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¿Se puede regular la verdad?

Hace unas semanas tuve la oportunidad de participar como moderadora en una de las mesas del Foro “El derecho a la verdad”, organizado por la Fundación General de la Universidad de Alcalá, -dirigido por Nacho Torreblanca- en concreto en la titulada “¿Se puede regular la verdad”? con dos juristas de primer nivel, una profesora de Derecho Mercantil  de la Universidad Carlos III de Madrid, Teresa Rodriguez de las Heras, y otro de Derecho constitucional, Luis Miguel González de la Garza. De lo escuchado en esta mesa de dos juristas con visiones muy diferentes sobre este tema, una profundamente iusprivatista y la otra profundamente pública nacen estas primeras reflexiones sobre la regulación de la verdad. 

La primera reflexión es obvia: ¿Se puede regular la verdad?  Y la segunda no lo es menos: ¿Se debe regular la verdad? Y quizás la tercera es la menos obvia: ¿Es cierto que ahora mentimos más que antes? Tom Phillips, que dirige la principal organización verificadora de datos independiente del Reino Unido, lo pone duda. En su libro “Verdad, una breve historia de la charlatanería” nos recuerda que los seres los humanos nunca hemos dejado de mentirnos los unos a los otros y que no ha existido nada parecido a una “edad dorada de la veracidad”. Esto por no hablar de cómo nos mentimos a nosotros mismos. Cabe recordar también los comienzos de la prensa escrita, donde la difamación y las “fake news” estaban a la orden del día. Quizás la diferencia es la velocidad y la intensidad con que las mentiras circulan y se diseminan por las redes sociales.

En todo caso, y para ser más modestos quizás más que de la verdad deberíamos hablar de hechos verificables. Porque son los hechos los que, al final, permiten el debate racional y la rendición de cuentas en un Estado democrático de Derecho. ¿Tiene el ciudadano derecho a exigir que los hechos que fundamentan el debate público sean si no ciertos sí, al menos, verificables? ¿Y a exigirlo de quien exactamente? ¿Quién garantiza este derecho? ¿Cómo? ¿Se trata sólo de protegernos contra la desinformación (“disinformation”) tal y como la define la Comisión Europea (“información verificablemente falsa o engañosa que se crea y presenta para engañar deliberadamente a la población o para obtener beneficios económicos”) o debemos ir más allá? ¿Cuál es la diferencia entre información verificablemente falsa e información engañosa? La Comisión Europea habla también de “misinformation” para referirse a aquella información verificablemente falsa pero que es diseminada sin intención de engañar, porque quien lo hace considera que es cierta. ¿Podemos hablar de desinformación también cuando somos engañados voluntariamente, o nos autoengañamos o cuando el que difunde la desinformación no es consciente de que lo es?  ¿Puede suponer una regulación de este tipo un riesgo para una sociedad abierta? Y si es así ¿Cómo evitamos esos riesgos?

Pues bien, la Unión Europea ha empezado a tomar cartas en el asunto por considerar que las dos formas de desinformación (“disinformation” y “misinformation”) pueden amenazar las democracias, polarizar los debates y poner en riesgo la seguridad, la salud y el medio ambiente. Por otra parte, es indudable que las grandes campañas de desinformación requieren una respuesta coordinada por parte de los Estados miembros, las instituciones europeas, las redes sociales, los medios de comunicación y los propios ciudadanos.

En cuanto a las iniciativas europeas en este ámbito cabe referirse al Código de Prácticas sobre la desinformación (buenas prácticas y autorregulación para la industria), al Observatorio de los medios digitales (que reúne a los  “fact-checkers”, investigadores y otros agentes relevantes para asesorar a los políticos), al plan de acción sobre desinformación, cuya finalidad es fortalecer la capacidad y la cooperación de la UE para combatirla, la “European Democracy Action Plan” que pretende desarrollar guías y protocolos sobre obligaciones y rendición de cuentas por parte de las plataformas digitales en la lucha contra la desinformación o la comunicación “La comunicación ‘tackling online disinformation: a European approach’ que es una colección de herramientas para combatir la desinformación y proteger los valores europeos. Como puede verse, todo por ahora es “soft law”, es decir, no hay una regulación como tal que establezca derechos y obligaciones en este terreno. 

En concreto, el Plan de Acción contra la Desinformación de 2018, aprobado por la Unión Europea, establece en su punto octavo que los Estados miembros deben apoyar la creación de equipos de verificadores de datos e investigadores independientes. Lógicamente la independencia es esencial, si es que se trata, en último término, de retirar contenidos de forma que sólo pueda hacerse con criterios estrictamente técnicos y no por criterios políticos.

