Entradas

Pros y contras de la reforma audiovisual que se avecina

En fechas recientes ha concluido el trámite de audiencia e información públicas en que se encontraba el Anteproyecto de Ley General de Comunicación Audiovisual. La finalización de este procedimiento consultivo es un formalismo que se sustancia en la fase final de una elaboración normativa y que, por lo tanto, deja expedita la aprobación de la Ley.

Por lo tanto, la aprobación de la nueva Ley audiovisual es una realidad más cercana que lejana, pues el legislador español debe cumplir el mandato contenido en la Directiva de Servicios de Comunicación Audiovisual (Directiva UE 2018/1088), que fijaba como fecha tope para su transposición el 19 de septiembre del corriente.

¿Qué novedades traerá la nueva norma? ¿Cuáles son sus aspectos más relevantes? En este post, me propongo hacer un repaso a las modificaciones más sobresalientes del Anteproyecto, así como un breve comentario de sus aspectos más polémicos.

En líneas generales, el Anteproyecto -planteado en torno a diez títulos y con un articulado de 164 preceptos-, recoge los criterios impuestos por Bruselas. Cabe recordar que una Directiva es un instrumento finalista, es decir, de resultados. Se trata de un instrumento flexible, que los respectivos Estados Miembros deben incorporar a sus ordenamientos internos, modulando en clave más o menos restrictiva dentro de unos parámetros mínimos fijados en la Directiva.

Sin duda alguna, del análisis del Anteproyecto se desprende un intervencionismo hasta ahora nunca visto en este sector normativo. Esta actitud a que me refiero se recoge en su Título de cierre -que contiene un régimen sancionador exorbitante– al que me referiré más adelante.

Puede afirmarse que, a priori, la norma recoge el objetivo principal del legislador europeo: hacer extensivas las obligaciones a todos los operadores sin distinción. Así, con la promulgación de la Directiva, Bruselas armoniza y adapta la regulación a un sector en el que han entrado nuevos players.

En efecto, a los radiodifusores tradicionales (aquéllos que emiten contenidos lineales en abierto -TVE o Atresmedia, por ejemplo), hay que sumar las plataformas OTTs (Netflix y HBO, por ejemplo) y otros gigantes digitales (como Amazon Prime, Spotify y YouTube, entre otros).

El ecosistema audiovisual actual está conformado, como puede comprobarse, por actores que ofrecen servicios audiovisuales a través de tecnologías diversas. En este contexto, urgía una nueva regulación que reflejara unas normas de convivencia justas y no discriminatorias, pues la entrada de los nuevos players ha dinamitado las reglas de juego que hasta ahora normaban el sector audiovisual.

La transposición de la Directiva, que se hará efectiva con la aprobación de la Ley de Comunicación Audiovisual, supone poner el contador a cero y, en cierto modo, de dar por finalizada una asimetría carente de sentido, pues hasta la promulgación del Texto europeo se había dado producido una uberización de facto.

En efecto, sujetos a regulaciones más laxas, los nuevos players digitales han soslayado obligaciones inherentes a los radiodifusores tradicionales (entre otras, los altos costes del múltiplex derivados de las sucesivas mudanzas del espectro o la de destinar parte de su facturación a la promoción de obras europeas).

Por lo tanto, es bienvenida una nueva regulación que ponga punto y final a esta asimetría. Ahora bien, ¿cumple este propósito la nueva norma? De momento, el borrador establece que los prestadores de servicios de comunicación audiovisual deben disponer de un porcentaje de, al menos, el 30% de obras europeas en sus catálogos y garantizar la prominencia de dichas obras.

La normativa europea contiene un punto que es clave: el artículo 13.2, que establece que: “cuando los Estados miembros exijan a los prestadores de servicios de comunicación sujetos a su jurisdicción una contribución financiera a la producción de obras europeas, en particular mediante inversiones directas en contenidos y aportaciones a fondos nacionales, podrán asimismo exigir a los prestadores de servicios de comunicación dirigidos a audiencias situadas en sus territorios pero establecidos en otros Estados miembros que realicen dichas contribuciones, […]”.

Sin embargo, el Anteproyecto recoge este punto crítico en el artículo 108, con el siguiente tenor: “los prestadores del servicio de comunicación audiovisual televisivo que ofrezcan sus servicios en España contribuirán al reflejo de la diversidad cultural y garantizarán unos niveles suficientes de inversión y distribución de las obras audiovisuales europeas en los términos previstos en este Capítulo”.

Como puede comprobarse, se trata de una dicción ambigua. ¿Qué debe entenderse por aquellos prestadores “que ofrezcan sus servicios en España”? A mi juicio, todos aquéllos que emitan comunicaciones audiovisuales, aunque no estén radicados en territorio español, pero tal y como aparece recogido en el Anteproyecto es defendible que no sea así, por lo que es necesaria una redacción más clara.

También, porque no aclara si la promoción de obras europeas se refiere únicamente a películas o si esta obligación puede satisfacerse invirtiendo en series europeas. Pero no lo hace de momento. No tengo duda que el Texto final gozará a este respecto de mayor claridad, dada la concentración de intereses que esta industria concita. De hecho, ambas obligaciones son exigibles desde que la Directiva europea entró en vigor (¡es sorprendente, en virtud del principio de eficacia directa que tienen las directivas, que aún no se haya hecho!).

Por lo tanto, de lo expuesto hasta aquí, puede afirmarse que la Ley da cumplimiento al mandato europeo de acabar con la asimetría jurídica y económica en que se hallaba sumido el sector. Ahora bien, ello dependerá en buena medida de la ejecutividad de la norma. Y retomo en este punto la cuestión del régimen sancionador, que se despliega en torno a cincuenta y una sanciones, que se gradúan desde muy graves a leves.

En concreto, uno de los preceptos que más interrogantes me genera es el que regula las sanciones muy graves (artículo 155). En su apartado primero, prevé como sanción muy grave: “La emisión de contenidos audiovisuales que de forma manifiesta inciten a la violencia, a la comisión de un acto o delito de terrorismo o de pornografía infantil o de carácter racista y xenófobo, al odio o a la discriminación contra un grupo o miembros de un grupo por razón de sexo, raza, color, orígenes étnicos o sociales, características genéticas, lengua, religión o convicciones, opiniones políticas o de cualquier otro tipo, pertenencia a una minoría nacional, patrimonio, nacimiento, discapacidad, edad, orientación sexual o nacionalidad”.

Las eventuales conductas en que incurran los prestadores de servicios audiovisuales se encuentran en una horquilla económica estipulada en el artículo 158 del Anteproyecto (que va desde los 200.000 euros hasta el diez por ciento de la facturación, en función, precisamente, de sus resultados brutos de explotación).

De permanecer así la redacción de ambos preceptos, el régimen sancionador puede calificarse de excesivo. Pero, por encima de todo, lo que más me preocupa es que la actual redacción proyecta una intencionalidad de control sobre los contenidos. En línea con lo que acontece en otros sectores normativos, subyace un deseo de traspasar competencias que hasta ahora recaían en el poder judicial a otros organismos (en este caso concreto, a la CNMC).

Así lo anticipa, insisto, este Anteproyecto, que tiene virtudes (¡por fin se pone el contador a cero para todos los operadores!), lo que ahonda en seguridad jurídica, pero que trasluce un intervencionismo inquietante.