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Las donaciones de Amancio Ortega y las falacias lógicas. Reproducción de la columna en Expansión de Ignacio Gomá Lanzón

(Publicado originalmente en el diario Expansión)

 

El debate sobre las donaciones de Ortega a la Sanidad pública es muy significativo de la sicología de ciertos posicionamientos políticos. El planteamiento tuitero de Isa Serra, candidata de Podemos, es que “la sanidad pública no puede aceptar donaciones de Amancio Ortega. Se debe financiar con impuestos. Los mismos que esquiva y elude Inditex. 600 millones en tres años”. En realidad, esta propuesta es una falacia lógica, es decir, un razonamiento incorrecto, con apariencia –pero no mucha- de correcto. Porque, en realidad, no es incompatible que la Sanidad Pública se financie con impuestos y, además, reciba donaciones de particulares o empresas, incluso en el supuesto de que tales particulares eludieran o, incluso, que no es lo mismo, evadieran impuestos.

Es decir, bajando al terreno personal, uno puede estar a favor de potenciar más la Sanidad pública que la privada y todos debemos estar a favor de que cada cual pague los impuestos que les corresponden y si no es así, sea perseguido. Ahora bien, eso no debiera impedir que algo que beneficia esa misma Sanidad Pública sea rechazado simplemente porque no es dinero público.

¿Por qué, entonces, se adopta públicamente esta incoherencia lógica por esa formación política? Pues porque prefiere dar una imagen de supuesta integridad doctrinaria al rechazar todo lo que venga de la iniciativa privada (del “rico”), apelando al lado emocional y sectario de sus votantes, que reconocer la realidad: que las cosas no son siempre blancas o negras y que hay grises y, sobre todo, que hay grises que son muy convenientes.

Pero cuando haces esto haces algo más que un eslogan emocional: estás malbaratando y sectarizando la política, porque estás rechazando algo que es bueno para tus intereses y para la política que defiendes sólo porque no viene de alguien que piensa como tú (me pregunto si hubieran rechazado una donación parecida de Roures, por ejemplo) o que no es como tú. Estás creando un verdadero cordón sanitario a personas con quienes no es que no quieras dialogar, es que no coges su dinero del asco que te da. Y cuando uno hace esto, hasta en contra de sus propios intereses, es que valora más la ideología que el progreso, la integridad totalitaria de tu pensamiento que el beneficio de sus conciudadanos. No hay más que buenos o malos, y lo que venga de cada uno de ellos es también siempre bueno o malo. Y el empresario es, por supuesto, malo, e incluso muy malo si ha triunfado mucho. No debe aceptarse nada de su mano, hay que pronunciar un noli me tangere pues de otro modo nos corrompería con sus acciones.

Por supuesto, en ocasiones, este tipo de donaciones puede plantear un dilema ético. ¿Debía la Iglesia aceptar la donación que le hacía Corleone en El Padrino III y premiarle por ello a continuación? No es un espectáculo edificante, sin duda, pero lo criticable no será la entrega del dinero que se usará en fines buenos, sino el reconocimiento social del premio que parece blanquear la actividad de un criminal. También podemos tener reparos a ciertas galas benéficas en que los asistentes tranquilizan su conciencia al tiempo que se lo pasan frívolamente bien: quizá sea así, o quizá no, pero probablemente el beneficio que se obtiene merezca la pena.

Y es que además ninguno de ambos supuestos es aplicable a Amancio Ortega, que ni es mafioso ni recibe premios ni parece frívolo. Y, que yo sepa, no evade impuestos, aunque supongo que, como hace cualquier persona sensata y cuidadosa, tendrá una planificación fiscal de acuerdo con sus intereses, para luego hacer, eso sí, las donaciones que tenga por conveniente. Y que no me digan que hace trampa porque hay una deducción de una parte de lo donado en el impuesto directo y que las deducciones son en el fondo un beneficio fiscal que pagamos todos, porque eso es otra falacia lógica: si no se quiere tal cosa que se cambie la ley, aunque ello penalizará la filantropía, el activismo de la cacareada sociedad civil, que tan activa es en otros países y frutos tan positivos da. Salvo que, precisamente, lo no queramos es una sociedad civil altruista, claro.

 

Prácticas restrictivas de la libre competencia promovidas por la Administración al contratar. ¿Por qué un caso de Ocean´s eleven y no de Ocean´s twelve en la licitación de servicios informáticos por parte del sector público (II)

  1. La sanción a once empresas por el cártel de de servicios informáticos y de tratamiento de datos contratados por las Administraciones públicas.

Pues bien, a la vista de los precedentes mencionados, adoptados por la propia Comisión Nacional de la Competencia y confirmados por el Tribunal Supremo, despista, sorprende e incluso puede decirse que resulta contradictorio que en su Resolución del pasado 26 de julio de 2018 la CNMC haya pasado por alto – salvo en un voto particular – la posible infracción de las normas de la competencia por sujetos integrantes del sector público. Se trata de una Resolución en la que se declara la culpabilidad y se sanciona a once empresas por acuerdos colusorios (art. 101.1 TFUE y art. 1.1 LDC), por crear un cártel en el suministro de servicios de informática y tratamiento de datos a diversos órganos administrativos y organismos del sector público. En ella aparece como probado que, a causa del referido cártel, y como consecuencia de esa trama, las empresas, en su calidad de contratistas del sector público, se repartieron clientes, pactaron precios y condiciones comerciales durante más de 10 años. De ello se derivó el encarecimiento de una gran cantidad de contratos públicos de gran relevancia técnica, económica y funcional. Por eso, no es, en principio, nada inexplicable que la citada Resolución concluyera con un fallo en el que se han impuesto considerables sanciones (cuya suma asciende a una cantidad total de 29,9 millones de euros) a la mayoría de las empresas investigadas, entre ellas, algunas muy reputadas y con un relevante porcentaje en el mercado español de servicios tecnológicos (el conjunto de empresas incoadas venía ostentando una cuota de mercado superior al 40% en la prestación de servicios de tecnologías de la información).

  1. Razones y datos para investigar y, en su caso, responsabilizar de la infracción a los sujetos públicos intervinientes.

Así las cosas, aparecen en la referida Resolución, tanto en los antecedentes como en los propios fundamentos de Derecho, datos e incluso juicios de valor, – que apenas han sido tomados en consideración en el Fallo que finalmente se adopta-, que ponen abiertamente de manifiesto que en cierta medida la conducta infractora se produjo en connivencia con algunos de los organismos públicos y órganos de la Administración contratante; en otras palabras, que hubo de ser, al menos en parte, inducida por los propios sujetos públicos que requerían los servicios. Los organismos públicos implicados fueron, entre otros, ni más ni menos, que la caja de ingresos y la caja de pagos del Estado, esto es, la Agencia Tributaria (AEAT), la Gerencia de informática de la Seguridad Social (GISS); el Servicio público de Empleo (SEPE) y el Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS): en definitiva, puntos neurálgicos del funcionamiento de la Administración. Hay muchos indicios que muestran que los contratos fueron redactados por las Administraciones teniendo en cuenta la necesidad de fidelizar al personal informático que se encontraba año tras año integrado en sus establecimientos, trabajando codo a codo con sus propios servicios. En el epígrafe III de la Resolución se alude a ello textualmente: “En la mayoría de los casos estos contratos conllevan la integración física del personal de las empresas incoadas o de sus subcontratas en las plantillas de los clientes como personal de apoyo (…)”. La propia denuncia – que la Comisión asocia a su campaña contra el fraude en la contratación pública – partió del personal de los servicios de la Agencia Tributaria, conocedor de tales componendas. En la exposición de los hechos acreditados de la Resolución (epígrafe IV) se intercalan en diversas ocasiones alusiones a estos datos: (27) Así en un correo interno de una de las empresas contratistas se comenta que es “el concurso que estaban esperando y que da continuidad al contrato en el que están actualmente”. En el mismo se indica lo siguiente: “La AEAT ha sacado un pliego que recoge bastante bien los conocimientos de la gente que tenemos allí ubicadas las cuatro empresas”. En otro correo de otra empresa se lee (30): “hemos conseguido presentarnos solo nuestra UTE porque el Cliente quería continuidad y pliego enfocado a la continuidad de los recursos actuales”. Otro correo señala (66) “Hemos elaborado los perfiles junto con el cliente y en el pliego han puesto exactamente los modelos que nosotros enviamos”. Asimismo, en otro se dice (109): “Desde GISS (Gerencia de informática de la Seguridad Social) quieren que les ayudemos a hacer los pliegos para comenzar el procedimiento administrativo”.

De hecho, cuando en los Fundamentos de Derecho se analiza (4.1.2) el modus operandi de las empresas se alude expresamente a que “en gran parte de los procedimientos de contratación analizados se puede observar como las empresas tienen conocimiento de la futura licitación con anterioridad a la publicación de la misma. Ello se consigue gracias a los contactos que las empresas mantienen dentro de la Administración contratante”. También se expone literalmente, pero de forma indeterminada como “en algunas licitaciones las propias empresas que participan de los acuerdos han incidido directamente en la elaboración de los pliegos que deben regir el contrato al que posteriormente licitan”.

Además, hay que tener en cuenta que, aunque en la imputación de la responsabilidad a la mayoría de las empresas investigadas se desecha la invocación, efectuada por ellas, del principio de confianza legítima, -es evidente que no se suscita por parte de la Administración una confianza de este tipo cuando hay expreso conocimiento de la ilegalidad de la conducta realizada-; la propia Resolución sancionadora alude inequívocamente a la intervención de la Administración como causa directa de la infracción. Lo hace cuando modula el quantum de la sanción, de forma expresa pero imprecisa, atendiendo a la intervención en la conducta infractora de los sujetos públicos contratantes. Este es un dato que “se sobreentiende” en la propia Resolución y que incluso se enjuicia, por supuesto, desfavorablemente, por cuanto sirve de atenuante a la responsabilidad de las empresas infractoras. Así literalmente se afirma en el apartado 6.2 Criterios para la determinación de la sanción lo siguiente: “se ha tenido en cuenta que las Administraciones públicas han podido tener cierta incidencia en el mantenimiento de los acuerdos, si bien en ningún caso puede descargarse en este hecho la responsabilidad de las empresas”.

A la vista de todo ello, no se entiende entonces cómo no se ha investigado ni se ha realizado una valoración, jurídica y económica, precisa y objetiva de la responsabilidad de los sujetos públicos intervinientes y se ha procurado con ello una oportunidad para su defensa. Hay datos que manifiestamente señalan que la redacción y elaboración de los pliegos se realizó con conocimiento, y a veces ayuda, de los potenciales oferentes de los servicios, por lo que no cabe descartar que las empresas se cartelizaran siguiendo, al menos en parte y en determinados casos, las orientaciones de la Administración, que se canalizaban fundamentalmente a través de la redacción de los propios pliegos de contratación. Y si hubiera que desechar esa posibilidad, tampoco se encuentra en la Resolución, ni en sus antecedentes ni en sus fundamentos, ningún argumento que sirva para tratar de convencer de tal cosa.  Y esto a pesar de que los datos, y los propios juicios de valor de la Comisión, como ya se ha referido, conminan precisamente a entender que ha sucedido lo primero. No sirve en este caso esgrimir el argumento (apartado 4.6.2 de la Resolución) de que las Administraciones y organismos contratantes están sujetos a las normas de contratación sobre la que la CNMC no tiene la facultad de pronunciarse. Lo contradice con claridad lo anteriormente expuesto (supra I).

