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El caso Oltra o la bancarrota moral de la política española

Este artículo es una reproducción de una tribuna en El Mundo.

El denominado “Caso Oltra” (por el nombre de Mónica Oltra, vicepresidenta del Gobierno de coalición valenciano) es un ejemplo más de lo que Daniel Gascón ha llamado, muy acertadamente, la bancarrota ética de la política española. No deja de ser curioso que sea de nuevo en Valencia donde se produzca un caso tan llamativo; después de años y años de corrupción institucional del PP (no siempre, recordemos, confirmada judicialmente como en el famoso caso de los trajes de Francisco Camps, que resultó finalmente absuelto) la izquierda llegó a la Generalitat valenciana prometiendo hacer de la ética y la regeneración institucional uno de los pilares de su gestión.

De hecho, es en Valencia donde se alinearon los astros para la creación de una Agencia antifraude que es modélica en España, dirigida por un antiguo denunciante de corrupción, Joan Llinares, que fue avalada por todo el arco parlamentario regional salvo el PP que votó en contra por obvias razones. Pero eso fue hace varios años y desde entonces la polarización de la vida pública española ha ido “in crescendo”.  Como es sabido, esta polarización aboca a nuestros partidos a un imposible doble rasero: las mismas conductas que se denuncian y se persiguen sin cuartel en el adversario político se toleran o se ocultan cuando las realizan los compañeros de partido o coalición, ante la estupefacción cuando no el escándalo de la mayoría de los ciudadanos. En definitiva, en España los que tienen que dimitir y asumir responsabilidades políticas son siempre los demás.

Repasemos los hechos aunque sea brevemente. Hace unos días el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana imputó a Mónica Oltra -en realidad, lo correcto sería decir que decidió concederle la condición de investigada- por, supuestamente, encubrir el caso de abusos a una menor tutelada por parte de su exmarido, que resultó condenado judicialmente. Lo más relevante es que Oltra es la Consejera de Políticas Inclusivas de la que dependen los centros de menores y, por supuesto, es aforada. Es evidente que una imputación no equivale a una condena y que el principio de presunción de inocencia se mantiene en este como en todos los supuestos que afectan a cualquier español sea político o no. Sin embargo, debemos de recordar por enésima vez que la inexistencia actual o futura de responsabilidades penales no prejuzga la existencia actual o futura de responsabilidades políticas. El decidido empeño de la mayoría de nuestros políticos de equiparar responsabilidad política a responsabilidad judicial penal es propio de repúblicas bananeras.  Equivale a decir que mientras un juez no condene por sentencia penal firme a un político, no hay nada de qué rendir cuentas a la ciudadanía.

De ahí también la interesante tendencia (de nuevo Valencia es pionera) a desagraviar a políticos que se han sentado en un banquillo y han sido absueltos, en ocasiones por falta de pruebas (recordemos que hay que demostrar la culpabilidad) o sencillamente porque los delitos han prescrito. Escuchamos también argumentos tan peregrinos como que el hecho de que los subordinados directos de un alto cargo hayan estado encarcelados por corrupción si el jefe o jefa no se ha llevado un euro público a su bolsillo no tiene nada que explicar, aunque haya dejado las instituciones como un erial. Hay que decir alto y claro que estos estándares no se corresponden con los propios de una democracia avanzada. No hablo ya de los países nórdicos, hablo de Portugal o incluso de Italia. Y desde luego no se corresponden con los establecidos por la propia Mónica Oltra y los que exigía a otros representantes políticos cuando estaba en la oposición, como se han ocupado de recordar numerosos comentaristas a lo largo de estos días.

Para que no falte de nada en este triste asunto, es cierto que las denuncias del supuesto encubrimiento han partido del abogado y líder del partido de extrema derecha España 2000, José Luis Roberto, que presentó una denuncia por presunto delito de abandono y omisión del deber de guardia y custodia contra varias funcionarias de la Consejería de Oltra por la instrucción de un expediente informativo que desacreditaba la versión de la menor, y no la consideraba creíble. A pocos se les ha escapado que aquí no se aplicó el famoso “Hermana yo sí te creo” de la Ministra de Igualdad, tan generosa con su confianza con otras supuestas víctimas de violencia de género o abusos sexuales, incluso con la evidencia judicial en contra. Para completar el panorama también la Asociación Gobierna-Te, presidida por la ex dirigente de Vox Cristina Seguí, presentó una querella contra Oltra y otros ocho funcionarios de la Consejería por delitos similares  incluidos  el encubrimiento, la obstrucción a la justicia, prevaricación y malversación de fondos públicos.

