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Lealtad

La lealtad a la Constitución (Wille zur Verfassung) presidió nuestra democracia durante los primeros cuarenta años. Nuestros políticos aceptaban mayoritariamente que nuestra Carta Magna fue el resultado del consenso y la concordia que presidió toda la Transición, así como que sobre estos valores habría de desenvolverse nuestra vida política. Este consenso se manifiesta a lo largo del texto constitucional con la exigencia a nuestros representantes de que acuerden entre ellos, pues habrán de ir más allá del espacio que sus siglas delimitan. La reclamación de mayorías cualificadas que recorren la Constitución así lo imponen, primero porque las leyes orgánicas de desarrollo del texto constitucional exigen mayorías absolutas y, segundo, porque se prescriben unas mayorías aún más exigentes como el del acuerdo que ha de alcanzarse por una mayoría de 3/5, e incluso de 2/3, de los miembros del órgano establecido a fin de lograr su cometido, lo que implica la necesidad de actuar por medio del consenso entre las distintas fuerzas políticas, especialmente aquellas que son centrales en nuestra vida política. La consecuencia de la falta de acuerdo conllevaría que se obstaculizara aquello que la misma Constitución demanda.

Esta es la razón por la que se habla del mal ejemplo del PP, dada su falta de compromiso con la renovación del órgano de gobierno de los jueces, lo que ha llevado a considerar que con ello este partido ha secuestrado a la justicia, por lo que se ha calificado su actitud como antidemocrática e inconstitucional, pues no ha permitido que se cumpla la ley al no renovar a sus miembros. La consecuencia inmediata de tal proceder ha provocado el bloqueo del órgano de gobierno de los jueces. ¿Cómo podríamos considerar la negativa del PP a renovar el CGPJ?

Juan Linz diferenció en su libro La quiebra de las democracias entre oposición leal, desleal y semileal.  Para que pudiéramos calificar que una oposición fuese leal, Linz exige a la misma “un compromiso a participar en el proceso político en las elecciones y en la actividad parlamentaria”. Si admitimos esta exigencia, lo que en mi opinión es inevitable, habría que caracterizar la actitud del PP acerca de este problema como propia de una oposición desleal, pues si bien ha participado en las elecciones, su actividad parlamentaria se ha enconado en una oposición radical a alcanzar acuerdos necesarios para que el poder judicial pueda funcionar adecuadamente en el Estado de derecho, que es lo que la misma Constitución y las sentencias del Tribunal Constitucional imploran a fin de alcanzar el correcto funcionamiento de la vida democrática.

Ahora bien, el problema con el que nos enfrentamos es algo más complejo, porque el compromiso de acordar y pactar ha de llevarse a cabo con una fuerza política, PSOE, cuyas políticas y alianzas de Estado y gobierno no parece a primera vista que puedan considerarse como leales. Linz habla de la oposición, que es lo lógico cuando se habla de lealtad o deslealtad, pues del gobierno ha de presuponerse la primera. Sin embargo, nuestra situación es tan confusa que las ideas de Linz acerca de la oposición podrían trasladarse sin dificultad a los partidos de gobierno, así como a quienes lo apoyan.

Sin necesidad de retrotraernos a los últimos veinte años, en los que se inicia su deriva desleal, lo cierto es que el PSOE es un partido que logró, en 2018, “el apoyo de partidos que actuaron deslealmente contra un gobierno previo”, hasta el extremo de que intentaron dar un golpe de Estado. Así sucedió no solo en la moción de censura, sino también con el llamado bloque de investidura. De ahí que este gobierno “se encuentre en una difícil situación cuando está obligado simultáneamente a afirmar su autoridad y ampliar su base de apoyo”, esto es, que no es muy creíble su compromiso con la defensa del orden constitucional.

Si tuviéramos en cuenta los principales partidos políticos que apoyaron la moción de censura y la investidura, sería cuanto menos dudoso calificarlos como leales, pues en un caso han rechazado el uso de medios violentos, sin que hayan condenado su uso con anterioridad ni tampoco han colaborado en la resolución de los casos de asesinatos de los que fueron responsables. En otro de ellos no han renunciado a defender sus propuestas fuera del marco legal, pues han sostenido que volverán a hacerlo, a dar de nuevo otro golpe de Estado. Finalmente, la tercera fuerza política que no solo ha apoyado las anteriores medidas, sino que forma parte del mismo gobierno, no podría calificarse como un partido de dentro del sistema, en tanto que sus propuestas fundamentales tratan de darle la vuelta al mismo desde el momento que defienden el derecho de autoderminación de los distintos pueblos de España, así como la instauración de una república.

Parece evidente, pues, que la dirección del Estado, así como el mismo gobierno no están comprometidos con la salvaguarda del orden político establecido en la Constitución de 1978, sino que su ideal es otro, por lo que habría que concluir que nuestro sistema político se encuentra bajo la dirección de partidos antisistema. Qué no diría Linz si pudiese observar nuestra situación política, cuando en 1978 había calificado la oposición desleal como aquella que cuestiona la existencia del régimen y quiere cambiarlo. Y ahora esto sucede desde la misma dirección del Estado, aún más, desde el mismo gobierno. A este escenario habría que añadirle, asimismo, que el PSOE no muestra ninguna voluntad de “unirse a grupos ideológicamente distantes pero comprometidos a salvar el orden político”. Más bien todo lo contrario, pues no rechaza el pacto con los partidos desleales ni tampoco su apoyo, hasta el extremo de que muestra “mayor afinidad” con los extremistas antes que con los partidos moderados, mostrando una “disposición a animar, tolerar, disculpar, cubrir, excusar o justificar las acciones” de aquellos participantes en el proceso político cuyos presupuestos consisten en cuestionar y cambiar nuestro orden constitucional.

Si esto es así y a mí me lo parece, entonces no creo que pueda calificarse negativamente la actitud del PP como desleal por no pactar con quien es desleal o al menos de no más desleal que quien es desleal por las razones que he apuntado más arriba. Más bien lo contrario, si acaso sería el menos desleal entre lo desleales, pues al menos es incuestionable su defensa del orden constitucional. Sin embargo, no creo que las razones esgrimidas por el PP para justificar su posición de bloqueo sean las adecuadas, pues dado el momento en el que nos encontramos no creo que la solución sea ya la de tratar de defender una vuelta al modelo primigenio de elección de los vocales de origen judicial del CGPJ ni de proteger al poder judicial; tampoco argüir que los socialistas quisieran modificar el delito de sedición y ahora el de malversación.

La situación de quiebra de nuestra democracia es mucho peor, pues lo único que podemos constatar es que el consenso sobre el que fue posible la concordia y nuestra Constitución ha quebrado. De ahí que no tenga mucho sentido aludir a la deslealtad de uno u otro, pues desleales lo son todos, sin que importe ahora el grado de deslealtad que cada uno posea.

Decía Rousseau que cuanto más aumenta el gobierno su esfuerzo contra la soberanía, más se altera la Constitución, con lo que finalmente terminará por romper el trato social. Por eso y ante la situación de descomposición que vivimos, creo que la única solución es llamar a las urnas al pueblo soberano para que este decida si respalda la demolición del régimen de 1978, emprendida de forma enfervorecida hace cuatro años, o su consolidación. Mientras tanto encomendémonos a nuestra memoria y no al disparate de la democrática para evitar que nuestra historia vuelva a repetirse, aunque fuese como farsa.

La crisis institucional toca fondo…por ahora

La reciente dimisión del Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, después de casi cuatro años de falta de renovación de esta institución no deja lugar a dudas sobre la importancia de la crisis institucional motivada por la tradicional voluntad de nuestros partidos políticos de controlar el Poder Judicial básicamente a través de los nombramientos de los más altos cargos de la magistratura a través del CGPJ. Desmontadas con bastante éxito -vía ocupación partidista- el resto de las instituciones contramayoritarias o de contrapeso propias de una democracia liberal representativa, tales como el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas o el Tribunal Constitucional, sujetas al tradicional “reparto de cromos” sólo queda el Poder Judicial como control último del poder.

No olvidemos, además, que la intensa judicialización de la vida política española (no buscada por los jueces
precisamente, sino por una clase política muy aficionada a acudir ante los tribunales de Justicia por cualquier motivo) proporciona unos incentivos muy claros: nunca se sabe cuándo se va a necesitar que alguien te haga un favor importante en un tribunal de Justicia.

El hecho de que esta alarmante situación haya llegado hasta las instancias europeas, y que incluso el comisario de Justicia de la Unión Europea se haya molestado en venir a España a intentar mediar en el conflicto –sin éxito alguno- pone de relieve el deterioro institucional que padecemos en este y en otros ámbito: es bastante deprimente que tengan que tirarte de las orejas desde la Unión Europea para conseguir algo tan básico en una democracia como es llegar a un acuerdo que, además, garantice la independencia del Poder Judicial.

La sensación de tener una clase política menor de edad o incapaz de resolver problemas básicos por sí sola
sin ayuda es bastante desasosegante. Lo que se sabe (o más bien lo que no se sabe) de las conversaciones de los “negociadores” oficiales por parte del PP y del PSOE no lo es menos. Por otra parte, el papel del Parlamento, el supuesto protagonista de esta historia, brilla por su ausencia.

La razón es, sencillamente, que ninguno de los grandes partidos (o de los pequeños, con la excepción de Ciudadanos) tiene el menor interés en que nuestras instituciones funcionen adecuadamente: en lo que tienen interés es en repartírselas. Lo ocurrido en el CGPJ lo deja bien claro. Con independencia de a quien se impute la responsabilidad (los de derechas se la imputan a la resistencia del PSOE a cambiar el sistema de nombramiento del CGPJ para impedir que los jueces conservadores copen la institución, mientras que los de izquierdas se la imputan al PP por resistirse a una renovación que le perjudica) lo cierto es que para el ciudadano de a pie las cosas están bastante claras.

Los dos partidos tienen una enorme responsabilidad en el mantenimiento de un sistema que sólo les beneficia a ellos pero que perjudica el buen funcionamiento de la Justicia y daña gravemente su imagen. Ya sea por razones ideológicas –una concepción iliberal de la democracia en la que todos los órganos
constitucionales deben de replicar la composición del Parlamento en un momento dado- o pragmáticas –la necesidad de un “control de daños” político ocupando las instituciones que los pueden producir- la consecuencia siempre es la misma: nuestros partidos no creen los “checks and balances” es decir, en las instituciones de contrapeso que limitan el poder del gobierno de turno.

O dicho de otra forma, no creen en que el poder tiene que estar sujeto a límites y que los políticos, como cualquier ciudadano, están sometidos al imperio de la Ley.

En ese sentido, no es casualidad que el gobierno iliberal polaco insista en que su órgano de gobierno de los jueces, tan denostado y cuestionado ante instancias judiciales europeas es muy similar al español. Lo es, aunque sea el resultado de muchos años de deterioro de la institución y no de un golpe de mano de un partido ultraconservador. Tampoco es casualidad que muchos españoles desconfíen de la imparcialidad y profesionalidad de jueces y magistrados, lo que es tremendamente injusto dado que su inmensa mayoría no juega a la política. Pero el problema es que unos pocos, muy bien situados y muy visibles sí lo hacen.

Personajes como el Consejero de Justicia de la Comunidad de Madrid, Enrique López, representan perfectamente el modelo del político togado, un juez al servicio de un partido político que ha ido saltando de puesto en puesto (no sólo en la política) de la mano del PP incluso pese a episodios grotescos como su detención por conducir ebrio y sin casco en una moto cuando era nada menos que magistrado del Tribunal Constitucional. Tuvo que dimitir pero esto no le ha impedido volver a primera fila de la política de nuevo con el PP, esta vez el de la Comunidad de Madrid.

Otro botón de muestra de la indiferencia de nuestros políticos por el buen funcionamiento de nuestras instituciones han sido los cambios en la regulación del CGPJ en este periodo. En 2021 se reformó la Ley orgánica del Poder Judicial (LOPJ) para privar al CGPJ (mientras esté en funciones) de la potestad de nombrar los puestos más importantes de la carrera judicial, aún siendo previsible que la consecuencia sería un atasco monumental en algunos órganos judiciales, muy señaladamente en el Tribunal Supremo al no poderse cubrir las vacantes que se fueran produciendo por jubilaciones.

Pero en 2022 se hizo una “contrarreforma”, cuando alguien se dio cuenta de que les habían privado también de la posibilidad de nombrar a los dos magistrados del Tribunal Constitucional y, con ello, de la posibilidad de que el Gobierno pudiera nombrar a su vez a los dos magistrados que le corresponden, dado que los cuatro tienen que nombrarse a la vez. Como estos magistrados son decisivos –o así lo entiende el
Gobierno- para cambiar la mayoría en el Tribunal Constitucional de “conservadora” a “progresista” se apresuraron a cambiar la ley para devolver al CGPJ en funciones esta potestad. Es decir, que el CGPJ está o no en funciones dependiendo de lo que a los políticos les interese en cada caso.