La principal discusión se plantea por tanto, en cuanto a la necesidad de una regulación y de qué tipo. ¿Nos basta con la “soft law”, es decir, la autorregulación, las buenas prácticas o los códigos de conducta o sería preciso ir más allá y establecer una auténtica regulación o “hard law” con sus garantías y sus sanciones en caso de incumplimiento? Este debate entronca también con el de si puede hablarse de algo así como del derecho a no ser engañado. Para algunos, y ciertamente para el profesor Luis Miguel González de la Garza, autor de un libro sobre el tema junto con Antonio Garrigues no cabe dudar de su existencia. Este derecho entroncaría con alguno de los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución en particular el de la libertad de expresión y debería garantizarse, como todos, judicialmente. Por el contrario, la profesora Rodríguez de las Heras se muestra más favorable a soluciones de Derecho privado, de tipo arbitral para solventar los posibles conflictos jurídicos que puedan suscitarse en relación particularmente con el comportamiento de las plataformas online, que en todo caso deberían establecer una serie de reglas estrictas para luchar contra la desinformación. En todo caso, ambos coinciden en la necesidad de una regulación al menos a nivel europeo, habida cuenta de que las grandes plataformas a las que se puede dirigir esta posible regulación operan a nivel global, por lo que una regulación simplemente nacional tendría poco recorrido.

En ese sentido, conviene recordar que ya disponemos de regulación en este ámbito nacional: en concreto se trata recogida en la Orden PCM/1030/2020, de 30 de octubre, por la que se publica el Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional (más conocida como la “Comisión de la verdad”) que fue muy criticada (también por mí) entre otras cosas por el modelo de gobernanza establecido, con muy escasa participación de organizaciones de la sociedad civil y otros agentes sociales y que no parece garantizar suficientemente la independencia de los “fact chekers”.  En todo caso, de haber iniciado sus trabajos (lo que desconozco) no parece que éstos hayan tenido demasiada repercusión. Su finalidad era, según sus propias palabras contribuir «a mejorar y aumentar la transparencia con respecto al origen de la desinformación y a la manera en la que se produce y difunde, además de evaluar su contenido».

En todo caso, una regulación auténtica (“hard law”) contra la desinformación no ya desde el punto de vista procedimental sino material tiene también sus inconvenientes.  De entrada, la delimitación de los sujetos obligados y de los agentes que deberían involucrarse para luchar contra la desinformación que van desde los medios de comunicación tradicionales, las redes sociales, los propios Poderes Públicos, los Investigadores, las organizaciones de la sociedad civil e incluso los ciudadanos de a pie. Pero no hay duda de que también incluso delimitando con claridad el ámbito subjetivo de aplicación, otro escollo estaría en el establecimiento de procedimientos para combatirla, especialmente si se acude a procedimientos judiciales que se antojan excesivamente lentos para combatir un fenómeno que si por algo se caracteriza es por su inmediatez. No obstante, si hablamos de retirar contenidos que pueden contener desinformación en el sentido antes expuesto parece razonable que exista algún tipo de garantía judicial, dado que la sombra de la censura es alargada. Y si bien parece que a nadie le gusta demasiado que sean las propias plataformas o, mejor dicho, sus algoritmos, quienes decidan qué contenidos retiran por contener desinformación no lo es menos que dejar esta potestad en manos de los Poderes públicos incluso en democracias avanzadas entraña un riesgo nada desdeñable. Y no digamos ya en las menos avanzadas o en las denominadas iliberales. Se trata, por tanto, de un asunto delicado. ¿Quién vigila a los vigilantes? Como pueden ver, un debate apasionante para los próximos años, en el que nos jugamos mucho.

Empero, antes de ese análisis hay que mencionar que el punto que los regula, el tercero, comienza con esta llamativa declaración: «Acorde con los órganos y organismos que conforman el Sistema de Seguridad Nacional, se establece una composición específica para la lucha contra la desinformación». De esta manera, se busca equiparar la lucha contra la desinformación con los asuntos de Seguridad Nacional, lo que puede servir para intentar justificar precisamente ciertas restricciones de derechos. La explicación radica en que, a veces, la desinformación puede provenir de terceros países. Ahora bien, esto no tiene por qué ser siempre así y, dada la antes mencionada ambigüedad de la orden, dichos órganos dispondrán de un considerable margen de actuación.

Una vez expuesto todo lo anterior, los aspectos esenciales de los órganos son los siguientes:

El Consejo de Seguridad Nacional: En esencia es una comisión delegada del Gobierno, tal y como se recoge el artículo 17 de la Ley 36/2015, de 28 de septiembre, de Seguridad Nacional. Su finalidad es la de asesorar al presidente del Gobierno sobre materias de Seguridad Nacional. Su composición se determina en el artículo 21 de esta ley, la cual además de ser objeto de desarrollo reglamentario, incorporará obligatoriamente al Presidente, Vicepresidentes y varios ministros. Debe destacarse que el artículo siete de la Ley de Seguridad Nacional también dispone que las Cortes Generales son competentes en materia de Seguridad Nacional, pero no han sido tenidas en cuenta para la orden que nos ocupa.

