Indignación entre los funcionarios locales
Este artículo es una reproducción de una tribuna en El Mundo.
De forma taimada, en medio del barullo propio de la ley de Presupuestos, boca omnívora capaz de deglutir todo tipo de alimentos, ha empezado a diluirse la exigencia de habilitación nacional para la selección de los secretarios, interventores y tesoreros en la Administración local. En efecto, la disposición final primera de la ley 22/2021 acoge una enmienda propuesta por el Partido Nacionalista Vasco que inviste a la Comunidad autónoma donde gobierna con las facultades de selección, provisión y nombramiento de los funcionarios que tienen atribuidas las delicadas tareas del asesoramiento legal y fe pública, así como el control y la fiscalización de la gestión económico-financiera y presupuestaria, la contabilidad, tesorería y recaudación. Estamos hablando pues de los funcionarios más importantes de nuestros Ayuntamientos y Diputaciones.
El lector no familiarizado con estos asuntos debe saber que en España se introdujo su selección por el Estado hace un siglo. ¿Por qué? Las razones hay que buscarlas en la historia pues esta nos enseña que la evolución de la función pública local es pariente cercana del caciquismo. El régimen liberal intentó algunos avances, sobre todo en orden a la exigencia de capacitación técnica de estos servidores públicos, pero nada sustancial se alteró y ello por una razón fundamental: el secretario municipal era una pieza más, la más humilde pero no por ello la menos importante, de la estructura caciquil de la España de la época sobre la que tantas páginas escribirían los regeneracionistas proponiendo cambios de fondo en la vida municipal (Costa, Moret, Canalejas, Azcárate, Adolfo Posada, Maura por supuesto con su reforma nonata). Y es que el secretario local jugaba un papel destacado en el falseamiento electoral -como lo había jugado en parte en el proceso desamortizador- y en los mil amaños que exigían la constitución de las mesas, la selección de sus miembros, en fin, la celebración misma de las elecciones.
Formaba parte pues del sistema de la Restauración mantener una función pública local férreamente controlada por los políticos. Los secretarios municipales, por su parte, clamaban por verse libres de lo que juzgaban “el pernicioso influjo de la política” lo que no conseguirán fácilmente porque la realidad era que el poder hacía con ellos lo que les petaba, a pesar de algunos aspavientos legislativos. Y de ello hay elocuentes testimonios en los escritores, insuperables notarios de su tiempo: Pérez Galdós, Pardo Bazán, Clarín y, antes, Mesonero, Antonio Flores; hasta en la zarzuela los secretarios son personajes fustigados, como ocurre en “El Caserío” de Guridi, estrenada ya en este siglo.
Los gobernantes de la Dictadura de Primo de Rivera miraron hacia otro lado cuando se produjeron las depuraciones de funcionarios locales tan típicas de todo trastorno político pero el ministro Calvo Sotelo logrará poner en pie una reforma de la Administración local que estaría llamada a alcanzar tan grande influencia que aún hoy es perceptible su impronta. Con el Estatuto Municipal por él promovido se crea el Cuerpo de Secretarios al que se incorporarían más tarde los secretarios provinciales. El ingreso se debía producir por oposición a celebrar en Madrid o en las capitales con distrito universitario, ante un tribunal de expertos y con un programa único aprobado por el Ministerio de la Gobernación.
Sus líneas básicas extenderían su eco más allá del momento en que nació pues, pese a que la II República realizó una labor de depuración de la obra legislativa de Primo de Rivera, dejó subsistente la de Calvo Sotelo en todo lo relativo a funcionarios municipales y provinciales. Y ello a pesar de que su autor, el entonces diputado Calvo Sotelo, fue uno de los enemigos más vigorosos del régimen. En la ley municipal republicana de 1935 es donde aparece por primera vez la idea del “Cuerpo nacional”, clara muestra de la preocupación por librar a este personal de las garras caciquiles locales.
