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Cataluña: el laboratorio del populismo identitario

El laboratorio político del populismo identitario en que se ha convertido Cataluña desde que se inició el procés encierra muchas enseñanzas a las que convendría prestar atención, dado que parece que, los vientos trumpistas que allí soplan arrecian cada vez más fuerte en el resto de España. Sin duda, las señales más inquietantes son las que emanan de los partidos independentistas que tan bien encarnan las políticas de la identidad y el desprecio por la democracia liberal y el Estado de Derecho que, no lo olvidemos, suelen ir de la mano. Efectivamente, dado que lo habitual en una sociedad moderna -o incluso en una premoderna- es que los individuos tengan varias identidades que coexisten entre sí pacíficamente (la nacional, pero también la ideológica, de género, de creencias, de profesión, de hobbies, etc.) imponer una sobre todas las demás suele requerir a los ingenieros sociales de turno usar todas las herramientas disponibles: desde la educación a los medios de comunicación pasando por los incentivos profesionales y económicos. Los que se empeñan en seguir considerando compatibles sus varias identidades se enfrentan con todo tipo de problemas.

Los partidos nacionalistas son maestros en esto: no es posible ser a la vez catalán y español, máxime cuando una identidad se construye por oposición a otra. Los catalanes laboriosos, innovadores, modernos frente a los españoles autoritarios, vagos y antiguos, o los americanos laboriosos, innovadores y patriotas frente a los inmigrantes criminales y carentes de valores. En cualquier caso, de lo que se trata es de transformar votantes normales y corrientes en auténticos fanáticos por miedo y odio a sus vecinos. Lo más triste es que funciona. Una vez que se establece esta dinámica, todo es posible, dado que estos votantes nunca van a exigir la rendición de cuentas propia de una democracia a los líderes de sus respectivos partidos. Por la sencilla razón de que es imposible votar al partido de los enemigos.

La prueba, una vez más, la tenemos delante de los ojos en la campaña electoral catalana, eso sí, para los que quieran mantenerlos abiertos. Nada de lo que ha ocurrido en estos últimos años en Cataluña parece pasarles factura a sus principales responsables. Me refiero sobre todo al proceso acelerado de desinstitucionalización y de deterioro democrático y del Estado de Derecho que se vive desde el año 2012. La mayor parte de las instituciones catalanas son ya cáscaras vacías, de manera que pueden ser sustituidas u obviadas (según los casos) por los líderes de los partidos que han sido los principales responsables de ese proceso. Y sin instituciones que actúen profesionalmente y como contrapesos del poder, ya se trate de las consellerías, del Parlament, del CAC, del Defensor del pueblo, de la Oficina antifraude (elija el lector la que más le guste) lo que nos encontramos es con decisiones partidistas, cambiantes, arbitrarias, incoherentes y, en casos extremos, absurdas. Al no ser relevante tampoco para los votantes la gestión del día a día, los partidos del Gobierno se pueden dedicar a la comunicación y al proselitismo, más allá de la inercia de la prestación de los servicios públicos.

A partir de aquí, todo es posible, solo queda esperar cada día a ver en qué consiste la nueva ocurrencia y esperar a que tenga el menor impacto posible sobre el bienestar y los derechos y libertades de los ciudadanos. Como le ocurría a Donald Trump con los suyos, los votantes independentistas parecen inmunes a este proceso de degradación democrático e institucional. Como a los de Trump. La razón es muy sencilla: estamos hablando de identidad. Y la identidad no se puede cambiar; el que es independentista catalán no puede convertirse de la noche a la mañana en un español de pro, ni siquiera en un español tibio o en un catalanista moderado. Eso sería tanto como negarse a sí mismo. Y los partidos lo saben, de manera que ya no tienen por qué intentar convencer a sus votantes-fans de nada. No hace falta tener un programa electoral digno de tal nombre. Se puede llevar como cabeza de lista a una persona sospechosa de corrupción. Y por supuesto, bienvenidos sean los candidatos xenófobos en las listas. Por la misma razón, se puede salir de la cárcel para proclamar que volverás a cometer los mismos delitos que te han llevado hasta allí. Todo vale por la sencilla razón de que el elector ya no puede cambiar de partido.

Que todos los partidos políticos nacionalistas y desde luego los independentistas saben que esto es así me parece bastante evidente. Otra prueba interesante es el uso exclusivo del catalán en debates en televisiones de ámbito nacional. La razón es que no se trata de debatir nada con nadie, se trata de fidelizar y de movilizar a unos electores que quieren construir un Estado monolingüe, no de discutir acerca de cuestiones como la gestión de la pandemia, la sanidad o la educación. Esto ya se solucionará por arte de magia una vez que se hayan librado del lastre español. ¿Pensamiento mágico? Puede, pero funciona porque los seres humanos somos, esencialmente, animales sociales y la pertenencia a la tribu ha sido siempre (y lo sigue siendo) esencial para nuestra supervivencia. Quizás ahora no tanto la física, pero sí la emocional y la social y, en demasiados casos, también la económica y la profesional.

Lo más preocupante, con todo, es la facilidad con que los partidos políticos no independentistas van normalizando la situación de deterioro democrático y del Estado de Derecho que las políticas iliberales siempre conllevan. Por ejemplo, hemos visto cómo una desconvocatoria electoral sin cobertura normativa suficiente en nuestro ordenamiento jurídico era consensuada por los principales partidos. Pocos han llamado la atención sobre lo inquietante -desde el punto de vista democrático- de dejar en manos de los gobernantes algo tan crucial como una convocatoria electoral con un Parlament ya disuelto (recordemos que la convocatoria electoral fue automática ante la imposibilidad de encontrar en el plazo legal un sustituto para el inhabilitado president Torra), sin una habilitación normativa que lo fundamente y a la vista de unas circunstancias (las epidemiológicas, en este supuesto) a valorar. Quizás han olvidado que una de las funciones esenciales de un Parlamento digno de tal nombre es el control del Poder ejecutivo, quizás por la falta de ejercicio. Recordemos también que los diputados en el Congreso votaron a favor de inhibirse del control de un estado excepcional de alarma durante seis meses.

Para hacernos una idea de lo que estamos hablando, ¿se imaginan lo que hubiera pasado si el presidente Aznar hubiera desconvocado las elecciones tras el 11-M? Para muchos probablemente la concurrencia de una circunstancia tan extraordinaria como un atentado terrorista de esa magnitud (o una pandemia como la que padecemos) puede ser motivo suficiente para cambiar una fecha electoral, pero creo que podemos estar de acuerdo en que dejar así como así estas decisiones en manos de los políticos que compiten en unas elecciones es muy arriesgado. Y tampoco parece demasiado razonable que estas cuestiones las acaben decidiendo los tribunales de Justicia, aunque sea por dejadez de nuestros representantes políticos.

En definitiva, las dinámicas políticas identitarias que estamos viendo en Cataluña tienen consecuencias muy graves desde el punto de vista de algo tan esencial a una democracia liberal como es la rendición de cuentas, la separación de poderes, el respeto al Estado de Derecho y hasta la alternancia en el poder, dado que en casos extremos puede llegar a imposibilitarla. Como hemos dicho, el votante identitario, como lo es el independentista, es mucho más fiel a su partido incluso que el votante ideológico (que, al fin y al cabo, tiene más oferta donde elegir ya sea de izquierdas o de derechas) y, por supuesto, que el votante pragmático que atiende a los resultados de las políticas y a la gestión. Lo preocupante es que, de manera creciente, la cultura política iliberal lo va impregnando todo de forma que los partidos tradicionales son cada vez más sensibles a sus cantos de sirena.

Publicado en El Mundo el día 8 de febrero de 2020.

Los bandazos de ERC o la política de la identidad

Una versión previa de este artículo puede verse en Crónica Global.

A estas alturas ya sabemos todos (salvo, al parecer, el Gobierno) que ERC no es un socio de fiar. La última prueba -por ahora- ha sido la negativa a apoyar en el Congreso la convalidación del Real Decreto-ley 36/2020 de 30 de diciembre, por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la Administración Pública y para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia, y cuya convalidación se consiguió gracias a la abstención de Vox. Este Real Decreto-ley es el que tiene por finalidad facilitar y agilizar la gestión de los fondos europeos, el maná que nos va a llegar de Europa y que no sólo debería servir para la recuperación por COVID, sino para transformar la economía y el sistema productivo de este país de cabo a rabo. Ahí es nada.