Todo ello conduce a que no podamos estar más de acuerdo con el voto particular de la Resolución, en el que se comparte la calificación de las conductas infractoras, y al mismo tiempo se sostenía que se tendría que haber incluido a ciertos organismos públicos entre los sujetos imputados en el expediente (señaladamente a la AEAT, GISS, SEPE e INSS), en su calidad de facilitadores de la restricción de la competencia. En este sentido, entiende el voto particular que, de acuerdo con la jurisprudencia del TS y del TSJUE, cabe declarar la responsabilidad de una entidad pública como facilitadora de un cártel, aunque no actúe en el mercado afectado ni en los conexos, siempre que se pruebe que su actuación ha contribuido de manera decisiva y activa a la realización de la conducta restrictiva de la competencia. Todo ello lo basa claramente y con indudable acierto en un concepto amplio y funcional de empresa, al que se ha hecho alusión supra 1, y a una evolución jurisprudencial que permite entender que la Administración, con independencia de que no actúe como operador económico, está sometida al Derecho de la competencia, máxime cuando hay pruebas que apuntan a que “desempeñó un papel relevante en la distorsión del mercado y la perturbación de la competencia”.

Podría quizá barajarse una objeción para no culpabilizar a la Administración, y no responsabilizarla en este supuesto relativo a las licitaciones del suministro de servicios de soporte informático y de tratamiento de datos, (cuyo eficiente funcionamiento, no hay necesidad de explicarlo mucho, es indispensable para los organismos públicos que gestionan las cajas de recaudación de ingresos y gastos, o dan satisfacción a prestaciones económicas sociales y de empleo). Y esta objeción no es otra que la de considerar que tal práctica, la connivencia entre ellos y las empresas, luego cartelizadas, posiblemente se basó en la búsqueda de la fidelización del empleo del personal de servicios informáticos que había estado subcontratado en bloque durante años por los propios organismos públicos. Y que ello resultaba ser la manera más eficiente de suministrar esos servicios, de modo que habría de reputarse como imprescindible para la promoción del progreso técnico o económico siempre que, a su vez, no se hubiera perjudicado la competencia en el mercado respecto de una parte sustancial de los productos o servicios concernidos. En definitiva, habría que haber probado – con un análisis económico preciso – que las prácticas referidas, a pesar de aparecer en ellas claros indicios de pactos entre sujetos públicos y empresas, (las cuales a su vez adoptaron, entre sí, acuerdos cartelistas), resultan más beneficiosas que perjudiciales desde el punto de vista del interés general. Todo ello hubiera quizá permitido considerarlas una excepción de las amparadas por el propio Derecho de Defensa la Competencia (art. 1.3 y art. 101.3 TFUE).

Con independencia de ello, aparece asimismo claro que, estas prácticas a las que nos referimos abren también, sin duda, a otro tipo de reflexiones, desde el punto de vista del empleo público y sus repercusiones en el ámbito laboral, que sólo podemos aquí y ahora sucintamente esbozar: ¿Ofrece el estatuto de empleado público incentivos suficientes a las personas para que éstas proporcionen servicios informáticos con un nivel de solvencia y eficiencia adecuados cuando se trata de prestaciones indispensables que ha de ofrecer la Administración? ¿Por qué determinados órganos y organismos públicos, vinculados a las arterias principales de la Administración General del Estado, externalizan “en parte” el personal informático para la prestación y el mantenimiento de estos servicios imprescindibles y no realizan dicha prestación por gestión directa? ¿Está justificado? ¿Son estos supuestos admisibles desde el punto de vista del Derecho laboral?

Prácticas restrictivas de la libre competencia promovidas por la Administración al contratar. ¿Por qué un caso de Ocean´s eleven y no de Ocean´s twelve en la licitación de servicios informáticos por parte del sector público? (I)

I.                    Cuando la actuación pública lesiona la libre competencia.

A estas alturas no es posible dudar lo más mínimo de que cuando las organizaciones del sector privado promueven o incurren en prácticas anticompetitivas deben ser declaradas culpables y sancionadas, en su caso, conforme al Derecho europeo y español de Defensa de la Competencia. Sin embargo, cuando dichas prácticas provienen de actuaciones de las Administraciones Públicas, el asunto se complica. Las conductas de organizaciones públicas o de órganos dependientes de Administraciones públicas tradicionalmente no han estado sujetas a la supervisión de las Autoridades de Defensa de la Competencia, salvo que se identificaran con una actuación empresarial y se integraran, por tanto, automáticamente dentro de la consideración de sujetos que ejercían una actividad como “operadores económicos”. Desde hace un tiempo ese tópico, – las Administraciones públicas ejerciendo de tales no pueden ser controladas por las Autoridades administrativas de Defensa de la Competencia -, ha empezado justamente a desaparecer.  En realidad, ha sido suprimido. Y ello en la medida que la legislación ha dispuesto nuevos mecanismos de control de carácter preventivo y represivo con los que se verifica precisamente ese tipo de supervisión: frente a actos y disposiciones administrativas, actuación, inactividad o vía de hecho contrarias al principio de libre competencia se ha establecido desde hace relativamente pocos años (art. 26 y ss. Ley 20/2013, de garantía de Unidad de Mercado) la posible reclamación e incluso impugnación por parte de la Comisión Nacional de los mercados y la Competencia (en adelante, CNMC). Más recientemente, la Ley 9/2017 de Contratos del Sector público (art. 132.3) ha venido a incluir otro mecanismo – esta vez de naturaleza claramente preventiva – para tratar de acabar con las licitaciones ilegales por contrarias al principio de libre competencia. Aunque esta previsión ya contaba con un contenido equivalente en la Disposición adicional 23ª del R.D. Legislativo 3/2011 por el que se aprobó el texto refundido de la Ley de Contratos del Sector Público.

Es claro que estos mecanismos encuentran su antecedente en la propia legislación de Defensa de la competencia que desde 2007 prevé en los arts. 13.2 y art. 12.3 Ley 15/2007  (LDC)– éste último sustituido por el vigente art. 5.4 Ley 13/2013, de creación de la CNMC –  la impugnación por las Autoridades de Defensa de la Competencia de actos administrativos y de normas infralegales cuando impliquen, bien a nivel autonómico, bien a nivel estatal y/o europeo, restricciones a la competencia no amparadas por ley alguna.

Asimismo, han sido las propias Autoridades de Defensa la Competencia, respaldadas por los tribunales y con base en una interpretación extensiva de los posibles infractores de las normas de la competencia, las que han llegado a considerar culpables – aunque sin imponerles la correspondiente sanción – como sujetos “inductores” de conductas restrictivas de la libre concurrencia empresarial a organismos integrantes del sector público y a Administraciones públicas en su condición de tales y no de “operadores económicos”. Así lo declararon sendas resoluciones adoptadas por la Comisión Nacional de la Competencia: Resolución de 6 de octubre de 2011, (Expt. S/0167/09, Productores de Uva y Vinos de Jerez) y la Resolución de 27 de septiembre de 2013, (Expte. S/013/10, Puerto de Valencia). La primera de ellas ha sido además confirmada por el propio Tribunal Supremo (STS de 18 de julio de 2016, RJ20164363). Se trató, tanto en un caso como en otro, de actuaciones administrativas materiales imputables a órganos y sujetos integrantes del sector público. En el primer caso una Administración en sentido estricto: la Consejería de Agricultura y Pesca de la Junta de Andalucía, órgano del Consejo de Gobierno andaluz, en el segundo, un organismo público, que actúa bajo una forma personificada autónoma, la Autoridad portuaria de Valencia.  

Con esta clase de supuestos en los que se declara la responsabilidad de las Administraciones públicas infractoras, aun a título de colaboradores o inductores de conductas empresariales restrictivas de la competencia, se opta por un tipo de control que optimiza claramente el uso de los recursos materiales y personales empleados en la Defensa de la competencia. Y ello es así, porque al tiempo que se sanciona y disuade a las empresas privadas que operan ilegalmente en el mercado, se lanza un mensaje de control y disuasión a las personas que gestionan y asumen cargos en organizaciones públicas, pertenecientes en algunos casos en sentido estricto a la Administración. A estos efectos, resultaría todavía si cabe más disuasorio, que la declaración de responsabilidad llevara aparejada la correspondiente sanción. Esto en la práctica solo ha tenido lugar en supuestos de restricción anticompetitiva causados por conductas de las Administraciones locales en calidad de tales: así, entre otras, en la Resolución de 3 de marzo de 2009, de la CNC, Expt. 650/08, Ayuntamiento de Palma/EFMSA, de la que conoce la STS de 14 de junio de 2013, en la que “se sanciona” tanto a la empresa pública por abuso de posición de dominio como al Ayuntamiento que la controla; asimismo cabe reseñar la Resolución del Consejo de Andalucía de Defensa de la Competencia de 18 de junio de 2014, Expt. S/12/2014, Inspección técnica de Edificios de Granada, en la que se declara probada la existencia de una infracción del artículo 1 LDC con la firma de dos convenios consecutivos restrictivos de la libre competencia entre el Ayuntamiento de Granada y los Colegios Oficiales de Arquitectos y de Aparejadores. Igualmente “se sanciona” en ella a todos los sujetos intervinientes.

Las razones jurídicas que subyacen a esta imputación de responsabilidad y declaración de culpabilidad con respecto a sujetos del sector público o de la Administración se encuentran, por supuesto, en el concepto amplio de infractor que se utiliza en el Derecho de la competencia, tal como lo expresó la Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de julio de 2016 “lo relevante no es el estatus jurídico económico del sujeto que realiza la conducta sino que su conducta haya causado o sea apta para causar un resultado económicamente dañoso o restrictivo de la competencia en el mercado” (FJ 4º). En este punto, la sentencia de 18 de julio de 2016 se alinea con la jurisprudencia del propio Tribunal de Justicia de la Unión Europea – por todas: STJUE de 22 de octubre de 2015 (C-194/14 P, AC-Treuhand AG) -. En definitiva, la explicación que cabe barajar para explicar este fenómeno, es que el juicio subsuntivo y de valor relativo a que la Administración actúa como poder público con incidencia económica (bien en ejercicio de su actuación material, bien como poder normativo, bien dictando actos jurídico-administrativos, o como contratante demandando bienes o servicios en el mercado) y no como “operador económico”, no constituye en la actualidad un obstáculo para la aplicación del Derecho de la competencia. Si hasta hace poco tiempo, de la praxis podía inferirse que la imputación a la Administración de responsabilidad por infracción de las normas de la competencia se realizaba sólo en los supuestos en los que actuaba como empresa u operador económico, entendiendo por tal aquel que ofrece servicios en el mercado – v.gr. Resolución de 2 de febrero de 2009, Expte. R 7/2008, del Tribunal Gallego de Defensa de la Competencia que fiscaliza el ejercicio directo por parte de la Diputación provincial de Lugo de los servicios de transporte fluvial de viajeros con embarcaciones de su propiedad -, esto ya no es así. De hecho, esto fue durante un tiempo admisible porque no resultaba excesivamente disfuncional, por cuanto se aplicaba en realidad una interpretación muy amplia, e incluso desvirtuada, del propio concepto de “operador económico”. En este concepto se subsumían supuestos fácticos muy discutibles. En este sentido pueden citarse, por ejemplo y sin pretensión de exhaustividad, la Resolución de 29 de marzo de 2000, Expt. 452/99, Taxi Barcelona, en la que se sanciona al organismo municipal encargado de otorgar las licencias de taxi y a la Entitat del Transport de Barcelona en la medida que no existía ninguna normativa que amparara el acuerdo que adoptaron de contingentar las licencias de autotaxi que trabajasen a doble turno entre las ya otorgadas; o la Resolución de 17 de mayo de 2008, Expt. 632/07, enjuiciada en la Sentencia de la Audiencia Nacional de 15 de enero de 2010, Jur 149796, sobre un convenio entre el Ayuntamiento de Peralta (Navarra), con una Asociación de feriantes, para el uso de espacios públicos excluyendo, sin cobertura legal, la utilización por terceros.  Estos supuestos se explican en la medida que el término de “operador económico” se habría estado empleando como presupuesto indispensable para proceder a la aplicación del Derecho de defensa de la competencia y, con ello, para imponer en el caso concreto las sanciones que la ejecución de esta normativa lleva aparejadas. En la actualidad, insistimos, esto, como se ha expuesto, ya no es ciertamente así. En un contexto en el que la cultura del respeto a la competencia no ha hecho más que evolucionar y expandirse, no cabe dudar de que la protección de la libre concurrencia empresarial, pilar de una economía de mercado, se proyecta sobre la actividad material, normativa y jurídico-administrativa de las Administraciones públicas en cuanto tales.