Toda una lección de Derecho, de ética y de preocupación por los intereses generales, en este caso, por el funcionamiento de los tribunales de Justicia y del Tribunal Constitucional, al que, por cierto, se concibe como una especie de tercera cámara que tiene que actuar al dictado de las mayorías parlamentarias. De nuevo una concepción profundamente iliberal del papel de este órgano constitucional.

¿Cómo salimos de aquí? Pues no es fácil mientras que la opinión pública no conceda la debida importancia a estas cuestiones básicas y cambien los incentivos de los partidos. Porque esto no se arregla con un cambio de gobierno; los daños estructurales son ya demasiado profundos. En este sentido, hay que combatir la ilusión de que si otro partido gana las elecciones, todo se arreglará como por arte de magia, empezando por el deterioro. Esto es como pensar que porque cambien los inquilinos de una casa muy desvencijada el techo nunca se va a caer o las puertas no se van a atrancar. También demuestra una confianza nada justificada en que los partidos que lleguen al gobierno no se aprovecharán de una situación que tanto les beneficia,
como es la posibilidad de ocupar los organismos de contrapeso. Y a lo mejor en un día no muy
lejano ya no hablamos de partidos más o menos institucionales o/y europeístas; ya estamos viendo lo que ocurre en otros países europeos. En definitiva, no hay que esperar que alguien renuncie a comprar al árbitro si con eso puede ganar el partido particularmente si el adversario también es un tramposo. O incluso, aunque pienses que no lo es, si no confías demasiado en tus posibilidades de ganar limpiamente.

Queda también la presión desde Europa, pero no nos podemos engañar demasiado: la Unión Europea y sus comisarios tienen problemas más acuciantes a los que atender en estos momentos. Siempre será más visible un retroceso repentino y visible en la situación del Estado de Derecho en un país miembro, llevado a cabo por un único partido, que un deterioro lento a lo largo de décadas que es responsabilidad de todos los partidos. Dicho eso, no deja de resultar llamativo que en una democracia supuestamente avanzada los actores políticos sean incapaces de resolver por sí solos problemas que están perfectamente diagnosticados e implantar, sin necesidad de presión o de ayuda externa, soluciones que están también perfectamente identificadas y que, creo sinceramente, serían muy bien recibidas por la ciudadanía. Tendrían además la ventaja de que supondrían una gran diferencia con mucha celeridad lo que no puede decirse de todas las reformas estructurales. Simplemente, nombrar para puestos relevantes en instituciones contramayoritarias a personas con prestigio profesional y no afiliadas o identificadas con unos u otros partidos ya sería un gran paso.

El ejemplo de Portugal me parece especialmente interesante, dado que empieza a superarnos en muchos indicadores de buen funcionamiento institucional, pero no solamente en éstos: también en educación o en crecimiento del PIB. Es cierto que, en su caso, muchas de las reformas fueron impuestas desde la Unión Europea debido al rescate financiero de 2012 pero ¿de verdad en España es necesario un rescate o una condicionalidad europea de algún tipo para reformar nuestras instituciones? Porque ¿Quién no prefiere instituciones neutrales, independientes y que funcionen bien? La respuesta lamentablemente está muy clara: nuestros partidos políticos.

Mientras esto no cambie, con o sin renovación del CGPJ, me temo que seguiremos cayendo
por la pendiente del deterioro institucional, cada vez más inclinada.

Artículo publicado en El Mundo

 

¿Mediacion o arbitraje para lograr la reforma del CGPJ?

Dentro de unos días visitará, de nuevo, el Comisario de Justicia de la Unión Europea Reynders, este país de maravillas, donde nada es lo que parece. El ejemplo a la vista: porque se considera que hay un órgano constitucional, el CGPJ, que hace nombramientos importantes de jueces del Tribunal Supremo – y no los hace porque no le dejan- porque es independiente en sus decisiones – y tiene que hacer lo que le mandan, como es nombrar a dos Magistrados del Tribunal Constitucional  y en un plazo- porque está compuesto completamente por los mejores – y efectivamente tiene algunos/as…-  y que adoptan sus medidas fuera de la órbita política… se admiten apuestas, por ejemplo, sobre los que van a ser nombrados para el Tribunal Constitucional. Y así todo.

Por si fuera poco, el actual presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Lesmes, ha pedido informe sobre su eventual sustitución en la titularidad de la presidencia de ambas instituciones. Por el juego automático de sustituciones, recaería en el Presidente de Sala del Tribunal Supremo más antiguo  el presidente de la Sala Primera, Francisco Marín Castán, por cierto un magnífico jurista y probablemente un excelente guía en estos mares procelosos, pero a quien se le echa de golpe una carga literalmente brutal, política e institucional.

Tener un CGPJ ni es necesario, ni quizás conveniente. Como dijo hace tiempo la Comisión de Venecia (Consejo de Europa) es bueno para los países con democracia inmadura. Y se ha demostrado que es conveniente contar con un Consejo, por cuanto el sistema alternativo de establecer comisiones de juristas independientes con capacidad de propuesta objetiva, neutral, imparcial en suma, que ofrecieran una solvente proposición, en un Estado de partidos, sería pasto de…los partidos. Lo que no se suponía es que lo fuera también un Consejo en el que habría jueces y que éstos aceptaran que se les leyera la cartilla.

Pero exactamente eso es lo que sucede desde que una, llamémosla así, ingenua Sentencia del Tribunal Constitucional dijera que un sistema que eligiera a los Jueces por los Jueces, era bueno, sí, pero que lo era también aquél en que todos los miembros serán elegidos por el Parlamento. Exactamente lo que quería evitar la Constitución a toda costa, que, ingenuidad por delante también, distinguía perfectamente entre un grupo de Consejeros elegidos por Jueces y otro grupo elegido por Parlamentarios.

Recordemos la Constitución y sus avatares. Dice el artículo 122 3. El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión.

Entendiendo esta norma en el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, y los propios antecedentes en la elaboración de la Constitución, además de muy especialmente al espíritu y finalidad de dicho texto en relación con toda la Constitución, se veía aquí una de las claves para afirmar el Estado de Derecho, que reposa resueltamente en el principio de división de poderes. Esto es, que el Poder Judicial fuera tal, y que por tanto, no sería subordinado ni al Ejecutivo ni al Legislativo.

La Constitución, para dar paso a una sociedad democrática, entendió perfectamente que sin Estado de Derecho no hay Democracia posible. Que ambos fundamentos del orden social y político, eran en definitiva, postulados de una misma identidad. No podría haber Estado de Derecho sin Democracia, eso sería un mero Estado de Reglamentos, como mucho, esto es, de puros actos del Poder Ejecutivo sin legitimidad alguna. Pero tampoco cabría Democracia sin Estado de Derecho, que sería un puro Asambleísmo populista, sin límite ni freno, en que la cúpula de  un poder basado en la pura acción, dispondría de todos los resortes de dominación sobre la sociedad y sus individuos, apenas ciudadanos ya que nunca tendrían la posibilidad de cuestionar o criticar los actos de dicha nomenklatura.

Por eso la primera Ley que reguló el Consejo, atendió perfectamente a esta exigencia constitucional y a los 12 jueces (de los 20 que lo componen), los eligieron los jueces.

De repente, en 1984, a un parlamentario, Bandrés, se le ocurrió que debía ser “la gente” (en la terminología actual) la que debía elegir a los 12 jueces. Dicho y hecho, se acabó la elección por los Jueces. Luego, el Tribunal Constitucional, dijo como ya sabemos, que si bien era mejor el anterior sistema, también cabría el nuevo, en una interpretación estrictamente literal del precepto constitucional.

Cinco años después, el propio Bandrés en carta a un periódico, diría textualmente “Yo tuve la culpa”,” Lo que sí tengo que confesar es que entonces no pensaba yo en la capacidad de algunos partidos políticos para subvertir todo lo que tocan. Y eso, con independencia de que entonces les gustara o no la enmienda y la aprobaran o votaran en contra. La exigencia de mayorías cualificadas era una estricta invitación al consenso democrático para designar a los mejores. Nada tiene que ver con este grosero y ramplón reparto de la tarta del poder judicial, incluida la guinda presidencial”,”. ¡Ah!, y no os olvidéis: presidente, don fulano de tal, y si no, no hay tarta”.

Esto no tiene nada que ver con lo que diseñamos política y jurídicamente entonces. La verdad es que esto da mucha vergüenza. Y así sigue.

No sé cómo un parlamentario avezado, más en desempeñándose en el País Vasco, tan tenso y convulso, podía ser tan ingenuo cinco años antes. Igual ingenuidad que la Sentencia, cuando dice: “Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos. La lógica del Estado de partidos empuja a actuaciones de este género, pero esa misma lógica obliga a mantener al margen de la lucha de partidos ciertos ámbitos de poder y entre ellos, y señaladamente, el Poder Judicial.”. Ingenuidad sin comentarios.

Alguna reacción de importancia ha existido por parte de los Tribunales de la UE, exigiendo que el Poder Judicial vuelva a ser tal y para ello, paradójicamente si lo comparamos con el modelo español actual, exigiendo que “Jueces elijan Jueces”, o vuelta a nuestro anterior sistema. Así se lo han hecho saber, seriamente, a Polonia, también a Hungría y  en alguna medida a otros países con tentación autoritaria.

En relación con nuestro Poder Judicial, tanto la Comisión de Venecia (Consejo de Europa) la Vicepresidenta de la Comisión y el Comisario de Justicia muestran ya a las claras su preocupación, doble, con la falta de renovación del Consejo y con el actual sistema de elección de sus miembros, aderezado con las leyes de “quitaypon” de sus competencias (primero le quitaron las competencias para nombrar Magistrados del Tribunal Supremo y luego les devuelven algunas para nombrar a Magistrados del Tribunal Constitucional… según conviene al Ejecutivo) ya que en un Estado de Partidos, manda quien gobierna.

Cierto que nuestros Jueces son fieramente independientes en su inmensa mayoría. Ayuda enormemente que el sistema de selección inicial, oposición, es transparente y competitivo, por lo que no deben a nadie su carrera (por eso precisamente, algunos la quieren cambiar).

Pero ya alcanzar la cúspide en esa carrera sí depende del Consejo. Y aquí es donde se estrellan todas las propuestas ya que ambos partidos mayoritarios, y sus adláteres, quieren mantener el sistema de reparto entre ellos, siendo meramente táctica cualquier otra argumentación.

Puesto que el Comisario de Justicia anunció que su llegada sería para desbloquear, sólo si se admite una cierta mediación, podría conseguirse que se ponga en línea nuestro Consejo con las exigencias que se van imponiendo sobre vuelta al Estado de Derecho en este punto tan crítico como es el de la Plena independencia de los Jueces, desde abajo hasta arriba.

Y como estamos llenos de ingenuidades sobre este punto (Bandrés, el Tribunal Constitucional) me atrevo a proponer otra, que por ideas no quede.

Ya que Reynders viene a insistir en la necesidad de renovación del Consejo (nunca alineado con el Poder, que para eso la Constitución prevé su elección por 5 años frente a los 4 de la legislatura) ¿Podría alcanzarse por escrito delante del potente invitado europeo, un acuerdo de renovación inmediata junto con propuesta con plazo de cambio del sistema de elección de los miembros para permitir que a los 12 jueces los elijan jueces? Por escrito, con luz y taquígrafos, con plazo y visto bueno de la Comisión.

El artículo 2 del Tratado de la Unión atiende y exige Estado de Derecho. Pues así lo tendríamos.

 

Artículo publicado en El Mundo 

Sobre la (NO) renovación del CGPJ

Llevamos mucho tiempo hablando sobre la falta de renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), el bloqueo del mismo y demás. Tanto tiempo, de hecho, que parece que hemos olvidado por qué estamos aquí y, sobre todo, de quién es la culpa. Hagamos un pequeño viaje en el tiempo. Muy fácil de recorrer, basta tirar de Google y de hemeroteca.

 

Año 2018. El 4 de diciembre toca renovar el CGPJ, después de cinco años de mandato y de acuerdo con lo que dispone la Constitución Española. Para ello hacen falta doce jueces y ocho juristas de reconocida competencia que deberá nombrar el Parlamento. Para encontrar los ocho juristas, los partidos políticos buscan directamente entre gente de su confianza, no hay problema. Se dirigen a sus círculos de amistad o afinidad ideológica (generalmente, ambas) y de ahí extraen a los vocales juristas. Pero ¿y los doce jueces?

 

4 de agosto de 2018. Con antelación suficiente, el CGPJ inicia un proceso interno en la carrera judicial para ver qué jueces quieren presentarse como candidatos a vocal. La única condición para ello es estar en activo y tener el aval de 25 jueces o el de una asociación judicial.

