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El Estado de Derecho amenazado en Cataluña: La ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la república

Ante el ataque frontal a nuestro Estado de Derecho que supone la inminente aprobación por el Parlament de Catalunya de la denominada “Ley de desconexión “ (el nombre completo es  “Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la  república”) cuyo texto se puede consultar aquí   algunos lectores se han dirigido a nosotros para pedirnos un post de los editores.

Lo cierto es que nuestro blog desde sus inicios en diciembre de 2010 y después nuestra Fundación han nacido precisamente para defender a la ciudadanía de los ataques al Estado de Derecho. Y fundamentalmente de los ataques por parte de quienes deberían ser sus primeros garantes: las instituciones y los gobernantes. Por supuesto que también nos preocupan los ataques al Estado de Derecho por parte de personas físicas y de empresas; pero los más graves suelen ser los que se realizan desde el Poder, especialmente cuando se invocan grandes principios o ideas que supuestamente dan una coartada a los gobernantes para cometerlos. A lo largo de estos años nuestros lectores han podido comprobar que no hemos cejado en nuestro empeño de denunciar los abusos del Poder, lo ejerza quien lo ejerza y se invoquen los fines que se invoquen. Porque en Derecho, como en la vida, creemos que el fin nunca justifica los medios y que los objetivos por legítimos que sean nunca se pueden perseguir sin respetar las reglas del juego. Que no son otras que las reglas del Estado democrático de Derecho.

Nosotros, como nuestros conciudadanos, no sabemos lo que va a suceder en los próximos días. Pero lo que sí sabemos es que toca defender nuestro Derecho. Ya decía el jurista alemán Ihering que la piedra de toque para juzgar a un pueblo es su reacción frente a una vulneración de su derecho. A lo largo de estos años hemos visto muchas vulneraciones y hemos intentado alertar y concienciar a la ciudadanía sobre su existencia; hemos escrito innumerables artículos y dos libros para que los no especialistas entiendan que nadie está a salvo cuando el Estado de Derecho se desmorona.

Al Poder (a quienes lo detentan) nunca le gustan los límites y siempre intentará reducirlos o controlarlos; por eso necesitamos reglas que nos defiendan. No siempre es fácil explicar por qué la separación de Poderes o la existencia de una Administración neutral son tan importantes, o por qué la libertad de expresión hay que defenderla sobre todo cuando lo que se expresa nos molesta o no nos gusta, o por qué la transparencia y la rendición de cuentas son esenciales en una democracia, o por qué las instituciones no pueden estar al servicio de unos pocos sino al servicio de los intereses generales. Es una tarea ingente, porque no son conceptos sencillos y porque no se enseñan en los colegios o en las universidades. Pero son cruciales si queremos seguir viviendo en un Estado democrático de Derecho.

Quizás la diferencia de lo que está sucediendo en Cataluña con respecto a tantos y tantos casos que hemos comentado y denunciado en nuestro blog y en nuestros dos libros es que por primera vez se hace explícito el desprecio al Estado de Derecho (y consiguientemente a la democracia), dado que se subordina a la construcción nacional. Se denomina ley a un instrumento normativo que vulnera frontalmente las reglas materiales y formales de elaboración de las leyes, empezando por principios básicos como la transparencia, la jerarquía normativa, el respeto a las minorías o el pluralismo político. Se recogen artículos de contenido imposible, a sabiendas de que lo tienen. Por eso no vamos a analizar desde un punto de vista técnico este texto; sencillamente creemos que no lo merece.

Por otro lado, tampoco estamos ante un caso aislado; lamentablemente proliferan los ejemplos de las llamadas “democracias iliberales” (eufemismo para referirse a democracias que se van vaciando desde dentro hasta para convertirse en autocracias) incluso dentro de la Unión Europea. Países como Polonia o Hungría –por no hablar de Turquía- están demostrando que el modelo de pervertir y vaciar un Estado de Derecho desde los propios Gobiernos elegidos en unas elecciones libres está a la orden del día. Es inevitable que venga a la mente el recuerdo de las últimas elecciones democráticas de la República de Weimar, que ganó el partido nazi,  aunque no con mayoría absoluta y perdiendo escaños respecto a las  elecciones anteriores.  Cuando alcanzaron el poder, se ocuparon de desarticular todos los mecanismos democráticos.

Pues bien, nuestro blog y nuestra Fundación han nacido precisamente para denunciar este tipo de engaños. No hay democracia posible sin Estado de Derecho. Desde este blog, con independencia de las ideologías y de la postura personal de cada uno de nuestros editores y colaboradores siempre se defenderán las reglas del juego que nos protegen a todos del Poder, de la arbitrariedad y de la fuerza. No podemos permitirnos retroceder ni un paso.

Por eso es hoy preciso hacer un llamamiento a detener este ataque anunciado. Los poderes públicos legítimos no pueden seguir haciendo como si no pasara nada, ni seguir  delegando en el Tribunal Constitucional y en los órganos judiciales toda la responsabilidad de hacer frente al descomunal desafío, como si los demás agentes, empezando por nuestros representantes políticos, no estuvieran involucrados. Existen instrumentos de protección y restablecimiento de la legalidad, y su utilización en un caso como éste no es una opción, sino una obligación por darse los presupuestos legalmente previstos. El Parlamento debe también hacerse consciente de la realidad y dar ya algún tipo de respuesta. Y los partidos que creen en nuestro Estado de Derecho deben reunirse, ganar las complicidades necesarias, y proyectar una imagen de unidad en apoyo a las respuestas que inevitablemente van a ser necesarias.

La lenidad en la sanción del incumplimiento de la norma, aparte del daño generado por el mismo incumplimiento, lleva inherente en este caso unos efectos colaterales muy graves: por un lado, el sentimiento de abandono de un gran número de españoles no nacionalistas que pueden sentir la tentación  de plegarse a la presión de quien demuestra ser capaz de cumplir sus amenazas; por otro, el desafío no afrontado sitúa para el futuro el marco de las reivindicaciones mucho más allá del tradicional tira y afloja económico, político e identitario y anima a las élites de otras Comunidades Autónomas a seguir un camino que, aunque a medio plazo quizá les pase factura, a corto les ha permitido conservar el poder y recibir cuantiosas dotaciones económicas. Quizá, precisamente, la aplicación oportuna del artículo 155 de la Constitución, aunque quizá hubiera generado ese victimismo que tanto se teme, también habría marcado claramente los límites, como si de un niño malcriado se tratara, a los gobernantes díscolos catalanes pero también a los posibles aventureros de diferentes Comunidades que de otra manera pudieran pensar razonablemente que todo el monte es orégano.

Frente a ello, gran parte de la ciudadanía, la más consciente, contempla con cierto estupor la pasividad de nuestras instituciones y fuerzas políticas ante el autogolpe anunciado por la Generalitat para convertir a Cataluña en una República independiente. Ha visto, como preludio, las humillaciones sufridas por nuestros símbolos constitucionales y por la Jefatura del Estado incluso en los momentos menos propicios, como en la manifestación de Barcelona que se pretendía de unidad en la repulsa de los atentados. Recuerda con preocupación cómo la consulta, también ilegal, de 2014 acabó celebrándose pese a que previamente Rajoy había asegurado que no se celebraría. Lo mismo sucede ahora: desde el mismo dontancredismo el Presidente del Gobierno prefiere no ver, no oír y no saber.

Efectivamente, parece que presidente Rajoy ha decidido jugar la peor estrategia de todas, la que mejor casa con su carácter: buscar que se pudra el asunto por si solo, eludiendo una reacción firme del Estado que pueda generar un victimismo populista y terminar así provocando una incrementada mayoría independentista en unas probables elecciones autonómicas. Pero todo eso, además, sin poner nada nuevo sobre el tablero político que ayude a desactivar la situación. Se trata de una estrategia suicida llamada a provocar una crisis constitucional sin precedentes a corto, a medio y a largo plazo.