Lo más llamativo de todo es que hace poco más de un mes el Gobierno ponía como ejemplo de partido con “sentido de Estado” a ERC (aunque sea de otro Estado distinto) por haber votado a favor los Presupuestos Generales del Estado para 2021. Por cierto, recordemos que en estos presupuestos se adelantan importantes dotaciones presupuestarias con cargo a los fondos europeos que están por llegar. Lejos quedaban -no tanto en el tiempo como en la memoria- los días en que los independentistas rechazaron otros Presupuestos y precipitaron la convocatoria de las elecciones de abril de 2019.

La realidad es que ERC ni es un partido con sentido de Estado, ni tiene sentido institucional, ni tampoco está especialmente interesado en defender los intereses generales, no ya de los españoles o de los catalanes “unionistas” –solo faltaría eso–, sino ni siquiera de los catalanes independentistas. No lo necesita. Así que no deberían sorprendernos ni los bandazos, ni las incoherencias, ni la poca atención que prestan  a los problemas más acuciantes de sus propios votantes cuando gobiernan (porque, aunque no lo parezca, llevan bastante tiempo ocupando unas cuantas consejerías en la Generalitat). Unos problemas que, oh casualidad, coinciden con los problemas más acuciantes del resto de los españoles en mitad de una catástrofe sanitaria y económica.

Así, lo mismo que Trump se vanagloriaba de que podía matar a alguien en la Quinta Avenida de Nueva York y seguir liderando las encuestas para ser Presidente de Estados Unidos, ERC es un partido que puede hacer lo que le dé la gana, literalmente, sin mucho coste electoral. Algo parecido le ocurre, por cierto, a su principal competidor, Junts per Catalunya, a cuya base electoral no parece afectarle ni mucho ni poco los escándalos de corrupción que afectan a sus candidatos, ni las inhabilitaciones, ni las desobediencias, ni menudencias tales como los resultados de su gestión o los comentarios e insultos xenófobos contra los enemigos españoles que prodigan un día sí y otro también.

La razón es muy sencilla. Tal y como explica Ezra Klein en su espléndido libro Why We’re Polarized (en relación con la política estadounidense, pero perfectamente extrapolable a la nacional), cada vez estamos más polarizados en torno a la identidad. Y la identidad ni se discute ni permite exigir rendición de cuentas al partido que la encarna: esto equivaldría darle aire al enemigo que la cuestiona. Por muy desastroso que sea el balance del Govern, ningún independentista puede votar a un partido que no lo sea; esto supondría traicionarse a uno mismo. Porque si hay un partido que ofrece identidad a tope, ese es un partido independentista. En conclusión, ERC votará un día una cosa y al día siguiente la contraria sin despeinarse porque, más allá de la campaña electoral catalana, su lógica no responde a la de la democracia representativa liberal. Más vale que el Gobierno tome nota.

Y puestos a tomar nota, convendría que la tomáramos también todos los ciudadanos, porque esta deriva ya no se circunscribe solo a partidos nacionalistas profundamente reaccionarios e iliberales como son los partidos independentistas catalanes. Lo cierto es que se está extendiendo como un incendio por nuestras democracias occidentales. En nuestro caso, lo que sucede en Cataluña puede prefigurar lo que acabe ocurriendo en el resto de España. Y cuando sólo tengamos partidos identitarios a los que nadie abandona electoralmente hagan lo que hagan podemos encontrarnos con que hemos acabado también con la democracia liberal. Por mucho que sigamos votando.

La desconvocatoria de las elecciones catalana

La desconvocatoria de las elecciones autonómicas en Cataluña es un buen ejemplo de cómo el Estado de Derecho puede deteriorarse si se permite que las situaciones de excepción sean excusa para admitir irregularidades.

En septiembre de 2020, adquirió firmeza la sentencia que condenaba al presidente de la Generalitat, el Sr. Joaquim Torra, por haber desobedecido a la administración electoral en el año 2019. Como consecuencia de dicha sentencia, el Sr. Torra fue inhabilitado y dejó de ser presidente del gobierno de la Generalitat. Lo que dio lugar a que se iniciara el proceso para su sustitución. En tanto esta no se produjera, el vicepresidente, Pere Aragonès, asumió las funciones de la presidencia; aunque no en su totalidad porque la regulación existente (la Ley catalana sobre la Presidencia de la Generalitat, Ley 13/2008) prevé que quien ejerce las funciones de presidente de la Generalitat sin serlo no puede ni cesar ni nombrar consejeros ni tampoco disolver el Parlamento. Tampoco puede plantear una moción de confianza.

El presidente del Parlamento de Cataluña constató en octubre de 2020 que no había ningún candidato que pudiera ser elegido presidente de la Generalitat, por lo que al cabo de dos meses, y en aplicación del artículo 67.3 del Estatuto de Autonomía de Cataluña, el Parlamento se disolvió automáticamente y se hizo preciso convocar nuevas elecciones. La declaración formal de disolución del Parlamento y la convocatoria de nuevas elecciones se hizo por medio del Decreto 147/2020, de 21 de diciembre, que, de acuerdo con la normativa electoral aplicable -la LOREG ya que Cataluña no tiene ley electoral propia- fijaba el 14 de febrero como día de la votación.

Poco después de la convocatoria se comenzó a plantear la posibilidad de retrasar el día de la votación. La excusa para ello era la situación epidemiológica que se vive en Cataluña, aunque sin que pueda descartarse que el cambio de la fecha respondiera a motivaciones partidistas en las que aquí no entraré.

Tras reunirse con los diferentes partidos políticos, el gobierno de la Generalitat decidió desconvocar las elecciones. Lo hizo por medio del Decreto 1/2021, de 15 de enero que dejaba sin efecto la convocatoria realizada por el Decreto 147/2020 y anunciaba que en el futuro se convocarían elecciones para el 30 de mayo, tras deliberación del gobierno de la Generalitat y del análisis de la situación epidemiológica. La convocatoria se haría por Decreto del vicepresidente del gobierno de la Generalitat ejerciendo las funciones de presidente.

El Decreto fue publicado en el DOGC del 16 de enero (sábado) y entre el lunes y el martes siguientes se presentaron varios recursos contra el mencionado decreto ante el TSJC. En algunos de estos recursos se pedía como medida cautelarísima la suspensión del Decreto 1/2021 con el fin de que las elecciones pudieran celebrarse el 14 de febrero. El TSJC concedió esta medida cautelarísma, con lo que el día 19 de enero volvió a ponerse en marcha el procedimiento electoral que se había interrumpido el 16 de enero. El 21 de enero el TSJ confirmó, en su resolución sobre medidas cautelares, la suspensión del Decreto 1/2021 a la vez que anunciaba que resolvería sobre el fondo de los recursos planteados antes del 8 de febrero. Cuando escribo esto (27 de enero) estamos a la espera de que las partes presenten las correspondientes demandas y la Generalitat las conteste, como paso previo a esa decisión anunciada para el 8 de febrero.

Hasta aquí los antecedentes del Decreto 1/2021. Ahora bien, de esta descripción quizás no se derive la transcendencia del asunto que ha de resolver el TSJC en las próximas semanas. Para entrar en ello creo que hay que añadir un nuevo elemento: la desconvocatoria de las elecciones autonómicas en Galicia y en el País Vasco durante el año 2020.

En la primavera de 2020 debían celebrarse elecciones autonómicas en Galicia y en el País Vasco que habían sido convocadas antes de que se declarara el estado de alarma en marzo de 2020. En pleno confinamiento domiciliario nadie sabía qué hacer con aquellas elecciones autonómicas que, intuitivamente, se antojaba absurdo celebrar sin que, a la vez, se dispusiera de ningún mecanismo legal que habilitara para cambiar la fecha de la votación. Ante esta situación, en una y otra Comunidad Autónoma se optó por desconvocar las elecciones por medio de un Decreto del gobierno autonómico. Ambas elecciones fueron convocadas de nuevo una vez que pasó la fase más dura del confinamiento.

¿Había base legal para aquella desconvocatoria? Entiendo que no; pero en aquella situación excepcional tanto los partidos políticos como la ciudadanía miraron para otro lado, como muy bien explicó en este blog Víctor de Domingo Álvarez (https://hayderecho.expansion.com/2020/07/10/la-constitucion-en-la-pandemia-papel-mojado/). Hubiera sido necesaria ya entonces una modificación de la LOREG que diera cobertura a situaciones como las vividas entonces; pero no se hizo entonces y un año después seguimos en la misma situación.

La diferencia es que ahora la ciudadanía no se ha callado. Y creo que era imprescindible reaccionar. No hacerlo hubiera supuesto poner a la democracia en una situación de riesgo cierto. Intentaré explicar por qué.