El Comité de Situación: Participa en el denominado Nivel 3. Lo destacable es que es un órgano de apoyo del Consejo de Seguridad Nacional, tal y como se recoge en el segundo punto de la Orden PRA/32/2018, de 22 de enero, por la que se publica el Acuerdo del Consejo de Seguridad Nacional, por el que se regula el Comité Especializado de Situación. Su composición se determina en el punto sexto de dicha orden, estando presidido por el Vicepresidente del Gobierno y vicepresidido por el Director del Gabinete de la Presidencia del Gobierno y Secretario del Consejo de Seguridad Nacional. En lo relacionado con sus vocales se sigue una tónica parecida.

La Secretaría de Estado de Comunicación: Es una secretaría de Estado que depende de Presidencia. Lógicamente es clave en la política informativa del Gobierno y la orden le sitúa como autoridad pública competente, junto a Presidencia, el CNI y los distintos gabinetes de comunicación de los Ministerios y otros órganos.

Comisión Permanente de Desinformación: La crea la norma objeto del artículo, la cual detalla su funcionamiento y actuaciones. Se encargará de llevar a cabo una coordinación interministerial. Según el anexo II de la orden, su coordinación será asumida por la antes mencionada Secretaría de Estado de Comunicación, mientras que la presidirá el Director del Departamento de Seguridad Nacional. El resto de su composición abarcará varios organismos provenientes de varios ministerios como el de defensa, interior, exteriores, etc. Entre sus competencias puede destacarse que actuará en conjunto con la Secretaría de Estado, correspondiéndole varias funciones importantes como la elaboración de informes agregados para apoyar la valoración de amenazas; elevar al Consejo de Seguridad Nacional recomendaciones y propuestas; y, quizá la más importante, la elaboración de la propuesta de la Estrategia Nacional de Lucha contra la Desinformación al Consejo de Seguridad Nacional.

Posteriormente, en el punto quinto se recogen las autoridades públicas competentes, ya nombradas, mientras que el apartado sexto está dedicado a la sociedad civil y el sector privado. Dicho apartado afirma asignarles un «papel esencia en la lucha contra la desinformación». ¿Qué tipo de papel esencial? Veámoslo: «con acciones como la identificación y no contribución a su difusión, la promoción de actividades de concienciación y la formación o el desarrollo herramientas para su evitar su propagación en el entorno digital». Así es que ese «papel esencial» es cuestionable.

Pero, al margen de eso, es criticable que no se prevea un foro donde los actores de la sociedad civil discutan estos temas con la clase política, ni tampoco se contemplen mecanismos de participación real. Eso sí, las autoridades competentes podrán solicitar la colaboración a organizaciones cuya contribución se considere oportuna y relevante, lo que probablemente lleven a cabo organizaciones afines al Gobierno de turno

En conclusión, la norma establece un batiburrillo de órganos para actuar en los cuatro niveles previstos y cuya característica común es que, aunque por distintos caminos, todos dependen del Gobierno. De modo que, pese a que se afirme respetar las instrucciones de Europa, no se cumple con la exigencia de constituir equipos de trabajo independientes. Asimismo, es llamativo que la palabra «lucha» aparezca hasta veinte veces en la orden. Da la sensación que la misma incorpore una retórica pseudo-belicista, lo que podría terminar dando pie a que los sujetos que, supuestamente, elaboren informaciones falsas, sean presentados como “enemigos”. Por tanto, hay que sopesar si está justificado que este conjunto de órganos, de naturaleza casi endogámica, pueda limitar la libertad de expresión o si, por el contrario, ésta debería gozar de una mayor protección. En estos tiempos, deben tomarse especialmente en cuenta reflexiones como esta que hizo, hace tantos años, John Stuart Mill: «Dondequiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior».

Libros de texto, censura y adoctrinamiento

Hace algunas semanas se planteó una nueva batalla en la guerra cultural en la que también venimos enfangando a nuestra tullida educación. Este último episodio se desató cuando primero la Presidenta de la Comunidad de Madrid, y luego la Consejera de Educación de Murcia, declararon que iban a movilizar a las inspecciones educativas para acabar con los “contenidos sectarios” de los libros de texto, velando porque no haya “adoctrinamiento”.

Si nos aproximamos a esta polémica con las lentes del jurista, la primera preocupación es saber a quién corresponde elegir los libros de texto y si un Gobierno autonómico puede realizar una labor de supervisión del contenido de los mismos. Pues bien, la respuesta a estas preguntas se encuentra en la Disposición Adicional Cuarta de la LOE. Su primer inciso reconoce que serán los órganos de coordinación didáctica de los centros públicos los que seleccionarán los libros de texto y demás materiales en ejercicio de su autonomía pedagógica. Sin que ello pueda sujetarse a autorización administrativa previa, como aclara el segundo inciso.

Ahora bien, este precepto prescribe que los materiales docentes “deberán adaptarse al rigor científico adecuado a las edades de los alumnos y al currículo aprobado por cada Administración educativa. Asimismo, deberán reflejar y fomentar el respeto a los principios, valores, libertades, derechos y deberes constitucionales, así como a los principios y valores recogidos en la presente Ley y en la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, a los que ha de ajustarse toda la actividad educativa” (llama la atención, por cierto, que el legislador haya incluido que se respeten también los principios de la Ley de violencia de género, poniéndolos al mismo nivel o como si no estuvieran ya presentes entre los valores constitucionales…).