Por tanto, es indudable que la extrema derecha está detrás de estas denuncias y querellas. Pero esto no las hace ni menos ni más creíbles: el que los hechos denunciados sean o no ciertos es lo que precisamente se tiene que dilucidar ahora en la fase de instrucción ante los órganos judiciales competentes. En ese sentido, el auto del TSJ de Valencia -ante el que Oltra está aforada- y el informe de la fiscalía son muy contundentes: hubo movimientos internos orquestado por varios funcionarios para intentar desacreditar a la víctima. Ahora se trata de saber si fueron espontáneos o por encargo. Lo que está claro es que la beneficiaria directa de esta forma de actuar sólo podía ser Oltra, como los trajes de Camps sólo se los podía poner él. Lo que parece evidente -en un asunto que trae ecos del accidente del metro de Valencia por la forma de proceder de los funcionarios- es que nadie pensó en la víctima.

Tampoco hay que olvidar que la interposición de querellas y denuncias por partidos u organizaciones afines a los partidos convierte este tipo de actuaciones judiciales en armas políticas muy poderosas. Es más, me atrevería a decir que esa es su auténtica finalidad, por delante del buen funcionamiento de las instituciones o de los derechos de los afectados. Pero, una vez que la Fiscal del caso y el propio Tribunal Superior de Justicia entienden que procede investigar a Oltra, no tiene mucho recorrido hablar de persecución política, salvo que pensemos que todos los fiscales que investigan delitos de políticos de izquierdas son fascistas y que todos los componentes de los órganos judiciales que los imputan, también. Claro que entonces para ser justos deberíamos entender que todos los fiscales y jueces que investigan delitos de políticos de derechas son comunistas. Este tipo de argumentos sólo son aptos para los muy sectarios.

Dicho esto, es preocupante la intensa judicialización de la vida política española por dos razones: porque demuestra, una vez más, que las instituciones no funcionan correctamente, dado que lo esperable sería que pudieran prevenir y en último término detectar y denunciar las conductas inadecuadas, ilegales o delictivas de sus empleados o altos cargos por los cauces legalmente establecidos. Esa es la razón de ser de la existencia de funcionarios inamovibles o empleados públicos que prácticamente lo son también. Si estos profesionales no son capaces de cumplir adecuadamente con sus funciones debido a la intensa politización de las instituciones, ya sea por cobardía, agradecimiento, ganas de no meterse en líos, por influencia política, falta de profesionalidad etc, etc cabe preguntarse para qué tienen un estatuto tan privilegiado. La segunda razón es que los partidos políticos que se apresuran a poner denuncias o querellas de forma fundada o infundada van a elegir sólo los casos que puedan instrumentalizar por su repercusión mediática y política. Pero lo peor es que trasladan a la ciudadanía la impresión no ya que la política es un nido de presuntos delincuentes sino, lo que es peor, de que los jueces al tomar las decisiones correspondientes respecto a esas querellas, denuncias y demandas están haciendo, inevitablemente, participando en el juego político.

Cuando acabo este artículo Oltra acaba de dimitir, como hicieron antes que ella Francisco Camps, Rita Barberá y tantos otros, por citar sólo a personajes de la política valenciana. Sin duda,  ha hecho lo correcto porque su situación era insostenible. Por razones políticas, por razones de operatividad (no es conveniente mantener un cargo público cuando se es objeto de una investigación judicial que se puede entorpecer desde dicho cargo) y, sobre todo, por razones éticas. Estas últimas son las mismas que ella invocó en otros tiempos.  Pero toda esta historia deja un regusto amargo ¿Se han regenerado las instituciones valencianas desde la muy justificada derrota del PP? ¿Ha demostrado Compromís y sus dirigentes unos estándares éticos superiores a los de quienes les precedieron en el ejercicio del poder? Juzguen por sí mismos.

