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La larga mano del gobierno en Indra

Uno de los elementos característicos de nuestro tradicional clientelismo político es la falta de  dirección pública profesional en nuestro sector público. En la Fundación Hay Derecho hemos estudiado este fenómeno, que supone que cada vez que hay un cambio de Gobierno -o incluso de Ministro dentro del mismo Gobierno- cambian los directivos de las empresas públicas de nuestro país, ya se trate de Renfe, Correos, ADIF o INECO, por citar algunas de las más conocidas. No es un problema menor, dado que conlleva falta de profesionalidad (recordemos que el actual Presidente de Correos Juan Manuel Serrano Quintana, era con anterioridad jefe de gabinete de Pedro Sánchez en el PSOE, y por supuesto carecía de experiencia previa de gestión no ya en el sector sino en general) e inevitablemente,  falta de capacidad de estrategia y planificación, falta de criterio a la hora de elegir al equipo –se suele atender más a criterios de cercanía y afinidad que a criterios profesionales– y, en suma, una excesiva dependencia de directrices políticas. A esto cabe añadirle una excesiva rotación que dificulta o hace imposible mantener el rumbo estratégico de una empresa pública lo que provoca constantes bandazos, curvas de aprendizaje u ocurrencias puras y duras. Todo lo contrario de lo que necesita cualquier empresa, pública o privada.

Esta situación está tan interiorizada por nuestros políticos y nuestros medios de comunicación –yo he oído equiparar a un presidente de empresa pública con un secretario de Estado, sin ir más lejos, a la hora de defender que se trata de nombramientos políticos y que el gobierno puede nombrar a quien le parezca, faltaría más- que ya no sorprende algo que debería de producir un hondo rechazo a la opinión pública. Las empresas públicas no pueden ser juguetes en manos de los políticos de turno; entre ellas hay empresas de infraestructura de gran tamaño, que manejan ingentes presupuestos o/y que emplean a miles de trabajadores. El que sistemáticamente sean dirigidas por gestores poco profesionales, sin ninguna experiencia previa en el sector, sin la formación necesaria, sin capacidad de gestión y sin más aval que la proximidad al partido político de turno supone, en el mejor de los casos, que se mantenga a duras penas lo que hay o, en el peor,  que se empeore sustancialmente.

Este fenómeno, por supuesto, se produce con Gobiernos de uno y otro signo, dado que al final tanto el PP como el PSOE consideran este tipo de puestos como botín a repartir, máxime cuando se trata de los puestos mejor pagados del sector público, con sueldos muy por encima del que tiene el Presidente del Gobierno o sus ministros; el sueldo del Presidente de Correos es de unos 200.000 euros, por ejemplo. De ahí también que los nombres de los agraciados se repitan siempre cuando llega al poder el partido al que son afines, lo que provoca el fenómeno de que las mismas personas salten con desenvoltura de una empresa pública a otra, con independencia del sector. Es el caso, por ejemplo, de Marc Murtra, actual Presidente de Indra y persona cercana al PSC, que ha ocupado diversos puestos políticos y también ha sido directivo de entidades públicas durante el Gobierno de Rodríguez-Zapatero. ¿Directivos de amplio espectro o más bien políticos metidos a gestores?