Como hemos reiteradamente defendido en este blog es necesario unir, a la firmeza jurídica para hoy, una respuesta política para mañana. Y ésta solo puede consistir en una oferta de reforma constitucional que incorpore una solución a la canadiense (en su espíritu, porque no puede ser idéntica): solicitud de referendum por un parlamento autonómico por mayoría cualificada, mayoría reforzada en la votación popular, posibilidad de permanencia para las comarcas o provincias donde esa mayoría no se obtenga, imposibilidad de repetir el referéndum en un plazo prolongado, etc. No solo es una solución en si misma razonable, sino que además es la única posible para desactivar el problema a medio plazo. Es razonable porque, nos guste o no, cuando una mayoría parlamentaria en una Comunidad Autónoma apoya directamente la independencia, y una gran mayoría parlamentaria el referendum de manera persistente, no encauzar jurídicamente ese anhelo, por muy equivocado y populista que nos parezca, presenta a la larga muchos más inconvenientes que ventajas para la salud de nuestra democracia. Pero es que, además, es la única solución para desactivar la hinchazón populista-independentista que padecemos, hasta tal punto que su principal enemigo serían los líderes políticos independentistas que se están beneficiando del mismo con la finalidad de ocultar sus terribles carencias, cuando no sus graves corruptelas. Saben perfectamente que sin fiebre victimista no habrá independencia. Y, además, que serán desalojados del poder.

Rajoy no tiene ni la capacidad ni el liderazgo para atreverse a algo así y sacarlo adelante. Pero es su legítima opción y por eso la respetamos. Pero lo que no es en absoluto su opción es activar o no todos los recursos del Estado (incluido el art. 155 CE) para parar el autogolpe, según la conveniencia político-electoral del momento. No ofrecer la reforma constitucional es un error político, pero no actuar con firmeza contra este ataque a la Constitución pone al borde del precipicio al Estado de Derecho y a la democracia en nuestro país. Algo que, sinceramente, no entra dentro de sus facultades discrecionales. Está obligado a actuar, y si considera que esa reacción firme puede ser contraproducente desde el punto de vista electoral, que piense una propuesta política mejor que la que le proponemos para acompañarla. Para eso se le paga.

Pero ahora mismo, ante la amenaza inminente, lo que necesitamos con urgencia son gestos de autoridad que nos permitan tener esperanza en la prevalencia del Estado de Derecho, no solo por parte del Gobierno, sino de todos los actores políticos, empezando por los más importantes: los ciudadanos. Efectivamente, conforme a lo que Ihering nos enseñó, aquí y ahora el problema es de tal magnitud que no incumbe sólo a los responsables políticos. De toda la sociedad española ha de partir una exigencia de respeto y protección a nuestro Estado de Derecho como fundamento de nuestra subsistencia como nación. Es preciso que dentro y fuera de Cataluña la mayoría haga oír su oposición a comulgar con semejantes ruedas de molino, con la imposición a las bravas de una secesión liberticida y empobrecedora con un apoyo social minoritario, aunque ruidoso y extremista. Los liderazgos sociales en este caso son tan necesarios como los políticos. Y a todos nos concierne evitar que, frente a un plan golpista minuciosamente explicado, sólo se escuche ese silencio de los corderos que precede a los hechos consumados.

 

 

HD Joven: La Universidad de Barcelona, al servicio del ‘procés’

La semana pasada, la Universidad de Barcelona (UB) se adhirió, con nocturnidad y alevosía, al “Pacto Nacional por el Referéndum”. El Consejo de Gobierno de la UB, aprovechando que sus más de 60.000 estudiantes ya estaban de vacaciones y que el 20 aniversario del asesinato de Miguel Ángel Blanco copaba los medios de comunicación, decidió plegarse a los intereses de la Generalitat y contribuir a aquello que Salomon Asch definió, desde la psicología social, como “poder de la conformidad en los grupos”.

En la década de los 50, los experimentos de Asch demostraron que la presión de una multitud sobre una cuestión determinada puede acabar causando conformidad en el individuo que disiente. Tan interiorizada se tiene la teoría de control de masas en la Generalitat que ha logrado que la inmensa mayoría de universidades de Cataluña se adhieran a un pacto partidista con el objetivo de demostrar una amplia aceptación social en torno al referéndum.

En el caso de la UB, como en muchas otras universidades, la mancha de dicha adhesión no se podrá borrar hasta que no logremos, como mínimo, echar a los fanáticos que lo han permitido. No me voy a extender demasiado sobre las razones de por qué una Universidad pública no debería haber tomado cartas en el asunto, pero no puedo avanzar sin exponer algunos argumentos fundamentales. Básicamente, cabe citar cuatro cuestiones capitales. En primer lugar, no debería haber tomado parte porque nos encontramos ante una decisión ilegítima puesto que el Consejo de Gobierno de la Universidad se elige por razones académicas, no ideológicas; en segundo lugar, porque se trata de una decisión opaca, tomada a espaldas del alumnado y del resto de la comunidad universitaria; en tercer lugar, porque es una decisión partidista que erosiona las bases de la convivencia en la comunidad; y, en cuarto lugar, porque es una decisión ilegal por quebrantar la neutralidad que debe mantener toda institución pública y que socava, de este modo, la libertad ideológica y el pluralismo político que establece nuestra Constitución y que supone la base de la democracia.

Ciertamente, podríamos dar muchos otros argumentos. Por ejemplo, que dicha decisión atenta contra el prestigio de nuestras universidades. Sin embargo, hace tiempo que las instituciones catalanas, comandadas por el separatismo, perdieron dicho prestigio, rigor y solidez. De hecho, la estratagema nacionalista para otorgar legitimidad social a un referéndum independentista que no la tiene ha pasado ya a la fase de “el fin justifica los medios”. Porque parece que para el gobierno de la Generalitat todo vale si conduce a unos pocos hacia el fin deseado. Sino pregúntenle, por ejemplo, al Síndic de Greuges de Cataluña (Defensor del pueblo), quien también se ha plegado abiertamente al servicio del independentismo y ha expresado públicamente que “le daría vergüenza” formar parte de Societat Civil Catalana, asociación líder en la lucha contra el secesionismo.

No obstante, y aunque el gobierno de Puigdemont trate de taparlo y de mirar hacia otro lado, todo este ‘procés’ infinito provoca daños inconmensurables a la sociedad catalana y española. Los déficits de la empresa nacionalista están dejando ya demasiadas víctimas por el camino. Me atrevería a decir que la peor parte se la están llevando los niños y niñas en las escuelas, puesto que son el futuro de nuestra sociedad. Niños y niñas que han de soportar una campaña tras otra de nacionalización del entorno escolar, amparados únicamente por resoluciones judiciales que -miren por donde- en Cataluña no se respetan, ni obedecen. Niños y niñas que, ante el desprecio nacionalista, han de ser protegidos por sus familias bajo riesgo de escrache por pedir únicamente lo que el derecho les otorga: un modesto, pero fundamental, 25 % de enseñanza también en lengua castellana. Sí, la oficial en su país. Qué extraño, ¿verdad?

Y claro, ahora que tenemos universidades con ideología oficial y con intereses partidistas, ¿en qué papel quedarán aquellos colectivos de estudiantes universitarios cuyo objetivo es el de luchar contra los abusos nacionalistas? ¿A quién pedirán amparo cuándo lo necesiten? ¿A quién solicitarán ayuda cuando la requieran? Véase, de este modo, la aberración de dotar de ideología a una institución pública y el desprestigio que ello supone.

Pero seamos honestos, todo esto de la independencia está confeccionado por un mismo patrón y sigue, por ende, unas mismas premisas. La Universidad de Barcelona, como otras, no es una excepción. Esta adhesión ha vuelto a poner en evidencia dos aspectos fundamentales que hacen que el ‘procés’ resulte, sobre todo, profundamente tóxico e ilegítimo. Es tóxico porque divide, crea bandos confrontados y obliga a posicionarse. Encontramos una muestra de ello en el resultado de la votación para la adhesión, donde únicamente 24 persona, de 50, votaron a favor del Pacto Nacional por el Referéndum. Y es ilegítimo porque se confecciona de arriba a abajo y no dispone de suficiente base social. La adhesión de la UB supone un clarísimo caso puesto que el capricho opaco de una veintena de personas condiciona el devenir de más de 60.000 estudiantes. Como digo, este patrón se repite en muchos otros casos y podríamos citar numerosos ejemplos.

