario por año trabajado.

La última STJUE ha dado un paso nuevo en este punto al insinuar que la figura del PINF ya no sería suficiente para cumplir la finalidad establecida en la cláusula 5ª del Acuerdo Marco, apuntando a la «fijeza» como una posible solución.

Sin embargo, esta conclusión no resulta tan clara ni evidente y, en todo caso, sería muy compleja de articular jurídicamente. La Sentencia es compleja por la sutileza de los argumentos jurídicos que emplea y su ejecución de una enorme dificultad dado, por una parte, los miles de procesos de estabilización que ya se están llevando a cabo en todas nuestras Administraciones Públicas y, por otra, por el daño irreversible que produciría en los principios rectores del acceso al empleo público. Tanto es así, que el propio Tribunal Supremo ha anunciado que solicitará aclaración al TJUE y la propia Sala de lo Social del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, que planteó las tres cuestiones prejudiciales que han dado lugar a este pronunciamiento, ha desestimado finalmente las pretensiones de los empleados recurrentes de ver convertidas sus relaciones temporales o indefinidas en fijas. Ello, sencillamente, no tiene cabida en nuestro marco constitucional. 

La solución puede atribuirse a la forma en que se han planteado al Tribunal estas concretas cuestiones, a las circunstancias concurrentes en cada caso y a la especial interpretación sobre el contenido del Derecho interno que realiza el tribunal remitente. En este caso son especialmente graves los hechos que motivan el pronunciamiento judicial porque en dos de los casos analizados ya se había aplicado previamente la «sanción» que ha previsto nuestro ordenamiento jurídico y los empleados habían sido declarados como personal indefinido no fijo. A pesar de ello, los abusos habían persistido por la inconcebible inactividad de la Administración. Los empleados ya declarados por sentencia judicial firme como PINF habían permanecido en la Administración con este nuevo vínculo durante más de veinte años y, en estas condiciones, cierto es que no existe en nuestro ordenamiento jurídico ninguna otra medida que permita sancionar este doble y persistente «abuso». 

Se entiende así que el TJUE haya deducido que el Derecho español no prevé ninguna medida destinada a evitar la utilización abusiva de contratos indefinidos no fijos en el sentido de la cláusula 5 del Acuerdo Marco y que se apunte a la «fijeza» como una posible  respuesta útil a las cuestiones planteadas. Si la Administración vuelve a cometer estos mismos abusos y no regulariza la situación del PINF resulta evidente que estas medidas no son suficientemente efectivas y disuasorias para garantizar la plena eficacia de dicha cláusula. Tampoco la medida relativa a la posibilidad de exigir responsabilidades a las Administraciones Públicas resultaría útil para sancionar porque su grado de ambigüedad y de abstracción la hacen difícilmente aplicable. La convocatoria de los procedimientos de consolidación prevista en el Derecho español por las leyes de presupuestos generales del Estado de los años 2017 y 2018, que son las que analiza el Tribunal, también plantea problemas cuando dicha convocatoria es independiente de cualquier consideración relativa al carácter abusivo de la utilización de tales contratos de duración determinada. 

En realidad, la sentencia se pronuncia sobre un régimen jurídico que ya no es el vigente y no tiene en cuenta la totalidad de las medidas adoptadas por el ordenamiento español para desarrollar la cláusula 5ª del Acuerdo Marco. El Tribunal no tiene en cuenta los tres procesos extraordinarios de estabilización previstos en las disposiciones adicionales sexta y octava de la Ley 20/2021 ni la segunda oportunidad que el art. 217 del Real Decreto-ley 5/2023, de 28 de junio, da a los interinos que no hayan superado los procesos de consolidación previstos en las leyes de presupuestos generales de 2017 y de 2018. Esta norma prevé un peculiar mecanismo de «repesca» de empleados temporales de larga duración. Les habilita un tercer -y último- proceso excepcional de estabilización, dándoles una segunda oportunidad para adquirir la pretendida fijeza mediante un mero concurso de méritos, sin que tengan que competir ni acreditar ningún conocimiento en una fase de oposición.

Sencillamente, estos procesos extraordinarios y el listado de medidas que adopta la Ley 20/2021 para evitar los abusos y sancionarlos no han sido alegados en su completitud en las cuestiones prejudiciales y, en consecuencia, no han sido valorados suficientemente por el TJUE. Desde esta visión parcial -y ante la gravedad de los hechos analizados- no es de extrañar que declare que, a falta de medidas adecuadas en el Derecho nacional para prevenir y, en su caso, sancionar dichos abusos, «la conversión de esos contratos temporales en contratos fijos puede constituir tal medida», en cuyo caso, «corresponde al tribunal nacional modificar la jurisprudencia nacional consolidada si esta se basa en una interpretación de las disposiciones nacionales, incluso constitucionales, incompatible con los objetivos de la cláusula 5º del Acuerdo Marco».