En el Derecho español es claro que la disolución del Congreso, del Senado o de un Parlamento regional ha de ir acompañada de la inmediata convocatoria de elecciones. Es lógico, la situación de Parlamento disuelto no puede mantenerse de manera indefinida. El Parlamento (las Cortes o los Parlamentos regionales), en tanto en cuanto legisladores y fiscalizadores de la actividad del Poder Ejecutivo han de estar siempre constituidos y en plenitud de funciones excepto aquellos períodos imprescindibles entre legislaturas en que la Comisión Permanente asume algunas funciones esenciales. Esos espacios entre legislaturas, dado que son períodos electorales (el período electoral comienza con la disolución de la Cámara y la inmediata convocatoria de elecciones), cuentan, además, con la función de control de la administración electoral y quedan separados del control gubernativo.

Se trata de una configuración que pretende salvar ese siempre delicado momento entre la disolución de un Parlamento y la constitución de uno nuevo con el mínimo riesgo para los principios democráticos. Y en ese propósito, la simultaneidad del período de Parlamento disuelto con el de período electoral abierto es clave para mantener el equilibrio de poderes entre el gobierno y un Parlamento que tiene sus funciones limitadas (solamente opera la Comisión Permanente).

Visto lo anterior no tiene nada de extraño que en nuestro ordenamiento jurídico no se prevea la desconvocatoria de las elecciones. Es lógico que así sea. Las elecciones no han de ser desconvocadas nunca.

Lo anterior no debería ser incompatible con que pudiera modificarse la fecha de la votación o de la campaña electoral si existen razones para ello. Una situación de confinamiento como consecuencia de una epidemia, un desastre natural, un atentado terrorista o una ataque exterior, por ejemplo. Ahora mismo nuestro ordenamiento no prevé nada de esto, y es una carencia relevante que deberá ser enmendada de inmediato. Ahora bien, si se aborda esa tarea lo que no debería hacerse en ningún caso es permitir la desconvocatoria de unas elecciones ya convocadas. Con el Parlamento disuelto hemos de estar siempre en período electoral. Otra cosa sería admitir que puede dilatarse de manera indefinida la disolución del Parlamento.

Aparte de lo anterior. Si se habilitan mecanismos para que pueda modificarse la fecha de las elecciones, deberá ser la administración electoral quien tome esa decisión. No puede dejarse a quien es parte en el proceso electoral (los miembros del gobierno serán con frecuencia candidatos a las elecciones) que disponga de ese proceso a su antojo.

Es por lo anterior que era necesario reaccionar a la desconvocatoria de las elecciones de febrero por parte del Gobierno de la Generalitat. De haber dado por buena esa desconvocatoria, ¿qué impediría a un gobierno retrasar indefinidamente las elecciones una vez disuelto el Congreso o un Parlamento autonómico con cualquier excusa que se le ocurriera? No hay base legal para ello en nuestro ordenamiento y, además, como hemos visto, esta falta de previsión no puede ser entendida como una laguna, sino que es coherente con la arquitectura global de nuestro sistema político.

La desconvocatoria de las elecciones catalanas nos sirve así para ver cómo se destruye la democracia. En una situación excepcional se dio por buena una clara ilegalidad (la desconvocatoria de las elecciones en Galicia y en el País Vasco), los gobiernos toman nota y a la primera ocasión que se les presenta intentan consolidar la competencia de desconvocatoria electoral. De dejarlo pasar, la siguiente fase sería habilitar a los gobiernos para que pudieran prolongar la situación de Parlamento disuelto y esperar al momento políticamente más oportuno para realizar la convocatoria electoral.

Afortunadamente, en este caso ha habido reacción ciudadana y los tribunales tendrán la oportunidad de pronunciarse.

Y sería bueno que ahora el legislador hiciera lo que le toca: reformar la LOREG y las leyes electorales autonómicas para permitir que la administración electoral pueda, en situaciones de fuerza mayor, modificar la fecha de la votación.

El intenso interés público de las elecciones en Cataluña

¿Qué pasó en España entre el 12 de julio y el 22 de diciembre de 2020? Seguramente muchas cosas y un buen número de ellas de amargo recuerdo. Los efectos de la primera ola del coronavirus empezaron a notarse con crudeza en las vidas de muchos y en las economías de casi todos. El pico y la curva pasaron a formar parte de las rutinarias conversaciones de ascensor, oímos y leímos a toda plana aquello de: hemos derrotado al virus y salimos más fuertes. Pero, la segunda ola se volvió tristemente carnal y la prematura victoria se tornó en amarga derrota, un nuevo estado de alarma se abatió sobre nuestras cabezas, este ya de tamaño “king size” y sin el molesto control parlamentario. Aparecieron los fondos europeos y a mediados del mes de noviembre las vacunas salvadoras, el anuncio de un gran Plan Nacional con 13.000 puntos de vacunación encendió otra luz en el túnel de la propaganda oficial, esta vez tocaba salvar la Navidad. Sin bajarnos de la segunda ola cabalgamos ya la tercera, la que llegó del frio, como los espías rusos con pasmosa precisión científica.

Pero si conviene retener estas fechas es porque el 12 de julio se celebraron las elecciones autonómicas vascas y gallegas, primera experiencia electoral en plena pandemia, tras haber sido suspendidas el 5 de abril mediante imaginativas soluciones jurídicas que permitieron integrar el vacío legal detectado en las normas electorales.

El 22 de diciembre, se publicaba en el Diario Oficial de la Generalitat el Decreto 147/2020, de 21 de diciembre, de disolución automática del Parlamento de Cataluña y de convocatoria de elecciones para el día 14 de febrero de 2021. Una convocatoria de elecciones obligada, por la incapacidad de los grupos parlamentarios catalanes de proponer un candidato a Presidente o Presidenta de la Generalitat desde el mes de Octubre.

Entre el 12 de julio y el 22 de diciembre, la nada legislativa. El vacío legal detectado en la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG) con ocasión de las elecciones vascas y gallegas, encontró justificación entonces en la imprevisibilidad con la que había sobrevenido la pandemia y el subsiguiente estado de alarma, confinamiento incluido. Pero esa excusa se había esfumado el 22 de diciembre cuando se disuelve “ope legis” el parlamento catalán.

En este tiempo, en nuestro entorno continental, han sido varios los países que han adaptado sus normas electorales para adecuarlas a las necesidades derivadas de la pandemia. Incluso se ha editado un extenso documento con recomendaciones al respecto por parte de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa (Informe sobre las medidas adoptadas en los estados miembros e la UE como resultado de la crisis del covid-19 y su impacto en la democracia aprobado en su 124ª sesión plenaria).

En cuanto a antecedentes nacionales más remotos, podemos referirnos a la modificación exprés de la LOREG llevada a cabo por la Ley Orgánica 2/2016, de 31 de octubre, tramitada en apenas en un mes ante Congreso y Senado, y activada mediante una Proposición de Ley de un grupo parlamentario (PP). Ningún grupo consideró de interés en este caso promover iniciativa alguna.

En esta situación de alegalidad es en la que se dicta el Decreto 1/2021 de 15 de enero, de la Generalitat por el que se deja sin efecto la celebración de las elecciones del 14 de febrero de 2021, sin cobertura en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, norma básica electoral de Cataluña que carece de norma electoral propia.

En su art. 2 el Decreto difiere las elecciones al 30 de mayo, condicionado a la evaluación que de la situación sanitaria haga, en su momento, el Govern: “Las elecciones al Parlamento de Cataluña se convocarán para que tengan lugar el día 30 de mayo de 2021, previo análisis de las circunstancias epidemiológicas y de salud pública y de la evolución de la pandemia en el territorio de Cataluña, y con la deliberación previa del Gobierno, mediante decreto del vicepresidente del Gobierno en sustitución de la presidencia de la Generalitat.”

 Este dislate, no solo jurídico sino principalmente democrático, fue aceptado por todos los partidos del arco parlamentario catalán. Salvedad hecha del PSC, que a pesar de mostrarse contrario, sin embargo, tampoco hizo nada para corregirlo.

Nuevamente es el Poder Judicial quien tiene que acotar los desmanes institucionales para reponer la legalidad estatutaria y constitucional en Cataluña. En este caso, mediante un Auto de Medidas Cautelares de 22 de enero de la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que, resolviendo los recursos de un particular y un partido extraparlamentario, acuerda la suspensión del Decreto 1/2021 y mantiene las elecciones en la fecha fijada inicialmente del 14 de febrero. Permitiendo además que se conserve todo el proceso electoral, al menos hasta el 8 de febrero, fecha en la que se anuncia la resolución definitiva.

