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Con flores a María: ¿expresión artística o blasfemia?

La obra Con Flores a María, incluida en la exposición Maculadas sin remedio, que se exhibe en la Diputación de Córdoba en un proyecto que pretende la “reivindicación de la feminidad más profunda” (ver noticia), ha sido objeto de polémica. No es de extrañar: se trata de un autorretrato donde la autora aparece tocándose los genitales al tiempo que evoca una Inmaculada de Murillo. El Partido Popular, Vox y Ciudadanos han criticado esta exhibición, llegando el primero a anunciar que lo denunciará ante la Fiscalía, mientras que representantes del PSOE y de IU la han defendido como expresión artística. Para colmo, un espontáneo se ha tomado la Justicia por su mano y ha rajado la obra.

No se trata de valorar aquí la calidad o mediocridad artística de la obra, ni tampoco el mejor o peor gusto de la misma –aunque personalmente me inclino por lo segundo-, sino de enjuiciar desde el prisma jurídico-constitucional si ésta está amparada por la libertad de expresión artística o si nos encontramos ante una ofensa a bienes y valores que merecen también protección constitucional y por ende estaría justificada su sanción.

A pesar de la dificultad de definir aquello que es arte en abstracto, desde la perspectiva jurídica lo que sí que parece claro es que en la elaboración y exhibición de este cuadro su autora está ejerciendo su libertad de expresión artística. Es doctrina reiterada del Tribunal Europeo declarar que la libertad de expresión “constituye uno de los fundamentos de una sociedad democrática y una de las condiciones esenciales para su progreso y la realización personal del individuo”, por lo que su protección se extiende no sólo “a la ‘información’ o a las ‘ideas’ positivamente recibidas o contempladas como inofensivas o irrelevantes, sino también a aquellas que ofenden, escandalizan o molestan. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una ‘sociedad democrática’“ (Handyside v. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976). Aún más, cuando se entrelaza arte y sátira, el Tribunal ha sostenido que en la medida que el objeto de ésta es “deformar la realidad”, con la intención de “provocar y agitar”, cualquier restricción a las mismas debe examinarse con particular atención (Alves da Silva c. Portugal, de 20 de octubre de 2009; y, en sentido similar, Vereinigung Bildender Kunstler c. Austria, de 25 de enero de 2007). Además, a diferencia del insulto –que no estaría protegido por la libertad de expresión-, la vulgaridad en sí o el mal gusto no son determinantes para justificar un límite a la libertad (Tuşalp c. Turquía, de 21 de febrero de 2012). Doctrina que, por su parte, también ha recogido nuestro Tribunal Constitucional.

Sin embargo, ninguna libertad es absoluta –tampoco la libertad de expresión–, y en particular cuando nos encontramos con casos de mensajes que vilipendian la integridad moral de una sociedad los Estados, incluso los liberal-democráticos, tienden a establecer límites. En el caso en cuestión, la obra es a un tiempo obscena y sacrílega, reuniendo así los dos elementos que, como explica el profesor Víctor Vázquez, han obsesionado tanto al “yo creador”, al artista que se ha erigido como “profanador o violador natural del tabú de las sociedades modernas”, pero también al Estado (Artistas abyectos y discurso del odio). Tanto es así que, aunque los ordenamientos democráticos modernos deberían inclinarse por dar protección a bienes jurídicos de la persona como son el honor o la intimidad, mientras que tendrían que ir desapareciendo aquellas normas que limitan la libertad de expresión para tutelar bienes supra-individuales como el prestigio de las Instituciones, la integridad de la Nación o de los dogmas de una Religión, lo cierto es que todavía quedan importantes residuos de estos últimos. En nuestro país es el caso, por ejemplo, de los delitos de injurias a la Corona (arts. 490.3 y 491 Cp.) o a las Cámaras parlamentarias (art. 496 Cp.), el de ultrajes a España (art. 543 Cp.) o, en lo que más interesa ahora, el delito de escarnio a los sentimientos religiosos (art. 525 Cp.), que con el Código penal de 1995 ya avanzó en su “democratización” al situarse el objeto de tutela no en la Religión y sus dogmas, sino en los sentimientos de los creyentes (y no creyentes).

Y es que a este respecto conviene distinguir tres posibles conductas ofensivas que merecen distinto tratamiento. Una cosa es que el ordenamiento dé tutela frente a quienes hagan escarnio de una Religión, como defensa abstracta de sus dogmas, algo en principio incompatible con cualquier orden liberal-democrático que pretenda salvaguardar la libertad de expresión. Otra cosa es castigar aquellos discursos que supongan una provocación al odio por motivos religiosos, cuando se dé un peligro de que se cometan actos violentos o discriminatorios contra un grupo social, lo cual en principio quedaría fuera del ámbito de la libertad de expresión. Y otra vía es dar protección a los sentimientos religiosos de las personas ante supuestos de escarnio o burla de sus creencias o ritos, lo cual puede llegar a justificar un límite a la libertad de expresión aunque habrá que valorar en concreto la justificación del mismo, su necesidad y proporcionalidad. En este sentido pueden leerse la Declaración conjunta suscrita el 9 de diciembre de 2008 por el Relator Especial de la ONU sobre Libertad de Opinión y Expresión y otros, y el Comentario General no 34, del Comité de Derechos Humanos de la ONU al artículo 19, de 12 de septiembre de 2011, que ha reconocido que “prohibir las demostraciones de falta de respeto a una religión u otro sistema de creencias, incluidas las leyes sobre la blasfemia, es incompatible con el Pacto, excepto en las circunstancias previstas explícitamente en el párrafo 2 de su artículo 20″.