En todo caso, convendría también recordar el valor que tiene la cláusula 5ª del Acuerdo Marco. A diferencia de lo que ocurre con su cláusula 4ª, carece de efecto directo. Esta cláusula no es condicional ni suficientemente precisa para que un particular pueda invocarla ante un juez nacional. Al no tener efecto directo, no puede invocarse como tal en un litigio sometido al Derecho de la Unión con el fin de excluir la aplicación de una disposición de Derecho nacional que le sea contraria. Significa ello que los jueces y tribunales de lo social no pueden inaplicar los preceptos constitucionales ni los preceptos del TREBEP que exigen superar un proceso selectivo respetuoso con los principios de igualdad, mérito y capacidad para acceder a la condición de fijeza en la Administración. Sencillamente, nuestro actual marco jurídico no lo permitiría. 

Los jueces deben realizar una interpretación conforme del Derecho nacional que tenga en cuenta todos los principios y normas que rigen en el Derecho interno, aplicando los métodos de interpretación reconocidos por este. La obligación del juez nacional de utilizar como referencia el contenido de una directiva cuando interpreta y aplica las normas pertinentes de su Derecho interno tiene sus límites en los principios generales del Derecho, en particular en los de seguridad jurídica e irretroactividad, y no puede servir de base para una interpretación contra legem del Derecho nacional (sentencia de 19 de marzo de 2020, Sánchez Ruiz y otros, C-103/18 y C-429/18).  

En todo caso, la «fijeza» no debería ser considerada como una sanción a la Administración ante un fraude en la contratación temporal porque, en realidad, tal conversión directa no supondría ningún perjuicio ni coste adicional alguno para la Administración incumplidora, aunque sí para el interés general. No tendría que asumir ni los gastos asociados a un proceso selectivo para la cobertura definitiva de la plaza, ni estaría obligada a indemnizar al trabajador, porque el derecho a la indemnización está actualmente condicionado a la extinción efectiva del vínculo laboral. Sería una vía cómoda para ella pues, tal como se apunta en la STSJ de Canarias de 18 de octubre de 2023, Sala de lo social, Sección 1ª, la pretendida «fijeza», «más que reprimir y prevenir el fraude, lo que puede acabar provocando es el fomento del mismo, incitando a las Administraciones a acudir a contrataciones temporales fraudulentas para cubrir plazas fijas eludiendo no solo los principios constitucionales y legales que rigen el acceso al empleo público, sino los costes de los procesos selectivos que respeten esos principios».

Las Administraciones públicas: un laberinto de ineficiencia

En los recovecos de la Administración, se esconde un fenómeno que contrasta con sus principios de actuación que se proclaman en la Constitución y la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público: la ineficiencia. Un funcionamiento desorganizado que no solo consume recursos, sino que también frustra a los empleados públicos y, en última instancia, perjudica a los ciudadanos

El enigma de los órganos administrativos estancos

En el corazón de este laberinto administrativo, donde los diferentes órganos administrativos se multiplican, se esconde un enigma: estos operan como islas aisladas, desconectadas del flujo de conocimiento. Aunque existe comunicación, esta no facilita el reaprovechamiento de la información y en muchos casos se limita a correos electrónicos o reuniones. ¿Acaso hemos vuelto a los tiempos del año 2000? Sí, en ocasiones se usan aplicaciones de mensajería instantánea o de reuniones a distancia, pero la dinámica de trabajo continúa siendo la misma.

Imaginemos a un funcionario público de una subdirección cualquiera que resuelve un problema complejo. Ese conocimiento podría ser valioso para otros, pero queda atrapado en la isla. La falta de interacción y colaboración perpetúa esta desconexión. Este aislamiento conlleva un despilfarro de esfuerzos y una pérdida de conocimiento. Las sinergias, que podrían surgir de compartir buenas prácticas y evitar errores repetidos, se desvanecen en el aire.

Sorprende que, en 2024, cuando un funcionario público se dispone, por ejemplo, a elaborar la convocatoria de una subvención o redactar un convenio, en ocasiones recurra a modelos predeterminados, que sirven a modo de guía mínima, cuando no se limita simplemente a copiar y pegar documentos similares realizados por sus compañeros.

