La democracia del más astuto: o cómo facilitar las cosas acudiendo a la tramitación de proposiciones de ley
El “alma” parlamentaria necesita, afirma Luis María Cazorla Prieto -exletrado mayor del Congreso de los Diputados-, “poner freno a la adulteración y utilización indebida de ciertos procedimientos, sobre todo legislativos” -ABC 3/11/2023-. Quizás me equivoque, pero creo que esas palabras podrían incluir una forma de actuar de los grupos parlamentarios del Gobierno que, salvo error por mi parte, no ha sido habitual hasta fechas recientes. Me refiero a la tramitación de ciertas iniciativas legislativas como proposiciones de ley y no como proyectos de ley -permitiendo sortear el previo procedimiento de elaboración del art. 26 de la Ley de Gobierno (LG)-, a pesar de ser notorio que el borrador ha sido obra de algún Ministerio o de lo que se denomina genéricamente como “La Moncloa”. Piénsese que lo usual ha sido que esas iniciativas del grupo mayoritario sean presentadas en materias con interés político secundario, o bien como contrapeso a las de otros grupos. El cambio al que asistimos es notable porque, paradójicamente, cuánto más delicada es la materia, más opciones parece que hay de que se acuda a este subterfugio -el penúltimo ejemplo fue la Ley Orgánica 4/2021, de modificación de la LOPJ, para el establecimiento del régimen jurídico aplicable al CGPJ en funciones-. El motivo parece claro: que la elaboración de la ley “escape” de la práctica de trámites que permitirían evidenciar errores, inconsistencias o inconstitucionalidades del texto presentado.
Que esto es constitucional es algo sobre lo que ya se ha pronunciado el TC. Las dudas de constitucionalidad formuladas han sido básicamente dos: 1ª) Si la “elección” de la forma de tramitación de la iniciativa legislativa es en sí misma contraria a la Constitución; y 2ª) Si la forma de la iniciativa vulnera el derecho fundamental de los representantes democráticamente elegidos en su ius in officium, en la medida en que les pudiera hurtar de elementos de juicio determinantes para el desempeño de sus funciones.
En cuanto a lo primero, la respuesta del TC es tajante: no. Primero, porque según el art. 89.1 CE, cualquier materia puede ser objeto de una proposición de ley. Esto mismo fue afirmado por la STC 153/2016 en un asunto en el que se planteó esta misma cuestión, pero en el Parlamento de la Comunidad Valenciana. Segundo, si quienes ostentan la iniciativa legislativa la ejercen ajustándose a los requisitos procedimentales correspondientes, no cabría alegar vulneración alguna por comparación o extrapolación de la normativa aplicable a los proyectos de ley. Acudir a una tramitación parlamentaria distinta no puede ser calificado como una maniobra fraudulenta con relevancia constitucional, máxime porque “el juicio de constitucionalidad no puede confundirse con un juicio de intenciones políticas” -STC 128/2023-. Y, tercero, que el interés político del grupo parlamentario que presenta la iniciativa legislativa sea coincidente con el del Gobierno, no habilita para poder desactivar dicha iniciativa; esto vendría a limitar de manera desproporcionada el ius in officium de esos grupos parlamentarios con vulneración del art. 23.2 CE -STC 128/2023-.
Respecto a la segunda cuestión, y como consecuencia de lo que se acaba de señalar, para el TC la forma de presentar la iniciativa legislativa no constituye una violación del ius in officium de los diputados de los grupos de la oposición. La STC 128/2023 pondera prevalentemente el derecho de los diputados del grupo parlamentario que presenta la iniciativa, siendo secundario de qué modo pudiera afectar a esos otros grupos. Esa vulneración sí se ha declarado, no obstante, cuando esas omisiones son constatación de una infracción absoluta y radical del procedimiento -STC 27/2018-. “La democracia parlamentaria no se agota, ciertamente, en formas y procedimientos, pero el respeto a unas y otros está entre sus presupuestos inexcusables” -STC 109/2016-.