LA (PEOR) CLASE POLÍTICA

“Sabiduría práctica, razón práctica, un sentido de lo que funcionará y de lo que no (…). Los que carecen de ello, son considerados como ineptos políticos” (Isaiah Berlin, “El juicio político”, El sentido de la realidad, Taurus, 2017, p. 88)

Enmarcando esta reflexión

Hace aproximadamente diez meses escribí un artículo que titulé de esa manera. Dado el contexto de una pandemia que comenzaba a atizar con una dureza desconocida hasta entonces, preferí ser prudente y dejarlo dormir en el disco duro del ordenador. Quería creer que, conforme la triple y brutal crisis sanitaria/humanitaria, económica y social que entonces se estaba incubando mostrara sus peores garras, la clase política cambiaría ese modo hasta entonces escasamente edificante de ejercer lo que es una digna actividad pública y absolutamente necesaria para que la ciudadanía y nuestro propio país y sociedad tengan una vida razonable. Pensé ingenuamente que esa clase política, nueva, vieja o entreverada, se embarcaría en un cambio de actitudes en la forma de hacer política, para poder afrontar con mínimas garantías un presente incómodo y un futuro terriblemente incierto, con más sombras que luces.

Nada de eso ha sucedido. La crisis cada vez más seria ha alcanzado de lleno a la práctica totalidad de las instituciones públicas. Y ya sin remedio ha golpeado al corazón de la política, no solo a los extremos derecho e izquierdo o periféricos, que ya estaban bien nutridos de ruidosos voceros y sectarios seguidores, sino en estos últimos tiempos ha terminado alcanzado a la centralidad del sistema de partidos, a quienes hasta ahora se calificaban (ellos mismos) de partidos garantes de la institucionalidad constitucional que aquellos otros detestan. El daño producido es incalculable.

Con la única excepción de algunos líderes políticos puntuales, los partidos “nacionales” del centro del espectro político (centro izquierda y centro derecha o centro puro, como así se denominan cuando hay elecciones) agitados por un enloquecido afán estúpido de poder instantáneo o de borrachera de poder han entrado en una espiral de locura política y de exterminio recíproco. Todos sin excepción han jugado mal sus cartas. Unos más y otros menos. Unos de forma diáfana y zafia, y otros entre bastidores. La imagen que han dado es deleznable.

Todos ellos, sin embargo, se consideran “cargados de razones”, que sus propios aparatos de comunicación les fabrican y nos trasladan con una contundencia y persistencia abominables como si fuéramos receptores necios de repetitivos y lamentables mensajes. Lo vivido esta última semana es sencillamente bochornoso y, según parece, no ha terminado. No se busque aquí una crónica política de lo acaecido y de lo que pueda pasar, que no se hallará. En fin, expuesto el nudo del problema, viene ahora el desenlace: Aquí va.

Lo escrito hace diez meses, oportunamente actualizado: La (peor) clase política

Ciertamente, es muy injusto generalizar. Hay, en efecto, algunos responsables públicos que, con las limitaciones obvias de la obediencia debida a sus respectivos “jefes de tribu”, están haciendo una gestión razonable, práctica y digna. Algunos alcaldes y presidentes de Comunidad Autónoma, por ejemplo. También algún responsable ministerial, curiosamente mujeres. Y justo es reconocerlo. En realidad, cuando el páramo cubre el hábitat político-institucional, cualquier responsable público con un gramo de sensatez y cordura, sobresale sobre la inanidad política imperante. No pondré nombres. Todos sabemos quiénes son. Hay de (casi) todos los colores. Pero, desgraciadamente, son pocos. Y siguen siendo los que eran, con alguna incorporación añadida y algún descuelgue.

Esta mayúscula crisis cuadrangular en la que estamos inmersos (sanitaria, económica, social y política-institucional) nos ha pillado con el sistema inmunológico público por los suelos. Con toda franqueza, el problema hoy por hoy no es otro que, en términos de Gaetano Mosca, la clase política; tanto la que nos gobierna como la que se opone sobreviviendo sin gobernar, por parafrasear el libro de Giuseppe Di Palma. Y por clase política -es importante- hay que identificar a quienes viven de la política, no quienes hacen política como vocación o compromiso.

Por azares de la vida, tal vez tengamos la clase política más deficiente (o poco faltará) de la historia de la España liberal democrática (absolutismo y dictaduras al margen).
No es un problema ya de vieja o nueva política; este es, hoy en día, un debate caduco, absurdo y sin sentido. Los políticos actuales, en general, son de otra época. Ya lo eran antes, pero en este largo período de pandemia, se han avejentado a marchas forzadas.