En cualquier caso, en lo que ahora interesa, el apartado 3º de esta disposición le encomienda a la Administración educativa entre sus facultades de inspección “la supervisión de los libros de texto y otros materiales curriculares”, velando por “el respeto a los principios y valores contenidos en la Constitución y a lo dispuesto en la presente ley”.

Por tanto, prima facie, ¿está habilitada la Administración educativa para realizar estas labores de supervisión frente a contenidos “adoctrinantes” que potencialmente se puedan recoger en libros de texto? Parece que sí, sobre todo porque, como se ha dicho, de acuerdo con la ley la labor inspectora de la Administración no se limita a controlar el rigor científico de los materiales y su adecuación al currículo, sino también que los mismos respeten los principios y valores constitucionales. Y el Tribunal Supremo ya nos recordó en relación con la asignatura de educación para la ciudadanía que uno de los límites de la configuración de los contenidos educativos es la prohibición de adoctrinar, sobre todo allí donde estemos ante “planteamientos ideológicos, religiosos y morales individuales, en los que existan diferencias y debates sociales”, pero sin que ello impida que el Estado pueda informar sobre el pluralismo de nuestras sociedades (STS, Sala 3ª, de 11 de febrero de 2009).

Ahora bien, de aquí también se extrae una pauta clara para la Administración educativa: no puede considerar adoctrinamiento aquello que sea explicación de la diversidad de planteamientos morales y sociales que hay en una sociedad plural como la nuestra. Por tanto, por mucho que la Administración educativa esté habilitada para supervisar los libros de texto, este control en ningún momento podrá legitimar un juicio censor, basado en valores o ideales distintos a aquellos que se deducen de forma estricta del texto constitucional. Pesa, a mi entender, un estricto deber de neutralidad por parte de la Administración en este punto. De manera que sólo podrá reaccionar frente a casos extremos, en los que resultara evidente que se ha abandonado cualquier pretensión educativa para entrar en un ámbito puramente ideológico (adoctrinador) que no resulte conforme con los valores constitucionales (porque, además, adoctrinar en estos ideales -es decir, en el respeto y el cultivo de los valores constitucionales- sí que resulta legítimo). Fuera de esos supuestos excepcionalísimos, según dijimos, es a los centros a los que corresponde seleccionar los materiales que consideren adecuados en ejercicio de su autonomía pedagógica, que es concreción de la libertad educativa y de la propia libertad de cátedra de la que disfrutan los profesores.

Más allá, este debate jurídico no puede esconder el gran elefante que tenemos en la habitación: como he comenzado señalando, hemos convertido la educación en un campo de batalla para las guerras culturales que alimentan la polarización política. Trágico.

Contra la censura previa: a propósito de la aprobación del Catálogo de Medidas Urgentes del Plan de Mejora y Modernización contra la Violencia de Género

A finales del pasado mes de julio, el Consejo de Ministros aprobó el Acuerdo por el que se aprueba el Catálogo de Medidas Urgentes del Plan de Mejora y Modernización contra la Violencia de Género (en adelante, Catálogo de Medidas Urgentes) con la finalidad de “avanzar en la consolidación de la respuesta institucional a la violencia machista como cuestión de Estado”.

De entre todas las medidas que vertebran el texto, la segunda ha resultado especialmente controvertida por su presunto conflicto con el artículo 20.2 de la Constitución Española (en adelante, CE), que consagra la interdicción de la censura previa en aras de garantizar el libre ejercicio de la libertad de expresión.

En concreto, en el punto segundo del Catálogo de Medidas Urgentes se dispone lo siguiente: “Promover acuerdos de colaboración con las grandes proveedoras de servicios en línea para prevenir y actuar frente a los perfiles que fomentan la discriminación y la violencia contra las mujeres. Promover el adecuado tratamiento de las noticias y de la información sobre violencia de género que se ofrece por los distintos medios de comunicación y evitar que la publicidad ofrezca una imagen «cosificadora» de la mujer”.

A su vez, dentro de la medida aludida, se pueden distinguir tres claras líneas de acción: establecer acuerdos de colaboración con las grandes compañías que gobiernan Internet (principalmente, con Google, Twitter e Instagram) para prevenir y actuar frente a aquellos perfiles que fomenten la discriminación y la violencia contra las mujeres; garantizar que los medios de comunicación, estandartes por excelencia de la libertad de expresión, traten “adecuadamente” las noticias e información sobre violencia de género; y evitar aquella publicidad que contribuya a la “cosificación” de la mujer.

