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Liquidación “desordenada” y responsabilidad de administradores: a propósito de la STS, Sala de lo Civil, núm. 809/2021, de 24 de noviembre

La cuantificación del daño es uno de los aspectos más problemáticos en los pleitos sobre responsabilidad de administradores, tanto en los casos en que se ejercita una acción individual (art. 241 LSC), como en los que se opta por la acción social (art. 238 LSC). Y dentro de estas acciones, que comprenden un inagotable abanico de supuestos de hecho, son habituales los casos de liquidación “desordenada”, en los que, existiendo deudas insatisfechas, los administraciones “cierran” la empresa prescindiendo de acudir a los mecanismos legales oportunos: el concurso de acreedores o la mera disolución y liquidación de la sociedad, según corresponda en cada caso.

La reciente STS, Sala de lo Civil, núm. 809/2021, de 24 de noviembre (JUR 2021\364561), por la que se estima el recurso de casación interpuesto frente a la SAP Barcelona (Sección 15ª) núm. 22/2018 de 18 enero (JUR 2018\84570), aborda un supuesto de interés en esta materia.

La demanda por la que se inició el procedimiento fue interpuesta por varios acreedores de una sociedad limitada (en adelante, “Sociedad A”) frente a sus administradores, con el objeto de que estos respondieran solidariamente del pago de una deuda social. Estos son resumidamente los hechos probados en el proceso y sobre los cuales resuelve el Tribunal Supremo:

  • En el momento en que sucedieron los hechos litigiosos, abril de 2013, Sociedad A estaba inactiva, al haber transferido la práctica totalidad de los activos vinculados a su actividad empresarial en el año 2011. A pesar de encontrarse inactiva, la sociedad todavía tenía dos activos en su patrimonio, en concreto, dos inmuebles hipotecados, valorados en 5.802.000 euros y 3.059.667 euros, respectivamente.
  • Los demandantes vieron reconocido su derecho por la STS núm. 215/2013 de 8 abril, notificada el día 28 de mayo del mismo año, ostentando a partir de entonces un derecho de crédito frente a Sociedad A por importe de 653.250 euros, más intereses.
  • Los demandados, administradores de Sociedad A, vendieron los dos inmuebles, los días 26 y 30 de abril de 2013, por un importe total de 3.575.000 euros, que destinaron seguidamente a pagar todas las deudas sociales, por importe de 3.568.868,82 euros, salvo el crédito de los demandantes.
  • En el momento de la venta, los administradores conocían que la votación y fallo del recurso había sido fijada inicialmente para el día 14 de febrero de 2013 y después para el día 7 de marzo de 2013.

Sobre el papel, se trata de un supuesto claro de actuación ilícita por parte de los administradores, dado que realizaron la liquidación de los dos únicos activos de la sociedad antes de que los demandantes pudieran ejecutar su crédito sobre esos dos inmuebles, y lo hicieron de forma que pudiera obtenerse justo lo necesario para pagar antes a los restantes acreedores. En este sentido, tanto el Juzgado de Primera Instancia como la Audiencia Provincial consideraron ilícita la conducta realizada por los administradores –consistente en la venta apresurada de los dos activos– así como la incidencia de dicha conducta en la causación de un daño directo a los acreedores, que se vieron impedidos del cobro de su crédito.

Sin embargo, resultando claros los anteriores extremos, las dudas surgieron a la hora de cuantificar el daño: (i) el Juzgado de Primera Instancia identificó el daño con el importe total de la deuda, al considerar que de no haber existido la venta ilícita los acreedores habrían podido satisfacer totalmente su derecho de crédito; y (ii) la Audiencia Provincial, sin embargo, redujo la indemnización por considerar que el daño sería sólo la parte del crédito que los acreedores habrían podido llegar a cobrar en un hipotético concurso de acreedores, tomando como referencia el precio de venta.

A continuación, reproduzco los argumentos de la Audiencia Provincial de Barcelona para reducir la indemnización a un 40% del importe reclamado:

“En relación con el perjuicio causado y respecto al importe que habrían recuperado los actores, debe realizarse una estimación aproximada respecto al porcentaje que se habría cobrado en sede concursal.

Debe considerarse proporcionada la valoración que realiza el juez a quo en relación al importe que habría sido cobrado en sede del concurso de la entidad […]. Atendiendo a las deudas que tenía la entidad […] y el precio por el que se vendieron los inmuebles. Debiendo cuantificarse el perjuicio causado a los demandantes en un 40% del crédito concursal que se le habría reconocido a los actores y por tanto debiendo cuantificarse el mismo en 176.545.564 euros.”

