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El bucle de la universidad española

A pesar del cambio de leyes orgánicas, la última la Ley Orgánica 2/2023, de 22 de marzo, del Sistema Universitario – LOSU-, y de la aparición de nuevos reales decretos que cambian la regulación de los requisitos de los centros y títulos universitarios, del doctorado, del régimen de acreditación del profesorado, etc.; sigue sin afrontarse muchas de las grandes cuestiones pendientes del sistema universitario español: la gobernanza de las universidades públicas, su sistema de financiación, y el marco de competencia entre universidades públicas y privadas, entre otras.

La cuestión de la gobernanza de las universidades públicas españolas, básicamente de las reglas de elección del rector, decanos y directores de departamento, ha sido tratada en todos los últimos grandes informes y estudios realizados sobre la universidad española considerada globalmente. La inmensa mayoría de ellos han abogado por acabar – o al menos limitar en gran medida-, el sistema electoral o asambleario, y pasar a un modelo en el que el rector sea elegido directamente por un único y nuevo órgano de gobierno (resultado de la refundición de los actuales consejos de gobiernos y los consejos sociales), después de un proceso de selección abierto a todo el orbe, y no únicamente a los profesores de la universidad en cuestión. En este nuevo órgano de gobierno debería haber una fuerte representación de la sociedad que financia la universidad pública, y no solo de los propios académicos, debilitando con ello, en gran medida las inercias endogámicas actuales. Nótese, además, que ahora, después de la reforma que la LOSU ha traído en esta concreta cuestión, ni si quiera es necesario tener la condición de catedrático o profesor titular para poder acceder a la condición de rector.  Este forma de gobierno “corporativo” y asambleario, en el que la sociedad que financia la universidad apenas tiene palabra en la misma, viene siendo denunciada de modo elocuente por el actual presidente de la Conferencia de Consejos Sociales de las Universidades públicas españolas, Antonio Abril, quien además hace hincapié en que esta forma de gobernanza endogámica es la causa de muchos de los otros males de la universidad, entre ellos la lejanía de la universidad con la sociedad y las empresas de su entorno, así como de los bajos indicies de transferencia de innovación de la universidad a la empresa.

El declive de la financiación pública de la universidad española, no se va a paliar con el desiderátum – más bien brindis al sol- expresado en la LOSU de llegar al 1% del PIB, y más como está de disparada la deuda pública española, y la UE anunciando que se ya acabo la fiesta, y que hay que empezar a ajustarse los cinturones. Este objetivo de llegar al 1% del PIB de la financiación pública del sistema universitario, lo establece una norma del estado como en la LOSU, pero va dirigido a las CCAA que son las que financian las universidades de su territorio. En definitiva, el famoso: “yo invito y tu pagas”. El índice de inversión pública en la Universidad lleva muchos años estancado en el 0,8%. Este decaimiento de financiación pública de la universidad española, en relación a otros países, se pone a la luz cada vez que el “public funding observatory” de la Asociación Europea de universidades  ( eua.eu) emite un informe, y aunque es cierto que la infrafinanciación de la universidad pública española no es achacable enteramente a la propia universidad, sino a quien decide en España  a dónde va el gasto público de CCAA y del Estado, no es menos cierto que de la universidad pública no demuestra ningún interés en que cambie el sistema de financiación, para que este sea más eficiente y competitivo, importando únicamente el aumento de las cantidades que se transfieren. Nada se reforma del sistema de financiación de nuestra universidad pública, que se sigue rigiendo mayoritariamente por criterios de cantidad y no de calidad; se financia más la oferta que se realiza, que la demanda que se genera; la partida fundamental de transferencia de las CCAA a las Universidad públicas de su región, se realiza en concepto de financiación estructural basal, y la financiación por objetivos representa algo muy minoritario. Ningún cambio en este sentido quiere las universidades, se atreven a plantear las CCAA, y regula el estado. Financiar sistemas altamente ineficientes es como intentar rellenar un pozo sin fondo.

Entretanto las universidades de titularidad privada españolas siguen creciendo; según el INE, en el curso 22-23, ya el 24% de los alumnos de nueva entrada en España optaron por una universidad privada, subiendo 2 puntos en relación con el curso anterior, y eso que las privadas tienen que competir con universidades cuyos precios alcanzaran como mucho un 10% del importe de los suyos. Y el sistema en lugar de reaccionar, intentando hace mejor y más competitiva a la universidad pública, parece que lo que quiere es detener el crecimiento de las privadas, y armas para eso ha dejado la LOSU y los decretos de centros y títulos universitarios que le antecedieron, a través del posible control de la oferta universitaria y de la admisión de alumnos; y todo ello a pesar de existir pronunciamientos judiciales en contra de alguna normativa autonómica anterior, que inició ese camino de restricción artificial de la competencia.

