Cannabinoides: contra la ideologización de su regulación para uso médico
Desde que a finales de la década de los sesenta se acuñara el famoso lema Lo personal es político, hemos comprobado cómo numerosos ámbitos de nuestra vida cotidiana se han visto arrastrados inexorablemente hacia posiciones ideológicas: desde el medio de transporte con el que nos desplazamos hasta nuestros hábitos alimenticios. Desde hace años, tampoco el espacio público se salva de esta corriente ideologizante, pero ese es otro debate. Digamos que prácticamente nada escapa al remolino de lo políticamente de parte, ya sea en el ámbito institucional, ya en el ámbito social, deteriorando así los cimientos de nuestra maltrecha democracia liberal.
Por ello me gustaría llamar la atención sobre otro elemento que corre el riesgo de ser analizado desde posiciones apriorísticas, próximas a la visión personal de cada uno, pero alejadas de la ciencia: los cannabinoides y la regulación de su uso medicinal, objeto de estudio estos días en una Subcomisión creada al efecto en la Comisión de Sanidad del Congreso de los Diputados.
Antes de analizar este riesgo, es necesario ofrecer una breve definición y contexto de la fiscalización y uso médico de estos compuestos. El término cannabinoide se refiere a aquellos compuestos orgánicos encontrados de forma natural en la planta de cannabis capaces de activar los receptores cannabinoides presentes en el cuerpo humano. Hoy en día se han identificado más de 110 tipos distintos, aunque los más conocidos y estudiados son el THC (tetrahidrocannabinol) y el CBD (cannabidiol). El THC tiene mayor potencia psicoactiva, mientras que el CBD es un cannabinoide prácticamente desprovisto de este tipo de efectos.
Atendiendo brevemente a su tradicional uso médico, es importante recordar que, ya en el siglo XIX, se utilizaban tinturas de cannabis en Gran Bretaña y EE.UU. para aliviar el dolor y las náuseas. Con el paso del tiempo, su uso fue disminuyendo a medida que, a principios del siglo XX, comenzaron a desarrollarse fármacos que podían administrarse en dosis normalizadas por vía oral o mediante inyección, en lugar de extractos de cannabis que variaban en calidad y contenido.
Este desarrollo de la farmacología moderna, que conllevó una serie de ventajas incuestionables en términos de seguridad, eficacia o trazabilidad, favoreció que el uso médico del cannabis corriera una suerte distinta. La incapacidad que, por aquel entonces, existía para obtener preparaciones estandarizadas, así como los estragos que causaba el consumo de drogas, derivó en su inclusión en la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes como droga sin usos médicos, decisión que marcó un antes y un después en el estudio de sus propiedades medicinales.
En efecto, su inclusión en la Lista IV puso fin a su posible uso médico en los países que firmaron el Tratado, entre ellos España, pues los gobiernos querían evitar transmitir un mensaje equivocado a los jóvenes si se reconocía su vertiente médica. Seis años después de la firma se aprobada la Ley 17/1967, de 8 de abril, por la que se actualizan las normas vigentes sobre estupefacientes y adaptándolas a lo establecido en el convenio de 1961 de las Naciones Unidas, hoy en vigor.
Ya en la década de 1990, tras el descubrimiento del sistema cannabinoide que todos tenemos, volvió a surgir el interés por los posibles usos médicos de estos compuestos, pues su descubrimiento dejaba entrever que los cannabinoides podían utilizarse para tratar el dolor crónico y en determinados trastornos neurológicos.
Fruto de los sucesivos avances y de la generación de evidencia, en 2019 el Comité de Expertos en Farmacodependencia de la OMS declaró que el nivel de fiscalización de la planta y sus derivados debería prevenir los daños causados por su consumo, pero, al mismo tiempo, no representar un obstáculo para su uso con fines médicos.
En esta misma línea se pronunció el Parlamento Europeo en febrero del mismo año hasta que, en diciembre de 2020, la Comisión de Estupefacientes de Naciones Unidas adoptó una importante decisión sobre la fiscalización internacional del cannabis al retirarla de la Lista IV, donde figuraba junto a opiáceos peligrosos y altamente adictivos como la heroína, y ubicarla en la Lista I, donde se sitúan aquellas sustancias con potencial uso médico.