Este auto, aunque no supone una decisión sobre el fondo, sí aprecia como corresponde a una medida cautelar de esa naturaleza lo que se denomina: “fumus boni iuris” o apariencia de buen derecho. Una valoración jurídica que permite construir un juicio indiciario favorable a la pretensión principal del recurso.

En la obligada ponderación de los intereses concurrentes que lleva a cabo la Sala (FD 4º) prima (a mi modo de ver de forma acertada) favorecer el normal funcionamiento de las instituciones (“intenso interés público”), frente a la situación de excepcionalidad, indeterminación temporal, ausencia de control y falta de toda legitimidad democrática que plantea el decreto de aplazamiento electoral. El siguiente párrafo condensa la base de esta argumentación: “El interés público en el aplazamiento de las elecciones, que se concreta en razones de protección de la salud, según se razona en el Decreto 1/2021, se contrapone al intenso interés público en la ejecución del Decreto de convocatoria de elecciones de 22 de diciembre de 2020, como acto debido de cumplimiento del Estatut, que es la celebración de elecciones ante una disolución automática del Parlamento y en una situación de vacancia de la Presidencia, cuya prolongación afecta a principios democráticos relativos al funcionamiento normal de las instituciones, pues en este periodo los miembros del gobierno son inamovibles, porque nadie les puede cesar, el control político resulta limitado y la actividad legislativa se materializa sustancialmente por la limitada vía del Decreto-Ley o legislación de urgencia. En definitiva, apreciamos que la celebración de elecciones en los plazos marcados en el Estatut y en la legislación electoral es un interés público de extraordinaria intensidad pues afecta a principios básicos de funcionamiento de las instituciones, y en tanto que esta situación se prolonga por el Decret 1/2021 durante más de tres meses y de forma indeterminada, afectando al normal funcionamiento de las instituciones democráticas, y abriendo la posibilidad de mantenerse si estas mismas razones de salud así lo justifican”.

Tiene en cuenta el Tribunal la situación excepcional en la que se encuentra el descabezado gobierno de la Generalitat y la naturaleza de las decisiones que debe adoptar en plena pandemia: “Se trata de una situación de bloqueo y de precariedad institucional que afecta asimismo a la legitimación del gobierno, lo cual es relevante en un entorno en la que la crisis sanitaria le obliga a adoptar cotidianamente decisiones de enorme transcendencia, singularmente la restricción de derechos fundamentales. Precisamente por ello el ordenamiento afronta esta coyuntura imponiendo una pauta urgente de renovación electoral, designando una fecha precisa e inamovible para la celebración de las elecciones”.

Resulta extraño que a los partidos políticos, singularmente a los de la oposición, que validaron con su acuerdo el decreto de suspensión electoral no les moviese a reflexión ésta falta de legitimación del Gobierno de la Generalitat.

Por otra parte, el Tribunal marca distancias respecto a la suspensión de las elecciones vascas y gallegas. Como señala (FD 4º) las mismas fueron convocadas en una situación de normalidad, es decir, antes de que fuera detectado el inicio de la pandemia (convocatoria de 10 de febrero de 2020), la cual se modificó sustancialmente con la declaración de estado de alarma por el RD 463/2020, de 14 de marzo. Como es sabido, este estado de alarma supuso un confinamiento domiciliario para las actividades no esenciales, de manera que el cambio del marco normativo justificó la suspensión de las elecciones por razones de fuerza mayor, la cual revistió un carácter imprevisible.

Frente a este marco normativo, en el actualmente vigente recogido en el RD 926/2020 de 25 de octubre y su prórroga del RD 956/20 de 3 de noviembre, las limitaciones sustanciales de movilidad se limitan a una franja horaria determinada (el denominado toque de queda), fuera de la cual hay una libertad de desplazamiento para actividades no esenciales, con ciertas restricciones, pero que el TSJ no considera impeditivas del ejercicio del derecho del sufragio. Incluso en la disposición adicional única del RD 926/2020, de 25 de octubre ya se prevé que “la vigencia del estado de alarma no impedirá el desenvolvimiento ni la realización de las actuaciones electorales precisas para la celebración de elecciones convocadas a parlamentos de comunidades autónomas”. Como ejemplo de que es posible compatibilizar una jornada electoral con las medidas de seguridad y controles sanitarios correspondientes, cabe acudir al ejemplo de Portugal que el domingo 24 de enero celebró, nada más y nada menos, que la primera vuelta de sus elecciones presidenciales, con datos de expansión de la pandemia sensiblemente peores que los que acumula Cataluña.

Por tanto, aunque nada de eso dice la Sala, parece deducirse que la posibilidad de suspensión de las elecciones estaría vinculada a que se acordase un nuevo confinamiento domiciliario, que al afectar de forma grave y generalizada a la libertad deambulatoria de todos los ciudadanos, si implicaría una limitación sustancial del derecho fundamental a la participación en asuntos públicos recogido en el art. 23 CE.

¿Qué pensarán ahora los partidos que apoyaron la prórroga del actual estado de alarma hasta las 00.00 horas del 9 de mayo de 2021? Con supresión del preceptivo control parlamentario, entregando en exclusiva la llave de su modificación al Gobierno.

Desgraciadamente, la vida institucional transcurre en Cataluña desde hace tiempo en los bordes de la legalidad. Un gobierno que no gobierna, que por no tener, no tiene ni presidente, un parlamento disuelto; y ahora, unas elecciones en el limbo a una semana de que se inicie la campaña electoral. Es posible que el caos jurídico se haya encauzado con el auto de medidas cautelares del pasado día 22, pero lo que no parece reparable a corto plazo es el caos político e institucional.

Resulta descorazonador ver el posicionamiento de todos los partidos en un asunto de esta transcendencia, únicamente condicionado por sus intereses electorales, al margen de si la norma de suspensión de las elecciones dispone de cobertura legal o no. Debe recordarse que el desacuerdo del PSC residía más bien en lo prolongado e inconcreto de la suspensión que en la desconvocatoria electoral en si misma. Otra vez el Estado de Derecho por una parte y la “voluntad política”, como un absoluto, por otra.

¿Cómo es posible que ningún partido hubiese apreciado el “intenso interés público” que reside en el cumplimiento de las normas? El “intenso interés público” que reside en celebrar elecciones y dotar de legitimidad democrática a un Govern y un President que nadie ha elegido y que puede tomar decisiones que impliquen graves restricciones de derechos.

Y qué decir de los titulares de prensa, jaleando o denigrando el auto de medidas cautelares solo en función de que se considerase torpedeada o no la “Operación Illa”. El Ministro de doble uso confundiendo intereses de Estado con sus intereses electorales, y en mitad de una pandemia descontrolada recurriendo con toda celeridad la decisión de una Comunidad Autónoma de ampliar dos horas el toque de queda, mientras desoye todas las peticiones similares del resto de las Comunidades Autónomas, ante el riesgo de que se le venga abajo el andamiaje de un inservible estado de alarma.

Un error mayúsculo también el de los partidos que enarbolan la etiqueta constitucionalista y en este asunto han mirado más por su bolsa electoral que por la defensa del Estado de Derecho, algo que en Cataluña debiera ser condición previa a cualquier batalla política. Al menos alguno debiera haber promovido con antelación la correspondiente reforma de la LOREG, como se hizo en el 2016, para dar cobertura legal a una situación que se podía haber previsto de antemano. Ante esta inactividad serán ahora los que habitan extramuros del Parlament, acudiendo a la vía judicial, los que pretenderán sacar pecho de esta defensa.

Amén de que su debilidad deja más desprotegido a un poder clave en la defensa de la legalidad constitucional en Cataluña, el último parapeto del Estado de Derecho: el Poder Judicial.

Por añadidura, la débil, cuando no inexistente, oposición al desafuero que supone el Decreto 1/2021 suministra al secesionismo catalán una triple baza: la gasolina movilizadora del victimismo ante lo que calificarán de una nueva maniobra de “represión” por parte de los poderes del Estado; el ataque a la Justicia, bicha del nacionalismo, a la que nuevamente se vuelve a denigrar y señalar, esta vez por insensible ante la expansión de la pandemia; y un arma para el futuro: la posible deslegitimación, o no, del resultado electoral en función de sus intereses.

Y es que acampar fuera de los límites del Estado de Derecho nunca trae nada bueno, en el reino de la arbitrariedad siempre llevan las de ganar los que tienen por costumbre confundir su palabra con la Ley.