   En primer lugar, si la conducta administrativa ilegal por restrictiva de la competencia no se ha traducido en una actuación jurídico-administrativa, sino en una actuación material, de la que se ha seguido un comportamiento empresarial restrictivo de la competencia, no hay duda que la Autoridad de Defensa de la competencia debería, incluso con mayor motivo que si la actividad ha cristalizado en una actuación jurídico-formal, declarar la responsabilidad de la Administración en relación con esa conducta concreta e intimarla a su cesación – como de hecho sucedió en las citadas Resoluciones de la CNC, en la Resolución de 6 de octubre de 2011, (Expt. S/0167/09, Productores de Uva y Vinos de Jerez) y la Resolución de 27 de septiembre de 2013, (Expte. S/013/10, Puerto de Valencia)-. Recuérdese que la actividad material de la Administración no resulta necesariamente impugnable a efectos de imponer su cesación. No está en sí sometida a la presunción de validez de los actos administrativos (prevista en el vigente art. 39.1 Ley 39/2015). Además, ello resulta ser más rápido y efectivo que esperar a que los tribunales decidan por medio de una sentencia judicial o lleguen a adoptar una medida cautelar de suspensión previa a la misma – recordemos que ésta ya no es siempre automática por decisión del TC (STC 79/2017, FJ 17) que declaró inconstitucional tal previsión (art. 127 quater de la Ley 29/1998 introducido por la Disposición final 1ª Ley 20/2013) para el caso de la impugnación de actos, disposiciones o de actividad anticompetitivos de la Administración de las Comunidades-.

En segundo lugar, si la adopción de una norma infralegal o un acto administrativo, o incluso de un contrato traen consigo en la práctica restricciones empresariales a la libre competencia y ello no se encuentra amparado en una ley previa, tal y como dispone expresamente el art. 4.2 LDC y se deriva a sensu contrario del art. 4.1 LDC, tampoco es posible entender que el ordenamiento jurídico ofrezca cobertura a tal restricción. Desde la perspectiva jurídico-administrativa, además de que la norma o acto administrativo hayan de ser reputados ilegales y deban ser impugnados en vía jurisdiccional, es necesario que el control jurídico-administrativo que se verifique conduzca a una declaración de culpabilidad de la Administración. Distinto es el supuesto, y esto conviene aclararlo, en el que el control verifica exclusivamente la ilegalidad de la actuación formal administrativa por lesión del principio de libre competencia, sin que ello haya tenido todavía consecuencias relativas a desviar la actividad empresarial, esto es, cuando de esa ilegalidad no se haya seguido ninguna conducta empresarial restrictiva de la competencia. En esos supuestos, al no producirse infracción de las normas de Defensa la competencia, se activaría por parte de las Autoridades de Defensa de la Competencia un mero control de legalidad, un control abstracto, en cuyo caso no habría conducta antijurídica ni por ello necesidad de declarar la responsabilidad ni la culpabilidad de ningún sujeto, tampoco de la Administración.

                           

Las subvenciones “de ínfimis”

La expresión “de minimis” hace referencia a las cosas pequeñas, y se suele usar con el principio “de minimis non curat lex”, significando aproximadamente que la ley no está interesada en trivialidades, en asuntos menores.

En derecho europeo, existe la “regla de mininis” dentro de la regulación general de las ayudas públicas (state aid), en aplicación de los artículos 107 y 108 del TFUE (ver https://www.boe.es/doue/2010/083/Z00013-00046.pdf )

Sin entrar en detalle, esta regla permite otorgar ayudas públicas a operadores económicos siempre que sean de pequeño importe, y su acumulación en periodos trianuales no supere unos límites por beneficiario. En sermo vulgaris, “pequeñas subvenciones”.

Una rama de las matemáticas (que no cunda el pánico; se bien que este es un blog de derecho) es el cálculo infinitesimal, que estudia infinitésimos. Un infinitésimo es una cantidad infinitamente pequeña, que tiene una serie de propiedades, como que la suma de dos infinitésimos es otro infinitésimo, o el producto de dos infinitésimo es igualmente otro infinitésimo, etc.

Navegando por la Base de Datos Nacional de Subvenciones (www.infosubvenciones.es) del Ministerio de Hacienda, no me ha quedado más remedio que maridar los conceptos “de minimis” e “infinitésimo”, alumbrando como subvenciones de ínfimis, las demasiadas subvenciones microscópicas que otorgan las administraciones públicas.

Según la citada fuente oficial, consultada al escribir este post, en el año 2018 se concedieron en España, por todas las administraciones públicas, 3.008.567 subvenciones, de las cuales 652.543 (21,69%) lo fueron por un importe inferior a 100€. Subvenciones de ínfimis en estado puro.

Los datos, obtenidos del mencionado portal del Ministerio de Hacienda, y sometidos a un pequeño tratamiento estadístico, ofrecen la siguiente distribución:

 

 

Intervalo (€)
>= Nº Concesiones % Importe (€) %
0,01 10,00 71.879 2,39 387.066,21 0,00
10,00 100,00 580.664 19,30 29.246.834,99 0,18
100,00 1.000,00 1.353.485 44,99 505.006.501,79 3,06
1.000,00 10.000,00 836.655 27,81 2.567.311.877,50 15,56
10.000,00 100.000,00 147.153 4,89 4.160.411.829,35 25,21
100.000,00 1.000.000,00 17.449 0,58 4.195.271.283,38 25,42
1.000.000,00 10.000.000,00 1.218 0,04 2.969.598.875,89 17,99
>= 10.000.000,00 64 0,00 2.075.801.775,62 12,58
TOTAL 3.008.567 100,00 16.503.036.044,73 100,00

 

Nuestro interés son los dos primeros estratos, de 0,01€ a 10€, y desde aquí hasta 100€. La vista de estas cifras puede suscitar en el economista muchas ideas, pero en este post nos centraremos en dos: el impacto y el coste. Dejamos para ulteriores post el asunto de la distribución, y la revelación de los grandes atractores de subvenciones.

¿Qué impacto produce una subvención de 30€ que un ayuntamiento paga a una familia para comprar libros de texto?. Es casi un infinitésimo. ¿Y una ayuda de 50€ por situación de emergencia social?. Con suerte el agraciado podrá comer cinco días, si vive solo y lleva una vida frugal.

El impacto de estas subvenciones de ínfimis es infinitésimo, cuando no nulo. El problema es la gran cantidad de ellas que se conceden, más de 650.000 al año; más de un 20% de todas las subvenciones; más de 650.000 actos administrativos de concesión de subvenciones. Ciertamente el gasto es bajo (29.246.834€). El problema, es el coste. Algo que el ciudadano contribuyente no suele tener en cuenta, y el decisor político mucho menos.

¿Cuánto cuesta gestionar una subvención de 36€?. Ya hablamos en un post anterior (https://hayderecho.expansion.com/2019/03/27/el-extrano-caso-de-las-subvenciones-publicas-para-pagar-impuestos/) de la imposibilidad de conocer el coste de producir un acto administrativo de concesión de subvención (al menos en fuentes abiertas).

Pero aun desconociendo el dato contable, cualquier funcionario que esté familiarizado con los procesos de gestión subvencional estará de acuerdo con que el coste (insisto, en términos de coste) es al menos uno o dos órdenes de magnitud superior al importe concedido. El coste para la administración. Del coste para los solicitantes, ya ni hablamos.

Recapitulemos: elaboración y diseño de convocatorias, fiscalización del gasto, publicación y publicidad de estas, generación de formularios y documentos, anuncios, recepción de solicitudes, evaluación de estas y verificación de la documentación justificativa, producción de la propuesta de resolución, resolución de concesión, publicación y notificaciones individuales del acto administrativo, contabilización, pagos…. Horas y horas de funcionarios implicados. Y todo esto… ¿para dar 30 subvenciones de 43€?.

La gestión subvencional presenta fuertes economías de escala, tanto por número de operaciones (caso agrícola), como por el importe unitario de grandes operaciones. De hecho, parte de estas subvenciones de ínfimis son vinculadas a la agricultura (incluyendo seguros agrarios u pagos FEAGA) del Estado y Comunidades Autónomas, con conjuntos de beneficiarios de considerable dimensión, por lo que los costes unitarios son más reducidos, al crecer el denominador. Aun así, más de 70.000 concesiones de menos de 10 euros…. La pedrea!. Casi 4.800 concesiones de 1€ o menos!.

Pero también se encuentran ayudas de Comunidades Autónomas como 1,65€ por desplazamiento de estudios, o 16,15€ para formación de desempleados; del Estado, con 9€ de subvención a un centro de formación; y de Entidades Locales con ayudas de comedor por 16,50€. Como se imagina el lector, esto son ejemplos, y no una lista exhaustiva. Difícil que se produzcan ahí esas economías de escala.

España tiene 6.000 municipios con menos de 5.000 habitantes (de 8.125 en total), gestionando la mayoría varias líneas de subvenciones, lo que impide medidas que redujeran los costes unitarios de producción de actos administrativos.

Un problema añadido a los muchos que presenta el excesivo número de municipios, y el desolador tamaño de sus poblaciones es que las líneas de subvención se calcan de unos a otros, multiplicando los costes de gestión de las mismas.

Un concepto, nada novedoso, pues se estableció en los años 70. Es el ”coste marginal de los fondos públicos” (www.journals.uchicago.edu/doi/10.1086/260432), es decir, cuanto tiene que recaudar (en impuestos) la administración pública, para incrementar 1€ el gasto público efectivo.

En España, recientes investigaciones (www.libremercado.com/2019-04-28/el-estado-recauda-hasta-215-euros-para-gastar-un-euro-adicional-de-forma-efectiva-1276637161/) sitúan este coste entre 1.4€ y 2.15€ (es un coste medio, y para todo tipo de gasto, no solo subvencional). Es más que probable que aquí se tenga que hablar de varios órdenes de magnitud.

¿Qué significa esto? En el orden práctico, para generar un impacto  subvencional de 1€ tengo que recaudar entre 1.4 y 2,15€ en impuestos. Luego la ganancia global en bienestar para una sociedad, de un incremento de 1€ en subvenciones es de -0,4 a -1,15€.