Habiendo interpuesto los demandantes recurso de casación frente a la referida sentencia, el Tribunal Supremo les da la razón, acogiendo el criterio del Juzgado de Primera Instancia respecto de la cuantificación del daño, con base en los siguientes argumentos:

“Si la conducta hubiera quedado reducida a que, considerado correcto el precio obtenido con la liquidación, no se procedió al pago ordenado de los créditos en un concurso de acreedores, el razonamiento de la Audiencia sobre lo que presumiblemente hubieran podido cobrar en el concurso los demandantes podría tener cierto sentido. Pero la conducta ilícita apreciada en la instancia abarcaba también que con la venta apresurada de los bienes se había obtenido un precio muy inferior al que se hubiera podido lograr de otra forma, y que hubiera permitido pagar el crédito de los demandantes.

Lo acreditado en la instancia permite inferir que tanto en una ejecución judicial como en una venta directa, se hubiera podido obtener dinero suficiente para pagar el crédito de los demandantes.”

A propósito de los elementos probatorios que llevarían a concluir que el precio de venta fue muy inferior al que se hubiera podido alcanzar, la Sala argumenta:

“En primer lugar, la diferencia entre la tasación de los dos inmuebles enajenados (en las escrituras de préstamo hipotecario de 2010), que suma un total de 8.861.667 euros, y el precio obtenido por la venta en abril de 2013, que suma un total de 3.575.000 euros, sin que se haya acreditado cómo unos locales sitos en […], se habían devaluado en esos años más del 50% de su valor. En segundo lugar, en relación con la venta de la finca núm. […], tasada en 5.802.000 euros, que generaba una renta arrendaticia de 360.000 euros, es razonable pensar que el precio obtenido en la subasta hubiera podido ser igual o superior al 70%, que hubiera permitido el pago de todas las deudas sociales, incluido el crédito de los demandantes. Y, en cualquier caso, aunque conforme al art. 670 LEC fuera adjudicado por el 50% (2.901.000 euros), seguiría siendo un importe muy superior al precio de venta (2.575.000 euros).”

La Sentencia comentada no plantea novedad alguna respecto de la posibilidad de que los acreedores puedan accionar por vía de acción individual (art. 241 LSC) para el cobro de sus créditos frente a la sociedad, dado que la jurisprudencia ya había venido admitiendo esta posibilidad en supuestos muy excepcionales, tales como la desaparición de facto de una sociedad con actuación de los administradores que ha impedido directamente la satisfacción de los créditos o el vaciamiento patrimonial fraudulento en beneficio de los administradores o de sociedades o personas vinculadas (vid. doctrina recogida en la STS, Sala de lo Civil, Sección1ª, núm. 150/2017 de 2 marzo. RJ 2017\668).

Sin embargo, resulta mucho menos habitual que el Tribunal Supremo se pronuncie sobre cuestiones relativas a la cuantificación del daño (dado que se trata de una cuestión de valoración de la prueba) y creo que la conclusión alcanzada por la Sala en este supuesto es acertada.

Como principio, es importante no confundir la naturaleza jurídica de la acción individual (art. 241 LSC) con una suerte de responsabilidad por deudas sociales, como la regulada en el artículo 367 de la LSC. Y por ello suele decirse que es un error habitual identificar automáticamente el concepto de “daño” con el de “deuda”, dado que el artículo 241 de la LSC –como aplicación en el marco societario de la responsabilidad civil extracontractual– no solo exige al acreedor probar que el perjuicio es directamente imputable a una acción u omisión de los administradores, sino también cuantificarlo adecuadamente.

Sin embargo, teniendo en cuenta las circunstancias concretas del supuesto concreto enjuiciado, parece que tenía todo el sentido cuantificar el daño tomando como referencia el derecho de crédito que ostentaban los demandantes frente a la sociedad. En este sentido, no solo era importante tener en cuenta el hecho de que los administradores prescindieron de seguir un pago ordenado de los créditos –o lo que es lo mismo, a través de los cauces de un concurso de acreedores–, sino también que en esa venta apresurada de los bienes se obtuvo un precio muy inferior al que se podría haber obtenido por otros medios.

En este sentido, habiendo quedado acreditado los demandantes por vía documental (i) que los dos inmuebles fueron sido vendidos por un importe (3. 575.000 euros) sustancialmente inferior a la valoración realizada solo tres años antes (8.861.667 euros), (ii) y existiendo un parecido, cuando menos sospechoso, entre el precio de venta y la cifra que se destinó a pagar las deudas del resto de acreedores de la sociedad, salvo la de los demandantes (3.568.868,82 euros), es evidente que correspondía a los demandados, conforme al principio de facilidad probatoria (art. 217.7 LEC), ofrecer una justificación razonable sobre el precio de venta. A esta idea se refiere someramente el Tribunal Supremo, cuando desliza en su argumentación la frase: “sin que se haya acreditado cómo unos locales sitos en […] se habían devaluado en esos años más del 50% de su valor”.