La resistencia al cambio: desafíos y avances en la Administración General del Estado

En lugar de avanzar hacia la innovación, la realidad es que las Administraciones Públicas, salvo excepciones puntuales, parece que continúan ancladas en prácticas arcaicas. La Administración General del Estado (AGE) se asemeja, en numerosas ocasiones, a cientos de PYMES que, con mérito, buscan cumplir con sus responsabilidades en beneficio del ciudadano.

Efectivamente, existen desde hace años los Servicios Comunes, los cuales incluso se mencionan en la Ley 40/2015 de hace ya casi 9 años. Estos facilitan el trabajo en actividades muy concretas como control horario de los empleados públicos, gestión de nóminas, de registro etc. 

Igualmente, la AGE emprende actuaciones como el Servicio de Automatización Inteligente (SAI) cuyo objetivo es mejorar la eficiencia de los servicios y procesos de gestión administrativa mediante el uso de tecnologías de automatización inteligente generando sinergias, reduciendo tiempos de tramitación y ahorrando costes de desarrollo y operación. Este servicio se ofrece a los diversos organismos mediante una plataforma de tecnología RPA (Automatización Robótica de Procesos) que abarca todas las etapas de los proyectos, desde la identificación de procesos hasta su implementación y mantenimiento. Todo ello impulsado por la licitación en 2022 del contrato de prestación de servicios de apoyo para el Centro de Excelencia de la Secretaría General de la Administración Digital encargado de la gestión, desarrollo y operación del SAI.

Por otra parte, existen herramientas destinadas a proporcionar publicidad de los diferentes instrumentos jurídicos que adopta la Administración General del Estado como pueden ser la Base de Datos Nacional de Subvenciones, con sus propias limitaciones o la Plataforma de Contratación del Sector Público que también sirve de mecanismo de comunicación con los licitadores y que en el marco de la Estrategia Nacional de Contratación Pública (ENCP) y el Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR) se prevé mejorar.

Sin lugar a duda existe un esfuerzo de la AGE en revertir esta situación a través de diferentes políticas públicas como el Plan de Digitalización de las Administraciones Públicas 2021-2025 o incluso por medio de las inversiones en el marco del PRTR. El componente 11 «Modernización de las Administraciones Públicas», recoge un conjunto de actuaciones en el ámbito de la administración digital.

Entre sus retos se incluye el de la digitalización de la Administración y procesos señalando que «Este componente debe permitir dar un paso más allá en la mejora, maximizando la automatización de la gestión e impulsando la cooperación entre los distintos niveles administrativos mediante la digitalización, liberando con ello a los empleados públicos de tareas de bajo valor añadido, para poder dedicar ese tiempo a actividades de mayor valor añadido, desarrollar mejores políticas y prestar un mejor servicio a la ciudadanía.» 

Y entre sus objetivos el 161 «Adjudicación de proyectos de apoyo a la transformación digital de la Administración General del Estado» que comprende la publicación en el BOE o en la Plataforma de Contratación Pública de la adjudicación de al menos 960 millones de euros en proyectos que abarquen los siguientes ámbitos: Transformación digital en términos de proactividad, movilidad, experiencia del usuario; transformación digital en términos de automatización y Administración Pública centrada en los datos; transformación digital en términos de infraestructuras físicas y lógicas y programas informáticos; transformación digital en términos de ciberseguridad.

Sin embargo, la realidad es que, a pesar de estos esfuerzos, a la fecha actual, en el trabajo diario de la AGE, aún persisten métodos más propios de una pequeña empresa al momento de elaborar diversos documentos requeridos para las distintas actuaciones (tales como convenios, pliegos de contratos, convocatorias de subvenciones, entre otros).

En plena era digital, resulta desconcertante persistir en el uso de procedimientos y herramientas obsoletas, lo cual conduce a la repetición de tareas en distintas unidades una y otra vez, desperdiciando así recursos y conocimientos valiosos. 

La resistencia al cambio y la falta de visión estratégica en el pasado ha mantenido esta situación de ineficiencia, mientras las promesas eternas de transformación de las Administraciones Públicas, de momento, al menos, se han desvanecido con el tiempo. 

La llave para desbloquear el laberinto

Para desentrañar este enigma, se necesita construir mecanismos para compartir y usar la información de una manera eficiente. Y uno de los cimientos fundamentales es la creación de repositorios de conocimiento. ¿Qué implica esto?

La creación de espacios dinámicos y actualizados de la diferente documentación generada por la Administración.

Y esta clave podría residir en el desarrollo de un data lakehouse. Una arquitectura de datos que crea una plataforma mediante la combinación de los beneficios clave de los data lakes (grandes repositorios de datos sin procesar en su forma original) y los almacenes de datos (conjuntos organizados de datos estructurados).