El último punto al que se ha hecho referencia, a priori, no plantea problemática alguna dado que la propia Ley General de Publicidad considera como publicidad ilícita aquella que emplee a la mujer como un “mero objeto desvinculado del producto que se pretende promocionar”, y existe todo un sólido aparato represor de aquellas prácticas ilícitas, que combina eficazmente la actuación de Administración Pública, empresas, particulares y poder judicial. Por tanto, el Ministerio de Igualdad estaría potenciando actuaciones que ya se llevan a cabo (prevenir y detectar prácticas ilícitas en materia de publicidad), con especial énfasis en la publicidad “cosificadora” de la mujer. Ahora bien, podría llegarse a considerar censura previa si los poderes públicos se extralimitan de su posición actual e intervienen preventivamente los contenidos de las empresas publicitarias.

Sin embargo, la colaboración con las BigTech y con los medios de comunicación para prohibir los perfiles que fomenten la discriminación y la violencia contra las mujeres, y para garantizar que la información sobre violencia de género sea tratada de forma “adecuada”, respectivamente, podría ser categorizada como censura previa y, por ende, prohibida a tenor de lo dispuesto en el ya mencionado artículo 20.2 de la CE, con independencia de la legitimidad del fin que pretenda alcanzar la actuación censora.

Con carácter previo a la consideración de los dos puntos objeto de análisis como un indiscutible supuesto de censura previa, conviene atenerse al concepto que ofrece el Tribunal Constitucional (en adelante, TC) de tal actuación restrictiva de la libertad de expresión, siendo la STC 187/1999 la resolución del TC que por antonomasia expone y delimita el fenómeno de la censura previa. En el Fundamento Jurídico 5 de la citada sentencia, se define el concepto como: “la intervención preventiva de los poderes públicos para prohibir o modular la publicación o emisión de mensajes escritos o audiovisuales”.

Más allá de la definición expuesta, la propia sentencia explicita que pueden ser censores los poderes públicos, en especial el poder ejecutivo y la Administración Pública, no siendo considerada como censura previa (por no cumplir el presupuesto del sujeto “poder público”), entre otras, la actividad privada de autorregulación de los propios medios de comunicación para establecer corporativamente sus límites o el derecho de veto del director y editor de un medio de comunicación (STC 171/1990).

El supuesto objeto de análisis podría concebirse como un caso de censura previa si la actuación de los poderes públicos, en el sentido que expone el Catálogo de Medidas, se traduce, por ejemplo, en el ofrecimiento de un conjunto de directrices al que un grupo de empresas privadas deberá atenerse para “adecuar” la información o restringir los perfiles contrarios a esa “adecuación”, interviniendo de forma preventiva para modular la publicación de la información, sea esta publicación a través de Redes Sociales o a través de un medio de comunicación tradicional.

A pesar del empleo del término “promover” en el segundo punto del Catálogo de Medidas, verbo que parece alejar la actuación de cualquier tipo de intervención gubernativa, expresiones como “promover acuerdos de colaboración” o “promover el adecuado tratamiento de las noticias y de la información” refuerzan la tesis de que, en la práctica, se trate de un episodio de censura previa encubierto. Episodio que, inclusive y al margen de la inconstitucionalidad per se que constituye la censura previa, abre la veda a una desviación del fin legítimo pretendido para hacer caber en esa “adecuación” fines partidistas, alejados de la protección en el ciberespacio de las mujeres víctimas de violencia machista.

A juicio del autor de esta entrada del blog, la consecución del objetivo pretendido por la segunda medida, sin caer en la censura previa y en sus indeseables consecuencias para la salud democrática de un Estado de Derecho, no pasa por establecer tales acuerdos con los principales proveedores de servicios en línea y con los medios de comunicación tradicionales.

Por el contrario, lo más conforme al texto constitucional consistiría en garantizar, ex lege, vías rápidas y eficientes para que los afectados puedan reclamar ante los prestadores de servicios de la sociedad de la información y los medios de comunicación tradicionales aquellos contenidos presuntamente ilícitos, al margen de la posibilidad de acudir a la vía judicial para exigir las oportunas responsabilidades administrativas, civiles y/o penales frente a los presuntos infractores, y del propio régimen de responsabilidad al que están sometidos los proveedores de servicios en línea y los medios de comunicación.

Además de lo anterior, convendría reforzar la estrategia de la Administración Pública en Internet, mediante sus cuentas en Redes Sociales y Páginas Webs, con el objetivo de edificar sólidos canales institucionales en los que pueda confiar la ciudadanía; canales a través de los cuales se distribuya información de calidad referida a la actividad de los poderes públicos, constituyéndose, de facto, en el instrumento más eficaz frente a fenómenos como la desinformación o las noticias falsas.

En conclusión, la estrategia de los poderes públicos en su lucha contra la violencia machista en Internet no debería incluir acuerdos, en los términos analizados, con los grandes proveedores de servicios digitales y los medios de comunicación, en aras de evitar socavar la libertad de expresión, pilar indispensable para un Estado de Derecho. Máxime existiendo otras fórmulas menos restrictivas de los Derechos Fundamentales (y si cabe, más eficaces), como el fortalecimiento de los canales institucionales que emplea la Administración Pública para comunicarse con la ciudadanía en el ciberespacio, o la elaboración de leyes con el propósito de garantizar que los afectados por un contenido presuntamente ilícito cuenten con vías rápidas y eficientes para reclamar ante los prestadores de servicios digitales.