Lo cierto es que la regulación de las universidades de titularidad privada sigue dejando muchas cosas en el aire: ¿qué hace que en algunas CCAA (Baleares, Asturias, Castilla la Mancha y Extremadura) no exista ni siquiera una universidad privada?, ¿qué justificación tiene el que una parte del sector tenga acceso a abundante financiación pública, y la otra nada, cuando ambas tipos de universidades – de titularidad pública y privada – cumplen la misma misión, y son de la misma utilidad a la sociedad?, ¿se debería contemplar de modo distinto a las universidades privadas sin ánimo de lucro y a las que si lo tienen?, ¿se debería regular de modo especifico la llegada de fondos de inversión a las universidades privadas españolas?. En cualquier caso, tampoco es admisible es que a las universidades privadas se les trate como concertadas a los efectos de su desarrollo; o tienen financiación pública, o se les da más libertad para crecer, lo que no puede ser es tener las dos partes malas: no tener financiación pública, y además ser tratada como una “concertada” a la hora de desarrollarse, teniendo que – entre otras cosas- demostrar la existencia de un mercado potencial para seguir creciendo. El derecho europeo ha declarado que los servicios educativos financiados por las matrículas de los alumnos tienen la consideración de servicios de naturaleza económica, a los efectos de la aplicación de todo el bloque normativo que trata de flexibilizar las condiciones de prestación de los servicios, precisamente para promover la innovación y competencia.

Muy pocas referencias hacen los partidos políticos en sus programas electorales a la cuestión universitaria, y eso que la universidad tiene la alta misión de formación superior, la difusión de la cultura, y de ser el motor del desarrollo económico de su ámbito de influencia. No sabemos a qué espera la sociedad española, y sus dirigentes políticos, a afrontar de verdad una reforma valiente de nuestra universidad, en lugar de limitarse a parchear, evitar vías de aguas o hacer promesas ilusorias.

 

Declaraciones políticas de las Universidades, autonomía universitaria y derechos fundamentales

La garantía de libertad en la Universidad exige desterrar la absurda idea de que hay una libertad de la Universidad. Por el contrario, la autonomía de la Universidad (en ningún caso libertad, porque las Administraciones públicas no tienen libertades) es, simplemente, el medio para que, en el seno de la institución universitaria, se garantice la libertad de sus miembros, a fin de que puedan prestar y recibir adecuadamente el servicio público de enseñanza superior. Una libertad que se proyecta en un haz de derechos y libertades, como son la libertad ideológica, la libertad de expresión, la libertad de ciencia y de investigación, la libertad de creación o el derecho al estudio y a la educación. De hecho, cuando las Universidades han tratado de justificar su pretendida libertad para posicionarse sobre cuestiones políticas ajenas al ámbito de sus competencias, han acabado vulnerando los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria.

Esta ha sido la posición sostenida recientemente de forma contundente por nuestro Tribunal Supremo en su sentencia núm. 1536/2022, de 21 de noviembre de 2022 (Sala de lo Contencioso, Sección Cuarta, ponente Requero Ibáñez), que ha confirmado la nulidad del acuerdo de 21 de octubre de 2019 del Claustro de la Universitat de Barcelona (UB), celebrado en sesión extraordinaria, por el que se aprobó una resolución contra la conocida como “sentencia del procés” con el título de “Manifiesto conjunto de las Universidades catalanas de rechazo de las condenas de los presos políticos catalanes y a la judicialización de la política”.

Vale la pena detenerse en el contenido del citado Manifiesto para comprender su alcance y posibles implicaciones sobre los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria. El texto de la resolución aprobada se autocalificaba como “texto de protesta y de llamada a la movilización pacífica, cívica y democrática” ante la excepcional gravedad de “la situación creada a raíz de la sentencia [del procés]” en la que “los poderes del Estado han forzado el ordenamiento jurídico”, por lo que “lo que está amenazado no es solo el soberanismo catalán” sino “la integridad de las libertades y derechos fundamentales”. En consecuencia, declaraba que “no hay margen para el silencio de la institución universitaria ante la situación actual de represión y la erosión de las libertades y los derechos civiles”, exigiendo “la inmediata puesta en libertad de las personas injustamente condenadas o en prisión provisional y el sobreseimiento de todos los procesos penales en curso relacionados, y el retorno de las personas exiliadas”.