La eficiencia en el gasto público, principio constitucionalmente consagrado y escasamente evaluado (a la espera del informe Spending Review de la AIREF), exige medidas para racionalizar estas aberraciones. Tres ideas, aunque temo caerán en terreno yermo:

1] La necesaria fusión de municipios.

2] En una futura reforma (también necesaria) de la Ley General de Subvenciones, impedir las subvenciones de ínfimis, por ejemplo, estableciendo un límite inferior mínimo de 100€.

3] En una futura reforma de la contabilidad pública, obligar que todo órgano gestor de subvenciones rinda cuentas, en términos de contabilidad analítica, del coste de sus subvenciones, especialmente en aquellos obligados a elaborar “planes estratégicos de subvenciones” (artículo 8 de la Ley 38 2003 General de Subvenciones).

Más vale generar algún impacto positivo en unos pocos beneficiarios, que repartir muchos infinitésimos de miseria sin ningún impacto.

 

 

Patrimonialización de las instituciones y clientelismo

El clientelismo no es algo exclusivo de la política ni de la administración pública. Es algo inherente a las relaciones humanas. Tendemos a favorecer a las personas más cercanas, familiares, amigos, personas con intereses comunes a los nuestros. Generalmente se espera obtener algo a cambio, incluso cuando esté algo es indeterminado, incluso cuando es algo tan abstracto como la gratitud. En política pasa igual. En los partidos ascienden no necesariamente los más válidos sino quienes más favores han hecho a quien ostenta el poder. Es algo moralmente cuestionable pero no siempre ilegal. Pero cuando el clientelismo se paga con recursos públicos pasa a ser corrupción.

El clientelismo, la concesión de favores esperando que sean devueltos, cuando se produce desde las instituciones lo hace usando los recursos públicos, aquellos que pertenecen a todos los ciudadanos, para sostener la red clientelar del partido político que le permita seguir ganando elecciones y mantenerse en el poder. A cambio, este da beneficios a aquellos que le apoyan, creando ciudadanos de primera y de segunda.

Esto se debe a la patrimonialización de las instituciones, la confusión intencionada entre los intereses de quien ocupa el cargo y los de la institución, que deja de servir a todos para servir a unos pocos.

El clientelismo como forma de corrupción es de sobra conocido y condenado socialmente cuando se trata de mordidas a cambio de contratos, y en este blog se ha hablado sobre el capitalismo de amiguetes que tanto daño causa. Sin embargo hay otra forma de clientelismo corrupto, que opera siguiendo los mismos mecanismos de favorecer a unos pocos con los recursos de todos de forma ilegal a cambio de beneficios para quien controla cierta institución, y esto se produce mediante prebendas en forma de cargos públicos o subvenciones para aquellos que apoyen al partido que está en el poder, proviniendo estos cargos y subvenciones de una institución cuyo fin es defender el interés de todos los ciudadanos.

El mayor problema es que esta forma de corrupción ni recibe tanta atención como lo pueden recibir las mordidas por contratos ni en muchos casos es perseguible judicialmente, debido al amplio margen que tienen los políticos para ciertos nombramientos o a la implicación de mecanismos informales.

El daño del clientelismo político a la democracia

Cuando acceder a ciertos cargos depende de la cercanía de una persona a determinado partido y no de sus méritos, esto implica que las personas más capaces se queden fuera, y en su lugar ocupan el cargo gente siempre menos válida.

El clientelismo es una relación que produce intercambios constantes. No es siempre un contrato cerrado con un objeto determinado cuya relación finaliza con su cumplimiento. En la mayoría de ocasiones, quien realizó determinadas acciones en apoyo a un partido, mantiene esa relación al obtener un rédito por parte de este, pues espera que la relación le siga aportando beneficios. Así, quien ha ocupado una institución por su cercanía a un partido a menudo usará está tanto como para devolver el favor como en espera de seguir obteniendo beneficios del partido en el poder, que pueden ser mantenerse en el cargo o seguir ascendiendo.

Como consecuencia lógica, las instituciones pierden su independencia. Las instituciones pasan a servir a los intereses de un partido y no a los de la sociedad a la que se debe. Y a consecuencia de esto, incluso a veces de forma previa, la confusión entre las instituciones y el partido en el poder hace que los ciudadanos que no comulgan con ese partido dejen de sentirlas como suyas, perdiendo estas su legitimidad.

Algo interesante de observar son los efectos que provoca el sistema clientelar de forma previa al acceso al cargo. Cuando el ascenso en ciertas profesiones depende de tu cercanía al poder político, se crean incentivos perversos iniciando una puja constante por ganarse el apoyo del poder político, esperando obtener réditos futuros o inmediatos, ya a nivel individual con un cargo o colectivo como ocurre con la concesión de subvenciones en función del apoyo de determinado medio u organización al poder político.

Esto anula el papel de la sociedad civil como contrapeso al poder político, pues no tiene ningún incentivo en ser independiente, por el contrario, le interesa estar cerca de alguien que o bien ostente cierto poder o bien tenga posibilidades reales de ostentarlo en un futuro cercano, pues de esta cercanía dependen tus posibilidades de ascender en determinada carrera o de obtener determinados beneficios. Con ello, la patrimonialización de las instituciones se extiende como un cáncer que afecta a toda la sociedad y socava su Democracia.

Polarización y clientelismo

Esta situación se ve favorecida por aquellos contextos de polarización en los cuales la sociedad se mueve por dinámicas amigo/enemigo donde el mejor partido no es el que mejor sirva a la sociedad sino el más cercano por cuestiones identitarias. Bajo esa concepción de la política, las instituciones son sólo el medio que usan los nuestros para mantenerse y acabar con los otros. Aceptamos incluso el mal funcionamiento de las instituciones como un precio a pagar por que gobiernen los nuestros.

El mayor y más doloroso ejemplo se encuentra en Cataluña, donde una sociedad completamente dividida está gobernada por quienes usan las instituciones contra la mitad de la ciudadanía. La dinámica de polarización a nivel nacional avanza en el mismo sentido, donde cada vez las instituciones se confunden más con el aparato orgánico del partido del Gobierno.

Sin necesidad de polarización, igual de preocupante es la situación de aquellos territorios históricamente gobernados por un mismo partido, donde la identificación entre administración pública y el partido es tal que la mejor manera de lograr un puesto en la administración es presentando las credenciales de partido.

Posibles soluciones

Todas estas situaciones parten del mismo problema, la excesiva capacidad de los políticos de nombrar cargos de discreción política. De ahí se deriva la pérdida de independencia de las instituciones y la generación de incentivos perversos que penetra en toda la sociedad. Por ello es necesario reducir esta discrecionalidad, determinando que el acceso a ciertos cargos sea mediante concurso que tenga en cuenta los méritos profesionales y no la cercanía partidista.

Ni es posible ni es objeto de esta entrada entrar en cada caso, pero como ideas más relevantes, poder limitar los cargos de discreción política al nivel de secretario de Estado podría ser un buen comienzo. A su vez, la idea habitualmente defendida por Víctor Lapuente en relación con sustituir los nombramientos de los alcaldes por un consejo directivo independiente puede resultar interesante de estudiar para su posible adaptación a nuestro sistema.

De este mismo autor, y aunque centrado en el clientelismo también entre empresas y administración pública pero igualmente aplicable a este caso, una reforma de las administraciones públicas reduciendo su politización también es necesaria para acabar con el clientelismo.

Si decidimos mantener la elección política de determinados cargos, requerir mayorías reforzadas que requieran la necesidad de un mayor consenso puede ayudar a la independencia de quien resulte elegido, aunque no necesariamente vaya a ocurrir así siempre.

Aquellos territorios que han sido gobernados en numerosas legislaturas seguidas por un mismo partido, la fragmentación política puede dar la oportunidad para la alternancia, especialmente a un mes de las elecciones municipales y autonómicas. Esta permitiría eliminar ciertas prácticas clientelares, renovar la administración pública y eliminar la idea de que para ser parte de la administración necesitas comulgar con cierto partido.

Sin embargo, quizá lo más importante sea crear una ciudadanía crítica, concienciada sobre los efectos negativos de la colonización de las instituciones, entendiendo que usar para el beneficio propio las instituciones que deben servir a todos es una forma más de corrupción. En la consecución de unas instituciones dependientes y sociedad civil fuerte cuyo ascenso dependa de sus méritos y no de su cercanía al poder político.

Bienvenidos al reino de taifas de la plusvalía municipal

Se conoce como reino de taifas a la situación político-administrativa existente en la península ibérica en época de dominación musulmana, caracterizada por el desorden y la anarquía. Pues bien, algo parecido ocurre en nuestro país en los últimos años, con el Impuesto sobre el Incremento de Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana (IIVTNU), más conocido como “plusvalía municipal”.

En efecto, en la actualidad, acudir a un Juzgado para dirimir la adecuación a Derecho de una liquidación del impuesto de plusvalía municipal es una auténtica lotería. Los pronunciamientos dispares, incluso entre varios Juzgados de la misma capital, son algo habitual. Y al final, en la maraña de sentencias y criterios dispares, se acaba llegando el gato al agua el que conoce los concretos criterios e interpretaciones que maneja el Juzgado que le haya tocado por turno.

Esta situación no es casual, y se ha venido fraguando como consecuencia de varios hechos, que detallaré a continuación:

  1. La confusa sentencia del Tribunal Constitucional de 11 de mayo de 2017.

 La primera piedra de la actual situación que vive el impuesto, la puso el Tribunal Constitucional, en su famosa sentencia número 59/2017, de 11 de mayo.

En dicha resolución, el máximo intérprete de nuestra Constitución acordó “declarar que los arts. 107.1, 107.2 a) y 110.4, todos ellos del texto refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales, aprobado por el Real Decreto Legislativo 2/2004, de 5 de marzo, son inconstitucionales y nulos, pero únicamente en la medida que someten a tributación situaciones de inexistencia de incrementos de valor”.

Y no sólo eso. Previamente, y para llegar a dicho pronunciamiento, la sentencia había declarado que “El impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos no es, con carácter general, contrario al Texto Constitucional, en su configuración actual. Lo es únicamente en aquellos supuestos en los que somete a tributación situaciones inexpresivas de capacidad económica, esto es, aquellas que no presentan aumento de valor del terreno al momento de la transmisión. Deben declararse inconstitucionales y nulos, en consecuencia, los arts. 107.1 y 107.2 a) LHL, «únicamente en la medida en que someten a tributación situaciones inexpresivas de capacidad económica»”.

Además, el Tribunal Constitucional extendió la declaración de inconstitucionalidad y nulidad al artículo 110.4 del Texto Refundido de la Ley de Haciendas Locales, “el cual «no permite acreditar un resultado diferente al resultante de la aplicación de las reglas de valoración que contiene» [SSTC 26/2017, FJ 6; y 37/2017, FJ 4 e)]. Por consiguiente, debe declararse inconstitucional y nulo el art. 110.4 LHL, al impedir a los sujetos pasivos que puedan acreditar la existencia de una situación inexpresiva de capacidad económica (SSTC 26/2017, FJ 7; y 37/2017, FJ 5)”.

Por último, y siendo plenamente consciente del vacío legal producido por la declaración de nulidad e inconstitucionalidad, el Tribunal Constitucional, en su sentencia, dejó un “recado” al legislador, que a día de hoy aún no ha sido cumplido: “Una vez expulsados del ordenamiento jurídico, ex origine, los arts. 107.2 y 110.4 LHL, en los términos señalados, debe indicarse que la forma de determinar la existencia o no de un incremento susceptible de ser sometido a tributación es algo que solo corresponde al legislador, en su libertad de configuración normativa, a partir de la publicación de esta Sentencia, llevando a cabo las modificaciones o adaptaciones pertinentes en el régimen legal del impuesto que permitan arbitrar el modo de no someter a tributación las situaciones de inexistencia de incremento de valor de los terrenos de naturaleza urbana”.