Sobre la aplicación del principio de facilidad probatoria en estos casos resulta de especial interés la STS (Sala de lo Civil, Sección Pleno) núm. 472/2016 de 13 julio (RJ 2016\3191), dictada en un supuesto de cierre de hecho, muy habitual en la práctica. También en ese caso accionaba uno de los acreedores de la sociedad para reclamar a los administradores por vía de acción individual y el Tribunal Supremo, al igual que en nuestro caso determinó que el perjuicio “a falta de prueba en contrario, viene representado por el importe de los créditos que, como consecuencia de aquel ilícito orgánico, la demandante no pudo cobrar”.

Por último, los “números” que se exponen en la Sentencia comentada me llevan a pesar que los demandantes podrían haber reclamado una indemnización incluso superior al importe del principal de la deuda más los intereses, en el caso de haber estado en disposición de probar la existencia de perjuicios adicionales sufridos como consecuencia del impago. Y es que, aun cuando en la práctica es habitual que en este tipo de procedimiento el acreedor reclame a los administradores el pago de la derecho de crédito que ostenta frente a la sociedad, es importante no perder de vista que lo que se pide por vía de acción individual es en puridad un “daño”, de cuya cuantificación puede resultar una cifra inferior, igual o incluso superior, a la de la propia deuda.

Una historia de filibusterismo parlamentario

Allá por el siglo XVII, tal como recoge la RAE, eran filibusteros los piratas que formaban parte de los grupos que infestaron el mar de las Antillas. Más tarde, comenzó a usarse el término filibusterismo para referirse a determinadas prácticas parlamentarias de dudosa rectitud, particularmente orientadas a dilatar procedimientos o impedir acuerdos aprovechando cualquier resquicio existente en la ley o el reglamento. Los filibusteros de nuestro tiempo, por tanto, son los parlamentarios que disfrutan jugando sobre la línea de cal y aprovechan la más mínima oportunidad para dejar a su rival fuera de juego.

Veamos el último caso. A las 20.00 horas del pasado 3 de abril, vencía el plazo para la presentación de enmiendas al articulado de la Proposición de Ley del Grupo Parlamentario Socialista de reforma de la LEC y de la LJCA, en materia de costas del proceso. Como indica el propio título de la iniciativa parlamentaria y su exposición de motivos (ver aquí), el objeto de la misma se encontraba perfectamente delimitado, y no era otro que la modificación de un aspecto procesal muy concreto: el régimen de imposición de costas. A las 19:45 el Grupo Parlamentario Socialista, y a las 19:58 el Grupo Parlamentario Popular, presentaban un conjunto de enmiendas –80 en total– a fin de introducir, sorpresivamente, una reforma en profundidad del recurso de casación civil.

La similitud de las enmiendas presentadas por ambos grupos solo puede responder a la existencia de un pacto previo, entre bastidores, para su posterior aprobación en la Comisión de Justicia. Y sin perjuicio de que pueda producirse debate sobre las enmiendas en el trámite de Ponencia, lo cierto es que el resto de grupos parlamentarios se han visto indebidamente privados de su derecho de enmienda respecto de una cuestión de enorme importancia. En términos de procedimiento legislativo, los grupos parlamentarios, no solo no podrán presentar una enmienda la totalidad, planteado un texto completo alternativo con su propio modelo  de casación civil (art. 110.3 RCD), sino que además han visto vedada su derecho a presentar enmiendas al articulado, a fin de plantear modificaciones de aspectos concretos de la propuesta (art. 110.3 RCD). Si se me permite el símil, esto es algo así como cambiar las reglas de juego en el minuto 89 del partido, sustituyendo las porterías por canastas.

No quiero detenerme demasiado en la cuestión de fondo. Muy resumidamente, PP y PSOE pretenden: (i) suprimir el carácter autónomo del recurso extraordinario por infracción procesal, sin perjuicio de que pueda seguir invocándose infracción de normas procesales en sede en sede de recurso de casación; (ii) eliminar el catálogo de motivos casacionales para que únicamente se pueda recurrir en casación cuando concurra interés casacional; (iii) y reformular los criterios que definen el interés casacional, aproximando la casación civil a la contencioso-administrativa (para quien quiera profundizar, dejo aquí el enlace del Boletín Oficial de las Cortes). En estos términos, es muy probable que en los próximos meses haya que publicar en este blog un “réquiem por el recurso de casación”. Y es que ambos grupos parlamentarios suman los votos suficientes para sacar adelante las enmiendas presentadas sin necesidad de negociar su contenido con el reto de grupos.