Estas tecnologías son cruciales en proyectos que involucran conjuntos enormes de datos flexibles facilitando la identificación de patrones y relaciones difíciles de detectar.

Aquí es donde la Inteligencia Artificial (IA) revela su potencial transformador. Su introducción no solo representa una oportunidad única, sino también un catalizador para la eficiencia y la innovación. La IA posibilita el desarrollo de un sistema de data lakehouse capaz de aprender de experiencias previas y optimizar el uso de los datos disponibles.

Por ejemplo, cuando un funcionario público se embarque en la elaboración del Pliego de Cláusulas Administrativas Particulares de un contrato administrativo, podrá hacer uso de este data lakehouse y la IA como asistentes. Estos recursos le proporcionarán apoyo durante todo el proceso, basándose en actuaciones similares anteriores e incluso extrayendo información relevante de resoluciones del Tribunal Administrativo Central de Recursos Contractuales y jurisprudencia aplicable. Este avance tecnológico permite una mayor eficiencia y precisión en las tareas administrativas, ofreciendo un enfoque más informado y ágil para la gestión y toma de decisiones.

A modo ilustrativo, también en el contexto del PRTR, específicamente en su componente 18, “Renovación y Ampliación de las Capacidades del Sistema Nacional de Salud”, la AGE colaborará estrechamente con las Comunidades Autónomas para establecer un repositorio centralizado de datos (Data Lake sanitario) en el ámbito de la salud. Este repositorio integrará información proveniente de los distintos sistemas de información sanitaria existentes, facilitando así el análisis y procesamiento exhaustivo de datos empleando algoritmos de inteligencia artificial. Como resultado, se espera una capacidad de respuesta en tiempo real que permita mejorar el diagnóstico y tratamiento, identificar factores de riesgo, analizar tendencias, detectar patrones, prever situaciones de riesgo sanitario y planificar recursos para su atención. La Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial es la responsable del proyecto y se llevará a cabo en colaboración con el Ministerio de Sanidad.

En cualquier caso, aunque la tecnología juega un papel crucial, la verdadera clave para desentrañar este complejo laberinto no reside únicamente en ella, sino en un cambio más profundo de mentalidad y enfoque. Se requiere fomentar la colaboración, derribar barreras y promover una cultura de intercambio de conocimientos. Es esencial que los empleados públicos se conviertan en agentes activos en esta transformación, asumiendo un papel principal en la implementación de soluciones innovadoras.

Una buena señal es el Real Decreto 210/2024, por el que se establece la estructura orgánica básica del recién creado Ministerio para la Transformación Digital y de la Función Pública en el que se determina que la Secretaría General de Administración Digital estará bajo la dependencia de la Secretaría de Estado de Función Pública. La tecnología y la administración de los recursos humanos de la Administración deben ir de la mano.

Asimismo, el reciente documento marco «Consenso por una Administración Abierta», destaca que hay que «Preparar a las administraciones públicas para obtener el pleno potencial de la IA generativa a partir de la estructuración y ordenación de datos, la definición de un modelo de gobernanza orientado a generar sinergias».

Es momento de abandonar este laberinto y construir una Administración más eficiente, transparente y orientada al ciudadano, donde la tecnología y el compromiso humano se combinen para alcanzar un servicio público de calidad. La ineficiencia no es inevitable.

Juego político vs. respeto institucional

Las instituciones garantizan la estabilidad de las democracias. Solo si la gran mayoría de la población confía en que las instituciones del Estado son «reflexivas e imparciales» (Pierre Rosanvallon) estarán dispuestos a obedecer las reglas que establezcan el Parlamento y el Gobierno. Para que una sociedad funcione, el poder político tiene que respetar esta neutralidad y profesionalidad de las instituciones. 

Los partidos políticos llevan años en España tratando de destruir esa imparcialidad a través de la ocupación de las instituciones por personas afectas. Como señala Jiménez Asensio en su libro Instituciones rotas, la ocupación guiada por el partidismo y el clientelismo se extiende no sólo a las instituciones representativas y gubernamentales, que es su espacio natural de despliegue, sino a los altos cargos judiciales y fiscales y de organismos independientes de control. Como si eso no fuera suficiente para su desprestigio, asistimos cada vez más a su instrumentalización en la lucha política, que es de lo que hablamos hoy.

En esa carrera descendente a la que no vemos fondo, señalamos dos ejemplos recientes. 