El ministro candidato

El lanzamiento de la candidatura del actual Ministro de Sanidad, Salvador Illa, como cabeza de lista del PSC en las elecciones catalanas (por ahora aplazadas debido a la pandemia) merece algunas reflexiones desde el punto de vista institucional. Con independencia de consideraciones de tipo político sobre lo adecuado o no del perfil del candidato para unas elecciones tan complejas (consideraciones en las que no voy a entrar), me parece que es interesante destacar las importantes disfunciones institucionales que revela la presentación de una candidatura de estas características en un momento como el que vivimos, con independencia de que se materialice o no finalmente o del momento de celebración de las elecciones.

Efectivamente, en mitad de una pandemia de magnitud y consecuencias tremendas, se lanza el mensaje a la ciudadanía de que es más importante que el Ministro de Sanidad sea candidato en unas elecciones autonómicas que seguir al frente del Ministerio. Si bien la gestión realizada por Illa al frente de Sanidad ha sido francamente pobre -ahí están los datos para demostrarlo-, lo cierto es que su sustitución no se plantea atendiendo a estas consideraciones, lo que tendría al menos cierta lógica política e institucional. Se trata simplemente de sustituirle porque al PSOE le parece más conveniente para sus intereses electorales presentarle como candidato a la Generalitat. Hasta tal punto quedan al margen de este maniobra otro tipo de razones no partidistas que lo de menos es plantear quién puede sustituirle: de hecho, los rumores apuntaban a su sustitución por otra Ministra del Gobierno de perfil bajo.

Cierto es que estas operaciones han sido frecuentes en el pasado y también que han sido realizadas por todos los partidos: nunca ha habido ningún inconveniente en presentar como candidatos a ministros y a otros políticos con importantes responsabilidades de gestión. Es más, una cartera ministerial puede servir para dar a conocer a un candidato al gran público y lanzarle después a una campaña. Pero no deja de llamar la atención que se siga actuando con esta desenvoltura en una situación tan dramática y tan excepcional como la que vivimos.

En suma, lo que parece es que el PSOE no se toma demasiado en serio el Ministerio de Sanidad en mitad de la crisis sanitaria más grave que hemos vivido en un siglo. Y si bien es cierto que por este Ministerio han desfilado algunos de los políticos (tanto del PP como del PSOE) con menor preparación y menos aptitudes para ocupar el puesto, seguir con esta forma de funcionar resulta de una frivolidad asombrosa.

Más grave aún es la sombra de sospecha que arroja sobre la gestión de un Ministro que se percibe ya como candidato, con independencia de que aún no lo sea formalmente o incluso de que acabe no siéndolo. Esta sospecha se agudiza porque ni el afectado ni el Gobierno han visto problema alguno en compatibilizar ambas condiciones durante todo el tiempo que estimen conveniente… para dichos los intereses del partido.

La condición de ministro y la de candidato son radicalmente incompatibles. Mientras que la primera exige una dedicación a los intereses generales, en este caso a la lucha contra la pandemia y al proceso de vacunación -con independencia de la dirección política que legítimamente se imprima-, la segunda exige una dedicación plena a los intereses del partido. Mientras que la primera exige una apariencia mínima de neutralidad (y tampoco puede decirse que se haya conseguido esta apariencia con la gestión de la pandemia antes del nombramiento, dicho sea de paso), la segunda exige la parcialidad y la búsqueda de todo lo que convenga electoralmente al partido. Mientras que el Ministro Illa gestiona para todos, tanto los que votan a su partido como los que nunca lo harán, el candidato Illa sólo se dirige a sus potenciales votantes.

En suma, ambas condiciones no pueden ostentarse a la vez. Incluso ya es discutible que se puedan ostentar sucesivamente y sin solución de continuidad, sin un periodo de “cooling off” o de enfriamiento entre una y otra. Que esto no sea evidente para el Gobierno, para el PSOE y para la práctica totalidad de los partidos políticos, así como para muchos ciudadanos, me parece una anomalía institucional que hay que denunciar.

 

Nota del Editor: Una versión previa de este texto puede leerse en Crónica Global. Sobre la crisis de la lógica institucional en favor de la política, puede consultarse la obra Las Instituciones Públicas que el catedrático Juan Miguel de la Cuétara está publicando mediante entregas semanales con la Fundación Hay Derecho y que puede leerse AQUÍ

 

 

HO TORNAREM A FER (Lo volveremos a hacer)

Los grupos políticos independentistas, apoyados siempre por Podemos, pretenden que España se disuelva en un conjunto de pequeñas naciones independientes más o menos confederadas. Y reclaman para los condenados del llamado “procés”, el indulto o la amnistía. El gobierno, que es quien debería tramitar esas medidas de gracia, no se ha pronunciado todavía, aunque sí ha dado a entender que le incomoda que haya políticos presos. Incluso una parte sustancial del gobierno, liderada por el vicepresidente Pablo Iglesias, van un paso por delante y no duda en calificarlos de “presos políticos”.

En un alarde de reinterpretación de la historia reciente, como si estos cuarenta años de democracia no hubieran existido, los de Podemos arguyen que esos presos son consecuencia de una especie de franquismo redivivo. Ellos, aunque bastantes procedan de grupos terroristas como el FRAP, serían los verdaderos adalides de la democracia. Parece mentira, pero es verdad.

A nadie le gusta que haya presos en la cárcel. Y menos por motivos políticos. A Junqueras, a Forn, a Forecadell, a los “jordis” y a los demás, se les juzgó y condenó a penas de privación de libertad por las leyes de desconexión de septiembre de 2017, por el referéndum ilegal de octubre y por la meteórica proclamación de la república catalana. O sea, por los delitos de sedición y de malversación. No por dar un golpe de estado. Por supuesto a nadie, más bien digamos que a casi nadie, le gusta que tan buena gente -a Junqueras, con cara lacrimógena, le gusta repetirlo: él es bueno- esté entre rejas desde hace años. Pero tampoco a nadie, o al menos a mucha gente, tampoco le agradó que esos personajes, saltándose todas las leyes, pusieran en peligro la convivencia entre catalanes y en serio riesgo la pervivencia de la Constitución de 1978, sobre la que se sustenta el Estado de Derecho que es garantía de nuestros derechos y libertades fundamentales proclamados en los artículos 14 a 29 de la Constitución. Nada menos.

Ahora que Podemos, Bildu, Esquerra y PNV son aliados del gobierno socialista, exigen que a esos políticos encarcelados se les amnistíe o indulte. Los grupos independentistas, mayoritarios en el Parlament de Catalunya, quieren presentar una iniciativa para abrir la vía de la amnistía.  ¿Es posible que pudiera prosperar una medida tan radical como esa? La Constitución prohíbe expresamente al Rey “autorizar indultos generales” (Art. 62, i). Pero, amnistía e indulto general, ¿son lo mismo?

En la Constitución nada se dice de la amnistía, y sí de los indultos generales, que no son posibles, a diferencia de los particulares, persona a persona, que sí lo son. Elisa de la Nuez, secretaria general de la Fundación Hay Derecho en que se enmarca el presente blog, escribió el 12 de noviembre de 2017 un esclarecedor artículo, precisamente previendo lo que podría ocurrir y que ha terminado por pasar. La amnistía supone el olvido de la comisión del acto ilícito, en este caso constituiría el olvido de los delitos de sedición y malversación a los que fueron condenados los políticos encarcelados. El indulto, en cambio, garantiza el recuerdo del hecho ilícito, pero lo excusa.

Como dice de la Nuez, “el encaje tanto de la amnistía como el indulto en un moderno Estado democrático de Derecho es un tanto problemática”. Sin embargo, sí sería posible, con la actual mayoría con la que cuenta el gobierno, que el Congreso de los Diputados aprobara una Ley de Amnistía en momentos como el presente que algunos autores (Carlos Pérez del Valle, profesor de Derecho Penal del CEU) denominan de “refundación política”. Es un axioma jurídico que “qui potest plus, potest minus” (quien puede lo más, puede lo menos). Si es posible modificar el Código Penal y redefinir, o incluso suprimir, los actuales tipos delictivos de rebelión o de sedición, cuánto mas podría ser aprobar una Ley de Amnistía para todos los condenados por la Sentencia del Tribunal Supremo. Y ello, además, no exigiría de algo tan humillante como el arrepentimiento.