La legislación franquista, tras las depuraciones propias de esa época, mantuvo la idea del “Cuerpo nacional” que solo fue sustituida, ya en la democracia, por la “habilitación nacional”. Quienes participamos en la redacción de la ley hoy vigente de Régimen local de 1985 (bajo la batuta política del ministro Tomás de la Quadra en el primer Gobierno de Felipe González) podríamos contar cómo tuvimos que explicar a personajes relevantes que “Cuerpo nacional” no se oponía a “Cuerpo rojo”. Con todo, para deshacer reticencias, optamos por esa fórmula de la “habilitación nacional” que designaba lo mismo con otro nombre, a saber, la selección y el nombramiento del personal llamado a desempeñar las funciones más relevantes en las Corporaciones locales debía quedar en manos del Estado.
Destaco lo siguiente: esa ley de 1985 fue discutida ampliamente en los ministerios, además, nos encargamos de organizar conferencias, con la ayuda de los Colegios de Secretarios e Interventores, en todas las provincias para debatir las reformas introducidas y, en la Dirección General de lo Contencioso del Estado, tuvo lugar un Congreso en el que participaron los más reputados especialistas. El anteproyecto estuvo en la discusión de la Comisión de Subsecretarios y del Consejo de ministros en varias sesiones, muestra de la importancia que el Gobierno daba a aquella iniciativa legislativa. Cuando ya se convirtió en Proyecto de ley, en las Cortes, pese a contar el Gobierno con doscientos dos diputados, se negoció con todos los grupos de la oposición artículo por artículo.
El modelo legal resultante ha funcionado bastante bien si no hubiera sido malogrado en parte por la discrecionalidad introducida en beneficio de alcaldes y presidentes de diputación y otras corruptelas que hoy están claramente necesitadas de enfilar renovado rumbo. La ley de Presupuestos recién aprobada desmantela sin más el sistema para la Comunidad autónoma vasca. No hace falta tener dotes de arúspice para sostener que detrás vendrán Cataluña, Baleares, Valencia, Galicia …
Pese a haber contribuido modestamente al nacimiento de la ley, sostengo que el sistema de la “habilitación nacional” no tiene por qué ser definitivo al ser uno de los constitucionalmente posibles. Podría idearse otro siempre que garantizara la observancia de los principios de mérito y capacidad y la neutralidad de los funcionarios. Porque lo imprescindible es obstaculizar la propensión del político a rodearse de profesionales que bendicen sus ocurrencias invocando las palabras litúrgicas de la ley. Por tanto, si se preserva: a) la exigencia de una titulación adecuada y unas pruebas de ingreso convocadas en el Boletín Oficial del Estado (no en el periódico local), abiertas a todos los españoles sin obstáculos lingüísticos artificiales, y juzgadas por personal competente (excluidos los concejales o el compañero sindical) sobre la base de un programa de temas serio, no diseñado para cada ocasión y b) unas retribuciones regladas, cualquier sistema al que se recurra resultará respetuoso con las necesidades de una función pública moderna y observante de los valores constitucionales. Siempre – claro es- que las correcciones al modelo actual sean la consecuencia de un debate riguroso sobre la función pública local, tal como en buena medida sucedió en los años ochenta.
Lo contrario es lo ocurrido ahora: un grupo, especialmente diligente a la hora de contemplar su ombligo, presenta una enmienda que nadie ha discutido y que el Gobierno, suma de fragmentos políticos en estado permanente de fermentación, ha aceptado frívolamente. Se ha colocado así la primera piedra destinada a desmantelar la selección de unos funcionarios que son esenciales para velar por el cumplimiento de la ley y poner obstáculos a la corrupción. La vuelta al caciquismo local – o regional-, el eterno retorno de los fantasmas del pasado.
A la vista de este amargo suceso procede concluir que los dirigentes del PSOE actual conciben al Estado como un melón del que sus socios separatistas pueden ir tomando rajas, à volonté, hasta que la fruta toda se desvanezca. Una chapuza de artesanía.
jurista, catedrático y escritor.