Tras su aprobación, diversos miembros de la UB (entre ellos, un miembro del Claustro) decidieron recurrir el acuerdo ante la jurisdicción contencioso-administrativa. Entendían que cuestiones ideológico-políticas como las señaladas no podían ser objeto de discusión en un órgano de gobierno y representación universitario, por situarse claramente extra muros de la competencia de una Universidad pública. Y que esta, en tanto que Administración pública, debía someterse a los principios de vinculación positiva al ordenamiento y de neutralidad ideológica. Al no hacerlo y aprobar una resolución con el contenido antes reproducido, la Universidad identificaba a todos sus miembros con una determinada posición ideológica y partidista y, con ello, vulneraba sus derechos a la libertad ideológica (artículo 16 CE), de expresión (artículo 20.1.a CE) y a la educación (artículo 27 CE).

Precisamente por entender que estaban en juego derechos fundamentales, los recurrentes optaron por el procedimiento para la protección de los derechos fundamentales de la persona (artículo 114 y ss. LJCA), lo que dio lugar a un pronunciamiento relativamente rápido por parte del Juzgado de lo Contencioso núm. 3 de Barcelona. Esta primera sentencia (núm. 137/2020) estimó íntegramente el recurso presentado, declarando nula la resolución del Claustro por vulnerar los mencionados derechos fundamentales y condenando a la UB en costas por “no presentar el caso serias dudas de hecho o de derecho”. Pese a la contundencia de este pronunciamiento, la UB apeló ante el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, quien de nuevo confirmó la vulneración de derechos fundamentales, desestimando el recurso mediante su sentencia núm. 3028/2021.

Ante esta segunda desestimación, la UB interpuso recurso de casación, pues rechazaba que se hubieran vulnerado los derechos fundamentales de los recurrentes. Por un lado, entendía que el manifiesto era una mera opinión de la mayoría del Claustro que no imponía obligación alguna a sus miembros ni al resto de la comunidad universitaria en él representada. Por otro lado, consideraba que el Claustro de una Universidad pública puede pronunciarse sobre temas de trascendencia social, universitaria y de interés general al amparo de su derecho a la autonomía universitaria, lo que además constituía, en su opinión, una práctica constante y expresión de la Universidad como instancia de libre debate intelectual. El Tribunal Supremo admitió el recurso al entender que concurría interés casacional objetivo para la formación de jurisprudencia.

El punto de partida del TS en su sentencia 1536/2022, que recoge la esencia de las dos sentencias previas, es que las Universidades públicas, en tanto que Administraciones públicas (“administraciones públicas institucionales” es la expresión utilizada por el TS), no son sujeto activo sino pasivo de las libertades ideológica y de expresión. Ello significa, en última instancia, que como poder público son garantes del ejercicio de tales libertades por parte de los individuos, pero no titulares de ellas. Por ello les incumbe, por un lado, la obligación de no interferir en la esfera de libertad individual (vertiente negativa de los derechos fundamentales) y, por el otro, la obligación de tutelar y proteger aquella esfera de intromisiones e injerencias ilegítimas, procurando los medios y las vías necesarias para hacer realidad las libertades y derechos de los individuos (vertiente positiva de los derechos fundamentales).

Cuanto se acaba de indicar constituye una afirmación tan básica desde la perspectiva de la arquitectura del Estado de Derecho que la UB no llegó nunca a discutirla abiertamente, prefiriendo basar su oposición en su autonomía universitaria, en virtud de la cual se consideraba legitimada para debatir asuntos de relevancia social o política y adoptar acuerdos al respecto. El planteamiento de la UB anteponía un pretendido derecho fundamental del poder público a los derechos individuales de los ciudadanos, olvidando que si se le ha reconocido aquel (el derecho a la autonomía universitaria) lo ha sido únicamente como medio para la garantía y consecución de estos, dado el carácter vicarial de toda Administración pública.