El derecho a veces repugna, lo comprendo. Pero para eso está el derecho, para que no contente a nadie del todo, aunque sea un instrumento eficaz para la tranquilidad y la paz de todos. Ese no quedarse satisfecho es, muchas veces, la base del funcionamiento correcto del Estado de Derecho en situaciones excepcionales como las que hemos vivido en España desde que unos insensatos decidieron proclamar la independencia de Cataluña. Ahora dicen estos insensatos con jactancia que “ho tornarem a fer”. Si al final se les amnistiase a través de una Ley hecha a su medida, lo que sí debería quedar muy, pero que muy claro, debería ser la advertencia, si lo volviesen a hacer, de que no cabría una amnistía por los mismos hechos ya amnistiados. Ante una especie de delito continuado sería un escarnio para la Constitución y del Estado de Derecho, que cupiese, también, una especie de amnistía continuada.

La guerra de lenguas

Irene Lozano, especialista en lingüística hispánica y periodista, publicó en 2005 un libro muy interesante – “Lenguas en guerra”- con el que obtuvo el premio Espasa de Ensayo. Hoy, por esos avatares de la fortuna, descansa en un cargo público que poco tenía que ver con su brillante trayectoria académica y política: Secretaria de Estado de Deportes. Su tesis liguística es sencilla: pese a los ímprobos intentos del nacionalismo catalán por señalar todas aquellas diferencias, especialmente lingüísticas, que nos separan a los catalanes del resto de españoles, si se hurga un poco, solo un poco, se ve que casi no existen tales diferencias. Llevamos siglos juntos y las más de las veces en franca harmonía. Ese intento de diferenciarnos del resto de españoles, propiciado por Pujol durante más de un cuarto de siglo de gobierno, y luego por Maragall con ese invento de aquel nuevo Estatut; y esa patochada, por denominar de modo suave la ocurrencia maragalliana de solicitar la inclusión de Cataluña en la Unión de Estados Francófonos, han convertido el catalán como el signo de diferencia esencial con el que abanderar las ínfulas independentistas que esgrimen bien alimentados y acomodados burgueses con ansias de notoriedad. No lo han conseguido, no, pero han arrastrado a Cataluña a una división en dos mitades casi irreconciliables, que es como estamos ahora a este lado del Ebro.

El absentismo del Estado en toda la etapa de Rajoy, por pura vagancia y no por otra cosa, pues tenía mayoría absoluta para gobernar, además de cierta disponibilidad del PSOE para llegar a acuerdos; y antes, el entreguismo de Aznar, el ex presidente de frágil memoria, de competencias que ni siquiera le pedían con el fin de estar cómodo en su primera legislatura, sirvieron de base para el desmontaje del Estado en Cataluña a lo largo de estos veinticinco últimos años. Ahora a nadie debe extrañarle que con la ayuda de los jefes de Podemos y de los etarras diputados, los socialistas de nuevo cuño aprueben leyes como la de Educación de esta semana.

Pues sí, antes de ayer, como digo, el Congreso de los Diputados dio vía libre a una de las leyes mas estúpidas que en España han sido aprobadas. Y la estupidez no viene porque rebaje el nivel educativo a niveles difícilmente aceptables; o por ser otra ley de educación sin consenso, una más. No, por supuesto que no. Eso, a lo sumo, sería sectarismo, no solo imputable a este gobierno sino a casi todos los que sucesivamente han ido regulando la materia educativa a lo largo de estos últimos cuarenta años, e incluso antes, desde que Villar Palasí ocupó la cartera de Educción en los remotos tiempos del franquismo. La estupidez consistiría en haber suprimido de un manotazo el castellano como lengua vehicular en materia educativa. No se que dirá en el futuro el Tribunal Constitucional sobre tamaño dislate, pero mucho habrá de retorcerse la ya muy retorcida Constitución para que pase esta ley las horcas caudianas linguísticas. Hay, en cualquier caso, una prueba del algodón infalible en esta etapa de nuestra crispada vida política: lo que aplauden independentistas o Bildu + Podemos, constituye un nuevo peldaño para terminar de destruir nuestra cohesión nacional.

A la ministra Celaá, con sus dos hijas educadas en colegios privados y ya bastante creciditas, le importa bastante poco lo que le ocurra al común de los mortales. Esta pija extraviada de Neguri ya demostró como las gastaba, al acudir a la famosa manifestación feminista del de marzo, en plena explosión del COVID 19, pertrechada de guantes quirúrgicos protectores, mientras sus compañeras de juerga se contagiaban sin remisión. Parece increíble, pero es verdad: que el castellano, cuyo derecho y deber de conocer está esculpido en el artículo 3 de la Constitución, pueda llegar a dejar de ser la lengua vehicular del Estado, o sea de España, a voluntad de las Comunidades Autónomas. Es un contradiós que no resulta comprensible a no ser que lleguemos a la conclusión de que estamos gobernados por bárbaros y por negligentes. Y todo esto irá, en Cataluña, en detrimento de las personas con menos recursos cuyo rendimiento escolar descenderá todavía más, si cabe. Porque para muchas de estas personas es el castellano su lengua materna y, entonces, a la falta de recursos se unirá la añadida dificultad de aprender una lengua que no es la suya. ¿Es eso la igualdad que predican estos socialistas y populistas de nuevo cuño?

Si esto es el respeto a la Ley no se en qué consistirá su vulneración. Pilar Rahola, la omnipresente propagandista del independentismo, ha reiterado en diversas ocasiones que a los inmigrantes cuya pretensión sea instalarse en Cataluña debería exigírseles un determinado nivel de conocimiento del catalán. No mucho, el suficiente para fastidiar. Así es como la lengua catalana ha descendido a niveles de calidad ínfimos, y solo hay que escuchar a algunos políticos asimilados al independentismo, como Gabriel Rufián, para provocar profunda hilaridad (o tristeza, según se mire) sobre su forma de expresarse en catalán. Como escribía Irene Lozano en su anterior vida política de la mano de UPyD, “la conclusión es meridiana: más de la mitad de los niños se están escolarizando en una lengua que no es la que han aprendido a hablar en su casa”. Eso lo escribió en 2005, ahora el desbarajuste lingüístico de Cataluña es monumental. Y no importa cuantas batallas legales se ganen en los tribunales por quienes defienden el bilinguismo. A través de la administración y de los medios de comunicación públicos se ha expulsado el castellano de las aulas públicas o concertadas. Las estadísticas lo resisten todo, pero la realidad es la que es y los derechos de quienes quieren escolarizar a sus hijos en castellano son pisoteados de forma inmisericorde y persistente. Solo con buenos recursos económicos, se les pueda ofrecer a los niños una enseñanza privada como la que les dio a sus hijas la ministra Celaá. O sea en la lengua que hablan casi 600 millones de personas

Diario de Barcelona: La herencia de Pujol

Cuentan todos aquellos que, ya sea por caridad, agradecimiento o afinidad, visitan al ex presidente de la Generalitat de Catalunya, que éste les inquiere con machacona y obsesiva insistencia sobre cuál creen que será el juicio que la posteridad hará sobre su etapa al frente del gobierno de Cataluña. No creo que nadie le diga la verdad. Unos porque no la quieren ver. Otros porque la ven y no se la quieren decir. Y, también los hay, aquellos a los que les trae sin cuidado la posteridad y les fue tan bien, pero que tan bien enriqueciéndose a manos llenas con Pujol, que prefieren callar no vaya a ser que, como hizo Javier de la Rosa, un día se le ocurra pasarles el platillo.

Porque, recordemos, el empresario modelo para Pujol fue este personaje que se hizo de oro con base a la corrupción (de la Rosa). Su abogado de cabecera fue Juan Piqué Vidal, un chantajista que terminó encarcelado junto a su socio de fechorías, el magistrado Pascual Estivill, al que la Generalitat aupó al Consejo General del Poder Judicial para que nos representara. Sigamos. Maciá Alavedra, un simpático comisionista de guante blanco era quien manejaba las finanzas. En el plano personal, Pujol escondió la herencia que, decía, había recibido de su padre ante la sorpresa de su hermana y cuñado cuando decidió aflorarla. Más cosas. Puso al frente de TV3 al “hijo del chofer”, Alfons Quintá, otro chantajista que terminó asesinando a su mujer y suicidándose. (Lo del “hijo del chofer” es el título de la espléndida y esencial historia de periodismo, chantaje y corrupción que acaba de publicar Jordi Amat en Tusquets editores). En fin, generalizó lo del 3 % (o más) en cualquier adjudicación pública que dependía de la Generalitat, con concursos amañados o adjudicaciones directas. Y para darle un toque cultural, impidió que el Liceo fuera el gran teatro lírico de España, como le propusieron Javier Solana y Josep María Bricall, con el poderoso argumento de que entonces no sería “prou catalá” (bastante catalán).