El primero es muy conocido. Se trata del comunicado de la Fiscalía de Madrid sobre las comunicaciones entre el abogado de Alberto Gonzalez (pareja de Ayuso) y el fiscal del caso, que incluía la cronología de las conversaciones e incluso textos entrecomillados. Esto ha provocado la reacción del Consejo General de la Abogacía en defensa del respeto del secreto de las comunicaciones, e incluso una denuncia del Colegio de Abogados de Madrid contra el Ministerio Fiscal por revelación de secretos. Las explicaciones ofrecidas por el fiscal General del Estado, que se ampara en que no se había publicado completa la concreta propuesta de conformidad, parecen más bien confirmar lo incorrecto de publicar parcialmente esas negociaciones. El problema es que no parece un error del Gabinete de prensa de la fiscalía, sino más bien que se utiliza la Fiscalía para la lucha política, en un momento en que interesa que en los medios se hable de la pareja de Ayuso, cuando colea el lamentable caso Koldo. La desafortunada intervención de la Ministra de Hacienda sobre el mismo tema, haciendo referencia a unas noticias que en realidad no se habían publicado aún, parece confirmar esta sospecha de utilización de las instituciones para crear noticias con finalidad política. El daño que esto supone para la confianza en instituciones básicas es enorme. En el caso de la Fiscalía, que tiene encomendada la defensa de la legalidad, la gravedad es extrema.

En el segundo caso, UGT pedía el cese inmediato de un Abogado del Estado por hacer su trabajo, es decir, defender al Estado. Tanto UGT como Yolanda Diaz consideran que es una «interferencia» que el Abogado del Estado, Agente del Reino de España ante el Comité Europeo de Derechos Sociales (órgano del Consejo de Europa), haya pedido la recusación de un miembro del Comité que ha de resolver la reclamación de UGT. Este sindicato considera que la indemnización por despido en España es incompatible con la Carta Social revisada en 2021, por ser automática en su cálculo. Los abogados del Estado pidieron, como se hace ante cualquier órgano judicial o parajudicial que resuelve controversias, que apartasen de conocer este caso a una persona que había mostrado públicamente su posición sobre la materia que se dirime ahora ante el Comité, antes de su nombramiento. El derecho fundamental de defensa consagrado en el artículo 24 de la CE incluye el derecho a un juez imparcial, y por eso la institución de la recusación es algo conocido y habitual. Nada extraño, por lo que la «interferencia» sería más bien las de UGT y la Vicepresidenta acusando a un funcionario por cumplir su función. De hecho, de lo que ha avanzado El País antes de que la resolución se haga pública, la recusacion fue aceptada por el Comité. 

Es perfectamente lícito que UGT defienda que la legislación española no cumple los estándares europeos, y es posible que su reclamación sea aceptada (El País también ha avanzado que así ha sido). Lo que no es lógico es que consideren una interferencia que el Estado utilice los medios ordinarios de defensa. Y lo que es inadmisible es que se pida el cese de un funcionario por hacer su trabajo. Más grave aún es que en la nota de prensa UGT acuse implícitamente al funcionario (con nombre y apellido) de defender intereses políticos porque fue nombrado para ese puesto (que es técnico, no político) por el PP. Parece que queremos volver a épocas pasadas, retratadas magistralmente por Galdós en la novela Miau, cuando todos los funcionarios cambiaban con cada Gobierno. Quizás les parecen pocos los puestos que ahora reparte la partitocracia y quieran extenderlos a funcionarios, con esa concepción patrimonial del poder que también ha denunciado Jiménez Asensio (gran especialista en Galdós, por cierto). 

Probablemente sea todo un juego para los medios. La resolución del Comité es meramente consultiva, es decir que no afecta a la legislación. Si UGT (sindicato del PSOE) y Sumar (su socio de Gobierno) querían cambiar la norma sobre indemnizaciones por despido, deberían pedir que el PSOE y sus socios la modifiquen. Pero en lugar de que cada cual asuma su responsabilidad, mejor echar la culpa al PP, atacando a un funcionario que no ha hecho más que seguir las instrucciones del Gobierno de defender al Estado. 

Este tipo de actuaciones son un paso más en la demolición del Estado de Derecho. Revelan la convicción de que el fin justifica los medios, y en concreto que no importa instrumentalizar a las instituciones ni atacar la profesionalidad e independencia de la administración si sirve para la lucha política. Recordemos que estas instituciones nos protegen a todos, y que si hoy, porque gobiernan «los nuestros», permitimos que se conviertan en meros instrumentos del poder, mañana quedaremos indefensos cuando gobiernen «los otros». 

Escándalo mayúsculo en el mercado de contratos públicos

La Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia (CNMC) ha impuesto una sanción de 203,6 millones a 6 de las principales constructoras de nuestro país por alterar durante más de 25 años el proceso competitivo en las licitaciones de construcción de infraestructuras.