No obstante, lo cierto es que nada de lo que hace el gobierno de la Generalitat está funcionando. La adhesión de la UB al Pacto Nacional por el Referéndum es un burdo intento más de lograr aceptación social, aunque a estas alturas, de las bases independentistas, ya solo se desprende agotamiento. La población está más hastiada que nunca. Las dificultades para comprar urnas de verdad (no de cartón) son descomunales, el pulso con el Gobierno central parece extenuante, las dimisiones internas hacen mella, las purgas le dan un toque autoritario y fascistoide y la desconfianza entre los socios de gobierno crispa a las bases independentistas, que son quienes han bebido de esa fuente de progreso, bienestar, libertad y riqueza que supuestamente significa la independencia. A todo lo anterior habría que sumarle la falta de garantías y los escasos y dudosos apoyos internacionales que ha recibido el ‘procés’.

En definitiva, apuesto a que el 1 de octubre no habrá referéndum. No obstante, espero que un ‘procés’ como el vivido, un proceso ilegal, opaco e ilegítimo, impulsado con nocturnidad y alevosía, no salga gratuito. Espero que después de este dantesco espectáculo no se vayan de rositas, porque muchos catalanes, cuando todo acabe, habremos pagado un precio muy alto.

El derecho a decidir y las comarcas. O por qué en Quebec los independentistas no quieren un referéndum

A la vista del referéndum que las fuerzas independentistas quieren convocar en Cataluña en octubre, son significativas las diferencias entre los argumentos a favor y en contra del mismo. Los primeros parecen más atractivos de entrada. Frente a la razón, más fría y técnica, del necesario respeto a la Ley, los partidarios de la secesión y sus acompañantes habituales en la izquierda aducen otros de sangre más caliente y con mayor carga sentimental: el valor de la voluntad popular, la tolerancia respecto al deseo de construir una nueva nación a partir de un cierto sustrato diferencial, o la idea de la liberación de un poder opresor que impediría por la fuerza la realización de esos legítimos anhelos.

El marco legal actual tiene unos límites claros pero, al margen de los mismos, es preciso no rehuir ese debate. Y para ello los unionistas han de armarse dialécticamente mejor, máxime en un ambiente recalentado por la propaganda y las emociones. Y en este ámbito echo en falta argumentos que cuestionen el “argumento bandera” nacionalista del debido respeto a la voluntad de los catalanes, el presunto y manido “derecho a decidir”.

Los secesionistas utilizan a menudo el ejemplo del Canadá como modelo de lo que un país avanzado ha de hacer con los anhelos separatistas de una parte de su territorio, en su caso la provincia de Quebec, y su encauzamiento a través de posibles consultas plebiscitarias. Pero un mejor análisis de esa concreta situación nos permite comprobar cómo precisamente ese tratamiento ha conseguido, sorprendentemente, unos frutos muy diferentes a los deseados por los nacionalistas. Hasta el punto que éstos, batiéndose en retirada, ya no quieren celebrar hoy allí un referéndum. Ese ejemplo, por lo tanto, más que suponer un respaldo al secesionismo, puede dotar de nuevas armas dialécticas a unos unionistas necesitados de ellas.

Quebec es una provincia de clara mayoría francófona que arrastraba sentimientos de agravio histórico hacia el resto del país, de mayoría anglófona. Cuando los nacionalistas accedieron al Gobierno autónomo su aspiración máxima fue lograr la separación de Canadá a través de un referéndum. Y consiguieron al respecto promover hasta dos consultas de autodeterminación, en 1980 y en 1995. La última de ellas perdida sólo por un muy escueto margen. Dada la evolución de la opinión, parecía que sólo era cuestión de tiempo un nuevo referéndum, esta vez ganado. Pero entonces una nueva circunstancia cambió radicalmente este rumbo: la promulgación de la llamada Ley Federal de Claridad, que regula las bases de la secesión.

Un vistazo a la Historia nos permite entender mejor esta situación, insólita en otros muchos países. Canadá se constituye en 1867, con la denominación entonces de “Dominio del Canadá”, como una confederación de provincias que habían sido hasta entonces colonias británicas. Ni siquiera comprendía originariamente su extensión actual, pues provincias como Columbia Británica o Alberta se incorporaron posteriormente, pactando incluso para ello condiciones especiales. Sometido el Dominio a la autoridad de la Corona británica (vinculación que hoy simbólicamente se mantiene, con la Reina de Inglaterra como Jefe del Estado), el Gobierno federal fue ganando progresivamente un mayor poder e independencia. Ese origen puede explicar que, partiéndose de una unión voluntaria de Provincias, no existan impedimentos constitucionales insuperables para su separación, como ocurre en la inmensa mayoría del resto de los países. Pero esta posibilidad debía ser regulada para que se hiciera, en su caso, de forma ordenada y justa, evitándose el unilateralismo con que hasta entonces habían actuado las autoridades provinciales nacionalistas en Quebec. Esa necesidad es la que llevó a la promulgación de la Ley de Claridad.

El análisis de esa ley está en este post (aquí) de 2012 que, tal vez desafortunadamente, no ha perdido demasiada actualidad. La misma establece los pasos necesarios para lograr ese objetivo de la secesión, referéndum incluido, y sus condiciones que, muy sintéticamente, podemos reducir a tres. Ninguna de las cuales, por cierto, es cumplida en el proceso que impulsan hoy los secesionistas catalanes, por más que sigan queriéndose apoyar en ese precedente.

-El primer requisito es que el proceso comenzaría con una pregunta clara e indubitada en un referéndum sobre el deseo de secesión (y de ahí el nombre de “Ley de Claridad” como se conoce a la norma). Y que el mismo deba ganarse con unos requisitos especiales de participación, pues no se considera razonable que un cambio tan trascendental y de efectos tan generales sea decidido en definitiva por un sector minoritario de la población, como pretenden los impulsores del referéndum catalán y como ocurrió también con el aprobatorio de la última reforma estatutaria que tantos problemas ocasionó.

-El segundo requisito es que ese referéndum ganado sería un mero comienzo, y no un final del proceso de separación. Allí no pierden de vista que ese camino requeriría complejas negociaciones para resolver de forma amistosa todos los enormemente arduos problemas que una secesión trae consigo. Mucho mayores, por ejemplo, que los que ha de resolver el Reino Unido para salir de la Unión Europea, donde aun así se considera asfixiante el plazo legal de dos años para concluir un acuerdo.

-El tercero es que la cesión no ha de darse necesariamente sobre toda la provincia canadiense en la extensión territorial que hoy tiene. En este requisito quiero insistir hoy, pues en gran parte explica el citado y sorprendente giro de los secesionistas.

Conforme a la citada Ley, y como parte de esa negociación, si existen en la provincia consultada ciudades y territorios en los que la proporción de unionistas sea sustancial y claramente mayoritaria, aquélla, para separarse, debe aceptar desprenderse de ellos para que puedan (por ejemplo, formando para ello una nueva provincia) seguir siendo parte de Canadá. Esto parece que tiene una buena justificación. De la misma manera que Canadá adopta una postura abierta respecto a la potencial salida de territorios con una sustancial mayoría de habitantes que no desean seguir siendo canadienses, la Provincia también debe aceptar desprenderse de porciones de la misma por la razón, en este caso simétrica e idéntica, de que una mayoría sustancial de su población sí desee seguir siendo canadiense.

Esto último resulta difícil de aceptar para cualquier nacionalista, que tiende siempre a querer absorber territorios que considera irredentos más que a estar dispuesto a desprenderse de otros sobre los que domine. Si consideramos encuestas y comportamientos electorales recurrentes, la renuncia a Barcelona, a su zona metroplolitana, a buena parte de la costa, además del Valle de Arán y probablemente otras comarcas, para respetar la voluntad claramente mayoritaria de sus habitantes de querer seguir siendo parte de España y de la Unión Europea puede producir un efecto paralizante del impulso hoy desbocado del nacionalismo a la secesión. Como ha ocurrido en Quebec, donde los nacionalistas no están de ninguna manera dispuestos a renunciar a Montreal y a otras zonas trascendentales por su riqueza, cultura y valor simbólico para constituirse como un país más rural, atrasado y reducido de lo que hoy son.

Ahí es, por tanto, donde el argumento del pretendido “derecho a decidir” hace aguas. Porque si un nacionalista no reconoce que los habitantes del resto de España puedan tener influencia en su configuración territorial, tampoco hay que reconocerles a ellos el apriorismo de que sólo lo que decidan el conjunto de los catalanes ha de tener legitimidad.