Bien, dirán ustedes, pero eso, siendo muy lamentable, pasará sólo en las empresas públicas que son aquellas en las que el Estado (o las CCAA o los Ayuntamientos) tienen la mayoría del capital, es decir, más del 50% de las acciones. Pues la respuesta es que no. Pasa también en empresas privadas en las que el Estado tiene una participación, sobre todo si es significativa o si el accionariado está muy disperso. Existen, efectivamente, una serie de empresas en las que la participación del Estado (a través de SEPI, la Sociedad estatal de participaciones industriales) es minoritaria, pero relevante. Son nueve empresas, entre ellas Red Eléctrica (participación del 20%), Hispasat (7,41%) Enresa (20%)o Indra (18,41%). Son empresas teóricamente privadas, pero llama la atención que, en todas ellas, el Gobierno utiliza la misma lógica: designar al máximo responsable con criterios de afinidad o proximidad política aunque coticen en Bolsa, como es el caso de Indra, con los consiguientes riesgos para los accionistas. De hecho, este tipo de decisiones políticas no suelen ser bien recibidas en Bolsa, como ocurrió con el propio nombramiento de Murtra, si bien al final se nombró presidente no ejecutivo precisamente por la inquietud desatada por su designación. Otro caso similar ha sido el de Red Eléctrica, presidida en la actualidad por la ex Ministra de Vivienda con el PSOE  y registradora de profesión, Beatriz Corredor.

El último episodio por ahora, siguiendo con esta misma lógica político-clientelar, ha sido  la destitución de cinco de los ocho consejeros independientes de Indra que se oponían al interés del Gobierno de controlar el Consejo en una maniobra que parece más propia de pasillos o de despachos del partido que de empresas cotizadas. Efectivamente, resulta que varios accionistas –algunos próximos al Gobierno, Amber Capital, dirigido por Joseph Oughourlian que es también el máximo accionista de Prisa y Sapa Placencia, dirigido por Jokin Aperribay, presidente de la Real Sociedad- se han puesto de acuerdo entre bambalinas para tomar el control de la sociedad y, de paso, quitarse de encima  a  consejeros independientes molestos. Mientras esperamos que la CNMV tome cartas en el asunto conviene no olvidar que de aquellos polvos vienen estos lodos. O empezamos a tomarnos en serio la dirección pública profesional en el sector público y exigimos que cese el reparto del botín partidista en los máximos puestos directivos  o terminaremos convirtiendo empresas privadas estratégicas que cotizan en Bolsa instrumentos al servicio del Gobierno de turno. Por el camino se quedarán inevitablemente los buenos directivos, los consejeros independientes y probablemente los resultados. Normal que a la Bolsa no le gusten este tipo de aventuras: son impropias de economías avanzadas y  no auguran nunca nada bueno.

Más País, entre el Lawfare y la falsedad ideológica

Cuando alguien viene a constituir una sociedad limitada a mi despacho, aparte de dar las nociones básicas de lo que supone crear un ente ficticio dotado de personalidad jurídica, las ventajas de la limitación de la responsabilidad y lo que significa una sociedad “cerrada”, me gusta –será la edad- realizar algunas admoniciones morales acerca de la conveniencia de guardar las formas en la llevanza de los libros sociales y de la contabilidad porque, aparte de ser obligatorio, eso siempre redunda en una presunción de buena fe si las cosas vienen mal dadas, como no infrecuentemente suele ocurrir. Particularmente insisto en la inconveniencia de certificar cosas que no han ocurrido exactamente como se dice en la certificación de un acuerdo social como, por ejemplo, cuando se afirma una supuesta junta universal en la que en realidad no estuvieron todos los socios presencialmente o al menos no consta su firma en la lista de asistentes. Conviene recordar que el procedimiento de elevación a público de acuerdos, en cualquier persona jurídica, es el más o menos el siguiente: una vez realizada la Asamblea, se levanta el acta de la misma, que será aprobada y firmada normalmente por el presidente y secretario; de esa acta, el secretario, que es quien tiene facultad legal certificante, expedirá una certificación del acuerdo adoptado en la Asamblea, con el visto bueno del presidente y esa certificación será luego la que sirva para elevar público el acuerdo, como condición necesaria para hacerlo valer o para su inscripción. Por tanto, el notario recibe la declaración de voluntad de la persona jurídica por medio de su representante legal que justifica su nombramiento y la adopción del acuerdo por medio de un documento que expide quien puede certificarlo, y a quien hay que creer, el Notario incluido.