Según la CNMV, “las conductas constituyen una infracción muy grave de los artículos 1 de la Ley 15/2007, de 3 de julio, de Defensa de la Competencia y 101 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Se trata de prácticas cuyos efectos han sido especialmente dañinos para la sociedad, ya que afectaron a miles de concursos convocados por Administraciones Públicas españolas para la construcción y edificación de infraestructuras como hospitales, puertos y aeropuertos, carreteras, etc.

Entre las Administraciones Públicas afectadas figuran fundamentalmente las pertenecientes al ámbito de fomento, incluyendo al Ministerio de Fomento (actual Ministerio de Transportes, Movilidad y Agenda Urbana) junto con sus organismos y entidades públicas empresariales dependientes”.

Esto habría que sumarlo a las denominadas por Jaime Gómez-Obregón (autor en este blog) contrataciones sospechosas, quien en 2020 se planteó la posibilidad de cruzar los datos de las adjudicaciones de contratos públicos con las listas electorales desde 1979. Para ello descargó casi dos millones de contratos de la Plataforma de Contratación del Sector Público y los datos de un millón de candidatos electorales desde 1979 hasta 2020. El cruce de esos datos puso de manifiesto un elevado número de contrataciones sospechosas, lo que le llevó a solicitar una excedencia laboral para dedicarse en exclusiva a ese proyecto.

El mercado de contratos públicos no es un mercado abierto y sano y a este mal contribuye la Administración Pública y las normas de contratación, sobre todo en lo relativo a la clasificación de contratistas del Estado, otorgada por la Administración, a través de un conjunto de normas y prácticas administrativas, que clasifica a las empresas y que sirve para que estas puedan acreditar su solvencia económica y su solvencia técnica. A través de este procedimiento se “examina” a las empresas y se las clasifica, y en función de la “nota” que obtienen pueden acreditar la solvencia para unos trabajos determinados, por unos importes determinados. El sistema actualmente vigente perjudica a las pequeñas y medianas empresas, sirviendo de barrera de entrada a contratos de cierto nivel, como expuse en un artículo, que bajo el título “Subcontratación y Derecho de la UE”, publiqué en Cinco Días el 7 de noviembre de 2016. Este asunto debería ser objeto de estudio por la CNMC:

El fenómeno de la subcontratación en la construcción atiende a una evidente necesidad económica. Puede decirse que restringir la subcontratación en este sector sería una medida antieconómica y ajena a la realidad de las cosas. Hoy, las empresas que contratan obras completas –sea para las Administraciones públicas o para particulares– son empresas que coordinan la ejecución de una obra –bajo su absoluta responsabilidad ante el cliente contratante– a través de su capacidad económica y de sus cualificados equipos técnicos y de otro tipo.

No puede pensarse, por ejemplo, en una obra de edificación, que la empresa contratista principal realice directamente y con sus propios medios materiales y personales los movimientos de tierra, la estructura, las instalaciones –eléctrica, de fontanería, ascensores, calefacción y climatización, contra incendios, etc–. Esto no es viable desde el punto de vista económico y pretenderlo significaría, entre otras cosas, ir contra la especialización –que se obtiene a través de la subcontratación– y contra cientos de pequeñas y medianas empresas que están especializadas en dichos oficios.

En la exposición de motivos de la Ley 32/2006, reguladora de la Subcontratación en el Sector de la Construcción, se dijo que “hay que tener en cuenta que la contratación y subcontratación de obras o servicios es una expresión de la libertad de empresa que reconoce la Constitución española en su artículo 38 y que, en el marco de una economía de mercado, cualquier forma de organización empresarial es lícita, siempre que no contraríe el ordenamiento jurídico. La subcontratación permite en muchos casos un mayor grado de especialización, de cualificación de los trabajadores y una más frecuente utilización de los medios técnicos que se emplean, lo que influye positivamente en la inversión en nueva tecnología. Además, esta forma de organización facilita la participación de las pequeñas y medianas empresas en la actividad de la construcción, lo que contribuye a la creación de empleo. Estos aspectos determinan una mayor eficiencia empresarial”.

La realidad de las cosas demuestra que incluso las grandes empresas constructoras acuden a la subcontratación, al menos en la misma medida que las pequeñas y medianas. Basta ver las grandes obras de infraestructura –por ejemplo, ejecución de autovías, carreteras, líneas férreas, etc.– que se han construido y que se están construyendo en nuestro país: ¿de quién son las máquinas? ¿Quién ejecuta los trabajos? Y es evidente que no puede ser de otra forma.