Que este proceder no tenga relevancia constitucional, no quiere decir que no constituya una de esas prácticas que dañan el “alma” parlamentaria. Hay en ello más de astucia, que de respeto democrático e institucional. El primer motivo para esta apreciación es que los informes y dictámenes de los órganos consultivos o constitucionales que no son solicitados al recurrir a este ardid son un soporte técnico-jurídico clave para formar una opinión razonada que permita ejercer con mejor criterio las funciones parlamentarias.
El segundo dato es que esos informes son un instrumento óptimo para controlar ex ante el proyecto y, consecuentemente, mejorarlo y corregirlo. El art. 26.5 LG es bastante razonable al referirse a este aspecto cuando regula el procedimiento de elaboración de proyectos de ley: “… el centro directivo competente recabará, además de los informes y dictámenes que resulten preceptivos, cuantos estudios y consultas se estimen convenientes para garantizar el acierto y la legalidad del texto”. Al considerar innecesaria la opinión de los órganos consultivos y constitucionales, se antepone la aprobación de la ley con independencia de su contenido.
El tercer motivo es de pura coherencia. Justificar la omisión de trámites tan relevantes por el mero hecho de que la iniciativa la tome un grupo parlamentario, implica interpretar el procedimiento desde una perspectiva formalista. Como la petición de esos informes sólo es preceptiva -art. 26.5 LG y otras leyes- cuando se elabora un “anteproyecto de ley”, entonces, es innecesaria si se tramita una proposición de ley. La preceptividad no puede ser interpretada así. Cuando el legislador dispone que un informe es preceptivo, se debe a que considera que puede ser determinante para aprobar la ley. Ahora bien, la no preceptividad no implica necesariamente lo contrario. Lo que quiere decir, como establece el art. 26.5 LG, es que puede ser “conveniente” hacer la correspondiente petición de informe. Sé que la noción de “conveniencia” incluye un margen de apreciación no despreciable, pero parece evidente que no resulta razonable que un informe deje de ser determinante por el mero hecho de que exactamente el mismo texto normativo se haya transformado en una proposición de ley, y nada más que por eso.
La última razón tiene que ver con el desconcierto que esto genera en torno a la “normalidad” en la función legislativa. Me explico. Según las Memorias del Congreso de los Diputados, el número de proposiciones de ley ha sido mayor, a lo largo de las distintas legislaturas, que el de proyectos de ley. Esto es lógico, pues las proposiciones de los grupos de la oposición se han utilizado como instrumentos de discusión y control político. No obstante, el número de leyes aprobadas procedentes de proyectos de ley siempre ha superado a las que proceden de proposiciones. Esta preeminencia del Gobierno tiene su fundamentación en la función de dirección política que le atribuye el art. 97 CE. Sin embargo, en los últimos años asistimos a ciertos acontecimientos que rompen esa “normalidad”. Uno es que el Gobierno ceda su protagonismo al grupo parlamentario en proyectos sensibles. En fin, se pretende hacer pasar por “normal” un Gobierno esquivo con la vía ordinaria de elaboración de las leyes –ex art. 88 CE-.
Concluyo. Como bien dice el TC, su labor no incluye juzgar “intenciones políticas”. También tiene razón cuando estima que la democracia parlamentaria tiene como “presupuestos inexcusables” a las “formas y procedimientos”. Ahora bien, quizá el TC podría haber sido más convincente al explicar por qué es irrelevante que esas “intenciones políticas” cambien las “formas y procedimientos”. Esto es importante, porque da lugar a una conclusión trascendental: el esmero en la protección del ius in officium de los grupos parlamentarios del Gobierno -asegurando que tomen iniciativas legislativas-, se produce en detrimento del mismo derecho de los diputados de los grupos de la oposición. La consecuencia parece evidente: al premiar la democracia del más astuto, se contribuye a deteriorar la discusión y el control político y, por tanto, el “alma” parlamentaria.