Como puede verse, la sentencia es confusa, ya que contiene una declaración de inconstitucionalidad y de nulidad de los artículos 107.1, 107.2.a y 110.4 del Texto Refundido de la Ley de Haciendas Locales que es condicionada (“… únicamente en la medida que someten a tributación situaciones de inexistencia de incrementos de valor”). Pero ¿cuándo ocurrirá esto? El legislador sigue callado…

  1. La modificación del impuesto de plusvalía municipal que nunca llega.

A pesar del mandato del Tribunal Constitucional, y de la urgencia por rellenar el vacío normativo generado por la declaración de inconstitucionalidad, el legislador sigue sin especificar cuál es la forma de determinar la existencia o no de incremento de valor, susceptible de ser gravado por el impuesto de plusvalía municipal.

Primero bajo la forma de Proyecto de Ley, y posteriormente de Proposición de Ley, dicha reforma sigue estancada, y sin noticias de que vaya a ser aprobada de forma urgente.

En la regulación proyectada, se trata de poner solución al principal problema que, en estos momentos, afecta al impuesto. Éste es el de aclarar definitivamente cuándo existe incremento de valor del terreno que pueda ser gravado por la plusvalía municipal, y cuándo no. La norma en tramitación aboga por la comparación de los valores incluidos en las escrituras, o declarados en el Impuesto de Sucesiones y Donaciones. Y ello, salvo que dichos valores hayan sido comprobados. Y dispone además que, cuando de la referida comparación resulte una pérdida, la transmisión quedará no sujeta al impuesto.

Pero lo más inquietante es que dicha modificación legal, cuando finalmente se apruebe, prevé una fecha de efectos retroactiva, que alcanzará hasta el 15-6-2017, que fue cuando se publicó en el BOE la sentencia del Constitucional. No queremos ni imaginar los problemas que dicha retroactividad puede plantear en relación con las liquidaciones que hayan devenido firmes, y que no debieran haberse dictado en aplicación de la normativa retroactivamente aplicable.

  1. El Tribunal Supremo decide cuáles son los límites de la inconstitucionalidad del impuesto.

La declaración de inconstitucionalidad y nulidad de los referidos artículos del Texto Refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales, y su consiguiente expulsión del ordenamiento jurídico “ex origine”, fue entendida por muchos Juzgados y Tribunales como absoluta y definitiva. Y así nació la conocida como “tesis maximalista”, defendida por muchos e ilustres órganos judiciales. Entre ellos, los Tribunales Superiores de Justicia de Madrid y Cataluña.

Sostenían estos Juzgados y Tribunales que dichos artículos habían sido expulsados del ordenamiento jurídico “ex origine”, por el Tribunal Constitucional. Y, por tanto, hasta que el legislador no llevase a cabo las modificaciones normativas para determinar cuándo se producía en cada caso, el incremento de valor del terreno, todas las liquidaciones (tanto si existía tal incremento de valor como si no), debían ser anuladas.

Dicha interpretación, sostenida por unos Juzgados y Tribunales Superiores de Justicia y rechazada por otros tantos, generó enormes desigualdades entre los contribuyentes, que veían estimado o desestimado su recurso, en función del órgano judicial que tuviera que resolverlo.

Dicha incertidumbre fue mitigada por el Tribunal Supremo, que en sentencia de 9-7-2018 (Recurso 6226/2017), tuvo que establecer cuáles eran los límites de la declaración de inconstitucionalidad contenida en la sentencia 59/2017 de 11 de mayo antes referida, interpretando lo que el Tribunal Constitucional quiso decir:

“1º) Los artículos 107.1 y 107.2 a) del TRLHL, a tenor de la interpretación que hemos hecho del fallo y del fundamento jurídico 5 de la STC 59/2017, adolecen solo de una inconstitucionalidad y nulidad parcial. En este sentido, son constitucionales y resultan, pues, plenamente aplicables, en todos aquellos supuestos en los que el obligado tributario no ha logrado acreditar, por cualquiera de los medios que hemos expresado en el fundamento de derecho Quinto, que la transmisión de la propiedad de los terrenos por cualquier título (o la constitución o transmisión de cualquier derecho real de goce, limitativo del dominio, sobre los referidos terrenos), no ha puesto de manifiesto un incremento de su valor o, lo que es igual, una capacidad económica susceptible de ser gravada con fundamento en el artículo 31.1 CE .

2º) El artículo 110.4 del TRLHL, sin embargo, es inconstitucional y nulo en todo caso (inconstitucionalidad total) porque, como señala la STC 59/2017 , «no permite acreditar un resultado diferente al resultante de la aplicación de las reglas de valoración que contiene», o, dicho de otro modo, porque «imp[ide] a los sujetos pasivos que puedan acreditar la existencia de una situación inexpresiva de capacidad económica ( SSTC 26/2017, FJ 7 , y 37/2017 , FJ 5)». Esa nulidad total de dicho precepto, precisamente, es la que posibilita que los obligados tributarios puedan probar, desde la STC 59/2017, la inexistencia de un aumento del valor del terreno ante la Administración municipal o, en su caso, ante el órgano judicial, y, en caso contrario, es la que habilita la plena aplicación de los artículos 107.1 y 107.2 a) del TRLHL.”

En definitiva, para el Tribunal Supremo el artículo 110.4 del Texto Refundido de la Ley de Haciendas Locales sí resulta expulsado completa y definitivamente del ordenamiento jurídico. Pero no pasa lo mismo con los artículos 107.1 y 107.2.a), que podríamos calificar de “muertos vivientes”. Y es que, según el caso, es decir, según se acredite la existencia o no de incremento de valor, los referidos artículos serán plenamente legales y aplicables, o nulos e inconstitucionales. Sin medias tintas.

  1. La decisión sobre cuándo existe incremento de valor y cuándo no, en manos de los juzgados.

La carga de la prueba sobre la referida existencia de incremento de valor recae sobre los sufridos contribuyentes. Pero lo peor es que la valoración de dicha prueba queda en manos de los Juzgados de lo Contencioso. Y ahí es donde el reino de taifas cobra su máximo esplendor ya que cada Juzgado realiza una valoración de la prueba que, en la mayoría de los casos, difiere mucho de la que realiza otro Juzgado. Aunque sean vecinos.

Cuestiones tales como la validez o no de las escrituras como medio de prueba (tanto en transmisiones onerosas como lucrativas), la obligación o no de aportar una pericial, la actualización del valor de escrituras conforme al IPC, la inclusión en la comparación de valores de adquisición y transmisión de los gastos de urbanización, o de notaría y registro, y hasta la validez de la fórmula de cálculo del impuesto, han venido siendo resueltas por los distintos Juzgados de lo Contencioso a su libre albedrío. Y ello está provocando grandes diferencias de trato entre los contribuyentes.

Cierto es que el Tribunal Supremo está realizando un ingente esfuerzo por ir clarificando poco a poco los distintos supuestos que se le plantean, aclarando cómo probar en cada caso la existencia o no de incremento de valor. Pero todavía queda mucho por hacer, y la casuística es diversa y variada. En el fondo, la única solución a todo este caos la tiene el legislador, cuyo silencio, incomprensible, sigue generando innumerables perjuicios a los sufridos contribuyentes.

El medio ambiente, bien esencial de la humanidad a proteger (también jurídicamente). Primera parte

En el pasado mes de marzo he expuesto en dos aulas de la Facultad de Derecho de la Universidad de Córdoba la protección constitucional del medio ambiente, en el marco de dos asignaturas optativas del Grado en Derecho: Igualdad y Estado Social, e Instituciones Públicas de Andalucía. El alumnado (de tercer curso) me ha reconocido que era la primera vez que le explicaban alguna materia jurídica de contenido ambiental, y en un sondeo informal que hice, que le interesaba la materia, considerándola de interés para su formación técnico-jurídica.

En esa exposición, le explicaba entre otras cuestiones generales que, hasta el Papa Francisco, en una Encíclica de 2015 (luego nos referiremos a ella) considera al medio ambiente como un bien de la humanidad.

De estas consideraciones introductorias, paso a exponer precedentes y contenidos de políticas públicas de protección del medio ambiente, y algunas propuestas de futuro. He organizado los contenidos de este trabajo en seis partes, con la intención de hacer la exposición lo más pedagógica posible.

1. Origen y evolución histórica de la protección del medio ambiente a nivel internacional.

En los últimos años ya se habla muy poco de la importancia de proteger los valores ambientales. La crisis económica, sus causas y sus consecuencias han provocado el olvido de cuestiones como el medio ambiente. Como reseñemos a continuación, será a partir de la cumbre de Naciones Unidas de Estocolmo de 1972, y sobre todo, tras la Cumbre de Río de 1992, las políticas medioambientales y las normas jurídicas de protección experimentaron un avance notable, que lamentablemente en los últimos diez años cayeron bastante en el olvido.

En lo referente a Andalucía, nuestra tierra, es evidente que cuenta, entre otras potencialidades, con un conjunto de recursos naturales muy destacados, un ingente patrimonio natural. Es nuestra obligación colectiva para con las generaciones futuras conservar esos valores y es en el ámbito local en el que se pueden articular estrategias efectivas y democráticas para este objetivo. El artículo 28 del Estatuto de Autonomía de Andalucía de 2007 establece la “versión andaluza” del derecho al ambiente en unos términos más actualizados y completo que el artículo 45 de la Constitución Española. Se proclama en el texto estatutario que todas las personas tienen derecho a vivir en un medio ambiente equilibrado, sostenible y saludable, así como a disfrutar de los recursos naturales, del entorno y el paisaje en condiciones de igualdad.

Se garantiza este derecho mediante una adecuada protección de la diversidad biológica y los procesos ecológicos, el patrimonio natural, el paisaje, el agua, el aire y los recursos naturales. Asimismo se expresa en el artículo 28 que todas las personas tienen derecho a acceder a la información medioambiental de que disponen los poderes públicos.

Un concepto que considero muy importante recordar en un trabajo de estas características es el de desarrollo sostenible. El libro “Nuestro Futuro Común”, que lideró la ex primera Ministra de Noruega, Gro Harlem Brundtland, constituyó el primer intento de eliminar la confrontación entre desarrollo y sostenibilidad.

La generación de la preocupación social por la protección del medio ambiente, y la incorporación de esta nueva preocupación social y sentimiento colectivo en los ordenamientos jurídicos occidentales se producen durante el siglo XX, sobre todo en su segunda mitad. La toma de conciencia sobre el grado de deterioro de los recursos naturales hizo necesario que los ordenamientos jurídicos nacionales e internacionales se enfrentaran al dilema entre desarrollo económico de los territorios y la protección del medio ambiente.

En este proceso histórico, un punto de inflexión determinante lo constituyó la celebración de la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente Humano que tuvo lugar en Estocolmo en 1972. A partir de esta fecha, sobre todo en el ámbito de las instituciones de las Comunidades Europeas, se inicia una intensa labor de elaboración y aprobación de normas de protección ambiental que determinará de forma notable el cambio de los ordenamientos jurídicos de los Estados en materia ambiental, y el inicio de un cambio social en cuanto a la sensibilización ciudadana hacia el medio ambiente.