La normativa europea sobre coordinación de los procedimientos de adjudicación de los contratos públicos de obras, de suministro y de servicios es consciente y favorable al fenómeno de la subcontratación. El Tribunal de Justicia de la UE (asunto C-406/14) ha dictado una reciente sentencia en la que declara que “un poder adjudicador no puede exigir, mediante una cláusula del pliego de condiciones de un contrato público de obras, que el futuro adjudicatario de dicho contrato ejecute con sus propios recursos un determinado porcentaje de las obras objeto del mismo”.

Para el tribunal, el artículo 48, apartado 3, de la Directiva 2004/18, “en la medida en que establece la posibilidad de que los licitadores demuestren que reúnen unos niveles mínimos de capacidades técnicas y profesionales fijados por el poder adjudicador recurriendo a las capacidades de terceros –siempre que acrediten que, si el contrato se les adjudica, dispondrán efectivamente de los recursos necesarios para la ejecución del contrato que no son propios suyos– consagra la posibilidad de que los licitadores recurran a la subcontratación para la ejecución de un contrato, y ello, en principio, de manera ilimitada”.

La sentencia considera que una cláusula contractual que imponga limitaciones al recurso a la subcontratación para una parte del contrato fijada de manera abstracta como un determinado porcentaje del mismo, al margen de la posibilidad de verificar las capacidades de los posibles subcontratistas y sin mención alguna sobre el carácter esencial de las tareas a las que afectaría resulta incompatible con la Directiva 2004/18.

En España, para poder contratar con las Administraciones públicas contratos de obras por importe igual o superior a 500.000 euros es necesario estar clasificado como contratista de obras. La clasificación la otorga la Administración pública en base a la experiencia previa y a la acreditación de la solvencia económica, técnica y profesional del contratista, que ha de justificarse de forma periódica.

Las pequeñas y medianas empresas desde siempre han estado en desventaja respecto de las grandes a la hora de clasificarse, por las exigencias de acreditar la posesión de determinada maquinaria y de determinados títulos habilitantes para la ejecución de determinadas instalaciones (eléctricas, climatización, gas, contra incendios, telecomunicaciones). Cuando la realidad demuestra que normalmente tanto las grandes como las pequeñas y medianas recurren a la subcontratación para la ejecución de dichos trabajos o servicios. Es muy fácil para una gran empresa que realiza anualmente muchas obras y de importes significativos “cubrir el expediente” en cuanto a maquinara y títulos habilitantes, cuando en realidad luego subcontrata. Para las pequeñas y medianas supone una auténtica barrera de entrada a la contratación pública.

La sentencia del Tribunal de Justicia de la UE debería motivar un replanteamiento de los requisitos de carácter técnico que se requieren para otorgar la clasificación de contratistas, atendiendo realistamente al fenómeno de la subcontratación y con la finalidad de suprimir o aligerar las barreras de entrada actualmente existentes; pues de la misma forma que no se puede limitar el recurso a la subcontratación en un contrato concreto no debería exigirse en abstracto (a la hora de otorgar la clasificación) que el contratista esté en disposición de ejecutar con sus propios medios las obras públicas, que, en definitiva, es lo que se infiere de la exigencia de dichos títulos habilitantes y propiedad de maquinaria.

Parece evidente que, por las razones expuestas, no se puede prescindir de la subcontratación en un sector tan especializado como el de la construcción, pues sería antieconómico. La realidad de las cosas no debe llevar a adoptar criterios formales –ajenos a la realidad económica– respecto a la clasificación de contratistas que, de hecho, supongan ventajas competitivas a favor de las grandes empresas y que, de hecho también, conviertan la clasificación en una barrera de entrada insalvable al mercado de los contratos públicos para las pequeñas y medianas empresas.

Como puede verse, el sistema vigente favorece a las grandes empresas que, además, parece que después se reparten la tarta.

Sobre Mónica Oltra y el término «imputada»

Podemos bautizar el auto n° 41/2022, notificado este jueves a las partes y por el que la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana cita en calidad de investigada a Mónica Oltra, como el nuevo foco de atención del panorama político actual. La noticia ha causado estupor en la sociedad y ocupado posición central en las portadas de todos los grandes medios de tirada nacional. Por si es del interés del lector, procedemos a resumir el contexto del caso que nos ocupa, pero lo haremos de forma breve y resumida, pues no es este el objeto de análisis de la presente publicación.