 

Abro paréntesis. Por este proceso de presentación de candidatos es por lo que algunos demagogos (y demagogas) entienden que Europa está equivocada al pedir que los jueces participemos en la elección del CGPJ, porque, dicen, los jueces ya participan en el sistema de elección, porque claro, la Constitución dice que debe haber doce jueces, y si se presentan jueces, es que ya participan… Sin comentarios. Cierro paréntesis.

 

27 de septiembre de 2018. El presidente del CGPJ, tras comprobar que los que se han apuntado están en activo y tienen el aval correspondiente, envía la lista de 51 jueces candidatos a vocal a quien debe elegir, esto es, al Parlamento. Concretamente se la envía a los presidentes del Congreso y del Senado, para que inicien el proceso de renovación (totalmente parlamentario) y, además de elegir a los ocho vocales juristas, extraigan, de esa lista y mediante la correspondiente votación en las Cámaras, los doce jueces del nuevo CGPJ.

 

EL CGPJ, por tanto, ha cumplido su parte. Allá que van los jueces candidatos a vocales judiciales. A partir de ahí ya no tiene papel alguno en la renovación del órgano de gobierno de los jueces. Como el resto de los ciudadanos, se sienta a esperar a que Congreso y Senado elijan a los ocho juristas y los doce jueces del próximo CGPJ.

 

Tras recibir la carta del presidente del CGPJ, el Congreso pone en marcha el proceso de renovación del CGPJ, con comparecencias de los candidatos. Pero lo importante es lo que se cuece entre bambalinas, fuera del Parlamento. Concretamente, en las sedes del PP y del PSOE: antes de llegar a la fase de votación parlamentaria, los representantes de ambos partidos se ponen a negociar lo que hay que votar, como siempre se ha hecho. Y es que la elección de vocales y consiguiente renovación del CGPJ requiere de una amplia mayoría parlamentaria, los 3/5 de cada cámara. No puede quedar nada al azar.

 

2 de noviembre de 2018. Ya está todo atado. Once vocales para el PSOE y nueve para el PP. Lo importante es el número, cuántos vocales le corresponde a cada uno, no quienes van a ser esos vocales. El PP escoge a sus nueve preferidos (entre jueces y juristas), el PSOE hace lo mismo, y luego tú votas a los míos y yo a los tuyos para conseguir esa mayoría cualificada de 3/5 en cada Cámara. Ah, el acuerdo incluye también quién será el presidente del CGPJ y, por ello, del Tribunal Supremo. A propuesta del PP, acuerdan que sea Manuel Marchena, al que, precisamente, le toca juzgar el caso del proceso independentista catalán.

 

19 de noviembre de 2018. Se filtra un whatsapp de Ignacio Cosidó, senador del PP, dirigido a sus compañeros de bancada, en el que les cuenta que, con ese pacto de renovación del CGPJ, que incluye un presidente de los suyos, van a controlar «por la puerta de atrás» la Sala 2ª del Tribunal Supremo, que es la que investiga y juzga los delitos, entre ellos los delitos de corrupción de los partidos políticos. Ante el escándalo que ello supone, al revelar la verdadera intención de los acuerdos políticos sobre el CGPJ, Marchena hace pública una carta en la que dice que con él no cuenten, que no quiere ser presidente del CGPJ. Como consecuencia de todo esto, PP y PSOE dan por roto el pacto de renovación.

 

La presidenta del Congreso, ante la ruptura del pacto entre los dos grandes partidos, interrumpe el proceso parlamentario de renovación, sin causa legal para ello y cuando aún faltan por comparecer dos candidatos a vocal por el turno de juristas de reconocida competencia. Sin pacto político, el Parlamento paraliza el procedimiento de renovación.

 

Años 2019, 2020, 2021. Años muy locos en los que ha pasado de todo. Desde varias iniciativas legislativas para despolitizar parcialmente el CGPJ y que los jueces podamos elegir a los doce vocales judiciales, todas ellas sin éxito, hasta anuncios de modificación legislativa de la mayoría exigida para la renovación como modo de conseguirla por la vía rápida (paralizada por las advertencias de la Unión Europea), pasando por reformas legales sí materializadas para limitar las competencias de un CGPJ en funciones, concretamente la competencia para nombramiento de cargos. Muchos tiras y aflojas entre PSOE y PP a cerca de la renovación, acompañados de los correspondientes rumores acerca de que ya estaba hecho, luego desmentidos por el paso del tiempo. Cambios de discurso del PP, a veces más cerca de renovar, otras más lejos, unas veces bajo unas condiciones, otras veces bajo otras distintas. Inmovilismo absoluto del PSOE, que quiere renovar sin condiciones (ni entra a debatirlas), por muy sensatas que sean algunas de ellas (acabar con las puertas giratorias entre los jueces y la política, por ejemplo). Una demanda ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos contra el Estado español presentada por algunos jueces candidatos a vocal por entender que la no renovación vulnera sus derechos fundamentales. Todo ello aderezado de declaraciones incendiarias de unos y otros, muchas ellas demostrativas de lo poco que saben nuestros responsables públicos sobre la materia (confundir jueces y poder judicial con CGPJ es ya un clásico de nuestra intelectualidad política). Y Europa mirando cada vez más atenta el espectáculo español, a la vez que, progresivamente, con visitas institucionales cada vez más frecuentes, endurece su discurso contra nuestro país por la falta de renovación del CGPJ y por la falta de reformas legales para despolitizarlo.

 

Año 2022. Y aquí seguimos, igual que hace cuatro años. Es decir, y básicamente, con unos partidos políticos incapaces de llegar a un acuerdo sobre la renovación. Y con una presidenta del Congreso, silbando y mirando al tendido a la espera de que, desde la cúpula de los partidos, le digan que puede seguir el proceso de renovación ahí donde se quedó en el 2018.

 

Por eso, no acabo de comprender es ese empeño por parte de no pocos en echar la culpa al CGPJ de lo que está pasando. El actual CGPJ ya hizo todo lo que podía hacer al respecto, presentar la lista de jueces candidatos a vocal, punto. Eso fue hace casi un lustro. Todo lo acontecido con posterioridad, le es ajeno. A pesar de ello, como digo, se oye mucho eso de que que el CGPJ tiene secuestrado… no sé a quién. Cuando lo cierto es que es el CGPJ el que está secuestrado por la inoperancia de los políticos, simplemente. Me consta que los vocales ya están cansados de seguir ahí, pero es que ellos no pueden hacer nada. Son víctimas, no culpables.

 

Bueno, desde diferentes sectores ideológicos, hay quienes dicen que sí pueden hacer algo para remediar la situación: dimitir en bloque. A parte de que ello supone una indecente traslación de la responsabilidad a quien no tiene culpa alguna, resulta que:

 

  1. La dimisión de todos los vocales del CGPJ no arreglaría nada, porque «dimisión» no es un conjuro mágico que, de repente, haga llegar el acuerdo entre las fuerzas políticas. Recuerdo que la reforma legal que se hizo por la Ley Orgánica 4/2021, de 29 de marzo, para limitar los nombramientos de un CGPJ en funciones, se presentó como la llave que iba a abrir la cerradura de la renovación. Pero aquí seguimos, año y pico después. Esa Ley ya está produciendo efectos muy perniciosos (vacantes que no se cubren en el Tribunal Supremo, paralizando así su actividad), pero no por ello las fuerzas políticas se sienten más llamadas que antes a alcanzar un acuerdo. Una hipotética dimisión en bloque tampoco garantiza nada, y podría desembocar en un vacío de gobierno del poder judicial durante meses, o más. La renovación llegará cuando quieran quienes tiene la responsabilidad de ello, los partidos políticos.

 

  1. El CGPJ hace mucho más que nombrar a los magistrados del Tribunal Supremo y otros cargos judiciales importantes (también otros cargos no judiciales). Del CGPJ dependen licencias (maternidad, enfermedad, estudios) y permisos de jueces, concursos de traslados, comisiones de servicio, ascensos reglados, formación (cursos, escuela judicial), bases de datos, biblioteca, relaciones internacionales, etc. Si los vocales dimiten en bloque, nos quedamos sin CGPJ, no se sabe hasta cuándo, hasta que quieran los partidos, y eso afectará gravemente al trabajo de los jueces y el funcionamiento de los juzgados. Lo que acabarán pagando los ciudadanos, claro, que son quienes tienen sus asuntos en los tribunales. Hay que ser un irresponsable para pedir que esto ocurra, a cambio de la vaga esperanza de que se estimule el acuerdo político de renovación.

 

Resumiendo. De un lado, queda claro que la culpa es de unos presidentes de las Cortes secuestrados por los partidos políticos, que no cumplen con sus obligaciones legales hasta que, desde esos partidos políticos, les digan que ya pueden. Hasta que no sepamos a qué vocales vamos a votar, no empezamos la votación. Y, de otro lado, la culpa es de los partidos políticos, incapaces de ponerse de acuerdo y a quiénes, si aplicamos la misma medicina que muchos piden para el CGPJ, deberíamos exigir que dimitan en bloque, como auténticos responsables de la situación actual.

 

Aunque en verdad, tampoco deberíamos culpar a los políticos. A fin de cuentas, ellos hacen lo que saben hacer: política. No alta política, claro, sino baja política, de esa que busca el rédito a corto plazo, preferentemente el personal (propio o del partido). Pero, como digo, nada extraño, es la política que tenemos hoy día y a la que, por desgracia, estamos acostumbrados.

 

Por eso hay que ser más realistas y apuntar el verdadero culpable. Que es, sin duda, el sistema de elección del CGPJ. El actual sistema parlamentarista hace depender su renovación de los acuerdos políticos, claro, de negociaciones políticas donde, oh sorpresa, los intereses políticos (y qué «intereses») son los que se ponen sobre la mesa. No hay más.

 

¿Y cómo cambiarlo? Pues volviendo al (y mejorando el) sistema mixto diseñado originariamente por la Constitución: que los ocho juristas sean designados por las Cortes, y los doce jueces directamente por los jueces, mediante el voto secreto y directo (y un sistema proporcional y ponderado).

 

Ya lo dijo el Tribunal Constitucional en su famosa STC 108/1986, de 29 de julio. Dicha sentencia avaló la constitucionalidad del actual sistema parlamentario, pero dijo claramente que la finalidad de asegurar que la composición del CGPJ refleje el pluralismo existente en el seno de la sociedad y, por tanto, en el poder judicial «se alcanza más fácilmente atribuyendo a los propios jueces y magistrados la facultad de elegir a doce de los miembros del CGPJ».

 

Además, lo viene pidiendo/exigiendo Europa, cada vez con más vehemencia. Tanto desde el ámbito del Consejo de Europa (Tribunal Europeo de Derechos Humanos, Comisión de Venecia, Consejo Consultivo de Jueces Europeos y Grupo de Estados contra la Corrupción), como desde la misma Unión Europea (Comisión y Tribunal de Justicia de la Unión Europea). Y así resulta de la propia lógica continental: de 19 países de nuestro entorno europeo con Consejos de Poder Judicial, solo dos, España y Polonia (esta última recientemente, copiando el modelo español), tienen un sistema enteramente parlamentarista o político; el resto de los países permite a los miembros de la carrera judicial elegir a parte de los integrantes de sus Consejos.

 

Quede claro, por tanto, que el actual bloqueo del CGPJ no es la enfermedad, es el síntoma de la enfermedad: la politización del CGPJ. Por tanto, está claro que no basta con bajar la fiebre y quitar la tos, es necesario curar al enfermo, operarle y quitarle el cáncer.

 

Por eso yo iría más lejos. Lo preferible es que se cambie el sistema de elección del CGPJ, desde luego, pero que, además, se haga antes de su renovación, aún pendiente.

 

Es perfectamente factible. Las mayorías parlamentarias para reformar la Ley son más pequeñas, y, por tanto, más fáciles de conseguir, que las necesarias para renovar el CGPJ, que ya hemos visto que están especialmente reforzadas. Además, ya hemos comprobado que, cuando se quiere, se reforma la Ley deprisa y corriendo y sin problemas (la última ha sido para devolver al CGPJ la facultad de nombrar a los magistrados del Tribunal Constitucional, aunque siga en funciones).

 

Pero sobre todo es que:

 

1) El actual sistema es inconstitucional de facto. El Tribunal Constitucional, en la citada sentencia, ya dijo que «se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la norma constitucional si las Cámaras […] atiendan sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos». Es decir, dijo que “es inadmisible” un reparto de los vocales del CGPJ por cuotas de representación parlamentaria… que es justo lo que se viene haciendo desde siempre, últimamente sin disimulo alguno. Y claro, si el Tribunal Constitucional condicionó la constitucionalidad del sistema a no hacer eso y resulta que se hace, el sistema se sitúa al margen de la Constitución, no hay más.

 

2) Si renovamos con el actual sistema politizado, paliamos los síntomas (acabamos con el bloqueo), pero seguimos enfermos de política. Y mañana, es decir, dentro de cinco años, volverán los síntomas, esto es, los bloqueos en la renovación y todo el lamentable y degradante espectáculo político que lo acompaña.