A este respecto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado que por muy amplia que sea la libertad de expresión puede ser necesario limitar la misma cuando nos encontramos con expresiones que puedan herir gratuitamente los sentimientos religiosos de las personas y, en consecuencia, ha venido siendo muy generoso con los Estados miembros a los que ha otorgado un amplio margen de apreciación y no los ha condenado en asuntos en los que habían impuesto restricciones a la libertad de expresión artística en aras de tutelar sentimientos religiosos de su población (en especial, Müler c. Suiza, 24 de mayo de 1988; Otto-Preminger-Institut c. Austria, de 20 de septiembre de 1994; Wingrove c. Reino Unido, de 25 de noviembre de 1996; y I.A. c. Turquía, de 13 de septiembre de 2005). Sin embargo, es cierto que más recientemente ha resuelto otros asuntos en los que el Tribunal ha estimado que determinadas restricciones que afectaban a cuestiones relacionadas con hechos religiosos habían violado el Convenio, aunque sólo remotamente se trataba de ofensas a sentimientos religiosos de un sector de la población (donde esta afectación es más directa es en Aydin Tatlav c. Turquía, de 2 de mayo de 2006, pero también pueden verse Paturel c. Francia, de 22 de diciembre de 2005; Giniewski c. Francia, de 31 de enero de 2006; Klein c. Eslovaquia, de 31 de octubre de 2006; y Mariya Alekhina y otras c. Rusia, de 17 de junio de 2018, en las que se añaden otros elementos a la ponderación final).

Por mi parte, no puedo hacer otra cosa que compartir la conclusión del profesor Víctor Vázquez: “No puede obviarse, a este respecto, que si aceptamos que la especial sensibilidad de ciertas personas con respecto a los dogmas de su fe es óbice para impermeabilizar jurídicamente estas doctrinas frente a cualquier juicio de valor crítico, estaríamos vaciando de contenido el derecho a la libertad de expresión en este ámbito y, con ello, parte del propio valor emancipador de este derecho. Y es que de los dogmas de fe, de las religiones, en definitiva, se derivan también pautas morales que inciden en la vida social, y que como tales no pueden permanecer al margen de la de la crítica. En este sentido, la irreverencia artística contra la religión no hace sino poner de manifiesto una de las características de una sociedad abierta, que es la de que todo dogma puede considerarse falible en el ámbito de la esfera pública.” (Artistas abyectos y discurso del odio). Es por ello que, a mi entender, debemos avanzar en la abrogación del delito de escarnio a los sentimientos religiosos y deberíamos considerar que un supuesto como el del cuadro de Con flores a María está amparado por la libertad artística.

Ahora bien, para concluir, creo que casos como el aquí comentado nos ofrecen la oportunidad de abrir un necesario debate social sobre los ideales de tolerancia y de respeto en una sociedad abierta. Algo que me lleva a reivindicar la importancia de ser respetuosos en el ejercicio de nuestras libertades para no ofender a quienes piensan distinto a nosotros, del mismo modo que no podemos ser hipersensibles ante las manifestaciones de otros. Quien ejerce la libertad de expresión debe esforzarse por no abusar de la tolerancia propia de una sociedad abierta, pero quienes admitimos el pluralismo debemos asumir que en la esfera pública habrá mensajes que nos desagraden. De igual manera, ante los “excesos” de algunos debemos ponderar la adecuada forma de reprocharlos. La sanción jurídica deberá quedar sólo para los supuestos más graves, precisamente porque ese es el sentido de reconocer la libertad de expresión, y quizá la indiferencia ante el abyecto o el provocador sea la mejor respuesta; otras veces habrá que elevar una crítica social o se pueden adoptar otras políticas públicas para dar voz a los colectivos más vulnerables; e incluso llegado el caso pueden ser legítimas ciertas formas de boicot social (por ejemplo, una campaña para que la gente no vaya a ver una película que resulte ofensiva). Lo que no puede nunca justificarse es la violencia como respuesta. El caso más extremo lo vimos con los ataques terroristas contra Charlie Hebdo, pero también ahora cuando alguien se ha lanzado a romper el cuadro de Con Flores a María. El equilibrio es difícil y de ahí la importancia de esta reflexión.