Luis Eduardo Ramírez, exmarido de la vicepresidenta de la Generalitat Valenciana, Mónica Oltra, era educador de un centro privado de acogida con plazas concertadas con el Gobierno valenciano. Ramírez fue condenado a cinco años de prisión por un delito continuado de abuso sexual a una menor de 13 años tutelada por la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas, de la que Oltra es titular. A continuación, el Juzgado de Instrucción número 15 de Valencia presentó una exposición razonada al TSJCV, asegurando que la vicepresidenta del Gobierno valenciano “debe ser oída como investigada en la presente causa para que la Sala adopte la resolución que estime procedente”. Los motivos esgrimidos por el magistrado giran en torno a la idea de que existen “indicios racionales y sólidos” de su participación en los hechos.

Finalmente, la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia valenciano ha determinado que dicha exposición razonada relata “una serie de indicios plurales que en su conjunto hacen sospechar la posible existencia de un concierto entre la señora Oltra y diversos funcionarios a su cargo, con la finalidad, o bien de proteger a su entonces pareja (…) o bien de proteger la carrera política de la aforada”. En el auto notificado este jueves a las partes, el Tribunal ha asumido su competencia en la investigación del caso y acordado la incoación de diligencias previas. Asimismo, ha notificado una providencia por la que cita a declarar a Oltra, en calidad de investigada, el próximo 6 de julio.

Al margen de los hechos aludidos, llama poderosamente la atención que, a la hora de relatar este episodio singular, la prensa española haya empleado – nueva y erróneamente – el término «imputada», en lugar del término «investigada». Por supuesto, se trata de un detalle que atiende a la necesidad periodística de emplear un vocabulario coloquial y accesible para todos los públicos, únicamente excéntrico para los maniáticos juristas. Sea como fuere, aprovecharemos la oportunidad para hacer hincapié en la sustitución terminológica derivada de la reforma introducida por la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológica.

En su preámbulo, la LO 13/2015 declara que la reforma que acomete “también tiene por objeto adaptar el lenguaje de la Ley de Enjuiciamiento Criminal a los tiempos actuales y, en particular, eliminar determinadas expresiones usadas de modo indiscriminado en la ley, sin ningún tipo de rigor conceptual, tales como imputado”. La sustitución terminológica incorporada encuentra sentido, por tanto, en la necesidad de implantar cierto rigor lingüístico que permita distinguir con claridad aquello que conceptualmente es distinto. A tal fin se convocó la Comisión para la Claridad del Lenguaje Jurídico, con conclusiones que la reforma hace suyas, como la necesidad de evitar las connotaciones negativas y estigmatizadoras del término «imputado». A ojos del legislador, se trata en definitiva de acomodar el lenguaje a la realidad de lo que acontece en cada una de las fases del proceso penal.

Con carácter general, la doctrina penalista distingue cuatro fases en el seno de este proceso: la instrucción (investigación), la llamada fase intermedia (o de preparación del juicio oral), el juicio oral y, por último, la fase de ejecución (de penas o medidas de seguridad). Las fuertes sanciones que impone esta rama del Ordenamiento, conocidas técnicamente como «penas», exigen la necesaria observancia del principio de legalidad y, junto a él, de toda una serie de derechos, principios y garantías procesales que deben ser en todo momento tenidas en cuenta durante el transcurso de las diversas fases. Destaca, entre ellos, el derecho a la presunción de inocencia y el llamado “derecho de defensa”, consagrado en el art. 118 LECRIM y reconocido como una de las causas más directas de la sustitución terminológica impulsada por la reforma.

Los defensores de emplear el término «investigado» sostienen que de la expresión «imputado» se desprende un choque indirecto con tales derechos, pues afirman que la connotación negativa que inevitablemente alberga el término elimina todo tipo de precisión a la hora de definir la realidad. Recuerdan estos impulsores que, tal y como recoge la LO modificadora de la LECRIM, el imputado (ahora investigado) no es más que aquel meramente sospechoso – y por ello investigado –, pero respecto del cual no existen suficientes indicios para que se le atribuya judicial y formalmente la comisión del hecho punible. No obstante, «investigado» no es el único término que la LO 3/2015 prevé como sustitutivo. Lo es también la expresión «encausado». La alternancia en el uso de un u otro concepto atiende, en líneas generales, al momento procesal en el que nos situemos. Más específicamente, precisa identificar si nos encontramos en un punto anterior o posterior al auto formal de acusación.

En conclusión, el término «imputado» forma parte indiscutible del lenguaje popular, pero su uso resulta técnicamente incorrecto, por lo que irremediablemente debemos suprimirlo. Por contra, parece que el término «investigado» evita connotaciones, imprecisión y, en resumidas cuentas, contaminación de la situación procesal real del sujeto. En este sentido, creo importante hacer un esfuerzo por despedirnos de aquel y, en aras de la precisión y corrección técnica, incorporar paulatinamente a nuestro vocabulario los términos sustitutivos previstos legalmente.