También, entre final de los años sesenta y principios de los setenta, se promueven, a través del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (firmado en diciembre de 1966 y que entró en vigor en enero de 1977), los llamados Derechos Humanos de Tercera Generación, entre los que se encuentra el derecho al medio ambiente, como un derecho inherente a la persona y con el objetivo del progreso social y elevación del nivel de vida de todos los pueblos.

Precisamente, nuestra Constitución de 1978 se aprueba pocos años después y está inmersa en este nuevo escenario internacional y europeo, aunque todavía no éramos Estado miembro de las Comunidades Europeas. Por tanto, la introducción del artículo 45 en nuestra Constitución (derecho constitucional al medio ambiente y deber de conservar el entorno), con rango de principio rector de la política económica y social, hay que leerlo e interpretarlo en ese nuevo contexto político y jurídico internacional favorable a lo ambiental y en el marco del nuevo constitucionalismo social del momento.

En la evolución histórica de la protección jurídica del medio ambiente es central el papel de la Unión Europea, que supuso la adaptación jurídico-ambiental de España con su incorporación en enero de 1986. Con la vigencia de las normas ambientales comunitarias, estatales y autonómicas, se generó en nuestro Estado una compleja trama de normas y políticas ambientales. En este escenario competencial, las Comunidades Autónomas y las Administraciones Locales están siendo determinantes tanto en la generación de nuevas normas, como en la ejecución de medidas tendentes a conseguir los objetivos constitucionales de protección del medio ambiente.

La consecuencia histórica, política y jurídica de este proceso ha sido la vigencia en la actualidad de un cuerpo normativo ambiental amplio y variado, así como una estructura administrativa ambiental especializada, con el reto común de garantizar el cumplimiento efectivo de dichas normas, para lo cual es estratégico contar con la implicación y participación activa de la sociedad y de los colectivos implicados.

Recientemente, en 2015, el Papa Francisco ha publicado la Encíclica Laudato Si sobre el cuidado de la Casa Común, considerando al medio ambiente como patrimonio común de la humanidad.

2. La percepción ciudadana.

En el último lustro he publicado en alguna ocasión que la preocupación por el medio ambiente estaba casi ausente de las agendas políticas e institucionales de las diferentes administraciones públicas. La “crisis” y los recortes lo justificaban casi todo. A posteriori, hemos conocido que, en realidad, era un desfalco al erario lo que provocó recortes y desamparo.

Leo estos días en prensa nacional que el Barómetro Citix 2018, estudio de indicadores que tiene como objetivo posicionar y conocer la satisfacción de los ciudadanos sobre la transparencia y los servicios municipales de sus ayuntamientos, así como su opinión sobre la calidad de vida, otorga un claro suspenso a las políticas locales de medio ambiente.

En el caso de los Ayuntamientos de Andalucía, otorga sobre diez, una nota media de 5.5, sobre un total de 16 aspectos de políticas locales, un aprobado raspado. Y respecto a las políticas locales de medio ambiente, conectando con esa idea que he mantenido en los últimos años de olvido por las política públicas medioambientales, la ciudadanía otorga una nota de 4.4 de calificación (sobre un máximo de 10) a las políticas locales de gestión del medio ambiente; un 4.8 a las políticas de conservación de los espacios públicos; un 4.9 a la manera en la que se gestiona en nuestros ayuntamientos el transporte público urbano; y un 4.1 a la política local de tráfico, todas ellas acciones públicas en directa relación con la calidad de vida y la sostenibilidad local.

A escasos meses de la nueva convocatoria electoral municipal, para el período de corporaciones locales 2019/2023, sería imprescindible recuperar el impulso de las políticas locales de medio ambiente, con recursos públicos dimensionados, y definiendo actuaciones en las que las iniciativas ciudadanas sean relevantes y protagonistas, para una eficacia real de las actuaciones públicas que se implementen.

Con carácter general, este proceso de participación, deseable y necesario, hace que la ciudadanía se implique en la acción de la gobernanza de lo público mucho más allá de la mera elección de nuestros representante políticos en las instituciones, avanzando de esta manera la cultura democrática, que sin duda, genera también responsabilidad colectiva.

Pero sin duda, estos procesos de participación ciudadana son aún más necesarios en el tema que nos ocupa, contenido esencial del interés general o bien común, como es la protección del medio ambiente. En esta materia, la necesaria colaboración colectiva es fundamental para que las políticas públicas sean de verdad eficaces.

Hemos de apostillar, en este punto, que el interés público o social, el bien común, aunque es responsabilidad central en los sistemas democráticos de los poderes públicos, de las distintas Administraciones (nuestra propia Constitución proclama en su artículo 103 que “La Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales”), sin embargo, en un objetivo de una sociedad democrática avanzada es esencial contar con la participación ciudadana, tanto en la fase de definición de las políticas públicas, como en el momento de su puesta en práctica.

De esta manera, en el bien común medioambiental, asuntos como la gestión de los residuos urbanos (procesos de separación en origen y reciclaje) o la limpieza pública, serían casi imposible que alcanzase sus objetivos sin una ciudadanía participativa y colaborativa, pero al mismo tiempo, considero que es fundamental que la gente participe en la propia definición de dichas política públicas, en este caso de ámbito claramente municipal, para lo que sin duda serían muy convenientes acciones de educación ambiental generalizadas y permanentes, elemento estratégico de gestión pública local, a no olvidar para el inminente período local que llega.

Cuerpos de élite, directivos públicos y revolución tecnológica

“Ningún empleo humano que quede estará jamás a salvo de la amenaza de la automatización futura, porque el aprendizaje automático y la robótica continuarán mejorando” (Yuval N. Harari, 21 Lecciones para el siglo XXI, Debate, 2018, p. 50).

 

También cabe presumir que los impactos de la revolución tecnológica sobre las estructuras de la Administración Pública y funcionariales serán particularmente intensos, pero sus efectos se diferirán, por obvias resistencias internas al cambio o a la adaptación, hasta que ésta sea inaplazable. En cualquier caso, la pervivencia (por mayor o menor tiempo y con mayor o menor intensidad) de las funciones típicas del Estado comportará que, determinadas misiones estratégicas vinculadas con el ejercicio del poder público o de la autoridad, deberán seguir siendo ejercidas por altos funcionarios cualificados, que se habrán de seleccionar dentro de determinados ámbitos o canteras profesionales, muchas veces identificados con titulaciones universitarias jurídico-económicas o de la esfera de las ciencias sociales que, conforme avance la revolución tecnológica, son profesiones que –como se viene indicando-  están, sin embargo, condenadas a representar un papel cuantitativa y cualitativamente menor, también en la propia Administración Pública (R. y D. Susskind, 2016).

Pero sin entrar en mayores especulaciones sobre el futuro mediato y la pretendida fusión máquina/persona o la sustitución de esta última por aquella (Ferry, 2017; Sadin, 2018), sí que hay que ser conscientes de que el Estado (o las Administraciones Públicas) seguirán necesitando profesionales cualificados en ámbitos tales como la magistratura, la fiscalía, la abogacía, la inspección (en su más amplio sentido) o para el desarrollo de aquellas tareas prioritariamente cognitivas o de interrelación tales como la concepción de políticas, normas, programas o planes, así como –entre otras- el desarrollo de funciones diplomáticas o d técnicos comerciales. Y, por tanto, durante un período de tiempo (mayor o menor, según los casos) deberán seleccionar candidatos adecuados para el ejercicio de tales actividades profesionales, con criterios o exigencias que sigan dando un peso notable a los conocimientos y destrezas, pero sin descuidar las aptitudes y actitudes. Es, por tanto, oportuno preguntarse qué tipo de perfil de puesto, de funciones o de tareas, deberán desarrollar esos altos funcionarios en un futuro más o menos inmediato, cuando ya la automatización se instale entre nosotros y la Inteligencia Artificial entre con carta de naturaleza en el propio sector público (Ramió, 2019).

Hay, en primer lugar, un problema de definición funcional de tales empleos o actividades profesionales en la alta función pública, sobre todo si se mira al futuro no tan mediato. La digitalización y la automatización creciente (sin entrar ahora en el estadio de la Inteligencia Artificial), conllevarán que muchas de las tareas que actualmente llevan a cabo tales funcionarios cualificados sean parcialmente entonces desarrolladas por las máquinas, mientras que el papel de las personas será complementar y añadir valor cognitivo (resolución de problemas complejos) y  pensamiento crítico a lo que la automatización realizará cada vez de forma más perfeccionada (Hidalgo, 2018). La alta función pública requerirá, cada vez más, personas con elevadas dosis de creatividad, iniciativa, innovación y altamente resolutivas (Hamel, 2012), pero también dotadas de esa necesaria mirada crítica que de momento no podrá ser sustituida.

Sin duda, buena parte de esos altos funcionarios, una vez ingresado en la Administración Pública, dirigirán su actividad profesional futura (pues serán la cantera imprescindible, aparte de posibles trasvases también entre lo público y privado; véase de nuevo el reciente proyecto de ley francés de transformación de la función pública) hacia el terreno de la dirección pública o de la gerencia pública (liderazgo ejecutivo). En este punto, desde un punto de vista estratégico, es obvio que el nuevo marco derivado de la revolución tecnológica apunta derechamente hacia una profesionalización de la dirección pública profesional, pues el actual amateurismo en la provisión de puestos directivos marcado por una ilimitada discrecionalidad política tiene los años contados, salvo que se quiera mutilar cualquier posibilidad efectiva de adaptación de la Administración Pública a la ineludible robotización y a la implantación de la Inteligencia artificial, y se pierda definitivamente la ola de la inevitable transformación del sector público. Por sus cualificaciones profesionales, pero especialmente por la acreditación de las competencias y capacidades que se deberán medir en los procesos selectivos y de provisión, estas personas –junto especialmente con los tecnólogos e ingenieros, así como científicos y matemáticos que sean funcionarios estables o que procedan de trasvases del sector privado- serán quienes sean llamados a desempeñar tales funciones directivas en el sector público. Y, si hay algún tipo de empleos que resistirá razonablemente bien el empuje de la revolución tecnológica, no cabe duda que uno de ellos es el de naturaleza directiva (como así lo constatan todos los estudios y ensayos sobre el empleo del futuro). Ello se debe principalmente a las especiales competencias y habilidades que se deberán acreditar para acceder a este tipo de posiciones directivas. Por mucho que avance el proceso de revolución tecnológica no se advierte que la máquina pueda sustituir el liderazgo directivo en el funcionamiento de las organizaciones públicas (otra cosa es que algunas de esas tareas directivas vengan facilitadas por esos procesos de automatización o de inteligencia artificial), pero la visión estratégica o la cohesión de equipos (por solo buscar dos ejemplos) son tareas directivas que, en principio, las harán mucho mejor las personas que las máquinas o los algoritmos (al menos, durante un período razonable de tiempo, luego la incertidumbre se apodera de cualquier escenario: Latorre, 2018).