Cualquier profesional del derecho sabe –o al menos puede intuir– que la materia casacional ostenta la suficiente importancia como para ser merecedora de una iniciativa parlamentaria propia. Plantear una reforma del recurso de casación civil de esta enjundia, por la puerta de atrás, es una auténtica burla a los mecanismos parlamentarios. Creo que no se trata de una cuestión menor que pueda ser ventilada obviando el procedimiento propio una proposición de ley (o proyecto de ley, si es presentado el Gobierno), con la más que recomendable comparecencia de expertos y la posibilidad de presentación de enmiendas por todos los grupos parlamentarios. La desfachatez llega a tal punto que incluso se presenta una enmienda dirigida a modificar el título de la Proposición de Ley, que pasaría a denominarse “Proposición de Ley para la agilización y mejora de los procedimientos en materia civil, contencioso-administrativo y social” (Enmienda núm. 98).

Desafortunadamente, creo que no nos encontramos ante una práctica aislada. El último ejemplo tuvo lugar el pasado 27 de febrero de 2018, a las 20.00 horas (sobre la bocina), cuando el Grupo Parlamentario Popular aprovechaba el trámite de presentación de enmiendas a su propia Proposición de Ley sobre régimen de permisos y licencias de los jueces y magistrados (ver aquí) para presentar 50 enmiendas sobre un sinfín de aspectos de la LOPJ que, por supuesto, no guardaban relación de ningún tipo con el objeto de la iniciativa parlamentaria.

Ante situaciones como esta, me pregunto si sería necesario abordar una reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados a fin de evitar situaciones de este tipo, en línea con la doctrina constitucional sobre los límites del derecho de enmienda de los parlamentarios (por todas: STC 59/2015, RTC 2015, 59). En esencia, la doctrina del Tribunal Constitucional puede resumirse en dos ideas: (i) en primer lugar, que “en el ejercicio del derecho de enmienda al articulado, como forma de incidir en la iniciativa legislativa, debe respetarse una conexión mínima de homogeneidad con el texto enmendado, so pena de afectar, de modo contrario a la Constitución”; (ii) y en segundo lugar, que “los órganos de gobierno de las Cámaras deben contar con un amplio margen de apreciación para determinar la existencia de conexión material entre enmienda y proyecto o proposición de ley objeto de debate, debiendo éstos pronunciarse de forma motivada acerca de la conexión”.

De conformidad con los argumentos expuestos por el Tribunal Constitucional sobre conexidad y homogeneidad de las enmiendas, los órganos de gobierno de las Cámaras –en el caso de las Cortes Generales, la Mesa o el órgano rector de cada Comisión– deben contar con un amplio margen de apreciación para determinar la existencia de conexión material entre enmienda y proyecto o proposición de ley objeto de debate, debiendo rechazar (inadmitir) únicamente aquellas enmiendas que de manera manifiesta y evidente no presenten conexión con el objeto de la iniciativa legislativa. Admitir lo contrario, en palabras del Tribunal Constitucional, “pervertiría la auténtica naturaleza del derecho de enmienda, ya que habría pasado a convertirse en una nueva iniciativa legislativa”.

Los vigentes artículos 109 a 111 del Reglamento de la cámara –sobre la Presentación de enmiendas-  no atribuyen a la Mesa (u órgano rector de la Comisión que corresponda) una función de control de contenido de las enmiendas presentadas por los grupos parlamentarios, previa a su calificación y admisión. Y aquí podríamos discutir sobre si la ausencia de regulación concreta eximiría a la Mesa de realizar ese control o no, teniendo en cuenta que ya contamos con doctrina constitucional aplicable al caso, más aún cuando se producen casos evidentes de desviación entre el objeto de la iniciativa y de la enmienda presentada. Con todo, creo que no estaría de más reformar el Reglamento, a fin de recoger el control preceptivo por parte de la Mesa y prever la inadmisión a limine de todas aquellas enmiendas que de manera manifiesta se aparten de la materia objeto de tramitación parlamentaria.

Más allá de consideraciones jurídicas, creo que es pertinente hacer una reflexión política sobre este tipo de prácticas parlamentarias. Algunos partidos todavía no han entendido la función deliberativa del parlamento. Venimos de una época en que prácticamente todas las cuestiones relevantes se despachaban por la vía del Decreto-Ley, asumiendo el Gobierno un papel preponderante en la función legislativa (en contra del carácter excepcional que el art. 86 CE atribuye a esta figura). Y también era habitual que el partido de gobierno contase con una mayoría parlamentaria clara, bien por ostentar mayoría absoluta, bien por haber transado con los partidos nacionalistas, muchas veces en perjuicio del interés general. En este contexto, puede ser comprensible que a algunos les cueste tanto entender para qué sirve un parlamento y la importancia de respetar los procedimientos legislativos en un sistema de democracia representativa. Resistencia al cambio, nada nuevo bajo el sol.