Lo que subyace en todo ello es que, por mucho que el nacionalismo quiera vender su proceso de secesión como un camino de sonrisas hacia la felicidad, lo cierto es que la Historia nos enseña que cualquier disgregación ha dado lugar a serios problemas, grandes crisis económicas, desplazamientos de población e importantes sufrimientos personales. Y que todo ello no podría evitarse en Cataluña cuando un importante sector de la población (al menos aproximadamente la mitad) desea seguir siendo española.

En el debate es preciso introducir ya este factor. España debe en todo caso empezar a amparar a sus ciudadanos que, en Cataluña, desean seguir siendo españoles y están hartos de sentirse rehenes abandonados al nacionalismo. Y no perderse jugando sólo en su terreno de juego. En este sentido las últimas propuestas de los socialistas de Sánchez e Iceta de promover reformas constitucionales para atribuir aún más poder a unas autoridades regionales que tan mal lo han usado, para garantizar privilegios y hegemonías, para desactivar cualquier mecanismo de control y de protección de la legalidad, y para acentuar la simbólica desaparición de todo vestigio del Estado en Cataluña, resultan, no ya inútiles para frenar a un secesionismo al que las cesiones nunca han apaciguado, sino manifiestamente contraproducentes.

No es eso lo que sirve, ni tampoco el inmovilismo de un Rajoy convencido de que el problema se solucionará dejando que se pudra. En el corto plazo los mecanismos de restablecimiento de la legalidad pueden evitar, tal vez, la celebración del referéndum unilateral. Pero es preciso abordar ya el problema del día después y despojarse para ello de prejuicios y de dogmas. Como han conseguido hacer los canadienses. Dejemos a los nacionalistas, catalanes o españoles, la defensa conceptual de indisolubles unidades territoriales de sus respectivas patrias. Nosotros, los que no lo somos, podemos ir un poco más allá, actuar con inteligencia, promover  con aquélla inspiración unos mejores incentivos y garantizar así una unión y una integración que a todos nos favorece.

Bartleby y el artículo 155: “preferiría no aplicarlo”

Estoy seguro que nuestros cultos lectores conocen bien la historia de Bartleby, el escribiente, relatada en un cuento del mismo nombre de Herman Melville. Bartleby es contratado por un abogado de Nueva York que se dedica a propiedades e hipotecas de clientes ricos. Es un buen empleado, pero cuando en una ocasión se le pide que examine un expediente, Bartleby contesta: “Preferiría no hacerlo”. Y no lo hace. Y, partir de entonces, cada vez que se le pide algo contesta lo mismo, aunque sigue con sus ocupaciones normales. Al final resulta que nunca abandona la oficina, ni siquiera cuando es despedido; ni cuando el abogado vende el local, impotente para expulsarlo.

Se han dicho muchas cosas sobre la actitud de Bartleby; desde que es precursora del existencialismo o del nihilismo, hasta que es una muestra de arrogancia, o del deseo de no molestarse por nada. Pero a mí su conducta me ha venido a la cabeza cuando he leído que  Sánchez, tras su reunión con Rajoy, decía que “invocar el artículo 155 lo único que hace es alimentar precisamente al independentismo” a lo que siguieron las declaraciones de Robles en el sentido de que tal aplicación “nunca sería una solución procedente y nunca la apoyaríamos” (aquí). Pero es que Soraya Sáenz de Santamaría también ha venido a declarar que la fuerza de las leyes no necesitan sobreactuación, en contestación a la pregunta de si el gobierno recurriría al artículo 155 (aquí), aunque hace año y medio le parecía una posibilidad perfectamente aceptable (aquí). También Ciudadanos parece entrar en este juego cuando Rivera dice que no se aplicará el art. 155, pero propone “firmeza” para evitar el 1-O y después, actualizar la Constitución; y hace un par de años, parecía más abierto a él, aunque muy cautamente, porque sólo lo preveía para el caso de que se declarara la independencia (aquí)

Sin embargo, hace muy pocos días la prensa nos informaba de una curiosa coincidencia de opinión entre dos dirigentes tan distintos como González y Aznar, “casi en un 95 por ciento”: es preciso aplicar el artículo 155 de la Constitución en relación al asunto catalán. Por supuesto, hay una importante diferencia entre tener responsabilidades políticas y no tenerlas, porque no es lo mismo sufrir las consecuencias de tus decisiones que no sufrirlas; y es verdad que, como decía González, los expresidentes son como los jarrones chinos: no se retiran del mobiliario porque se suponen valiosos, pero estorban siempre.

Por otro lado, también es verdad que en una situación tan políticamente expuesta no es cuestión de revelar nuestra estrategia: quizá existan razones que aconsejen prudencia y quizá la decisión de Rajoy –y demás partidos- de evitar todo aspaviento tenga la sabiduría de sentarse a ver pasar el cadáver de su enemigo que, por cierto, se deteriora paulatinamente con peleas internas que acrecientan la sensación de ridículo nacional e internacional del procès, lo que quizá aconsejara permitir que ultimen su camino hasta que algún niño les diga que el procès está desnudo.

Además, no cabe duda de que el desafío que tiene el gobierno (y el Estado) es grave y de difícil resolución porque es evidente que el soberanismo ha tomado la decisión de huir hacia delante, elevando al máximo –como dice aquí Ignacio Varela- el listón del desafío y de la provocación, para situar a los poderes del Estado ante un dilema perdedor: o represión, o capitulación.

Pero dicho todo eso, ¿es serio decir que no procede aplicar en ningún caso el artículo 155 y que es contraproducente? No lo creo yo así. Las normas no son opcionales y están ahí para ser aplicadas cuando se dé el supuesto de hecho, y parece que podría entenderse que el de este precepto (“si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, …..”) se ha producido hace tiempo, por lo que el problema no es si debería aplicarse en el futuro sino si debería haberse aplicado en el pasado. Y cabe añadir que no es sólo el interés de España el afectado, sino también el  particular de Cataluña, cuya política y cuyos recursos se están dilapidando en luchar contra molinos de viento mientras necesidades acuciantes se dejan de lado.

Lo malo es que, como dice aquí el primer presidente de la Fundación Hay Derecho, Roberto Blanco, este precepto debería aplicarse antes del referéndum, pero como por su lado señala aquí Jorge de Esteban, es probablemente tarde para ello porque la duración de los trámites lo impediría.

Por supuesto, preceptos que contienen conceptos jurídicamente indeterminados están sujetos a una interpretación que puede contener criterios políticos o de conveniencia; pero, en todo caso, la aplicación de la norma no es meramente opcional, ni para los independentista ni para el Estado. No entender esta idea significa olvidar la esencia del Estado de Derecho, enviando a otros posibles incumplidores el mensaje de que la eficacia de la ley depende del número de personas que estén de acuerdo en incumplirla o de la conveniencia política de aquellos que estén obligados a aplicarla, al tiempo de generar en aquellos que sí la cumplen generalmente una sensación de agravio comparativo, porque con ellos, poco poderosos individualmente, no hay clemencia alguna y –por poner un ejemplo- han de pagar sus impuestos con el máximo rigor y sin ninguna presunción de inocencia, con los recargos e intereses correspondientes.

La correcta aplicación, en tiempo y forma, de las normas tiene la función pedagógica y ejemplarizante de hacer saber al infractor las consecuencias de sus actos para disuadirle de repetir el acto y servir de ejemplo a los demás para que eviten la infracción (en Derecho penal se llamaba prevención especial y general) aparte de reforzar el mismo ejercicio del poder con el fortalecimiento de la creencia de que quien ahora lo ostenta es digno de él y ha de temerse su reacción, lo que, en poderes legítimamente constituidos es justo y necesario y no, como parece entenderse todavía en nuestro país, una reacción semifascista o autoritaria. No aplicar las normas en el momento oportuno deteriora la convivencia y al mismo tiempo debilita al propio poder que cada vez será más vulnerable y resistirá peor embates futuros. Por supuesto, ejercer el poder es duro y supone una gran responsabilidad y es cierto que podría generar victimización, pero el “preferiría no aplicarlo” tiene el riesgo superior de generar Estados inoperantes; además la victimización es inevitable para quien quiere sentirse víctima: mejor esperar que vaya al psicólogo que moldearle las normas a su conveniencia. Es más, políticamente, la aplicación del artículo 155 probablemente serviría de llamada de atención a otras Comunidades Autónomas que pudieran rumiar cosas parecidas y permitiría poner sobre la mesa el evidente problema de organización territorial que tiene nuestro país, tanto en su diseño, como en el ejercicio de las competencias atribuidas, preñado de deslealtad y exceso.