Mal político es quien muestra incapacidad de pactar. El pacto (y no el engaño) es una de las esencias de la buena política. Quienes nutren esa clase política a la que me refiero son, al margen de su ideología, conservadores. La profesionalización de la política (es decir, convertirla en su único medio de vida), les ha hecho particularmente miedosos a perder lo que tienen. Su única misión es sobrevivir en sus respectivos nichos políticos. Cuando pactan, unos y otros, es para perpetuarse, repartirse prebendas o capturar a quienes les pueden controlar.

Como escribió sabiamente Martin Rees, los políticos (y se refería a todos, no sólo a los españoles) están cada vez más cómodos en su “zona de confort”. Apenas aportan visión estratégica, cuando es más necesaria que nunca. Esa política caduca no arriesga, carece de coraje. Le importa el hoy, nunca el mañana. La táctica más burda, no la estrategia. Golpes de efecto. Tampoco practica la previsión de riesgos. Ni la eficacia en la gestión. Y así nos va con la pandemia. No se vive de buenas palabras o de jugar a la oca, y menos de performances.

Hay algunos políticos (aún pocos) que comienzan a ser conscientes de que esa forma de hacer política se acaba; que ese modo sectario, teñido de clientelismo y arrogancia de púrpura desteñida, o de exterminio del contrario, ha tocado a su fin. También los hay que perciben con claridad el hartazgo de la ciudadanía. Pero son minoría. Y están silentes, atenazados. Sin fuerza ni voz, aunque alguno ya lo ha dejado muy claro y hay que agradecérselo. Los respectivos aparatos aplastan sus quejas. Proliferan, más en los escalones altos del poder, los políticos anclados en la táctica nimia, en la bronca o en el juego de ajedrez, como si España o la política fuera un tablero y los españoles ciudadanos peones a los que se puede sacrificar sin piedad alguna.

Los partidos están dominados por aficionados de la política que, con escasa experiencia, pocas lecturas y menos ética, hacen juegos malabares para obtener o mantener el poder desnudo: el que no pretende otra cosa que entronizar al líder y gobernar el vacío. Deben pensar que los ciudadanos somos necios, cuando en realidad lo son quienes así nos creen. Los medios de comunicación, con muy escasas excepciones, viven encadenados a esa política mediocre, de la que son meros comentaristas de la contingencia y el espectáculo en columnas, vídeos y “mesas de análisis”. Corifeos de unos u otros, blanquean a los suyos y demonizan al contrario.

Observo con especial desasosiego cómo el populismo se impone en la agenda política española. Y conforme pasan los días o las horas esta idea toma más fuerza. No sólo se polariza la política, sino que también se viste, por un lado y por otro, de populismo barato. Ya nadie está a salvo. Si esto sigue así, se multiplicará como los panes y los peces: tanto el populismo “hispano puro” como el periférico independentista. Las crisis multiplican las salidas populistas. Y en esta crisis nos hallamos en el aperitivo. Pierre Rosanvallon lo ha advertido en su último libro: hay que tomarse al populismo en serio. Más en este país. Pero o nadie se da por aludido o, incluso, irresponsablemente se alimenta y engorda.

El Estado hace aguas por muchos lados, mostrando que se ha convertido en estos últimos meses en un cascarón vacío e impotente; aunque, eso sí, cuenta con un Gobierno elefantiásico, creado para otro contexto absolutamente distinto y que no ha sabido adaptarse un ápice, ni siquiera para gestionar la pandemia o los fondos europeos NGEU. La falta de coordinación ha sido palpable en esta pandemia. El Gobierno se pone de perfil y los gobiernos autonómicos achican agua con lo que pueden.

Y la oposición (también la que está “dentro” del Gobierno, al menos hasta ahora) a zumbar todo lo posible. Nunca las visiones políticas habían estado tan alejadas entre sí. Nadie tiende puentes, pues lo que se lleva es destruirlos. La política actual se ha convertido en una jauría de hienas, que buscan carnaza por cualquier lado. Sin importarle el qué ni el cómo.

La economía, mientras tanto, tiritando o, en algunos casos, devastada. El tractor de la Administración Pública está varado. Hay un enorme problema de falta de state capacity, como recordó en su día el profesor Fernando Jiménez Sánchez. A una política marcada por la ineptitud, se le suma un aparato de gestión ineficiente. No recuerdo un funcionamiento peor de las Administraciones Públicas en mi ya larga vida, y si de algo sé, aunque sea muy poco, es de eso. Y en ese reino de la entropía nadie en política piensa de verdad en reformas o transformaciones de un sector público que se cae a pedazos.