Por consiguiente, los procesos selectivos para acceder a esas estructuras de la alta función pública deberán cambiar por completo en su diseño y trazado. No creo que, al menos con su concepción actual, puedan mantenerse por muchos años las pruebas selectivas individualizadas para acceder a determinados cuerpos de élite, con sus convocatorias singulares, sus programas específicos y sus clientelas de candidatos cerradas por cuerpos o escalas. Sin duda, esta observación se verá, desde determinados ángulos, como una herejía. Pero todo apunta que el horizonte mediato deberá tomar inevitablemente un sendero gradual de transformación o cambio hacia otro modelo de estructuración funcionarial y selectivo muy distinto. También, con el paso de los años, se irán contrayendo (por el propio empuje disruptivo de la revolución tecnológica) el número de plazas convocadas en las sucesivas ofertas de empleo que tengan perfil jurídico-económico o del ámbito de las ciencias sociales en beneficio de las titulaciones STEM. Si partimos de que las competencias y capacidades que se deberán exigir en un futuro más o menos inmediato a los altos funcionarios tendrán más que ver con conocimientos digitales o tecnológicos altamente especializados, con habilidades blandas (creatividad, innovación, empatía, comunicación verbal y oral, resilencia y capacidad de adaptación, gestión del estrés, trabajo en equipo, etc., así como con pensamiento crítico, aparte de que sepan obviamente resolver problemas complejos en su ámbito de actuación), parece obvio concluir que se debería caminar hacia una suerte de pruebas selectivas de acceso comunes en las que se valoraran toda esa serie de competencias y capacidades mediante instrumentos que poco o nada tendrían que ver con los que se utilizan en las actuales pruebas selectivas u oposiciones para lo que hoy en día son los cuerpos de funcionarios del grupo de clasificación A1 (cuya redefinición estructural se me antoja inaplazable a medio plazo). Ciertamente, habrá que seguir midiendo la capacidad cognitiva de tales aspirantes, pero también sus potencialidades en el desarrollo de tareas de interrelación o sociales, así como sus expectativas de crecimiento profesional y personal (aptitudes y actitudes). Por consiguiente, dada la validez que tienen determinadas pruebas (Gorriti, 2018), habría que apostar decididamente por la utilización de los test de inteligencia, pruebas de simulación o assessment center, entrevistas conductuales estructuradas y cualquier otro tipo de instrumento o herramienta selectivo que sirva para predecir adecuadamente que los diferentes candidatos disponen de tales competencias o capacidades, o mejor dicho que predicen que tales personas podrán adaptarse con relativa facilidad a los acelerados y permanentes cambios de sus entornos funcionales y organizativos, para lo cual se necesitará asimismo entereza psíquica, flexibilidad mental y equilibrio emocional (Harari, 2018). Todo ello sin perjuicio de que, una vez superada esta fase selectiva (que debería ser determinante) se puedan llevar a cabo una serie de batería de pruebas que midan la capacidad y el desarrollo cognitivo de tales aspirantes para resolver problemas complejos en sus ámbitos específicos funcionales de actuación. Todo ello implica innovar radicalmente el modelo de pruebas selectivas, tal vez mediante la configuración de centros de selección y captación de dirección y talento en el sector público, diseñados con autonomía de gestión, independencia funcional y con un funcionamiento continuo, que serían las unidades o entidades especializadas encargadas de reclutar, seleccionar y proveer los empleos cualificados del sector público y, asimismo, de la captación de personal directivo para ese mismo ámbito, cuando no de proveer de personal técnico cualificado a los diferentes programas, proyectos o misiones de carácter temporal, sobre los cuales descansará esencialmente –tal como se ha visto- el empleo público del futuro, caracterizado por su enorme volatilidad funcional y su inevitable y permanente mutación.  La política de recursos humanos pasará a ser, tal como se ha dicho, un sistema mixto en el que se entrecrucen técnicas de selección, con aprendizaje permanente (formación), junto con provisión y evaluación del desempeño, como herramientas híbridas o mixtas de una misma política sin líneas o actuaciones diferenciadas. También la contratación pública tenderá a unificarse en técnicas y modalidades con las políticas de recursos humanos, puesto que la figura del autónomo será omnipresente en las profesiones tecnológicas del futuro (Mercader, 2017; Flichy, 2017) y de ella en buena medida se deberá proveer también el sector público. La carrera profesional, tal como la entendemos hoy en día, solo pervivirá para la función pública permanente que, cabe presumir, será residual (al margen de lo que luego se dirá en los ámbitos de educación, sanidad y servicios sociales).

Junto a las actividades profesionales clásicas en el ejercicio de potestades públicas, desempeñadas por esos altos cuerpos del Estado o de las Comunidades Autónomas (y, en menor medida, de las entidades locales), las Administraciones Públicas deberán crear estructuras estables  de funcionarios altamente cualificados en el ámbito de las titulaciones STEM (o CTIM). Y esto, como ya se ha dicho, no será una batalla fácil, pues el mercado de trabajo ofrecerá casi con total seguridad mucho mejores expectativas de crecimiento profesional, aparte de ventajas económicas, a tales colectivos. Las pasarelas público-privado, como también se ha expuesto, serán permanentes y pueden difuminarse mucho tales espacios, hoy en día muy marcados. Además, el sistema actual de acceso a la función pública conlleva un marcado efecto de desaliento para este tipo de profesionales cualificados cuando de preparar oposiciones de trata, puesto que tales diseños selectivos siguen atados a la exigencia de memorización o preparación de largos y extensos temarios, un método ajeno a la formación especializada de esos nuevos profesionales de cultura tecnológica, científica o matemática, incentivados por la innovación y la creatividad, así como ávidos de aprendizaje práctico y de plasmaciones efectivas de su trabajo, algo que compatibiliza muy mal con el entorno burocrático-administrativo tradicional en el que está sumergida la función pública española.

Sin embargo, las Administraciones Públicas deberán disponer de un núcleo duro, más o menos numeroso de profesionales tecnólogos de carácter permanente o estable que evite la total captura por parte del sector privado o por el mercado de ese ámbito de actuación nuclear en el futuro funcionamiento del sector público y ejerzan asimismo funciones directivas de contenido estratégico en las respectivas Administraciones o entidades del sector público. Por consiguiente, cabría presumir que, con el paso de los años, los funcionarios de élite de las Administraciones Públicas españolas ya no serán juristas ni economistas, sino ingenieros de datos, analistas de datos, expertos en Big Data, matemáticos, informáticos o físicos (entre otras cualificaciones profesionales). Para captar ese talento y fidelizarlo, las Administraciones Públicas deberán crear pistas de aterrizaje adecuadas y, en todo caso, modificar radicalmente los procesos selectivos hasta ahora existentes. Y no será tarea fácil. Hay mucho en juego, aparte de las resistencias numantinas que los actuales cuerpos de élite (de formación predominantemente jurídica o económica) plantearán frente a ese liderazgo emergente de los funcionarios procedentes de titulaciones STEM. El resultado final presumo que será claro: triunfo indiscutible de las titulaciones STEM. Pero llegar allí no será objetivo fácil porque algunos lo verán como una lucha de poder, cuando en verdad solo es un ajuste tectónico imprescindible de las estructuras administrativas y funcionales derivado de la imparable revolución tecnológica.

 

(*) La presente entrada es una versión adaptada de un pasaje de la ponencia “Doce tesis y seis hipótesis sobre la selección de empleados públicos y su futuro”, que se presentará en el Congreso organizado por el IVAP/EIPA, en Vitoria-Gasteiz, los días 10 y 11 de abril de 2019, sobre “Los procesos selectivos en la Administración Pública: experiencias en la UE y nuevos planteamientos para nuevos tiempos”.

 

El extraño caso de las subvenciones públicas para pagar impuestos

¿Subvenciones para pagar impuestos? Sí. El derecho administrativo lo aguanta casi todo. ¿Por qué no iba a haber administraciones públicas que otorguen subvenciones para atender el pago de los impuestos que ellas exigen?

Instituciones públicas que presentan dos comportamientos opuestos en una misma persona, como el Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Exigen impuestos y subvencionan el pago de esos mismos impuestos. Intentaremos en este post analizar algunas de las dimensiones de este fenómeno, que podría ser tema central de “Cuarto milenio”.

En épocas de contracción económica los medios de comunicación suelen hacerse eco de las “hilarantes” cosas que se subvencionan en España. Por citar solo dos, (se pueden encontrar muchas más en internet), LibreMercado el 19-04-2016 en “Algunas de las subvenciones públicas más surrealistas y vergonzosas de España”, o ABC el 07-04-2014 “Subvenciones públicas desconcertantes o desternillantes, según se mire”.

Las políticas subvencionales dan para muchos artículos divertidos, pero… ¿subvenciones para pagar impuestos? ¿Qué me dice: que una administración otorga subvenciones para pagar los mismos impuestos que ella exige? Cosas veredes, amigo Sancho, que farán fablar las piedras.

En el año 2018, según la Base de Datos Nacional de Subvenciones del Ministerio de Hacienda, los ayuntamientos españoles (con mucha mayor densidad en la región noreste), han publicado 41 convocatorias de subvenciones para pagar su propio IBI.

Éstos son los interfectos, con sus códigos de convocatoria (se anima a los lectores a buscar alguna en el citado portal):

Ayuntamiento Códigos BDNS
CONSTANTÍ 429286
VELILLA DE SAN ANTONIO 429066
ELORRIO 425088
MANRESA 422294
CARREÑO 421774
SOPELA 421657
LLORET DE MAR 420406
CREVILLENT 420208
SANT ANDREU DE LA BARCA 417298
MOLLET DEL VALLÈS 412791; 412792; 412793; 412795
SABADELL 412503
POBLA DE VALLBONA, LA 412200
CASTELLANOS   MORISCOS 412175
BARBERÀ DEL VALLÈS 392749; 410890; 410891
BERMEO 410699
TORDERA 409053
LA BISBAL DEL PENEDÈS 407296
VILAFRANCA DEL PENEDÈS 407254; 407258
GUADALAJARA 406388
ALBALAT DELS SORELLS 405067
LENA 405057
VIDRERES 403673
PREMIÀ DE MAR 402764
POZUELO DE ALARCÓN 401162
ONTINYENT 400634
MONTCADA I REIXAC 394731
TORREMOLINOS 394194
ELCHE/ELX 394003
CORNELLÀ   LLOBREGAT 392839
FRANQUESES DEL VALLÈS, LES 392038
L’ESCALA 385324
ALGINET 381524; 384765
CALAFELL 381854
SANTPEDOR 380423

Pero estos fenómenos no se limitan al IBI. Se dan casos en el Impuesto sobre el Incremento del Valor de los Terrenos, en el Impuesto de Vehículos de Tracción Mecánica y hasta en las tasas de basuras.

Vamos a intentar desmenuzar este fenómeno en su vertiente jurídica y económica.

En España, en lo más hondo de la crisis económica reciente, surge una interesante burbuja en la que todo munícipe que se precie se cree llamado a redimir a la humanidad de la pobreza, real o fingida, que la aflige. Recordemos, a este respecto, la carrera que se produjo hace cuatro años entre los políticos de Madrid (de todo signo) por ver quién encontraba más miles de niños desnutridos en las calles. Y una de las medidas más originales que se les ocurre es la de dar subvenciones para pagar los propios impuestos. Qué bueno es el alcalde, que nos da dinero para pagarle el IBI.

Pero no es una medida general. Así en unos casos se dirigen a familias monoparentales, en otras a pensionistas y jubilados, a quienes pongan la vivienda en alquiler, a quien esté en situación de vulnerabilidad… pero igualmente podrían dirigirse “a los que vivan en un barrio que me votan” o “a los que no me votan”. Una poderosa herramienta en manos de los alcaldes, que consiguen así dos objetivos:

1) Ser los buenos, que dan subvenciones.

2) Mantener la presión fiscal aparente, con lo que no hay efectos negativos sobre la corresponsabilidad fiscal y su participación en los ingresos del Estado (esto debería se profundizado por expertos en financiación local).