Conste que no estoy diciendo ni cómo ni cuándo debe aplicarse este artículo, sino simplemente que no debe descartarse de plano, como no debe descartarse de plano ninguna norma. Ni tampoco digo que en Cataluña no haya un problema, ni que al nacionalismo no le puedan asistir razones; ni siquiera que, con determinadas condiciones, no pudiera ser oportuna una consulta a la canadiense, como quien me haya seguido en este blog sabe perfectamente y puede comprobar buscando. Sólo insisto en que rompiendo la norma no se puede hablar de nada.

Tampoco afirmo que la única solución al desafío del referéndum sea la aplicación de este artículo, pues al parecer se está barajando la posibilidad de aplicar la ley de Seguridad Nacional. O quizá se pueda confiar en que las facultades ejecutivas concedidas al Tribunal Constitucional disuadan del desaguisado o simplemente que el miedo al panorama penal de funcionarios o políticos pueda desactivar un ya bastante mermado proceso.

Ahora bien, tengo para mí que al ciudadano de a pie no le convencerán demasiado afirmaciones tan genéricas como la de que ”el referéndum no se va a celebrar” sin más aclaraciones sobre el método que se va aplicar para impedirlo, sobre todo si recordamos que el intento secesionista anterior es de 9 de noviembre de 2014, con dimisión de Fiscal General incluida, y sin que desde aquella fecha se haya registrado  actuación alguna por parte del ejecutivo, que ha preferido la callada por respuesta mientras que las amenazas y desafíos han ido in crescendo. Tampoco la actitud del  Constitucional, que ha avalado que los rótulos de los comercios en Cataluña sean en catalán, ignorando paladinamente el artículo 2.1 de la Constitución, pueda suscitarnos demasiadas esperanzas.

En definitiva, sólo pido a nuestros gobernantes que tengan en cuenta la máxima de Josep Tarradellas de que en política se puede hacer de todo menos el ridículo. Y todavía que el ridículo lo hagan los políticos puede tener un pase, pero no que se lo hagan pasar a la ciudadanía que, aunque no llegue todavía a hillbilly, no parece conveniente que acumule sentimientos de agravio, con lo que se está viendo por el mundo (léase Trumplandia). Y, por cierto, todavía sería peor que la cosa acabase con un pacto chapucero bajo mano en el que, por evitar el ridículo, se realicen cesiones o cambalaches que acrecienten la disfuncionalidad actual de nuestro Estado y, todavía peor, envíen el mensaje de que para conseguir privilegios hay que apostar fuerte.

Con respeto de las formas se puede hablar de todo; sin él, de nada.

HD Joven: Cataluña (II): Una Justicia más lenta por 14€. Para todo lo demás…

La Generalitat pagará 14 euros a los abogados de oficio por cada escrito procesal (demandas, recursos, etc.) que presenten en catalán. Así se puede resumir la información publicada recientemente en diversos medios de comunicación (ver aquí o aquí). ¿El motivo de una medida tan exótica? Que durante el año 2016, el uso del catalán en los juzgados se situó en el 8,4%, al parecer y según indican las citadas fuentes, el peor dato de la década.

¿Sorprendente? No demasiado a estas alturas. Hace tiempo que la promoción y fomento de las lenguas oficiales de las comunidades autónomas se convirtió en una función visible de las administraciones públicas. Generalmente, esta actividad administrativa ha adoptado la forma de subvención (dinero público), aunque no han faltado casos en que se ha hecho uso de la potestad sancionadora de la administración. Como ejemplo más representativo de esta segunda forma de intervención, baste mencionar las famosas multas a los comerciantes que osaban rotular sus negocios en castellano.

Siendo la defensa del Estado de Derecho el leitmotiv de este blog, no puedo pasar por alto lo que dice nuestra Constitución al respecto de esta cuestión. Y en efecto, su artículo 3.3 establece que la riqueza de las distintas modalidades lingüísticas de España es un patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección.

Respecto del cómo, cuánto o de qué modo se haya de hacer efectivo ese respecto y protección de las lenguas de las comunidades autónomas, es una cuestión interpretable y que cada cual verá desde su particular prisma ideológico (¿despilfarro de dinero público o justa defensa de la riqueza lingüística?). En mi opinión, no parece razonable que los abogados de oficio vean mejor o peor retribuida su importante labor –nada más y nada menos que proveer de asistencia jurídica gratuita a quién carece de recursos económicos – en función de la lengua que empleen a la hora de redactar sus escritos.

Pero no es este el debate que pretendo abrir con estas líneas, sino otro que tiene que ver con el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 CE) y, en particular, con la incidencia que el uso de distintas lenguas tiene en el desarrollo de los procesos judiciales.

En la rutina de los tribunales suelen convivir el castellano y las lenguas oficiales de las comunidades autónomas (tanto en los escritos presentados por las partes como en las resoluciones dictadas por el tribunal). Y ante esta realidad, la legislación vigente no ha sabido dar una respuesta ordenada y coherente al problema de las lenguas en el proceso. De hecho, la aplicación práctica del artículo 231 de la LOPJ –donde se regula esta cuestión- ha dado lugar a numerosas dudas y criterios dispares de los distintos juzgados.

Como decíamos al inicio, el uso del catalán en los juzgados se situó el año pasado en poco más del 8%. Si damos por cierta esa cifra, es fácil deducir que lo normal y más habitual en Cataluña es que los abogados usen el castellano en sus escritos. Si formas parte de esa mayoría y tienes la suerte de encontrar enfrente a un compañero que prefiere usar el catalán, es altamente probable que el proceso termine viéndose afectado por dilaciones indebidas.

Situándonos en ese escenario, no resulta claro en qué momento procesal tiene que solicitarse la traducción, ni qué cauces deben seguirse ante dicha solicitud, ni quién ha de costear la traducción (la propia Administración de Justicia o la parte que pretende hacer uso de la lengua oficial de la comunidad autónoma), ni si existe algún supuesto en que el tribunal pudiera denegar la traducción a la parte que dice desconocer la lengua del territorio. A primera vista todo esto puede resultar extravagante, pero en el día a día de los tribunales en Cataluña –y no solo en Cataluña-, se dan soluciones para todos los gustos. Por mencionar un caso de actualidad, no tiene desperdicio el video que publicaban la semana pasada los medios de comunicación, sobre el altercado habido en un Juzgado de Primera Instancia de Olot, que por el momento, ha supuesto que la juez titular sea amonestada por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (ver aquí).

En el mejor de los casos, la convivencia de varias lenguas en el proceso suele traer consigo la suspensión de plazos (o lo que es lo mismo, demoras) para que el traductor pueda llevar a cabo su labor. Y en el peor de los casos, no es descartable que tal situación pueda terminar en una reñida disputa entre las partes que termine conduciendo a la nulidad de actuaciones Esto ha sucedido en determinados casos –puntuales, para ser honestos- en que el Juez o Letrado de la Administración de Justicia (antes Secretario Judicial) dictaba una resolución resolviendo en sentido negativo la solicitud de traducción de la parte que alegaba desconocer el idioma catalán. Posteriormente, elevada la controversia a la Audiencia Provincial, éste órgano acuerda retrotraer las actuaciones al momento procesal inmediatamente anterior a aquel en que se infringió el artículo 24 de la Constitución (solo por citar dos ejemplos: SSAP Barcelona, Sección 19ª, núm. 287/2013, de 31 julio, y Sección 11ª, Sentencia núm. 346/2013, de 22 julio). Es fácil imaginar el enorme desfase temporal que esta situación general.