 

La salud democrática del país exige ya una cura, nada de más cuidados paliativos.

Renovación de cargos institucionales en España o el candor de la Comisión Europea ante la politización de las instituciones de control

“Los fallos institucionales -y la desconfianza que generan- son consecuencia de que una serie de personas no están a la altura de sus responsabilidades” (Heclo)

Sobre el injustificable incumplimiento de plazos para la renovación de los cargos públicos de las denominadas instituciones de control (categoría en la que entran una variopinta gama de órganos constitucionales y de creación legal, a las que ahora se suma el órgano de gobierno del poder juidical), es meridianamente obvio que supone -como se repite hasta la saciedad- un incumplimiento de la Constitución o de la normativa que prevé tales adecuaciones temporales en su composición. Es, en sí mismo, inaceptable.

El que ello se deba a un desencuentro entre las fuerzas políticas mayoritarias (PSOE/PP), que durante más de cuarenta años se han venido repartiendo por cuotas esos cargos institucionales de tales instituciones, sólo es la viva muestra de que la política ha entrado en un grado de descomposición y grosería intolerables más aún que antaño. Luego se lamentan del descrédito y de la multiplicación de la desconfianza ciudadana. Que arreen con las consecuencias de sus actos.

Quien está en el poder (ahora el PSOE/UP) empuja para que “se cumpla” la Constitución y meter, así, porque toca “a los suyos”, quienes están en la oposición (ahora el PP) bloquea injustificadamente (ejerciendo la vetocracia, como diría Fukuyama) algunos procesos o entra en el reparto del botín de forma descarada en determinadas instituciones para colocar también a sus fieles. Ello ha sido así con la penúltima renovación de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional, que ha sido cubierta con perfiles “de estricta observancia” ya acreditada hacia los partidos que les propusieron (todos ellos ya habían hecho servicios al partido como vocales en el propio CGPJ) y en un caso con fidelización política descarada.

Otro tanto se produjo en la bochornosa renovación, anulada por el Tribunal Supremo, de la Agencia Española de Protección de Datos, donde también las dos fuerzas mayoritarias pretendieron repartirse burdamente los cargos pisoteando chabacanamente lo dispuesto en la Ley. Menos aireada, pero también plagada de perfiles de amigos políticos, fue la renovación in totum del Tribunal de Cuentas, un ejemplo más de órganos que con los procesos de renovación pierden su memoria institucional y en los que la intensa colonización partidista es la regla. Y, en fin, no menos escandalosos, por antiestético y falto de ética, fueron los nombramientos políticos evidentes del Defensor del Pueblo y de su Adjunta, un reparto de cromos entre dos responsables políticos que pasaron por arte de birlibirloque a ser de un día para otro rebautizados de imparciales e independientes. Ya había varios precedentes.

En realidad, no hay que sorprenderse tanto de lo que está pasando. Es lo mismo que ha venido sucediendo desde la transición política. Las diferencias estriban en que el peso de los partidos tradicionales de ese bipartidismo imperfecto ha ido decreciendo. La “nueva política” no ha mejorado las cosas, sin embargo. Y, conforme las instituciones se degradaban, los perfiles de las personas elegidas para tan altas misiones de control del poder (rectius, en su aplicación de la singularidad hispana, para desactivar el control amigo y activar, en su caso, el enemigo) se han ido haciendo sin rubor más partidistas e, incluso, rebajando su calidad técnica e imparcialidad de los designados hasta dimensiones nunca conocidas (el listado de nombramientos disparatados y carentes de cualificación profesional o ética, es numeroso). Además, la polarización política (no sólo propia de nuestro contexto, véase lo que sucede en el Tribunal Supremo estadounidense) ha envenenado más ese débil sistema de checks and balances o de control del poder que, entre nosotros seamos honestos, nunca ha funcionado realmente. Y los partidos, ya estén en el poder (gobernando) o en la oposición (esperando gobernar), no quieren que funcione. El poder en España siempre ha sido enemigo de los frenos institucionales. Montesquieu siempre fue mal leído y peor entendido entre nosotros.

Sorprende, así, que, como todo en este país, tenga que ser la Comisión Europea (cuando no el propio GRECO del Consejo de Europa) quienes reconvengan la actitud indolente del Gobierno y de los órganos constitucionales en lo que a la renovación de determinados cargos institucionales respecta, como está siendo el caso de renovación también in totum del Consejo General del Poder Judicial, un órgano constitucional desgraciado en su diseño constitucional/legal, que lleva tres años paralizada, por el bloqueo injustificable de unos y las resistencias numantinas de los otros a reformar su sistema de designación. Nadie explora terceras vías. A unos les interesa extender el bloqueo o el ejercicio particular de “su vetocracia”, a pesar de que se hayan mutilado las funciones del órgano de gobierno en tiempo de prórroga, pues ello prolonga artificialmente el control del órgano; mientras que los otros quieren renovar el órgano constitucional “como siempre se ha hecho”, esto es, repartiendo las poltronas entre jueces amigos de los dos partidos y dando migajas a otras fuerzas políticas para que obtengan una satisfacción equitativa a su peso parlamentario o de apoyo al gobierno de turno y coloquen o recoloquen a sus respectivos adláteres.

También sorprende el candor con que la Comisión Europea viene afrontando este tema. Hay, en efecto, un punto de ingenuidad en el modo de comprender el funcionamiento institucional de la (singular) democracia española, preñada de clientelismo y prácticas caciquiles hoy en día ejercidas con mano de hierro por los partidos y sus “baronías” territoriales. Dirigirse a las instituciones son mensajes que aquí nadie capta: en España son los partidos los señores de las instituciones, son “suyas”, no del Estado ni menos de la ciudadanía. Error de percepción. Y pretender que se modifique antes un partidista sistema de designación de vocales “togados”, dominado por el reparto de sillones en función de criterios políticos, es desconocer con qué país y con quiénes se juegan los cuartos. Retornar, pues así se empezó, a que los vocales togados los elijan los jueces, es una solución comparada aceptable, pero desconoce la enemiga política que despierta en el lado izquierdo de la escena política el peso del corporativismo judicial, que hunde sus raíces en la reforma (“progresista”) de 1870, se anquilosa en el sistema político de la Restauración y se multiplica en los largos períodos autoritarios del propio siglo XX.

Hoy en día la judicatura -se objetará- es otra cosa; pero no cabe olvidar que el sistema de reclutamiento, que determina el ADN de la institución y define l’esprit de corps, sigue siendo en grandes líneas el mismo. E, insisto, la opción mixta (selección por una comisión independiente a propuesta, en ese caso, de listados de candidatos por los jueces y designación ulterior de los vocales del CGPJ por las Cámaras) no tiene defensores, pues visto el fiasco del modelo en la RTVE o en la AEPD, el bastardeo español de los sistemas de concurso o acreditación (donde meten sus pezuñas los partidos para alterar el orden de los factores) es norma de la casa. El empate es, por tanto, infinito y la solución estructural imposible. Más aun cuando de esa renovación también pende, como es sabido, la del propio Tribunal Constitucional (y su futuro control o mayoría), en el pack del Gobierno/Consejo General del Poder Judicial, que se quiere fracturar mediante una singular interpretación del marco constitucional y normativo vigente. Más gasolina al incendio. Mientras tanto, parálisis.

España es, en teoría, una democracia constitucional. Sin embargo, un análisis objetivo detenido y serio del (mal) funcionamiento de sus instituciones de control del poder pueden llevar a concluir fácilmente que demasiadas prácticas iliberales se han acumulado a lo largo de estos más de cuarenta años, y hoy en día se manifiestan de forma más cruda conforme el poder se hace más disgregado y volátil, y quienes lo ejercen –y esto es muy grave- apenas acreditan cultura institucional, ni siquiera constitucional. Cumplir formalmente la Constitución exige pleno respeto a sus procedimientos y plazos, y no utilizar torticeramente vetos de bloqueo. Cumplirla materialmente (esto es, de forma efectiva de acuerdo con los estándares efectivos del Estado de Derecho y la garantía del principio de separación de poderes) requiere, además, nombrar como miembros de las instituciones y órganos de control a personas independientes, imparciales y profesionales consagrados, amén de íntegros, con la finalidad de que ejerzan cabalmente las funciones constitucionales asignadas.

Lo demás, es el cuento de la lechera, que ya nadie se cree, salvo los fieles seguidores de unos partidos políticos en absoluto declive y creciente desprestigio. Lo dijo magistralmente Pierre Rosanvallon (La legitimidad democrática Paidós, 2010, p. 224) , “una Corte Constitucional (o cualquier otro órgano de control) debe encarnar estructuralmente una capacidad de reflexividad y de imparcialidad que quedaría destruida por la inscripción en un orden partidario”. Esto último es justo lo que llevamos haciendo desde hace más de cuarenta años. Sin pestañear. Que se vayan enterando en Europa. Si es que no lo sabían.

En cualquier caso, como también recordaba el profesor Hugh Heclo, todo apunta, y más en este país llamado España, que “vivimos en una época en la que pensar en clave institucional se ha convertido en un acto contracultural” (Pensar institucionalmente, Paidós, 2010, p. 260). Ni siquiera quienes están en el poder o esperando alcanzarlo miman sus instituciones, sino que, por el contrario, con sus actitudes y deplorables comportamientos las desprecian. Solo quieren colonizarlas para mutilar su esencia. Que vivan exclusivamente en las formas, de escaparate institucional para cubrir las apariencias. Se prevalen de ellas para repartir púrpuras y prebendas entre sus acólitos, y hacer política rastrera. Y sin instituciones sólidas (recuérdese el ODS 16 de la Agenda 2030) ni hay Constitución, ni hay país, ni hay democracia, ni hay confianza ciudadana. Tampoco recuperación que valga. No hay nada. Poder desnudo. Eso es lo que quieren, unos y otros. Ya se sabe: quien siembra vientos, recoge tempestades.

Jueces y democracia: ¿un sistema en peligro?

Es creciente la sensación de progresiva injerencia de intereses políticos y económicos en la justicia. El ejemplo de Estados Unidos y su reciente sentencia derogando la doctrina Roe contra Wade (1973) sobre el aborto solo es una muestra más de la crisis global de muchas de las democracias occidentales en materia de justicia. España no es una excepción: si consultamos The 2022 EU Justice Scoreboard de la Comisión Europea, encontramos que ha bajado la percepción que los españoles tienen de independencia de nuestra justicia, solo mejor que la de Italia, Bulgaria, Eslovaquia, Polonia y Croacia. Aunque no haya un político que no repita como un mantra la necesidad de defender la independencia judicial, ¿realmente se la protege o se contribuye desde los distintos sectores políticos y sociales a su creciente politización? ¿Somos todos los jueces independientes o algunos de nosotros favorecemos de forma eficiente nuestra instrumentalización?

No es fácil establecer los límites del papel constitucional que los jueces deben asumir en el control de los excesos de los otros poderes públicos, ya que el propio ordenamiento jurídico permite el uso homeopático de la ley para destruir la separación de poderes.

Fue en América Latina donde se acuñó el término lawfare, entendido como “golpe blando” contra gobiernos progresistas por parte de sus opositores. En palabras de los autores del blog El Orden Mundial, el lawfare se diferencia del tradicional golpe de Estado en que este último persigue “tomar el poder de forma ilegal, mientras que en una guerra jurídica se pretende deponer a la persona precisamente con procesos legales”. Más elocuente es, en mi opinión, la expresión “golpe por goteo” con la que tituló Valeria Vegh Weis, docente de la Universidad de Buenos Aires, un artículo de junio del año pasado en la Revista Pensamiento Penal de Argentina. Vegh Weis también considera que el lawfare es propio de la guerra blanda de los sectores conservadores frente a gobiernos progresistas. Sin embargo, no creo que pueda extrapolarse dicho término a lo que sucede en España, ya que no podemos concluir que únicamente la derecha utilice al Poder Judicial para tratar de deslegitimar al oponente político. Si bien es cierto que es conocida la tendencia de partidos ultraconservadores de presentar obstaculizadores recursos de inconstitucionalidad contra leyes y querellas contra contrincantes políticos, no podemos soslayar la idea de que desde determinadas facciones progresistas también se utiliza políticamente al Poder Judicial y se busca la desacreditación de cualquier resolución que vaya en contra de sus intereses.