Cancelación por algoritmo

Estas semanas estamos viendo una concentración de casos de cuentas cerradas, bloqueadas o marcadas como “sensibles” por distintas empresas de redes sociales. Facebook se ha cubierto de gloria con el cierre de las cuentas de Félix Ovejero y Augusto Ferrer Dalmau (tan aberrantes que la sociedad civil se ha movilizado hasta recuperarlas), Twitter ha vuelto a las andadas bloqueando la de Consuelo Ordóñez (por publicar fotos de recuerdo de atentados; recordemos que ya bloqueó la de COVITE en su día supuestamente por escribir “bomba”), y hasta Google ha metido la pata marcando como “sensible” y restringiendo el blog de Patxi Mendiburu, Desolvidar, que no podría ser menos objetable.

 Todo esto en un contexto en el que las barbaridades, insultos y difamaciones en redes no han dejado de crecer. Las “parodias” separatistas contra Inma Alcolea superan récords cada semana mientras Twitter cierra cuentas a la acosada. 

Las causas no podrían ser más sencillas ni más preocupantes. Desde que existen los foros y redes sociales, la moderación manual de textos ha sido un problema por el coste de tiempo y criterio que requieren, de modo que las empresas que impulsan su masificación actual han optado por la solución más basta del libro: la moderación automática por criterios de denuncia, con desenlace de exclusión.

Se supone que Facebook y otros usan “inteligencia artificial” para identificar los contenidos realmente problemáticos, pero eso no es más que un agravante: la IA no hace más que extrapolar sobre decisiones de moderadores en función de criterios que ella misma identifica. Es decir, va a palpo y reproduce los prejuicios de los moderadores que la entrenan. Una forma muy poco sensata de administrar algo tan serio como la pérdida de tu presencia en redes sociales, que hoy en día está muy cerca de ser un servicio esencial y que toca muy de cerca los derechos de propiedad intelectual. Quien quiera reducir esto a una cuestión interna de las empresas y sus condiciones de servicio, puede engañarse a sí mismo, pero a nadie más.

 A ese fallo de los sistemas de moderación automáticos (mal entrenados, mal preparados y demasiado poderosos para tomar decisiones de ese alcance sin supervisión) se suma un problema básico de criterio. No se puede censurar en función de lo que otros, sin cualificar, opinen de tus textos o contenidos. Lo sabe cualquiera que haya llevado foros o redes y lo sabe cualquiera que haya observado a la especie humana: es el equivalente de entregar la llave de la expresión pública a los más radicales.

Quien se moviliza contra una página web (o una película o un profesor) habitualmente no es quien respeta la opinión ajena, sino quien sólo respeta la propia. Quien denuncia a Consuelo Ordóñez por recordar a los que murieron por defender la libertad de todos no es una persona de cuyo criterio puedas fiarte. El resultado de gobernarse por el nivel de gritos que desatan tus acciones es que gobierne quien más grita; y, si bien es cierto que hay cosas que hacen gritar a la gente normal, a quienes más se oye suele ser a los extremistas.

Hay una derivada aún más grave, y es que este criterio del “gobierno por queja” ya viene usándose fuera de redes en demasiados casos -en EEUU, por ejemplo- con consecuencias conocidas. Desde antes de que le pusieran el nombre de “cancelación”, ya había puesto patas arriba la libertad de opinión, expresión y cátedra en muchas universidades, donde la búsqueda de “zonas seguras” (entornos en los que nadie se sintiera ofendido) ha tenido consecuencias funestas. La “cultura woke” no es más que eso: exigir que no sea permitido nada que resulte ofensivo para los valores de la postcorrección política, sin relación con detalles como la ley o la demostración de lasCensura, acusaciones.

En definitiva, consiste en exigir que se “cancelen” opiniones e incluso personas que alguien ha decidido que no encajan, condenando a muerte profesional y civil a disidentes académicos, o incluso actores. “Cancelar” la historia destruyendo las raíces a partir de las que hemos evolucionado (como nuestros nietos evolucionarán a partir de estas aberraciones), juzgando a personajes históricos por criterios actuales hasta eliminarles de los libros de texto, de las bibliotecas y de las plazas.

 Si algo hemos aprendido desde la Ilustración es que la libertad depende de exigir el respeto a la disidencia, a la divergencia de opinión. De poner coto a los que más gritan e incluso a la mayoría para evitar que pisoteen a los demás. Hemos aprendido que no se puede prohibir una película porque sea ofensiva para los cristianos, ni una novela porque glorifique modos de vida alejados de la moral general ni un ensayo porque cuestione la interpretación actual de un hecho histórico. El único límite es la defensa de derechos más básicos y la preservación del sistema que los garantiza: el negacionista del Holocausto es un ejemplo; la mentira o los ataques al honor son otros.