Supongamos (aunque puede que sea mucho suponer) que la Generalitat consigue el objetivo perseguido y que los 14 euros sirven efectivamente para incrementar el uso del catalán en los juzgados, ¿tendrá ese cambio algún efecto positivo en el funcionamiento de la administración de justicia? ¿Disfrutarán los ciudadanos y empresas de procedimientos judiciales más ágiles y rápidos? Mucho me temo que no. Incluso me atrevo a pronosticar que el efecto puede ser más bien el contrario.

Más allá de los efectos secundarios que pudiera tener un incremento del uso del catalán en los juzgados, la noticia me sugiere una idea o propuesta de cambio, relacionada con este concreto asunto, que sí tiene que ver con mejorar el Estado de Derecho y, por ende, la vida de los ciudadanos.

En primer lugar, propongo que el Legislador repiense el régimen legal de las lenguas en el proceso. En mi opinión lo más sencillo (y práctico) sería establecer una lengua vehicular del proceso (¡que nadie me malinterprete!). Para que cualquier medio de resolución de conflictos se desarrolle de manera ágil es necesario que las partes compartan un código lingüístico de comunicación. De este modo, el proceso habría de seguirse en castellano salvo cuando ambas partes estuvieran de acuerdo en que la controversia se ventile en la lengua de la comunidad autónoma. Se trataría de asegurar la igualdad de armas, evitar dilaciones indebidas y, a la postre, ahorrar recursos al erario público. ¿Atentaría esta solución contra el debido respeto y protección de las distintas modalidades lingüísticas? Creo que no.

Esta cuestión sí es verdaderamente importante y merece ser sometida a debate en la sociedad civil. En mi modesta opinión, con los debidos respetos a la Generalitat y a todos los ciudadanos catalanoparlantes que pudieran sentirse agraviados, creo la dádiva de los 14 euros no pasa de ser una mera anécdota comparada con un reto tan trascendente como edificar una Justicia rápida y eficaz.

Por último, la torpeza de la medida me recuerda que por fin deberíamos abrir un debate serio sobre como potenciar y mejorar –o incluso remodelar por completo- la figura del abogado de oficio (tema que pretendemos tratar próximamente en HD Joven). El derecho a la asistencia jurídica gratuita (art. 119 CE), resulta vital para que todos los ciudadanos –independientemente de su capacidad económica- puedan acudir a los tribunales para la tutela de sus derechos e intereses legítimos, siendo dispensados, en su caso, del pago de honorarios de abogado y procurador, entre otros.

 

HD Joven: Cataluña (I): Contra la mordaza independentista en la Universidad (UAB)

(Ilustración: Javier Ramos)

En una de las obras de Elisabeth Noelle-Neumann, quien fue politóloga alemana experta sobre la percepción de la opinión pública, encontramos un pasaje que dice así: “Poco antes de las elecciones al Parlamento Federal de septiembre de 1976, aparecieron en las encuestas de Allensbach (Alemania) dos preguntas del siguiente tipo. Una decía «Aquí tiene un dibujo de un coche con la rueda pinchada. En la ventanilla trasera derecha hay una pegatina de un partido político, pero usted no puede leer de qué partido se trata. ¿Con pegatinas de qué partido cree que se corre un riesgo mayor de que a uno le pinchen las ruedas?» Los que respondieron distinguieron tajantemente, afirmando que sería el partido cristianodemócrata quien sufría mayor peligro por llevar el adhesivo”. Para entonces, en la encuesta, se perseguía un objetivo muy concreto a la vez que complejo: determinar si los ciudadanos podían percibir la opinión pública y lograr averiguar qué puntos de vista e ideologías aislaban a las personas, implementando, de este modo, una espiral de silencio.

Temor a ruedas pinchadas, carteles arrancados, banderas rajadas y quemadas, estudiantes coaccionados, carpas boicoteadas, etc. es el precio a pagar en la Universidad Autónoma de Barcelona (UAB) por tratar de discrepar públicamente (aquí). Pero si esto sucede, se articula con un claro objetivo, aunque tiene múltiples causas. El fin último de los violentos es el de avivar la espiral del silencio con tal de enmudecer las voces críticas que intentan exponer alternativas a la opinión pública. Sin embargo, esta acción tiene muchos riesgos. Exponerse a este ejercicio demuestra que se pueden sufrir incomodidades, peligros y grandes amenazas cuando el clima de opinión está en contra de las ideas que en el colectivo de Joves de Societat Civil Catalana (JSCC) tratamos de introducir.

El jurista alemán Rudolph Von Lhering en su ensayo La finalidad en el Derecho expuso que la desaprobación que castigaba a alguien que se apartaba de la opinión mayoritaria no tenía el carácter racional de la desaprobación debido a una conclusión lógicamente incorrecta. Más bien se manifestaba como la reacción práctica de la comunidad, consciente o inconsciente, ante la lesión de sus intereses, una defensa para la propia protección. Este es el motivo por el cual la opinión pública es tan sumamente relevante y poderosa, y esta es la causa por la que los violentos de la Universidad Autónoma de Barcelona tratan de hacerse con el juicio de los estudiantes.

Permítanme que diga que hablo con conocimiento de causa. Muchos son los colectivos universitarios en la UAB que han intentado, a lo largo del tiempo, hacer lo que nosotros, desde JSCC, estamos haciendo. Ellos, tristemente, no han tenido éxito. Cuando alguien lo ha intentado lo ha hecho bajo su cuenta y riesgo, con lo que ha acabado siendo absorbido por el remolino de violencia y desaprobación que existe en esta Universidad. Ha sido enmudecido por la mordaza pública. Los mecanismos de la espiral del silencio son implacables si no se tiene un apoyo exterior como el que nosotros, desde JSCC, sí tenemos.

De esto que les estoy explicando sabe mucho Teresa Freixes, Catedrática de Derecho Constitucional. La profesora Freixes fue la encargada de instruir lamentables sucesos protagonizados por los radicales en la primera década de los 2000. En dichos estudios se recogían, incluso, testimonios de trabajadores de la Plaza Cívica de la UAB que habían sido coaccionados por los radicales separatistas con tal de que sucumbieran a sus intereses. Poco después, en 2006, se fundaría el agresivo SEPC (Sindicato de Estudiantes de los Países Catalanes). De esto nadie habla. ¿Y de las palizas a Rectores de la UAB? Nadie se acuerda ya.

Si bien es verdad que el campus de la UAB no se puede analizar como un lugar apartado de influencias exteriores, también lo es que en esta Universidad se dan unas características que propician un ambiente perfecto para que la comunidad se exprese lo justo y necesario, y siempre obedeciendo a la opinión aparentemente mayoritaria. Nadie se atreverá a cuestionar que el parecer general del ciudadano medio (en Cataluña) respecto a la independencia es el de que los separatistas son una mayoría, socialmente aceptados y defensores de una causa llena de connotaciones positivas. Por otro lado, a los no independentistas se nos atribuyen todo tipo de adjetivos negativos, siendo el más usado el de facha y siempre asociándonos a una causa rancia y poco democrática. En Cataluña se ha moldeado la opinión pública al son de los dirigentes e intereses nacionalistas de la Generalitat, y los recursos invertidos para lograr que jóvenes y mayores aceptaran los postulados separatistas han sido descomunales. El adoctrinamiento en las escuelas, la tergiversación de cuestiones históricas o el uso partidista de los medios y de los espacios públicos, son solo algunos ejemplos.

Pero si digo que en la UAB existe un ambiente perfecto para implementar la espiral del silencio es porque se acumulan más factores, todavía, que favorecen el amordazamiento de parte de la comunidad. Si a las tesis inoculadas por la Generalitat le sumamos la violencia de los separatistas radicales y agresivos del campus, la complicidad de la rectora y el silencio de los que simpatizan con el régimen, tendremos, como resultado, una persecución continua y sin límites de los pocos estudiantes libres y valientes que se atreven a discrepar de la opinión aparentemente mayoritaria. ¿Por qué este modus operandi? La respuesta la encontramos en palabras de John Locke. Según el pensador “no hay uno entre diez mil lo suficientemente firme e insensible como para soportar el desagrado y la censura constante de su propio entorno”. Por eso las personas nos acabamos adhiriendo a la opinión pública incluso contra nuestra voluntad.