El aprovechamiento de la justicia con fines políticos ha tocado fondo con la gravísima irregularidad democrática que constituye el hecho de que el Consejo General del Poder Judicial, un órgano constitucional, lleve en situación de interinidad tres años y medio y que se le esté asfixiando jurídicamente para que no pueda ni nombrar cargos discrecionales ni renovarse. Cuando se jubiló el vocal Rafael Fernández Valverde a comienzos de este año, los letrados del Congreso informaron en contra de su sustitución por considerar que la vacante no era consecuencia de un cese anticipado. Con el fallecimiento de la vocal Victoria Cinto hace unos días, el Consejo ha rehusado directamente pedir su sustitución. Tenemos un CGPJ, por tanto, camino de duplicar el mandato para el que fue nombrado, imposibilitado para la designación de cargos discrecionales y mermado en cuanto a sus integrantes. Un Consejo inútil, decorativo y cuya decadencia ahonda en el desprestigio institucional y en la falta de confianza de los ciudadanos en la justicia. La propuesta del Gobierno de modificar otra vez la ley, ahora en sentido contrario, con el exclusivo fin de que el CGPJ pueda designar a dos magistrados del Tribunal Constitucional es incalificable por bochornosa.

Pese a que en el barómetro del CIS de julio de 2019 —único en el que se ha preguntado directamente sobre este tema— los entrevistados manifestaran confiar más en el Poder Judicial que en el Gobierno o en el Parlamento, el creciente descrédito del primero es evidente. Este desdoro se alimenta de múltiples factores, algunos ya mencionados. Junto con la politización del sistema de elección de los vocales del CGPJ y su bloqueo y la utilización de la justicia para menoscabar al adversario político se encuentran su lentitud y su endémica falta de medios. En la Administración de justicia se procura un deficitario servicio público a los ciudadanos, a quienes no les sirve de excusa que España tenga menos jueces y fiscales que la media europea, pero asuman más carga de trabajo, o que los medios materiales y personales no dependan del Poder Judicial.

Además, me resulta especialmente doloroso que sea un secreto a voces cuál va a er la postura de un determinado órgano judicial cuando resuelva un asunto de trascendencia política con solo conocer la adscripción ideológica de quienes han sido elegidos con criterios políticos por el CGPJ. La politización de determinadas designaciones acaba salpicando injustamente a la inmensa mayoría de la judicatura, que ocupa su cargo por mero concurso de mérito y antigüedad.

Finalmente, también se utiliza al Poder Judicial cuando, desde las instituciones, algunos políticos de izquierda vilipendian a los jueces si estos dirigen una investigación criminal o condenan a un miembro de su partido. Acusar a los togados de ser “siervos de la derecha” y de ser instrumentos del lawfare impulsados por adversarios políticos es la excusa perfecta para ocultar comportamientos que deben ser castigados. Podríamos decir que de forma no principal se busca la impunidad, pero la finalidad última es atacar a todas las instituciones —incluyendo el Poder Judicial— como parte de un plan superior que busca la sustitución de estas mediante el desapego popular al sistema preexistente.

Lo peor de esta “gota china” que erosiona de forma indefectible la confianza en los jueces es que con ello se producen dos efectos indeseados. El primero, la huida de los ciudadanos desde el Estado hacia estructuras y corporaciones privadas para la resolución de sus conflictos y la protección de sus derechos. Cada vez se asume con mayor naturalidad que las plataformas digitales decidan qué se puede y qué no se puede decir, o que se encomiende a empresas privadas el desalojo de supuestos okupas, banalizando estas tendencias como si no fueran una sustitución de los poderes públicos en la garantía de derechos fundamentales. En la misma línea, las grandes empresas se salen del sistema judicial para resolver sus conflictos a través de otros medios más ágiles, aunque con ello se puedan producir desviaciones. La tecnología blockchain permite resolver conflictos de forma segura sin la intervención del Estado, lo cual genera superestructuras que superan este concepto tradicional y constituyen espacios alternativos, en una tendencia que no puede ser positiva si no va acompañada de un control público.

El segundo efecto lo compone el hartazgo de ciudadanos que muestran su desafección por los poderes públicos, en una deriva que genera un caldo de cultivo óptimo para populismos y líderes mesiánicos. Aunque a primeros de año se publicó el resultado de la encuesta realizada en más de 109 países por el Instituto Bennett de Políticas Públicas de la Universidad de Cambridge y en él se reconocía el descenso de los apoyos electorales a los partidos populistas, el estudio también afirmaba que España era uno de los países en los que más había subido el apoyo a que el Gobierno sea dirigido por un líder fuerte que no tenga que preocuparse por elecciones o Parlamentos. Se advertía de que, junto con Grecia, Alemania y Japón, éramos de los países donde más desapego a la democracia existía. La añoranza de un líder fuerte que tampoco sea controlado por un Poder Judicial “politizado” en el que no se confía debería preocuparnos a todos.

Lamentablemente, veo poca solución al problema, que, por otra parte, no es exclusivo de España. Los excesos de un Poder Judicial politizado han dado como resultado el paso atrás dado por el Tribunal Supremo de Estados Unidos dejando en manos de los gobernantes de los respectivos Estados federados la capacidad de regular la interrupción voluntaria del embarazo, derogando una doctrina que llevaba en vigor casi 50 años. Esto solo ha sido posible tras los nombramientos efectuados en la era de la presidencia de Donald Trump de magistrados ultraconservadores para la Corte Suprema. Aunque no es comparable el sistema judicial americano con el europeo, la confusión de funciones de unos y otros poderes y el desembarco de motivaciones no jurídicas en las decisiones que se adoptan no puede traer nada bueno. Urge la reforma de la forma de elección de los vocales judiciales del CGPJ según las insistentes recomendaciones de la Comisión Europea. El sistema actual ha implosionado: ¿no habrá 12 magistrados solventes, independientes y servidores de la Constitución entre los 51 jueces que se han presentado como para que no se haya podido alcanzar un acuerdo hasta ahora? Me temo que a ninguno de los dos partidos mayoritarios les interesa este perfil.

Quizá haya que asumir que la grandeza de la democracia también estribe en ser el único sistema político que se autodestruye con sus propios mecanismos legales. Pero no podemos olvidar que la alternativa siempre será peor.

 

Artículo publicado en El País el 17 de julio de 2022

Sobre la Ley Trans/LGTBI y la desprotección de los más vulnerables

El 27 de junio el Consejo de Ministros aprobó el Proyecto de ley para la igualdad de las personas trans y la garantía de los derechos LGTBI. El Consejo General de Poder Judicial emitió un informe sobre el Anteproyecto el 20/4/2022 y solo 3 días antes de la aprobación del proyecto, el Consejo de Estado emitió el suyo (en adelante IcCE). Como suman más de 200 páginas, me limito a una breve referencia a las principales críticas, centrándome en las que señalan los riesgos de la regulación para las propias personas que pretende proteger.

Hay un primer grupo de críticas son de tipo técnico. Cabe destacar que el IdCE declara que no puede pronunciarse sobre si se ha realizado una adecuada información pública del proyecto porque aunque los Ministerios proponentes dicen haber recibido 6700 comunicaciones, solo se han puesto a disposición del Consejo de Estado las alegaciones de 10 organizaciones (pag. 23). Durante el trámite de informe, el propio organismo ha recibido directamente alegaciones de varias organizaciones (pags. 18 y 19), todas ellas opuestas a la Ley.  El IdCE critica también la descoordinación entre los ministerios de Igualdad y de Justicia, y que la Secretaria General Técnica del Ministerio de Hacienda ha dicho que no es posible calcular el efecto presupuestario. También se pone en cuestión por ambos informes la opción por una Ley transversal en lugar de modificar las distintas leyes sectoriales (p. 33).

En segundo lugar, los informes señalan que la Ley implica conflictos entre los derechos de aquellos que la Ley quiere proteger y de otras personas. Subrayan los problemas que planteará la obligación genérica de incorporar en toda la contratación pública “condiciones especiales de ejecución o criterios de adjudicación” dirigidas a la promoción de la igualdad de trato (art. 11). Si bien la discriminación positiva está admitida por el Tribunal Constitucional si se cumplen determinadas condiciones, considera que la ley supondrán una discriminación para otros grupos y sobre todo para las mujeres, y que provocarán litigios e inseguridad jurídica. También consideran estos informes que no cabe otorgar a los poderes públicos una potestad para “eliminar contenidos” informativos (art. 27). Respecto de la práctica deportiva, el ICO advierte la contradicción entre el artículo 26, que defiende el “pleno respeto a la igualdad de trato” y la Disposición Adicional 3ª que remite en materia de competiciones a la normativa específica aplicable.

Me detendré ahora en el tercer grupo de críticas, que se refieren a la desprotección de las mismas personas que esta Ley persigue defender,  en particular a las personas con disforia de género.

El IdCE no discute la autodeterminación de género, y considera que ya está reconocida en la Ley vigente, aunque sometida a dos requisitos: un informe de médico o psicólogo clínico que certifique esa disforia y su estabilidad, y que no existen trastornos de personalidad que pudieran influir de forma determinante en esa disforia; y un tratamiento médico, pero que no exige cirugía y que se puede excluir por razones de salud o edad. La supresión del requisito del tratamiento médico es bien acogida por los informes. Sin embargo, critican la supresión de cualquier examen sobre la estabilidad y la situación de la persona. En concreto el IdCE considera que la exigencia de un informe no vulnera los derechos fundamentales, y que la descripción de la disforia de género que hace la OMS tras su despatologización no impone un sistema de decisión libérrima como el que adopta la Ley (pag. 50). Señala que el objetivo de estos informes es justamente la protección de la persona con disforia de género, para evitar decisiones precipitadas. En el mismo sentido critica el procedimiento de solicitud,  por ser confuso y no requerir un periodo de reflexión. Para cualquiera que esté familiarizado con los problemas que plantea la prestación del consentimiento informado, resulta evidente la anomalía que representa esta Ley (ver aquí y aquí). Basta pensar que para pedir un préstamo hipotecario sobre una vivienda –de cualquier cuantía- el prestatario tiene que recibir media docena de documentos explicando con detalle el contrato y sus consecuencias con diez días de antelación, tener una entrevista con un notario en la que éste le ha de explicar en detalle todas las cláusulas del mismo, y finalmente acudir otra vez al notario a firmar la escritura. Y sin embargo, para un acto de la trascendencia del cambio de sexo, se omite cualquier requisito de información, cualquier intervención de terceros y cualquier reflexión.

Este problema se hace especialmente grave en el caso de los menores, reclamando  ambos informes que se requiera la autorización judicial en estos casos. Recordemos que la Ley considera a estos efectos a los mayores de 16 como mayores de edad y a los mayores de catorce les permite presentar la solicitud ellos mismos con el consentimiento de sus representantes legales. En caso de desacuerdo de estos, en lugar de la intervención judicial, que es lo normal en estos casos (art. 157 Cc), se prevé el nombramiento de un defensor judicial. Solo para los menores entre 12 y 14 años  se prevé la necesidad de autorización judicial. El Anteproyecto, por tanto, suprime todas las protecciones (consentimiento parental, intervención judicial) que de ordinario tienen los menores para evitar decisiones inadecuadas o precipitadas. Ambos informes consideran necesaria la autorización judicial. Ambos informes hacen referencia al principio de protección de la infancia del art. 39.4  de la constitución, y el ICE dice que el procedimiento para la autorización judicial es conforme con los derechos fundamentales y que es necesario para proteger al menor de decisiones precipitadas, sobre todo cuando la ley no exige ya ningún informe. Insiste en que las decisiones inmaduras o precipitadas justamente afectan al libre desarrollo de la personalidad que la ley quiere defender. De nuevo parece totalmente justificada la crítica. Recordemos, por ejemplo, que en 2015 se reformó el Código Civil para impedir en todo caso el matrimonio de los menores de 16, y los mayores de esa edad solo pueden contraerlo si están emancipados.

Este principio de protección tiene especial importancia porque la situación  de los -y sobre todo las- jóvenes con disforia está siendo objeto de un debate científico. Los estudios más recientes y la experiencia clínica en Suecia y Finlandia han llevado a sustituir las terapias de afirmación del sexo percibido por un tratamiento general de seguimiento y apoyo psicológico. El nuevo protocolo finlandés parte de la experiencia de que “la disforia de género infantil, incluso en los casos más extremos, desaparece normalmente durante la pubertad”. Además, señala que no hay evidencia científica de que  los tratamientos hormonales de menores tengan efectos psicológicos positivos, mientras que se han comprobado que producen  graves perjuicios físicos. Además, se plantea si la disforia de género puede formar parte del proceso natural de desarrollo de la identidad adolescente y la posibilidad de que las intervenciones médicas puedan interferir en este proceso, consolidando una identidad de género que habría revertido naturalmente antes de llegar a la edad adulta.  Advierte que para los menores es especialmente difícil entender “la realidad de un compromiso de por vida con la terapia médica, la permanencia de los efectos y los posibles efectos adversos físicos y mentales de los tratamientos, …. que no se podrá recuperar el cuerpo no reasignado ni sus funciones normales.” Es decir, que no están en condiciones de prestar un verdadero consentimiento informado. A la vulnerabilidad derivada de la inmadurez se añade la que resulta de la concurrencia de otras patologías. Un reciente estudio señala que los menores con disforia de género sufren ansiedad (63,3%), depresión (62,0%), trastornos de conducta (35,4%) y autismo (13,9%). La experiencia de  Suecia es muy semejante y también las conclusiones, es decir que  para los jóvenes es difícil tomar una decisión madura sobre esta cuestión y que el tratamietno por defecto debe ser el apoyo psicológico y en su caso el tratamiento de las patologías concurrentes. La autodeterminación de género de los menores sin ningún tipo de asesoramiento médico ni control judicial va claramente en contra de esta experiencia.