De forma paralela a los avances producidos en los organismos internacionales, numerosos países, primero en Norteamérica –como Canadá y EE.UU– y posteriormente en Europa –como Alemania, Reino Unido, Italia o Grecia, y más recientemente, Portugal– han puesto en marcha distintos programas que regulan su uso médico.
Pero ¿qué quiere decir uso médico? Aunque no hay una definición oficial, uso médico se refiere al supervisado por profesionales sanitarios, no fumado, empleado exclusivamente respecto de una lista de indicaciones específica, dispensado con receta y prescrito solo si hay evidencia de su calidad, seguridad y eficacia para su uso medicinal. Asimismo, por lo general se utiliza junto a otros tratamientos médicos, no en solitario, y únicamente en aquellos casos en que los pacientes que no han reaccionado favorablemente a los tratamientos convencionales.
Este es, a grandes rasgos, el contexto en el que hace pocos días arrancó en el Congreso de los Diputados la subcomisión constituida en el seno de la Comisión de Sanidad, cuya finalidad es estudiar cómo los distintos países –especialmente, los europeos– han abordado la regulación del cannabis para uso médico.
Su informe, si no hubiera retrasos, se espera para finales de junio, y podría ser el primer paso para poner fin a la situación actual de excepcionalidad: somos, junto con Bélgica, el único país de nuestro entorno europeo que carece de algún tipo programa de acceso, siquiera en desarrollo, que extienda sobre los pacientes españoles los mismos derechos y garantías que ya asisten a otros pacientes europeos.
En este punto, es importante distinguir la función del Congreso de los Diputados de la de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (AEMPS). El primero no podrá, en ningún caso, debatir acerca de cuestiones estrictamente clínicas -no es su labor-, pero sí podrá, una vez escuchadas las comparecencias de los diferentes expertos, elaborar una serie de recomendaciones para que, esta vez sí, la AEMPS pueda recoger el guante político y poner en marcha, en su caso, un programa de acceso en el ámbito de sus competencias.
Es por todos conocida la solvencia de la AEMPS a la hora de establecer los criterios, requisitos y el balance riesgo/beneficio que debe superar cualquier sustancia destinada a mejorar la Salud de las personas. Por ello debemos reclamar de los representantes de los grupos políticos presentes en esta subcomisión el mismo estándar de rigor y altura de miras a la hora de analizar y negociar las recomendaciones que emitan.
El uso médico de cualquier compuesto no puede ser campo para la disputa ideológica, derive del cannabis o de cualquier otra planta. Los compuestos orgánicos no son de izquierdas, liberales o de derechas, progresistas o conservadores. Tampoco lo son los estándares de calidad y seguridad exigidos al resto de medicamentos y productos sanitarios y que deberían cumplir los preparados con cannabinoides que estuvieran destinados a uso humano.
Existen muchos y buenos ejemplos. En Alemania gobernaba el centroderecha, mientras que en Portugal lo hacía el centroizquierda, cuando sendos países adaptaron sus marcos normativos y permitieron a sus respectivas agencias reguladoras poner en marcha estos programas de acceso de cannabis de uso médico.
De igual forma, nuestros representantes deben estar a la altura de la sociedad española, que desde hace años se ha mostrado amplísimamente a favor de su regulación médica siempre que se le ha preguntado. También a nivel social, conviene señalar que el 18% de los ciudadanos vive con dolor crónico, según advierte la Sociedad Española del Dolor (SED), que también indica que el 70% de los centros de salud consideran que no tienen los recursos necesarios para abordar correctamente el dolor de sus pacientes.
Convirtamos los trabajos de esta subcomisión en un reducto de debate serio, riguroso y sereno sobre qué podemos aprender de aquellos países que han establecido programas exitosos, con el único fin de ampliar las herramientas a disposición de nuestros profesionales sanitarios y de aquellos pacientes que lo necesiten.