Sin embargo, si he creído conveniente escribir todo lo anterior ha sido para poder introducir, con sentido, una ejemplificación de Descartes. El filosofo sabía cómo mejorar su propia fama al tiempo que debilitar la de sus rivales. En 1640 envió su obra, Meditaciones metafísicas, a los más sabios e ilustres: el decano y los doctores de la sagrada facultad de teología de París. En una carta les pidió que, teniendo en cuenta el gran respeto público del que disfrutaban, dieran “testimonio público” en apoyo a sus ideas. Este hecho provocaría que el resto de hombres de conocimiento aprobaran el juicio del decano y doctores. Su autoridad forzaría a los intelectuales a superar su espíritu de contradicción o, simplemente, esos postulados se entenderían como algo adecuado y respetable por todos, influyendo así en la opinión pública de los sabios y de la comunidad.

En nuestra Universidad quien ocupa ese puesto de rigor y autoridad es la rectora, Margarita Arboix, y su equipo de gobierno. A ella, colocándome humildemente en la piel de Descartes, le pido que establezca, ante la opinión pública, un relato claro y sin ambages. Le exijo que distinga, con precisión milimétrica, entre víctimas y verdugos y que clame, sin miedo y a los cuatro vientos, en favor de la libertad de expresión con tal de desacreditar a los violentos y acabar con la terrible espiral del silencio que trata de amordazar a los estudiantes libres y acalla a otros. Es su responsabilidad ser la autoridad y finiquitar un “tribunal público de plaza de pueblo” que nos ha venido juzgando desde la constitución de Joves de Societat Civil Catalana-UAB. Es su responsabilidad evitar que nos amordacen.

Cataluña a distancia

Incluso los catalanes que hemos vivido mucho tiempo fuera de Cataluña, vemos lo que ahí ocurre de forma distinta si volvemos a instalarnos en una de sus ciudades. Por ejemplo, cualquiera que se adentre en la Cataluña interior y pase unos días en alguno de sus pueblecitos, el paisaje urbano que verá estará adornado de esteladas (la bandera independentista) y de jóvenes musulmanes y musulmanas perfectamente reconocibles por su atuendo. El resto, por lo general, son personas mayores que sobrepasan la cincuentena. A lo largo de muchos años se prefirió favorecer este tipo de inmigración –la procedente del norte de África o de Paquistán- que la hispana, por la sectaria razón de que no venían con el español aprendido, lo cual perjudicaba la implantación del catalán. La lengua, pues, en Cataluña ha sido y es uno de los símbolos distintivos del nacionalismo. Desde el origen del catalanismo, con Almirall, fue el elemento aglutinador para proclamar el “hecho diferencial” catalán. Un hecho diferencial que, culturalmente, parece más empobrecedor que otra cosa. El catalán, aislado, por más ayudas oficiales que tenga, se irá empobreciendo.

Pero esto que acabo de explicar –opinión personalísima- como tantas otras cosas se ven de un modo en Cataluña y, de otro, en el resto de España, especialmente en Madrid. Sólo de esta forma puede comprenderse el erróneo análisis que ha hecho el ex presidente Aznar a través de la fundación FAES. Mientras la línea política se marcó desde ahí, el Partido Popular erró siempre en su análisis sobre Cataluña. Fue equivocada la apuesta por la línea dura preconizada en la primera mitad de los noventa por Vidal Quadras; y equivocada fue la línea entreguista al pujolismo preconizada y aglutinada por los hermanos Fernández –y asumida por Aznar, no o olvidemos- de la segunda mitad de los noventa. El resultado ha sido una catastrófica comprensión del “hecho diferencial” catalán en los quince años siguientes, tanto con Aznar como presidente del Gobierno, como con Rajoy, jefe de la oposición, primero, y luego presidente, también, del Gobierno. Y ha pasado lo obvio: dentro del PP, salvo alguna excepción, no entendieron, hasta ahora, nada de nada sobre lo que se estaba cociendo en Cataluña.

En estos últimos días, frente a esa imagen de una presidenta del Parlament acompañada por un grupo de manifestantes portadores de banderas independentistas, camino del Tribunal de Justicia, hay esa otra del PP y el PSOE que parece que han llegado a un acuerdo sobre los límites de la reforma constitucional. Esa nueva etapa de diálogo, pues, en cuestiones que son las que de verdad importan, como la financiación, la educación, o la lengua, que parece que se ha inaugurado en esta época de pactos y de coaliciones, colocará al independentismo en el lugar del que nunca debió salir. Que hoy la política catalana dependa de un partido como la CUP para poder seguir adelante con la reivindicación secesionista resulta patético.

El referéndum, convertido en una especie de cajón de sastre reivindicativo, ya sea en su modalidad vinculante o consultiva, no sólo no es una panacea democrática, sino que puede llegar a ser la antesala de el autoritarismo. Primero porque, en el caso de que el resultado sea ajustado, excluye para siempre a la mitad de una población que pretende otra cosa. Segundo, por su irreversibilidad; si es vinculante, a diferencia de unas elecciones legislativas o presidenciales, no tiene marcha atrás. Y, tercero, porque no es posible, con un sí o un no, resumir una política con consecuencias llenas de matices. Junto al tema del referéndum, hay otra cosa que también se ven de forma distinta en Cataluña y en el resto de España. En Cataluña no se dan cuenta del profundo anticatalanismo que se ha ido incubando en cualquier lugar de España; o quizás algunos se han dado demasiada cuenta en Cataluña y lo han ido alimentando. Hace unos años ser catalán era un signo de respeto. (Es posible que, cualquiera que fuese el partido que gobernase, no se enterasen o no querían enterarse de lo que estaba pasando durante el cuarto de siglo de gobierno de Pujol).

Una cosa es predicar y otra dar trigo. No es lo mismo ver que vivir. Parece mentira que tan pocos kilómetros, con AVE por medio que nos une, haga tan distintas la formas de ver las cosas en Cataluña y en el resto de España.

Diario de Barcelona: Tarradellas, Maragall y Pujol

Estos días en Cataluña, en el resto de España y en todo el mundo no se habla de otra cosa: ¡Trump es el nuevo presidente de los Estados Unidos! Y a continuación viene la pregunta obligada: ¿Y qué va a hacer? De momento no lo sabe nadie o casi nadie y es probable que ni él mismo lo sepa. Llegar a un lugar tan importante no es fácil, mas si uno acierta en encontrar el punto de intersección entre lo que la gente quiere con lo que uno ofrece, es posible llegar. Quienes han logrado a lo largo de la historia encaramarse a puestos relevantes ha sido por eso, porque supieron dar con ese punto. Ahora bien, una vez se ha llegado a la cima, muchísimo más difícil que la subida es la bajada. (Prueben de subir y de bajar una montaña difícil…)  Ya en la tragedia griega se decía que lo importante no era cómo se entraba en escena sino el modo de salir de ella.

En estos vuelcos inesperados que está ofreciendo la política hay quien por aquí en Cataluña dice que primero fue el Brexit, que luego ha sido la llegada de Trump y que el siguiente bombazo será la secesión de Cataluña. El independentismo se agarra a lo que sea para seguir soñando, cueste lo que cueste. Se ha de conseguir. Pero, ¿qué es lo que quedará de todo esto? ¿Independencia para qué, nos preguntábamos hace unas semanas? ¿Cómo saldrán de la escena estos personajes que ahora están sentados en el Olimpo de la política? ¿Qué se recordará de Mas, de Forcadell, de Junqueras o de Puigdemont?  ¿Cómo dejaron la política algunos de nuestros más prominentes personajes de la vida pública?

De Tarradellas se recordará que, contra viento y marea, supo perseverar y guardar el legado de la Generalitat en el exilio. Con tesón consiguió que fuese restaurada y creó un embrión de estructura de estado autónomo catalán dentro de lo que viene en denominarse el estado de las autonomías. Se recordará de él su lealtad a Cataluña, a la Constitución, a la Monarquía –que allanó el camino para la restauración de las instituciones catalanas- y a España.

De Maragall se recordará el vuelco que supo darle a la ciudad de Barcelona tras el tirón que supuso el ser sede olímpica en 1992. Hay un antes y un después en la ciudad de Barcelona desde 1992, aunque ahora pretendan quitarle los nombres de las plazas al Rey Juan Carlos o la cita de Samaranch en un busto que él mismo donó. Maragall quedará en la historia de nuestra ciudad como el alcalde que la engrandeció en la segunda mitad del siglo XX.