Los informes muestran también su preocupación por la prohibiciónde métodos, programas y terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento, en cualquier forma, destinados a modificar la orientación o identidad sexual o la expresión de género de las personas, incluso si cuentan con el consentimiento de las personas interesadas o de sus representantes legales.” (art. 17) Consideran que es contrario a la libertad de las personas mayores privar de efectos al consentimiento. Además critican la vaguedad de la redacción, que puede dar lugar a sancionar conductas que no lo merecen. Esto implica  un riesgo para todas las personas con disforia, pues dar información sobre hechos como la inestabilidad de la disforia de género, los efectos perjudiciales de los tratamientos médicos y quirúrgicos o la falta de evidencia sobre los efectos de las terapias cambio de sexo podrían considerarse “métodos de aversión”. La simple amenaza de las sanciones puede condicionar a los médicos y psicólogos  a no dar información completa y dificultar la aplicación de los mejores tratamientos.

Concluyo. Los dos informes examinados coinciden en críticas técnicas y de fondo y el proyecto puede dejar desprotegidas a las personas más vulnerables: a las adolescentes en general (el grupo más afectado por la disforia de género), y de forma más grave a las/los menores que sufren determinados trastornos o enfermedades. No parece que haya habido un verdadero interés en mejorar el proyecto, como resulta del poco transparente proceso de consulta pública. de su aprobación por el Consejo de Ministros solo 3 días después de la emisión del informe del CdE, y de que no recoja ninguna de las críticas del CGPJ. Quizá interesa más sacar la Ley siguiendo una línea preconcebida que atender a las  necesidades reales de las personas, teniendo para ello en cuenta todas las opiniones y en especial las de los expertos.

Sobre los nombramientos de libre designación. Futuro epílogo de “Equidad judicial”

Parte I

El CGPJ ha elegido un buen jurista como presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia del Principado de Asturias. Corría el año 2020 y entre los candidatos también se encontraba Ramón Chaves. Por eso, desde el momento en que no fue elegido, el mundo jurídico se pregunta si Ramón Chaves podría haber sido mejor opción.

El propio candidato preterido así lo consideró. Se creyó con mejor mérito y consideró insuficiente la motivación ofrecida por el CGPJ, por lo que recurrió ante el Tribunal Supremo. El Supremo en la sentencia de 30 de mayo de 2022 le responde, a él y a quienes consideran que la motivación tiene que ser más exhaustiva, que, para ser elegido para puestos de altas instancias judiciales, es bastante con ser buen jurista y que haya un interés de conveniencia en ser el elegido. Punto.

Se reprocha al Tribunal Supremo haber dado un giro en su doctrina sobre la discrecionalidad. Esa que él mismo llama doctrina en tránsito. También se le achaca no haber revertido la arbitrariedad del CGPJ al no elegir a Chaves. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Ni hay giro ni hay arbitrariedad.

El quid de la cuestión es que se está ante un nombramiento de libre designación. El sistema de libre designación es una excepción frente al sistema normal de concurso reglado. Si en un concurso cualquiera de Función Pública se debe valorar el grado personal, la antigüedad, titulaciones y grados académicos, cursos de formación, memorias o entrevistas personales y hasta pruebas de carácter práctico, todo ello con una puntuación matemática muy precisa, la libre designación es cosa diferente.

Consiste en la apreciación de la idoneidad de los candidatos, en relación con los requisitos exigidos para el desempeño del puesto. Se deben valorar méritos, pero no necesariamente unos concretos, sino solo los especificados en la convocatoria. Todo ello sin escala de medición y sin dar preferencia a unos méritos frente a otros, por lo que es una potestad discrecional muy amplia de selección: todos son indiferentes jurídicos, todos son buenos.

Los méritos objetivos se presuponen en todos los candidatos admitidos en el concurso por cumplir los requisitos de participación, como son el tiempo de carrera, escalafón y tiempo en la jurisdicción, que se dan en cualquier juez de unos 50 años. En la terna final entran aquellos que reúnen excelencia jurisdiccional, experiencia gubernativa, méritos doctrinales y académicos muy similares. Por eso, quien nombra puede elegir a cualquiera de los candidatos.

Hasta la sentencia del Tribunal Supremo de 11 de junio de 2020, la idoneidad profesional se concentraba en destacar los méritos y la capacidad del elegido que lo hacían excelente. Pero, a partir de ella, quien nombra mira en el bagaje del candidato, hace el juicio de idoneidad y puede elegir con base en la conveniencia institucional.

Tratándose de jueces, si es un puesto gubernativo como presidente de Sala, la identificación con los objetivos marcados para el puesto se centra en el programa de actuación, en cómo el candidato quiere organizar gubernativamente el tribunal (reparto, deliberaciones, uso de tecnologías, etc). Si se trata de un puesto jurisdiccional, el Tribunal Supremo reconoce que el CCPJ, como órgano constitucional con plena independencia para nombrar jueces, tiene que elegir a quien quiera. En este caso, la comparecencia tiene importancia capital y la valoración “de conveniencia institucional” se conduce a los méritos jurídicos, pero también a una inespecífica “amplia variedad de elementos” de entre los que el CGPJ puede “acoger cualquiera de ellos para decidir”. Algo así sucede también ahora. Por tanto, no hay ni giro ni cambio.

Como en todos los recursos frente a nombramientos discrecionales, y también sucede con el recurso de Ramón Chaves, la parte actora no impugna los criterios de calificación concretos ni la ausencia de indicadores con los que se miden los parámetros, sino el resultado de aplicar de forma individualizada dichos criterios a las funciones del puesto que constituyen el objeto de valoración. Acepta que el único elemento reglado sea la antigüedad, en la carrera judicial, en la jurisdicción contenciosa y en órganos colegiados. Por tanto, impugna la decisión sobre idoneidad por su falta de motivación.

Debemos advertir que la motivación tiene una vertiente de plena discrecionalidad excluida de control judicial y una vertiente de plena jurisdicción.

Así, el órgano competente puede elegir el criterio técnico que va a valorar —por ejemplo, conocimiento de idiomas—, a lo que nada pueden oponer los jueces. Pero los jueces vigilan que se respete el derecho a la igualdad de trato que asiste a todos los aspirantes; y fiscalizan que el criterio elegido responda a los principios de mérito y capacidad, es decir, que sea útil para desempeñar las tareas del puesto.

Sin embargo, esto es lo único reglado: igualdad de trato y enumeración de méritos que tengan algo que ver con el puesto. Lo contrario es arbitrario. Nada más. En suma, el Tribunal Supremo ha venido insistiendo en que la libre designación no necesita incorporar un baremo. No necesita una cuantificación objetiva de cómo se mide con un indicador de 0 a 10 cada criterio o parámetro. La motivación consiste entonces en la exposición de algunos de esos parámetros enumerados en la convocatoria; y, sobre todo, es la aplicación concreta que conduce al resultado individualizado que otorga la preferencia a un candidato sobre los demás.  En esto se centra propiamente el control judicial: que haya motivación. Que se exponga por qué se elige al candidato seleccionado.

Ahora bien, no se trata de que la resolución compare el candidato elegido con los méritos de los demás aspirantes, con todos y cada uno de ellos. Basta con que se individualice el elemento de idoneidad que se aprecia en el elegido para fundar su selección. De esta manera, cualquier aspirante puede comparar sus méritos —que él conoce por haberlos alegado y documentado— para saber si es más idóneo o no que el elegido.

Con mucha frecuencia, las sentencias con pronunciamientos estimatorios que exigen una nueva motivación de la Administración suelen desembocar en la repetición del mismo litigio entre las mismas partes porque, al no existir una baremación objetiva, la Administración vuelve a elegir al mismo aspirante. Solo amplía o desarrolla la motivación del nombramiento. La del mismo nombrado. De este modo, tienen un resultado inane para el recurrente, pese a ganar el pleito. Esto ya lo advirtió Alejandro Nieto en su obra “El arbitrio judicial”.

Parte II

No cuestionada la igualdad de trato ni la oportunidad de los criterios expuestos en la convocatoria, la sentencia de 30 de mayo de 2022 permite observar que el control judicial del nombramiento por libre designación desde la perspectiva de su motivación es una tarea que no lleva a ningún lado. Como arma contra la arbitrariedad, no sirve.

El CGPJ puede utilizar cualquier motivación para justificar la elección de un candidato. Estamos ante una motivación ad hoc: se elige al aspirante y luego se viste la elección de ropaje explicativo destacando alguno de sus méritos. Los tendrá, siempre los tiene; porque cumplió los requisitos para participar. Y recordemos que todos los candidatos, y más los de las ternas, superan una elevada cota de profesionalidad. Así las cosas, hay curriculum suficiente para crear motivación. Además, la valoración de conjunto y ad hoc no infringe las bases de la convocatoria, según el Tribunal Supremo.

Por tanto, motivando y a veces volviendo a motivar tras una nulidad, el CGPJ no logra superar la sospecha de realizar una elección arbitraria. ¿Cómo es esto posible?

Es difícil superar la sospecha de arbitrariedad en el nombramiento porque quizá estemos todos equivocados. Ha llegado el momento de entender que la motivación existe y va implícita en el nombramiento por libre designación una vez realizado. En todo nombramiento una vez hecho, hay un motivo.

La designa libre de un aspirante siempre tiene un motivo; y tiene motivación desde que la Administración elige un candidato destacando un mérito en relación a una función del puesto. Cuando la Administración tiene un motivo para elegir y realiza una motivación ex post, construida después de elegido el candidato, realiza una exteriorización de la motivación interna del acto de libre designación. Esto y no otra cosa es lo que el Tribunal Supremo está diciendo que es conforme a Derecho.

El órgano que nombra se ajusta a la Ley. Ni la exigencia de imparcialidad ni la de objetividad ni la de transparencia impiden elegir primero y, luego, revestir la elección. Incluso, la libre designación permite elegir por un solo mérito despreciando los demás, siempre que lata bajo la decisión discrecional la denominada “conveniencia institucional” de la que hablaba la sentencia de 11 de junio de 2020. También lo hace esta nueva sentencia de 2022.

Podría hacerse a estas alturas una distinción entre los altos cargos de la Administración y los nombramientos de jueces del Tribunal Supremo. Ambos son de elección discrecional en grado superlativo, aunque solo a los primeros se les denomina de libre designación. Es lógico que la Administración quiera ejecutar su política aplicada al acto administrativo, y necesite jefes de servicio y directores generales que sean de su confianza, entendida como lealtad ideológica. ¿Hace falta motivar la elección basada en esta relación ideológica? Claramente no, de modo que basta con entender que la Administración tiene un motivo para elegir a quien ha elegido, una vez que lo ha elegido.

Aquí podría insertarse la elección de los Fiscales de Sala del Tribunal Supremo, y la polémica elección del fiscal de Sala de Menores en la persona de Eduardo Esteban, ya que la fiscalía, aunque en ningún sitio se afirma que sea instrumento de ejecución de la política criminal del Gobierno, sin embargo, se ajusta al principio de legalidad. La cuestión estriba en que, ya que la ley se puede ponderar e interpretar de muchas maneras, la Fiscal General del Estado busca elegir al fiscal de Sala que interprete la ley de la manera que ella cree compatible con la ideología política del Gobierno.

Un jefe de servicio, un director general o un subdirector elegidos por riguroso mérito podrían ser de cuerda diferente al que gobierna y entorpecer de mil maneras sutiles la ejecución del programa político-administrativo del ejecutivo. Lo mismo un fiscal de sala interpretando la ley. Desde esta perspectiva, tiene lógica que el elegido se deba identificar con los objetivos marcados para el puesto por quien lo nombra.

Esta forma de elegir no afecta a la separación de poderes porque quien nombra es un político que gobierna el Ejecutivo y elige a alguien para gestionar y gobernar la administración del Ejecutivo (Ejecutivo-Ejecutivo). En cambio, los nombramientos de jueces y de fiscales sí afectan a la separación de poderes porque ejercen la jurisdicción, aplican la ley como poder del Estado, y al mismo tiempo realizan la revisión del acto administrativo del Ejecutivo (Ejecutivo-Judicial). Por eso, preocupa en ellos la sospecha de arbitrariedad. Necesitamos profundizar en el análisis y buscar una solución.