Es importante reiterar esta idea, en la que el TS se detiene pormenorizadamente: el reconocimiento de la autonomía universitaria como derecho fundamental (artículo 27.10 CE) lo es, únicamente, como un medio que se otorga a las Universidades para que estas puedan desarrollar sus funciones, lo que se concreta en una serie de potestades y competencias que la ley les otorga a tal fin. En efecto, esta autonomía universitaria constitucionalmente garantizada ha de permitir que las Universidades cumplan con su función, que no es otra que la de prestar el servicio público de educación superior, siendo preciso, para ello, que “la Universidad sea un lugar de libre debate sobre cuestiones académicas o científicas; también de aquellas otras de relevancia social o, incluso, con la forma o formato adecuado, hasta de debate político, todo lo cual es admisible y deseable si se ejerce desde la lealtad institucional, esto es, a sus fines” (FJ 3.8 6º). Pero este libre debate no se garantiza cuando “un órgano de gobierno adopta acuerdos presentados como la voluntad de la Universidad, tomando formalmente partido en cuestiones que dividen a la sociedad, que son de relevancia política o ideológica ajenas a los fines de la Universidad”. Precisamente porque la autonomía universitaria debe garantizar que la Universidad sea un lugar de libre debate, la Universidad debe abstenerse de posicionarse política e ideológicamente. Dicho en otras palabras: el libre debate en la Universidad excluye la (mal llamada) libertad de la Universidad para posicionarse y tomar partido.

La sentencia del Tribunal Supremo niega, así, que entre las funciones del Claustro se encuentre la de pronunciarse sobre cuestiones políticas. Idea en la que también incidió expresamente la ejemplar sentencia de primera instancia, señalando que las Universidades públicas no tienen como función “la articulación de la participación y de la representación política” (FJ 5), lo que determinaba la existencia de un vicio de manifiesta incompetencia en la adopción del acuerdo. Si, además, esta actuación ultra vires consiste en adoptar una visión ideológica o política partidista, en materias que dividen a la ciudadanía, entonces esa actuación también vulnera el principio de neutralidad ideológica, cuyo anclaje constitucional encuentra apoyo en el más genérico principio de objetividad del artículo 103 CE. Las Administraciones públicas, y entre ellas las Universidades públicas, “sirven con objetividad los intereses generales”, lo que excluye que puedan expresar como propia una determinada posición política o partidista mediante una resolución que aspire a ser la voluntad de la institución; tampoco, por cierto, a través de banderas no oficiales o de símbolos partidistas de cualquier tipo. Un deber de neutralidad que, lógicamente, no rige solo -como a veces se ha querido sostener absurdamente- durante los periodos de campaña electoral, sino siempre que actúa el poder público, tal y como recalca la sentencia del TS (FJ 3.8 3º).

Por todo lo dicho, el Tribunal Supremo confirmó que la resolución de la UB, al exceder las competencias propias de las Universidades públicas y vulnerar el principio de neutralidad, conllevó irremediablemente una vulneración de la libertad ideológica y de expresión de todos los integrantes de la comunidad universitaria, a los que se impuso como propia una determinada posición ideológica y se les comprometió políticamente. Este encuadramiento ideológico-político obligatorio de los miembros de la comunidad universitaria, a través del posicionamiento del Claustro, dificultó el desarrollo integral de alumnos y profesores, lo que, a su vez, afectó al derecho a la educación y, quizás, también a la libertad de cátedra (FJ 3.8. 4º y 5º).

Nuestro legislador debiera leer con atención este pronunciamiento antes de la aprobación definitiva de la proyectada Ley Orgánica del Sistema Universitario. El pasado 19 de diciembre, el Congreso de los Diputados aprobó el Informe de la Ponencia del Proyecto de Ley, cuyo artículo 45.2 (Claustro universitario) se ha visto modificado como resultado de una enmienda transaccional del grupo socialista y del grupo confederal de Unidas Podemos-En comú Podem-Galicia en común, a petición de ERC, Junts y Bildu. En concreto, a las ya previstas funciones del Claustro se añade una letra g) consistente en “analizar y debatir otras temáticas de especial trascendencia”. A nadie escapa que esta modificación legislativa pretende sortear la jurisprudencia del TS; de hecho, así lo han dicho públicamente sus promotores en el debate parlamentario. Parece que estamos, de nuevo, ante otro ejemplo de esa práctica consistente en modificar una norma con el único y declarado objetivo de evitar el cumplimiento de decisiones judiciales.

Sin embargo, la incorporación de esta nueva función de los Claustros universitarios debe reputarse inconstitucional, pues limita de forma injustificada y desproporcionada los derechos fundamentales de los miembros de la comunidad universitaria. La autonomía universitaria del artículo 27 CE no ampara limitaciones de este tipo a la libertad ideológica o de expresión de los miembros de la comunidad universitaria para garantizar una pretendida libertad de expresión de la que las Universidades carecen. De hecho, en esta dirección apunta la propia sentencia del TS cuando, de modo premonitorio, afirma que cualquier actuación de las Universidades, también aquellas realizadas en el ejercicio de sus competencias y potestades, debe hacerse siempre “con respeto al principio de neutralidad y sin imponer a la comunidad universitaria una opción política o ideológica” (FJ 4.4).