Y así fue casi todo, una monumental estafa. ¡Ah!, eso sí, todo para la mayor gloria de Cataluña, también impidió que ningún miembro de CiU, ni Roca, ni Joaquim Molins, ni Durán, todos ellos personas sensatas, formaran parte del gobierno de España, fuese este del signo que fuera. ¿Que qué quedará después de todo esto? Lo que el juicio de la historia le depare, no lo sé. Pero lo que si sé y sabemos todos es el juicio que este personaje nos merece hic et nunc. Es probable que el día que muera, sus fieles lacayos incluso le organicen unas pompas fúnebres discretas pero dignas para que se le reconozca su labor. Pero no creo que cuente con el beneplácito de la Esquerra, que lo desprecia, ni de los descerebrados de la CUP, que suelen estar contra todos y contra todo. Esto por citar aquellos que más próximos a él estarían por eso de la independencia. Porque para la mitad de los catalanes, Pujol ha sido un personaje nefasto, visto desde la perspectiva actual. Pues no se olvide que, mientras duró, el voto a CiU fue masivo. Y precisamente fue ese apoyo masivo el que provocó el desastre político que ahora vivimos en Cataluña.

Después de mí, el diluvio, debió de pensar como buen megalómano -de alpargata de todos modos- que era. A lo mejor, por las preguntas que hace a sus visitantes sobre cómo le juzgará la historia, aún lo sigue siendo. Y el diluvio vino con ese trio de fanfarrones e incompetentes políticos que se sucedieron en el palacio de la plaza de Sant Jaume: Mas, Puigdemont y Torra, a cuál mas catastrófico. ¿Y qué pasaba en el gobierno español mientras tanto? Aznar le entregó a Pujol todo lo que quiso, incluso le dio lo que no pedía. El palacio de la Moncloa bien valía Cataluña. Ahí comenzó la cosa: la destrucción del Estado. Zapatero terminó propiciando el desastre del nuevo Estatuto, que no pedía nadie entonces, y que fue un instrumento del PSC para acorralar al PP. Rajoy por no hacer, no hizo nada. No fue capaz, por desidia, de aplicar el artículo 155 de la Constitución cuando debió hacerlo, o sea después de las leyes de desconexión aprobadas por el Parlament de Catalunya, con lo que se habría impedido, sin duda, la celebración del referéndum y esa penosa actuación de la policía comandada por un ministro del Interior -el inefable Zoido- que no sabía hacer la “o” con un canuto, digno sucesor de otro que tal bailó: Fernández Díaz, que dirigía el ministerio siempre acompañado de Marcelo, su ángel protector.

Prefiero no releer lo que he escrito porque seguro que he narrado una historia que parece poco creíble. Pero esto es lo que ha sido y es lo que será la herencia de Pujol. La que va a dejar a sus hijos tampoco está exenta de dramatismo, pues al cabo terminarán como los hijos de Ruiz Mateos. Y es que entre Pujol y el empresario jerezano no hay tanta diferencia. Uno se puso las botas comprando bodegas a bodegueros exhaustos y arruinados, el otro acaparando competencias para las que ni estaba preparado ni tenía, en muchos casos, los medios para hacerlo. ¿Y ahora cómo se arregla esto?, se preguntarán ustedes. Yo me hago la misma pregunta y, para serles sincero, solo tengo una respuesta: con paciencia y con muchiiiiiiiiiisimas horas de pedagogía y de trabajo.

¿De qué hablamos cuando hablamos de lengua vehicular en la escuela?

La tramitación de la reforma de la Ley Orgánica de Educación (LOE) ha vuelto a atraer la atención sobre la vehiculariedad del español en la enseñanza. A continuación, intentaré explicar los elementos nucleares del debate.

Me centraré en la situación de Cataluña. Algunos de los desarrollos que seguirán serán válidos para otras comunidades autónomas; pero prefiero limitar el análisis a Cataluña porque la regulación en materia educativa difiere en cada territorio y no es posible realizar aquí una consideración pormenorizada de todas las normativas autonómicas.

Lo primero que hay que aclarar es qué es la lengua vehicular. Con esta expresión nos referimos a la lengua en la que se enseña. No se trata de la lengua o lenguas que se enseñan, sino de la que se utiliza para explicar tanto materias lingüísticas como no lingüísticas. Es también la lengua para las comunicaciones dentro de la comunidad educativa.

El elemento normativo básico en relación a este tema es el artículo 3 de la Constitución, que establece el carácter oficial del castellano en todo el territorio nacional. De esta oficialidad, el Tribunal Constitucional ha derivado el derecho a recibir enseñanza en castellano (insisto en la preposición: “en” castellano, no solamente “de” castellano). Esto ya fue recogido en la STC 6/1982, y confirmado en la STC 337/1994.

La STC 31/2010 confirmó esta doctrina afirmando literalmente que ambas lenguas (el catalán y el castellano) “han de ser no sólo objeto de enseñanza, sino también medio de comunicación en el conjunto del proceso educativo, es constitucionalmente obligado que las dos lenguas cooficiales sean reconocidas por los poderes públicos competentes como vehiculares”.

Así pues, el castellano, por exigencias constitucionales, ha de ser lengua vehicular, lo que implica que sea usada como lengua de comunicación por la comunidad educativa, sin que este carácter vehicular se vea satisfecho porque se impartan clases “de” castellano.

Ahora bien, ¿cómo se traduce esto en la práctica? El legislador estatal renunció a regular la concreción de este carácter vehicular; esto es, qué contenidos mínimos han de impartirse en castellano y qué utilización ha de tener el español en la escuela (rotulaciones, comunicación con las familias, etc.). Esta regulación estatal debería hacerse de manera que se respetaran las competencias autonómicas y teniendo en cuenta que la vehiculariedad del castellano no puede excluir la utilización de otras lenguas cooficiales, y ni siquiera impedir que esas lenguas cooficiales sean el “centro de gravedad” del modelo lingüístico de la escuela (STC 31/2010); pero lo anterior no elimina la competencia del estado en relación al derecho de recibir enseñanzas en castellano.

Es cierto que en el año 2013 se introdujo en la LOE la necesidad de que el castellano fuera vehicular en todas las comunidades autónomas; pero no se especificó en que debería traducirse este carácter vehicular, remitiendo a las administraciones educativas la determinación de la presencia “razonable” de castellano en la educación.

En el caso de Cataluña, la normativa autonómica no hace ninguna referencia al carácter vehicular del castellano y establece que la lengua de uso “normal” en la escuela es el catalán. Los tribunales han interpretado que nada obsta esta dicción si se interpreta en el sentido de que la utilización “normal” del catalán no implica la exclusión del castellano como lengua vehicular.

Pasemos ahora de las normas a la práctica de la administración. En los colegios catalanes la lengua que se utiliza con carácter prácticamente único en las comunicaciones dentro del centro y con las familias y para la enseñanza de todas las asignaturas excepto la de lengua castellana es el catalán. Así se desprende del análisis de más de 2000 proyectos lingüísticos realizado por la Asamblea por una Escuela Bilingüe en Cataluña (AEB) que puede consultarse aquí . Este informe documenta que en la práctica totalidad de los centros educativos en Cataluña la única lengua que se utiliza en las comunicaciones del centro y para la enseñanza de todas las materias no lingüísticas es el catalán; esto es, el castellano no es lengua vehicular en las escuelas de Cataluña. La legislación catalana, que podría (y debería) ser interpretada en el sentido de que el que el catalán sea la lengua de uso normal en la escuela no excluye que el castellano también sea vehicular, es aplicada por la administración educativa en el sentido de que el catalán ha de ser la única lengua vehicular en la escuela.

Ante esta situación algunas familias han pedido ante los tribunales que se cumpla la exigencia constitucional de que el castellano sea lengua vehicular, lo que ha llevado a que se dictaran varias decisiones que, ante la falta de una previsión legal, han concluido que la presencia mínima de castellano en la educación ha de ser de un 25%. Por debajo de este porcentaje entienden que el castellano tendría el tratamiento de una lengua extranjera, lo que no sería constitucionalmente conforme.

En los grupos de los alumnos cuyas familias han recurrido a los tribunales se ha implementado este 25% de castellano en la educación, pero la Generalitat se ha negado a adoptar las medidas precisas para que el carácter vehicular del castellano sea realidad sin necesidad de que caso a caso cada familia deba emprender una actuación delante de los tribunales.

La situación que se vive, de exclusión en la práctica del castellano en las escuelas catalanas, podría resolverse si la normativa estatal fijara la proporción de enseñanza en castellano que daría cumplimiento a la obligación constitucional. Ciertamente, el porcentaje que fijara el legislador estatal debería ser respetuoso con las competencias autonómicas; pero ha de tenerse en cuenta que, como hemos visto, el Tribunal Constitucional ya ha reconocido la competencia del legislador para velar por el respeto al derecho de recibir enseñanza en la lengua oficial del estado.