Profundicemos. Estamos de acuerdo en que, en la actual situación de libre designación de los jueces, sin baremo de méritos, cuando elige, el CGPJ tiene un motivo para decidir el proceso selectivo. Es un motivo relacionado con la conveniencia institucional. Puede ser algo tan simple como el haber permitido apreciar la comparecencia que el elegido es el jurista más brillante de la terna. Todos los jueces conocemos ejemplos de jueces de mucha antigüedad y especialización que no tienen nada que aportar para hacer progresar el Derecho, o jueces que dividen en lugar de aunar en una Sala, o jueces que no sirven para gestionar. Puede ser algo más complejo, como que el programa de actuación del elegido se alinee con reformas legales en marcha, al propugnar la unificación de criterios y la uniformidad de la respuesta de todos los jueces de lo contencioso de Asturias como si fueran uno de esos futuros tribunales de instancia.

En igualdad de méritos, ¿Cómo se hace para no elegir al juez que no aporta o elegir un modelo de juez? Mediante el criterio de la conveniencia institucional. Por eso, siempre es necesario que haya un reducto de libertad de criterio para quien nombra. El problema es que el margen es muy amplio y, además, desde fuera, no se pueden descartar otros motivos vinculados a las relaciones personales del CGPJ, o de algunos vocales, con el aspirante o con la asociación judicial a la que pertenece, tanto como el favoritismo, el nepotismo o el simple canje de cromos ideológico.

En realidad, ¿Qué es exactamente la “conveniencia institucional” cuando quien nombra no es un órgano político? Pongamos que el candidato A es muy brillante exponiendo en la comparecencia; pero conviene al CGPJ no por su genialidad sino por sus ideas políticas. O como sucede con el nombramiento del fiscal de Sala antes mencionado, el candidato B conviene por su predisposición a ponderar y aplicar la ley en el caso concreto de una manera que pueda identificarse con una ideología.

Y aquí llegamos al núcleo. Los jueces y fiscales nunca deben ser elegidos por su ideología, como sucede en la alta Administración. Ni siquiera parecerlo. Deben ser elegidos por ser brillantes, no por otros motivos.

 

Parte III

En “Equidad Judicial”, Alejandro Nieto y yo llegamos a la conclusión de que no hay ninguna norma que impida elegir a los jueces de la cúspide por su predisposición ideológica. No decimos que esté bien que no la haya, sino que no la hay. Así, la inercia del poder político será elegir a los jueces por su predisposición ideológica a la hora de resolver los asuntos. Cuando aplican la ley, los jueces utilizan el arbitrio judicial, y los políticos buscan seleccionar un determinado perfil en el ejercicio de ese arbitrio.

En esta obra, recientemente publicada, después de muchos años de reflexionar sobre la tarea de juzgar, Nieto no ofrece soluciones, sino causas. Juzgar es aplicar la ley ponderándola con equidad para llegar a la solución justa del caso, atendiendo a sus circunstancias individuales. Siempre hay margen para el arbitrio judicial porque la ley es imperfecta, incompleta o ambigua. Es un poder enorme que los políticos desean controlar en un sentido ideológico. Por tanto, la manera en que se juzga es la causa de la querencia política por controlar las altas instancias judiciales.

Trayendo este razonamiento al caso, el CGPJ podría dar la apariencia de haber elegido a quien no es Ramón Chaves por el tipo de sentencias que se esperan de la sala que va a presidir. Dicho de otro modo, por conveniencia institucional elige al juez candidato que más se identifica con una corriente ideológica presente en el CGPJ, para que sirva de tendencia-guía en el arbitrio judicial de los jueces de esa Sala.

Pero esas son las causas de que el nombramiento parezca arbitrario. Volvemos ahora al paradigma del caso de Chaves buscando soluciones. Recordemos que la existencia de una llamativa superioridad en algunos de los méritos objetivos del candidato preterido es la que provoca una desasosegante apariencia de arbitrariedad que es contraria a Derecho.

Llegados a este punto, tenemos la certeza de que se puede haber elegido al peor candidato desde un punto de vista objetivo; pero también la seguridad de que incluso un Tribunal Supremo extrañado de la elección del CGPJ, ante una diferencia tan manifiesta de curriculum en algunos méritos, nada quiere anular porque se ha elegido al que convenía. Si en la libre designación, no hay reglas, salvo la antigüedad y el principio de igualdad y de coherencia entre méritos y puesto, solo queda la conciencia de lo injusto de la elección. Y el Tribunal Supremo termina entendiendo que, aunque injusta para el candidato preterido, la elección es justa para la institución porque hay muchos criterios para elegir y el CGPJ ha optado por uno de ellos.

El resumen esquemático de todo es que el CGPJ hace un juicio equitativo que le inclina por un candidato y el Supremo valida esa elección por aceptar que sea la solución justa. Objetivamente, el elegido debería haber sido Chaves, pero por conveniencia institucional lo equitativo es que haya sido otro el elegido.

¿Por qué lo equitativo no nos sirve? Esta es la pregunta, pues debería ser bastante. Muy al contrario, seguimos teniendo la sospecha de que algo no cuadra; creemos que ha habido un canje de cromos y suponemos que no se ha nombrado al mejor. Exigimos motivación, pero esta no sirve de nada. Pues bien, cambiemos el recorrido hasta llegar al nombramiento justo. Es necesario un cambio de planteamiento: en lugar de exprimir la motivación, urge propugnar un cambio de sistema.

Para empezar, sería necesario que los nombramientos de jueces de altas instancias se reformaran y fueran reglados, con un baremo de méritos previo y público. Un baremo no en la convocatoria sino en una disposición general que se atuviese a cada clase de órgano judicial: uno para el Tribunal Supremo y otro para Tribunales Superiores de Justicia, por ejemplo. Un reglamento para cargos jurisdiccionales y otro para cargos gubernativos. No es cualquier ocurrencia, sino que se trata de una sugerencia de las recomendaciones de GRECO en el seno del Consejo de Europa.

Es la recomendación VI, parágrafo 42, que efectúa GRECO a España, en el informe de la cuarta ronda de evaluación de 21 de junio de 2019, en relación al desarrollo del artículo 326.2 de la LOPJ. En lugar de bases específicas de cada convocatoria para el nombramiento de altos cargos judiciales, señala que es mejor un reglamento con bases generales por tipos de órganos judiciales. El organismo europeo dirige estas recomendaciones a España para garantizar que los nombramientos discrecionales de altos cargos no pongan en duda la independencia e imparcialidad de ese proceso y evitar la corrupción.

El baremo de méritos permite controlar no solo la asignación cuantitativa de puntuación en cada parámetro, sino también someterla a comparación con otros aspirantes en un procedimiento transparente. En todo caso, debería haber un margen, pequeño pero suficiente, para inclinar la balanza por conveniencia institucional entre aquel de los mejores que no sea el que definiríamos como alguien que reste en lugar de aportar. Por decirlo de manera elegante.

En segundo lugar, sería recomendable introducir la carrera profesional, de tal manera que la promoción pudiera estar reglada y baremada en todas sus fases anteriores. El modelo de carrera profesional que se impone en la Función Pública actual es el de carrera horizontal por competencias demostradas. No hay motivo para despreciarlo en la carrera judicial. De esta manera, solo el juez que hubiera cubierto un tramo determinado de la carrera podría llegar a juez del Tribunal Supremo.

No se podrían producir extraños saltos de más de mil puestos, a los que acompaña una insuperable apariencia de nepotismo.  Asimismo, el reconocimiento alcanzado tras muchos tramos y niveles superados haría que solo se postulasen los jueces que de verdad tienen algo que aportar al Derecho.

Finalmente, la reforma de la LOPJ para que doce de los veinte vocales del CGPJ sean elegidos por sus pares sería una tercera solución, pero no bastante por sí sola. Sin las anteriores, aunque doce de los veinte fueran elegidos por los jueces, los jueces de las altas instancias serían elegidos de modo corporativo, ya no por su ideología, pero sí por nepotismo o amiguismo. Muchos jueces son copartícipes de esa falta de independencia y los vocales nombrados tampoco serían los mejores ni lo serían los jueces que nombrasen para el Supremo.

No, se necesita un cambio de sistema completo en estos tres órdenes. La independencia judicial no es un tema de carreteras, que solo afecta a algunos, sino que es un pilar básico del Estado que afecta a todos. Sin ella, el Estado de hunde. Es algo que obsesiona a Alejandro Nieto porque las sentencias de las altas instancias deben ser el resultado de aplicar la ley y de resolver el caso en equidad, no en interés político.

Siendo tan claro que es así, llevamos demasiado tiempo discutiendo sobre esto. Hasta el punto de que se ha convertido en un tormento y sería tiempo de resolverlo.

Estoy segura de que él terminaría recordando que estas tres soluciones, dentro de cinco años, podrían ser otras o las mismas pero retocadas. Ya se vería. Sin embargo, empujaría a los juristas de hoy a actuar con decisión porque la alternativa que nos queda no es una opción. La alternativa es la pesadilla que conduce al desgobierno judicial y al abuso de los poderes públicos.

 

Del limitado acceso a las resoluciones judiciales

El Ministerio de Justicia del Reino Unido ha informado en un reciente anuncio de la inmediata publicación en línea de una base documental de las sentencias de los tribunales británicos. Publicando estas resoluciones y promoviendo su reutilización pretendemos activar la innovación e impulsar la justicia abierta —se lee en el flamante servicio digital Find Case Law, que sirve de puerta de acceso a esta base de datos. Las sentencias de los tribunales son documentos públicos enormemente importantes —reconocen desde The National Archives, el organismo gubernamental que desde abril tiene encomendada la puesta a disposición de la ciudadanía de un corpus documental que arranca con algo más de 50.000 sentencias.

En España, sin embargo, el Centro de Documentación Judicial (CENDOJ), que es el órgano técnico del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) que se encarga de la publicación oficial de la jurisprudencia en España, pone límites a la publicidad de las sentencias judiciales.

Su sofisticado buscador oficial —que solo permite al ciudadano la consulta individualizada siempre que lo haga para su uso particular— da la bienvenida con un aviso legal inusualmente prominente y que culmina con un inquietante colofón: Cualquier actuación que contravenga las indicaciones anteriores podrá dar lugar a la adopción de las medidas legales que procedan.

Documentos de alto valor que son públicos pero que se publican con cortapisas, y que por alguna razón no precisada no está permitido descargar en masa. ¿Qué está pasando?

Aviso legal en el sitio del CENDOJ. Las resoluciones que componen esta base de datos se difunden a efectos de conocimiento y consulta de los criterios de decisión de los Tribunales, en cumplimiento de la competencia otorgada al Consejo General del Poder Judicial por el art. 560.1.10º de la Ley Orgánica del Poder Judicial. El usuario de la base de datos podrá consultar los documentos siempre que lo haga para su uso particular. No está permitida la utilización de la base de datos para usos comerciales, ni la descarga masiva de información. La reutilización de esta información para la elaboración de bases de datos o con fines comerciales debe seguir el procedimiento y las condiciones establecidas por el CGPJ a través de su Centro de Documentación Judicial. Cualquier actuación que contravenga las indicaciones anteriores podrá dar lugar a la adopción de las medidas legales que procedan.
El buscador del CGPJ saluda con este aviso legal, que salta en la primera consulta para advertir contra el acceso masivo y limitar la utilización de unas resoluciones que son públicas.

Está pasando que se mercadea con unos documentos que son públicos y se elaboran, transforman e informatizan con cargo al erario público, pero que se ponen a disposición de acuerdos comerciales del CGPJ con las editoriales jurídicas antes que al servicio sin restricciones del verdadero interés público.

Las resoluciones de los tribunales son elaboradas por jueces que cobran un salario público, y no tienen propiedad intelectual.1 Un contrato de tres millones de euros —dinero también público— con la empresa vasca Serikat sirve para tratarlas informáticamente y despojarlas de todo dato personal protegido.2 Pero el valioso corpus jurisprudencial resultante no se pone directamente a disposición de la ciudanía que fundamentalmente lo costea, sino en manos de unas pocas compañías con capacidad de adquirirlas al CGPJ al precio unitario de 1,27 euros, impuestos y descuentos no incluidos. Y el CENDOJ custodia casi ocho millones de estas resoluciones.

El máximo órgano de los jueces ingresa por este concepto en torno a un millón de euros anuales —936.948 € en 2019, 967.504 en 2020 y 1.018.669 en 2021—, que revierten en el tesoro público. De modo que un millón de euros parece ser el precio de mantener cautivo este valioso conjunto de documentos públicos e impedir que cualquiera pueda hacer con él lo que ahora solo está al alcance del puñado de grandes empresas que pueden comprarlo: indexarlo informáticamente en su conjunto, procesarlo con las modernas técnicas de big data y construir así herramientas de valor añadido que poner al servicio, comercialmente o no, de las decenas de miles de profesionales y despachos jurídicos de España.