Esto viene a cuento de la noticia de la supuesta falsedad en una modificación de los estatutos realizada para que Más País pudiera presentarse a las elecciones generales de 2019, y, a tenor de lo que ha salido en los periódicos sobre las conversaciones en whatsapp de las personas involucradas, se deduce que la acusación pudiera referirse a que se hubiera certificado la existencia de una asamblea del partido que, en realidad, no fue convocada debidamente o no asistió quien se dice que asistió. O incluso –no queda claro- que se hubiera falsificado alguna firma, quizá en la lista de asistentes. Por todo ello, el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, ha informado que el PP presentará una querella ante la Fiscalía por un presunto delito de falsedad documental en la constitución de Más País, amenazando con que “si Rita Maestre no quiere dar explicaciones ante los madrileños, lo hará ante la Fiscalía”.

Para enfocar la cuestión debidamente, podríamos decir que el asunto tiene varias vertientes interesantes: una vertiente política de vuelo corto, otra vertiente jurídica de lege data, una vertiente política a largo plazo y, finalmente, otra vertiente jurídica de lege ferenda. Me explico.

La vertiente política de vuelo corto sería la constatación de que esta querella es, simplemente, la venganza del alcalde a los ataques de la izquierda derivadas del asunto de las mascarillas  y probablemente del de los espías. Es decir, es un donde las dan las tomas de libro, o, en lenguaje posmoderno, un caso de lawfare (de law y warfare), o sea, la persecución mediante la utilización abusiva o ilegal de las instancias judiciales, manteniendo una apariencia de legalidad, para perjudicar al oponente político, lo que supone, sin duda, esa instrumentalización de la Justicia o judicialización de la política, a la que tan acostumbrados en nuestro país. Son pellizcos de monja, porque muchas veces no tienen consecuencias jurídicas, que unos partidos aplican a otros, no para que les metan en la cárcel sino para deteriorar su imagen pública en la medida de lo posible pensando en las siguientes elecciones.

Otra cuestión es el “recorrido” –como se dice ahora- que pueda tener esa querella, de lege data. Hay una distinción importante que hacer aquí. La falsedad documental puede ser material o ideológica. La primera es la manipulación física de un documento para que diga algo que no dice y la ideológica es la que supone falta a la verdad en la narración de los hechos (art. 390.4. Código Penal). Desde 1995, la falsedad ideológica está limitada a los funcionarios públicos, por lo que cabe decir que mentir, incluso ante notario, no supone persecución penal, salvo que seas el notario. Es decir, por haber elevado a público un documento que no es cierto no hay persecución penal.

Ahora bien, el penal –que no es lo mío- tiene también recovecos, como todo. Y resulta que el artículo 392, dispone que “el particular que cometiere en documento público, oficial o mercantil, alguna de las falsedades descritas en los tres primeros números del apartado 1 del artículo 390, será castigado con las penas de prisión de seis meses a tres años y multa de seis a doce meses”. Y resulta que el punto 3 del artículo 390 contempla el caso de falsedad “suponiendo en un acto la intervención de personas que no la han tenido, o atribuyendo a las que han intervenido en él declaraciones o manifestaciones diferentes de las que hubieran hecho”. A su vez, el artículo 399 dispone que el particular que falsificare una certificación de las designadas en los artículos anteriores será castigado con la pena de multa de tres a seis meses. Así, la Sentencia del Tribunal Supremo número 280/2013, de 2 de abril, que determinó como falsedad documental, la emisión por parte del administrador único de certificados correspondientes a la supuesta celebración de juntas universales durante varios ejercicios cuando dichas juntas universales nunca habían llegado a convocarse ni a producirse, aunque otras sentencias la han incluido en la segunda de las modalidades falsarias del art. 390.1 2ª, a saber, simular un documento en todo o en parte, de manera que induzca a error sobre su autenticidad (y no olvidemos, para las sociedades mercantiles el artículo 292 del Código Penal, que castigan algunas irregularidades similares a esta en el caso de que el acuerdo sea lesivo).