Los elementos esenciales de un tributo son aquellos a través de los que se determina el importe de la cuota líquida, y el obligado a pagarla. La Ley Reguladora de las Haciendas Locales (Artículo 9.1) dice que “No podrán reconocerse otros beneficios fiscales en los tributos locales que los expresamente previstos en las normas con rango de ley o los derivados de la aplicación de los tratados internacionales”. Y el Tribunal Constitucional determinó (STC 37/1981 y STC 102/2005) que “si bien la reserva de ley en materia tributaria ha sido establecida por la Constitución de manera flexible, tal reserva cubre los criterios o principios con arreglo a los cuales se ha de regir la materia tributaria, y concretamente la creación ex novo del tributo y la determinación de los elementos esenciales o configuradores del mismo”.

Además, en el artículo 60 dice “El Impuesto sobre Bienes Inmuebles es un tributo directo de carácter real que grava el valor de los bienes inmuebles en los términos establecidos en esta ley”, fijando las bonificaciones obligatorias y potestativas, respectivamente en los artículos 73 y 74.

La Ley establece el rango de discrecionalidad que el ayuntamiento puede ejercer en sus propios tributos. Y ese rango se rompe mediante un mecanismo subvencional. En definitiva, una alteración de un elemento básico del tributo, para el cual no tiene competencia el Ayuntamiento (principio de reserva de ley).

Además, se transforma un tributo directo de carácter real en un tributo de naturaleza personal, considerando circunstancias personales (monoparentalidad, edad, etc.) para determinar la cuota tributaria.

El efecto jurídico real de estas subvenciones, lo determinó la STS 1979/2014:

“….partiendo del respeto a la autonomía local y a la posibilidad legal de que los Ayuntamientos apliquen en las Ordenanzas fiscales beneficios potestativos, éstos se fijarán con respeto a las previsiones legales del TRLHL y de la Ley General Tributaria (arts. 9.1 y 12.2TRLRHL), debiendo fijar las cuotas del IBI conforme a lo dispuesto legalmente (art. 15.2 TRLHL), lo que nos lleva a sentar que las reducciones que se realicen en las cuotas impositivas deberán regirse por las determinaciones legales (art. 71 TRLHL)”….”en lugar de utilizar el peculiar sistema de subvenciones, ajenas en su naturaleza jurídica y fines al ámbito fiscal…”

Entiende este economista, lego en materias jurídicas, que el TS dice que tales subvenciones son ilegales. Pese a ello, todos los años se convocan en 40 o 50 ayuntamientos.

Desde el punto de vista económico es una decisión absurda y aberrante, porque la acción público-administrativa no es gratis. Hay costes de exacción de impuestos, y hay costes de gestión de subvenciones. En definitiva, hay una absorción de recursos de las familias y las empresas, y una parte se retorna a las familias, pero disminuido por los costes de gestión.

Si de un municipio retiramos 100 vía impuestos, y gestionar esos impuestos nos cuesta 10, quedan 90. Si de esos 90 dedicamos 10 a subvencionar el pago de los 100 de impuestos, y gestionar esa subvención nos cuesta otros 10, hemos perdido entre ambas operaciones (exacción y subvención) 20. ¡Vaya negocio! Habría sido mucho más sensato reducir los impuestos con generalidad, y mantener muchos más recursos en poder del ciudadano consumidor.

Las cifras anteriores son imaginarias. Que cada uno ponga lo que quiera. No sabemos lo que le cuesta a un ayuntamiento recaudar el IBI, ni sabemos lo que cuesta en ninguna administración gestionar subvenciones. La contabilidad analítica pública no lo informa. De hecho, no podemos ni saber con certeza cuánto dinero del contribuyente se va en subvenciones en España. La contabilidad pública no está diseñada para ello (o al menos el que suscribe es incapaz de encontrarlo).

Alguna aproximación nos da el monto total de subvenciones que informa la Base de Datos Nacional de Subvenciones, que es de 15.800.000.000€ en el año 2018. ¿Cuánto cuesta gestionar esto?

Y un último efecto, indirecto (y no buscado por nuestros alcaldes): estas subvenciones, aumentan la recaudación de la AEAT. Todas las subvenciones (las ilegales también) son tributables, salvo las contenidas en el artículo 7 de la Ley del IRPF y 2 del Reglamento.

El fenómeno de las puertas giratorias en la agenda política: ni está, ni se le espera

Hace dos años presentamos el Estudio de la Fundación Hay Derecho sobre las Puertas Giratorias en la Administración General Del Estado y el papel de la Oficina de Conflictos de Intereses. Pensamos que la fragmentación parlamentaria que existía en esa época en el Congreso y que de hecho perdura en la actualidad, era una buena oportunidad para acometer una reforma en profundidad de la regulación de las puertas giratorias.

Dos años después, ni el gobierno de Rajoy ni el de Sánchez han tenido a bien introducir la reforma de la regulación de las puertas giratorias en la agenda gubernamental y es que PSOE como PP están cómodos con la regulación existente y con el papel que juega la Oficina de Conflictos de Intereses dentro del marco normativo actual. Sus respectivos socios de Gobierno no han sido capaces de sacarles de esa “zona de confort”.

En estas últimas semanas, el fenómeno de las puertas giratorias ha vuelto a aparecer con más intensidad de la habitual en diferentes medios de comunicación. Si bien es cierto que, tal y como indicábamos en nuestro informe, el foco mediático de las puertas giratorias se centra siempre en un aspecto específico de las mismas: las incorporaciones de ex altos cargos al sector privado durante los dos años posteriores a sus ceses.

En concreto, la ley 3/2015, de 30 de marzo, reguladora del ejercicio del alto cargo de la Administración General del Estado, establece un periodo de enfriamiento de 2 años (en inglés cooling off period) en el que los ex altos cargos no pueden prestar servicios en entidades privadas que hayan resultado afectadas por decisiones en las que hayan participado. Por este motivo, no pueden iniciar una actividad profesional (remunerada o no) sin consultar previamente a la Oficina de Conflictos de Intereses (en adelante OCI) y obtener su autorización.

Resumimos a continuación cómo es el proceso que sigue la OCI cuando los ex altos cargos le solicitan autorización para el inicio de una actividad profesional durante los dos años posteriores a su cese:

  • El ex alto cargo envía a la OCI una declaración de inicio de actividad.
  • La OCI concede la autorización directa (no se valora la posibilidad de un conflicto de intereses) en estos casos: reingreso en la función pública, inicio de actividad en empresa de nueva creación e incorporación a un organismo internacional.
  • En el resto de casos, la OCI solicita un informe de compatibilidad a la entidad u organismo donde el ex alto cargo desempeñó su función. Lo habitual es que la OCI resuelva el expediente siguiendo el criterio de ese informe.

Viendo este procedimiento, del que tenemos constancia gracias a una fiscalización realizada por el Tribunal de Cuentas, no llama demasiado la atención una de las conclusiones a la que llegamos en nuestro estudio: hasta octubre de 2016, la OCI había concedido un total de 377 a 199 ex altos cargos (en diferentes ocasiones concede varias autorizaciones a un mismo ex alto cargo) frente a tan solo 6 denegaciones de inicio de actividad. Es decir, solo deniegan el 1,6% de las solicitudes que reciben.

Pero no se piensen que desde octubre de 2016 a la actualidad la foto ha cambiado sustancialmente. Basta con introducir en Google “Oficina de Conflicto de Intereses”, pinchar en la sección Noticias y nos saltan diferentes nombres de ex altos cargos públicos que han sido autorizados recientemente por la OCI para el desempeño de una actividad en el ámbito privado: Jaime García Legaz (ex presidente de Aena y ex secretario de estado de Comercio), Agustín Conde (Ex secretario de estado de Defensa), Miguel Ferre (ex secretario de estado de Hacienda) y el que quizás mayor repercusión ha tenido: el de la ex vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y su sonado fichaje por el bufete de abogados Cuatrecasas.

Pero en esta ocasión no haría falta ni siquiera acudir a Google, porque tenemos todos los datos actualizados gracias a una reciente investigación publicada por el diario.es: la OCI ha concedido hasta la fecha 525 autorizaciones a 295 ex altos cargos, frente a 11 denegaciones (que siguen suponiendo un mísero 2,1% sobre el total de solicitudes que ha recibido la OCI). Además sigue produciéndose un fenómeno que señalábamos en nuestro informe: hay ex altos cargos que “acumulan” más de una autorización para el desempeño de una actividad. Por ejemplo, recientemente destacan el anteriormente citado Jaime García Legaz con 5 autorizaciones y el exministro Catalá con 4.

Los factores que explican mejor esta aparente “benevolencia” de la OCI en sus análisis sobre la existencia de posibles conflictos de intereses cuando los ex altos cargos solicitan el inicio de una actividad profesional tras su cese, son dos principalmente: su falta de independencia, ya que la OCI está adscrita al Ministerio de Política Territorial y Función Pública (y en anteriores legislaturas al Ministerio de Hacienda) y la escasez de medios con que cuenta para realizar sus funciones, que se plasma por ejemplo en que no realiza labores propias de investigación, lo que implica que da directamente por buenas las declaraciones que le remiten los ex altos cargos. Este punto no solo lo decimos desde la Fundación, también “afloró” en la fiscalización que realizó el Tribunal de Cuentas sobre el funcionamiento de la OCI.

Recordemos además que todo esto se circunscribe a los dos años posteriores al cese de los altos cargos, porque pasado ese periodo, pueden desempeñar la actividad profesional que estimen oportuna sin necesidad de ningún tipo de autorización por parte de la OCI.

No se puede obviar que si por ley se establece un periodo de enfriamiento (de 2 años en el caso español), lo que se persigue es limitar el inicio de una actividad profesional durante ese periodo de tiempo. Pero en la práctica, si la Oficina de Conflictos de Intereses autoriza el 98% de las solicitudes que recibe, la medida legislativa se convierte en una medida meramente estética y desde luego nada efectiva para luchar contra los conflictos de intereses.

Y recordando a Francisco Umbral y su “he venido a hablar de mi libro” de hace ya 26 años, finalizamos el post recordando el decálogo de la Fundación Hay Derecho para una gestión eficaz y eficiente de los conflictos de intereses, por si el próximo Gobierno que se forme tras las elecciones del 28 de abril se anima a modificar la regulación de las puertas giratorias (nosotros por insistir que no quede desde luego):

  1. Adoptar un enfoque integral: hacia un marco de integridad del sector público.
  2. Crear la Oficina de Integridad Pública, adscrita al Congreso de los Diputados.
  3. Extender la regulación de conflictos de intereses más allá de los altos cargos.
  4. Extender la obligación de declaración de actividades de los cargos públicos (de 2 a 5 años e incluyendo al cónyuge).
  5. Limitar las compensaciones por abandono del cargo: solo en caso de cese (no dimisión), si no ostenta condición de funcionario y si la autoridad competente le ha denegado el inicio de una actividad.
  6. Adaptar el periodo de enfriamiento en función del cargo: las funciones y responsabilidades de los más de 600 altos cargos que hay actualmente en el AGE son muy dispares.
  7. Establecer mecanismos efectivos de seguimiento y control (publicar una ley en el BOE no garantiza su cumplimiento).
  8. Establecimiento de un régimen sancionador adecuado: la Oficina de Integridad debe de ser la competente para tramitar los expedientes sancionadores y para imponer las sanciones.
  9. Incremento de la transparencia.
  10. Implantar un código ético y de conducta para los cargos de la AGE e impulsar políticas de buen gobierno corporativo en empresas.