Las quejas deberían servir para alarmar, para generar una intervención cualificada, proporcionada y sensata, de la que la empresa se haga siempre responsable. No pueden servir para privar automática y ciegamente de voz y presencia a una persona en función del griterío de intolerantes, con el único recurso real de gritar más. Por el lado contrario, un sistema que se olvida de defender lo básico si no escucha quejas suficientes no va a funcionar bien nunca.

Quiero pensar que esta expansión de la “cultura de cancelación” a la red es una simple cuestión de beneficios que podrá resolverse con mejor tecnología, y no algo mucho más grave. Si realmente los gestores de las redes piensan que se puede dejar la libertad de expresión en manos de detectores de humo manipulables por los más fumadores, el problema es de fondo, y la regulación externa de las redes, una necesidad. No sólo para garantizar que no se excluye al disidente, sino para garantizar la protección de derechos básicos. En resumen, que se cumpla la ley.

 

Mientras tanto, toca redoblar la vigilancia desde la sociedad civil.

Ortega Cano, Mongolia y el desconocimiento judicial del humor

El aciago año 2020 no ha traído tampoco buenas noticias con relación al estado de la libertad de expresión en nuestro país. No solamente se han pospuesto, una vez más, las prometidas reformas legales con relación a la ley mordaza o el Código Penal, sino que además hemos asistido a la adopción de nuevas resoluciones judiciales claramente lesivas con el referido derecho y poco compatibles con los estándares internacionales a los que las instituciones de nuestro país se encuentran sujetas.

Dentro de estas últimas, el Tribunal Supremo cerró el año con la muy preocupante resolución en la que se desestima el recurso presentado por la conocida revista Mongolia contra la sentencia de la Audiencia de Madrid que daba la razón al todavía más notorio torero, y a la sazón socialité, José María Ortega Cano, declarando la vulneración de sus derechos fundamentales al honor y a la propia imagen y obligando a la editora de la revista a resarcir al demandante con 40.000 euros en concepto de daños y perjuicios. El origen de este litigio se encuentra en la difusión de un cartel de promoción del espectáculo musical “Mongolia Musical 2.0”, que mostraba un fotomontaje conformado por la cara del matador ya retirado y el cuerpo de un extraterrestre sosteniendo entre sus manos un cartel con el texto “antes riojanos que murcianos” y diciendo “estamos tan a gustito…”, todo ello sobre un fondo en el que se veía un platillo volante y acompañado de la leyenda “viernes de dolores… sábados de resaca”.

El Tribunal Supremo apuntala su decisión en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional recaída particularmente con relación al uso de la sátira y la caricatura y su posible impacto en los derechos fundamentales últimamente mencionados. En este sentido, se refiere que, según el máximo intérprete de la Constitución, la manipulación satírica de una fotografía debe obedecer a intenciones que gozan de relevancia constitucional suficiente para justificar la afectación de los derechos reconocidos en el artículo 18 de la Constitución. Ello sucede, en particular, cuando el tratamiento humorístico constituye “una forma de transmitir el conocimiento de determinados acontecimientos llamando la atención sobre los aspectos susceptibles de ser destacados mediante la ironía, el sarcasmo o la burla”.

Sin embargo, no resultaría protegible la burla cuando se utiliza como instrumento de “escarnio y la difusión de imágenes creadas con la específica intención de denigrar o difamar a la persona representada”. Es precisamente sobre la base de estos dos criterios generales, es decir, la “relevancia constitucional” de la sátira o caricatura, y la ausencia de una intención de denigrar, que el Tribunal Supremo acomete su análisis del cartel en cuestión y la determinación de su amparo en el ejercicio del derecho a la libertad de expresión.

Dos son las razones que llevan al alto tribunal a confirmar las pretensiones del ex torero.

En primer lugar, entiende el tribunal que el fotomontaje no merece protección como ejercicio del derecho a la libertad de expresión, dado que se trata simplemente de un “mero reclamo económico” para vender entradas de un espectáculo de la revista. Se llega a tal conclusión sobre la base del hecho de que la alegada crítica social expresada por el mensaje incluido en el cartel “no se integraba en ningún artículo político o de información sobre el demandante”.

Resulta sorprendente la limitada comprensión que el tribunal muestra acerca de los modos en los que la crítica social puede llevarse a cabo, especialmente si se realiza a través del humor o la caricatura. Contradiciendo incluso la propia jurisprudencia del Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo parece sugerir que dicha crítica debe necesariamente formularse de forma “seria” a través de una pieza periodística o literaria tradicional. Sin embargo, no puede ignorarse, tal y como ha sido destacado abundantemente por parte de los mecanismos internacionales de defensa de la libertad de expresión así como el propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que el cuestionamiento o la denuncia sobre aspectos políticos, económicos y sociales se puede llevar a cabo a través de muy variados mecanismos, entre ellos los diversos formatos que conforman el humor, la sátira o la caricatura: dibujos, representaciones públicas, piezas musicales, y muchos más. El no uso de medios de expresión escritos propios del periodismo tradicional no privaría necesariamente de profundidad al mensaje que se quiere transmitir, e incluso es posible que incremente su alcance e impacto.