En definitiva, no es fácil predecir qué ocurrirá, entre otras cosas porque no conocemos perfectamente los hechos. Pero sí cabe hacer una reflexión de política a más largo plazo: independientemente de las consecuencias judiciales que pudieran tener estas actuaciones si llegaran a ser probados, hay que preguntarse cómo puede ser que los partidos políticos, que en definitiva son instituciones de nuestra arquitectura democrática, tengan tan poco respeto a las formas jurídicas que, en definitiva, se han impuesto ellos mismos estableciéndolas en los Estatutos. Como decía Habermas, en una democracia deliberativa, el Derecho, y el propio Estado de derecho, se legitiman por el procedimiento, en el cual todos han podido decidir. El procedimiento no es un formalismo o un acto simbólico (eso serán las formalidades de la forma), sino la garantía del respeto de los derechos de terceras personas involucradas en los actos jurídicos: la exigencia de trámites, requisitos, firmas o consentimientos no tienen la finalidad molesta de entorpecer el fluido proceder de las personas, sencillas o próceres, sino impedir que el alegre voluntarismo de los ciudadanos y todavía más de los políticos caiga en el sesgo de creer que lo que él necesita es el mismísimo bien común.

Y en la misma línea del pensamiento, cabe preguntarse por qué ciertas falsedades ideológicas han sido suprimidas en 1995. Hoy, como decía antes, mentir directamente en documento público no tiene pena, salvo que se haya producido la falsedad de otro modo. Señalan algunos autores que no tiene sentido que se castigue un acto que normalmente se realiza como medio para cometer otro diferente (la estafa, la defraudación fiscal, la suplantación de personalidad). Sin embargo, hay casos en que quizá al final no se produzca un daño económico directo, pero no cabe duda de que  mintiendo ante notario o en otro documento público se está devaluando la seguridad jurídica, degradando la confianza en las instituciones e incentivando el comportamiento desleal y falaz. Recuérdese, por cierto, que el delito de falso testimonio del testigo, está penado. ¿Por qué un testigo en un juicio debe ser castigado y un testigo en un acta de notoriedad no? Si un vendedor dice que un inmueble no está arrendado, cuando lo está, o que no es vivienda conyugal cuando lo es, la cosa se podrá o no arreglar después, pero su conducta falsaria ante un funcionario del Estado habrá ya producido ciertos efectos que, quizá, si estuviera penado, como lo era antes de 1995, no habría tenido.

Ya sabemos que no es bueno recurrir al Derecho penal para cualquier cosa, pues debe ser el último recurso. Pero es que la documentación pública es, precisamente, el recurso anterior, pues lo que la ley hace exigiéndola es precisamente dotar al acto una solemnidad que debería ya de por sí desincentivar la mendacidad. En los tiempos que corren, no parece que esté de más reforzar las instituciones con un castigo por su deterioro.

El rescate de plus ultra o la politización de nuestro sector publico: columna en El Español de Elisa de la Nuez

El caso del rescate de la aerolínea Plus Ultra por parte de la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI), una entidad pública dependiente del Ministerio de Hacienda, concentra de forma muy clara los males de nuestro sector público. Se trata, como es sabido, de una aerolínea que ha presentado pérdidas desde su constitución en 2011 y que en 2019 operó un 0,03% de vuelos en España y que, no obstante, ha recibido una ayuda de 53 millones de euros (después de haber intentado infructuosamente conseguir los créditos ICO, también públicos, pero que gestiona la banca privada).