De Pujol, ¿qué quedará? Se que es una pregunta que él se hace constantemente y que le preocupa. No es para menos. Cómo quedará mi figura en la historia de Cataluña, pregunta a sus contertulios y les pone los ejemplos de Tarradellas y de Maragall, que ya tienen por derecho propio un lugar en la historia de Cataluña. La respuesta merecería una meditación. Meditemos, pues. Qué fue de la Banca Catalana; de la Generalitat que Pujol heredó, leal al Estado y de incipientes y prosperas instituciones, ¿qué quedó?; esa ética que predicaba, ¿dónde está?; ¿qué fue de todo aquello que ahora se dilucida en la Audiencia Nacional? Quizás sea prematuro aventurar un juicio. Hubo un momento que Pujol, presidente de la Generalitat, tuvo la confianza de una inmensa mayoría de catalanes y el respeto de casi todos los españoles. Sus herederos políticos, de momento, se van repartido la herencia, a un lado o a otro, a pedazos y sin saber a dónde dirigirse. Veremos cómo termina todo esto y cómo sale Pujol de la escena. Bueno, de momento Pujol ya ha salido de la escena. Nadie le pidió que se fuera. Se marchó el mismo dando un portazo. Un portazo de tal magnitud que, de momento, ha dejado el escenario tambaleándose. Afortunadamente todavía nos quedan en el imaginario catalán figuras como Tarradellas o Maragall; y para los nostálgicos del franquismo, figuras como Samaranch que supieron mudar de piel con dignidad.

Diario de Barcelona: Todo el pescado vendido

O, lo que significa lo mismo pero en culto: alea jacta est. Una opinión dejó en este blog escrito que el tema aburre, pues todo lo que podía decirse sobre Cataluña ya ha sido dicho. Y tiene razón. En mi última entrega planteaba una cuestión que ahora me parece fundamental: la claridad. Con el nuevo gobierno de Rajoy la respuesta al órdago del Govern y de la mayoría del Parlament, es clara: negociaremos todo lo que pueda negociarse, o sea cuestiones económicas o de lengua, pero no negociaremos la unidad de España. En pocas palabras: no habrá referéndum, ni consultivo ni decisorio. En todo caso, y dependiendo de cual sea el alcance de la reforma constitucional, habrá un referéndum en toda España y, entonces, ahí se verá cuál es el apoyo que tiene la Constitución de 1978 reformada en 2017 o 2018, en cada parte de España. Por parte de las instituciones del Estado central la respuesta, pues, es clara. Rajoy siempre ha dicho que él es previsible. Y desde luego que lo es. Su gobierno no contiene ninguna sorpresa.

Desde Cataluña la cuestión no está tan clara. Aquí Madrid se ve muy lejos. Creo que desde las instituciones autonómicas no se tiene ni idea del poder del Estado. Y, además, a la gran mayoría de catalanes les repugna –y no me apeo del verbo- estar en manos de la CUP. Pero lo toleran. Es una repugnancia tolerable. Son buenos chicos, dicen. Unos utópicos, pero buenos chicos al cabo. En sus filas –y también en la Esquerra Republicana- se han refugiado, incluso, algunos antiguos militantes del Moviment de la Terra o de Terra Lliure, aquellos “chicos” que ponían bombas en el pecho. Bueno, pero eso fue hace muchos años; ahora son buenos chicos, dicen. La CUP es nuestro Bildu, con la diferencia que aquí el equivalente al PNV se ha deshecho y ahora se debate en si proseguir por la senda constitucional o intentar dinamitarla.

Hay una solución, muy difícil pero posible: que impere la cordura. Los primeros pasos estarán en manos de la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Saenz de Santamaría, la cual ya movió algunas fichas, en sentido positivo, con anterioridad a las segundas elecciones. Ahora las grandes opiniones sobre lo que es o lo que debe ser España, Cataluña, etc. habría que dejarlo de lado y sentarse a discutir cuestiones particulares: financiación, sanidad, lengua, educación, infraestructuras. Y de este modo es probable que puedan llegar a entenderse las instituciones catalanas y las del Estado. Sobre los grandes temas ya no merece la pena seguir opinando, a no ser que todo esto acabe en desastre. Intentaré, en el futuro, centrarme en lo particular pues de lo general ya hemos hablado demasiado.

Diario de Barcelona: Independencia ¿Para qué?

El problema político más importante que deberá afrontar el nuevo gobierno que presida Rajoy será el planteado en Cataluña con el asunto del referéndum por la independencia que reclaman con insistencia desde las instituciones catalanas, tanto el presidente de la Generalitat como la presidenta del Parlament, apoyados por una mayoría, mínima pero mayoritaria, de diputados catalanes. Ahora bien, ¿existe voluntad política de afrontar el problema o se seguirá remitiendo las decisiones del Parlament o del Govern de la Generalitat a los tribunales, a través de la fiscalía general del Estado? Ahora hay un nuevo escenario y quizás el presidente del Gobierno español se vea obligado a tomar alguna iniciativa a no ser que se tenga la intención de acudir a las urnas, nuevamente, en poco más de un año.

Todos los partidos, incluido el PP, han apuntado la necesidad de una reforma constitucional, aunque con distinta intensidad. Las tres cuestiones más importantes que deberá afronta esa reforma, además de otras, serán: la configuración territorial de España y su financiación; la reforma del Título IVde la Constitución para que se prevea una salida rápida a la interinidad cuando no sea posible, por un partido o coalición de partidos, obtener una mayoría absoluta; y, por último, la cuestión de la sucesión a la Corona. Centrémonos, pues, en lo que nos ocupa en este “diario”, principalmente: Cataluña.

Si la reforma constitucional reconociese lo que ya es una realidad, o sea la existencia de naciones dentro del Estado español, de un estado federal como propone mayoritariamente el PSOE y se contempla con dificultan en el PP; alternativa que los independentistas, sean catalanes, vascos o gallegos, es probable que no acepten, pero que sin gustar demasiado podría ser viable, entonces gran parte del problema quedaría resuelto. Al menos para el próximo cuarto de siglo. Esa reforma, amplia, de la Constitución tendrá que someterse a referéndum de todos los españoles. Y es en ese referéndum en el que deberán centrarse tanto el gobierno como los partidos para que la reforma constitucional prospere, reforma que podría llevar aparejado el reconocimiento de la nación catalana.

Si el gobierno afronta esta cuestión tan importante como ha hecho en estos cinco últimos años, cuatro de ellos con mayoría absoluta, poniéndose de perfil y no haciendo nada, la bola de nieve independentista ira creciendo. Si se ofrece una alternativa, apoyada mayoritariamente por los partidos, fruto del consenso, el secesionismo volverá al sitio de donde nunca hubiese debido salir: un lugar minoritario en el escenario político y social de catalanes y vascos.La única explicación de por qué el independentismo, ruinoso e imposible para Cataluña, goce de tanto apoyo, es el desprecio –o, en el mejor de los casos, el escaso aprecio- con el que los gobiernos del PP han tratado los problemas de Cataluña, quizás el motor, junto a Madrid, más poderoso de la economía española. El PP ha sido como ese perro que mordía la mano que le daba de comer, hasta que la mano se hartó.

Hasta hace pocos años (menos de cinco) no hubo un sentimiento independentista en Cataluña, salvo en una minoría. Ahora, en cambio, es un sentimiento bastante generalizado. El tiempo de las grandes ensoñaciones nacionales, aquél en el que unos cuantos mandaban a los pueblos a morir por la patria, una patria en la que los pueblos no se sentían reconocidos, ha pasado. ¿Pudo ser Cataluña una nación independiente? Quizás. ¿Cuándo? Hay opiniones para todos los gustos. Pero eso son elucubraciones que carecen de sentido. Lo que pudo haber sido y no ha sido, es una abstracción y, por lo tanto, un absurdo, escribía el poeta Elliot. Independencia, ¿para qué?, ¿para vivir peor?, ¿para estar más aislados?, ¿para quedarnos fuera de Europa? Mas si en el gobierno de España continúa con esa miopía política de la que, encima, alardea, al final no será posible encauzar una solución aceptable y duradera. El sentimiento independentista, aunque sólo sea eso, un sentimiento, irá creciendo sin remedio.