No por comparar lo incomparable sino por trazar un paralelismo que pudiera resultar inspirador: yo mismo he descargado 2.028.580 contratos públicos. Y con más esfuerzo que recursos he podido trabajarlos con unas técnicas y tecnologías que el tsunami de la digitalización ha tornado asequibles a cualquiera. Así, he hecho análisis de compras públicas y de contratistas, arrojado luz a la intersección entre la política y los negocios, experimentado con innovaciones irreverentes como cruzar las listas electorales con las de adjudicatarios y programado herramientas accesibles por todos que llegan, adonde no lo hacen las limitadísimas que el Estado proporciona. También me he topado con las incoherencias, inconsistencias, errores y omisiones que jalonan los datos públicos, y he escrito algoritmos para detectarlos e incluso corregirlos, cuando esto último es posible.

Sin embargo, no puedo hacer esto mismo con las sentencias de los tribunales españoles. Ni usted. Porque primero debería suscribir con el CENDOJ un contrato de licencia y desembolsar 6.141.330 euros, impuestos y descuentos incluidos. Game over.

Y es que seis millones de euros es la altura de la barrera de entrada que el CENDOJ erige en torno al mercado de los servicios digitales sobre bases de datos jurídicas. Esta es la cota de una muralla artificial que reduce la oferta de productos y servicios para los profesionales del derecho, minora la competencia empresarial, abaja la innovación y lastra el desarrollo de la industria tecnolegal o legaltech española.

Una realidad que choca con el espíritu de la Ley de Reutilización de la Información del Sector Público, que establece que las Administraciones Públicas han de promover licencias abiertas con las mínimas restricciones posibles sobre la reutilización de la información (artículo 9). Y que también estipula que con carácter general la reutilización de los documentos será gratuita para el interesado, pudiendo en ciertos casos aplicarse una tarifa que no podrá ser superior a los costes marginales en que incurra la Administración (artículo 7).3

Paradójicamente, sí puedo descargar en masa el conjunto de sentencias del servicio Find Case Law británico y reutilizarlo informáticamente. No debo pedir antes permiso, mucho menos hacer desembolso alguno, porque la Open Justice License me confiere un derecho sustentado en el principio constitucional británico de la justicia abierta.4

Pienso que ya no se entiende un modelo de explotación de las sentencias de los tribunales que sustrae a los profesionales del derecho y a toda la ciudadanía de servicios innovadores y la luz que la tecnología puede brindarnos. No se entiende esta praxis en un organismo público que pone límites a la publicidad efectiva de los documentos públicos de alto valor que tiene encomendado publicar. No se entiende la amenaza al usuario con la aplicación de unas medidas legales que, oh, el mensaje de advertencia del CGPJ no basa ni concreta. No se entiende, como tampoco se entendería hoy en absoluto que los millones de expedientes de compras públicas no pudieran ser libremente descargados por cualquiera, individual o masivamente, por intereses comerciales o sin ellos, y sin que obste la finalidad. Unas bases de datos de contratación pública que, como las de jurisprudencia del CENDOJ, también requieren de un complejo tratamiento informático antes de su puesta a disposición de la ciudadanía.5

Pienso también que una auténtica y efectiva publicidad de las resoluciones que el CENDOJ custodia tendría un efecto democratizador en el acceso de la ciudadanía a unos datos y documentos que son públicos, al tiempo que impulsaría la industria tecnolegal española en un momento en el que las editoriales jurídicas más importantes del país están en manos de grandes grupos extranjeros. Estoy seguro de que promovería la competencia empresarial en el mercado de suscripciones a bases de datos jurídicas, e incentivaría una innovación que redundaría en la cantidad y calidad de la oferta de unos servicios que consumen colegios profesionales, despachos, juristas, académicos… y la propia Administración.

Porque las Administraciones Públicas también son clientes de estos servicios de información legal. Escudriñando los contratos públicos he podido cuantificar exactamente la relación económica de las diferentes administraciones con la editorial jurídica Aranzadi: 13,1 millones de euros en 1.165 contratos; con la editorial Lefebvre: 3,3 millones en 829 adjudicaciones; o con Tirant lo Blanc: 862.000 euros en 247 compras. Unas cifras que no habría podido obtener informáticamente si con los contratos públicos sucediera lo que con las resoluciones de los tribunales.

Nadie niega el indiscutible valor del CENDOJ, ni de su fabuloso esfuerzo reuniendo ocho millones de documentos y proporcionando un buscador, aunque sea limitado y solo para uso particular. Nada empaña tampoco el valor que añaden los servicios digitales de las editoriales jurídicas. Es solo que ese valor debe sostenerse en la calidad de sus productos, no en su capacidad económica para comprar el acceso a unos documentos públicos que son principalmente financiados por los contribuyentes españoles. Y es también que, como país, debemos tener la ambición de ir más allá y liderar, sí, la tendencia global de la liberación de los datos públicos, con los mínimos obstáculos a su reutilización creativa e innovadora.

 

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  1. Artículo 13 del Real Decreto Legislativo 1/1996, de 12 de abril, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley de Propiedad Intelectual.
  2. Para las razones legales de esta anonimización véase, por ejemplo, ¿Por qué se anonimizan las resoluciones judiciales?, en la página 25 del Libro conmemorativo 20 Años del CENDOJ. Para una descripción técnica más detallada de los requisitos y características del tratamiento informático de las resoluciones y su control de calidad puede consultarse el pliego de prescripciones técnicas del contrato arriba citado.
  3. Ley 37/2007, de 16 de noviembre, sobre Reutilización de la Información del Sector Público.
  4. Los derechos conferidos por la Open Justice License no son, sin embargo, ilimitados. Y la indexación informática que sugiero no está permitida por esta licencia. La razón es que, a diferencia del modelo español, en el caso británico las resoluciones de los tribunales no se anonimizan antes de su publicación, por lo que contienen datos personales. Y The National Archives descarga en el reutilizador la responsabilidad de cumplir las leyes de protección de estos datos. Es por ello que la indexación informática de las sentencias del servicio Find Case Law requiere de la solicitud por el interesado de una licencia transaccional. Cualquiera puede solicitarla sin más que cumplimentar un formulario. Es gratuita y se expide en el plazo máximo de 20 días laborables para aplicaciones estándar tales como la indexación informática para construir motores de búsqueda. En el caso español los documentos publicados carecen de datos pesonales y, por tanto, de las complejidades derivadas de su tratamiento.
  5. El tratamiento informático previo a la publicación de los expedientes de contratación pública no es en absoluto menor. En España hay decenas de miles de órganos públicos con capacidad de contratar, y sus expedientes se agregan informáticamente en la Plataforma de Contratación del Sector Público (PLCSP). Se ha definido para ello una compleja arquitectura tecnológica basada en vocabularios internacionales y que recibe el nombre de CODICE: Componentes y Documentos Interoperables para la Contratación Electrónica. La actualización tecnológica de la PLCSP ha sido recientemente adjudicada a una compañía filial de IBM en un contrato de 2,3 millones de euros.

Perder el poder

El brillante discurso de la vicepresidenta de la Comisión Europea en el Foro de Europa, sobre el estado de derecho y la separación de poderes se puede resumir en esta frase. Quién gana las elecciones gana el poder político, pero no gana el poder académico, el poder sobre los medios o el poder judicial. Gráficamente ha dicho: no son Dios.  Pero qué razón tiene y eso que la Sra. Vera Jourová no sabe que, en España, quién vence en las elecciones gana muchos más poderes que los mencionados. O quizá, sí lo sepa y por eso lo dice. El asunto de la presidencia de la AEPD, con su público reparto ilegal de puestos entre PP y PSOE, llegó a Bruselas, levantando las alarmas sobre la seriedad con la que la clase política española se toma lo de elegir a autoridades independientes.

Hay que tener en cuenta que el reparto del poder es una cuestión muy arraigada en nuestra cultura política. Ciertamente no es cultura democrática. Aunque la Sra. Vera habló de autocracias y de la forma de gobernar del Sr. Orban, en España no es exactamente así. No es el poder para uno sino el poder para dos, y el que gana las elecciones decide cómo se reparte el poder con su principal adversario, -en una negociación que tendrá seguro sus tiras y aflojas -pero sabiendo, que quién ha ganado se lleva la mejor parte.

Así ha ocurrido con el poder judicial a lo largo de estos últimos 37 años. Recordemos el famoso whatsapp de Cosidó que está en el inicio de esta crisis judicial. En dicho mensaje, el senador explica a los miembros de su grupo parlamentario el desarrollo de las negociaciones de esta manera: de los 20 vocales nos quedamos con 9. Cada uno elige a los suyos sin vetos. Pero elegimos al presidente, el magistrado Marchena. Y así nos aseguramos el control de la sala segunda del TS por detrás.  El senador trataba de convencer a los suyos de que el acuerdo era bueno para sus intereses. La difusión pública de este mensaje produjo la ruptura de las negociaciones para la elección del órgano de gobierno del poder judicial y así han pasado mas de tres años hasta hoy.

Cuatro consignas muy claras con las que cabe hacer un tratado español del reparto del poder: Elegir al presidente, repartirse los puestos y hacerlo sin vetos, con la finalidad confesada de controlar el TS. Con ello, se prescinde total y absolutamente de las normas del procedimiento, a sabiendas, lo que en derecho penal tiene un nombre muy claro.  Sin embargo, un escándalo de esta magnitud no se saldó ni siquiera con una petición pública de perdón por parte de los actores principales de este teatro. No. El partido de la oposición titubeó, cambió de discurso varias veces y nadie puede asegurar en que punto se encuentra ahora. El Gobierno, por su parte, designó a un Juez como Ministro de Justicia con el objetivo de que nada cambiara en materia judicial y después de cesarlo, ha nombrado a otra magistrada con la misma finalidad.

Pero ¿de qué hablamos cuando hablamos del Consejo? En realidad, hablamos simple y llanamente de elegir a los magistrados del Tribunal Supremo. Este es el poder que el Gobierno no quiere perder porque ha ganado las elecciones. No le parece justo. Dice que los bloqueos tradicionalmente vienen siempre del mismo lado. Y la oposición tampoco, ojo. De ahí su falta de claridad. A la opinión pública se le oculta deliberadamente el núcleo de la cuestión: la forma en la que se elige a los magistrados del Tribunal Supremo en nuestro país. Esta tarea se deja en manos de esas 20 personas, para que- con la mayor libertad- elijan a quien consideren oportuno.  Y a esta oportunidad se le llama últimamente “conveniencia institucional “, palabro técnico con el que el TS rechaza investigar cómo se realizan esos nombramientos, haciendo que el sistema sea totalmente opaco.  Así de fácil. Y si algún juez no está conforme que se vaya a quejar a Europa.

El Sr. Lesmes también ha recibido a la Sra. Jouruvá. Cuando su propio nombramiento fue recurrido por una asociación judicial, por idénticos motivos a los consignados en el mensaje de Cosidó, no había pruebas de lo que se tramaba, pero ahora sí. A pesar de ello, le ha dicho que el problema del Consejo es solo de apariencias, ya que los jueces en realidad son independientes, como demuestra la estadística de políticos condenados. El argumento de que los jueces somos independientes resulta cansino. El GRECO nos lleva recordando desde hace 9 años que nuestro problema es de falta de independencia estructural. Se refiere con ello a las estructuras del gobierno judicial, precisamente la institución que el Sr. Lesmes preside. Los tejemanejes de dicha institución corren el riesgo de empañar el prestigio de los jueces individualmente considerados. En esas estamos, en perder, lo único que tenemos.

La Ministra de Justicia también ha intentado convencer a la Sra. Jourová de las bondades de un sistema que se basa en que los jueces presentan una lista de candidatos. Pero algunos tienen opciones y otros no. Así son las cosas, todo está cerrado de antemano. Una auténtica apariencia, una simulación, como bien conocen ambas. La Ministra también le ha debido decir que los jueces como ciudadanos votan en las elecciones y de esta manera contribuyen a decidir el órgano de gobierno del poder judicial. Y eso es todo lo que se puede argumentar a favor de un sistema decadente que Europa y los jueces europeos ya han sancionado por ser contrario a la separación de poderes. Ahí esta el caso polaco y la invasión política del poder judicial. Cuando llegue allí nuestro sistema, poco podremos decir en su defensa.

Así pues, la receta es muy sencilla.  Ni el Gobierno, ni la oposición tienen derecho a intervenir en la selección de los magistrados. Esto es algo que corresponde al poder judicial. El Consejo, que ha acumulado todo el poder político, debe perder poder, al igual que las asociaciones que han tomado parte en él. Europa también nos pide que la selección de los magistrados que integran la cúpula judicial sea objetiva, para que cualquier juez pueda llegar a ser magistrado del TS y no solo una minoría con contactos como ocurre ahora. Se trata de que nadie: ni jueces ni políticos controlen el poder judicial, para tranquilidad de toda la sociedad.

Quienes piensen que la Sra. Jouruvá nos ha visitado para darnos únicamente un discurso sobre los límites del poder político se equivocan. Ha venido a decir lo qué hay que hacer. Afortunadamente para nosotros.