Efectivamente, el Real Decreto-ley de 3 de julio, de medidas urgentes para apoyar la reactivación económica y el empleo crea un nuevo fondo gestionado por la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales de 10.000 millones de euros para dar apoyo financiero temporal a empresas no financieras, estratégicas y solventes que se hayan visto especialmente afectadas por el COVID-19 y que así lo soliciten. En particular, su art.2.2 señala, en cuanto a los requisitos, que se trata de prestar apoyo  “a empresas no financieras, que atraviesen severas dificultades de carácter temporal a consecuencia de la pandemia del COVID-19 y que sean consideradas estratégicas para el tejido productivo nacional o regional, entre otros motivos, por su sensible impacto social y económico, su relevancia para la seguridad, la salud de las personas, las infraestructuras, las comunicaciones o su contribución al buen funcionamiento de los mercados”.

No parece, sinceramente, que la aerolínea en cuestión reuniese objetivamente esas condiciones. La cuestión es que probablemente alguien desde la esfera política entendió que, por motivos también políticos era conveniente conceder la ayuda solicitada. Y esta decisión se avaló después con los formalismos y los informes correspondientes, siendo ésta una manera de funcionar bastante habitual en nuestro sector público, donde la opacidad y el clientelismo político son, desgraciadamente, muy frecuentes. A día de hoy estos informes (del que al parecer el decisivo es el del Ministerio de Fomento por razones competenciales) no se han hecho públicos, que sepamos.

Pero quizás también habría que mirar la causa profunda de que se produzcan este tipo de decisiones manifiestamente poco profesionales. La razón última es la politización de nuestro sector público. La decisión del rescate ha sido tomada, de conformidad con la previsión del Real Decreto-ley de 2 de julio, por el Consejo Gestor del Fondo, de apoyo a la solvencia de las empresas estratégicas. Al frente de este órgano (compuesto por altos cargos todos ellos de nombramiento político) está el vicepresidente de la SEPI, Bartolomé Lora, dado que la Presidencia de la SEPI se encuentra vacante desde octubre de 2019. Tanto el Presidente como el Vicepresidente de la SEPI son cargos de confianza política, nombrados por decreto del Consejo de Ministros a propuesta de la Ministra de Hacienda.

Lo que ocurre en este caso es que el anterior responsable y persona de confianza de la Ministra de Hacienda tuvo que dimitir en octubre de 2019 al estar siendo investigado por la Audiencia Provincial de Sevilla por el caso Aznalcollar, sin que -pese a que se le haya estado guardando el puesto– parezca posible “recuperarle”, dado que ha sido procesado en dicha investigación. El que no se haya nombrado todavía a su sustituto porque, al parecer, “no se encuentra a la persona adecuada” da una idea de la cultura política imperante en nuestro sector público. Quizás una convocatoria pública pudiera resolver con bastante solvencia este problema; pero obviamente al Gobierno y a la Ministra de Hacienda no se le pasa por la cabeza nombrar a alguien por un procedimiento abierto que respete los principios de mérito y capacidad como se hace en otros países de nuestro entorno.

Efectivamente, el nombramiento del presidente de la SEPI  (como el de todos los máximos directivos del sector público, por otra parte) se basa en la confianza política y no en otros méritos. No hay convocatorias ni procedimientos abiertos y transparentes, y mucho menos concurrencia de candidatos. Por eso también todas las empresas públicas están sujetas a una rotación constante que depende de los ciclos electorales (o incluso de los cambios de gobierno dentro de un mismo ciclo) y no a razones profesionales ligadas al mejor o peor desempeño del cargo, a los resultados obtenidos o a la consecución de los objetivos estratégicos (si es que los hay) de las entidades públicas. Es algo que la Fundación Hay Derecho tiene bien identificado en el “Estudio sobre la meritocracia en la designación de los máximos responsables del sector público estatal y autoridades independientes” -o, como nos gusta llamarlo, nuestro “dedómetro”-. Como se ve, es un modelo poco profesional, poco transparente y muy politizado. Quizás esta es una de las razones que explican decisiones tan poco justificables desde el punto de vista de los intereses generales como el rescate a la aerolínea Plus Ultra.