El legislador estatal ha renunciado a realizar esta regulación y también a implementar mecanismos que garanticen el cumplimiento por parte de las administraciones autonómicas de la obligación de que el castellano sea lengua vehicular. La denominada “ley Wert” diseñó un mecanismo por el cual en aquellos casos en los que la administración autonómica incumpliera esta obligación los padres podrían recurrir a la enseñanza privada, corriendo los costes a cargo de la administración autonómica; pero este artefacto fue declarado inconstitucional por razones que sería largo detallar aquí; pero a las que convendría añadir que no es de recibo que una ley estatal asuma como presupuesto de hecho el incumplimiento consciente y reiterado de las obligaciones constitucionales por parte de una comunidad autónoma. Si ese incumplimiento se da sería necesario ponerle remedio “a través de cauces constitucionalmente lícitos”, tal como nos recuerda el Tribunal Constitucional en su sentencia 14/2018.

En este escenario llega la reforma de la LOE que se está tramitando en las Cortes y que, de concluir con la redacción que ha sido propuesta por el PSOE, Podemos y ERC; eliminaría la referencia al carácter vehicular del castellano.

Consecuencia de esta modificación sería que el Estado renuncia ya no solo a establecer en qué se concreta la vehiculariedad del castellano en la enseñanza, sino incluso a reivindicar este carácter vehicular. Ciertamente, esto no cambia la doctrina que ha fijado el Tribunal Constitucional y que se deriva del artículo 3.1 de la Constitución; pero deja sin apoyatura legal los recursos ante los tribunales para exigir que el castellano no sea excluido de la escuela.

Además de lo anterior, al remitir la regulación de la enseñanza en castellano a la normativa aplicable, deja en manos de las comunidades autónomas la determinación de la presencia del español en la escuela. La LOE pasará de ser una norma que alegan quienes exigen ante los tribunales una presencia mínima de castellano en las escuelas a ser utilizada por las administraciones que mantienen dicha exclusión y que podrán utilizar la nueva redacción de la Disposición Adicional 38ª de la LOE como argumento en favor de que ha de ser la normativa autonómica a quien le corresponde determinar cuál es la proporción de castellano necesaria para dar cumplimiento a las exigencias constitucionales. En definitiva, el Estado habría trasladado a las comunidades autónomas la función de velar por el derecho de todos a recibir enseñanza en castellano.

Lo anterior no impide que continúen los recursos ante los tribunales para exigir una presencia mínima de castellano en la educación; pero debiendo basarse dichos recursos únicamente en el artículo 3.1 de la Constitución, tal como ha sido interpretado por el Tribunal Constitucional.

Aparte de lo anterior, la nueva redacción es una renuncia clara del legislador estatal al ejercicio de sus competencias. En vez de abordar la exclusión que de facto sufre el español en la escuela en alguna comunidad autónoma, apoya a quienes mantienen que ha de ser la legislación autonómica la que concrete cuál ha de ser la presencia del castellano en las escuelas españolas; incluso en aquellos casos en que dichas administraciones optan por dar al español el tratamiento de una lengua extranjera.

Diario de Barcelona: Ser monárquico en Cataluña

En Cataluña, las instituciones autonómicas, la mayoría de los grandes ayuntamientos y, de forma pertinaz, los medios de comunicación públicos, desde que el independentismo adquirió carta de naturaleza incrustándose en todas partes, proclaman a los cuatro vientos que Cataluña es una república. Han logrado inventar una realidad paralela, de eso no cabe la menor duda, sobre todo fuera de Barcelona. Proclamarse leal a la Constitución y a la Monarquía parlamentaria es algo, pues, que no suele escucharse abiertamente en estas tierras. Y quien lo hace suele utilizar “peros” o “sin embargos”. Decir que uno es monárquico, que el Rey Juan Carlos fue un gran rey (al margen de sus vicios privados), y que su sucesor, Felipe VI, es ejemplar en su papel constitucional resulta bastante extraño. De ahí que el libro que acaba de publicar Sergio Vila-Sanjuán, director de “Culturas” de La Vanguardia –“Por qué soy monárquico” (Ariel)- resulte valiente y esclarecedor.

En el resto de España, este debate que en Cataluña es tan habitual, o sea si hay que cambiar la Constitución de 1978 y someter a referéndum el tema de la monarquía, es bastante minoritario, solo introducido por la influencia del independentismo catalán, con la ayuda de comunistas y podemitas. Vila-Sanjuán, en cambio, sin necesidad de entrar en el debate, ofrece varias razones para justificar la monarquía constitucional como forma de estado mucho mas apropiada que una república, según sean las circunstancias de cada nación. De hecho, nueve de las democracias más avanzadas y libres -recuerda- son monarquías: Inglaterra, Noruega, Dinamarca, Suecia, Bélgica, Holanda, Luxemburgo y Japón. A Puigdemont le da cobijo una monarquía; y si no existiera esa monarquía, tampoco es probable que tampoco existiera Bélgica pues ahí mal conviven dos comunidades -la flamenca y la valona- que se odian. Ponsatí está refugiada en Escocia, otra monarquía. La reina Isabel II y la monarquía son el pilar de los británicos. Sin monarquía, Gran Bretaña se dividiría en cuatro partes, por lo menos. Otrosí. Para nuestros independentistas, el modelo social de Cataluña está en los países nórdicos. De los cuatro, tres son, también, monarquías. Como dice Vila-Sanjuán en una entrevista a “El Cultural”, “la monarquía brinda estabilidad política y sentido ritual. En torno a Felipe VI, fundaciones como Princesa de Asturias y de Girona enlazan modernidad cultural y responsabilidad social con simbolismo histórico”.

Estados Unidos, nación que no tiene nombre sino cuyo nombre es la suma de sus cincuenta Estados, es una nación fuerte que cuenta con un estado central solvente, un estado, sí, muy descentralizado, incluso con sus propios Tribunales Supremos y con distintos sistemas electorales como podemos comprobar en estos días. España es una nación pequeña, pero con enorme influencia cultural gracias a su lengua. España ha progresado cuando su estado ha sido fuerte, por más descentralizado que esté. Y eso es lo que describe el autor en este recomendable libro, recordando, sobre todo, como paradigma, el año 1992, cuando España volvió a colocarse en el mapa del mundo.

Vila-Sanjuán rememora cómo su abuelo fue monárquico con Alfonso XIII, su padre con el Conde de Barcelona, y él lo ha sido con Juan Carlos I y ahora lo es con Felipe VI. Y no tiene medio en ensalzar el discurso del Rey Felipe el 3 de octubre de 2017, después de la celebración del referéndum ilegal en Cataluña sin que Rajoy hiciera nada para impedirlo cuando debió hacerlo, aplicando el artículo 155 de la Constitución tras la aprobación por el Parlamento de Cataluña de leyes ilegales los días 6 y 7 de septiembre de ese año. Tuvo que ser el jefe del Estado, es decir el Rey, quien recordara a todos los españoles, incluido su gobierno, que la Constitución permanecía vigente, también en Cataluña.  Vila-Sanjuán escribe: “He vuelto sobre ese discurso en varias ocasiones y hoy pienso que el rey hizo lo que tenía que hacer. Lo que constitucionalmente debía hacer: ejercer su papel al frente del Estado, en uso de sus poderes simbólicos”. En la monumental obra “Comentarios a la Constitución” dirigida por el profesor Oscar Alzaga Villaamil, uno de los padres de la Constitución de 1978, Miguel Herrero y R. de Miñón, sostiene que ese poder moderador del Rey excede del mero formalismo cuando se dirige a la Nación. Quizás sería conveniente, con el fin de evitar conflictos interpretativos, que una Ley Orgánica regulase, como ocurre en otras monarquías, el funcionamiento de la Casa del Rey.

En el libro de Vila-Sanjuán se recogen unas líneas del gran medievalista José Enrique Ruiz-Domènec que me parecen apropiadas para concluir esta reflexión: “Según se deduce de las bellas historias rescatadas por Georges Dumézil del inmenso bagaje cultural de los pueblos indoeuropeos, la monarquía debe considerarse una estructura latente de carácter simbólico que se adapta al curso de la historia en su forma y su significado”. Eso es lo que hicieron los constituyentes de 1978 según lo que afirma Sergio Vila-Sanjuán, reciente Premio Nacional de Periodismo Cultural, y monárquico en Cataluña, que no es poco.