El tribunal se obstina asimismo en ver una única y exclusiva finalidad comercial no consentida en el acto enjuiciado. Es cierto que estamos ante un cartel que promociona un espectáculo (el cual, vale la pena advertirlo, no constituye ni la principal actividad ni la más importante fuente de ingresos), pero ello no es de por sí incompatible con el uso de dicho formato, precisamente, para llevar simultáneamente a cabo la actividad propia de la revista Mongolia, esto es, la presentación de la sociedad en la que vivimos desde un ángulo crítico basado en una sátira aguda, incisiva y descarnada (¿existe por cierto alguna forma de sátira merecedora de tal nombre que no responda a estas características?).

Es más, aquello que publicita el espectáculo no es la figura o imagen del ex torero en cuanto tal (pésima contribución la misma haría, por ella misma, a tal causa), sino la crítica paródica que Mongolia hace de su forma de conducirse socialmente y la gestión de su propia notoriedad. No es pues Ortega Cano quien la da un valor añadido al mensaje del cartel, sino el ingenio de los creadores de Mongolia a través de la caricatura de los comportamientos y valores que han venido caracterizando al personaje en cuestión. Todo lo cual debería, pues, gozar de la protección que en las democracias liberales se otorga a la libre expresión.

En segundo lugar, se formula asimismo en la sentencia un argumento todavía más preocupante si cabe. Se señala que “se hizo escarnio del demandante, en su día figura del toreo, mediante la propia composición fotográfica y unos textos que, integrados en el cartel, centraban la atención del espectador en la adicción del demandante a las bebidas alcohólicas, reviviendo así un episodio de su vida por el que ya había cumplido condena, y en definitiva atentando contra su dignidad”.

Es importante insistir aquí en el hecho de que, de conformidad con los estándares internacionales antes mencionados, los personajes de notoriedad pública deben aceptar unos márgenes de escrutinio y crítica públicos (particularmente por parte de los medios de comunicación) muy superiores a los que resultarían aceptables con relación a un ciudadano medio de a pie. Es obvio que Ortega Cano es un personaje de declarada y voluntaria notoriedad pública, adquirida con tesón no solo ni principalmente por méritos profesionales, sino en virtud de la exhibición pública de diversos aspectos de su vida personal, todo ello acompañado de la alegre difusión de opiniones y expresiones de muy variada naturaleza. Asimismo, es igualmente público y notorio su involucramiento en unos hechos que suscitaron una fuerte crítica social, más allá de los reproches legales oportunos.

Resulta por ello sorprendente que el Tribunal Supremo quiera poner fecha de caducidad al ejercicio de la libertad de crítica y parodia. El hecho de que las responsabilidades legales correspondientes hayan sido sustanciadas solamente significa que no es posible ejercer nuevas acciones por los mismos hechos en el terreno estrictamente delimitado de los mecanismos jurídicos, pero ello no puede impedir que se pueda no solo seguir haciendo referencia sino también formular opiniones críticas con relación a aquéllos ante y/o por la opinión pública. Limitar los tiempos de la libre opinión a partir de plazos jurídicos y procesales no tiene fundamento alguno y produciría un efecto extremadamente limitador de la libertad de expresión. Sobre la base de este argumento, ¿nos impedirá el Tribunal Supremo en adelante hacer chanzas, dibujar caricaturas o llevar a cabo performances artísticas inspiradas en políticos involucrados en casos de corrupción por motivo de que, pongamos por caso, el asunto haya prescrito o se haya cumplido ya condena?

Es necesario finalmente hacer referencia a la proporcionalidad de la indemnización exigida. En este terreno, y siguiendo una fórmula legal y jurisprudencialmente consolidada, el tribunal se basa de forma principal en una apreciación del daño sufrido atendiendo al contexto temporal y espacial del acto lesivo de que se trate. Olvida sin embargo el tribunal la necesidad de aplicar asimismo una serie de estándares y criterios que se han formulado en esta materia desde el Consejo de Europa y han sido recogidos por la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

En síntesis, y en virtud del principio de proporcionalidad, los tribunales nacionales deben tener particularmente en cuenta, en este tipo de casos, la capacidad económica del medio de comunicación afectado, así como el impacto que la imposición de una cierta obligación pecuniaria puede acabar teniendo en la viabilidad futura del mismo. No contemplar estos factores abriría la puerta a la posibilidad de silenciar o clausurar medios de comunicación críticos a través de esta vía indirecta, con el consiguiente efecto de desaliento o incluso intimidación de otros medios y periodistas.

En definitiva, la sentencia comentada plantea una interpretación restrictiva del alcance del derecho a la libertad de expresión a través del uso de la sátira y la caricatura, particularmente en lo que se refiere a la crítica del comportamiento social de personajes de gran notoriedad. Todo parece indicar que nos encontramos, una vez más, ante un caso de judicialización de contenidos considerados ofensivos por la parte afectada, utilizando a tal efecto una interpretación completamente desproporcionada y expansiva de los derechos al honor y la propia imagen frente a la libertad de expresión.