Los ensayistas hablan de sistemas políticos inteligentes (Innerarity, Marina) y de liderazgos trasformadores. Pero llevamos ya de pandemia más de un año y esta absurda política no nos ha sacado del pozo, sino que se empeña en meternos más a fondo. A su pretendida salvación vienen los (bajos) fondos europeos, que antes de llegar ya se están repartiendo arbitraria o discrecionalmente, según los casos. No hay reglas para ello ni criterios objetivos, pues siempre son molestos. Todo lo fiamos
a Europa, a sus ayudas y préstamos, pues aquí, al parecer, ya no queda un gramo de crédito para salvarnos por nosotros mismos.

La buena política ha desaparecido o está arrinconada. La (mala) política ha seguido viviendo su particular endogamia durante este terrible año, como si nada sucediera, cerrada a sí misma. Siguen haciendo lo mismo, cobrando lo mismo y afectada simuladamente con lo que le pasa a una sociedad cada vez más empobrecida. A la (mala) política no le llega el daño, solo los clamores del dolor. La política vigente cree que, pasado este bache, todo seguirá más o menos igual. Está esperando que la recuperación llegue. Sin embargo, los daños en los pilares básicos del edificio son inmensos. Y también a ella le golpeará, más temprano que tarde.

La práctica totalidad de los políticos (alguna excepción he visto) quieren seguir viviendo de la política, como diría Weber; pues fuera hace mucho frío, solo atenuado en parte con ese maná europeo que resolverá una pequeña parte de nuestros problemas. Mientras tanto, la deuda pública crece hasta límites desconocidos en el último siglo y, aunque necesaria en estos momentos, la tendrán que pagar nuestros hijos y nietos.

Este país, un año después, aún no ha hecho su particular duelo, pues lo realizado es impostura. Estamos rodeados, aunque no se quiera ver, de muertos, desempleados, arruinados, desahuciados o de millones y millones de damnificados por esta crisis. Y la clase política como si nada pasara. Incólume. Jugando a la
política sucia, a la demagogia o al relato banal. De elección en elección, como si detener en seco la máquina gubernamental o cambiarla de capataces en este crucial momento no fuera altamente suicida. A esta (mala) política sólo le importa ganar elecciones. Gobernar es adjetivo. Lo sustantivo, lograr el poder y sus prebendas, muchas de ellas personales, otras intangibles.

Algún día, cuando la normalidad de verdad retorne, la actual clase política tal vez advierta el cambio brutal del paisaje. Hay quienes ya perciben el hartazgo ciudadano. No les elegimos para estar o vivir de eso, sino para hacer, y en muchos casos lo único que saben es deshacer o, en el mejor de los casos, no hacer nada. Buena parte de esos ineptos políticos (género marcado), en el sentido que le diera I. Berlin, deberían ir buscando la puerta de salida. Su continuidad nada nos va a resolver. Cuando necesitamos los mejores líderes, más ayunos estamos de ellos. Habrá que reivindicar con energía ciudadana una mejor política y también mejores políticos: con la mejor cabeza (competencias) y el mejor corazón (integridad), que diría Adam Smith.

Pero lo que estamos viendo estos últimos días, y lo que parece que se asoma, no es un escenario de racionalidad, sino de polarización demagógica y absurda. Llevar a la ciudadanía a los extremos. En fin, una parte de esa clase política, de forma diáfana o embozada, está alimentando la entronización de liderazgos populistas que nos harán más infelices aún y destruirán o lastimarán nuestra ya precaria existencia. A tiempo estamos de evitarlo. Aunque, tras lo visto en estos últimos días, comienzo a temer que quizás ya sea demasiado tarde.

Adenda

Cuando este artículo ya estaba remitido, leo con agrado la siempre interesante columna dominical de José Luís Zubizarreta (“Juegos malabares”), publicada en “El Correo” y “El Diario Vasco” (14 de marzo de 2021), cuyo diagnóstico coincide (afinidades electivas) con el que aquí se ha expuesto. Entre otras muchas cosas, dice lo siguiente en relación con la actitud de los políticos ante los verdaderos problemas que aquejan a este país, con lo que cierro este texto:

“Si esto es lo que quiere ocultar tanto aficionado metido a político, quizás debería pararse a pensar si no va a ser al final ese abuso de tacticismo el tiro por la culata que desbarate sus planes y desenmascare su ineptitud. Nada se perdería. Dejarían hueco que puedan ocupar políticos de verdad como los que en tiempos no tan lejanos pudimos conocer en este país”.